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En el centenario de Machado

Domingo Ynduráin

A la vista de cómo están las cosas, escribir sobre Machado (Antonio) no deja de presentar dificultades. Dificultades que, en definitiva, podrían ser prueba de la vigencia y popularidad alcanzada por su obra. Sin embargo, la popularidad me parece absolutamente ficticia y superficial; creo que, en general, la difusión de la obra machadiana se ha realizado de manera parcial (parcial con respecto a la totalidad), lo que, a mi entender, ha venido a desvirtuar tanto los sentidos como la comprensión de dicha obra: Machado es uno de esos escritores cuyas poesías no se pueden leer fuera de contexto, ya que en cualquiera de ellas aparecen palabras, pensamientos, frases que, aun sin ser el centro o tema principal de la composición, conectan con otras poesías donde han recibido, o recibirán, un tratamiento y un desarrollo específico que las ha cargado de un valor simbólico del que no es posible prescindir. De esta manera, la obra de Machado constituye una auténtica red de relaciones y contactos: se producen conexiones entre las partes y el todo, unas veces como choque o contraste y otras como transferencia o intensificación. Así, la poesía machadiana aparece como un constante chisporroteo de temas y motivos en el que, para el sentido poético final, es imposible aislar los hilos que constituyen la trama o separarlos del sistema en el que reside su fuerza.

Salvo contadísimas excepciones, las antologías no suelen reconstruir (dentro de lo posible) el sistema, la estructura. Por el contrario, parece como si los antologizadores (y me refiero a antologías vivenciales, de uso personal) se empeñaran en desmembrar, en destruir el coherente discurso de don Antonio. La consecuencia es que su obra ha sido descuartizada para seleccionar y utilizar parcialmente los despojos: unos aprovechan únicamente los temas castellanistas históricos de Campos de Castilla, conectándolos con la problemática religiosa para conseguir el efecto de una obra preocupada por las tradicionales esencias nacionales. Otros acuden a los textos críticos o satíricos, en busca de una imagen revolucionaria donde no hay más que una actitud moral y civil. Entre uno y otro extremo se deja quizá lo mejor. Y el resultado real de estas bárbaras autopsias es la obtención de unas reliquias momificadas que se venden como si en ellas residiera todavía algo de las virtudes que poseía el cuerpo vivo y completo.

Todos estamos de acuerdo en que uno de los aspectos fundamentales en la obra de Machado es el paso del tiempo. Quizá habría que señalar que no se trata de un tiempo abstracto, más o menos ideal y desligado de la realidad vivida; aquí, en Machado, el paso del tiempo supone y se expresa por medio del movimiento, del cambio en las cosas y en las personas, empezando por la del poeta mismo. El cambio como hecho en sí, lo mismo que el carácter de la evolución y el final a que llega, me parece imprescindible para comprender el sentido de la obra de Antonio Machado.

Los primeros temas de Soledades, Galerías... concuerdan con la imaginería modernista y se sirven de ella para expresar el mundo íntimo del poeta. En esta primera época, alrededor de 1902, aparecen visiones míticas y hermosas fantasías envueltas en un halo de irrealismo mágico. Machado se dedica a soñar, interpretando la realidad mediante formulaciones simbólicas subjetivas; estos símbolos conservan de alguna manera la conexión con la realidad material y común que les sirve de soporte, esto es, no son absolutamente arbitrarios aunque aparezcan transformados y embellecidos por la actividad onírica. Así, idealiza el tiempo pasado: «Y el demonio de los sueños abrió el jardín encantado / del ayer. ¡Cuan bello era!», de forma que los «lienzos del recuerdo tienen / luz de jardín y soledad de campo».

En el mismo sentido, la juventud o la niñez pueden aparecer en un ambiente de leyenda: «El hada más joven / me llevó en sus brazos / a la alegre fiesta / que en la plaza ardía», es un hada que en otro sitio va «hilando de los sueños los sutiles / copos».

Frente al pasado, el presente, la realidad objetiva exterior, no merece la pena y el caminante que es don Antonio no atiende a ella, desprecia el agua del mesón o la guitarra y no corta las flores del camino; no lo hace porque piensa que en el camino de sus sueños va a encontrar «más allá la alegre canción de un alba pura», cuando alcance las «quimeras rosadas que hacen camino lejos...» Su actitud, ahora, es permanecer dentro de sí mismo, aislado del exterior, atento a descubrir la belleza que guarda en las galerías y espejos de su alma, entre espejos y cristales de ensueño. Y espera que en esa actitud contemplativa aparezca, le venga el sentimiento, sin abandonar su estatismo, simplemente abriéndose a él, no actuando, sino haciéndose receptivo: «Abre el balcón. La hora / de una ilusión se acerca»; «Al sol del oriente abrí mi ventana... Abril sonreía. Yo abrí las ventanas / de mi casa al viento». La ilusión debe llegar; el poeta no la ha visto, pero lo sabe: sabe o cree saber que «tras la tenue cortina de la alcoba / está el jardín envuelto en luz dorada».

Pero la ilusión no llega y Machado, en su autoanálisis, empieza a preguntarse por la realidad de sus sueños y de sus esperanzas, pues es el caso que incluso en los momentos de mayor idealización mitificadora hay siempre un rasgo, un dato que parece representar el carácter artificial, creado, del mundo descrito: quimeras, hadas..., esto es, sueños. Nuestro aprendiz de poeta inventa en los laberintos donde el cristal crea los sueños y llega a la conclusión de que, efectivamente, son sueños: ninguna primavera se acerca, el viento de abril no entra en su alcoba y el jardín envuelto en luz dorada es, como todo lo demás, una creación de los cristales de sus sueños, su actitud no era receptiva, esperanzada, sino creadora... de fantasías y quimeras rosadas.

La juventud no fue hermosa ni sentimental: «sin placer y sin fortuna / pasó como una quimera / mi juventud...»; el camino no lleva a ninguna parte: «el sol murió... ¿Qué buscas / poeta, en el ocaso?» Y la realidad es triste, triste porque está solo y porque no ha vivido, es la primera vez que ve florecer la primavera. Si advierte que la niñez es monotonía y hastío, también se da cuenta ahora de la causa real de placidez y luminosidad que conserva su recuerdo: «Sí, yo era niño y tú mi compañera», donde el tú ha sustituido a las hadas y quimeras. Es la compañía del tú, del otro, lo que debe recuperar hoy que se encuentra «como / el niño que en la noche de una fiesta / se pierde entre el gentío / y el aire polvoriento y las candelas / chispeantes, atónito, y asombra / su corazón de música y de pena». Ya no hay hadas que le lleven en sueños.

La tristeza se produce tanto por la soledad actual como por el acceso a la consciencia: ha perdido la capacidad de fabricar sueños y de creer en ellos

Ay del pobre ruiseñor

si en una noche serena

se cura del mal de amor

que llora y canta sin pena.



A partir de este momento (1907), Machado no se encuentra ya en el interior de su alcoba, de su jardín, de sus galerías; ahora sale al exterior en busca una ilusión; pero el exterior es un laberinto de calles y callejas o se encuentra en la plaza, solo, mirando desde fuera, a los otros que, tras sus cristales, parecen borrosas calaveras, quizá como él estaba antes.

La toma de conciencia, la conquista de la lucidez, no supone una ruptura con el pasado, el hombre es también su historia; por ello se dice a sí mismo: «y podrás conocerte, recordando / del pasado soñar los turbios lienzos, / en este día triste en que caminas / con los ojos abiertos».

A partir de este momento, Machado sustituye el espejo donde se miraba como un narciso por la contemplación y la preocupación por el otro, por el tú esencial, al que contempla como si fuera un espejo en cuanto reproduce la humanidad del observador y quizá su misma historia. Y si no puede fabricar la materia de los sueños, procurará utilizarla en beneficio de los demás: aunque no sea capaz de fabricar el barro, hará una copa para que beba su hermano. Es ésta la época final en la que renuncia a las grandes invenciones mistificadoras, a las grandes creaciones y se limita a la mayor de ellas, la de educar mediante Juan de Mairena, a que los jóvenes sean ellos mismos, sin máscaras ni disfraces. Trata de salvarles del enemigo espejo, del cristal que separa y no une.

Cifra y resumen del proceso que va del sueño al trabajo, del interés propio al ajeno, y que no se realiza sin dolor ni graves pérdidas (una de esas pérdidas es su mejor poesía), podría ser esta bellísima composición de 1907:

Leyendo un claro día

mis bien amados versos

he visto en el profundo

espejo de mis sueños

que una verdad divina

temblando está de miedo,

y es una flor que quiere

echar su aroma al viento.

El alma del poeta

se orienta hacia el misterio.

Sólo el poeta puede

mirar lo que está lejos

dentro del alma, turbio

y mago sol envuelto.

En esas galerías,

sin fondo, del recuerdo,

donde las pobres gentes

colgaron cual trofeo

el traje de una fiesta

apolillado y viejo,

allí el poeta sabe

el laborar eterno

mirar de las doradas

abejas de los sueños.

Poetas, con el alma

atenta al hondo cielo,

en la cruel batalla

o en el tranquilo huerto,

la nueva miel labramos

con los dolores viejos,

la veste blanca y pura

pacientemente hacemos,

y bajo el sol bruñimos

el fuerte arnés de hierro.

El alma que no sueña,

el enemigo espejo,

proyecta nuestra imagen

con un perfil grotesco.

Sentimos una ola

de sangre, en nuestro pecho

que pasa... y sonreímos,

y a laborar volvemos.