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Segunda parte

I

     Ganó el alto del cerro y dio vista a Badajoz. Se había desorientado un poco. Conocía casi un tercio de provincia palmo a palmo, y no, sin embargo, aun teniéndolos en las narices, estos campos de por la Puerta Trinidad, que acababa de recorrer y que no tenían facha de mineros. Sus bolsillos venían llenos de pedruscos -por si acaso-. Se sentó. Iba borrándose el crepúsculo y lucía la luna plateando allí abajo el Rivilla, a la derecha el Guadiana, y el Jévora más lejos. Tenía enfrente los murallones del Castillo y el Huerto del Manco. Luego volvía por el mismo sitio a la ciudad.

     De un bolsillo de la americana sacó dos piedras, y de otro del pantalón un martillo. Las golpeó y se sintió sujeto por los hombros:

     -¡Date preso, granuja!

     Pero antes que el susto le dejase haber vuelto la cabeza, el guarda rural le soltó y se disculpaba:

     -¡Oh, don Disiderio! ¡Perdón! ¡Perdone usted! Estaba yo en los pinos. Le vi y he subío detrás. A la sombra allegué a tomalo por el Raspas, del que m'han dao queja qu'apanda piñas toas las tarde pa vendelas con su rucho.

     Don Desiderio no conocía al guarda, pero a él conocíale todo el mundo. Deshecho el equívoco, se levantó y se despidió. Era un señor de pocas palabras.

     -Dio guar-té, don Disiderio. Pa bajá, tome usté mejó por la verea.

     Sí, le conocía todo el mundo, como al gobernador, como a Zacarías, como a Charepe, y a cada cual por su estilo. Igual que Zacarías de largo y flaco, pero más huesoso y fúnebre, don Desiderio Gamboa tenía perilla, usaba gafas y era subdirector de seguros contra incendios. Su paso por las calles, solemne, silencioso, siempre con la misma preocupada lentitud, causaba una perpetua expectación de trágico ridículo. «¡Ahí va Gamboa!», decían las gentes. Su cara, su pelo muy rizado, su bigote y su perilla trovadorescos, su sombrero y su traje y sus botas, que sin estar viejos no estaban nuevos y se dirían los mismos desde hacía cuarenta años, ostentaban un idéntico color polvoroso y gris de mineral. Algunos quisieron llamarle Galena, en vez de Gamboa; y el mote no prosperó, estrellándose contra la tétrica y la bufa dignidad del minero incorregible. En rechazo, al verle, se recordaba a su mujer, a la Gamboa, retesalada y vistosísima jamona que le tenía la cabeza hecha un bosque. Por esto, o por sus tremendos desengaños de las minas -pues aun contando con treinta y tantas denunciadas, y la mayor parte de plomo y de carbón, no halla una explotable- paseaba su dolor sombrío, mudo, espectral..., como un hombre abrumado de desdicha, como un ser de expiación que él sólo soportase la pena negra de toda la historia humana... con la tristeza infinita de todo el carbón y el plomo que él no podía encontrar bajo sus pies... ¡Diríase que tenía también su alma sepultada en las entrañas de la tierra, y que la buscaba, que la buscaba!...

     Hoy traíale lleno de recóndita esperanza el no haber podido romper con el martillo una de las piedras. ¿Cobre? ¿Hierro magnético, quizá?... Rabiaba por verse en el laboratorio. Cruzó las Puertas, subió la calle Trinidad, y desde San Andrés, en vez de dirigirse como todas las tardes a la tertulia de su único amigo, y también minero sin suerte, el viejo farmacéutico Candás, tiró por las de Tardío y Cansado... últimamente cruzó la plaza de Moreno Nieto y San Francisco, y entró en su casa, justamente de espaldas al paseo; la calle de Menacho. Se ahorró llamar, porque estaba su hija la mayor en una reja. Pero... ¿qué?, ¿qué le pasaba a Antonia?, ¿por qué le había abierto y le hablaba con tantos lúgubres sigilos? Nerviosa, pálida, muy pálida, contenida en un gran miedo, que no sabía disimular, temblaba la chiquilla. Inquirió Desiderio, y supo que... ¡nada!, ¡que estaba sola!..., ¡que los otros siete hermanitos no habían vuelto aún de paseo con las criadas... y que no..., que sí... que no estaba tampoco su madre!

     -Y tú, ¿por qué no has salido?

     -Porque Petra iba a llevarme con Gloria; pero me dormí de siesta, y se conoce que se fueron... y que mamá creía que me habían llevado... y...

     -¡Vamos! ¡Y se fue y al despertar te ha dado miedo! ¡Sola! Pues aquí estoy. ¡Qué nerviosa eres, hija! Ea, cálmate, tengo mucho que hacer, y voy al laboratorio. Si quieres, súbete conmigo; pero has de estar callada y quieta.

     Partió hacia el patio, hacia los corrales, hacia el laboratorio, que hallábase instalado encima de una cuadra; y no sólo no pretendió su hija seguirle, sino que así que le sintió lejos se abalanzó a la puerta del pasillo y la cerró con el cerrojo. Tras ella, respiró, libre de una angustia mortal en cien angustias. ¡Le había incomunicado, le había salvado de...!, ¡oh!..., ¡qué horrible!

     Su actitud era, en la yerta inmovilidad que hacíala como querer cerrar hasta con su cuerpo aquella puerta, de enorme desolación. Por un rato permaneció de espaldas contra las maderas y con las uñas crispadas al cerrojo. Luego, unas convulsiones breves la obligaron a llevarse la otra mano al corazón -que le rompía-. Tenía la mirada fija adelante en el fondo opuesto del pasillo..., y no podía apartarla de allí. Los labios volvieron a temblarle. Se le contrajo la frente, y alrededor del estático martirio de los ojos empezó a espasmodizársele la faz en un clónico salto de músculos y nervios. Esto le ganó al poco la garganta. Gemía, queriendo suspirar. Su boca marcaba al fin una sonrisa de fiereza de tortura.

     Pero en medio de esta misma fibrilar tormenta de todo el ser en su rostro, sus ojos seguían de una manera insensata clavados por la alucinación de infierno..., por la visión de horror... bajo la trágica luz que ella había encendido al recibir a su padre. Ansió apagarla, para que no pudiesen verla tal vez los que al salir de allá dentro debiesen ignorar que nadie los hubiera visto, y comprendió que no podría marchar de nuevo sino en un calambre duro que la obligase a caer o a quedarse en el camino engarrotada. Y, sin embargo, fatal, a menos de no haberles esquivado ni siquiera su presencia...

     Hizo un esfuerzo y avanzó sostenida en la pared. Cada paso era una atáxica indecisión del paralítico, una trepidación disparada y lamentable. Apagó la luz. Corrió en seguida, como en eléctricos sacudimientos sin tino, y se metió por el falsete. Ya en salvo, cerró por dentro y cruzó más dominada la alcoba en que estaba también junto a la suya la cama de su hermanita y en donde ella se había dormido tan profundamente esta tarde. Fue al gabinete, a la reja, y se sentó. De la calle la ocultaba la persiana semiabierta.

     «Sí, era su deber: puesto que decían todos que era lista, debía ingeniarse para salvar la tremenda situación.» Lloró profundamente, pero encontrando en su pena la reflexiva calma que tanta falta hacía. Con relación a su padre, estaba casi segura de haber zanjado el conflicto: seguiría él con su trabajo hasta las diez, hasta las doce, sin acudir ni a cenar, como siempre que se dedicaba a cualquiera de estas cosas de las minas. En cambio, su mamá, si saliese de... allá dentro antes que hubieran vuelto las niñas y las criadas, valdría más que la creyese a ella durmiendo todavía...: bien cerrado, pues, el falsete, con el fin de no ser sorprendida, si a la mamá se la ocurriera entrar aquí, y dándose tiempo para no franquearle el paso hasta después de fingirse durmiendo. Quedaba únicamente espiarles la llegada a los hermanos: a los mayorcillos, a Justo, sobre todo, que ya estaba en edad de darse cuenta de las cosas, enviarlos a buscar a las pequeñas; y a éstas, con las dos criadas, las haría volver por bombones al Campo de San Juan. Lo esencial estaba en que no llamasen, en que nadie entrase, mientras su mamá no hubiera salido de... allá dentro, mientras su mamá no pudiera abrir impunemente por sí misma.

     Dobló al pañuelo la cabeza, y lloró más. Hacía calor, y la pobre Antonia sentía el frío de su abandono y de su heroísmo extraño.

     ¡Velaba, velaba aquí pura e inocente... por el secreto de las locuras de su madre!

     Tan loca, que hasta se olvidaba al fin de la inminentísima imprudencia de la hora.

     No era, por desdicha, la primera vez que le caían en el alma y en los ojos cándidos de niña detalles más que suficientes para tener con estas vergüenzas formado un fondo de dolor; pero sí era la primera vez (o la primera al menos que Antonia lo sabía) que su madre traía a su propia casa sus vergüenzas.

     Y lloraba, lloraba la infeliz.

     Lloraba por la pena suya que no podía decirle a nadie y que era demasiado grande para caberle en el pecho. Lloraba, no por la afrenta de su madre, que ya tenía bien llorada desde que años atrás pudo empezar a comprenderla, sino por el ultraje que afrenta tal habíala impuesto a ella esta tarde... ¡Sí, oh, sí! ¡A algo de ella, de su alrededor, del aire santo que aquí, cerca de su lecho blanco y de las cunas de los niños, respirábase, y que... no debió profanar!

     ¡Oh! ¡No lo comprendía!

     ¡No pudo comprenderlo, ni viéndolo, cuando la despertó a las cinco un ruido de palabras y de besos y los miró desde lo oscuro cruzar por delante del falsete mal cerrado!... ¡Cuando los sintió después, toda muerte, hundirse, con plena confianza, creyéndose sin duda solos, en el cuarto del otro lado de la sala!

     De nuevo acreció su llanto, y esta vez lloraba por tita Jacoba, la mártir y la buena, de cuyas dulzuras vivía ella toda la dulzura y a cuyo recuerdo le rezaba por las noches. ¡Cuánto, hasta morirse, debió de hacerla sufrir lo que veía..., lo que comprendía que empezaba también a ver y a comprender la niña que iba pasando a mujercilla!... Cuando faltó, Antonia habría querido seguir siendo para sus hermanos esta verdadera madre que perdieron todos; pero sin autoridad ni carácter por sus pocos años, sin el cariño también de la mamá, que diríase que la odiaba más según crecía, los mayorcitos, los varones se le insubordinaban, y podía apenas barajar y asear y vestir a su gusto a las pequeñas.

     El vislumbrar la causa de tal odio, de tal despego autoritario y rudo, al menos, de su madre, la aumentaba la pena hasta la angustia, hasta el bochorno mismo y la maldición de esta belleza que decían en Badajoz que ella tenía. Porque la causa no era otra... ¡nu podía ser para la hija más dolorosa y vergonzosa! Obligada la madre a sacarla siquiera algunas veces de paseo desde que la tita murió. Antonia, con sus faldas cortas y su negra melena, por los hombros, se vio de pronto lujosamente vestida, como nunca, según continuaba estándolo, en diferencia harto sensible a nada que se le comparasen los hermanos, y más que por su gusto, por el gusto de mamá..., junto a la cual tendría que ser un armónico ornamento. Entonces fue cuando poco a poco tuvo que ir adivinando muchas cosas. Pero en dos años, tan sólo, la chiquilla había ido también alcanzando casi la estatura de su madre, habían ido sus melenas recogiéndose y alargándose sus faldas..., y por la calle de San Juan y por San Francisco y por el puente las miradas y piropos eran ya de un modo predilecto para ella... ¡Para la linda muñeca de compañía, que ya parecía más bien la acompañada! El día del Corpus, con un traje ya casi de largo, su éxito entre las amigas, y aun entre los conocimientos de mamá, le había colmado a ésta los enojos; la llevó menos consigo, desde entonces, y diríase que en la pobre Clara se iba preparando otra muñeca de diez años!

     Ahora, la que lloraba por todos, lloró por Clara también. Se la arrebataban, se la quitaban del alma..., del cariño y la ternura que a ella le quedó de tía Jacoba y en que habría querido tenerla siempre, igual que la tenía en su cuarto, aquí, y pudiendo velarla el sueño y arroparla por la noche en una cama tan cerca de su cama. Pero... ¡empezaban a quitársela como el ama y la niñera le quitaban a las otras...!, como le habían quitado a sus hermanos sus juegos de pilletes por las calles... ¡Qué hacer! Su madre no quería concederla autoridad ni respeto algunos. No le quedaba sino obedecerla, con una triste y muda sumisión... ¡A esta madre incapaz de poder adivinar en este instante que una hija le guardaba llorando las locuras!

     Se alzó de pronto.

     ¡Sonaban en la sala!

     Le entornó inmediatamente a la ventana las puertas, y fue a tirarse en el lecho. Los sintió cruzar el pasillo y despedirse..., ¡besos!...; luego el portón...: éste fue el ruido áspero de goznes y cerrojos que le devolvió a la desdichada una áspera alegría, porque la ignominia, al fin, quedaba ya sin pruebas dentro de la casa... ¡Oh, si ella pudiese quemar aquella alcoba!

     Un momento después -¡bien lo había previsto, siendo la luz más cómoda, para de noche, la de este tocador! -su madre empujaba el falsete. La dejó obstinarse. Creería que estaba encajado con fuerza, o que el picaporte no jugaba. Cuando calculó que el estruendo era bastante para hacer despertar, dijo:

     -¿Quién está ahí?

     Hubo un silencio absoluto, repentino. Su madre debió de haberse quedado espantada tras la puerta. Repuesta luego, Antonia la oyó que preguntaba en incoherencias:

     -Pero... ¡Antonia! ¿Eres tú? ¿Estás tú dentro?... ¿Cómo es que...? ¿Y por qué encerrada? ¿Cuándo has venido?... ¡Abre! ¡Abre!

     Antonia se quitó de dos tirones los zapatos, encendió la luz y abrió. La madre parecía admirarse de verla en peinador, despelujada, descalza. No entró hasta que la oyó explicaciones: se había dormido después de comer, y la despertaban de noche, por lo visto, el cerrar obedecía a que, si no, entraban y salían los hermanos sin dejarla descansar.

     -¿Pues no pensabas irte con Gloria?

     -¡Claro, sí! ¿Y por qué no me ha llamado Petra?

     Ante la generosa habilísima comedia, no sólo la mamá se calmó súbitamente, sino que se recobró a su genio autoritario. Pasó, pues, diciendo desabrida:

     -¡Te llamaría, y tú estarías como un tronco! ¡Eso sacas de encerrarte!

     Luego, ya delante del espejo, donde había encendido las tulipas y empezó a ordenarse el pelo y a empolvarse, creyó oportuno disculpar su bata y sus chinelas:

     -Yo me fui a las cuatro y acabo de volver. ¡Es decir, hace un momento! Lo preciso para haberme desnudado. ¡Hija, sueño hace falta para...!

     Se interrumpió, porque se aplicaba a los labios la pastilla de rojo porcelana que traía en la faltriquera. Mas como al sacarla entre el pañuelo se le cayó una carta, autorizó:

     -¡Coge eso! La trajo el cartero a las cuatro, cuando yo salía.

     Antonia se acercó y cogió del suelo la carta. Podía ser, entonces, verdad que la había llamado Petra, que ella se había dormido «como un tronco», puesto que no logró despertarla tampoco la voz del cartero, que la despertaba siempre, o que la oía así estuviese ella en los corrales. De Esteban. El sobre, roto; y no le produjo extrañeza, porque era la costumbre. Todo lo que le escribía el novio pasaba antes por la inspección de la mamá. Ya iba a retirarse al comedor, para leer (y para descorrer el cerrojo del patio, fingiendo al paso un abrir de portón que más tarde explicase la entrada de su padre, si es que alguien se preocupaba de ello al verle), y le oyó aún a la mama:

     -Ahí te dice ése que viene, que ya se ha examinado de la última, sacando sobresaliente, y que quiere hablarte este verano por la reja... ¡Bueno, dile que sí! ¡Que un ratito cada tarde!... Después de todo, a ver si acaba la carrera y te espabilas y os casáis... ¡Que falta me irá haciendo si he de colocar tanta muchacha!

     Creyó en esto Antonia entender un ansia de liberación, un enojo hacia ella, de estorbo, exacerbo por el «peligro de sorpresa» en que su mamá debió juzgarse esta tarde..., y partió, no sabiendo si alegrarse del permiso para hablar con Esteban que al fin se le concedía...

     En la alcoba enjugóse aún una lágrima que esta vez no sabía por lo que fuese.



II

     Se quitó del chaleco una pelusa, y salió.

     Salía, después de tres horas de siesta, como de un nido, como de una mansión de paz aforrada de blanduras y de orden.

     Había llegado a las once. En la estación, esperándole, su madre y sus hermanas y Ramón. Gozó en sus brazos las calmas del cariño. La casa le pareció muy grande y limpia. Le chocó no ver por parte alguna muebles cojos, ni manchas, ni alfombras sucias y raídas, y sí, en cambio, monadas y adornitos de esos con que las mujeres cuidadosas llenan las paredes. Se bañó en la tina de cinc de cuarto alegre, purificándose de vicios y miserias, y almorzaron luego en clarísima vajilla sobre mantel adamascado y con cubiertos de plata cuyo peso le chocó, cual si estas sensaciones de comodidad las recibiese por vez primera el estudiante que habría nacido y vivido siempre en y para el inmundo comedor de doña Rosa... Últimamente se había acostumbrado en su cama ancha, blanda..., limpia, limpia, limpia..., ¡oh, sí!, ¡qué limpia!..., ¡limpia como si la hubiesen sahumado con los efluvios mismos de sus almas sus hermanas y su madre!

     Tanta blandura, tanta ternura, tanto nobilísimo afecto, le dolían. El sobresaliente y los dos notables y el bueno con que logró ganar el año hallábalos al fin de una mezquindad lamentable para pagarle a la familia semejante devoción.

     Iba, Granados arriba, hacia la calle de Antonia.

     Eran las cuatro. El calor teníalo aún todo desierto. Sólo un barbero, que sudaba a la puerta de su tienda, le pudo admirar el corte elegantísimo del traje. Lo estrenaba hoy, y las botas, y la corbata y el cuello del The Sport de la calle de Sevilla, y el sombrero de paja de Huerta. Pero ¡el traje!..., veinticinco duros, y de Ruiz: el de la calle de Peligros, que vestía también a Romanones..., ¡al conde de Romanones!

     Miraba a izquierda y a derecha en las esquinas, con un ansia de reposesión de su ciudad. No se había traído por orgullo, del vasto Madrid, del duro Madrid, más que estas preseas de indumentaria. Lo demás de sus recuerdos querría olvidarlo como un sueño vergonzoso. Badajoz parecíale un blanco pueblo soleado y honradísimo en que materialmente se mascaba la sencillez y la harina de la plástica verdad, lo mismo que en el interior de una tahona, lo mismo que entre las parvas y los montones de trigo de las eras.

     ¡Mucho cielo! ¡Mucho sol! ¡Mucha cal blanca en las casas, y en los balcones macetas de rosas y claveles!... ¿Qué? ¿No acababa de hastiar el uniforme abrumo madrileño de palacios?... Cuando aquí se tropezaba algo bonito, por ejemplo, esta Capitanía General, lucía y aparentaba más entre edificios modestos...

     De pronto se inmutó. Pasada la plazuela, cruzaba él frente a los balcones de Renata. A estar en uno, ¿qué impresión se habrían causado?... Hermético todo contra el sol, incluso la puerta. Desechó la evocación, y trató de distinguir, dos tramos más abajo, las rejas verdes de Antonia. Salvada la distancia, en la recta calle que al final cerrábase con las murallas y el Obelisco de Menacho, vio que tampoco la casa de su novia daba de vida más señales. Echadas las persianas... ¡Oh, este sol! Si no se quitase a las seis, iba a tostarle... Porque la cita era a las seis, según la respuesta de Antonia con la misma criada que él la envió su saludo. Ella pensaría que no hubiese de venir hasta las seis.

     Se volvió y se encaminó por San Francisco hacia el Campo de San Juan. Grupos de cocheros tomaban agualimón en los puestos. Tres curas, en otro velador, zarzaparrilla. La catedral y la frondosa arboleda de álamos y palmas llenaban esto de sombra. Sintió ganas de aguardar a los amigos aquí; pero, principalmente por saber si había vuelto de Sevilla Sergio López, fue a su casa, calle de Comedias.

     Y había vuelto. Entró. Se abrazaron, se abrazaron, se contaron locamente cosas de Sevilla y de Madrid. Sergio, que había estudiado primero leyes, sacó un notable, un aprobado y... (¡bueno! dos suspensos..., «dicho en secreto, ¿eh?..., ¡lo ignoraba la familia!»...)

     -¡Chacho! ¡Pero qué elegante vienes!

     -¿Eh?... ¡Nada! ¡De Madrid!

     Tenían mil cosas que decirse. Sin dejar de charlar, Sergio se lavaba y se vestía. También traía de Sevilla un traje, y además un sombrero de ala ancha, para los toros de agosto, y un par de castañuelas. Estaban ya asimismo en Badajoz, desde Toledo y Segovia, Álvaro Ruiz y Paco Ahumada, tan bravos con sus uniformes.

     -¡A Ruiz le sienta mejor!

     -Hombre, también Ahumada es simpático.



     -¿Qué caray tiene que ver?... Vámonos. Verás cómo ya están en Montalbán.

     El bastón de Sergio era de muleta, y él lucía chuletas perfectamente recortadas. En un escaparate pudo Esteban compararse las imágenes y ver «que se volvía más fino de Madrid que de Sevilla».

     Andaba ya la gente por las calles. El señor obispo salía de su palacio en coche.

     Nuevos abrazos. Nuevas sorpresas. Álvaro y Paco hallábanse en Montalbán. «¡Olé por los cadetes!» Pidieron gaseosa los llegados, y se encendieron puros, entre la charla animadísima. Los uniformes les sentaban bien a éstos.

     Lo que había es que, como los usaban hacía un mes, no sabían dónde ponerse los sables. Paco contó una conquista suya de Segovia, Ruiz otra suya de Toledo, y Sergio otra de Sevilla...

     -Bueno, chicos, hombre, chachos..., ¿conocéis vosotros a...?

     -¿A quién?... Y no nos jorobes con el «chico» madrileño.

     -No, si es..., ¡no creáis que he adquirido esa costumbre...! ¿A... que sí conocéis a Renata Mir?

     Se había resuelto. Tratándose de una coqueta... ¿por qué callar su aventura?

     La contó. Logró intrigarlos... No, no era esta vez un «cuento chino», como probablemente lo de Ahumada, a quien ya su «artillerismo» le daba humos de grandeza, ni una cosa corriente o vulgar de criadita de fonda o de chula cigarrera; sino una historia acreditada por sus múltiples y veraces incidentes y por la protagonista gentil, de carne y hueso, a quien todos conocían.

     Al concluir, Álvaro indicó, como vecino de Renata:

     -Pues no está en Badajoz. Creo que anda por Alanje, de baños.

     Esteban no supo sentirlo.

     Miró el reloj. Casi las seis, Se fue... Antonia le esperaría.

     Llegó a la calle de Menacho y vio cerradas las rejas. Seguía dándoles el sol. Pensó que le habría citado ella tan temprano sin fijarse. Y aguardaba, paseando en la otra acera. Tal vez Antonia... Pero ¡la vio!..., al girar en un paseo... ¡la vio!..., ¡y creyó no reconocerla!... Volvía con la criada, elegantísima, con sombrero de... Le sonrió y la sonrió. ¡Ah, qué otra! ¡De tener ella hermanas mayores, la habría tomado por la hermana!... ¡Qué alta!, ¡qué hermosa!, ¡qué barbaridad... y lo que se cambia en seis meses!

     Había entrado. Había creído Esteban notarle a Antonia también cierta sorpresa, de él... y temblaba, con la inminente atención a cuál de las ventanas saldría. Se abrió una, en donde daban las semisombras de dos chimeneas de enfrente, y acudió.

     En ambos fue la emoción enorme. Estrecháronse las manos brevemente, y sonreían.

     -¡Oh, Antonia!

     -¡Oh, Esteban!

     No habíanse dicho más en saludo. Recta, y un poco adentro por el sol y la vergüenza, Antonia estaba encarnadísima, divina, con su cara como henchida de beldad bajo el pelo negro, mate.

     -Pero... Antonia, ¡qué crecida!, ¡qué atroz! -pudo susurrar el novio, cortando las contemplaciones silenciosas-. ¡Casi no te conocí!

     -¿Me encuentras... mal?

     -¡Muchacha!, ¡qué atroz!... ¡Si estás elegantísima!

     -Gracias.

     -¡Mi hermana Gloria no ha cambiado lo que tú!

     -Tu hermana es más pequeña: le llevo medio año... Pero tú también me has sorprendido, mucho, mucho... ¡Te hubiese reconocido con trabajo no sabiendo habías vuelto!

     -¿Qué me notas?

     -No sé ¡Todo!... Más alto, más ancho..., bigote..., ¡bueno!, ya le tenía el retrato que me mandaste en abril... Pero, crecer, y ¡vamos!, formarte... ¡una enormidad!

     No tuvo él que preguntarla si en la mutua desmerecía: la dulce sonrisa decíale lo contrario. Se acordó y reverenció inmediatamente al sastre de Madrid: con sólo haberse probado al espejo esta chaqueta de hombros amplios, holgada, de vuelo... vio transformarse su cuerpo en el de un «hombre». ¡Oh, un buen sastre! ¡Y cómo no podría esta bella Antonia imaginar que a un buen sastre le debía lo menos la mitad de su embeleso!

     -¿A qué hora te dijo tu criada que vinieses?

     -A las seis.

     -He sido puntual. ¡Me alegro!... -dijo Antonia-. Como fue el recado de palabra, dudé después si le dije que a las cinco. Por si acaso, a las cinco te esperé.

     -¡Ah! ¡Yo he pasado a la cuatro!

     -¡Ah!

     -Y tú, ¿a dónde has ido?, ¿de dónde vienes?

     -De una tienda. ¡Nada! Me vestí.

     -¡Porque yo te viese, vaya!

     -¡Vaya... pues! ¿A qué negarlo?

     Franca, franca y noble. Su voz habíase hecho asimismo llena y profunda, como con una apasionada tremolación de violonchelo. Muy grande sencillez hallaba Esteban al hablarla; ella, también, aun bajo esta impresión de novedad de su «primer coloquio de novios» y hasta de físicamente desconocidos que al verse los aturdió. Bien es cierto que ella, al menos, conocíale el alma por las cartas..., por las cartas larguísimas, siempre contestadas con una timidez que él ahora, notando la facilidad sincerísima de la conversación de la «chicuela», no podía explicarse.

     ¡Bah!, ¡la «chicuela»! ¡En qué magnífico capullo de mujer la hallaba convertida!

     Expúsole su duda, y ella, tras de participarle cómo estas entrevistas se las autorizó la mamá, le asombró al manifestarle que la rígida señora «les había visado día por día la correspondencia». El joven pudo entonces comprender las cartas breves, tímidas, perennemente dominadas como por el miedo de no saber contestarte a tantas cosas sutiles, cuando lo eran sólo por respetos a una madre, y comprendió igualmente que hubiera leído las suyas Renata... ¡Qué más tenía..., una vez roto el secreto encantador que se quiere todo para uno!... Recordaron a Renata, al fin, en confiado abandono, y una delicadeza más tuvo que agradecerle Esteban a la noble: «Porque le hablaba más de él... con vaguedades, pero mal..., ella dejó de ser su amiga.»

     -Es decir, más bien era y es amiga de mamá. Yo iba, porque me llamaba para tocar a cuatro manos. Le gusta la música. Un día...

     Se interrumpió. En una vidriera de dentro sonaban golpecitos.

     -¡Adiós! Mamá que avisa... ¡Adiós!

     -¡Mujer!, ¡si no hace diez minutos!...

     -Mañana vuelves. Es mejor obedecerla. ¡Adiós! Esta noche iremos a la calle de San Juan; pero no te acerques, ¡oh?..., ni nos saludes.

     Cerró... y sólo entonces notó el dichoso que se había estado tostando por la espalda: las chimeneas proyectaban ya su sombra al lado de la reja. A los balcones habíanse asomado las vecinas. Unos amoríos de chiquillos que se tornan en formales interesan siempre, ¡claro es!

     Se alejaba. Iba nuevamente a Montalbán. Su última impresión había sido la de un hechizo de candores y obediencia. Una humildad, una infantilidad completamente de criatura, en aquellas sumisiones a su madre, aun en la muchacha-mujer que, al pronto, con la firmeza de su busto y la frescura roja y blanca de su boca, le infundió no supo qué sorpresas sensuales... Luego, el velo de la pureza prendido a su inocente y confiado sonreír, la fue cubriendo en un altísimo fulgor de la luz de alma que le impuso a Esteban congojas de respeto.

     Iba, iba a reunirse otra vez con los amigos. Relegada definitivamente Renata en su corazón y en su memoria a la negra rastra de aquellas turbulencias madrileñas, llenábale un orgullo de serenidad y de honradez, bajo el cual, y sobre más que tristes olvidos de sí propio, sabría tratar a Antonia con la condescendencia y respetuosa consideración que a una niña de tres años... ¡Sí, puesto que en ella, a diferencia de Renata, la vida poderosa de mujer se ostentaba tan divina, tan diversamente igual, tan íntegra de carne y alma (pero como si fuese la carne esta vez la que hubiese subido a fundirse con el alma en el cielo mismo..., él jugaría con su inocencia delicadamente, él sabría siempre contemplar, de un modo distinto que en Renata, a la amada desde el ángel, a la mujer desde la niña..., como contempló entera y bella e infinita a la vida poderosa desde aquellas otras niñas que corrían entre las flores por el Prado)!

     ¡Madrid! ¡Qué gran pueblo de barullo y de crueldad! Badajoz volvía a ofrecérsele con su sol honrado, con sus calles blancas y abiertas entre bajos edificios que no tuvieran nada que ocultar, con su ambiente libre, diáfano...

     Sin embargo, un poco se le turbó la diáfana visión al súbito y nuevo recuerdo de Renata... y de la madre de Antonia, cuyas famosas locuras él sabía desde pequeño. «¡La Gamboa!» Este nombre era en Badajoz la mágica representación de una deslumbrante dama aureolada por tan gentiles homenajes como pícaras sonrisas. Todo el mundo la trataba. Ni él había tenido inconveniente en ponerse con su hija en relaciones, ni nadie, de entre sus amigos, se lo tomó más que a honor. Y... entonces..., ¿qué rara mezcla de maldades y bondades, de desorden y de orden, respirábase aquí como en Madrid?

     Estaban en Montalbán los amigos todavía, y se alegró para no filosofar, hecho un lío completamente.

     Se fueron de paseo por las murallas.

     De vuelta, ya las luces encendidas, a la calle de San Juan. No tardó en aparecer Antonia, con su madre. Cambiáronse una sonrisa. Ninguna muchacha había más guapa y elegante en los comercios. El cuerpo, espléndido, ceñido por la levita color turquesa que se dejaba moldear en la cadera y en el pecho; la falda, sesgada, le bajaba hasta el zapato; y su hermoso pelo, más negro que el sombrero y que los mismos trenzones de adorno del traje, formábale una violenta armonía a su cara suave, llena, a sus labios rojos, a sus dientes blancos y a sus ojos de vida y resplandor... Veíala Ruiz así «de medio, largo» también por vez primera, y felicitaba al novio. A «la Gamboa» rodeáronla inmediatamente otras señoras, y Antonia sus amigas. La llevaban siempre en medio, en triunfo, al pasear por la calle embaldosada, e igual se advertía su preeminencia al quedarse en las puertas de las tiendas, mientras dentro iban eligiendo sedas y abanicos las mamás. Otros conocidos saludaron a Esteban, afirmáronle que Antonia, desde el Corpus, se había ganado la palma de belleza en Badajoz... «¡Nada, nada, y con mucho!... ¡Ah, si llegase a tener la estatura de su madre!»



     Al día siguiente, domingo, por la mañana, Esteban pasó a las nueve por la calle de Menacho, y la vio. A las nueve y media volvió a pasar, y volvió a verla. «Voy a los Gabrieles, a misa», le advirtió. A las once, a los Gabrieles. El novio admiró la unción que oía ella toda la misa de rodillas, sin perjuicio de lanzarle alguna vez una ojeada desde el libro de oraciones. De salida, percibió en la puerta sus perfumes, los rumores de sus sedas: nada más dulce que aquella mano blanca bajo el calado mitón y entre anillos y pulseras y nácares y oros del libro y rosario. Las saludó, y la madre le contestó dignamente. Luego las vio hasta la hora de comer en la calle de San Juan. Acompañado por Ahumada, de uniforme, diéronlas escolta hasta su casa, y Antonia se volvía a mirarle: en las esquinas.

     Por la tarde hablaron, a las seis, y a la seis y media sonaron los discretos golpecitos. Tornó al anochecer a encontrarla en el paseo por las murallas, y luego de cenar, en San Francisco, hasta las doce, oyendo la banda militar.

     Pero en San Francisco paseó con su hermana y con... ella; y como Ahumada situóse junto a Gloria, él charló con Antonia a su placer. Esta noche, al acostarse, Esteban tenía la sensación de que fuese su existencia un glorioso mar de horas en que jamás pudiera haber ni hubiese habido más que... ELLA, el perfume de ELLA, la belleza de ELLA, la pureza de ELLA. El pasado triste quedaba en su conciencia como la masa informe de recuerdos de un ser que ha vivido alguna vez en otro mundo.

     Se despertó muy tarde, al nuevo día, dormido muy tarde también de sus desvelos venturosos. Muy tarde: a las doce. Oyó la voz de ELLA, y creía soñar. No. Gloria vino a anunciárselo -Gloria, la buena y querida hermana rubia como... un ángel de la anunciación-. «¡Aquí está! Pasé por su casa y comeremos juntas. ¡Ha venido! «¡Oh! No salió Esteban del cuarto sin los últimos perfiles. Comieron en familia, y «los novios» tuvieron que aguantarle pullitas a Ramón. Piano, en la siesta, solos ya en la sala con Gloria. Ésta les dejaba en apartes agradables por ir a los balcones, y acabó por extrañarle al novio la oficiosa complacencia. Antonia le confidenció que Gloria..., ¡vamos!, tenía sus cosas con... «el artillero». Asombro. Por lo pronto aceptó el joven la especie de mutualidad benévola que Gloria buscábase, sin duda...; pero luego la juzgó demasiado niña, demasiado ángel... para Ahumada, a quien, por su íntima amistad, conocía como demonio.

     ¡Oh, qué pena que las purísimas chiquillas no pudieran tener nunca sus primeras ilusiones con purísimos chiquillos! ¡Qué cadena de horror contra el amor, contra todas las espontáneas noblezas de la vida, la que tendíase desde las lumias y criadotas a los niños, y de éstos, después, a las novias virginales!

     No obstante, reflexionó que Gloria, como Antonia, tenía el candor que impregnaría de idealidad al loco amigo, y transigió. Sin hablarle el uno al otro de lo que quedaba entre los dos como «convenio de secreto», pasearon juntos, desde entonces, ya que ellas se reunían en San Juan y en San Francisco. Por lo demás, las tales relaciones, salvo las charlas ante él de los paseos, hallábanse en el romántico período de los miedos a mamá y de las cartitas...

     Las relaciones suyas, en cambio, gracias a la reja, iban llegando a una noble confianza seductora. Cansada esta otra rígida mamá de vigilarlos, o comprendiendo que era una crueldad tenerle al sol, le permitió a su hija hablar anochecido. Mas como a esta hora ella salía, sola o con la linda Clarita de diez años, pronto los treinta minutos de consigna se fueron alargando hasta las ocho, hasta las nueve... hasta que veíanla volver por lo lejos de la calle. Una noche ella fue la que los vio, sin enfadarse; dejó, pues, de preocuparles su regreso, y sencillamente una criada ponía fin a las pláticas tan dulces con aviso de la cena.

     -Señorita, su mamá, que vaya usted.

     ¡Oh, sí, cuán dulces sus pláticas! ¡Cuán dignas y francas también! Autorizábaselas el grande, el inmenso amor que ya los amparaba como un refugio de amarguras. Guardábaselas, además, en todos los decoros, sin la menor hipocresía, la propia dolorosa experiencia del niño-hombre que no pedíale a la hermosa ni un beso, por no ignorar cuánto ansiaríase en tormento después. Y sentía tan clara esta paradójica sensación de sus deberes, ante los años que la niña-mujer hubiese de tardar en ser la mujer-carne de su alma, que casi envanecíale su «experiencia de maldad» y le rectificaba aquella idea gentil de los «novios igualmente candorosos». ¡Bah, sí!... O era una monstruosidad esta social costumbre de las largas y decentes relaciones antes de casarse, o era una monstruosidad de naturaleza. Un novio niño, cándido, inocente en absoluto, atraído a una reja como ésta y ante una niña como ésta, pero que más aún que ésta desconociese todo mal..., ni por ella ni por él tendrían el menor reparo, según fuese invitándolo el instinto, en morder la fruta de su boca..., de sus senos..., ¡llegando en plenos inocencia y candor, en pleno disparate!...

     ¿Sería la vida una necesaria mezcla de perversiones y bondades cuya resultante fuese la honradez?... Un poco fuerte resultaba esto, pero evidentísimo, en su caso y en el de todos los novios que tenían que aguardar para la boda. La perfecta inocencia, en verdad, es la perfecta ignorancia. Su conocimiento del mal, pues, y precisamente, era el que velaba por Antonia...; y por eso no se reparaba en sostener con ella las charlas del abandono, las verdaderas confesiones que los iban llevando poco a poco a la completa espiritual intimidad.

     Lo que él no hubiera sido capaz de contarle a su madre, se lo fue diciendo a Antonia: sus crueles soledades de Madrid; sus terrores del principio a las noches y a los muertos; sus fríos, y las dificultades para estudiar bien de una incómoda vivienda y de unos locos compañeros...

     Las notas que sacó, no malas completamente, después de todo, representaban un honradísimo heroísmo... ¡No, no podía con aquella vida bruta, seca, falta de ternuras!... Y Antonia, conmovida, oyéndole casi llorando algunos ratos, decíale a su vez las penas de las no muchas más ternuras de su casa y de la rarezas de sus padres, acostumbrada como estuvo ella al cariño santo de la tita que murió!... ¡Penas peores quizá, pues que la infeliz las soportaba en un hogar y una familia que no era, como los de él, el consuelo, y que delicadamente el novio respetábala con su misteriosa vaguedad en lo que adivinaba de vergüenza por la madre!

     Petra cortaba siempre estos coloquios:

     -¡Señorita, su mamá, que vaya usted!

     Retirábase también Esteban a su casa, a cenar, y se quedaba en el despacho a estudiar Fisiología, como no fuese jueves o domingo, que había música y paseo.

     Madrugaba. Apenas se reunía con los amigos. Se encontraba bien hallado en un ambiente de decencia y dignidad. Placíale irse, antes que saliese el sol, por el puente y el camino del Vivero. Otras veces por las calles, con el gusto de cruzar ante las rejas de Antonia cuando ella dormía. La Plaza Alta atraíale asimismo en estas horas matinales de honradez y de trabajo; los puestos del mercado, las buñolerías en donde tomaban los obreros su café, y las cestas que llevaban las criadas dejando asomar las escarolas y los apios y la carne, dábanle con la poesía de la mañana una impresión armónica con sus conceptos de todo. Así, él, entrando igualmente en las iglesias, en la catedral, a menudo, pensaba al fresco de los claustros y podía «no avergonzarse por su absoluta certidumbre de la carne de mujer que Antonia le guardaba bajo sus místicos recatos de chiquilla». Y oraba y hasta en sus oraciones a Dios se confundían, igual de excelsos, el recuerdo de los ojos puros, francos, y los blanquísimos lambos de piel que le clarearon una tarde los colados de una blusa.

     Últimamente, otras mañanas se instalaba en un banco de San Francisco al pie de una morera, y se complacía mirando, por encima de las viviendas pobres que caían detrás de la casa de Antonia, las ramas de unos eucaliptos que ella le había dicho que eran de su huerto. Pero en cuanto levantaba el sol, se iba a casa y almorzaba honradamente café con leche, igual que los obreros.

     Las horas de calor empleábalas pintando paisajitos y marinas que copiaba de cualquier ilustración, o intentando retratar a Gloria, o calcándoles a ella y a la hermana mayor y a su madre dibujos para los bordados. Con este fin, por charlar amorosamente con ellas, ponía su caballete en la acristalada galería llena de magnolias. Por la siesta, estudiaba en los libros de su padre, y a las cinco se bañaba y se vestía. Era el único rato que pasaba luego en Montalbán con los amigos, tomando gaseosa.

     Pero la confianza, la perpetua confidencia de intimidades de Antonia llegó una de estas tardes a muy gallardas alturas. En réplica y en saña a las mentiras que Renata trató de insinuarla, sin duda guiada por el designio de indisponerlos para que jamás pudiera él decirla lo perversa que había sido, la descubrió completamente. Eso le parecía leal a Esteban. Fue una historia, así contada, sin ambages, antes bien, con todas las crudezas dignas del arrepentimiento y del ingenio y de las maldades de la pérfida, que le produjo a Antonia muy opuestas impresiones; por un lado estimaba la nobleza franca con que el novio confesábale: «¡Ya ves!..., yo no te quería..., no podía quererte, mujer; no te había tratado..., ¡éramos, en rigor, el uno para el otro (y ahora comparado puedes comprenderlo), ensueños en el aire!»... Por otro lado, la ira y los celos la mordían contra la inicua y contra este Esteban suyo hundido en la pasión de otra..., de otra, cuando más a ella le escribía cartas ideales...

     -¡Señorita, su mamá, que vaya usted! ¡Que ya están cenando! -tuvo por segunda vez que avisarla esta noche la sirvienta.

     Y ¡ah!..., se persuadió el filósofo de que era lo mismo que los besos esto de los celos y de las curiosidades irritadas: así que se empezaba, tenía que llegarse hasta el fin. No hizo a la siguiente noche más que acercarse a la reja, y ya la novia le puso por cuestión la misma. Había pensado mucho en todo el día, sin que la dejasen satisfecha ciertos saltos y lagunas del relato. Por ejemplo, si, como contaba él, permaneció respetuoso ante las provocaciones de Renata, no se explicaría la escena violenta del teatro, con cambio y todo de pañuelos, y menos el desafío de despedida, tal que si una gran intimidad diésele derecho a la rabia y al insulto... No tuvo Esteban más remedio, aunque sólo fuese por reducir a lo exacto aquello de la gran intimidad, que detallar en qué sus confianzas consistieron.

     Esta noche llevaba la criada tres avisos y no se iba Antonia de la reja... Mas cuando se enteró, ¡ah!..., quedó pasmada. Su madre, en lo oscuro, a un paso, habíales estado escuchando el final de la conversación.

     -¿Qué?, ¿cenamos? -dijo por decir algo la aturdida.

     -¡Gracias! -le contestó dura su madre-. Yo he cenado ya. Siéntate. Tenemos que hablar un poco.

     Y torció la llave de la araña, dejando alumbrado el gabinete, y la invitaba a sentarse.

     -Tu novio y tú -empezó diciendo- sois dos indecentes. ¡Vaya, hija mía, y qué candorosidades os habláis a vuestros años! ¿De qué mujer contaba eso? ¿De qué camilla y de cuántas porquerías estabas tú escuchándole?

     Terrible la acusación y difícil la defensa. Lloró Antonia, renunciando a explicar por cuáles vueltas de decoro podían estar hablando de indecencias de Renata, de indecencias de una «amiga de mamá»; y ésta confiándose a la acción bien radical que ya tenía resuelta, reportó los inútiles agravios. Se encastilló en su autoridad, y vino un sermón de «austeridades». Sentiría mucho, ella, que su hija, cuando así se permitía con Esteban tales confianzas de las otras, estuviera yendo, por sí misma, demasiado lejos en estas confianzas. No sólo por virtud, sino también por el riesgo de descrédito. Una muchacha tenía que mirarse bien lo que se hacía, porque los novios, los hombres todos, todos..., publicaban a la hora el beso o la más pequeña libertad que hubiesen conseguido con la mayor protesta de prudencia... ¡Bah, si conocería a los hombres! Y como, al fin, aquel novio era un mocoso a quien habría que esperar seis eternos años de carrera, con tiempo de más, en cambio, de peligros, cuando así de principiar se daban trazas..., ella fallaba en redondo: ¡basta de relaciones!...

     -Conque, ¡ea!..., hija del alma: trae un papel, porque voy a dictarte una cartita.

     Lloró Antonia, quiso sincerarse, implorar... y la cortó su madre con un gesto:

     -¡Sí, anda, sí! ¡No te pienses que está una para guardarte desde allá dentro tus... ligerezas, hija mía!

     La carta, para enviarla al día siguiente, quedó redactada en esta forma:

     «Apreciable Esteban: Debo decirte que todo queda concluido entre los dos. No puedo quererte. Me había propuesto saberlo tratándote, hablándote en la reja, y el tiempo se ha encargado de probarme lo contrario. Nada lograrás con obstinarte. Se trata de una firme decisión de la que sólo puede ser tu amiga,

Antonia.»



III

     Esteban acordábase de haber visto por el cielo alguna vez, en sus excursiones campestres, grandes bandadas de aves que eran blancas; pero de pronto se volvían, les daría de otro modo el sol, y ya eran negras. Sólo a esto podía comparar el repentino y uniforme cambio de las ilusiones de su vida por la carta inconcebible.

     Le llegó a las diez de la mañana y hasta las doce estuvo releyéndola, aturdido. Luego escribió otra breve carta pidiendo explicaciones; y la criada se la trajo sin abrir: «No la quiso recibir la señorita.»

     -¿La señorita? ¿Tú la hablaste?

     -Yo, no; se la entregaron y me la devolvieron.

     -¡Oh, Antonia!

     Por la tarde trató de verla. No lo consiguió. Las ventanas permanecían cerradas.

     Se fue al campo, y a fuerza de meditar se empezó a explicar lo inexplicable.

     El había sido un bárbaro. Lo de Renata, reflexionado durante la noche por Antonia, debió de impresionarle muy mal. A pretexto de franqueza, hízola oír un sinfín de groserías impertinentes. La hirió en su cariño, en sus delicadezas, en sus pudores... Aunque el hervor directo de la vida le permitiese a él sentir bella su lealtad, para comprenderlo faltábale experiencia al ángel todo alma. Tal persuasión le sumía en un inmenso desconsuelo, en una desolación de torpeza, a la vez que veía perdida a Antonia para siempre.

     Ya casi de noche, regresando por la carretera de Sevilla, pensaba que él era un salvaje hecho con demasiada brusquedad por las rudas emociones de Madrid y de Renata. Unido el fracaso de ésta al fracaso de otra índole de ahora, se le ofrecía su existencia con una cruel claridad de continuo vencimiento. Y, sin embargo, sobre el desastre, una voz de humana altivez le perduraba: «¡No importa! ¡Sigue! ¡sigue!..., ¡tienes razón!»

     Paseó una hora inútilmente ante las rejas. No vio tampoco a Antonia en la calle de San Juan. Entró en la cervecería del Gallo, y con un chico le mandó otra carta en cuyo sobre estampó el ruego de que la leyese. De nada le valió; el chico se la devolvió intacta al poco rato. Él la rompió irritadísimo.

     El nuevo día, despertándole con una congoja casi de llanto por Antonia, le dio la esperanza de verla. El tiempo, las horas de insomnio y de dolor que habríanla presentado horrible aquello de Renata, la habrían presentado al fin más horrible el abandono. Vendría como a ver a Gloria, para que él pudiese iniciar sinceraciones. Su carta era de una frialdad serena solamente en la apariencia. ¡Oh, sí!..., translucíase debajo a la celosa, a la ofendida..., ¡luego, a la enamorada también! Pero... pasó la mañana, pasaba la tarde... y... ¿sería que prefiriese ella la explicación en su ventana?... Salió Esteban. Únicamente pudo abordar a una criada, y por su mal.

     -¡La señorita no quiere novios; pierde usted el tiempo!

     Detestó a la «señorita», a la adorada, a la invisible..., a la pobre vanidosa que se habría encerrado por no verle y tener que perdonarle, desde sus rabias de «mujer», el agravio de Renata.

     En los días siguientes tomó su tristeza un manso estado de orgullo, y vagó por la ciudad, por los campos, solo, sin horas, sin deseo, con un vacío horrible alrededor y con un rencor sordo hacia todo.

     Su orden y su tiempo y su trabajo estaban descompuestos. No había vuelto a estudiar. ¿Para qué?... Carecía de objeto, de rumbo.

     ¡No!, ¡no podía! Ira le causaba que la regulación de su existencia residiese siempre en un ser extraño a él; pero era así.

     Esta nueva y más profunda persuasión de que «la pareja humana» forma realmente la integridad de cada vida le resultaba formidablemente triste, pues que, entonces, nadie podría ser el árbitro de su paz y su destino sin haber completado con... la digna mujer... imposible de hallar entre las que sólo se educan para necias señoritas o para odiosas prostitutas. Y Esteban, no pudiendo amar a la necia que, siendo la mitad de él, fue incapaz de resistirle sus «purificaciones», aborrecíase y la aborrecía.

     -¡Llora, estúpida!, ¡llora tus rabias! -deseábala al pasar por la casa donde habíase constituido ella misma en prisionera.

     ¡Áspero consuelo este de saber que tendría que quererle mucho para así, sin su presencia, empeñarse en la batalla de un noble cariño contra el simple escozor retrospectivo de una rivalidad desventajosa!

     Últimamente, tomado él también en las ahogadas grandezas de su amor por estas mismas mezquindades, sintió el bochorno de seguir brindándole a las vecinas el lamentable espectáculo de una mendicidad sentimental tan obstinada como estéril: dejó de pasear ante las rejas, y pasábase las horas en el banco aquel de San Francisco que permitíale al menos descubrir por encima de los tejados las ramas de los eucaliptos.

     Al sol tenían las pobres hojas de los eucaliptos una palidez polvorosa. A la luna parecían altos y fúnebres penachos.

     Y una siesta, apenas él llegado al banco, a la sombra de la morera que solía lloverle encima orugas y moras blancas y lunares encendidos del sol de julio, sintió que le decían a través de la veda del paseo:

     -Señorito Esteban, tengo que darle una cosa.

     Miró y sintió disgusto. Era una vieja flaca, pintada con bermellón, retepeinada con bandolina y peinetas, y gitanescamente vestida de colorines. La conocía de verla de vecindeo por estas casas más que humildes, donde vivirían quizá mujeres para soldados. Se acordó de Olvido, de Martirio..., que habríanse mudado por aquí, que habríanle tal vez reconocido, y repuso esquivamente:

     -¿Qué?

     -Una carta.

     -¿De quién?

     -Téngala... Pero, ¡por Dios, que no la vean! ¡De la señorita!

     Le excitó a cogerla, entre los hierros, hecha un barquillo y se dirigió la vieja con listo y celestinesco disimulo al portal de enfrente; allí cerró la puerta, tomó un canasto de verduras, se lo puso a la cabeza y se alejó pregonando.

     Esteban había ocultado la carta entre las manos como un tesoro incomprensible. «¡De la señorita!» ¿De Antonia?... Por lo pronto le alegraba que esta mujer fuese una revendedora, y no una alcahueta, como le pareció por la estampa. Se levantó fascinado bajo aquella misteriosa intimación y se fue a leer a otro banco de lo más opuesto y escondido del paseo.

     ¡De Antonia!..., sí, su letra, y un nardo que descubrió en cuanto rompió el sobre, que no tenía nada escrito... «Mi idolatrado Esteban...» Su vida se conmovía, se removía... ¿a qué más?... «¡Mi idolatrado Estaban...», decía el principio... Se llevó la carta al corazón y tuvo que serenarse y secar las lágrimas que le impedían seguir leyendo... Fue una hora de angustias y sorpresas. Fue... un doloroso renacer a la alegría. Fue..., era como uno que se cree que ya no existe nada en un salón porque alguien apagó sus eléctricas luces desde fuera, y que al volver la luz, también de pronto, se asombra de verlo todo en el mismo orden, con la misma brillantez...

     ELLA le contaba su dolor, su cautiverio. Las letras estaban borradas por las lágrimas, a trechos. Su madre, que la obligó a escribir la horrible carta, la confinó desde el día siguiente en una alcoba del patio, con orden de no pisar las delanteras de la casa. A su cuarto, con Clarita, habían ido a parar el ama y la pequeña; y por si no bastase la orden, mientras la madre salía de su rigor encargábanse cuantas llaves pudieran impedirla el paso hacia las rejas. La gran pena de Antonia era lo que él pudiera estar pensando de la carta. Se resignaba a perderle, a morirse sin verle más, puesto que, conociendo a su madre, sabía que sus decisiones eran inapelables, e inútil, por consecuencia, cuanto hiciesen ellos por ocultar sus relaciones en tantos años; pero no podía ni debía, al menos, resignarse a que él la odiara, a que desconociese por siempre el martirio que a ella le costaba en todo esto obedecer: y su afán había consistido en hacer llegar a sus manos esta otra carta en que poder jurarle, como le juraba, que ella le pertenecía siempre con vida y corazón, que no se casaría con nadie, y que se quedaría siquiera más tranquila, en su horrenda soledad, si él quisiese decirla por última vez con cuatro letras que la adoraba, que comprendía su mártir obligación de esclavitudes y respetos, y que la perdonaba..., ¡que la perdonaba!

     «Desde la mesa, por esconder de todos mi tortura, me encierro en mi prisión para llorar y estarme leyendo y contemplando tus cartas, tu retrato, tus recuerdos. Cuando sale mi madre, ni ella quizá quiere llevarme, ni yo querría salir. ¡No!... Si te viese por ahí obligada a no mirarte..., ¡oh, no sé!, me entraría el frío que me da sólo el pensarlo, y tendría que gritar como una loca. He regado en estos días los nardos de mi huerto con lágrimas de mis ojos... Pero me han salvado; te mando uno... Por cuidarlos, a mí, que me iba entre ellos a llorar sin que me viese nadie, pudo verme esta pobre y buena vecina, que te lleva al fin mi adiós..., mi adiós del alma... A la misma Mauricia (de ningún modo a mis criadas, que son de sobra afectas a mamá) puedes entregarle el único consuelo de tu perdón, que espera de ti, sin no la aborreces, tu tuya y tuya, siempre tuya,

Antonia.»

     Así acababa la carta.

     Lo primero que pensó Esteban, con una angustia de piedad que se abría plena a su esperanza y a las firmezas de sí mismo (pues que restituíansele a bien recibidas por la franca y la lealísima sus franquezas y lealtades), fue en el absurdo autoritario que a una madre podía hacerle tajar de tal modo las venturas de su hija. ¡Bah, siempre, siempre lo más bello de la vida pendiente de los demás!

     ¿Cuándo, por lo menos, llegaría el tiempo en que los demás y estas obligaciones de mandatos y obediencias pudieran, dignos de cada uno, no ser un perpetuo peligro de error, de iniquidad y de injusticia?... Se hacía cargo de la situación de Antonia, y perdonaba y la exaltaba. Por respeto, no podía decirle, ella, purísima, a la extraña guardadora de su virtud de ángel, que la ultrajaba con semejante tiranía.

     Se levantó del banco, y con un paso de fiera noble que temiese despertar en tomo no supiese qué alimañas, se fue a encerrarse en su despacho. La recóndita alegría con que esta tarde llegaba a casa no fue advertida por su hermana mayor, por su madre, más que la recóndita tristeza de los días pasados. Esto concluyó de hacerle entender los respetos mártires de Antonia. Él y su familia también se encontraban apartados, y precisamente en las cuestiones fundamentales de la vida, por una infranqueable muralla de respetos. ¡Absurdos de la familiar educación, en nombre del rubor y la inocencia!...

     A un «niño» que se está educando, se le encamina y pregunta sobre cosas de sus libros...; de cosas de corazón, de esas cosas que habrán de determinar su vida toda, no se le habla jamás..., se le abandona en ellas con un poco de la posible vigilancia, o a lo sumo, con un poco de autoridad apercibida, por si es preciso, como a más o menos graciosas tonterías intrascendentes.

     Pero, en fin, él iba conociendo, por encima de las mamás, y de las pobres niñas sumisas, el poderío tremendo de estas cosas. La carta que escribió quedó impregnada, pues, de esos imperios que para imperar sólo necesitan saberse imperadores. «¿Por qué tu adiós? Disimulemos, ya que no hay otro remedio; pero, sin vernos, o sin que parezca que nos hemos nunca conocido al encontrarnos por ahí, esta Mauricia nos servirá para que nos escribamos diariamente»...

     Volvió al paseo. Hacia las seis, vio que Mauricia llegaba, y le hizo seña. Con mañas garduñescas, otra vez la revendedora, o lo que fuese, entró en su casa, salió al muy poco, simuló alejarse, retornó pegada a la veda, y sin decir ni una letra, le tomó la carta y un duro que él tenía dispuesto contra el sobre.

     Antonia obedeció, escribiéndole también al otro día. Y la correspondencia quedó entablada desde entonces.

     Su amor se les iba sublimando en sacrificio. Por suerte, y por decoro de este amor, Esteban pudo averiguar que Mauricia, aunque en su juventud, y ahora en su más que madurez repintada, ni hubiera sido ni fuese un dechado de honradeces, no era una celestina tampoco. Tenía en la plaza puesto de verduras y vivía hilvanada con un contrabandista que estaba casi siempre en Portugal. En las inmediaciones del paseo, además, no había mujeres públicas, echadas desde el año último gubernativamente.

     Las horas de la siesta, que con su flamazo de sol teníanlo todo en soledad, era las que para entregar sus cartas aprovechaba el novio. A la tercera vio tenazmente cerrada la puerta de Mauricia. Ésta llegó al oscurecer; y más tenaz Esteban la había esperado. Gracias a la sombra, se detuvo a hablarle, la terrible secretera que parecía siempre avispada por el temor de los vecinos. Le contó, ¡pobre señorita!... Cómo la sorprendió llorando, por las tapias del corral. Unos gemidos hiciéronla trepar a una silla y asomarse: la asustó..., le preguntó, se ofreció, adivinándola desde luego «en mal de amores»..., y al otro día dejaron acordado aquello de la carta. ¡Era Mauricia una gran sentimental que no quería que penase nadie... de estas cosas!

     Esteban le dio otro duro, y ella comentó gentil:

     -Bueno, una y na más, según me dijo..., porque le teme a su madre. ¡Yo bien me sabía que iban a ser muchas! Como si usted quisiera hablarle, don Esteban..., ¡que más da! Es un decir que digo yo que podrían ustedes ahorrarse la escritura... Justamente desde antier... el miedo la hace venir a verme anochecío, que no tardará de aquí a poco, en cuanto su madre se marche... ¡Por mí no hay ningún incomeniente!

     La oferta, con su extrema sencillez, había aturdido al joven.

     -¡Ah! Pero... a la tapia... ¿De modo que...? Y ella...

     -No es que yo le haiga dicho nada..., pero, ¡vamos!, a naide le amarga un dulce... Y, aparte de que a mí me convendría; porque, dicha la verdad, por verle a usted en la siesta llevo tres días llegando tarde a las huertas, que están der lao allá de San Gabriel. ¿Comprende?... Es un decir que digo yo y que ahora había pensao por el camino: si toos nos podemos arreglar, ¿a qué esos cartapacios? ¿No le va a sabé mejó a la señorita que la carta sea usted mismo?

     Sí, comprendía Esteban el justo egoísmo de esta mujer a quien él desordenábale el trabajo. Su fácil ingenuidad había encontrado, indudablemente, la más bella simplificación a través de las complicaciones inútiles y expuestas, porque igual Antonia, robándose horas de sueño, escribía las largas cartas con peligro de ser descubierta por su madre.

     -¡Oiga, Mauricia -resolvió-, pues...! ¡desde esta noche! ¿No dice que ella a esta hora...?

     -Pues... ¡hala! -cortó Mauricia, ejecutiva-. ¡Espérese un poco, y pase! ¡Dejo entornada la puerta!

     Cruzó recta a su casa, entró..., y unos momentos después Esteban la imitaba; pero habiendo hecho un rodeo para enfilarse en la acera y poder filtrarse al disimulo.

     Conducido hacia el corral, le instruyó Mauricia brevemente:

     -Allí, mire, está el cajón. Subiéndose se ve el huerto. Ella no tardará. Yo me voy a ir friyendo unas sardinas.

     Quedó solo y procuró habituarse a las tinieblas. La empresa, tan inesperada, tan rápida, seguía pareciéndole sencillamente hermosa; pero le inquietaba un poco no haber contado con Antonia previamente. Latía su corazón. Este corral era pequeño, cenagoso, por culpa del cerdo que roncaba en las tinieblas, y lleno de unas cosas blancas que marchaban, que daban zapatazos... y que al fin Esteban comprendió que eran conejos. A Mauricia veíasela a través de un ventanuco con su sartén a la lumbre.

     ¡Los eucaliptos! Al subirse al cajón los vio..., con su prestigio de cosas mucho tiempo adoradas desde lejos. Se alzaban ambos en mitad del huertecillo triangular, y las ramas bajas de unos caían sobre la blanca arcada de un pozo. El olor a cerdos se disipaba aquí en olor a nardos. Pero de pronto chirrió la puerta que daba a otros corrales... y Esteban se encogió sobre el cajón ¿ELLA?

     Sintió unos pasos leves. Luego, nada. La que fuese, venía con sigilo y habíase parado a esperar.

     Fue irguiéndose el joven con cautela, y descubrió a la adorada inconfundible junto al pozo: se había sentado en la poyata que serviría para los cántaros, y tenía la carta en la mano y baja la cabeza...

     Algún ruido sobre la tapia debió advertirla, porque se puso inmediatamente en pie y se acercó.

     Traía extendido el brazo, como para alargar la carta a la altura. Mas... ¡oh su sorpresa al ver a... a Esteban!... ¡Sí, le reconocía!... Y su estupor de haber mirado que no era la de Mauricia la silueta que confundían las sombras... se cambió en otro estupor.

     -¡Tú! -pudo decir, solamente.

     Clavada, mirándole, con ambos brazos caídos a la falda, dudaba si escapar.

     -¡Antonia! -suspiró Esteban con delicia de caricia.

     Hubo otra pausa, y ella la cortó en azoramientos, en casi indignadas protestas:

     -¡Oh, Esteban! ¡Por Dios! ¡Qué atrocidad!

     Se había alzado la carta al corazón, al querer calmárselo con la presión de ambas manos, y sin dársela siquiera decidió al tiempo que ella misma partía:

     -¡Vete!

     Entonces fue cuando Esteban pudo hablar. Pedía perdón y la llamaba... ¡Un segundo!, ¡un segundo!, ¡para darle la carta, cuando menos!...; y logrando primero detenerla, y luego que se acercase, el triste, continuaba sus explicaciones y disculpas. No, bien; no volvería. Mas, ya que estaba aquí, ¿por qué no quedarse un momento? ¿Qué más daba la tapia que la reja?...

     En la tapia misma había tenido Antonia que reclinar un hombro, por no desfallecer; miraba al novio, y el miedo teníala alejada dos pasos del sitio adonde le veía asomarse como a un balcón del infierno de la gloria...

     La entrevista duró apenas diez minutos. Antonia estaba intranquilísima, y no quería en modo alguno que volviese, sino que él pedía las razones que la terca tuviese para ello...; y como no tenía ninguna, en realidad, le concedió, por fin, que viniese al día siguiente.

     -¡Bueno, adiós!... ¡Ven mañana! Yo ¡tendré pensado si esto debe ser!

     La había turbado. De la turbación de ella quedábale no poca al novio. ¿Por qué su angustia? ¿Por qué temerle aquí, entre la soledad y las tinieblas, y no en la reja?... ¿Por qué?, ¡ah, sí! ¿Por qué, gran Dios, aquella madre tan estúpida y torpemente se empeñaba en obligarlos a matizar como de aspectos perversos su cariño?

     A la segunda cita, Esteban traía también un presentimiento de solemnidades bien extraño...; y -¡oh, su eterna paradoja!- Antonia se lo borró completamente. La vio llegar confiadísima; «él tenía razón; antes los descubrirían con la pública entrega de sus cartas que así, hacía mal, puesto que desobedecía a su madre; pero ya que la desobedecía de todos modos, preferible era el secreto».

     -¡Oh, con tal de que Mauricia lo guarde... y tú!

     -¡Cómo, yo!

     Él se ofendía. Ella, franca, le devolvía su fe, sus seguridades, contra lo que a su madre le oyó sobre «si los hombres contábanlo siempre todo».

     -¡Ya ves, si supiesen que entras por ahí...!

     -Descuida: Mauricia es buena. Además, le doy dinero. ¡Lo mismo entonces podría decir lo de las cartas!

     -¡Sí, claro! ¡Lo mismo!... ¡Y que has entrado ya dos veces! Debiste consultarme, Esteban.

     -¿Para qué?

     -Para que..., para que yo no lo hubiese consentido. Lo importante era no haber dado una sola ocasión de... verdad.

     Comprendíalo Esteban. Hoy hallábanse los dos a la merced de las malicias de una cómplice. Pesábale, sin decirlo, esta posibilidad de peligro que había él echado irreflexivamente sobre el público concepto de su Antonia, y la gratitud y la piedad por la heroica resignada le hicieron acentuar para con ella sus delicadezas, sus espiritualismos. La charla, dulcísima, purísima, de una ligera feliz que devolvíale a Esteban por completo, en absoluto, la noción de la niña candorosa..., duró casi una hora esta noche.

     Pero a la siguiente, Antonía le aportó la angustia de un azar harto temible en esta felicidad que procuraban ambos afirmarse sobre tanta inconsistencia. Llegaba tarde e intranquila, para un último «adiós», y nada más. En la pasada noche, mientras ella aquí, el ama y la criada Petra, fieles, por no decir exageradas guardadoras del celo de su madre, la buscaron por la casa, y luego por la vecindad... Disculpóse con haber estado ordenado el laboratorio de su padre, que ella arreglaba siempre (aunque, como era natural, por las mañanas), y gracias a que la creyeron. ¡Imposible, pues, seguir! ¡De

todo punto imposible, si no querían ser descubiertos y perder hasta el mísero consuelo de las cartas! Grave el caso. Esteban quiso discutirlo; pero Antonia, eléctrica, le alzaba la mano en despedida: «¡Adiós!»... La tomó él y la besaba..., con los primeros besos de amor y de dolor, y sin que ella tuviese otra ansia que escapar; mas no podía; reteníale el novio, y al fin la asombró al oírle como la única salvación que se le había ocurrido: «hablar cuando todos se acostasen».

     ¿Qué más daba? ¡El mismo sitio' ¡La misma soledad y la misma oscuridad!... ¿Iba nada a cambiarse porque fuese a las nueve o a la una?...

     Ella pretendía apoyar sus negativas en grandes argumentos... y parábase, incapaz de terminarlos... ¡Oh, sí, todos se tendrían que resunur en agravio a su virtud..., a la nobleza de ambos, como si fuese a ser menos fuerte a la una que a las nueve!... Últimamente su apuro, su apremio, se asía en derrota a nimiedades...: «a su miedo de cruzar a tales horas los patios..., a su duda de que Mauricia tampoco se prestase...»

     -¡Bah! ¡Tu miedo! ¡Ni que ahora te esperasen el sol y un batallón!..., y en cuanto a Mauricia, ¡verás!... ¡Mauricia! ¡Mauricia! Acudió inmediatamente Mauricia, a la voz leve, porque estaba siempre en la cocina; y de la consulta, y con su esfuerzo animador, Antonia tuvo que rendirse. Y nada de mañana. Esta noche. ¿Por qué no?

     -¡Hasta la una en punto, ya lo sabes!

     Esteban y Mauricia, los dos en lo alto del cajón, la vieron partir del huerto.

     Ella, fantasma blanco, se olvidó de volverse en la vieja puerta a saludarle con la mano.

     ¿Y qué?, ¿si él veíale el corazón tan lleno de él!

     -¡Es una gloria! -comentó Mauricia únicamente al bajarse del cajón.

     En seguida, guiando al joven por los charcos, le entró en la cocina y le dio las instrucciones convenientes: «para entrar, le esperaría; para salir, él no tendría más que tirar, cerrando el picaporte, si ella se acostaba...»



IV

     La butaca debió de haber sido granate, y ahora era, a vetas, salmón, y estaba rota.

     Dejó de mirarla y se miró la mano, que le pareció primero pequeñita, y luego colosal... A lo largo, así tendida, diríase que había hasta la punta de sus pies dos leguas. ¿Por qué? ¿Qué tenía ella en los ojos?

     «Piiiiiiii... iiiii... ií...»

     ¡Ah, cómo resulta igual un rugido de león a tres kilómetros que un mosquito a una cuarta! Habría volado al techo, desde el testero.

     Recordó, por el florón del techo, que cuando más chica creía que un millón fuese una moneda de oro del vuelo de una rueda de carreta. Quien tuviese seis millones, los tendría en una habitación; y si se quedaba sin dinero suelto alguna vez..., ¡cualquiera le cambiaba uno!

     «Piiiii... ií.»

     ¡Zas! Un manotazo. Se fue el mosquito. Desde el respaldo se le había aposado en un pecho. La mano había temblado en la carne dura, y quedó allí.

     «¡No, esto no debía ser!»

     Echóse de la cama, y se puso una faldilla y los zapatos. Fue a su tocador; buscó papel; apartó las cintas y peinetas y frascos de perfume, y empezó a escribir nerviosamente:

     «Mi adoradísimo Esteban: Ya una vez, obedeciendo a mi madre, corté nuestras relaciones; hoy debo hacerlo obedeciéndome a mí misma. Te quiero, te idolatro..., pero la excesiva confianza a que hemos llegado en sólo cinco noches, háceme temer que...»

     ¿Qué?

     Se interrumpió.

     El espejo, entre los violeteros y los pomos de cristal, le copiaba el busto; oprimíasele el borde de la mesa por debajo de los senos; y como su camisa lila era de enorme escote, uno moldeábase estallante por encima y el otro casi se salía del canesú. Se ocultó el rebelde, con instintiva honestidad; se torció en la silla y quedó con ambas manos en la mesa.

     «¿Qué? -volvió a preguntarse-. ¿Qué temía?»

     Temía que...

     ¡Hasta escribirlo, hasta pensarlo era imposible!

     Alzóse. Fue a la butaca vieja y se sentó. Llevaba el papel. Tumbada atrás lo contemplaba..., y le sirvió para hacerse aire, últimamente. Muy calurosa, la siesta.

     Tres o cuatro moscas volaban trazando círculos en medio de la alcoba. En ésta a que obligábala su madre, no había modo de evitar que hubiese siempre algunas moscas y mosquitos, tan cerca del patio y de las partes de la reja.

     -Pero... ¡imposible! Escribirle ella su miedo..., su miedo..., sería como confesarle que..., si él hubiese querido..., ella no habría sabido, no habría podido resistirle..., con aquella loca embriaguez de todos los olvidos que allí la iba ganando poco a poco y que, después, al despertar cada mañana, llenábala de alarmas y terrores. Luego era él, en realidad, quien la rendía respeto, y sería ella la débil y la vil si a ellos y a pesar de ellos respondiese con desconfianzas de sí propia.

     Completó este juicio, ya que hallaba la racha de lucidez su pensamiento:

     «O la carta que pensó escribir sería capaz de romper las relaciones, o no. En el primer caso, moriría de pena. En el segundo, habría sido para Esteban... una provocación». ¿Cómo decirle, sin mentir, y puesto que él no habíala propuesto determinantemente nada, te huyo por lo que te propones tú? ¿Cómo tampoco decirle te huyo por miedo, por desconfianza de mí misma y no obstante tu nobleza, sin que esto equivaliese a brindarse rendida de antemano?

     ¡Bah, incluso concluir al fin las relaciones con tal carta fuera más impudoroso que seguirlas..., puesto que valdría por la confesión de una virtud previa y completamente en moral derrota, sólo por la cobardía y el cálculo salvada en míseras, en ya bien despreciables purezas materiales!

     Rompió el papel. Cada pedazo de los que tenían letras lo fue lenta partiendo en multitud de pedacitos que depositaba en la falda. Luego lo cogió todo y lo dejó caer en el cubo del lavabo -sin más que tender el brazo a su derecha-. «¡Lo digno sería terminar las relaciones sin carta, sin nada..., no volviendo al huerto y no volviendo a verle a él ni a Mauricia!»

     Tenía las piernas estiradas, juntos y cruzados los pies, los brazos en los de la butaca y la cabeza en medio del respaldo. Aquel raro trastorno sensorial de ver las cosas, al mirarla fija, más grandes o más pequeñas, te seguía. Debilidad. Sucedíale cuando dormía poco. Por lo demás, divertido: un traje suyo, en la percha, le estaba pareciendo que podría llegar desde un cuarto piso hasta la calle.

     Giró un poco la cabeza hacia la ventana y se propuso revisar sus recuerdos de estas noches con orden, por tratar de explicárselos, para saber quien pudiera tener la culpa de los dos.

     Mejor dicho, en dos.

     Recordaba, recordaba... tratando de entender la «lógica de la velocidad» de los hechos de lo que previsto por la imaginación hubiera necesitado años.

     La primera noche hablaron por la tapia. Al principio ella estuvo al pie, mirando arriba. Fue su intención haber permanecido un rato..., y charla que te charla tan a gusto, y ya que nadie daba prisa, a la una y media seguía allí. Esteban obstinábase en suponerla fatigado el cuello de mirar hacia lo alto; arrastró ella, por último, un viejo cajón que había tenido flores, y siguieron conversando de codos en el caballete. Un cuarto de hora después, les despidió la luna, que había ido levantándose por detrás de los tejados. Y esta noche..., ¡nada!, ¡bien!

     Pero en la segunda ocurrieron incidentes. Primero, una de las podridas tablas de cajón se hundió, y Esteban tuvo que sujetarla por los hombros, por el cuello, por los brazos, como pudo, y ella tuvo que cogerse a él hasta recobrar trabajosamente el equilibrio. De esto, que fue un enorme abrazo sin querer, resultó un beso entre risas y entre susto..., el primero que la daba, y en verdad bien disculpable. Al poco casi cedió otra tabla; se inició arriba el socorro, nuevamente; y en prevision, el novio la retuvo con su brazo por la espalda... No habían pasado diez minutos y la luna los cogió en la insolencia de su luz..., una luz clarísima, sobrada para tenerlos allí en culminadora y peligrosa exposición ante las más o menos distantes ventanas de algún vecino que tomase el fresco. A la insistencia de ella por marcharse, propuso él saltar la tapia: «¿Qué más daba, y se ahorrarían aquellos títeres?»... ¡En realidad, como siempre faltábanle a ella para sus reparos argumentos!; en realidad daba igual... Saltó Esteban, y se sentaron junto al pozo. El sitio de más sombra. Los eucaliptus les vertían encima sus ramas bajas. La humedad mantenía fresca una hierba fina alrededor. La poyatuela de los cántaros tenía una especie de respaldar en ángulo entre el brocal y la pila; pero, poco alta, estrecha, muy estrecha, sobre todo, por más que la delicadeza del novio procuró al principio no tocarla con su cuerpo, tardaron nada en perder esta etiqueta... Además, la losa de la poyata, irregular, no les consentía recostarse fácilmente... Y, en suma, que sin quererlo y sin pensarlo..., sólo con abandonarse al giro de la conversación y a las perfidias de la comodidad, ambos a las dos horas hablaban enlazados, hombro contra hombro, cara contra cara, besándola él más que diciéndola las cosas a menudos besos en la oreja, y teniendo ella un brazó de él detrás como respaldo... Pero un beso, otro gran beso, el primero que ella daba ansiosamente porque sin saberse cómo los labios de él encontráronla la boca..., la restituyó en sí misma al aviso de un reloj que sonaba las tres por la calma de los aires. Se levantó, y no pudo indignarse: ¿contra quién?... ¿Acaso Esteban habíale pedido este beso ni ninguno...? No eran ellos. Era la estrechísima poyata. De haber estado en dos asientos frente a frente, no hubieran habido besos ni abrazo, ¡el abrazo aquel que duró toda la noche!

     A la tercera, Antonia habría querido mayor circunspección. Mas... ¿cómo?... La luna bañaba alta todo aquello, no había sino la poyata, a menos de sentarse en la tierra, y no había tampoco ya motivo para esquivarse de confianzas aceptadas. Se besaron, pues, tantas veces como le caía bien a la frases cariñosas, y ella esperaba en balde una osadía, un atrevimiento más, una sola incorreción, en fin, que la permitiese protestar en nombre de la verdadera honestidad... ¡No! ¡Delicadísimo! Hasta cuando enmudecían los dos porque el beso hacíase largo... porque languidecían las frentes en los hombros y los brazos oprimían convulsos..., las manos de él sabían permanecerle reverentes, religiosas, en igual descuido que respeto. Un descuido que la ganaba a ella, que la inundaba de fe y como de divinidad. Un descuido semejante al de hermanos que pudieran ser novios ángeles, puros en toda su carne de inocencia, y en que ella le iba entregando sus dolores, su alegría, y hasta los secretos más hondos de su alma. ¡Creía haberle hablado una eternidad y haberle oído y haberle dicho todo, todo lo que ya jamás podrían decirse!

     A ratos, desde esa noche, y más en la antepenúltima y la última, cuando Antonia le contaba penas de su casa, de su padre y de su madre, él, oyéndola en congoja muda, reclinado ya no importaba si contra el hombro de ella o contra el pecho, como un niño que se va a dormir, solía advertirla incómoda en una actitud mucho tiempo prolongada; entonces cambiábase, y unas veces se le sentaba a los pies, rodeándola con infantil abandono los brazos a las rodillas, y otras se tendía francamente entre la poyata y la hierba procurándose por almohada su regazo...

     Y ella recostada atrás, y el novio en tal reclinatorio sintiéndose la caricia de las manos bellas por la frente... charlaban, charlaban ambos, siendo éstos los más puros momentos de aquellas horas de infinito, porque diríase que se olvidaban uno de otro para sentirse nada más de alma a alma sus dolores.

     ¡Oh, sí!... Estaba cierta de la nobleza de todo esto que iba recordando. Mas, aunque no sentía pesar, aunque no podía sentirlo por lo pasado, por lo actual, por lo que esta misma noche y mañana y tantas noches habría de volver a inundarla de purísimo embeleso..., sentía un espanto horrible ante el largo porvenir, por las tremendas mutaciones que en el tiempo, por cualquier azar y asimismo con plena rapidez, podría alcanzar una confianza que había llegado a tanto en... ¡cinco noches!

     Nunca ella, que respetaba profundamente su pudor, sufriría en la voluntad el impulso de perderlo; más ¿tendría la voluntad de resistir, allá en sus narcotismos de abandono, si fuese de él la iniciativa?

     Se estremeció.

     El estremecimiento la hizo recogerse y doblegarse toda, hecha un ovillo, a un rincón de la butaca. Púsose a reflexionar si habría ya algo de voluntaria invitación, de «iniciativa», en las desesperadas frases que él solía oponer a este rigor de la madre de ella contra ellos.

     «Una noche, Antonia, te cojo, y nos marchamos... ¡para siempre!, ¡por ahí!», ¡habíala dicho hacía tres noches! Y luego insistió de modo tal en esto, que tuvo que tomarlo en serio, Antonia, aunque sólo fuera por mostrarle la insensatez de romper con sus familias dos criaturas, sin nada ella, sin nada él...

     «¡Una noche, Antonia, te cojo, y nos marcharnos!», insistíala aún el testarudo a la otra noche. Creía quizá haber hallado la solución a través de lo imposible... «Los buscarían, los harían volver desde Madrid, y no habría otro medio que casarlos»... Pero ella, más serena, presentó dificultades harto poco imaginarias, harto poco caprichosas: ¿disponían de medios ni aun para la breve fuga con semejante intención? ¿Qué tenían siquiera para el viaje, en coche o en diablos, puesto que no partían trenes de Badajoz más que de día?... Irse a las ocho de la manaña a la estación, como dos bobos, fuese hacerse coger al lado allá del puente, lo mismo que si hubieran ido a pasearse en el Campo de San Juan. Y Esteban..., los dos tal vez, se renegaban de que de tantas cosas, unas ridículas y otras crueles e implacables, dependiese su destino.

     «Una noche, Antonia, alguna vez..., y ya que no te parece fácil el escándalo del viaje..., sin viaje y sin escándalo y sin nada habremos de llegar a... no importa qué... que obligue a tu madre a casarnos»... Esto habíase oído anteanoche, y, casi con iguales palabras, anoche... ¡Y esto era lo grave! La oprimía Esteban toda contra él, mientras decíalo, y ella, en ambas ocasiones, llena de terror, habíase limitado a quitarle la boca de la boca y a cerrar los ojos en protesta... Nada le contestó, por no querer adivinarle...; y Esteban, hasta el mismo amanecer, la estuvo envenenando con una extraña fantasía de... ambos en Madrid, casados, libre el estudiante de su infierno, de estudiante, estudiando más, incomparablemente más hasta acabar la carrera, y perdonados y queridos y sostenidos en una fonda los dos por sus familias...

     «¡Sí! -pensó la novia irguiéndose de nuevo en la butaca-, ¡ése es el peligro!»... Esteban no la había propuesto determinantemente nada a que ella debiese determinadamente contestar; ¡pero su intención, bien clara!... ¿Qué habría pasado en aquellas horas locas si él insiste? ¿Qué... de atroz, de enorme, de irremediable..., de lo que seguiría ya siendo irremediable y enorme y atroz, con la fuerza de los hechos, en esta misma hora y en este mismo cuarto en que ella estaba pensándolo con el horror todavía de sus intactas purezas?

     Y el horror la levantó.

     Lloró.

     No comprendía la injusticia con que su madre la guardaba la virtud poniéndola en el trance de salvar su amor con la deshonra. No comprendía la absurda necesidad de estas relaciones de trampas y de riesgos. No comprendió tampoco, ahora, en el momento de lucidez que entre lágrimas recibían como del aire sus ojos finos y espantados, la cobardía de ella misma, para otras cosas tan valiente, que impidiéranla ir en busca de su madre y explicarle «la digna realidad de aquellas palabras de la reja...». Le confiaría que el novio era su vida... y le imploraría y decidiríala a que pudiera seguir este cariño, al amparo de ella, su marcha noble y regular.

     Un ímpetu la hizo abrir la llave de la puerta -que cerraba a pretexto de los niños-, y la lanzó en busca de su madre.

     Cruzó el pasillo, cruzó la sala..., y en el gabinete..., ¡oh!..., ¡ante la vidriera del tocador, detúvola la muralla infranqueable del respeto!

     ¡Con su madre, siendo su madre, tenía ella menos confianza que con una amiga de dos días!... Al revés: una reserva hostil, por culpa de aquel respeto a través del cual y de corazón a corazón se amaban hondamente. La salvaría si pudiese adivinarle a la hija la tremenda situación, y la hija que lo ansiaba se sentía desfallecer al simple pensamiento de explicarle la aventura de Renata. ¡Un miedo... el hablarle cosas de cierta intimidad! ¡El miedo del secreto..., que justamente por serio en nombre del respecto y la pureza, antes que tenerlo que romper la había hecho a ella pasar para con su madre por indigna, como ahora la arrastraba a la traición y la locura!

     ¡No, no comprendía por qué a una madre no se la pudiera ser más franca que a un novio!

     Incapaz de abordarla, y siéndole indispensable, no obstante, su amparo, sentóse humilde cerca de su amparo. Una esperanza la animaba: la de atreverse tal vez..., si ella al salirla interrogase, notándole la pena.

     Venía a pedirla socorro en su abandono, a pedir que la protegiese en su inminente riesgo de impudor, que la guardase su virtud.

     Mas..., ¡ah!..., esta idea de «la inutilidad de la virtud por sí sola» que resurgía tan terminante en sus entrañas la llenó de confusión. Miró enfrente el dormitorio, de su madre, la lujosa cama azul que le pareció maldita desde... aquel día... y el corazón le dijo: «Discúlpala...; tu madre no tiene otra madre que la guarde!»

     ¿Y qué quería con esto decirla, entonces, esta cama?

     ¡Oh, temblaba!...

     Pero las lágrimas secábanse en sus ojos.

     En su cuita miserable veía no menos miserable la salvación que buscaban sus angustias. Una virtud que necesitaba que alguien otra vez la vigilase encarcelada tras los hierros de una reja. Una virtud que, con la convicción de su debilidad, venía ella misma a procurarse un carcelero. ¿Qué especie de brava bestia necia era la virtud?

     Pensó en los días de «su virtud inocente»... a la ventana y tuvo que apiadarse un poco de sí propia y de todas las inocentes novias que por tantísimas ventanas «creerían en su virtud»... ¡Para saberlo tendrían que saber de un huerto y de una tapia siquiera cinco noches! Dábale vergüenza esta especie de moral destrozo que habría de refugiarse en la...

     Sintió ruido. Su madre.

     Sorprendida en tal vergüenza, la ocultó con esfuerzo de su gesto... y tomó del velador contiguo un Nuevo Mundo.

     -¡Hola! ¿Qué haces aquí?... Te aburres, ¿eh?... Bueno, prepárate... Saldrás conmigo, mujer..., a casa de las de Prida..., ya que parece que vas curándote del novio... ¡Qué novio del alma mía! ¡Aire, a vestirte!

     -¡No, mamá! ¡No tengo ganas de salir!

     -¿Que no?... ¿Cómo que no? Mira, mujer, yo que creía... ¡Pues ahora digo yo que sí!... ¡Y a la calle de San Juan! ¡Te quiero ver delante del mono ese... y saber si todavía te ganas alguna bofetada!

     Se había parado a decirla esto, y la hija la vio partir, con la toalla en los hombros y todo el pelo lleno de peinetas. Comprendió que nunca tendría el valor de replicarle una palabra. Y fue también a obedecer..., a vestirse.



     Salieron.

     Había sido el de Antonia un encierro de diecisiete días.

     Las calles y las gentes quitáronla no poco la exageración de miedos de su histérico aislamiento.

     Sin ver a Esteban, por suerte, en la calle de San Juan, pensaba en él con calma. La encontraban más guapa las amigas. Le preguntaba por el novio... ¿Estaba fuera?... Creían ellas que la fiel le guardaba el luto de la ausencia. Y esta comprobación de que Esteban consagrábale su recuerdo, todo el día, en la soledad de sus estudios y del campo, según él mismo habíala dicho, le daba la medida de su amor y su lealtad, de su gran discreción, de su nobleza..., de cuánto en él debiera confiarse...

     A las diez cenaban. Hasta las once y media tocó el piano. Y a las doce se acostó.

     A la una, muda y negra la casa, salía del lecho la que habíase entrado en él con medias, se calzó a oscuras los zapatos, se puso únicamente una blusa y la faldilla, y salió a abrir... puertas.

     Eran tres: la del patio, la del corral y la del huerto.

     En el pozo, ya esperaba él, que la asustaba siempre.

     Vino, y la besó, como siempre, para convencerla cuanto antes de que no era un fantasma ni un ladrón. La llevó por el talle a la poyata y se sentaron... como siempre.

     -He salido, ¿sabes?

     -¿A dónde?

     -A la calle de San Juan.

     -¡Ah!

     -Sí, con mi madre... ¡Ya se cree que no te quiero!

     Un súbito abrazo y fuerte beso a plena boca fueron el pago de la pena irisada de malicia con que Antonia dijo esto. Pero tenían que hablarse mucho, y el beso se cortó en suspiros. Hablaron, pues, de las amigas, de la calle de San Juan. Ella ponderaba su sorpresa de haber sabido que se estaba en vísperas de feria -14 de agosto-. Luego, mañana, la Virgen.

     -¿Cómo? ¿Lo ignorabas?

     -Sí, hijo. No sabía ni en qué día iba viviendo. Al salir me chocó ver tan animadas las calles.

     -¡Claro!... ¡Portugueses!... Toda la Memoria, y San Francisco y la plaza de Moreno Nieto están llenas de puestos y de pabellones de baile. Mañana es también la corrida.

     -Los toros, sí; creo que vamos. Y además el baile..., ¡eso te quería decir!

     -¿Al baile?... ¿Al baile vas?

     -¡Al baile! Y se me figura que a todos. Paquita Rey y su mamá lo han tratado con la mía.

     -¡Oh!, pero entonces..., ¿es que no vamos a hablarnos estas noches?

     -Por eso te lo quería decir.

     -Pues... ¡no vayas!

     -¡Bah! ¡No puedo! ¿Quién se opone a mi mamá? Como que yo creo que me ha sacado, al fin, para que la acompañe: le gustan los bailes. Clarita es demasiado chica para que se pueda mi madre disculpar con que la lleva... Quien no ha de ir eres tú...,¡desde luego!

     Los había apartado la tristeza. Esteban rebelábase ante la idea de interrumpir estos coloquios por unos días, por cinco días, por más tal vez, pues que la feria solía prolongar sus diversiones... ¡Maldita feria! Y claro, si del pabellón del Casino salían de madrugada, ¿cómo venir al huerto?... A primera noche tampoco..., músicas, teatros, paseos...; y estarse, además, el novio todo el tiempo sin poder ni verla por ahí... Charlaban, charlaban, tercos, cada uno desde su punto de vista. Pasó una hora, y no habían podido entenderse...; él quería que ella se fingiese enferma; ella argumentaba -¡oh, sí, y qué bien argumentaba en esto que tenía argumentación!- que si la enfermedad «fuese grave», hasta meterse en la cama, su madre no saldría, llamaría al médico, y aun suponiendo que pudiera engañar a todos, se quedaría alguien levantado por cuidarla; si fuese leve, iríase su madre al baile, se quedarían las criadas esperando... Al fin, convencido Esteban, que era razonable, volvió a estrecharla y a besarla, como a un tesoro que podía perder -que iba a perder por tantas noches- mientras seguían al menos, afanosamente, proyectando el modo de verse y entenderse... Por lo pronto escribiríanse a diario por Mauricia. El pabellón del Casino estaba en la Memoria, y como era abierto, él podría mirarla sin entrar y ella llevaría en el pelo y en el pecho rosas blancas; sabiendo que se situase él del lado de la muralla, por ejemplo, Antonia, como al descuido, se iría quitando rosa por rosa y tirándolas afuera... para ir quedándose «desadornada» en su honor. Además, en San Francisco, en los toros, por las calles... siempre al encontrarle llevaría el pañuelo en «la mano del corazón», en la izquierda... Y se besaban, y hablaban, estrechándose cada uno al otro como un tesoro que podría perderse...

     Les daba tono el ambiente de ruidos esta noche, tono como de ansia, como de angustias en mitad de la emoción del mundo que los iba a apartar por varios días. Los perros no cesaban de ladrar, y sonaban de poco en poco borrachos y guitarras. Habían sentido coches de forasteros que vendrían a las corridas, y los perros, principalmente, parecían locos: uno, atiplado, de mal genio, allí en la vecindad, contestaba a un mastinazo que contestaba a otro; y a los tres, mil, cuantos había en la ciudad, sentidos en diversos ritmos y distancias, como si en esta calurosa noche fuese Badajoz la sede de todos los perros de la tierra.

     Acabaron Esteban y Antonia por no hablarse, oyendo aquello, con las bocas juntas en una succión de venenos infinitos. Sin darse cuenta, habían ido deslizándose desde el estrecho asiento hacia el ribazo de césped que le formaba a la pila una alfombra de frescura.

     La poyata servíales de reclinatorio y respaldar, y un brazo de ella sobre la piedra, de almohada para los dos.

     -¡Ah!, ¿sabes?... -exclamó de pronto, porque se acordase... o porque quisiese interrumpir esta embriaguez que la mataba-. ¡Tienes un rival! ¡En la calle de San Juan me ha mirado mucho un forastero!

     -¡Bah!, ¡uno!, ¡qué cosa! ¡Te miran tantos! -dijo él, cuando pudo reponerse del trastorno de delicia que le arrancaba aquella boca.

     Quiso Antonia tal vez retreparse hacia el asiento y no pudo. El brazo del novio seguía enlazándola la espalda...; sólo consiguió, a pretexto de encoger los pies, doblarse y separar un poco el cuerpo. La luna les daba ya hasta la cintura; y como ella había quedado con la cabeza más alta, sobre el codo, no pudo advertir que en el desorden de abandono se le habían despreso unos cuantos botoncillos de la blusa y que Esteban la miraba dentro rosadas semisombras...

     -Pero ese forastero -insistió ella, buscando cualquier trivial conversación que los olvidase de «tanto olvido» en ellos mismos- no es de los de las fiestas. Está en Badajoz hace un mes. Viene de ingeniero jefe de minas.

     Él miraba, miraba las penumbras de misterios rosa y de encajes blancos, y no se atrevía a moverse porque esto no fuera advertido y corregido. Ella, con el brazo libre, procuraba prenderse el pelo que se le había deshecho en negro bucle por el hombro.

     -Sí, viene de ingeniero jefe de la provincia y se llama don Carlos Navarro.

     -¡Ah!, ¡qué informada estás! -no pudo esta vez por menos de oponer Esteban.

     El juego del brazo de ella, llevado a la cabeza más alto, habíale acabado de entrecerrar la blusa.

     -Lo sé por Paca Prida. Es un hombre guapo, alto, elegante; pero que digo yo que tendrá cincuenta años. ¡Mira lo que son las cosas!... Desde que está aquí, creo que trae en revuelo a las muchachas..., ¡qué atrocidad! ¡Y puede ser el abuelo de nosotras!... Pues, nada, hijo..., juraría que Paca y su mamá nos acompañaron hasta casa por ver si se nos veía detrás... Ella dijo el nombre. Yo pensé que sería el gobernador, y ya me daba rabia que tanto pasase y me mirase..., solo, tan tieso, tan negro, con sus lentes y con su barba partida y recortada, que todavía la hacen más negra algunas canas. ¡Tampoco a mi madre le disgustaba que me mirase, por lo visto!

     -¿Por lo visto?... Y «por lo visto»... ni a ti.

     -¿A mí?... ¡Hombre!

     -Le habrás mirado tú, para saber que te miraba.

     -No. Es que es imposible no reparar en su descaro. Creo que mira igual a todas las mujeres. ¡Tiene fama ya!

     -Oh, nenita..., reparar no es precisamente fijarse de ese modo..., ¡hasta el número de canas!...

     -¡Qué tonto eres! Pero si es un hombre que se ve todo de una vez..., que se mete por los ojos... ¿Te da celos?

     La comprendía el novio. Inclinada encima de sus ojos la cara de ella, veíala el alma en la sonrisa que queriendo ser traviesa era sólo de candor. Sí; la comprendía, la adivinaba ampliamente...: huíale enamorada, espantada de ella misma, pretendiendo refugiarse y distraerle con la leve y gentil coquetería en que al menos son maestras todas las muchachas... Pero él deseó volverla fácilmente a su dominio, respondiendo:

     -¡Celos, yo! ¡Por ti!..., ¡fuese ofenderte!

     Y rodeándola el otro brazo por detrás de la cabeza, y aplastándola la boca con un beso, añadió:

     -Mira el... señor... ¡si nos viera!

     -¡Por Dios! -comentó Antonia únicamente, volviendo a ser atraída por el yugo de los brazos.

     La exclamación, no supo ella misma si pudo referirse dulce y pícara a la broma del «señor», o más bien, dulce y alarmada, a la involuntaria e imprevista torsión que le había hecho caer el busto sobre el novio. El beso..., el tremendo abrazo..., seguían ávidos, crispados, eternos... Voló hasta los confines de lo ignoto el recuerdo del «señor». Los corazones palpitaban...; se sentían; y sentía la virgen aterrada y muerta, inmóvil, atada allí por las lianas de la gloria de un delirio, cómo el Esteban cruel le estaría sintiendo elásticos los senos a cada respiración fatigada por el beso que ya dormían los dos en el húmedo néctar de los dientes...

     Le huyó la boca por fin y le rodó suspirosa la cabeza a un hombro. Él, sufría ahora la Dama de su aliento en el oído, y persistía oprimiendo el celeste cuerpo contra sí en una quieta opresión que era inmortal...

     La oyó gemir, estremecida de pronto:

     -¡Qué pena!... ¡Qué pena!...

     -¿De qué? -recogió él también como en un soplo.

     -¡De mi madre! ¡De querernos!... ¡Ella lo sabrá... y lo impedirá!

     Lloró contra la cara de él, en silenciosa explosión de lágrimas. Nobles lágrimas que eran ya de histérica gratitud sobre el enorme abrazo de quien sabía acogerla con pureza en todos los abrazos. Se abandonaba, pues, alma y vida, con fe suprema..., como hermana, como novia arcángel..., como si, divinizada su carne, quisiera también compenetrársele en el ser confiándole la guarda de su virtud ¡más que a sí propia!

     -¡Mi madre, lo sabrá!... ¡Lo sabrá y no volveremos a vemos, más o menos pronto!

     -¿Por qué?

     -¡Porque sí! ¡Estoy convencidísima!... ¡Figurate tú..., si no una noche, otra!..., ¡en tanto tiempo!

     Convencimiento y obsesión, esto, de él, asimismo no tuvo el dolor de Antonia que decirle más para dejarle medir todo aquel infortunio fatal y abominable. Constituía precisamente, cada noche, al venir en busca de ella, su miedo... ante el peligro, ante la seguridad, podría decir, de que... «ya la hubieran sorprendido en tal arriesgadísimo trance de abrir puertas»... Una simple criada que se levantase a beber vería descorridos los cerrojos...

     -Oye, Antonia, ¿por qué no le hablas a tu madre?

     -Porque sería inútil: ¡la conozco! Y esta tarde he podido acabar de convencerme.

     -¿Inútil?

     -¡Por completo! ¡En absoluto!... ¡Nombrarte, decirle de ti lo más mínimo, equivaldría a haber acabado nosotros para siempre!

     La persuasión era rotunda. Hería a Esteban... como el martillo que hace añicos una última esperanza de cristal; y hubo unos segundos de horrible desaliento..., y sus brazos, que habíanse abandonado por la espalda de la triste, volvieron a ceñirla con el ansia del tesoro... que iba a perder por unos días..., que podía perderse para siempre..., ¡para siempre!..., que tendría indudablemente que perder... ¡y que no quería perder!

     -¡Antonia! -dijo de un modo enérgico y extraño, mirándola los ojos-. ¿Me quieres tú?

     -¡Oh! -repuso ella con un aturdimiento.

     -¿Cómo a tu vida?

     -¡Como a mi vida!

     -¿Más que a tu madre?

     -¡Más... que a mi madre!

     Leve el titubeo, concesión tan sólo al prestigio de un nombre y un respeto. El divino amor, en la faz maravillosa, lo borraba. Vibró la expresión fulmínea de una desesperada voluntad, en los labios de él... y lo que habría sido previo anuncio innecesario, se redujo a estos fuegos de centella.

     -Entonces..., cuando ella quiera... y desde esta misma noche... ¡será tarde! ¡Porque tú...!

     Le unió la boca y dejó a la amada bebiendo elixir de delicia que acallaba su protesta y razón... Largamente. Largamente. Ella había cerrado los ojos..., ¡la virgen!, ¡la niña!..., ¡la mujer que florecíase de vida bajo el cielo!... Él, quieto, implacable, sabía lo que quería..., lo que quería pleno y totalmente y hasta el fin, de cálculo y de escándalo..., de seguridad y de evidencia de que fuera suya y para siempre la que nadie más le pudiese disputar... Pero el beso, que intentaba más que rendir a una inocente vencer en porvenir a una tirana madre testaruda, también iba ganándole, ganándole..., al sabio..., nublándole sabidurías de la conciencia con velos de un todo azul y actual inmensidad en que sólo iba quedando el bellísimo misterio de mujer que palpitaba entero entre sus brazos...

     ¿Sabía ella? ¿Se daba cuenta?... Pálida a la penumbra de la luna, parecía muerta en un ensueño.

     Olía a nardos, y habían dejado de ladrar los perros. Era inmenso el silencio ahora. Sólo allá como fondo del silencio mismo, exhalaban su estruendo eterno los molinos del Guadiana.

     -¡Esteban! -quiso Antonia de improviso rechazar.

     Y él la oprimía, él la volvió a aplastar la boca... y ella no supo explicarse por qué tenía desnudo un pecho y ardiendo en el suave fuego de una mano.

     De haber podido oír, hubiesen oído el taf-tear de un automóvil que cruzó por San Francisco. Pero sólo oían sus respiraciones de congoja.

     -¡Sí!, ¡eso!, ¡toda mía! -dijo Esteban a otro estremecimiento de la novia pudorosa.

     Fue en seguida una lucha breve y dulce de un pudor y de un amor contra un amor. Fue en seguida un abandono en agonía de suave estatua blanda..., y fue un grito... que turbó apenas el silencio, ahogado por mil besos...

     Cruzó el cielo un ave de la noche.

     En la hierba, en el borde de la luna, junto al pozo, había sobre la boca de la inerte un rumor de besos ávidos, pequeños, únicamente sonoros como hojas de rosa al estallar. Besos que también llamaron luego en la boca de agonía a otros menudos besos de pétalo de rosa o de mariposas del pudor, fugitivas a bandadas en el triunfo inmortal de dos amores que... ¡ya no eran más que uno en una vida!...

     Tostaba el sol. Hervía de gente todo esto. Aquí estaban las ruletas, las rifas de navajas, los puestos, de buñuelos. No importaba; entre la multitud se pasa inadvertido como en la plena soledad. Entró, pues, en casa de Mauricia. Entregó la carta y recibió la carta. De sus diez duros de feria, le dio dos. Pero había entrado hasta el fondo, porque la buena mujer tenía en la salilla gitanos y melones y venta de peces fritos y vino y aguardiente, y cruzáronse deprisa las palabras.

     -Estas noches, no vendré..., va la señorita de bailes.

     -Me alegro. Yo también tendré aquí gente. ¿A qué hora se fue anoche?

     -No sé.

     -A las cuatro, los sentí. Y al poco fue de día. ¡Qué atrocidad!, ¿no choca en casa de usted... a esas horas?

     -No, Mauricia. Como hace este calor, que se asa uno en las habitaciones, he dicho que me estoy con los amigos, al fresco, en el campo de San Juan.

     -De todos modos, alguna vez ¡los cogen!

     -¿Quién?

     -¡Su madre! ¡A esa criatura!

     La llamaban los gitanos, y Esteban le dio otro duro. Mauricia le sonrió y le despidió rendidamente.

     La carta, con lápiz, decía:

     «Te escribo a escape. Sin tiempo. Llamándome mi madre. Vamos a los toros.-Tu Antonia.»

     La besó. Comprendía que no le escribiese sino esto... A él le habían despertado también para la mesa, y desde la mesa aquí, sin mas que llenarle de un pliego tres caras. Pero la encantadora verdad de la esquela de ella, era ese tu tan convencido. «Tu Antonia.» ¡Sí, sí; bien suya!

     Fue a casa, por unos excelentes gemelos de campaña de su cuñado Ramón; buscó inmediatamente a los amigos, por las cervecerías de la calle de San Juan, y juntos marcháronse a la plaza. Los amigos se admiraban de verle, y más de oírle que no salía por estudiar... «¡Hombre, estudiar en vacaciones y hasta dejando a la novia!»... Siempre le habían tenido por un extravagante. «¡Éste... es que le suspendieron!», hubo de comentar aparte Sergio López (que llevaba, naturalmente, corbata grana y el sombrero de Sevilla), con la aprobación de los demás. Y aquí, en el tendido, notando la disimulada insistencia con que durante toda la tarde volvíanse los gemelos de Esteban al palco de Antonia, y notando que ella ni por casualidad enfilaba los suyos a esta parte, le dieron broma sobre si su misantropismo obedeciese o no a la pena de haber sido calabaceado por la novia... «¡Sí, sí, Esteban: esa niña se está con su guapura poniendo un tanto estúpida!»... Y Esteban, viéndola en verdad divina con su mantilla blanca y sus rosas rojas, allá en el no inmediato palco donde la mamá, por suerte, te caía de espaldas, orgullosamente deploraba la torpeza de estos infelices que no podían adivinar..., ¡que le creían «despreciado» por la que no soltaba ni un instante de la mano izquierda su pañuelo! Hubo un percance: un banderillero, el Chato de Jaén, sufrió una cornada terrible en la barriga. Le sacaron entre cuatro, y se desmayaron algunas señoritas y unos cuantos portugueses.

     Por la noche, San Francisco, con dos músicas, entre las guirnaldas venecianas. Mucho polvo, y una de gente que era imposible pasear; únicamente dos veces, y mal, pudo Esteban ver a Antonia sentada con su madre. Después de la cena, el baile en la Memoria. Y a esto vino solo... condenado a permanecer con los mirones en lo oscuro. Le daban envidia sus amigos. Bailaban con ella. Le dirían, «por si ella no lo vio», cuánto la miró por la tarde. Le dirían también «que se apiadase de él», y a la burlona compasión picada de egoísta interés con que siempre a una bonita le dicen los amigos estas cosas, ella tendría que contestar con inocencias de niña..., de niña... ¡Oh, la niña de níveo traje corto como de primera comunión... y que tal vez llevaba otra niña en las entrañas! ¡Qué suya, qué suya era esta... MUJER y cuánto entre las otras chiquillas estaría sufriendo por simular sus plenos candores de chiquilla! A las dos y media, cansado Esteban, ser retiró un poco más y se sentó en la muralla. Veía lo mismo el pabellón entre los mástiles y las percalinas; su Antonia, de rato en rato, deshojaba una rosa con los dedos; pero no podía arrojarlas fuera, porque había por las barandas una triple fila de muchachas y mamás. A las tres recordó que... «hacía veinticuatro horas que adquirió sobre esta mujercita sus derechos absolutos». ¿Lo estaría recordando ella?... ¡Oh, sí, debía de sufrir mucho, forzada a estas fiestas cuando más quisiese estar a solas con su dulce drama enorme! Un ambiente de drama también alzábasele a él por el alma bajo el peso deliciosamente abrumador de la gloria que se había conquistado con su Antonia para siempre. «Ella sabe -pensaba- que la estoy mirando; que la está mirando su destino.» «¡Tuyo, te lo juro!», añadía como mostrándole en cruz su propio corazón al Dios del cielo. El heroísmo de una mujer enamorada que en el mismo umbral de su niñez da su honra..., que al ofrendarla no ignora que da la esperanza entera de su ser y de su vida sin que ya nadie jamás, sino el elegido, pueda hacer de ella una diosa o una mártir..., llenábale de admiración de calofríos. Y todo esto, con un poco de crueldad divina, habíaselo él escrito hoy en la carta.

     Al día siguiente, igual; cartas en la siesta, toros y baile. Y al tercero, lo mismo, aunque sin toros, porque no había más corridas. Tal fue la razón de que pudiera ser algo más explícita ella en su carta del día penúltimo de feria. «¡Qué ganas tengo de hablarte!», decía, remitiendo indudablemente a la primera entrevista lo que de su corazón tuviera que contar la infortunada feliz. Avisábale que si cesaban los malditos bailes el 20, «saldría a esperarle»; y concluía: «Te advierto que, yo no sé por qué, creo que mi madre se fijó en que anoche en el paseo hacíamos por encontrarnos lejos de ella, al dar las vueltas, y en que no suelto de la mano el pañuelo todos estos días. Por si acaso, no lo llevaré. En cambio, me pondré en el corazón una rosa roja.»

     ¡Cuánta belleza vio él en este símbolo! Por lo demás, era cierto: despoblado Badajoz de forasteros, el paseo quedaba reducido en San Francisco a lo normal, ¡y estaba más que práctica la madre en cosas de señitas y artimañas!... Por la noche, en vez de permanecer siempre ante el baile, Esteban prefirió escribirla en El Suizo largamente. Y cuando se levantó en el nuevo día, a las doce, y salió bajo el tórrido sol de las tres para llevar la carta, iba contento.

     Una noche aún, y a la siguiente la gloria de su Antonia. ¡Cómo la había esperado en estas fiestas de alegría para los demás..., de tormento para él! En el Casino tuvo buen cuidado de informarse sobre que «desarmaban mañana el pabellón». Meditaba, cuando llegó a la puerta de Mauricia (que ya no tenía tampoco venta ni gitanos), si debía declarársele francamente y pedirla... una habitación. Antonia podría saltar sin gran dificultad la tapia...

     Pero Mauricia le aterró. Le había recibido tras la puerta con cautelas y aspavientos. Atrancó y le llevó a lo más oculto de la casa:

     -¡Señorito, por Dios! ¿Usted qué sabe?... ¿Y si ahora vienen y me prenden? ¡Ha habido una aquí hace una hora!... ¡Por Dios! ¡Por Dios! ¡Por la Virgen y los santos!

     No podía hablar. Se atragantaba. Esteban pensó que se tratase de alguna pelea de los gitanos, y de algún gitano muerto. Quizá lo habrían dejado aquí..

     -¿Qué? -preguntó.

     Y como ella no respondiese, con sus manos en cruz y sus viajes, insistió lleno de angustia:

     -¿Qué?... ¡Los gitanos!...

     -¡Qué gitanos, don Esteban! -rompió al fin la atribulada-. ¡Ahí en la tapia misma!, ¡la madre..., que no hay gitana más grande! ¡Me ha puesto!... ¡Oh, Dios mío!... ¡Me tuve que esconder!... Figúrese que estaría al acecho, o donde sepan los demónganos... y que llega la pobre señorita con su carta y... ¡plum!... ¡Dios mío!, ¡qué boca!, ¡qué madre!..., ¡qué modo de arrimarle a la criatura bofetadas!..., ¡qué...!

     -Pero... ¡La madre! ¿Qué madre?

     -¡Toma, la de ella! ¡En persona la «Gamboa», como una tigra..., que luego dicen de señoras!... Vale que me entré, como le digo..., porque es una prudente y no busca cuestiones!... Pero salí, al rato... y... ¡Venga!, ¡va usted a ver!

     Se levantó. Le llevó llena de sigilos a la tapia, subió al cajón, hizo que él subiera y se asomase, y terminó de explicarle:

     -¡Ve esos clavos? ¡Nuevos!... Pues son los que un herrero acaba de ponerle a un candado y un cerrojo... ¡Conque... para que haiga más cartas!

     Se apeó. Tiró de él.

     -¡Por Dios, que no le vean!

     Y un momento después, Esteban iba por la calle, al sol, como un borracho, sin saber a dónde iba.



V

     Pasaba el tiempo.

     En los primeros días, en el primero, sobre todo, desde la casa de Mauricia habíase ido Esteban a su casa cierto de que recibirían, él y su madre, por parte de la Antonia la visita que iba a decidirle el porvenir. La esperó con la inquietud de lo solemne. Sabía encontrar en las complejidades su significación de resumen, y había visto que no debía sino alegrarse del suceso; «principio del fin»: descubierta Antonia..., los casarían. Pensó más de la mitad de aquella tarde, en lo que se llama el sino de las criaturas. Algo que va recto a su objeto bajo no importa qué apariencias. Obstáculos y contrariedades les habían servido, mejor que dispuestos por él mismo, para la rápida realidad de su esperanza. Un más que mucho imprevista y estupenda habría que resultarle a su familia la cuestión, y a él, y principalmente si la Gamboa no supiera reportarse un más que poco ruborosa; pero... trámite que tenía detrás la eterna dicha conquistada, bien para el hombre merecía el primero y el último rubor de las mejillas del muchacho.

     Cuando transcurrió la tarde; cuando transcurrió el siguiente día; cuando fue transcurriendo luego, como ya iba transcurriendo, una semana sin que nadie apareciese..., reformó sus cálculos: la Gamboa no debió enterarse de nada trascendental; puesta en la huella por lo de San Francisco y por lo del pañuelo, espió sin duda a su hija, la vio escribir, y la siguió y la quitó la carta; no diría la carta de Antonia cosas importantes y ella creería que todo se redujo a que Mauricia le estuviese sirviendo de correo... ¿Cuándo Antonia, más encerrada que nunca, resolveríase a plantearle su conflicto?... Porque esta vez, a él y a mayor o menor distancia, ¡cómo dudarlo!, la seguridad le acompañaba: «una señorita que le ha entregado al novio la honra, es del novio..., por encima de cualesquiera extrañas voluntades y hasta por encima de su misma voluntad». Inevitable. Fatal. Absoluto. Desconfiar porque pasasen días de gris y siniestra calma, fuera como temer en días nublados que jamás volvería a salir el sol.

     Descansaba, pues, en una evidencia que tenía aquellos tres adjetivos: «¡Inevitable!», «¡Fatal!»,«¡Absoluto!». Eran tres clavos que fijaban a su suerte la de ella.

     ¡Oh, ELLA!... En la premura un tanto impía con que el sino de los dos quiso precipitar los acontecimientos, sólo le quedaba a Esteban, ante este paréntesis de ausencia, que no había más remedio que afrontar, el egoísta dolor de su carne y de su alma por la gloria viva de la amada. Él hubiera dispuesto el providencial dilema de otro modo: o la sorpresa e inmediatamente detrás del semiescándalo y la boda, o un plazo previo mayor, siquiera de medio mes, en que haberse saturado de divina confianza y de delicia bajo el cielo. Pesábale no haber hecho noches antes lo que hizo en la que nunca olvidaría..., en la que, sin embargo, fue breve el triunfo y como deslumbrado por su propia inmensidad.

     Mas, ¡ah!, ¡cuán díficil sostener ni el secreto más secreto! Imposible que hubiese rodeado el suyo de tantas prudencias y misterios ningún enamorado de la tierra. No obstante, lo desveló una seña, un simple buscarse en el paseo... ¡Verdad que... a una madre, a la Gamboa, experta por demás! Ahora, el ansia del que a pesar de todo seguía siendo el guardador del «gran secreto», cifrábase en que también aquella madre lo supiera, pronto, pronto..., a la vez que él se lo seguía ocultando a las gentes como un «depósito sagrado».

     Arbitrio de una honra que se le sometió con tanta fe..., primero que dañarla dejaría que le matasen. Y augusto, solemne de orgullo como quien sabe que guarda el formidable poder de los césares romanos, capaz de disponer con un solo gesto de una vida. Esteban compadecía la frivolidad y la charlatana ligereza de sus amigos..., de los pobres amigos con quienes volvía a reunirse por distraer los tedios de este nuevo y triste lapso de su existencia atormentada. Al recordar algunas veces que les contó lo de Renata punto por punto, conocido desde entonces por todo Badajoz, tranquilizábase pensado: «¡Hay mujeres... y mujeres! ¿Qué mal pudo causarle a una... pública e idiota aventurera la propalación de mi aventura?»...

     Uno de estos días (sin objeto, en realidad, y sabiendo sólo que no sabía qué hacer por salir de lo insufrible) se fue en busca de Mauricia. Era su ánimo informarse, preguntarla, oírla otra vez lo que aquella noche le escuchó a escape con el susto...; saber acaso, al mismo tiempo, si ella sentía por los corrales escándalo o algo que pudiera indicar mal trato para Antonia... Entró y un ¿quién está ahí? estentóreo le detuvo. Voz de hombre. Del mismo cuarto que salía, salió descalza Mauricia y poniéndose la falda. «¡Nada -le dijo al de dentro, viendo a Esteban-, uno que viene por melones!», y cauta, veloz, llevó a la sala al visitante, le manifestó que no había vuelto ni volvería a saber nada de nadie, porque unos albañiles habían alzado la tapia tres metros; le anunció que desde el jueves estaba aquí «su hombre -muy celoso y muy reaquel para andarse con tapujos», y le condujo a la calle.

     Esteban sufrió la contrariedad retrospectiva de este hombre. Sacando la cuenta halló que había venido, si vino el jueves, un día después del 20, tan esperado como término de la odiosa feria. Es decir, que aunque no hubiese sorprendido a Antonia la mamá, el contrabandista les hubiera hecho interrumpir su encuentro tras otro único embeleso de otra noche.

     Le admiraba la serie de obstáculos que están siempre suspendidos encima de una dicha. Le irritaba la humana y colosal dificultad, para entenderse, de dos seres cuyas voluntades se correspondían de un modo tan profundo, y pertenecientes, según los psicólogos estudios, a la única raza dotada de perfecta libertad, en la creación...

     ¡Oh, si fuesen pájaros..., si fuesen tigres, ellos! ¡Los tigres, al menos, eran fieras nada más con las demás... y se amaban y querían a sus cachorros y no tenían estas estupideces de «honra» y de «virtud» que a los humanos les servían para que les pegasen las madres a las hijas!...

     ¡Pobre Antonia!... Figurábasela abofeteada cada día por aquella madre indigna..., y no podía sufrirlo sin un salto al corazón. Abofeteada. La niña, ¡la mujer tan suya! ¡La faz en que él depositó y depositaría tantos besos religiosos!... Un sarcasmo, un sacrilegio, un absurdo..., y a ratos, porque lo toleraba él, parecíase un cobarde y un canalla!

     Mas, ¿qué hacer para impedirlo?... Volvíase loco, loco de rabia y de impotencia, loco de dolor y de amargura... y se iba a distraer con los amigos de este infierno.

     -¡Qué estúpido eres, tú! ¡Qué verano te has perdido! -solía reprocharle Sergio, al verle al fin con ellos y «aprovechando» el rabo de agosto que quedaba.

     Y Esteban, abandonando el estudio, los acompañaba a todas horas. A sus preguntas respondía que... lo de Antonia estaba muerto. La misma terquedad en que encerrábase diciéndoles que lo dejaron porque no simpatizaban, o acaso por estudiar para ir adelantando el año, los intrigaba más. Por lo pronto, en sus comentarios entre sí, tuvieron ellos que rectificar el juicio «de los suspensos»: no tendría que examinarse Esteban, puesto que dejábase de libros cuando se acercaban los exámenes. Además, Antonia no debió de «darle calabazas», sino él a ella..., puesto que, por no verle, como si sufriese con la presencia de un ingrato, ahora que él venía a la calle de San Juan, ella volvía a encerrarse. A la Gamboa se la encontraban por las noches, con Clarita.

     Por lo único que podía Esteban alegrarse de su «desarmonía» con Antonia, y de las diversiones en que andaban tan metidos estos tres era porque ambas cosas habíanse concertado para ahogar el conato de amorío entre su hermana Gloria y el cadete. ¡Mejor! ¡Demasiado niña, Gloria, y Ahumada demasiado... juerguista e informal! De su hermana, con una madre que tenía sentido común, al menos, no es que temiese él que pudiera ser lanzada al camino de violenta insensatez que Antonia por su madre...; pero ¡veía tan delicado, tan difícil de llevar, tan propenso a empañar la fama de una novia esto de las relaciones!... ¿Y dónde encontrar el novio religiosamente respetador de las mujeres, capaz, según él lo estaba siendo, de convertirse en guardián de la dicha de una, incluso contra las torpezas y sandeces de su madre?

     ¡A los hombres así, podrían abandonárseles la muchachas por las rejas!... Él no había avanzado un paso en el calvario de su amor sin ver anticipadamente qué grado de venturas para Antonia afianzaría. En cambio, Sergio, Ahumada, Ruiz..., los demás de Badajoz y aquellos paisanos de la corte, rabiaban por tener cualquier secreto y pregonarlo..., y cuando no, lo inventaban. Sergio contaba horrores y mentiras de Charito López, su novia del pasado invierno, y prima hermana. ¿No era casi reciente en Badajoz la historia de aquella Juana, artesanita, que se mató al verse despreciada, porque dos novios jactáronse de haberse acostado con ella... y se vio en la autopsia que era virgen!

     Se indignaba Esteban. ¡Pobres muchachas! ¡Carrera de ellas, y única carrera, cuesta arriba de su honor, esta de la boda, el calumniarlas era algo tan criminal y tan cobarde como calumniar a un estudiante con calumnia de tal laya que le echasen de la universidad!

     ¡Oh, sí, en la carrera..., en igual carrera de fijación de porvenir estaban unos y otros!

     Triste y mudo entre la alegría de los amigos, pensaba estas cosas crueles; pero al fin, procuraba aturdirse dando tiros, nadando, bebiendo copas..., haciendo las mismas insípidas majaderías que los demás. Los tiros, por las mañanas, en los fosos. Habían comprado dos cajas de pistolas de combate. Al blanco, y apuntando, a la señal o la voz. Habían comprado también un Lances entre caballeros, y lo leían por las siestas. Idea de los cadetes, que no se quitaban nunca el uniforme y que ya iban sabiendo andar sin que se les metiese el sable entre las piernas...; pero pistolas y cadetes y paisanos tenían que salir alguna vez más que a la uña delante de los toros del encierro... Y entonces, o mejor dicho, después, el artillero y el infante, no enterados aún de la Ordenanza, trababan discusiones sobre si estuviese o no permitido que un militar huyese de los toros... ¡Diablo, a no estarlo tampoco parecíale a Esteban menos dura esta carrera que la suya con los muertos!

     Por las tardes, a las cinco, luego de leer hora y media en Montalbán los Lances entre caballeros, se iban al gimnasio; y cuando caía el sol, al Guadiana, para bañarse y nadar persiguiendo una sandía..., una colosal sandía de Villanueva, que echaban en el agua para que se fuese refrescando.

     Pero las noches, principalmente, inundaban a Esteban con su gran melancolía. «¡Éste está mochales!», pensaban los otros, resignados a verle como aparte y distraído, mientras bebían ellos cazalla en un puesto de San Juan. Los «militares», sin uniforme, desde la vuelta de la cena, por si se ofrecía ir a ciertos sitios a enamorar a una criadita, no hablaban con el «sevillano» más que... de esto, de niñas y de conquistas de aguja o de estropajo...; y los tres contemplaban con lástima al cobarde «madrileño» que nunca tenía nada que contar, y que, en cambio, los dejaba cuando ellos se iban de juerga seria, como si fuese todavía un pipiolín del instituto.

     ¡Oh, qué brava humildad en las sonrisas de Esteban al tenerlas que sufrir hasta sus burlas! ¡Qué piedad la suya al verlos tan contentos de sus lances idiotas y vulgares!... Oíalos, mudo, con la silla contra un tronco, y los podría maravillar, si quisiese, con decirles que a él le daban asco aquellos pingos..., ¡porque habíale consagrado de bellezas y purezas, con su ser, la muchacha que pasaba en Badajoz por más linda y elegante!

     Marchábanse los tres; y él, solo y orgulloso con la pesadumbre de su mundo, se encaminaba al paseo para contemplar los eucaliptos.

     «Antonia, así que se convenza de que las lágrimas no conmueven a su madre, le dirá todo.»

     Jamás nadie, en la total seguridad de una esperanza, se desesperó como Esteban. El límite de sus inquietudes marcábaselo, un mes al medio, puesto que agosto terminaba, aquel principio de octubre en que tendría que volverse a Madrid. Ir... con su Antonia, sin que ella sufriera más ni le apenasen a él las perspectivas de la vida fría y horrible de estudiante. Harto comprendía lo que son los respetos a una madre; pero, ya sin otro recursos que saltarlos, ¿no reflexionaba ella que exigirían todo septiembre los arreglos de la boda?... Partir él, con el tormento indeciso «del plazo», valdría por hacerle perder para el estudio el tiempo que tardaran en llamarlo..., el tiempo que tardaran en hacerle regresar de un modo inútil.

     No estudiaría, sabíalo bien; como no estudiaba ahora, ni cuando en julio creyó su existencia rota sin Antonia. En cambio, mientras la habló por la reja, y cuando tomó más poderosamente a recobrarla en el misterio de las noches, los libros fueron sus amigos.

     Sobrábanle las horas en que meditar, y de recuerdo en recuerdo y de idea en idea llegó una vez a tener que sorprenderse ante la estrecha, ante la constante, ante la perfecta armonía de las mujeres con el orden mismo, de su vida. Una mujer, siempre, una complaciente mujer, detrás de más o menos engaños de fealdad, o frivolidad, coincidía con cada esencial y favorable transformación de su conducta. La Coja le desvaneció los miedos infantiles atraído por su belleza con plena valentía a aquella casa abandonada. La pobre asturiana horrible le dio la calma necesaria para sacar siquiera algunas notas en San Carlos. Antonia, en fin, salvándole de bestias y de feas, le había dado alternativamente, cuando contaba con su paz, el gusto de todas la serenidades y deberes nobles y cuando sentíasela robada, como ahora, el tedio y el desbarajuste indomables... Una que quedaba, Renata, funesta en aquellos meses de Madrid, no hacía sino confirmar la observación, por contraprueba: Renata habíale sido perturbadora, justamente, como... «negación de amor y de mujer...», ¡coqueta!... ¡Oh, porque eso sí, pero y más vil coqueta que cocota! ¡Peor la que tiene por oficio negarse con la boca y ofrecerse con los ojos!... Y la alteza de este bien que podían causarle las mujeres, con las ansias satisfechas de la carne o con el desinterés purísimo del alma, teníala harto evidente en que igual se lo hubo causado Antonia con su amor honesto de la reja.

     Así la paradoja perpetua de su vida veíase resuelta en una gama donde todo era armonía. Nada tan natural como que un estudiante, que él, en la edad en que la naturaleza despierta con más bríos que a la inteligencia al corazón, necesitase para las calmas y firmezas de su mente una base de ternuras. Los estudiantes deberían ser, todos, casados: salir del instituto, y a la iglesia, con sus niñas novias, y a Madrid, y el gasto de la pareja encantadora no subiría muy por encima del que, yendo solo, iría el muchacho a derrochar para hacerse un miserable. ¡Y ésta, además, seria la única y gentil manera de conseguir que fuese una verdad de pureza del matrimonio, porque los novios también, como las novias, fuesen ángeles y siguiesen siendo ángeles!...

     Llegó el primero de septiembre, el 1, el 5, y Esteban ya no dudó: «Antonia, incapaz de decirle nada a su madre, confiría en... que su misma situación tendría que descubrirla.» ¡Oh, sí..., ella esperaba que otros cuantos días acabasen de hacerla saber, al menos, «si Dios no había querido ahorrarla, con otra vergüenza mayor, pero inocultable, la vergüenza de tener que desvelarse por sí propia».

     Pero esto..., ¡ah, qué largo había de ser!... Meses, hasta no poder ocultar humanamente el embarazo, duraría la lucha del rubor con el amor. Meses. Tantos, quizá, que Esteban prefería que Dios quisiese que ella pudiera persuadirse en este mismo de la necesidad de su espontánea confesión. La haría, entonces..., ¡claro!, y para saber el impaciente si su dicha hubiese de tomar el camino largo o el breve y el mejor, se remitía a diez o doce fechas más..., ¡hacia el 20!

     Sí, sí, hacia el 20. Se halló, pues, delante de una insulsa cadena de días que nada habían de resolverle, y se dedicó por entero a los amigos. Ya no se bañaban. Cedía el calor. Esteban bebía más vino que ninguno cuando se metían en los colmados a comer ajo de peces. Se medio emborrachaba, se aturdía..., y lograba así horas de miserable descanso que le hacían recordar las de las botellas que le robaba a doña Rosa.

     Sino que, lo mismo que en Madrid, despertaba por las mañanas con la boca seca y con el alma triste. Siempre la infranqueza, los respetos. Allá habían sido los suyos por declararle su tormento de pavuras aunque fuese a la patrona. Aquí eran los de Antonia con su madre.

     Comparando los de ella con los de él, se los explicaba, y disculpábala de más. ¡Mucho para una niña!

     Tal vez debiera socorrerla. ¡Tal vez la valerosa-cobarde esperase de él la iniciativa!

     Este pensamiento, que no se le había ocurrido antes, le alucinó, y le abochornó, porque siendo así, sería Antonía la que estaría aguardando en martirio sin comprender la pasividad de aquel cuya salvación ansiaba hora por hora.

     Se consagró a desentrañarlo. Podía pedirle una audiencia a la Gamboa y contarle todo. «Señora, tengo que hablar con usted y quiero que me indique...» Pero a la carta, a la petición de cita, creyendo la buena señora que se tratase de la queja o del ruego impertinente de un contrariado, ni le daría contestación. ¿Era mejor abordarla por la calle?... ¡Ah, mayor le parecía la impertinencia!... Incapacitado para decirla su objeto delante de Clarita, tomaría la cosa a ridículo descaro de chiquillo. Restaba, pues, y nada más, una larga carta que explicase por sí propia la situación de Antonia y su propósito. Dos mañanas empleó escribiendo borradores. No hallaba la fórmula: sobraba mucho, mucho, de lo que decía apasionadísimo buscando la justificación de Antonia... y siempre, por otra arte, faltábale algo que pudiera llamarse... autoridad. Su buen deseo, aun suponiendo que a la burlada mamá no hubiera de servirle para romperle a la hija la cabeza, carecía de validez completamente; un niño, un irresponsable, sí, desde el punto de vista práctico, que informaba con voluntariosa y cándida insolencia a una madre...,para que ésta tuviese que humillarse y llorarle ruegos a otra madre. ¡Bah! ¡Lo mismo serviría un anónimo, si no fuese aún más expuesto y despreciable!... Rompió los borradores. Lo correcto era que su madre le hablase a la Gamboa. Y fatigado, entontecido de tanto escribir y pensar, se fue con los amigos; pero no bebió vino por la noche.

     Invirtió la «claridad» de otra mañana en cavilar la entrevista con su madre. ¡Oh, sí, qué diferencia, yendo quien debía, quien podía, a pedirle a una amiga su hija para el hijo en matrimonio!... El ánimo que le faltaba a Antonia y dignamente, tendríalo él. Por ella y por los dos, dominándose él de sí propio, al mismo tiempo, todas sus pasadas y presentes cobardías. La entrevista debía empezar por confidencias que enterneciesen a la buena madre: diríala sus miedos de huésped solitario que tuvo que vencer a fuerza de torturas; diríala el horror de aquel Madrid en un abandono de afectos tan enorme y tan cruel, tan áspero e incómodo, que más dijérase que se mandaban allí los estudiantes a encanallarse que a estudiar...; y luego, cuando hubiera hecho una completa y sincera evocación del espantoso cuadro..., cuando la buena madre, herida en el mismo corazón, quisiera, antes de consentir ya su complicidad en tanto mal, incluso trasladarse con Gloria a Madrid mientras él terminaba sus estudios..., él la haría saber que no hacia falta el sacrificio, porque su compañía, su redención, era Antonia. ¡Contar la historia, en seguida, con lágrimas de lealtad y de amor... y mucho tendría que reaccionar su madre para verle en su conducata y sus anhelos egoísmos despreciables!

     Fue en su busca, y le paralizó... ¡el respeto!... Cosía en la galería con Gloria y con Amelia.

     ¡El respeto y el pudor! Sólo de recibirla el beso de saludo matinal que le dio en la frente púsose encarnado. Sus entrañas le dijeron que bien podía morirse Antonia antes que decirle ni una letra a la Gamboa. Mas... era su deber salvarla, por lo mismo, y él sería capaz de decírselo a su madre..., haría por ser capaz, mañana..., pasado mañana, a lo sumo, ¡cuando se hubiese habituado un poco a esto tan fuerte...!

     Pasó terribles horas, tremendos días. Aislado de los amigos otra vez, llevó a los campos su angustiosa reflexión. A ratos le parecía de una lógica intachable, imposible de rechazar por nadie con sentido, lo que para sí mismo, al menos, quería él de reforma en la vida estudiantil: esposa, en vez de perdidas o queridas; amor y calma y conciencia plena del deber, en una pequeña y propia vivienda (que costaría cada curso no más, quizá, que el pupilaje y los vicios), en vez de patronas y locos compañeros de bulla y de ruleta y de jarana... ¡Bah, tan cuerdo parecíale, que no dudaba que éste fuese el universitario porvenir! Pequeños pisitos destinados a parejas de estudiantes, en torno de las escuelas, como hoy los hay de obreros en torno de las fábricas...; y basta de inmundas hospederías y de casas de prostitución. Éstas, protegidas por el Estado, dejarían de serlo y dejarían de dar a la nación enfermos y gandules..., trocados por una juventud moral, fuerte, sabia, rica..., puesto que asimismo pudieran las muchachas seguir una carrera que no siguen, generalmente, más que por el hábito, por la dificultad de tener quien las acompañe al salir de sus familias... ¡Oh, los gobiernos, en nombre también de la moral, no querían establecer «casas de prostitutos» para uso de estudiantas!... Y, en fin, toda esa iniquidad de hasta «legales» diferencias con que se trata a los jóvenes y a las jóvenes, desaparecería borrada por una única decencia en que la pobre mártir honrada hubiera sido el modelo.

     Otras veces, todo este castillaje se le hundía a golpes de la cruda realidad. Primeramente, la resistencia que a lo desacostumbrado y nuevo se le opone, por rutina, porque sí. Luego, con visos de razón, lo que pudieran los sensatos encontrar de irremediable error posible en esta elección conyugal de dos muchachos. Y, últimamente, los hijos, los cuatro o cinco hijos que en siete años de carrera amenazasen al joven matrimonio con haberle creado una familia costosísima sin los medios de sustento. Volvía entonces a comprender a las patronas, a las prostitutas y a las modistillas madrileñas, y su pensamiento debatíase abrumado entre dos absurdos: porque si atendible era «la moral matrimoniesca» que rechaza el evitarse con fraude los chiquillos, y más el que naciesen no pudiendo mantenerlos, igualmente atendible, y en nombre de la misma «moral matrimoniesca», era evitar que el hombre Degase al matrimonio podrido de vicios en la sangre y en el alma, y harto de emplear los mismos fraudes o de crear dispersas familias sin familia, sin hogar, hasta sin nombre, con incautas modistillas madrileñas. ¿Qué? ¿No eran, éstos, hijos también, y mujeres las incautas modistillas y las prostitutas?

     Pero..., entre los dos absurdos, el último habíanlo preferido las costumbres y las leyes, y había entre cada señorito y su novia señorita dos severísimas mamás, la de él y la de ella, y en cambio había a la puerta de cada burdel un amable guardia de orden público, invitándole: «¡Hombre, aquí!... Esto es lo reglamentario, lo social... ¡Yo lo protejo!»... Una de las mamás, que tal vez viviese enfrente, sonreiría al ver así garantizada la honra de su hija...; la hija..., ¡supiese Dios lo que pensara!...; mas ya, sobre lo que pensara ella, y sobre lo que pudiesen pensar las pobres burdeleras que antes de serlo habían sido hijas y «familia» también, había pensado un pensador: La prostitución es la salvaguardia de las familias, con lo que, y con la sanción del guardia, el señorito, de vuelta, podría decirle en pleno rigor ético a su madre: «Vengo de salvaguardar a una familia, ¿sabes?... asistido y protegido por la competente autoridad, que ya ves cómo, por ser malos, no reglamenta a los ladrones asesinos!»

     ¡Ah, qué montaña de dislates!... Sin embargo, tal encima de sí propio y los demás la encontraba Esteban, y tenían a su peso que ceder sus impulsos, sus lógicas, sus nobles ideologías de innovador... Quedaba la REALIDAD, o lo que es lo mismo, un algo formidable y espantoso cuyo frío mataba al corazón, a cálculos y a números y respetos y a mil hipocresías.

     En el mismo honorable hogar, junto a la hermana cándida que oliera a incienso, tenía que estar, y con el mismo aire de inocencias, el granuja hermano que quizá oliese a yodoformo; y la madre, adivinando en esta mezcla de templo y de botica travesuras del chiquillo, debiera sublevarse y creerle sinvergüenza y loco si él dijérala que tenía una novia y que quería casarse.

     -¡Sí! ¡Una cosa que era sólo de hombres hechos y derechos..., de casi gobernadores, por lo visto, con sus barbas y su sueldo y su grave seriedad!

     Veía ahora imposible con su buena madre aquella gran franqueza, aquella enorme confesión de la nueva y peligrosa vida de estudiante...; imposible sin romper todos los recatos y decoros, y reduciásele, pues, la petición a una boda por simple antojo suyo... o por deber... Si «por antojo», reiríanse, lo primero, del extraño e infantil antojadizo, su madre, su cuñado, su hermana Amelia..., que representaba el «sentido práctico» en la casa...; y luego de que le viesen obstinado, vendrían los catecismos y aritméticas: «¡Dos monos! ¿A dónde iban a ir? ¿Y estudiar? ¿Quién los mantendría? ¿Era que fuese rica la novia, para que le pudiese su gente pagar, siquiera, otro pupilaje? ¿Era que les fuesen a ir facturando desde Madrid a las familias los chiquillos?»... ¡Horrible! ¡Horrible! Y si «por deber», es decir, porque declarase lo acaecido, contestaríanle (aparte de lo equivocado y triste que pudieran aducir contra Antonia sobre más que presuntas herencias morales de su madre) que, en todo caso, a ella, y no a él, le tocaría iniciar cualquier reparación... -con lo que dejarían, a lo sumo, aguardando, aguardando las decisiones de la novia- exactamente igual que antes de haberles dicho una palabra.

     Lo vio definitivo.

     Su papel era esperar.

     Pero, ¡eso sí!..., esperar con la voluntad resuelta hacia su Antonia -hacia la vida- por encima de su madre y sus hermanas y de todos los sólidos absurdos, y así tuviesen que correr la tierra pidiendo una limosna.

     Como quien consulta en un reloj, consultó en el Heraldo, de almanaque, la fecha a que se estaba: 9 de septiembre. Hasta el 20 le faltaban once días.

     Volvió con los amigos. Volvió a aturdirse con vino por las noches.

     Una, sin embargo, bien antes de la fecha indicada, tuvo el asombro de ver a Antonia en la calle de San Juan. Trepidó todo, de gozo. Era como si viese a un ensueño, a una maga. Le anunciaba esto una variación..., una habilidad de ella con su madre (para poder a él decirle algo con el alma y con los ojos), y claro es que se propuso recogerlo ávidamente. Por suerte, la Gamboa, muy preocupada con amigas y con compras en el interior de un comercio, no se cuidaba de la calle: érale dable a Esteban, pues, pasear cerca de la puerta: Antonia saldría...: le diría algo, o querría darle una carta, quizá... Mas, por desgracia, Antonia no salió, ni se movió de junto a su madre un momento... Obedecía, sin duda, a tan severas prevenciones, que ni osó dedicarle una mirada en la hora y media que estuvieron entre un bazar y dos pasamanerías...

     No obstante, sí, indicaba esto una mudanza, y toda mudanza es buena en toda quietud de lo horroroso. La otra vez, la prisión fue levantada por disculpar la madre su gusto de los bailes; ahora, en el indulto de la reincidente, no figuraban ostensibles disculpas de la madre por bailes ni por fiestas..., luego había que ponerlo a cuenta de una calculada docilidad de la hija que envolvería algún plan..., en su apremio por el viaje aquel de octubre que a él le iba llegando. Supuso Esteban racionalmente que la forzada indiferencia de Antonia fuese un ardid más con que buscase confiar a la tirana para ampliar su libertad hasta poder ir sola con amigas..., y se encomendó, como debía, a la plena acción de la tímida tenaz que ya en otros difíciles momentos había sabido encontrar una Mauricia.

     Muy pocas noches después volvió a verla. Continuaba ella siempre al lado de la déspota, fiel a la consigna, y él también disimuló sus ansiedades. Se conformó, igual que la otra noche, con tomar nota del adorable rubor que, al mismo tiempo que la veía bajar los ojos, encendíala su presencia.

     Llegó un domingo y la encontró de nuevo en San Francisco. La Gamboa reteníala implacablemente junto a sí, codo a codo, en el corro de personas mayores formado al pie del quiosco de la música. Empezaba el triste a impacientarse. Antonia «llevaba con excesiva pausa su plan fuera el que fuese». Además notó Esteban que un señor alto, moreno, con gafas y barba muy espesa, y algo cana, pasaba de una manera sistemática ante el corro: ya se había advertido de él en las pasadas noches, en la calle de San Juan; debía de ser el ingeniero de que ella le había hablado. Preguntó, y... efectivamente, «el señor Navarro», le dijeron los amigos. Ahumada, por ser su padre ingeniero también, sabía que este señor Navarro pertenecía a una influyentísima familia en donde había senadores y ex ministros, y que venía de jefe por poco tiempo, pues iban a nombrarlo para Cádiz. Alto, corpulento y viejo, podía ser el abuelo de Antonia. No se comprendía que un señor así se dedicase a enamorar a una chiquilla de corto: indudablemente, con ella disimulaba su afición por la Gamboa.

     Observó Esteban, y notó, ¡claro!..., que Antonia no hacía caso del extraño paseante. Siempre solo, fúnebre, elegante. Parecía un rey en el desierto. Pero un rey aficionado a las mujeres...: más abajo miraba a otra, y más arriba a otra, con el mismo augusto descaro silencioso y con la misma insolencia de sus lentes de oro y roca.

     Llegó el día 20. Pasó el día 20. Volvió Esteban a encontrarse varias veces con Antonia por el puente y las murallas y la calle de San Juan, siempre con iguales reservas, siempre con la misma forzada indiferencia al lado de su madre. Volvió a verla otro domingo en el paseo, clavada en la tertulia... y empezó a desorientarse. No lo concebía. Una de dos..., o ella sabía que le había quedado consecuencias de... la noche célebre, o sabía que no, y que tendría por tanto que descubrirse voluntariamente. En uno y otro caso era incomprensible su calma, su resignación, su miedo a lanzarle siquiera una mirada..., como si importase que cualquier rebeldía o cualquier pequeño incidente perturbador con su madre la precipitara a la indispensable confidencia.

     ¡No lo concebía!... El respeto aquel, por muy grande que fuese, resultaba absurdo y casi indigno en la lucha con su amor y con su honra.

     Cada nuevo día pasado sin cambio alguno era un precioso plazo perdido en la breve semana que faltaba para el viaje, cuya sensación de inminencia le dieron en su casa los preparativos de ropa, de camisas, de pañuelos...

     Le ahogaba la imposibilidad de transmitirle a ella este grito de su corazón en una carta, y le irritaba y casi llenábale de odio, a momentos que ella, que podría mejor, o con riesgos de todas suertes favorables, no hiciese una escapada a misa, por ejemplo, para dejarle a él una en el correo.

     Además, hallaba exagerado su poder de disimulos. Ni su adorno demostraba el menor detalle acusador del desastre de su alma, ni su rostro la más leve injuria del dolor. Al revés..., una frescura de nardo, y más gruesa y más guapa con la no se supiese qué expresión dolorosa y sabia de mujer, que había adquirido en la sonrisa. ¿Se pintaba? ¿Se tapaba las palideces de la pena en fuerza de crema y de carmín?

     Problemas insolubles.

     Y el calendario se había constituido en su martirio, y le arrancó por fin la hoja del 30 de septiembre. La partida estaba dispuesta para el 6. Antonia, si no por Gloria, puesto que habían dejado de visitarse desde julio, debía saberlo por las amigas de Gloria.

     Esperó en cada correo la carta que no acababa de llegar.

     Trató, con los amigos, de mitigar las rabias de su espera bebiendo vino y aguardiente. Y el misántropo y el tímido de un mes atrás era el que excitaba ahora a los otros a esta especie de perpetua «juerga de bebida». No emborracharse; mas sí aturdirse un poco el pensamiento.

     Lo extraño estaba en que ni la influencia del alcohol se lo apartaba de Antonia, logrando únicamente imprimirle nuevos giros, y saturarle de una como rabia por decirle su pena a todo el mundo. Así llegó a pensar verdaderos disparates. Así llegó a creer incluso que Antonia le aborrecía, no por obediencias a nadie, sino por propio impulso. Si la impresión que guardase Antonia de «aquella noche» correspondiera..., ¡ah, qué horrible!, correspondiera al tedio, al inmediato asco que él sintió también cuando abrazó por primera vez a una mujer, se explicaría que hubiese cambiado su amor instantáneamente a todas las más yertas aversiones...

     Pero en otros ratos parecíale locura todo esto con sólo recordar sus dos o tres cartas posteriores de infinita gratitud y las últimas miradas de inmensa fe que pudieron cruzarse en el paseo. El amor, ni aun en la posesión más fugaz e inquieta podía dar la tremenda desilusión que una prostituta. Entonces falló de un modo definitivo: «Está encinta; lo sabe ya, espera que su estado la descubra, y confía en mí y no le importa que me marche.» ¡Cuán bella, pues, su resignación bajo el despotismo de la madre!

     Las vio otra noche en los comercios, y él mismo procuró adaptarse a la heroica pasividad con que ella decíale sin duda su amor y su martirio. En premio y confirmación, quiso la suerte que en un descuido de la Gamboa pudiese Antonia dedicarle una mirada larga, infinita, celestial..., en que le daba toda la fe y la esperanza, y precisamente cuando pasaba cerca el lúgubre ingeniero... ¡Qué raro este señor! A semanas enteras se anublaba; y de improviso aparecía y volvía a hacerle la corte a unas cuantas.

     Otro señor, otro encuentro notable de esta noche..., fue... ¡Antonio Mazo! Solo también, elegantísimo y respetabilísimo con su seriedad irreprochable y con sus barbas, le vio Esteban venir, y le paró. Se saludaron. Estaba recién llegado de la corte, en donde «había pasado el verano para doctorarse». Como ejercer, no pensaba ejercer. ¡El colmo! Concluida la carrera..., tan fresco, y sin tener aprobado ni un curso. ¿Se habría agenciado un título de otro y lo colgaría en el despacho... con las convenientes raspaduras?... Menos mal que érale posible no ejercer, como rico. Esteban se guardó muy bien de aludir a nada de esto, y menos delante de Sergio López. Mazo, en cambio, como comprobación, le enseñó un periódico local, que llevaba en el bolsillo y que decía: «Después de verificar brillantemente los ejercicios de doctor en Medicina, nuestro querido amigo don Antonio Mazo ha regresado»...

     -Oye, Estebita, ¿sabes? -cortó él mismo la lectura-; a quien vi ayer bajar del cruce en Puertollano, sin duda para tomar las aguas, es a Renata, ¡con el garañón del marido! ¡Ea, adiós! ¿Cuándo te marchas tú?

     -¿Yo?... El miércoles..., dentro de tres días.

     -¡No, hombre, de dos; traspasado mañana! -corrigíó Sergio.

     -¡Ah! ¡Es verdad, de dos!..., que hoy es lunes... -rectificó disgustado Esteban.

     Partió Antonio, y se quedaron Sergio y Esteban hablando de Renata. Esta mujer pasábase la vida por los balnearios y las dehesas..., buscándose amoríos. Nunca volvía a Badajoz hasta el invierno. Del lío de la carrera de Mazo nada le dijo a Sergio, el que al fin tenía que agradecerle al singularísimo doctor los libros y los huesos y la blusa y el estuche.

     Por cuanto a los cadetes, hacía ya media semana que fuéronse a sus academias. Esto estrechó más la intimidad entre Sergio y Esteban; y aquél en los dos últimos días que le restaban en Badajoz (Sergio no se iba a Sevilla hasta el 12) hizo que le acompañara el buen amigo muchas veces por la calle de Menacho. La noche última, sobre todo, no acertaba a salir de allí. Pasaban, se alejaban, e inventaba Esteban, para volver a pasar, cualquier pretexto. A la tercera vez, le fue imposible ocultar la realidad.

     -¡Vaya, tu estás chalado por Antonia!

     -¡Bueno, Sergio, pues sí! ¿A qué negártelo? ¡Muerto por ella!

     Prefirió decírselo, ya que no podía desprenderse de él, por haber acordado rato antes cenar en un mesón, en despedida. La mala estrella quiso que no viera a Antonia hoy ni ayer, y ansiaba saber si querría ella salir en esta última noche a la reja. Si temprano, para verse, al menos..., y si resuelta a hablarle, tarde, a medianoche, Dios supiese a qué horas y buscando qué descuidos de su madre.

     En fin, ya sabido, Sergio le acompañó. Y, naturalmente, hablaron de «ella», al doble impulso de la sorpresa y la curiosidad de Sergio, y de la enorme pena del triste.

     A las once abandonaron la calle de Menacho para cenar en una taberna-restaurante de la de Palmas.

     ¡Bebe, hombre! -animaba Sergio, viéndole a Esteban la creciente ternura dolorosa.

     Seguía de Antonia la conversación. No podía ser de otro modo. Esteban bebía y sentía ganas de llorar. Entre lo dicho antes en las calles y lo dicho aquí, hasta la mitad de la cena, había contado ya que se adoraban los dos..., que el único obstáculo era la madre.

     -Pero... ¿por qué? -preguntaba por cuarta vez, lo menos, el asimismo enternecido Sergio.

     Y como hubo un momento en que la congojade Esteban llegó resueltamente a las lágrimas..., a unas lágrimas de muda desesperación que hacíanle temblar de frío, con el codo en el mantel y con el pañuelo en los ojos..., Sergio se levantó y tuvo que consolarle tocándole y casi abrazándole los hombros:

     -¡Vamos! ¡Hombre! ¡Tonto!... ¿Qué te pasa?... Pues ¡no sé!... Ya querrá la madre... Y si no quiere... ¡Bah, ni que no hubiese más muchachas en el mundo!

     -¡No, Sergio, no!... Antonia y yo... ¡Ah, tú no sabes lo que la quiero... y qué drama hay entre nosotros!

     Unos segundos después, comiendo peces, y malenjuto el llanto de Esteban, sorprendióse Sergio (el Sergio que había sabido en su semiborrachera también quedar respetuoso hacia el drama del amigo), al oír que éste, en un brusco estremecimiento, le increpaba:

     -Mira, Sergio. ¿Me das palabra de guardarme un secreto para siempre?

     -¡Para siempre!

     -¡Júralo!

     -¡Lo juro!

     -Pues... sí, te lo diré... Voy a contártelo todo... ¡todo!... ¡Oh, tú no sabes lo que ahoga el tener que comerse una pena, día tras día... tanto tiempo! Y además, necesito que me aconsejes. ¡Mi situación es espantosa!

     Entró el mozo con pájaros, y en cuanto salió empezó Esteban a contar la historia sin fin de su desdicha...

     Al día siguiente, miércoles, a las siete de la mañana, el tren se lo llevaba a Madrid.

     Al día siguiente, jueves, a las cinco de la tarde, Sergio, que aburrido había ido a pasar la tarde con su coqueta y loca prima, y medio novia, Charito López, la escandalizaba contándole lo de Antonia con todos los detalles, Mauricia y tapia alzada inclusive.

     -¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!

     Dos horas después en casa de Carmen Prida, Charo, siempre bajo promesa de secreto, contábaselo a otras tres amigas, que exclamaban igualmente:

     -¡Qué barbaridad!

     -¡Qué barbaridad!

     -¡Qué barbaridad!

     -¡Así se explican esas encerronas por la madre!

     -¡Qué barbaridad!



VI

     Notábase Antonia un ambiente de extrañeza alrededor. De sus más íntimas amigas, unas, como Gloria, no la visitaban, y otras, como Paca Prida, Charo, y Jacinta y Sagrario Fajarnés, la visitaban poco. Solía sorprenderlas contemplándola de un modo raro, entre curioso y piadoso, y oíales a ellas y a sus madres preguntarle con ciertas reticencias por Esteban. Sin embargo, todas la seguían acogiendo afablemente en los comercios de la calle de San Juan ¿Sabían algo?... ¡Oh, sí sabían algo! Acabó por darle miedo la gente y apenas salía de casa.

     Esperaba, con las dudas de su angustia puestas en Esteban. Había una viejecita a quien ella, desde chica, le vendía las pieles de liebre y de conejo, socorriéndola también con sobras de comida, y confiaba en que le pudiera servir para entablar correspondencia. Las cartas de Madrid vendrían a su nombre. No había vuelto la viejecita desde casi principios de verano; mas, por una conocida suya, vendedora de vinagre, Antonia supo que estaba en el hospital, que la habían curado primeramente asma y ahora cataratas, que saldría y volvería pronto a su comercio de pellizas.

     Una noche, al pasar Antonia con su madre por la calle de Aduanas, les oyó de tienda a tienda a un dulcero y a un barbero:

     «¡Ejem! ¡Millán, ya sabes... adonde salta la cabra salta la chiva!»

     «¡Ejem! ¡Gonzalo! ¡Digo!... ¡y si puede ser, un poquito más arriba!»

     Las frases..., las terribles frases del refrán, se clavaron a Antonia como cuchillos que le hubiesen lanzado por la espalda. No pareció advertirlas su madre. Ella llegó a casa, y lloró. ¡Se sabía! «¡Y su deshonra debería ser tan pública que no la ignoraban ni los dulceros y barberos!... Sólo con torpeza incomprensible la desconocía su madre. Mauricia, herida por los insultos de la noche aquella, habría contado, indudablemente, todo a quien lo quisiese oír, vengandose!» Y estaba Antonia agotada de llorar, y era su desdicha la de una gran insensatez que no tenía remedio. Se recogió en el frío de su abandono, procuró salir menos aún, y fijó mas desolada y triste su esperanza en la vieja vendedora.

     La consolaba el piano, y una tarde le interrumpió su madre una bella serenata: «Mira, tú, arréglate, que vamos a ver a la modista. Te vas a poner de largo. ¡Qué más niña de mi alma, si estás hecha una torre, y estoy yo de niñas hasta aquí!» Fueron. Tardó una semana la modista en hacer el traje nuevo y los arreglos de otros tres. Antonia, al espejo, volvió a llorar cuando le hicieron estrenar aquellas galas. Era, hasta por los ásperos mandatos de su madre, no la fiesta de ilusión que le forma a una chiquilla su primer vestido largo, sino el bochorno de una especie de tardío castigo de impureza. En vez de ponérselo para un baile, para un teatro, para solemnizar cualquier cosa o fecha memorable, se lo ponían para ir a San Francisco en una de estas noches de octubre que prolongaban sosamente el paseo de verano, sin música y sin gente. Su padre, que cuando salían cruzó el pasillo martillando un mineral, se limitó a decirla «que llevaba un peinado bien chocante». Sus amigas la encontraron «muy guapota y muy mujer», y las señoritas de largo, «preciosísima»; pero como aquéllas no componían, ya, a su lado, y éstas no eran aún sus amigas, unas y otras dejáronla en el corro de mamás, luego de haber celebrado su elegancia y su belleza. En cambio, el grave ingeniero jefe de minas la acosó con sus miradas en su vueltas silenciosas, y las mamás hablaron del solemnísimo señor como de «una gran colocación para las hijas... para cualquier muchacha de Badajoz que tuviese la suerte de gustarle».

     -Se conoce que está resuelto a casarse.

     -Se fija en las jovencitas.

     -Dicen que es viudo.

     -¡De luto está!

     -Pero no se sabe. Es un hombre misterioso.

     -Y guapo.

     Advertida Antonia del desvío de las amigas, devoró en nuevos llantos su amargura y procuró no apartarse de su madre, ya que ésta se obstinaba en sacarla diariamente a pasear, por la tarde a las murallas y por la noche a las tiendas. El ingeniero las seguía y las pasaba, y las volvía a encontrar con su augusta y solitaria gravedad de rey incógnito. Siempre de negro, de luto por alguien; siempre con el gran brillante de la sortija en la mano aristocrática que sostenía la boquilla de ámbar y el aromático «águila imperial». Antonia, aun sin mirarle, sin alentar en nada tal asedio, se alegraba de él por la alta y pública sanción de respetos que venía como a discernirle, en momentos bien difíciles, este solemnísimo señor, esta especie de «lotería de las muchachas». O mejor dicho, le «alentaba» en el mínimo grado indispensable para monopolizar sus atenciones, según ya teníalo conseguido, en medio de la expectación de Badajoz, y con la idea de rechazarle después, dándole a las gentes la más decisiva y ruidosa contraprueba (¡oh, lo falaz!) de su independencia, de su orgullo, del íntegro y honrado aprecio de sí misma. ¡Un juego de sencillez muy difícil en que no quería tampoco aparecer coqueta; y menos que, por él, a su Esteban le dijese nadie que te había sido traidora ni con el pensamiento.

     Un día, en la mesa, su padre habló del ingeniero jefe. El siniestro ensimismamiento de Gamboa clareaba gozos inefables. A un lado de la sopa tenía ejemplares de galena y de grafito, y al otro el martillete que siempre le acompañaba. Habíale hablado al señor Navarro, con ocasión de los registros de sus minas. Eran amigos. Tenía de él la casi promesa de formarle un sindicato explotador para estas riquísimas galenas. «¡Oh! ¡oh!..., ¡saldremos de pobres, Laura!», le dijo el recóndito don Desiderio a su mujer, sin asombrarla, porque era la misma y única frase con que solía el maniático, cada mes, romper su mágico silencio. Pero la Gamboa, dos tardes después, se asombraba un poco de oírse anunciar en casa al ingeniero, y Antonia, asimismo sorprendida, se inquietó al escucharle a la criada que le era igual al visitante, puesto que no estaba el señor, hablar con la señora, y de ver luego a su mamá recibirle en la sala y hablar con él largamente. Acordándose de aquella otra misteriosa visita en la siesta inolvidable, no sabía esta vez si celebrar o deplorar que su madre acaso «hubiérala tomado por pública disculpa en otro devaneo». Huyó, al sentirla en el pasillo, a la salida. La madre, que habíale despedido en el gabinete, volvió a la sala y dejóse caer en el sofá; lo que ocurría era trascendente, y quitábala toda duda acerca de que este hombre se hubiese enamorado de Antonia... «y no de ella». La decepción no hacía sino confirmarse; pero aun así resultaba de sobra dolorosa para que no la dejase un rato en desaliento... ¡Bien! Llamó a su hija. Le participó lo sustancial: «Navarro quería tratarla y saber si podrían quererse. Hombre serio, y pendiente de un rápido traslado a Cádiz, aspiraba a realizar la boda antes del viaje. Impropios de su edad los noviazgos de ventana y las declaraciones de chiquillo, daba este paso con el fin de poder visitarlas y hablar con Antonia en casa, desde luego.»

     -¡Y ahora, tú resuelves!

     Antonia, a quien esto, tan imprevisto por lo ejecutivo y anómalo, la había hecho palidecer intensamente, porque estaba aterrándola la rabiosa y resuelta voluntad en el gesto de su madre, se echó a llorar, por única respuesta. No sabían otra sus cansados ojos y su corazón, contra las violencias de su suerte.

     -¡Ah! ¡Qué!... ¿Esteban? ¿El mono de Madrid?... ¿Salimos, niña, con eso todavía?

     La invocación hizo arreciar el llanto de la infeliz, contra el pañuelo, y la madre, entonces, le dio una tremenda bofetada, levantándose y diciendo:

     -¡Mira! ¿Qué te has creído, estúpida? ¿Que con tanta mocosa que casar, y con tus casi diecisiete años, vamos a estar esperando diez o doce a que ese niño acabe y se instale en su carrera?... ¡Ah, qué poca idea tienes de los deberes de una madre!... ¡Eso lo pueden hacer las ricas, que ya ves, por lo demás, cómo andan que se las pelan por Navarro! ¿Qué más quieres?... ¡Bah, chiquillas! ¡Si una no estuviese velando por vosotras!... Esta noche vuelve. He quedado en presentarte. Y... ¡ojo!

     Antonia siguió llorando mucho tiempo. Comprendía su traje largo. Para esto. Su madre tenía prisa por desentenderse de ella. Y allí, en el mismo sitio en que su madre la dejó para salir sola esta tarde, a solas también con su deshonra y frente a la cama maldita, la infeliz sentía la confusión de la fatalidad horrible, que no la respetaba siquiera... la dignidad de su deshonra. Buscábala una salvación de astucias a la bárbara, a la loca tiranía, y creyó encontrarla resumida así: «Desea tratarme para saber si nos podemos querer, y me será fácil demostrarle pronto lo contrario».

     A las ocho volvió su madre y la vistió por sí propia, y la hizo ocultar con velutina las huellas del llanto... y del bofetón. En la mesa se le comunicó la novedad al marido. «¡Ah, bien, bien! -repuso éste-. ¡No os quepa duda de que ve un porvenir en nuestras minas! ¡Busca asociársenos por... un procedimiento que, al fin, nos convendrá, puesto que será el director de los trabajos!» Y al oír la campanilla, terminó don Desiderio: «¡Bien, muy bien!... Si vais a hablar de eso, allá vosotras. Decid que yo no estoy. Tengo que hacer unos análisis.»

     Una semana después eran oficiales para todo Badajoz las relaciones. Oficiales y envidiadas. Navarro, siempre con su gran figura negligente y diplomática de regio desterrado, acompañaba a Antonia y a su madre en el paseo de las murallas. Le habían puesto un mote: El Negus, porque alguien, en la corpulencia y el aspecto, le había encontrado un aire con el emperador de Abisinia. Junto a Antonia, muy blanca, parecía más negro. Pero Antonia no resultaba baja junto a él, con sus trajes largos y sus sombreros de plumas. Compondrían una pareja arrogantísima.

     Y en medio de esto, sólo Antonia sabía que ni eran novios ni compondrían jamás la arrogantísima pareja. Admirada de la tenacidad de él, de la ceguedad invencible que hacíale no advertir la tan yerta como cortés indiferencia con que ella tocaba a sulado el piano por las noches, únicamente la aturdía el que este hombre, sin haberla dicho de nada que se asemejase a declaración de amor una letra, y exclusivamente confiado, por lo visto, en la fácil acogida que desde luego encontró, la tratase a ratos como novia..., como a una novia de mucha confianza que ya ni necesitase los cumplidos.

     De vuelta del paseo se entraba en casa con ellas y se estaba hasta las nueve, hasta las diez... nada atento a la hora de cenar ni al cansancio de la madre en la espera desairada. Cancilleresco al principio, cuando al llegar departía un momento con ellas, como si hablase con reinas, tardaba poco en invitar a Antonia al piano y en sentarse en la opuesta silla del rincón. Antonia no podía determinar en qué momento ni en qué ocasión se tomó esta libertad; mas era lo cierto que allí aparte llamábale de tú, despreocupado de no hallar ni de pedir siquiera igual correspondencia, y que, además, su llaneza inconcebible llegaba hasta tocarla alguna vez con las rodillas, lo que la alarmó, hasta que pudo cerciorarse de que hacíalo inconscientemente, en el descuido como paternal de su llaneza misma y forzado por la estrechez en que dejaba a su silla el musiquero y la banqueta; ella se esquivaba, y él no se daba cuenta en absoluto de la extrañeza y la molestia que estábala causando...; volvía a tocarla al rato y volvíale a huir... Mientras, la madre tosía y se revolvía, irritada, en el sofá, creyendo acaso que fuera ella la que por ponerse demasiado cerca le obligase a estos contactos.

     Y esta noche, sobre todo, a menos de no pisar más los pedales, no le quedaba a Antonia otro remedio que sufrir el roce de aquel pie tendido entre los suyos. Esto la tenía nerviosa, la hacía equivocar la sonata de Mendelssohn y hacía toser a su madre como nunca.

     La Gamboa, a no ser por la presencia de Clarita (a quien retenía en la sala para disimular su sociedad en las guardias antipáticas), y porque esperaba la mesa hacía una hora, le hubiese «leído a Antonia la cartilla» en cuanto Navarro se fue; pero aguardó después de la cena a que todos se acostasen, y se encaminó al cuarto de ella, que se estaba desnudando.

     -Mira, niñita: desde mañana, si tú quieres que te guarde; si tú quieres, de paso, no probarle más a ese señor que debe casarse con cualquiera antes que contigo, te has de comportar de otra manera. ¿Estamos?

     Antonia, que iba a quitarse la lazada de la enagua, permaneció suspensa, atrás los desnudos brazos:

     -¿Por qué, mamá?

     -¿Por qué?... Mira, no me obligues, hija mía a hablar..., que eso tú debes saberlo, y hacerte cargo de que no está tu madre para que te sirva de... ¡Vaya, hija de mi alma, que sí nos vas resultando de veras indecente!

     Como siempre, Antonia, al insulto, a la feroz injusticia, sintió que se tronchaba, y lloró..., lloró con el dolor que, súbito, levanta un latigazo. Había caído sentada en el lecho y torcíase a esconder su pena entre sus brazos, encima del testero.

     La madre contuvo el ansia de darle quizá una bofetada. La contempló, y dijo:

     -¡Bueno, Antonia, basta de músicas! Mucho llanto aquí, y mucho con los novios hacer ya lo que te place hasta delante de mí misma., ¡Ah, quién lo creyese... y qué pronto te ha pasado por éste lo del otro! ¡Da asco, créelo, tu proceder!... Pero, tenlo en cuenta y no seas bruta; como madre, te aconsejo: Navarro, dispuesto a casarse, es un señor cuya misma seriedad pregona que no busca tonterías... Te estudia, indudablemente; déjate, pues, con él de tanto arrimo y de tanta interrupción en el piano por... tú que sepas qué cosas! ¡Tiempo tendrás, mujer, cuando os caséis!

     Concreto el cargo esta vez, pudo rechazar respetuosa la indignada, irguiendo y volviendo a medias la cabeza:

     -No, mamá... ¡Es él, tú no te fijas!... ¡Y soy yo la que no quiere casarse! ¡Yo! ¡Te lo aseguro!

     -¿Él?... ¿Y tú la...?

     Bien espontánea, bien ingenuamente franca la expresión. De ella, Laura estimó, despreciando lo demás, lo que parecía mostrar de ya inesperadas rebeldías contra su prisa de la boda.

     -¡Cómo! ¿Qué tú..., que eres tú la que no quieres casarte? ¿Qué tú te has hecho su novia... y no te casarás? ¡Vaya, nena, hazme el favor de explicarte!

     -¡No, yo no soy su novia!

     -Pues... ¡de tú, bien os habláis!

     -¡No!

     -¡No mientas! ¡Lo oigo yo!

     El a mí.

     -¿Y se le habla de tú más que a una novia? ¿Un hombre que te trata hace diez días?

     -Podrá él, mamá, creer que es mi novio, por eso..., ¡pero yo no soy su novia! Ha venido por tratarme, habéis querido tú y él que yo le trate para que sepamos si nos podemos querer..., ¡y sé que no le quiero!

     Tragó saliva la Gamboa. Miró a su hija, altamente extrañada de su imprevista y al fin expresa terquedad, que hacíase en su misma dulzura más honda; y, desorientada, se sentó en el viejo butacón de terciopelo:

     -Entonces -preguntó tras una pausa-, ¿por qué te habla de tú?

     -No lo sé. Ni yo le he autorizado ni él me ha dicho una sola palabra de cariño.

     -¿A qué llamas tú palabra de cariño?

     -¡Oh!... A..., a...

     Hubo un brevísimo silencio, de rubores para Antonia, de indecisión para las dos, y la Gamboa acabó de entender la suya plenamente.

     -¡Tontería! -dijo-. Un hombre de su peso no ha de andar con flores ni con declaracioncitas. ¿A qué? Vino, me anunció su propósito, y basta; cuando intima contigo y te tutea, es porque le gustas y porque él mismo decídese a la boda. De nosotras, con que se le siga recibiendo y tú no le digas lo contrario, tiene lo bastante. Y ahora, ¡tú verás si porque te suprima las simplezas te juzgas en el caso de no quererle!

     -¡No, mamá! Es... ¡que no le quiero!

     Un frío de horror saltó con la rápida respuesta. La lógica explicación que Antonia acababa de escuchar acerca de la gran confianza y la conducta de aquel señor presentábaselo, a pesar de todas sus esperanzas de habilidad y de astucia para hacerle desistir, como un hombre ciegamente resuelto al matrimonio. Lloró, y en su llanto ahora hubo dos evocaciones: la de Esteban en peligro de la traición más absurda por una simple humildad de respetos, y la de su propia perdición en una boda monstruosa que no la conduciría sino al escándalo de descubrirla deshonrada. El momento era, pues, definitivo, único, absoluto, en la desesperada conversación de intimidad que al fin había iniciado con su madre.

     Y la madre misma, que con su estupefacción pudo vislumbrar el fantasma de Esteban entre tanta suave resistencia, la exasperó la horrible precisión de concesiones al levantarse furiosa y fallar rotundamente:

     -Pues... sin quererle, ¡te casas!

     Se acercó a ella, con la mano alta, en rabia, pronta a descargarla, y recalcó:

     -Quererle... podrás o no podrás; pero casarte..., ¡verás tú cómo puedes!

     Mirábala Antonia, fascinada, esperando el golpe en su mejilla, y le lanzó, como la súplica a un verdugo que no importara ya que con una mano lastimase teniendo en la otra el corbatín:

     -¡No puedo, no! ¡Tampoco puedo!

     Y la angustia, la convicción profunda y espantosa de este como espantoso gemido de agonía, paralizaron a la que sólo tenía ante si una esclava miserable con los ojos fijos y con las manos en trémula cruz bajo la barba. Leyó un instante la Gamboa en las extáticas pupilas de su hija, y tembló..., tembló también toda entera, al preguntar:

     -¿No puedes?... ¿Por qué?

     -¡Sí! -contestó Antonia a la ahogadísima pregunta, más con el ansia dolorosa de la faz que con el sonido de los labios.

     -¿Por... aquél? ¿Os visteis? ¿En el huerto? ¿Los dos?... ¿Y...?

     -¡Sí! ¡Sí! -asintieron esta vez el alma y la faz de Antonia, doblada de vergüenza.

     Su frente, el abrumo formidable de la enorme cosa confesada, cayó a los brazos alzados en corona de ludibrio.

     La madre retrocedió sin fuerza, a desplomarse en la butaca.

     Durante unos momentos se oyeron las respiraciones sofocadas de las dos. Luego sintió Antonia que levantábase su madre, que salía..., que le perdían sus lentos pasos de agobiada de infortunio a lo largo del pasillo..., y se tendió en la cama como alguien que ha hecho una muerte sin querer..., ¡pero que la ha hecho!

     Nada pensaba y así permanecía tendida, medio vestida...: una hora, un siglo..., con los párpados cerrados bajo la luz que alumbrábala el rostro llenamente...

     Volvió su madre. Traía un adusto gesto de energía:

     -¡Óyeme, Antonia! -intimó quedándose parada en los barrotes.

     Sentóse Antonia, de un impulso, y su madre habló:

     -Si yo te cogiera ahora y te pusiera negra a golpes, de nada serviría. Hay cosas, mujer, que no tienen enmiendas. ¡Has sido una... bestia!... ¡Bien! Me queda la conciencia de haber hecho por evitarlo cuanto humanamente pude..., y por ti, aún, y por todos, debo salvarte. Séme franca, pues, y contesta; porque yo he meditado la cuestión, pero necesito que me ayudes. ¿Desde cuándo dejasteis de veros tú y Esteban?

     La hija, entre una llamarada de rubor, repuso:

     -Desde la feria.

     -Es decir, desde que te sorprendí la carta..., y estamos a 26 de octubre, y hace dos meses cumplidos... ¡Bien! Tú puedes tener, por tanto, la certeza de si aquello te ha dejado o no en una situación... que te hubiese de poner en evidencia, en ridículo... con Navarro y con todo Badajoz.

     Antonia negó con la cabeza.

     -¿Estás segura?

     -¡Sí! -gimió la requerida.

     -Bueno..., entonces, he aquí la solución: ¡casarte con Navarro!

     Estremecióse Antonia, y volvió la cara, asombrada. No esperaba esto, en verdad. Advirtió su madre la protesta, y con una fría sonrisa la forzó a escuchar de nuevo humildemente:

     -¡Ah, estúpida! ¿Con quién te has de casar sino con quien puedas cuanto antes? ¿Con quién sino con quien tú misma, por burra, te has impuesto?... Si a tiempo me hubieses dicho lo que me has dicho al fin, animal, malo hubiera sido, pero ocasión al menos de intentarlo con Esteban. Hoy, imposible. Figúrate. Sabrá que tienes novio (aunque tú sepas que no, pero la gente lo cree); lo sabe su madre, la primera, y veles tú al niño y a la madre con reclamaciones de honra después de haberle dado un sucesor... ¡Ah, qué bruta eres, qué bruta!... Esteban te odiará, si te quería, al haberse enterado de esto de Navarro... ¡Te habrá puesto como un trapo, contándolo todo en Madrid..., y calcula tú, mujer, lo que tardarán en ir llegando de la corte esas noticias! Lo importante es que estés casada con Navarro, y en Cádiz o el demonio... antes que aquí el escándalo haga alzarse hasta a las piedras. ¡Ahora, que Dios te dé tino, hija mía: yo he cumplido mi deber!... Nada de más paseos ni de lucirse con él en parte alguna; no tratar a nadie y, ¡mejor!..., procura retenértelo al lado todo lo posible, aislándote y aislándole del roce con la gente.

¡Y quítate los zapatos, que estás ensuciando la colcha, hazme el obsequio!

     Partió. Antonia volvió a caer en las almohadas como bajo una maldición. No comprendía y comprendía de más y con harto espanto el consejo de su madre. En el corazón vibrábale clavada una sola persuasión de horror y de sorpresa: la de que era irremediablemente verdad una cosa con que no contaron sus torpezas inauditas: ¡la de que había perdido a Esteban para siempre sin derecho ni a su estimación!... ¡Para siempre!, ¡para siempre!... ¡Odiándola y menospreciándola, y teniéndola por vil, al haber sabido lo del novio, no prevenido por ella de la realidad de lo contrario!... ¿La creería más bien, y para detestarla más, que tomaba a él tras la inicua y ambiciosa y fracasada caza de marido rico y de alcurnia?... ¡Oh, sí, perdido para siempre..., por bruta, bruta!... ¡Su madre tenía razón!... Y vuelta boca abajo, abandonada de su única ilusión y hasta de su último decoro en el fatal error del amado ausente, lloraba (la que había llorado tanto) las lágrimas que ella propia sabía que habían de ser también las últimas de sus noblezas!... Ya, guiñapo del destino, daríala igual casarse con cualquiera, que podría matarla al descubrirla deshonrada, o no casarse o ir con no menos inmunda hipocresía a sofocar sus ansias de la vida en un convento...

     «¡Deshonrada!», hasta esta noche no habíase sentido deshonrada ella. Hasta esta noche no había medido el implacable rigor de la palabra: «¡Deshonrada!»... «¡Deshonrada!»... ¿En nombre de que honor la asistiría el deber de rebelarse contra el consejo de su madre?...

     A otra tarde, cuando fue el «novio» a recogerlas para el paseo por las murallas, no salieron. Al anochecer, la madre tuvo que partir sola, a tiendas, y se quedó «guardándolos» el ama.

     Esto se repitió, por tarde y noche, en algunos días siguientes; y como al ama llamábanla los chicos gritando, pidiendo pan, y como el ama solía hacer falta en la cocina, el ama se ausentaba de la sala largos ratos.

     Pronto Antonia hízole notar a su madre este abandono. Navarro se tomaba libertades...

     Y su madre, que la odiaba con un áspero odio cuya esperanza cifrábase en «verla» lejos..., le opuso:

     -¡Oh, bah! ¿Y te... asustas?... Pues, hija, ¡casi es un bien! ¡Ya que no tienes nada que perder..., que te sirva siquiera de indecencia para no exponerte a que, marido, él te dé un puntapié oportunamente y te vuelva a casa!... ¡Vamos, mira que guardarte!... Cualquiera; el ama; nadie..., ¡qué más da!..., ¡y con eso salgo y no me tiene de plantón un hombre que puede ser mi padre!... ¡Déjale! ¡Él sabe lo que se hace!... ¡Y hay cosas que se advierten menos así, a escape..., no lo olvides!

     El nuevo consejo podría ser brutal e inicuo; pero Antonia, avergonzada, no podía ni sustentar la dignidad de su vergüenza dignamente.

     Más que a su madre, veía en su madre a la rabiosa rival extraña para quien ella constituía un estorbo y una decepción y Navarro un público pregón de suegra vieja, de mujer irremisiblemente arrinconada.

     Y ahora, Antonia, en vez de llorar, se iba siempre a su cuarto y se tumbaba como una imbécil en el butacón de terciopelo.



VII

          «Cádiz, 4 de enero.

     »Querida Antonia: Te extrañará mi silencio de estos días. Dispénsame. Llevo medio mes atareadísimo. Harás mal creyendo que te olvido. Al revés, tú has llegado a ser para mí una obsesión de sufrimiento; y más, cuando contra mi voluntad veo retardarse tanto, veo alejarse tanto el día de que se puedan cumplir tus deseos y mis deseos. Te debo en tal concepto una franca explicación. Creo haber dicho alguna vez, en nuestros ratos deliciosos, inolvidables, que soy viudo, y que cuando yo te conocí no hacía tres meses que lo era. Pues bien: mi suegro, en cuya casa he vuelto a estar en noviembre a mi paso por Madrid, y que adoraba a su hija, es un influyente personaje a quien le debo cuanto valgo. El cargo que actualmente desempeño, él me lo ha dado, y de mis conversaciones con él, de mis insinuaciones, ahora al verle, he deducido cómo me significaría su resuelta enemistad una boda sin el respeto siquiera de un año a la memoria de la muerta. ¿Comprendes, Antonia?... ¡Razones de delicadeza, y de egoísmo, por si no bastase, que tendré que respetar..., porque imagínate tú lo que fuese la protección de un prohombre vuelta animosidad contra un funcionario del Estado!

     »¡Perdóname! Esto que acabo de decirte sin duda te aclarará lo que habrás juzgado vacilaciones y subterfugios míos desde que nos separamos. Nada menos verdad. Sueño contigo. El recuerdo de tus brazos, de tu belleza incomparable, forma mi gloria y mi tormento. Mi gloria, porque lo fuiste. Mi tormento, porque... no te tuve jamás con esa calma de descuidos y reposos infinitos que requiere una pasión. ¡Oh, qué sola veo esta vida mía y esta casa donde pudieras estar!...; y para decírtelo, justamente, te escribo hoy de un modo tan sincero y doloroso. Por una parte, te declaro la imposibilidad de realizar nuestra esperanza con la prontitud que tú querrías. Por otra, te invito a nuestra unión inmediata. Vente a Cádiz. Vente a esta casa, que es tuya, y que se encuentra sin ti muy triste. Es la manera de conciliarlo todo que tan llegado a concretar mis desvelos, mis ansias, después de pensarlo bien. Pasado el plazo prudencial, nos casaríamos.

     »Si te resuelves, avísame. Combinaríamos el viaje. Y mientras, y esperando lleno de impaciencia, queda tu

CARLOS.»

     Laura dejó caer las manos y la carta a las rodillas, con una sonrisa de amargura, de desprecio, de humillación, de vencimiento. Tras unos segundos de inmovilidad en que respiró las ásperas llamas de estos odios, se levantó de la butaca y fue al cuarto de su hija.

     -¡Toma! -exclamó arrojándola la carta-. ¡Esto acaba de darme el cartero!... ¡Te has lucido, mujer!... ¡Te quiere de... querida!

     Cerró y se volvió a la sala.

     No tenía, por cosa nueva, más que admirarse del cinismo de aquel hombre-harto descontado como «ingenuo salvador» desde que se vio su proceder de presente a última hora y sus primeras y, desde luego, frías cartas de ausente hacía dos meses -y lo admiró con la fugaz admiración de la que ya había admirado en la vida mil cosas estupendas.

     Se peinó, se adornó, y, como era domingo, se fue a misa. Clarita la acompañaba. Lo que ostensiblemente perdían de consideración entre las gentes, procuraba recobrarlo a fuerza de lujo de ella y de Clarita.

     Así por la tarde se fue también al puente y al Vivero con Clarita. Las de Prida paráronse a saludarlas y... a verlas los abrigos recién traídos de Madrid. Antonio Mazo, este otro grave y solitario, rico doctor que no quería clientela, procuró cruzarla, por mirarla, cuatro veces. ¡A ella!..., no a Clarita, ni a las demás elegantes solteritas que animaban el paseo... ¡aun siendo un joven él!

     Pero luego..., ¡bah!, ¡el invierno!, el agua volvió a confinar a todo el mundo en sus casas, y Badajoz parecía un pueblo gris y abandonado, sin otro ruido que el del viento y las canales..., las canales que vertían desde los tejados la lluvia con tedios infinitos. En estos tedios, mientras Laura bordaba detrás de las ventanas aguardando inútilmente el paso de su nuevo adorador, el conflicto de la hija resurgía. La soberbia con que ella al pronto pensó que quedaría «el de Cádiz» castigado, haciendo que Antonia no volviese a contestarle, servía de nada contra el hecho estúpido y brutal del embarazo de Antonia. Un mes, otro mes..., dos faltas. ¿Qué, con que no se le notase todavía, en no siendo por sus vómitos si con una marcha de cruel seguridad iba a llegar el largo tiempo del escándalo?... Esto la aterraba. Sabía de más que todas las maledicencias o sospechas y aun certezas eran olvidables, menos cuando públicamente también se da con ellas una demostración inolvidable por sí mismas.

     Pensó, en muchas de estas tardes, muchas cosas. Los dos ejes de sus meditaciones eran dejar o no dejar... que aquello continuase. Lloraba, a ratos, con la ira de ver que no podría quizá ni sostenerle

«al de Cádiz» su soberbia de silencio. ¿Era un granuja? Era un granuja, un canalla disfrazado de respetable caballero...; pero hasta la granujería tiene en algunos un término al tratarse de los hijos. Antonia, por su sosería primeramente, y luego por la irregularidad de aquellas cartas que unas veces fueron a Madrid y otras a Cádiz, no te había dicho aún su situación. Si se la dijese, ahora... ¡Aunque no! -veíalo-; ¿qué le importaba un hijo a un sinvergüenza?... Aparte comparaciones, el decirlo sería para contar con el santo temor del «caballero». En vez de ruegos, amenazas. Una seducida. Una menor. Un juez y una prueba de culpa que le obligaría a casarse.

     Lo malo fuera que se burlase de ellas, no contestando siquiera a la severísima carta de una madre dolorida. Y lo ridículo, lo ferozmente inútil y ridículo, si entonces se llevase al juzgado la cuestión, habría de estar en que aquel mono de Madrid resultase declarando... ¡ah!

     «El sinvergüenza de Cadiz» quedaba, pues, defendido y sustituido, ante Laura, por «el mono de Madrid», como suspendido de una hilacha del bastidor en que bordaba ella detrás de los cristales, y sin consultar para nada a la imbécil de la hija. Quería depurar bien los detalles y enlaces de su plan, con su gran ciencia del mundo. Navarro, con sus conchas y sus cincuenta años a la cola, no habría dejado de saber lo de Esteban, antes o después; y contando con la vanidad y la venganza del muchacho, tardaría poco en aliarlo a su defensa. En cambio, exponiéndole previamente a Navarro el proyecto, no sería difícil que, en su doble condición de caballero y de canalla, ellas le pusieran de su parte para hacerle decir en una carta que desistió dignamente de la boda por haber oído a tiempo lo de Esteban.

     Otra tarde aún, y cayó en la cuenta de que lo adverso habían de ser los médicos: el embarazo de dos meses no se podía referir a cuatro..., y el «mono» estaba en Madrid desde octubre. Además, si Antonia era menor, también Esteban...; y desconocía ella el grado en que las leyes eximen de estas responsabilidades a un menor.

     ¡Inútil, pues; inaprovechable, y sólo colosal estorbo el embarazo!

     Hízola llorar la aflicción. Hízola rezar, con los fervores que siempre recurría a Dios en los grandes infortunios. Pedíale, y predilectamente a la Purísima (que mejor como madre y mártir había de comprenderla), que se apiadase de su dolor y que «tuviese en cuenta lo que ella húbose esforzado por guiar en buen camino a la hija loca». Pedíale que la hiciese abortar, aprovechando este no comer y esta debilidad de la muchacha. Y desde entonces, con el beatífico consuelo de la divina aprobación, quedó esperando el aborto.

     Era tanta su fe, que cada noche esperaba la providencial novedad para la próxima mañana. Pero... pasaron días, pasó una tarde Mazo, en una clara de sol (aunque sin mirar a la reja, porque ignorase quizás dónde ella vivía)..., y Laura comprendió que Dios ayuda... valiéndose siempre de medios indirectos.

     ¡Fue un relámpago! Se lanzó al despacho del marido y escribió:

          «Sr. D. Antonio Mazo.

     »Muy señor mío y de toda mi consideración: Para un asunto urgente deseo hablarle. Me permito contar de antemano con su caballerosidad y su discreción. Le esperaré esta noche, a las once, en esta su casa. Si no pudiese venir, con la misma que le entregue ésta puede decirme qué otra hora de mañana encuentra preferible. Tiene mucho gusto en ofrecerse de usted efectísima servidora, q. b. s. m.,

LAURA R. DE GAMBOA.»

     -¡Ama! -gritó para entregarle la misiva.

     Y cuando la despachó con las convenientes instrucciones encaminándola al Casino, donde el señor Mazo solía estar, ella se quedó triunfal y sonriente en el sillón de su marido, como bajo un haz de gloriosos resplandores que hubiérala enviado la Purísima. Primero rezó en acción de gracias. Luego, cumplida con el cielo, bajó a la tierra y pensó que ella venía a ser una especie de gran reina diplomática capaz de dominar al mundo; efectivamente, de un golpe, y puesto que aquel más o menos tímido amor de Mazo había de parar en... lo de siempre, anticiparía este amor y lo santificaría (al otorgarla como premio de aborto) con la salvación heroica de una hija... No de otra manera ni menos heroicamente se había entregado a otros amores..., salvando a sus hijos y a su casa años y años de la estrechez económica a que la hubiesen condenado las míseras tres mil pesetas del marido. Y esto con dignidad..., sin dejar de ser ni un punto la dama entre señores. ¡De no sabía qué historias, recordaba no sabía tampoco qué altivas e intrigantes princesas de su porte!

     Se vio al espejo. Un poco vieja se encontraba, pero..., ¡en fin!, pasó al tocador y dispuso su batería de lápices y cremas. El ama tornó diciendo que «vendría el doctor». Laura entregose más a su profija y larga tarea de embellecerse... ¿Cómo encontrar otro doctor a quien poder indicarle siquiera un propósito de aborto?... Este tenía la boca chica, los labios finos, los dientes blancos; y buen bozo; aunque no pasaría de los veinticinco años, su negra barba rizosa y su carácter dábale todo el aplomo apetecible.

     A las once de la noche, puntual, llegó misteriosamente el esperado. El ama le abrió, sin que él llamase, y le introdujo. Laura le esperaba en la profunda intimidad del gabinete. La expresión de Mazo, un poco más bien sonrientemente poseída y dura que cortés, era la de quien sabe darse importancia ante una que te llama. La Gamboa, así de cerca, a pesar de sus afeites, o por ellos mismos, parecíale una de aquellas ciertas caprichosas dueñas de las casas de a tres duros. Por asociación de ideas acordábase de que también aquí había una muchacha fresca y bonitísima...; pero... procuraba atemperarse a la fácil oferta de la madre -hombre él, directo, incapaz de poner tiempo ni paciencia en estas cosas-. Esto pensaba Antonio mientras se deshizo la Gamboa en vagas e inútiles disculpas...

     -Sí, me he atrevido a llamarle a usted como doctor, aunque sé que no visita. No tenía el gusto de tratarle; pero soy amiga de sus tías, las de Varela, y además me ha parecido usted, al verle en los paseos, un perfecto caballero a quien puede confiársele un secreto... de honor.

     Mazo sonreía y asentía con la cabeza, sacudiéndole al puro la ceniza con la uña del meñique. Cuando oyó en seguida hablar de Antonia..., de una grave... enfermedad de Antonia, que necesitaría sus socorrros, pensó que esta señora divagaba tontamente. Pero, según fue determinándose la enfermedad de Antonia, se intrigó, y hasta ayudó con curiosidad apremiada, advirtiendo que la madre andaba con rodeos.

     -Bien, señora, sí..., ¡comprendido!... Y sé de quién. De Esteban. Se dice por ahí, aunque no precisamente que se encuentra en ese estado. Se comenta que la ha dejado Navarro... por eso. Hábleme, pues, con entera libertad.

     Laura, en la sorpresa de este público error, vio comprobado su buen tino al pensar en achacarle a Esteban el negocio. Por si acaso, por lo que pudiera ocurrir, se libró de rectificarle a Mazo tal creencia. Y se procuró un aire intermedio de madre atribulada y de amiga afectuosa al continuar informándole acerca del favor inmenso que esperaba de él..., y que ella pagaría con su eterna gratitud, con su eterna... Llegó casi a las lágrimas y se cortó y quedó esperando con el pañolillo en los ojos, para lucir la mano y las sortijas...; ella sabía perfectamente «lo que puede la mujer que llora», como la del madrigal, y que tiene además los dedos blancos y llenos de ópalos y de esmeraldas y brillantes.

     -¡Señora... -lanzó por último el «doctor», cortando un silencio reflexivo-, lo que me propone usted es tremendo y no lo puedo hacer!

     -¡Oh! -gimió dolida la Gamboa, sin desanimarse..., porque la negativa dejaba en su acento vislumbrar el lógico deseo de avalorarle al servicio sus precios sentimentales.

     -¡Ni yo ni ningún médico del mundo! -acentuó Mazo dignamente, mas no tan grave como hubiésele al protomedicato convenido.

     Y era que había cambiado la orientación de su esperanza: «Antonia, la muchacha fresca y linda, y no la madre, ofrecíasele, de súbito, accesible en este embrollo.»

     Señor Mazo -dijo Laura-: crea que no desconozco la entidad de lo que pido, y la imposibilidad de que médico alguno lo conceda; pero yo, en usted, al tiempo que al doctor, me dirijo al caballero.

     -Es que ni el caballero ni el doctor lo pueden conceder. ¡Compréndalo!

     -¿Por qué?

     -¡Porque es un crimen simplemente!

     Laura le miró. Él sonreía. Sonriente y lógica también, le arguyó con rapidez y firmeza:

     -Se trata, amigo Mazo, del honor de una mujer..., de una señorita. Ante esto, para un «hombre de honor», ¡no hay crímenes que valgan!

     -¡Cuando para ello, señora, no se le exige el sacrificio del suyo!

     -¡Ah!

     -Fíjese... en que pide eso, justamente; salvar el honor de su hija a costa de mi honor.

     -¡No! ¿Por qué?

     -Porque me pide una cosa penada por la ley.

     -¡Sin duda! Pero la ley no castiga cuando ignora.

     -Y penada por la opinión pública.

     -Que tampoco castiga... sin saberlo. ¿Es que se lo va usted a contar a los jueces y a las gentes?

     -Señora... ¡no! Pero ¿es que usted supone que no tengo yo conciencia de mi profesión como médico, y de mi deber como hombre?... Mire, su deseo es... una enormidad: se me requiere, aun suponiendo lo no fácil de librar penas efectivas, y sin más que «porque nadie hubiese de enterarse», a la doble abdicación de mi honor profesional y de mi honor de caballero...; y es tan terrible, que usted sólo pudiera comprenderlo, quizá, si yo dijese, poniéndola en la misma alternativa: «Señora, puesto que lo que de mí solicita es algo que no puede pagarse con dinero, yo impongo el precio, y hasta por prenda y garantía de mi deshonra, en moneda igual; ¡entrégueme a Antonia, a su hija, previamente!»

     Vibró la Gamboa. No esperaba esto. La sonrisa de victoria con que aguardaba el fin se le trocó en una ira de desastre al fustazo de aquellas últimas palabras que presentábanle a su hija como rival vencedora, intolerable, hasta cuando con influjos hechiceros quería salvarla..., y gimió:

     -¡Ah! ¡De modo que usted, pone por precio...!

     -¡Sí! ¡Suponga!... ¡A su hija!... ¡Pasar antes con ella esta noche..., por ejemplo!

     Se levantó la dueña de la casa. Y era tan airada su actitud, tan hondamente altivo su gesto, que Mazo comprendió que había hecho un disparate irremisible. «Sin la hija y sin la madre.» ¡Le daba igual! Después de todo, para él no valía más una mujer que otra mujer, ni éstas que otras mujeres; y si sobre tener Antonia ahora supiese Dios qué panza, iba él a quedar como un cochino, luego al no poder darla sino papeles de azúcar... ¡bah! Se levantó también y dijo:

     -¡Señora... no he pretendido ofenderla..., sino al contrario, hacerla ver, con la recíproca, el grado de la ofensa que usted ha pretendido hacerme..., que usted me ha hecho!

     -¡Bien, sí, perdóneme!... Ya veo que es una locura lo que pido. ¡Imposible!... Acaba usted de convencerme... Pero, al menos, doctor, le ruego que sepa guardar nuestro secreto en conciencia, como un verdadero secreto profesional que es, sin duda alguna.

     -¡Oh, señora!... ¡Los médicos somos verdaderos confesores!

     Tomó la mano, que ella ofrecía sonando con la otra un timbre, y salió acompañado por el ama.

     Laura se durmió esta noche con un odio a su hija, a sí propia, al mundo..., que la ahogaba. El grado a que alcanzaba ya su pública desconceptuación, por culpa de la «niña», dábaselo esta insolencia con que Mazo acababa de tratarlas..., ¡como a zorras!

     Al día siguiente continuaba ahogándola el mismo odio. Por no ver a Antonia se encerró en la sala y comió en la sala. Pensaba a ratos incluso en llamar al doctor, ponerles un jergón en la cuadra vieja, meterlos allí a los dos..., y allá que se revolcaran, hasta que él se hubiese cobrado lo bastante para hacerla malparir... ¡Oh, porque eso sí, la idea de soportarle a Antonia, encima, todo aquel largo calvario de escándalo que había de ser la irrisión de la familia, parecíale insoportable!

     Y además, absurda, y no debía suceder..., ¡y no sucedería!

     Llamó al ama. Conferenciaron. Por la noche hicieron venir a Mauricia..., y Mauricia, tras otra conferencia de reconvenciones y reconciliaciones, durante cuatro días recorrió en vano las once boticas de Badajoz, pidiendo cornezuelo. Entre tanto había recomendado, y se estaba practicando, que le diesen pulgas a la pobre señorita.

     Visto el fracaso y la negativa de los honrados boticarios, Mauricia le habló a la señora de una amiga: la Rosca, dueña de una casa pública, y en otros tiempos partera.

     La Rosca acudió una noche, a las doce. Se llamó a Antonia, que espantó a Mauricia al verla tan delgada; se la tendió en la cama de su madre, y ésta se salió a la sala mientras en su hija manipulaba la Rosca, ayudada por Mauricia.

     El lance se repitió por siete noches, y a la octava hubo un mar de sangre, entre gemidos que la Rosca mandaba ahogar con el pañuelo... Siempre en la sala, la madre; que no tenía valor para estas cosas, veía sacar las jofainas de agua roja, los trapos...

     -¡Ya está, señora! ¡Bien que hemos trabajado! -dijo la Rosca, a las tres, recibiendo veinte duros.

     Respiró a todo pecho la Gamboa, y rezó.

     No sabía cómo agradecerle tanto bien a la Purísima.

     Al fin de no enterar al marido (que dormía al pie del comedor, en su cuarto lleno de pedruscos), propúsose permanecer en una butaca el resto de la noche, por no andar transportando a Antonia. La Rosca había encargado, también, que para nada en cuatro horas la moviesen.

     Sino que al amanecer el ama la despertó gritando:

     -¡Ay, señora!... ¡Creo que se muere la niña! ¡Creo que se ha muerto!

     Fueron. Antonia estaba blanca, inmóvil, fría, con la boca abierta..., y por el suelo corría la sangre. Laura rompió en terribles alaridos. La casa se inundó de alarmas y terrores. Un momento después, el padre, los siete niños, la otra criada y hasta un sereno de la calle, estaban en la habitación.

     -¡Un flujo! ¡Un flujo! -explicaba el ama.

     El primero de éstos que llegó mandó inmediatamente por los óleos. Pero el segundo, el viejo doctor de la familia, detuvo al mandadero al comprobar un síncope, más que por la hemorragia aún, por el estado de inanición de la paciente. La reanimó con éter, cafeína, y con una taza de leche caliente con coñac. Vino el reconocimiento, quitando trapos y sustituyéndolos con gasas y algodones, e inmediatamente la consulta.

     Don Desiderio, en el tocador, con su esposa y los doctores, tuvo que enterarse de la índole del mal. Quedaban restos de placenta. Los síncopes se repetían. Los médicos tenían que salir a poner nuevas inyecciones. Grave el caso, muy grave... y «comprometido legalmente». Esto último, que en una ausencia de los otros se lo deslizó el doctor de la familia confidencial, a laGamboa, le arrancó a ésta medias confesiones y ruegos fervorosos. El padre, con su relativa admiración, de buena fe, confirmaba que«todo fue espontáneo», que «no había habido esta noche nadie de fuera en la casa»..., y sus palabras, como de hombre que habla siempre muy poco, tenían una fuerza enorme.

     Quedó acordada otra consulta, para las cinco de la tarde de este día en que ya iba amaneciendo, a fin de extraer los restos placentarios.

     La casa quedó en tren de enfermo grave, semicerradas las puertas, oliendo a éter y alhucema, y con la solemnidad sobria, también, que le dio el párroco de San Agustín por única visita. Por la tarde se efectuó la pequeña operación, y por la noche Antonia, en aquella lujosa cama de mamá, tuvo fiebre y calofríos. «¡Reacción!», dijeron los médicos.

     Pero la fiebre subió a 40º desde el día siguiente, alcanzando 40 y 5 décimas al otro, y no hubo otro remedio que establecer el diagnóstico: septicemia. Se recurrió a la sonda de Doleris. Se bañó a la enferma, y al otro día se la confesó, en vista de su situación alarmantísima. Es decir, una confesión inconsciente, de fórmula, en rigor, y de buenas intenciones, porque Antonia no hacía más que delirar... El nombre de Esteban ponía en sus labios secos y en su rostro terroso de agónica dulzuras inefables... La madre lloraba, oyéndola, abandonada de Dios y pidiéndole a la Santísima Virgen que la consolase de los remordimientos por esta hija si moría.

     Otra operación, otra intervención más activa de los médicos, a la desesperada, llenó una tarde la sala de pinzas y de cucharillas cortantes y de estufas de desinfección. El cura aguardaba con los óleos. Afortunadamente, triunfó sin contratiempos la ciencia; y al otro día, por vez primera, cedieron las altas fiebres y el delirio.

     Quince más, y Antonia quedó fuera de peligro. Desde el 3 de marzo se levantó, y empezaba a reponerse. Entonces volviéronla a su habitación del patio. No salía de allí. Notaba los semblantes de extrañeza con que solían mirarla los hermanos mayorcitos (enterados indudablemente de todas sus vergüenzas), y empezaba también a volver a notar los desvíos y asperezas de su madre. O no pensaba nada, o pensaba que la habría valido más haberse muerto. Su vida era un estorbo, una cosa odiosa y odiada en la casa y en el mundo. Solamente el padre seguía apareciendo anochecido, con su regularidad automática de siempre, recóndito, fantástico, indiferentemente sepulcral..., como un hombre que no fuese sino una siniestra sombra de sí propio..., como un ser, en fin, a quien nada le interesase fuera de la tierra, ya que no podía andar por dentro como un gnomo, a preguntarla cómo estaba «Bien», respondíale Antonia; y veíale rígido desaparecer de la entreabertura de la puerta y sonando en su bolsillo los peñascos.

     Petra, en cambio, la criada, al llevarla las comidas, y si no estaba Clarita (a quien la mamá prohibió estar mucho rato, desde una vez que la encontró llorando con Antonia), íbala informando del gran escándalo dado en Badajoz. Hasta en la playa oyó ella comentarlo a las criadas...; y, «naturalmente», por eso, no habían vuelto señoras de visita... ¡ni a preguntar, cuando confesaron a la enferma y en todo el tiempo que estuvo si se muere o no se muere!...

     Una noche, Antonia, sintiendo a su madre en el pasillo, se puso a computar que llevaba cuatro días sin verla. No podía saber si se alegraba o lo sentía: íbala inspirando miedo, como el Destino, como un Destino severísimo y fatal que siempre se le acercaba para algún mandato de catástrofe. Su miedo llegó al horror que paraliza, ahora, viendo que, en vez de pasar, aparecía en el cuarto con su cara grave, indescifrable, y su rígido rigor de esfinge.

     Era el aspecto que ya le había visto tantas veces en horas decisivas, y Antonia, que estaba acostada, se medio incorporó.

     -¡Podías dormir sin luz, si te parece!... -la riñó por primera providencia.

     La hija se dio cuenta de que noches enteras, en verdad, se olvidaba de apagarla.

Mas no era esto lo que traía al cuarto a su madre. La observó avanzar hasta la cama, hasta el barrote de los pies, y detenerse.

     Y la oyó:

     -He pensado mucho en estos días. Aquí no has de morirte. En interés tuyo, y como última posible salvación, he resuelto que te vayas a Cádiz, con Navarro. Puesto que él lo quería, puedes escribirle diciéndole que el escandalazo que has dado por su culpa, te impide seguir en Badajoz sirviéndole de eterno recuerdo de vergüenza a tus hermanos. ¡Esto creo que lo comprenderás tú también! Te irás y se dirá que te has casado. Además, es el único medio de que te cases con él: le llenas de muchachos, y mucho será que pronto o tarde no acabe por querer darles su nombre. ¡Esto es frecuente en la vida!

     Nada contestaba Antonia y la madre terminó:

     -Anda, levántate y le escribes. La carta ha de ser larga y bien explicada, para que él pueda entender que yo cedo, sin ser una... cualquier cosa también, porque no tengo otro recurso... Acabo de hablarle a Mauricia, que te llevará. Se lo dices, y le dices que mande por ti a medio viaje siquiera.

     Salió.

     Antonia se quedó fija en la luz. Hacía ya mucho tiempo que no lloraba ni sentía.

     Y, ahora, únicamente sintió un afán de abrazar a su hermana Clara, que no estaba allí, sino con el ama..., en otro cuarto...

     La echaban de la casa.

     ¡Su madre!

     Una semana después, a todo escape, unas costureras, en este cuarto de Antonia, terminaban un pequeño ajuar, del que la Gamboa decía que era «para que su hija se casase por poder».

     Y Antonia, que no hablaba, que cosía también para más prisa, por orden de su madre, se quedaba muchos ratos con la aguja clavada en la almohadilla y tirada atrás de espaldas contra el viejo butacón de terciopelo.

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