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En el centenario de «La vuelta de Martín Fierro» (y II)

Luis Sáinz de Medrano Arce





Acompañando a los pedidos de cajas de sardinas y yerba mate el Martín Fierro se hizo dueño de las pulperías. Hay que retroceder hasta la Edad Media para encontrar una acogida análoga a una obra literaria no teatral estrictamente (la matización es necesaria puesto que los componentes teatrales del poema son bien perceptibles si no tenemos un concepto académico de los géneros). Los habitantes del Gran Ducado de Weimer, nos recuerda Ernst Fischer eran en su 90 por ciento analfabetos cuando Goethe publicó su Fausto, y naturalmente lo ignoraron. Mejor suerte tuvieron los gauchos de las últimas décadas del mismo siglo, seguramente más iletrados aún que aquellos al poder disfrutar de un poema que tenía especial virtualidad para ser transmitido oralmente por improvisados relatores, algunos de los cuales, es cierto, llegaron a profesionalizarse.

Esa condición de hecho oral del Martín Fierro es algo todavía percibido por el lector actual que tiene que enfrentarse no con un recitador del pueblo sino con un libro, en cuanto ese libro es escritura en la que Hernández, como bien apunta Raúl H. Castagnino, «oía» funcionar lo vital del poema y en la que logró crear contextos de oralidad mediante la orientación de los diversos discursos según los puntos de vista de cada emisor, Fierro y otros personajes, pero también el propio poeta, que a veces se confunde con el gaucho narrador, a través de la apelación a los receptores, y por medio de la amplia utilización de lo metalingüístico:


Que no se trabe mi lengua
ni me falte la palabra.
El cantar mi gloria labra,
y poniéndome a cantar,
cantando me han de encontrar
aunque la tierra se abra.



Si Martín Fierro resulta hoy un personaje vivo, no es porque aparezca rodeado de la dudosa aureola de «héroe nacional» de los argentinos, pues lo mejor de él como dijo Borges no está en las confusas muertes que obró ni en los excesos de protesta y de bravata, que entorpecen la crónica de sus desdichas. Está en la entonación y en la respiración de sus versos, en la inocencia que rememora modestas y perdidas felicidades y en el coraje que no ignora que el hombre ha nacido para sufrir. Y el poema vive también, añadiremos, por la modernidad de su estructuración, el sabio manejo de la temporalidad, los sagaces toques líricos y la densidad de cada una de sus espléndidas sextillas, por la característica forma interior, en fin de su lenguaje, clave última de su argentinidad.

El gaucho cruza los cuarenta y seis cantos humillado, en perpetuo errar que a veces es huida, del rancho al fortín, del fortín al rancho, ya convertido en miserable «tapera»: a tierra de indios, tras dar muerte a dos rivales ocasionales, con el sargento Cruz: a tierra de cristianos nuevamente acompañado de la cautiva a quien libera. El reencuentro con sus hijos y el de Cruz reactiva, a través de los relatos de estos, el jadeo de las marchas y las persecuciones hasta la separación final, símbolo de una irremediable condena a la soledad y al desarraigo. No estamos ciertamente ante un auténtico poema épico, aunque sí juglaresco. Ninguno de los personajes hace más que esquivar los golpes del destino con reacciones de coraje o, más frecuentemente, de picaresca. Tampoco hay idea de patria. Sólo una vez se menciona el gentilicio con ella relacionado «El gaucho no es argentino / sino pa hacerlo matar», asegura Picardía, el hijo de Cruz, y en la exclamación no hay, como puede verse, más que resentimiento contra cualquier posible instancia patriótica. Sucede lo mismo en el plano político-territorial inferior: «La Provincia -manifiesta el mismo personaje- es una madre que no defiende a sus hijos». No nos parece que esta indiferencia sea consustancial a la poesía gauchesca, si bien sospechamos que la idea de patria en el gaucho haya aflorado con fuerza sólo en situaciones de exaltación bélica y partidista. Los gauchos de nuestro poema, vagabundos en un suelo sin límites ni variaciones geográficas, abandonados a su infortunio difícilmente pueden pararse a pensar que haya algo que sumado a su hábitat conocido constituya la patria, concepto que ninguno de sus aprovechados mentores esgrime tampoco, por cierto, ante ellos. Incluso la apreciación del paisaje es entrañable pero infrecuente. La inestabilidad manda. Como recuerda Martínez Estrada, «el único personaje a quien encontramos en casa es el viejo Vizcacha, que habita en una especie de madriguera». En fin la reivindicación de «casa / iglesia, escuela y derechos» para el gaucho con que se cierra el poema es un justo slogan regeneracionista a lo Joaquín Costa pero no un proyecto épico, y menos lo son aún los consejos de Fierro a los muchachos, entre los que descuella ese «obedezca el que obedece / y será bueno el que manda», peregrino axioma que pertenece a la moral de la resignación.

Poema asimismo sin heroína y sin lances amorosos. Después de la pelea mantenida por Fierro con el indio, que termina con la muerte de este para salvar a la cautiva, el gaucho antes de iniciar la penosa marcha con ella hacia «la tierra en donde crece el ombú», desdeñando los efectos patéticos que la situación propiciaba, se dedica a explicar con pormenor la calidad de los caballos de los indios y el cuidado con que estos los tratan. Igualmente renuncia a aprovechar Hernández las connotaciones sentimentales que a continuación ofrecía la larga marcha del gaucho y la mujer. «La generosidad del paladín ignora estas complicaciones pasionales» -aclara Leopoldo Lugones-. Pero no se trata de generosidades a la manera de algunos castos héroes de caballería sino de un aspecto más de la marginalidad de lo femenino en el poema.

La sublimación que Lugones hizo de él al afirmar que «expresa la vida heroica de la raza, su lucha por la libertad contra las adversidades y la injusticia» y que Fierro es «el campeador del derecho que le han arrebatado, el campeador del ciclo heroico que las leyendas españolas inmortalizaron siete u ocho siglos antes» ha sido rebatida por quienes, como Américo Castro, vieron en Martín Fierro «un héroe posromántico, gemebundo y sentencioso». La interpretación ecléctica del poema como una fusión de elementos épicos y líricos que señaló Unamuno nos parece válida en principio en cuanto, a nuestro entender, estamos ante un poema narrativo, épico sólo en la medida que puede serlo un romance tardío de tipo novelesco, de limitado empaque heroico y entreverado de lirismo.

Pero precisamente en esas carencias está la grandeza del poema de Hernández. En este centenario de La vuelta nos parece que el mejor servicio que puede hacerse a su valoración es hacerlo descender del nivel mítico. Recuperar, en suma, lo que hay en él de drama humano, entender sus caídas en lo lacrimoso ver a Fierro como un ser desorientado e imperfecto, incluso injusto a veces en un contexto de injusticia, percibir que la obra de Hernández es absolutamente argentina pero no constituye la máxima representación de lo argentino, porque hay más cosas entre el cielo y la tierra de aquel país que las que caben en la filosofía y el problema del gaucho. A cambio de esta desacralización del poema en todos los órdenes estaremos en condiciones de contemplarlo como un noble proceso de «literariedad» en el que late un humanismo de carne y hueso proyectado, como el de Cervantes y Shakespeare hacia lo universal, Hernández tenía motivos para saber que sus cantos durarían «más que las cosas que tratan».





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