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En el patio del señor Vasile Creangă

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

Mientras el país de abajo de Moldavia está sembrado solo de colinas que, muestran la primavera, parece, con sus surcos volcados al sol, unos hormigueros grandes y negros, en la tierra de arriba de las colinas devienen cerros y los valles -barrancos-. Los primeros alzan costas blancas y estériles de lodo, por los barrancos profundos crecen hierbas grandes y sin haber sido pastadas antes, piedras granulosas pero sin consistencia se ven edificadas como las paredes en el barro grisáceo y húmedo y por las concavidades de charcos y arroyos perezosos se asienta sobre terrones de la tierra un salitre blanco y brillante como la escarcha. El lomo de los cerros es a menudo extenso, llano como la palma y de una productividad grande y regulada, por eso el verdadero granero de Moldavia es la tierra de arriba. En los valles y encima de los barrancos estériles quedan dispersadas las aldeas, sobre el plan de los cerros, la aradura. Una distinción a esta regla es sin embargo el valle del Siret1 y del Suceava que, por su perspectiva hermosa, por la orgullosa lejanía de sus florestas y por aquel espacio blando y brillante bajo una bóveda que parece destinada a ser eternamente azul, parece un edén terrenal.

En el valle del Siret, extendido bajo los arcos de zafiro del cielo, cuyos ríos de aire temblaban por el calor del sol de verano, están dispersos, con su oscurecida sombra, bosques y florestas, escondiéndose entre ellos aldeas extensas, rodeadas de zanjas, cuyas casitas pequeñas y cubiertas con pajas y cañas tostadas parecen como unas colmenas escondidas, y del humo que llena la atmósfera la iglesia eleva su torre arqueada y redonda, cubierta con hojalata blanca que brilla hermosa al sol, como un plateado pensamiento, del medio de las aldeas sumergidas en el silencio y verdes se oscurece el mundo de los bosques.

El Siret, en su veraniega pereza, es parado a menudo en su camino por lagos grandes, rodeados con juncos que levantan sus mazorcas cocidas al sol, con cañas, con las escobas oscuras como la piel de oso y junco verde. En las riberas de los lagos alrededor la caspa de un verde joven brilla como la seda, y en medio el ojo verde claro del agua parece negro, reflejando en él la sombra del mundo que le rodea.

Sobre algún plano más elevado se ven patios encalados con cuidado, de apariencia agradable y tranquila. Las ventanas rectangulares brillan en sol, en el manzanal alto llevan escaleras limpias, delante del patio se extiende un corral grande en semicírculo, rodeada con vallado techado con tablillas, ensombrecido de álamos, acacias o nogales. A la derecha que se llama «arriba», hay generalmente establos y graneros, a la izquierda -dependencias para la cocina y servidores, llamadas «abajo», y por detrás del patio se extiende en cuadrado, con zanja, el manzanal, las flores, la vid y el abejar.

Esta es la apariencia estereotipada de las aldeas y de los patios, sin tener en cuenta las modificaciones fortuitas que individualiza a cada de ellas.

El carácter de la vida de aldea es la tranquilidad y el silencio. Durante el día, los hombres estando trabajando, solo los niños juegan con el rincón del camino, las viejas muy ancianas están hilando a la sombra sobre el soportal y los ancianos reunidos en la tasca pasan el resto de su vida bebiendo y hablando. Apenas por la tarde, cuando la aldea deviene el centro de la vida de la tierra que le rodea, comienza aquella afectuosa armonía campestre, idílica y conciliadora. Las estrellas surgen húmedas y áureas sobre el esmalte profundo y azul del cielo, la trompeta pastoril se oye en los cerros, un humo de un olor adormecedor llena la aldea, los carros vienen con los bueyes fatigados, chirriando, de los sembrados, hombres vino con las guadañas al hombro, hablando alto en el silencio de la tarde, los cencerros de los ganados, el agua de las fuentes, las campanas suenan, el columpio chirría en el viento, los perros comienzan a ladrar y por la armonía mezclada se oye lleno y lánguido el sonido de la campana, que llenan el corazón de paz.

En una semejante aldea esta sobre el cerro el patio del anciano Oleanu. Él tenía la forma descrita más arriba. Hundida en el círculo del patio, rodeado de manzanos, blanca y acogedora, él tenía una galería espaciosa, en el que estaba el anciano por la tarde, con la pipa en la boca y con el fez sobre la nuca, mirando melancólico el paisaje que se extendía bajo sus ojos. En este patio había nacido Iorgu.

Familiaricemos con la casa entera en su sencilla belleza y con la infancia de nuestro héroe.

El señor Vasile Creangă era rico y hombre bueno de alma. Los hombres de su aldea y de las vecinas contaban que él tenía en la bodega toneles de monedas turcas2 de oro, pero -cosa que sucede raras veces- nadie imaginaba esto. Se entiende que los toneles y las monedas turcas eran creaciones de la fantasía, pero en un cofrecito viejo de hierro que estaba incrustada en una alcoba pequeña se habían reunido, desde los ancestros, sin avaricia, pero ahorrando, muchos ojos de zorra y muchos dineros blancos, de modo que sus estantes no hubieran sido para nadie indiferentes. Creangă era un anciano bueno y amistoso, risueño y bromista de fiesta, indulgente con sus súbditos y, donde debía, echaba también él una mano para aliviar el peso. Él no había estudiado mucho en su vida, en aquel tiempo no se pedía mucho, pero tener un intelecto y una agudeza natural que valían más que pretencioso semicultismo de hoy.

De otro modo al vecino la finca, la vida le cuesta poco, aunque vive como un Príncipe, porque, si conoce alguien más de cerca la vida de los patios de los boyardos grandes, aquel tendrá que admitir que ellos saben cristalizar a su alrededor un tipo de patio, compuesto de boyardos pobres que, sirviendo, se ganan poco a poco un haber del que puedan vivir sin cuidado, de los parientes decadentes, aunque llenos de vanidad, que viven a cuenta del primo adinerado, de los refugiados extranjeros -polacos, húngaros o germanos- que, bien en el alambique, bien en la hacienda, bien en la cancillería de los dominios, forman una clase de empleados, de los monjes, hijos de boyardos, que rodeaban el monasterio para vivir bien en la finca y en los patios de sus conocidos, afuera por eso, un pueblo de servidores, gitanos y extranjeros, que «abajo» vivían disputándose y chismeando a los boyardos uno de otro. El director de orquesta del patio era generalmente alguna corneja anciana y astuta que sabía canciones antiguas, canciones y bailes populares, canciones de mundo, y ni el poeta faltaba, representado a menudo por la persona de algún escritor o profesor de niños espabilado que hacía acrósticos para la señora y, en los días grandes, versos acertados para el músico popular. De ese modo era también la apariencia del patio de Creangă, a cuyos componentes característicos volveremos más tarde.

La mujer del señor Vasile era con mucho más joven que él y aún bastante hermosa. Ella era una dama alta y muy blanca de cara, tenía ojos grandes y azules, la cara alargadita y llena, la nariz muy correcta, y su boca rosa llevaba siempre aquella sonrisa voluptuosa y satisfecha que tienen las mujeres hermosas y sin de deseos. Su frente, arqueada bajo un pelo castaño entrelazado con mucha maestría y recogido detrás de la cabeza con un peine de oro, las manos dulces y llenas, con los dedos alargados, ella paseaba siempre engalanada, ya por el jardín cuándo por los cuartos, sin hablar ninguna palabra. Andaba con aquella magnífica majestuosidad en las salas altas de su casa, como aquellas reinas de epopeyas nórdicas que con su voluntad poseen el poder de su casa y de su linaje. Ella era de una ternura rara, pero nunca de modo que no permanezca orgullosa y nunca tan orgullosa de modo que ante ellos que no queden las huellas de una imborrable y profunda ternura. Cuando estaba sentada no tenía la postura agachada propia de las mujeres altas -su espléndido busto de mármol quedaba derecho y orgulloso-, hubieras pensado que se siente en el trono. El anciano la amaba no porque existiera tan solo alguna afinidad anímica entre ellos, al contrario, ella tenía una clase de espíritu de una altura religiosa, él pensaba profanamente, ella tenía mucho sentido para la música y la poesía, él las miraba solo como distracciones de las que un hombre no puede escapar, en fin, en toda su vida había esparcido una clase de encanto poético -él era prosa, aunque prosa bonachona-, él la amaba porque era hermosa, de un noble recato que le imponía y porque le había obsequiado un niño al que amaba así como solo un hombre puede amar a su niño.

Iorgu estaba aún en la época de los pantalones con el pañuelo, un niño hermoso y agradable. Con los ojos azules de su madre y con el pelo negro de su padre, con la cara blanca y delicada que la hubieras cortado con un hilo de pelo y curioso como un gato, él se había creado muchos placeres domésticos, que de otro modo no enfadaban a nadie. Su enemistad con los gansos y con las ocas con crías, amistad íntima con Șoltuz, el perro de la corte, al que paseaba y cabalgaba, las crías de la oca pequeñas a las que encerraba en la jaula para ver si cantaban como los canarios, en fin la estima que tiene para el anciano Miron el abejero, que le contaba cuentos y le tenía sobre las rodillas, son detalles sin interés. A menudo se escondía en algún saltar de la cómoda, para que no sepa nadie dónde está, o en alguna caja vieja con sus velas, de la que salía untado como el diablo. Él había observado que no a él, sino a la niñera burlaba siempre y por eso no pasaba día sin comedia. Su niñera era la sierva María la gitana, pero era claro que ella no podía ser la hija de su padre. Ella era de un buey mediano, pero parecía alta de cuerpo porque era delgada. Con el pelo negro y siempre peinado con cuidado y cubierto con una mantilla verde, sus ojos grandes y cejudos tenían una indecible dulzura. Los labios pequeños y delgados se fruncían de una clase de orgullo, el vestido de la lana verde con los pechos apretados le daba una clase de esbelta gracia, el delantal era blanco como la nieve, y las mangas siempre remangadas traicionaban unos brazos de alabastro. Sobre el pecho caían hileras del abalorio gris como la perla. De ese modo andaba.

El pobre Porfire Ropa afirmaba la verdad. Es característico para los yernos que la mayoría se parecen con los del rey Lear. Y Dios sabe que él no era el hombre que pedía cosas grandes de sus yernos. Un lugar a la mesa y uno en la estufa y aquel respetuoso. Él se había levantado el fez sudado de la frente sudada y nítida por la que estaba subida de detrás de la cabeza cepas del pelo blanco como la plata, y sacó de su pecho de la capa el pañuelo grande, negro con las flores verdes, y la petaca de hojalata pintada con un turco con la pipa en la boca.

-Y después he oído también que ya no vivís bajo el techo con usted.

-No -dijo Rufă, tomando de la bombonera con dulces que había traído sobre una tabla hermosa María-, sabes la casa vieja del viñedo, primo, donde antes no vivía nadie más que el abejero y el viñador, allá me mudé también yo. Días malos han llegado, que honran ni los niños a los padres...

-Malos -malos.

-Después, María, que vivas, mi chica, y después, día todo hermoso queda desde que te conozco, cría de pájaro que eres, se dirige Rufă hacia la gitana, viene el verano, viene el invierno, viene la primavera y luego de nuevo el verano, y María siempre la misma -dime tú, ¿por qué encantamiento estás siempre así como si tuvieras veinte años? En cambio, yo soy anciano ahora...

-Para que ni tengo tantos años como crees -dijo María riendo-, y además no tienes por qué asombrarte tanto, boyardo, yo soy sabia -añadió con coquetería.

Como cogía la tabla tendida, se veían los hoyuelos más jóvenes en los codos de las manos.

-Y además vamos dime, qué viento te trae a mí, Porfirie.

-Me alegra que no te quedas atrás al que te abate -dijo Vasile mirando con una clase de compasión ante la apariencia pobre del pobre primo.

La capa era algo roja en el pecho, como un laúd, y ni los codos no eran precisamente duraderos.

-Lo intentaré... qué me da -respondió esta humilde y con algo de vergüenza-, hasta esto llegué, primo.

-No así, no así, primo, y coge tú lo que quieras y lo que necesites. Pero quédate algunos días en mi casa como el huésped. Y así, como estoy solo en la aldea, a mí también se odia, hablaré del pasado, de cuando era solterón, de cuando andábamos estropeando las casas de los hombres -añadió él riendo-, y olvida también tú lo que hay en tu cabeza... sabes, el dicho aquel... que viva la cabeza, las desventuras corren.

-Tienes razón... bien dices -dijo Rufa limpiándose con la punta de la manga una lágrima involuntaria-... que viva la cabeza, que las desventuras corren de la lástima del Señor... De Dios vienen todas, las buenas y las malas, para que las recibamos tal como vienen si no podemos cambiar.

La hermosa dama de casa salió y Porfirie le besó la mano. Estuvieron hablando hasta el mediodía, cuando María les llamó al comedor. El comedor estaba lleno de personas que esperaban a sentarse después de los boyardos. A la cabeza Vasile le ofreció su lugar a Rufa y, a su vez, se sentaron todos, de modo que no había quedado sitio para el niño. Ellos fueron avisados a estar en una mesita baja al lado de la estufa es decir Iorgu, María e Ion el de María, que era mirado como el niño de casa.

-Tenía que venir también Rufa -susurró Ioan frunciendo las cejas-, para quedarme sin sitio, y sentarme a la mesa de los gatos.

-Eres insufrible, Ioan -dijo Anica-, ahora mismo se lo digo a tu madre.

-Di -increpó él.

-Calla -dijo Iorgu, fijando sus ojos azules con firmeza sobre el niño pretencioso.

Él rechinó los dientes.

El boyardo de casa acostumbraba a verse sentado con todos los parientes y con todos los sirvientes con un orden superior en la misma mesa. Es verdad que la mayoría eran de la alcurnia, aunque empobrecidos, y se hubieran sentido tocados si las cosas fueran de otro modo.

Cerca de Rufă, a su derecha y a su izquierda, estaba Vasile con su hermosa esposa, y de ambos lados de la mesa larga estaban extraordinarios hombres, cada uno característico a su manera. El viejo de los latifundios, un hombre con la cara cobriza y con la barba castaña, fijaba con gula sus ojos verdes a los tipos de bocados que le traía el sirviente y se limpiaba los dedos en el sayo o en el chaleco, jamás en la servilleta limpia que tenía delante de él. Un primo del boyardo, con el pelo rojo mezclado con cepas blancas, con la frente pequeña y con los ojos como el suero, retorcía su bigote de sublugarteniente ruso bajo su nariz roja y miraba con placer las garrafas de vino de delante de él. El director de orquesta hablaba consigo mismo, en húngaro se entiende, y el doctor de la casa, un alemán con la cara afeitada y llena de arrugas, con una red grande y gafas verdes, tosía de vez en cuando atusándose la barba que no tenía. Los platos sonaban cambiándose, el vino rojo y blanco brillaban vertidos en los vasos y despacio, despacio se establecía aquel regocijo natural que acompaña cualquier comida opípara. Al final de la mesa estaba el pobre escritor. Su sayo negro (él andaba vestido a lo alemán) estaba cepillado con mucho cuidado, el pelo de las sienes estaba peinado con un tipo de coquetería sobre las orejas algo largo, sus manos pequeñas y delgadas tocaban con una clase de miedo la comida y los platos, y el vino lo sorbía con la punta de los labios, como las mujeres. Su cara era pálida como una máscara de cera blanca. Ojos negros y por supuesto delgados tenían una dulzura tranquila, te habría parecido que tiene tela negra sobre su luz. Al su lado estaba un hermano de su dueño, el mayor. Su frente era alta y arqueada con maestría y la melena amarilla de blanca enmarcaba una cara blanda, afeitada con el cuidado. Él se retorcía de vez en cuando el bigote y no hablaba nada, aunque sabía tanto de muchas. Este hombre tenía una historia extraña. Con una profunda partida religiosa, él se había decidido ir a un monasterio, pero al final cambió su plan. Él vendió su parte de la hacienda a sus hermanos, con el dinero sacado dotó a chicas pobres y al final marchó andando hacia la santa tumba y hacia el monte Atos. Había visto mucho mundo, había oído mucho, había leído, aunque, se entiende, en materia eclesiástica. No había santo cuya biografía no supiera. Simpatizaba mucho con los rusos, y tenía también un manuscrito escrito por él mismo, atado en piel, sobre Pedro el Grande. En la mesa él pretendía siempre el lugar más alejado, comía solo de ayuno y bebía solo agua. Vivía en una despensa sin cerradura y todos sus muebles estaban trabajados con hacha de su propia mano. Unas tablas sobre dos sillitas eran su cama, cubiertas con un colchón de pajas, una mesa llena con libros eclesiásticos y laicos de su tiempo, una silla de madera sin respaldo, unos iconos viejos trabajados por manos monacales sobre las paredes blancas como la nieve -esto era todo-. Su ventana estaba orientada al sol, lo que daba a la entera sencillez una apariencia agradable. Él no se enfadaba por nada del mundo, nadie había oído palabra vacía de su boca. De otro modo todo el día trabajaba. Ataba libros, hacía ruedas muy sólidas, pintaba iconos sobre tablas pequeñas cepilladas, que regalaba a los hombres de la aldea. Todo lo que necesitaba se lo hacía él solo. Él era costurero, lavandero, modisto y su propio modelo. Y no mentemos que era también su propio cocinero, porque comía muy raramente en la mesa de su hermano. El regalo que le alegraba más en el mundo y que recibía de cualquiera con placer y reconocimiento eran las ollas nuevas sin esmaltar. Cómo adquiría una nueva, rompía las otras, incluso aunque hubiera hervido solo una vez en ellas. Todos sus modales eran de ermitaño, y no era ermitaño porque le eran en verdad queridos los hombres; él no hubiera podido vivir lejos de ellos, aunque no compartiera los así llamados sus placeres y necesidades.

Seguro era que este hombre era plenamente feliz. Quien le veía comiendo a menudo solo ázimo blanco, cocido sobre el horno de su estufa, y bebiendo agua limpia de manantial, pudiendo disponer de tanto y sin disponer de nada, puede que se asombrase, pero a nadie le hubiera pasado por la mente que este hombre pudiera ser infeliz. Tan natural era su vida, con toda la originalidad. Cuando hablaba, su boca era aquella de la sabiduría. Sus ejemplos bíblicos y la dulzura de su lengua eran una caricia para cualquiera, y aún más grande si alguien le conocía. Quién puede dudar sobre precio verdadero de las cosas mundanales deseadas o perdidas cuando ve como un hombre en verdad sabio se desembaraza tan fácil de ellas y que por este desapego él había ganado lo que ellos buscaban por ellas: la felicidad. Más claro o más turbio cada uno sentía esto al ponerse en contacto con él. Puede que el pobre Rufă, todo lo blanda que fuera su naturaleza, hubiera empezado a juzgar a su yerno si no le aconsejara Iosif lo contrario. Él le demostró claro como la luz del día que mediante un proceso se amargaría mucho más los pocos días que le quedan por vivir.

-Morirás con el alma oscurecido de amargura y enemigo de tu propia sangre -dijo él blando, y Rufă ya no pensó más en el juicio.

Él era Solomon del patio de su hermano. Si hubiera nacido en la pobreza, los hombres lo hubieran llamado infame y le hubieran contado el cuento de la zorra y las uvas -desprecia el haber porque no lo pueden ganar- pero de ese modo su estado era el reflejo vivo de todo lo que se podía susurrar todos sabían que un lugar en el diván incluso lo habría abierto cuando quisiera, con el saber de las leyes laicas y eclesiásticas que tenía y según la su agudeza natural.

Como hombre de aquel tiempo, él interpretaba también sueños, se entiende. Pero su método estaba previamente calculado y por eso nuevo. Interpretando a los hombres ancianos, sus palabras se componían siempre de dos sí, uno afirma el deseo, otro lo niega, antes de interpretar sin embargo él se informaba sobre los deseos incumplidos de la persona. De ese modo sus interpretaciones, se entiende propias, eran siempre verdaderas -no tenemos que olvidar ni un momento que tenía una mirada clara, con la que previamente calculaba fácil el curso de las cosas mundanales. En el fondo, él no daba nada a los sueños, y sus interpretaciones las usaba sólo como un medio- tentador por ser sobrenatural -para la caricia y la tranquilidad de las almas humanas. Y no obstante eran sueños en los que él creía con religiosidad- los sueños de los niños. En su candorosa religiosidad él creía que, mientras que los sueños de los hombres adultos nacían de sus deseos egoístas, los sueños de los niños que desconocen de igualmente los deseos, no podían ser nada más que el aliento del ángel guardián. En estos él descifraba un tipo de sabiduría que de hecho no estaba en ellas y que era el aditamento de su mente. Por eso a menudo ponía a Anica sobre sus rodillas -él la llamaba «la belleza de mi linaje»- y la pedía que le dijera lo que soñaba. Los sueños de Ana eran sin embargo en verdad tan hermosos, como unos cuentos, y era fácil encontrar en ellos un significado más profundo. Los sueños de esta niña eran naturales en su hermosura. Su madre había muerto poco después de su nacimiento, y su padre, un hombre callado y melancólico, que estaba todo el día cerrado en casa, no le daba ocasiones de regocijo o distracción. Ella devino meditativa, y un niño no piensa, sino sueña. Su sueño no es más que una continuación de los pensamientos del día. Al final murió también su padre, y ella no lloró por él. A ella le parecía natural que la muerte para un hombre tan triste y solitario como él tenía que ser una felicidad -y ella había adivinado la verdad.

-Él está mucho mejor que yo, él allá encontrará a madre, tendrá con quién hablar -solo yo no tengo a nadie en el ancho mundo.

Ante él estaba el señor Drăgan Ciufă, la antítesis encarnada del sabio Iosif. Con una finca pequeña hasta la desaparición y con una imaginación propia y una inutilidad hasta la desesperación de grande. Su cabeza era un molde tiñoso, nariz grande, la cara afeada por vomitar y unos bigotes greñudos, gruesos y rojos completaban la apariencia de este hombre despreciable. A parte de esto, el hombre este además estaba también loco. El vacío sabe quién le había metido en la cabeza que se había convertido no en príncipe, sino en emperador -y el emperador del mundo, mientras que no era más que un rebaño y un pastor-. Y él no bromeaba en absoluto, hablaba con un tipo de convicción a menudo despreciable sobre sus planes. Semejantes hombres por aquel entonces no eran precisamente raros. El reinado lo sueña hasta el último señor destronado después de la caída de los fanariotas, sobre todo pensando en la facilidad -se entiende que anecdótica- de una semejante eventualidad. Corría el rumor que los turcos habían elegido a Sandul Sturza -que entre los 7 enviados era el más insignificante- como señor de Moldavia solo porque era hombre apuesto y tenía una barba negra y hermosa, sin par en el imperio del Sultán. Se hablaba, digo. Ciufă no era rico, pero de alcurnia (nuestros nombres son seudónimos), lo que era sin embargo más extraño es que el boyardo Ciufă creía que su zanahoria calva tenía una apariencia y una belleza rara. Del reinado de Moldavia hasta el imperio de la tierra que era de un hombre como Ciufă -un juguete, un nada-. La seriedad con la que había desarrollado los planes hubiera sido cómica si su portador no hubiera sido tan despreciable. Él era avaro y se alababa con su dadivosidad, mal y su gran bondad, crudo con sus súbditos pero, porque es justo, orgulloso ante todo el mundo. Una petaca del príncipe Moruz3 la llevaba siempre en el pecho de su capa larga y la mostraba a todo el mundo, presumiendo de que su Alteza Moruz hubiera sido amigo de todos los suyos. Él olvidó y puede ni supiera en que ocasión llegó la petaca a su propiedad, por eso lo mentaba diez veces. En la misma conversación decía una vez que se la había enviado el príncipe de parte del Emperador ruso, otra vez que por el recuerdo de un paseo por Iași, otra vez que con ocasión de un encuentro en rango. Tenía una memoria débil y era simplón como la valla. Creangă, que tenía tacto natural, quería enredarle en sus obras, poniéndole algún obstáculo tan evidente en sus cómputos, que justo él comenzaba a reír por sus disparates.

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