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«En el puerto se aprende a soñar». Viajando con Roberto Arlt por el litoral argentino en 1933

Sylvia Saítta





El río, a pesar de su desmesura geográfica, con su profusión de recodos y de acontecimientos, es más vasto e inabordable no ya que Holanda, sino que el universo entero.


Juan José Saer, El río sin orillas                


Todo comenzó una mañana de julio de 1933, cuando el escritor Roberto Arlt, cronista porteño del diario El Mundo, se asomó al puerto de la ciudad de Buenos Aires «para darse un baño de luz de viajes»1, y soñar con otros mares y otras tierras. Encandilado con los nombres exóticos de los barcos, con los colores de proas, cascos y popas, y con los «trabajos marítimos» que imagina al mirar a los marineros, que le «dan ganas de subir a bordo y trabajar de lavaplatos y morirse un poco en todos los puertos del mundo»2, se dedica por unos días a caminar el puerto, la boca del Riachuelo, el canal de San Fernando, y a escribir notas en las que describe el trabajo portuario, los astilleros y diques, el «cementerio de las naves», la desolación de los buques debajo de la llovizna del invierno, un ojo de buey iluminado en medio de la noche3. Pero también, la algarabía del «proletariado marítimo» cuando prepara el almuerzo en un lanchón medio destartalado, la calma con la que un viejo reposa bajo su gorra de visera de hule mientras ceba mate en su barca, la felicidad fantaseada «de dormir en sus cuchetas tan reducidas como perreras y confortables como casas de muñecas»4.

Días después, y entusiasmado por un estilo de vida que promete aventuras y nuevas experiencias, Roberto Arlt envía al diario su primera nota escrita desde la popa del Rodolfo Aebi, un buque de carga que realiza su recorrido por el río Paraná, desde Buenos Aires hasta Resistencia, Chaco, y en el cual explorará el litoral argentino. Y precisamente porque es un buque de carga, el viaje y el relato del viaje que se inician los primeros días del mes de agosto se caracterizan, desde ese mismo comienzo, por la invención de un lugar de enunciación que difiere tanto de la voz del turista moderno que viaja apurado, describiendo el colorido de lo que ve y abandonando el relato de la propia experiencia5, como de la del cronista periodístico que atestigua, con su presencia y su escritura, las peculiaridades tanto de las ciudades y los pueblos recorridos como de las historias de quienes viven en ellos. Si como periodista escribe mientras viaja y como viajero describe todo aquello que ve, Arlt es, además, el tripulante en un buque de carga, un integrante más de esa microsociedad, ese «mundo aparte, separado del planeta, y tolerable, a pesar de distanciarlo al hombre de lo que más ama, su mujer y sus hijos»6, formado por quienes trabajan de noche y de día en las labores náuticas. Por lo tanto, como él mismo afirma, su modo de viajar es otro:

Hay dos formas de viajar. Una, en naves de recreo, realizando la molesta vida social que imponen los cruceros de placer. Otra, la que he escogido yo, deliberadamente, conviviendo con gente que trabaja a bordo, imponiéndome de sus costumbres, convirtiéndome en casi uno de ellos7.


Y en efecto, Arlt se convierte «en casi uno de ellos»: si antes de partir se preguntaba «¿cómo vive la gente que trabaja a bordo?, ¿cómo pasan sus días y sus noches?»8, con el paso de los días Arlt practica algunos de los secretos de la navegación de cabotaje, aprende a distinguir los colores del río, participa de las actividades que la tripulación organiza en la cubierta del barco, comparte las charlas de sobremesa con los maquinistas, el capitán del barco, los técnicos. Y en Hernandarias, conversa con Rodolfo Aebi, el propietario del barco en el que navega y dueño de la principal fábrica de yeso de la ciudad, con quien explora un pueblo en el que «la crisis ha paralizado casi toda la industria del yeso», en torno a la cual se movía su economía9.

Con su máquina de escribir portátil y una maleta liviana, Arlt navega por el río Paraná y recorre, a pie o en micro, las ciudades en las cuales el Rodolfo Aebi detiene su marcha: Rosario, entrevista en una rápida caminata por las zonas aledañas al puerto; Paraná, una «ciudad de porcelana» en la que permanece cuatro días; Santa Fe, de la que no escribe ni una línea; Hernandarias, La Paz, Reconquista; Barranqueras, la que tiene «cafés con luces encendidas y una sola calle asfaltada»10; Resistencia, la «ciudad de cine» que lo deslumbra; Corrientes, ese «desierto de cemento y ladrillo» que agobia y, como final de viaje, Bella Vista, en Chaco. El relato del viaje se diversifica, entonces, en varias líneas narrativas: a veces, Arlt se entretiene en contar cómo funciona el trabajo de la tripulación del buque y los incidentes de la navegación; en otros momentos, describe la costa y los diferentes escenarios fluviales que observa a lo largo del recorrido; en las detenciones del barco, se mezcla con la gente, escucha historias ajenas e intenta captar, en períodos muy corto de tiempo, los rasgos más característicos de cada lugar. Porque en este viaje, a diferencia de los viajes que Arlt ya ha realizado o de los que realizará años después11, los tiempos están pautados por las escalas del Rodolfo Aebi; por lo tanto, el escenario que predomina es el del río, interrumpido por fugaces instantáneas de las ciudades entrevistas en rápidos recorridos.

El río y sus costas se imponen como referente central de estas notas; la observación de este espacio y la reflexión sobre sus rasgos diferenciales desencadenan la escritura y ubican a la descripción como eje del relato. Y para Arlt, un escritor que encontró en el escenario de la ciudad un estilo, un ritmo y un sistema narrativo, la descripción del río y de la naturaleza es todo un desafío.

Ricardo Piglia considera que habitualmente son los narradores más líricos y más atentos al paisaje los que narran el río; es Juan José Saer o Antonio di Benedetto, es Haroldo Conti o Enrique Wernicke, quienes buscan la lentitud, los tiempos muertos, la calma como metáfora del arte de narrar12. En Arlt, en cambio, la descripción del río se crispa por el exceso de imágenes en las que se yuxtaponen colores, formas y sonidos. En este sentido, si reconocer la referencia es, en términos de Philippe Hamon, la actividad del lector de una descripción13, esa misma proliferación de términos aleja al lector de ese reconocimiento y cuestiona los lugares comunes de la tarjeta postal.

Ya en la primera nota escrita a bordo del Rodolfo Aebi, Arlt discute con la imagen poética del río que leyó en la literatura: «mientras escribo estas líneas, me acuerdo de un poeta amigo mío que está escribiendo un poema y que me confió lo siguiente: «Cuando hable del río Paraná, lo llamaré río de plata». Pues yo (y aquí no hay mala intención en el recuerdo) estoy navegando desde las siete de la mañana, y son las cuatro de la tarde y todavía no he podido descubrir que es lo que tiene de plata el Paraná. Color tabaco, quizá, o ámbar gris, ligeramente verdulenco o tierra»14.

¿Cómo narrar el río, entonces, sin caer en la imagen poética del «río de plata»? Si en Los siete locos, Arlt metalizó la rosa, en estas crónicas Arlt metaliza el río, pero no con la poética plata sino con imágenes más duras, provenientes de la tecnología y la metalurgia: de este modo, y bajo los rayos del sol, el Paraná es «una oblicua vereda de movedizas chapas de oro»; cuando oscurece «el agua toma consistencia de pintura al aceite; la vereda de oro se ha convertido en un callejón encharcado de centellantes cuajarones de cristal»; el agua se sacude «con pesadez de plomo fundido que se derrama»15. A veces el río «tiene férrea apariencia de hierro colado»16; otras, «parece un camino de espejo que serpentea al pie de una montaña, al pie de cuyos contrafuertes verticalmente ondulados el agua se muere quietamente, mientras los cuervos describen largos giros soslayando el aire con sus negras alas oblicuas»17; cuando llueve, «el agua parece espesa, lacia, "mojada". El buque deja tras sí una curva enorme de líquido emulsionado, tabacoso, amplio como la pista de un autódromo. Por momentos las costas desaparecen, se tiene la impresión de navegar en un mar ceniciento; luego las orillas se presentan otra vez imprecisas»18. Y si de plata se trata, es de una plata «muerta»: «Ha anochecido por completo. En el agua perla gris la luna zigzaguea lívidas fosforescencias de plata muerta. Un recodo. Estamos en la noche negra. Murallas de tinieblas bajo la bóveda donde flotan dispersas estrella, el río parece escamado de nácar. La luz de las boyas estalla como un cohete y se apaga. La proa corta el agua y ésta repite incesantemente su hervor de catarata»19.

Arlt extraña el paisaje descrito a través de un exceso textual que lo asemeja al coleccionista de objetos, y ostenta, como todo descriptor20, de un saber de palabras y de cosas, un conocimiento enciclopédico y léxico que combina Imágenes provenientes de la literatura y el arte con la mención de objetos ordinarios, cotidianos, por momentos vulgares:

Aquí parece que estamos al pie de una montaña cuyas vetas azul ceniza han sido desesperadamente arañadas por las uñas de un gigante [...] Parece que uno recorriera el pie de muralla de un castillo medioeval con sus cortinas de piedra caliza, y las poternas de sus entradas, y a continuación, como si la piedra hubiera sangrado, facetas bermejas, filones carmesíes y tras esta desolación, matas de verde emperador, verde botella, cúpulas de color lechuga, árboles de matiz de repollo negro y verde papagayo, y verde ceniza. [...] Y luego un derrumbadero gigante, aluviones cobrizos, conos de arena de cobre y cascadas de roca color ceniza y salitre, monolitos de óxido de hierro, lavas y napas horizontales de arena y chocolate, sauces que crecen en la desolación del arenal, auténticas capillas minerales con torres quiméricas compuestas de pilones calcáreos, fiordos donde se espera ver aparecer un palacio encantado21.


Lejanas colinas de cobre azulado, amarillas lenguas de arena al pie de montes reverdecidos, que hunden sus barrancos en una tersa llanura de agua rosada. Al poniente, el río es una sábana verdosa. Hierve en burbujas de oro. Luego franjas de sombra; la piel de agua se entenebrece como la de un zorro plateado; los árboles trémulos reflejan sus fantasmas bajo el agua [...] Cubos blancos, penachos de árboles, cresterías verde-loro; bancos de arena broncíneos; aberturas de montes, pórticos rústicos que dejan ver en el confín quebradas lilas, violáceas; montes de cobre cuyos pedestales se sumergen en la llanura líquida»22.


Esta mirada extrañada sobre el río reaparece en su descripción de pueblos y ciudades, y lo hace a través de imágenes tecnológicas y metalúrgicas que imagina distintivas del paisaje africano -y Arlt, como el Sarmiento que escribe las imágenes orientales en su Facundo, no conoce África...-. Dice, por ejemplo, que la costa de la ciudad de Paraná tiene una «aridez de tierra africana» por las «barbacanas naturales», sus «torres de tierra amaranto», y «montes como de azufre, terribles, ásperos, bajo un cielo inmutable de azul ferroprusiato»23; observa a unos yacarés de grandes dimensiones tomando sol en la costa y cree encontrarse «en África en vez de la República Argentina, altura kilómetro 946»24; denuncia la pobreza de Reconquista por su «orilla de barro», el «arenal africano» y «la cáfila de ranchos más inmundos que espero ver en mi vida terrestre y en la otra, si es que existe»; tal es su escasez y su abandono, que hay que acudir al «mástil con la bandera argentina, para que no dudemos que estamos en la Argentina, en vez del África»25.

Este predominio de la descripción del paisaje por sobre la narración de las contingencias del viaje es el producto de un tipo de mirada cinematográfica que, como el mismo Arlt confirma una vez que el viaje ha terminado, debe sus rasgos a los tiempos pautados por las escalas del Rodolfo Aebi:

Mi visión ha sido puramente cinematográfica. Mi retina sólo se ha impresionado por lo que han contemplado mis ojos. No he escudriñado en las rendijas de la cultura de los lugares que he visitado26.


Y en efecto, si un rasgo caracteriza la mirada de Arlt en estas notas es la de pensarse como una cámara en movimiento, una mirada que, como la del cinematógrafo, se propone reflejar la realidad tal cual es. Edgar Morin señala que, en sus comienzos, el cinematógrafo fue, ante todo, un instrumento de investigación científica «para estudiar los fenómenos de la naturaleza» que ofrecía «el mismo servicio que el microscopio para el anatomista»27. Por eso, Morin diferencia el cinematógrafo del cine: el cinematógrafo, al proponerse captar la realidad tal cual es -la salida de los obreros de una fábrica o un tren entrando en una estación-, hacía coincidir el tiempo cinematográfico al tiempo cronológico; el cine, en cambio, dilata o contrae el tiempo, expurga y divide la cronología; a través del montaje, une y ordena con continuidad la sucesión discontinua y heterogénea de los planos. Es por eso, quizá, que las menciones al cine son una constante en las notas de viaje de Arlt. Como él mismo afirma tiempo después, cuando pide disculpas a sus lectores por las referencias constantes al cine que aparecen en sus notas de viaje28, ir al cine es como viajar, porque al viajar se asiste una película cinematográfica. «Es necesario hablar por comparaciones, porque así se va de lo conocido a lo desconocido» afirma Arlt antes de preguntarles a sus lectores si «¿recuerdan ustedes esas ciudades de película norteamericana: aquí un rancho y tres pasos más allá un bar, y enfrente un gran comercio, y allá remontando la altura, un gran edificio?» para concluir: «Tal es Resistencia»29. Porque Resistencia es, precisamente, una «ciudad de cine»; una ciudad en la cual el asombro sustituye al pensamiento porque «los ojos se van tras las formas de las cosas y es un empezar a mirar y no terminar de ver y derramar la atención en interjecciones de admiración»30.

Las películas le proveen así un archivo de imágenes que le permiten transmitir a sus lectores todo aquello que ve porque en el cine, afirma Patricio Fontana, Arlt descubre «una lengua franca» a la que puede traducir varias de sus vivencias más allá de Buenos Aires31.

Y en efecto, la visión de una calle sumamente estrecha de Corrientes atravesada por una vía de ferrocarril «cuyos durmientes casi a flor de tierra corrían a lo largo de las veredas de ladrillos y de tierra», es, en la mirada de Arlt, la reproducción de una escena ya entrevista en la película El expreso de Shanghai, de Josef von Stemberg: cuando una locomotora pequeña «con bielas minúsculas y ruedas del diámetro de un plato de cocina», aparece arrastrando «con infernal rechinamiento» un vagón cargado de tablones de quebracho, Arlt ve una escena de la película ante sus ojos32. Y si cuando vio la película, Arlt cuenta que lamentó no ser rico para poder viajar por Oriente, cuando ve la escena correntina exclama que «no es necesario ir a Shanghai» porque ese escenario, procesado por las imágenes ya vistas en la película rodada en Shanghai -aun cuando ese escenario, como cuenta Fontana no fue filmado en Shanghai sino en estudios-, reproducen el escenario deseado. Así, una calle sin nombre en la ciudad de Corrientes deviene escenario de película y, como tal, se convierte en espectáculo.

Corrientes-Shanghai: en la descripción de nuevos referentes Arlt recurre a los repertorios, mapas y recorridos de su atlas privado y pone en relación ciudades; por eso, en sus crónicas de viaje, y sea cual sea el lugar donde se encuentra-la Patagonia, alguna ciudad española, Río de Janeiro o el norte de África-, Arlt comunica ciudades en una confrontación de parecidos y diferencias que implican a un lector capaz de reponer las ciudades mencionadas y completar el juego de las analogías: «Paraná participa de las características de dos ciudades distintas: Córdoba y Montevideo. De Córdoba, la soledad de sus calles y su silencio monástico; de Montevideo, porque en cualquier dirección que se vaya, por sus calles que suben y bajan se distingue la plancha azulada y oblicua del río Paraná»33.

Además de enciclopedia de imágenes, el cine es para Arlt una especie de Aleph a partir del cual reflexionar sobre el funcionamiento social de los pueblos entrevistos. Por eso, en los anuncios de estrenos cinematográficos que adornan esos cines de pueblo de provincia Arlt ve mucho más que un cartel publicitario: en esas imágenes hollywoodenses de mujeres bellas, amores apasionados y enamorados liberados de todo tipo de presión social, Arlt entrevé el choque profundo entre el individuo -principalmente, la mujer- y una sociedad tradicional, monótona y enteramente moral. Por eso, el cartel que hay en el cine de La Paz anunciando la proyección de Hay que casar al Príncipe lo estremece «por su síntesis apasionada: dos bocas de distinto sexo, acopladas en un beso arduo y trabajoso. En la capital federal, semejante cartel no hace volver la cabeza ni a los perros, mas aquí, es otro cantar. ¡Vaya si lo es! Esta película guarda semejanza a un cartucho de dinamita, colocado en una catedral»34. La conclusión es notable: la de adjudicar al cine una tarea revolucionaria porque crea una nueva psicología en la vida de provincias al exhibir las audacias de las ciudades y las costumbres sentimentales en otras partes del mundo.

Porque lo cierto es que Arlt observa a los pueblos del litoral con una mirada tan crítica que, por momentos, bordea el desdén y el desprecio por la pobreza, la mugre, la vagancia y la indolencia de los habitantes pueblerinos. En Reconquista, por ejemplo, recorre los ranchos «más inmundos que espero ver en mi vida» y se cruza con mujeres que sonríen «estúpidamente», que están despeinadas y «sucias como perras que han corrido tres días y tres noches a lo largo de un barrial» porque llevan «una roña a cuestas que asombra». Hay cerdos revolcándose en el barro y perros que abren la boca al verlo pasar -porque, dice Arlt, «hasta los perros aquí son haraganes para ladrar»-; hay pajonales en los que «lo pueden apuñalar a uno sin pedirle permiso» y arroyos «Inmundos»35. En Paraná -»y decir Paraná es pronunciar el sinónimo de un riqueza Incalculable»36-, se espanta porque los que viven en las orillas del río -gente Indolente y primitiva- viven en condiciones «simplemente horribles» porque no cultivan las tierras, no cuidan a los animales, construyen sus ranchos con barro y paja, mientras que los únicos que trabajan son los extranjeros: «¿Legumbres? ¡Legumbres se dedican a cultivarlas los extranjeros! Polacos, italianos, españoles, etc. El nativo no cultiva nada. [...] Si en algún puerto se pueden comprar repollos, lechugas, ello se debe al trabajo del labriego de la tierra extranjero»37.

La visión esperpéntica de los ranchos, las chinas, los animales y los lugareños confirma su opinión sobre los escritores criollistas -«Quisiera traerlos, obligarlos a vivir aquí toda la vida a los cantores de la "dulce china del rancho y la linda vida del paisano"... Pero ¡qué saben ellos de estas cosas...!»38-, así como lo inscribe dentro de un arco ideológico cercano a las visiones antipopulistas y no nacionalistas de la cultura y del arte39.

Y así como discute con la gauchesca y la literatura criollista cuando contempla el rancherío orillero, la modernidad de Resistencia lo enfrenta a las representaciones convencionales del color local y la tarjeta postal. Porque Resistencia, una ciudad «que brotó entre hoy y ayer en la llanura chaqueña», tiene un café tan lujoso como el Richmond de Buenos Aires, edificios suntuosos, gran cantidad de profesionales y comercios, vidrieras, hoteles modernos, chimeneas de fábricas, moles cúbicas de edificios, talleres, indígenas «con zapatos de cabritilla marrón», chalets rosas, librerías, automóviles, damiselas que conducen su voiturette. Azorado Arlt entra a la librería principal de Resistencia y pide fotos de la ciudad: «me traen las clásicas postales de las indias con el arco de flechas soslayando la espalda y un as de flechas en la mano. Lo miro al dependiente y le digo: Pero dígame... ¿usted no ve la ciudad donde vive?»40.

El balance del viaje es desalentador, aunque ese desaliento sólo puede ser expresado una vez que el viaje ha concluido y Arlt está barbudo, colorado «como un cangrejo por efecto del sol y el aire» y con sus manos «llagadas por las picaduras de los jejenes»41. Porque a su regreso, Arlt se enfrenta a numerosas cartas de lectores que escriben al diario criticando la visión que sus notas dieron de las ciudades y los pueblos visitados. Ante la crítica, Arlt reafirma su posición: no sólo sostiene que se ha referido honestamente a todo lo que vio sino que ha callado lo que es necesario decir: «Lo que no he dicho y menester es ahora que lo escriba es el deplorable estado económico de los puntos por mí visitados. Hay una depresión impresionante que se refleja en el corazón de las ciudades; ese corazón que lo constituyen los puertos. ¡Los del río Paraná están muertos! [...] Cuando un buque llega a uno de esos puertos, los muelles ennegrecen de desocupados que piden trabajo. [...] El deber del cronista honrado es decir simplemente lo siguiente: me dijeron que en una época, estos puertos estaban repletos de buques de todo calado, y que la línea de flotación de estos buques se encontraba bajo el agua, de tanta carga que llevaban o traían. Ahora, los mismos hombres que trabajaron en esos buques, están de brazos cruzados, o ganan la mitad de lo que ganaban antes, si tienen suerte. Ahora estos puertos están casi vacíos y la falta de trabajo aplasta a las poblaciones en ese sueño de siesta desesperada, donde el pan se sustituye con el sueño»42.





 
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