Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Tercera parte

I

     Dejó el tranvía y cruzó la explanada de Atocha.

     Había reconocido la estación por su aspecto de alcázar diáfano hundido en laberintos de verjas y fosos y jardines.

     -¿Hace el favor de decirme por dónde se entra a la estación?

     -Por aquí, señorita.

     Dio las gracias y bajó la rampa que la indicaba el guardia. Llegaban coches. Otro señor la echó flores. Torció bajo la marquesina por la primera puerta, donde descargaba un ómnibus. Ya determinadamente guiada por la gente y las carretillas de equipaje, cruzó el anchuroso vestíbulo, y la detuvo un empleado de otra puerta: necesitaba billete de andén.

     -¿Hace el favor de decirme dónde se venden?

     -Allí, señorita; en los despachos.

     Encontró no fácilmente la taquilla que buscaba. Formó cola. Un señor, detrás, la floreó. Ella, grave, con esa señoril indiferencia que contiene a los más irreverentes, impacientábase y miraba el reloj de su pulsera. Se admiraba de lo que engañan el tiempo y las distancias en Madrid. Cierta de haber salido del hotel hacía una hora, llegaba casi tarde.

     Volvió veloz con el billete. Al entrar en los andenes bajo la techumbre colosal de vidrios y de hierros, el corazón le saltó. Los viajeros abandonaban el tren que acababa de llegar. Detúvose para revisarlos al paso. ¡Oh!... ¿Y él? ¿No habría venido?... Dominándose el impulso de correr y volver a mirarlos uno a uno, contemplaba desoladamente más trenes en las vías. Una confusión esto, y ella misma tuvo que reafirmarse. «Pasado mañana, martes», le habían dicho. Tenía la memoria débil de no dormir, de haber esperado tanto este momento. Si ella vino el sábado y se informó el domingo, el «pasado mañana y martes» era hoy.

     El tren vacío se retiraba. En donde estuvo, decía un cartel: Líneas de Andalucía. En otras decían otros: Línea de Toledo. Líneas de Ciudad Real y Extremadura... Aunque le era ingrato preguntarlo todo, le preguntó a un factor que cruzaba con papeles:

     -¿Hace el favor de decirme si el tren que ha llegado es el de Badajoz?

     -No, señora; ¡ése! -contestó el factor sin pararse.

     Y como pareció señalar al que llegaba en este instante y que allá lejos aún enfilaba la vía de Extremadura, la pobre aturdida pasó rápida a otro andén donde había gente aguardando.

     Acercábase, acercábase la temblorosa hilera de vagones, ya con algunas portezuelas abiertas y empleados al estribo. Paró, y fue en seguida una apremiada confusión de viajeros y mozos y equipajes. En un segundo... ¡oh, tuvo que esquivarse tras un grupo...! ¡Esteban, sí..., pero con dos amigos..., quizá de Badajoz!

     ¡Qué cambiado, aún, en otro año! Más alto, más pálido, más bigote y con dura expresión de hombre y de experiencia. Permanecía en la portezuela, tomándoles a los compañeros entre bromas y entre risas las cajas y maletas que tres mozos iban depositando en el suelo.

     Ella temblaba. Le volvían las dudas del efecto que a él pudiera hacerle su presencia. «¿Iría a escupirla?»...

     Contemplándole, absorta en él, que era su único y último terror y su única y última esperanza, en una fascinación sentíase atada igual a su compasión que a su desprecio. Le vio bajar del coche y doblar y guardar la gorra en su bolsillo, a la vez que vigilaba cómo uno de los mozos le ordenaba su equipaje. Le vio mirarla..., y ella comprendió que no la conocía..., con su sombrero, con su velo, con su boa de pluma y con su aspecto pleno de mujer...; pero... o un enlace vago de recuerdos, o mejor quizá la misma extática fijeza loca de ella, hiciéronle fijarse...; hiciéronle, por último, conocerla..., y le hicieron acercarse al ímpetu de una lívida explosión de asombros...

     -¿Tú?... ¡Oh, tú!... ¿Tú aquí? ¡Antonia!... ¡Tú!

     La había cogido la mano, y se la oprimía temblando, con un frío, con un recondito furor de pasión o de sorpresa que igual pudiera resolverse en un beso o un insulto.

     Negaba la garganta de ella a pronunciar ni una palabra, querían decirlo todo los ojos.

     -¡En Madrid!... ¡Ah, tú!... ¿Qué haces aquí?... ¿Adónde vas?... y ¡con quién!...

     Miraba en torno, Esteban, buscando... torvamente.

     -¿Con quién?, ¿con quién? -apremió, como ante el miedo de sabérsela robada en un minuto.

     -¡Con nadie! -le calmó ella al mismo tiempo que con el alma en la mirada decíale su triste donación de calmas infinitas.

     Le tomó el viajero con su otra mano también la mano, y se la guardó entre ambas codicioso. Su voz, lanzando las exclamaciones breves, había sido apagada de terrores, de cautela, que querría robarle al mundo el despojo del tesoro que él perdió... Pero, desde el coche, le vieron los amigos, y uno gritó apresurándose a bajar y a aproximarse seguido por el otro.

     -¡Eh! ¡Compadre!, ¡que nos llamamos a la parte en la conquista!

     -¡Claro, sí!... ¡Rediós, y qué morucha!...

     -¿Tu amiga?... ¡Preséntanos!... ¡Te esperaba, so ladrón!... Fagoaga..., señorita..., para lo que...

     Y se interrumpió Fagoaga, y se contuvo este otro paisano suyo en su casi ademán de enlazar a Antonia por el talle. Más que el gesto y la severidad de Esteban, habíanles infundido súbito respeto la distinción y belleza de la joven. No dudaron que no fuese, que no podía ser una de aquellas pupilas de la Leonor, de la Asunción, de la Churrete...

     -Una señorita, amiga mía -se limitó Esteban, simple y grave, a presentar.

     Y puesto que los mozos tenían listas las maletas, se inclinó hacia Antonia y preguntó:

     -¿Sale usted, no?

     -Sí -repuso Antonia, tomando el brazo que se le ofreció inmediatamente.

     Partieron detrás de la carretilla de los mozos. No hablaban por no profanar el enigma de su encuentro en la atención despierta y silenciosa de aquellos dos que iban al lado. Únicamente, al apartarse un poco en las estrecheces de una puerta, pudo este diálogo entablarse:

     -¿Estás sola?

     -Sola.

     -¿Y qué hacías aquí?

     -Esperarte.

     -¡Ah!

     -Sí, he venido a Madrid y a la estación por ti.

     -¡Ah! -volvió a exclamar el sorprendido, el deslumbrado, estrechando el cielo horrible de aquel brazo.

     Y adivinó, y le obligaron a callar su adivinación y los amigos: «Trasladado aquel Navarro, desde Cádiz, Antonia le buscaba a él y le quería por amante, también furtivamente.» Era demasiado horrible y demasiado hermoso esto para que Esteban pudiera ahora estimar si era más hermoso que horrible. Por lo pronto agradecíale el interés con que venía a buscarle, puesto que pudo averiguar que llegaba hoy.

     El respeto, la mudez como dramática y solemne de ellos se le imponía igualmente a Fagoaga y al otro. En el asalto de cocheros, quedáronse con un pequeño ómnibus. Pronto, sin embargo, hizo Esteban volver a bajar su maleta. ¿Cómo ni adónde ir allí con Antonia?

     -¡Señores, hasta luego! Tengo que dejar a esta señorita en otro coche.

     -¿De plaza, señor? -intervino el mozo.

     -Sí -dijo Esteban alejándose con él; y consultó a Antonia-: ¿Verdad?

     Pero al subir, ya nuevamente cargada la maleta, a él le volvió la misma duda: ¿adónde ir? ¿Cómo llevar a Antonia a la casa de estudiantes, ni menos limitar esta entrevista al cuarto de hora del trayecto?... La detuvo.

     -¿Tienes prisa?

     -¡Oh, no!

     -¿Dónde quieres que vayamos? ¿Dónde vives?

     -¡Oh, no sé!... Vivo en el hotel Madrid.

     Esteban reflexionó. «Viviendo ella con Navarro, no había que pensar en el hotel»..., y eran las ocho de la mañana, y ni sabía de ningún sitio a propósito ni estarían abiertos tan temprano. ¡Con qué rabia de dolor querría él y le iba a morder la boca a... esta querida de otro..., que parecía ansiar con tal premura abandonársele...! La presión tenaz del brazo de ella, efectivamente, tenía una avidez como de espantos de algo..., de lujuria. Además, ignoraba si encontrábanse en Madrid de tránsito, para partir quizá esta misma noche... lo cual explicaría las premuras por buscarle. No sabía..., no sabía... ¡Debían hablar previamente!... Aquí no le dejaban los mozos..., uno pedíale propina, y otro el talón del baúl...; dio ambas cosas, y le propuso a Antonia desayunarse en el mismo restaurante de la estación, ya que ella, por madrugar, no habría tomado nada.

     -¡Por horas! -díjole al cochero-. Espérenos en esa puerta cuando carguen el baúl.

     Se fijó en el número del coche, y entraron en la fonda. No había nadie. Una estancia cuadrangular de techo alto, llena de mesas como un café, y de recogimiento como una sacristía. Pidieron chocolate.

     -Bueno, Antonia -dijo él, de lado a lado del mármol de la mesa-: ¿quieres decirme qué haces en Madrid..., por qué me buscas..., si os vais pronto..., si...?

     Era un rencor profundo el de esta pregunta repentinamente formulada sin mirar, tras el silencio hostil y extraño, y tuvo que cortarla al advertir por leves sollozos contenidos que estaba llorando Antonia... Sus lágrimas corrían en silenciosa abundancia por su faz, bajo el velillo lirio del sombrero.

     -¿Qué es eso, Antonia?

     Ya advertida, ella se alzó el velillo hacia la frente y se llevó a los ojos el pañuelo. La contempló Esteban un rato; su rencor se deshacía; su ser se conmovió de no supo qué grandezas que dormían por sus entrañas; tendió el brazo y le acarició el codo con trémula presión de todas las piedades... Llegó el camarero con las bandejas, y Antonia dominó su llanto y lo ocultó, volviendo a bajarse el tul.

     -¿Estás en Madrid hace mucho? -desvió él su curiosidad en casi una hostilidad compasiva, cuando estuvieron solos otra vez.

     -No. Hace cuatro días. Llegué el sábado.

     -¿Por mucho tiempo?

     -¡Oh! ¡Qué sé!... ¡Acaso para siempre!

     Hubo una pausa. Los bizcochos permanecían ante los dos, intactos.

     -¿Cómo has sabido que yo llegaba?

     -Lo pregunté... Suponiendo que vivieras todavía en la calle de Jacometrezo, fui; me dijeron que vivías en la plaza de Isabel II, y allí supe por el dueño de la casa que habías escrito avisando tu viaje para hoy... Yo creía que vendrías, como otras veces, hacía el 5 ó el 6 de octubre.

     -Me he anticipado porque tengo que matricularme. El plazo de matrículas termina el 30 de septiembre, y estamos a 29. ¡Oh, quién me dijese que iba a verte, Antonia!... ¿Venís entonces trasladados? ¿Ese... Navarro, con destino aquí?

     -No. Vengo sola. He venido sola... y sólo a verte. Ese hombre... no sé ya ni dónde está.

     -Ah, ¿cómo? ¡Sola!

     Hubo otro silencio. Ella tenía los ojos bajos.

     -¡Sola! -replicó al fin-. ¡Sola en el mundo..., si tú también me rechazas..., si tú también me negaras un poco del afecto y de perdón, en caridad!

     Volvió a recogerse lágrimas, y dijo:

     -Aquel a quien me arrojaron como un trapo..., aquel que me recogió con un egoísmo frío y bestial, como por limosna...; aquel, Esteban, en cuya casa refugié mi infamia y mi tormento, se cansó primero de mi carne, y después también de mi humildad, ¡y me ha echado!... Parece que va a una comisión científica en Bélgica, y me lo dijo cortés, muy cortés...: «que era de años, y que, no pensando poner casa, no podía llevarme...» Mi madre, cuando me echó, me dio enaguas y camisas. Él..., tres mil pesetas..., ¡mi pago, después de mantenida casi un año!... Ya ves, Esteban, quién te busca, y por qué. ¡Una mendiga! ¡Llega a ti queriendo saber, al menos, que tú también la odias..., para no dudar que se halla en el mundo tan sola... por la pena de no haber querido hacerle a nadie daño!

     Era ella la que tenía esta vez todo el espanto de la seca crueldad del mundo en los ojos, y fue Esteban el que sentía en los suyos unas lágrimas de llama. Tan piadosas, por Antonia y por todas las inocentes trituradas de la barbarie social, que Antonia tuvo que acariciarle el brazo por encima de la mesa.

     -¿No me odias? -exclamó.

     Por respuesta obtuvo una convulsión que se ahogó en sollozos de congoja.

     -¿No me rechazas? ¿Me soportas junto a ti?

     Vio que la miraba él ahora fíjamente, queriendo penetrarla hasta el mismo corazón, en la misma verdad de sus dolores, y se la ofreció entera ella con su alma en las pupilas. En seguida vio y oyó que la preguntaba otro dolor rabioso, directamente al corazón:

     -¿Por qué, Antonia, hiciste aquello?

     No pudo resistirlo y cerró los párpados, la acusada por la formidable evocación de una gloria ya imposible.

     -¡Ah! ¡Deja! -repuso-. ¡Es extraño y largo por demás para explicártelo aquí!

     -¡Pues vámonos!

     -¿A dónde?

     -A..., a... ¿En qué hotel me has dicho que vives?

     -Hotel Madrid, Puerta del Sol.

     -A tu hotel entonces, ¿quieres?

     -Sí.

     -¡Vamos!

     -¡Vamos!

     Llamó Esteban, y al pagar les hizo notar el camarero que no habían tocado el chocolate... ¡Oh, ya estaba frío! Les era lo mismo no tomarlo.

     Salieron. Subieron al coche, dando las señas del hotel. El gran abrazo de triste amor, que no se habían cambiado antes, duró desde que se cerró la portezuela hasta que los detuvieron los dependientes del consumo en lo alto de la rampa. Luego permanecieron enlazados por el talle y emplearon el trayecto del Prado en hablar menudas cosas: «cuando partió el otro para Bélgica», «dónde se quedó ella en Cádiz unos días», «por qué no le había escrito desde Cádiz su intención»...; y con medias respuestas también, en la angustia de las mil curiosidades, hízole entender Antonia completamente que debió confiarle su proyecto, más que a cartas, a esta comunicación, en que ponían también sus persuasiones las almas y los ojos. Desde que el coche torció por la Carrera dedicáronse a concertar el porvenir que este mismo día para los dos inauguraba incierto y nuevo...; sin decírselo, claro es que tenían descontado no se más; y, por lo pronto, acordaban que ella le presentaría en el hotel como si fuesen matrimonio... No chocaría, puesto que, a prevención, Antonia había dicho que era casada y que su marido iba a llegar...

     Todo bien. Puerta del Sol. Subieron. Quizá al fondista le extrañó un poco la juventud también del esposo...;pero con crédula indulgencia, que no tenía por qué extremar sus dudas de la conyugal veracidad en tanta juventud, los guió al cuarto del segundo ocupado por Antonia. Muy pequeño. Cama estrecha. Habitación de 7,50..., «porque la mesa es de primer orden, como sabe la señora». Sin embargo, por el doble, siendo dos, los pasaría a mejor alcoba... Los condujo, haciendo llevar el baúl, y mandó inmediatamente cambiar la cama por una grande.

     -Para la tarde, ¿saben?... Mientras lo arreglan, puede el señor lavarse y descansar en el otro. ¿Se han desayunado?

     -No.

     -Bien; les servirán el desayuno.

     Se fueron a la habitación de Antonia los dos. Un nuevo abrazo los dejó ante el espejo del armario. Esteban se vio negro, igual que un fogonero. El calor, en el tren de charla toda la noche, les había hecho traer abiertas las ventanas...; polvo, humo y carbonilla de la máquina... ¡Iba a lavarse!... Pero, ¡qué extraña sensación!...Al quitarse la chaqueta, contúvole el respeto hacia Antonia...; y le salvó una oportunidad.

     -Mira -dijo cuando una sirviente entraba a preguntarle si también quería el señor café-, me lavaré en el otro, puesto que han llevado allí la maleta... ¡Sí, también quiero café!

     Salió. A los diez minutos volvía con otra camisa, con otro traje, peinado y limpio. El café esperaba... Antonia púsose a echarlo en las tazas..., y ambos notábanse la misma cortedad en esta enorme confianza. ¡El cuarto de ella! ¡El lecho de ella... blanco! Mirándola, tan pura y tan bonita, Esteban sufría una singular obnubilación de la memoria, en que se borraba el tiempo con la viva idea de Badajoz, como si fuese que su novia, sólo por él transfigurada en una noche, a la mañana siguiente la hubiese deslizado a su cuarto a tomar café... mientras la madre en misa... Las etiquetas de dos baúles que veía enfrente -Cádiz- le volvían a la inverosímil realidad.

     Antonia debía sentir las mismas emociones, porque al sentarse, una vez llenas las tazas, exclamó, dejando caer a una mano la frente:

     -¡Quién le hubiese dicho, Esteban, a «aquella señorita»..., que nos habríamos de encontrar así!

     Respetó él, mudo, este dolor, y tragó el primer bocado de pan empapado en café y en amargura.

     Daba el tono de resignación serena con lo que no tenía remedio, y Antonia, pasándose al fin con fuerza y lentitud las palmas de las manos por los ojos y las sienes, mojó asimismo en su taza un pedazo de tostada. Comieron un rato sin hablar y sin mirarse. Sino que el ansia de lúgubres curiosidades seguía flotando sobre ellos, y la joven preguntó:

     -¿Qué se dijo..., qué supiste tú, de mí, en aquellos días?

     Esteban contestó con agresiva sequedad:

     -Que el don Carlos ese había causado impresión en las muchachas; que tú te... ilusionaste de vencedora vanidad en la competencia, y que, sin notar que es un granuja, os confiasteis en la oferta de rápida boda, por demás, tu madre y tú.

     -¿Y qué más?

     -Oh, qué más..., ¡ya ves!... Lo que supo todo el mundo: que se fue, que te quedaste embarazada, que por poco si te matan haciéndote abortar..., y que últimamente te marchaste a vivir con él en Cádiz; que unos dijeron que él no se quiso casar porque supo cosas mías, y otros que no, que por sistema..., por ser un hombre aficionado a jovencitas «con ese procedimiento». Esto último parece que lo ha explicado en Badajoz un capitán que estuvo en La Coruña, donde había estado Navarro y donde tuvo lances parecidos.

     -¡Oh, pues es verdad! -exclamó Antonia, como en la tardía comprobación bien triste de haber sido ella la víctima de un «sistema de crueldad y de ignominia». ¡Ahora, en Cádiz, también ha hecho lo mismo con otra señorita!

     Seguía tomando el desayuno, familiarizada ya sobradamente con lo inicuo para que pudiese conturbarla, y añadió:

     -¡Qué hombre más raro! No te puedes figurar. Cortés, cortés siempre, inalterablemente cortés en todos sus detalles, como un gran señor educadísimo... y fría y dura su voluntad como una piedra.

     Todavía tornó a pesar entre los dos un tenacísimo y hostil silencio de reducción difícil, de reducción como imposible, agravado en Esteban por la especie de asentimiento que habíale prestado Antonia a «su creencia de que se ilusionó con don Carlos»..., y así terminaron a sorbos el café.

     -Mira -dijo luego ella abandonándose atrás en la butaca y mientras él encendía nerviosamente un cigarro-, no he dormido nada, ni un minuto, esta noche, esperando la hora de la estación, y tengo la cabeza poco fuerte para decirte como yo quisiese todos mis recuerdos y torturas. Haríame falta poder considerarlos con acierto, porque en su sutileza incomprensible estriba mi defensa entera, mi defensa plena para ti. Sin embargo, espero que me adivines, que me desprecies y maldigas, si acaso, por torpe, por bruta... y no debo retardarte mi disculpa. ¡Oh, sí! -exclamó aún cerrando este proemio con el anticipado asombro de lo que tendría que explicar, no sencillo-, absurdas e incompresibles sutilezas! ¡Lo veo ahora, cuando ya tan rudas me ha dado la vida sus lecciones!... ¿Por qué no naceremos al revés..., primero viejos, muriendo niños?

     Un resplandor hubo en su pausa. Era su nobleza, que prendió a Esteban en angustias de atención.

     Con la monotonía doliente de una campana que tañese en el fondo más hondo de su alma, empezó en seguida a contar sus emociones. Tomó la historia feroz de sus tristezas desde la hora en que la sorprendió su madre, y sin perdonar ni brizna de recuerdo la fue pasando por los días terribles de aquel tiempo que fue su infierno de la tierra. Habló de los tormentos que material y moralmente la infligieron..., golpes, injurias..., burlas y vigilancias de cárcel, hasta por las criadas y los hermanos mayorcitos. Habló de la pelliquera a quien esperó en vano para escribirle a Esteban, y de su imposibilidad absoluta, sin ella, para poner una sola carta en el correo; del invencible respeto estúpido que su madre la inspiraba, confiándose primero en que la revelación de sus entrañas lo rompiese, y teniendo que romperlo, al fin, cuando ya tarde le sirvió sólo la osadía para forzarla a... otra revelación de sus entrañas en pleno escándalo...

     -Todo se conjuró para que yo aceptase a aquel hombre. Se me vistió de largo para él. Mauricia debió de publicar en Badajoz lo nuestro, y supe, con horror, que se sabía, por el desvío de las amigas y hasta por frases que me hirieron en las calles. Mi madre me lo impuso, a Navarro; y él mismo me impuso su trato desde luego yendo a casa... «para poder saber si nos queríamos»...: así solamente le acepté, cierta de hacerle saber que no podría quererle, y ansiosa, por lo pronto, de arrojarle, con la simple predilección de su respetabilidad, un público mentís a los destrozadores de mi honra... Mas ¡qué torpe fui!...; espantada me persuadí de ello, cuando la revelación de mi angustia a mi madre, en la suprema defensa de tu amor, a mi madre misma le pudo consentir mostrarme mi torpeza. ¿Me hubieras tú creído, Esteban (odiándome ya como estarías al saber lo que allí pasaba por verdad de «mis nuevas relaciones»... ), si yo te hubiese escrito que no había sido la novia de Navarro?... ¡Oh!, ¡dime, dime!... ¿No hubieras pensado mejor que me dejaba y que volvía a ti... que yo había sido una vil y una traidora; y acaso una nuevamente ultrajada, en retorno a tu nueva fe con mis mentiras, por recurso?... ¡Bah!, fijate: tú sin carrera, un niño en realidad pendiente de tu madre; yo, tachada por culpas de mi madre y por culpas de mí misma; de ti para mí, además, el fantasma de la duda... Figúrate; ¡aunque hubieses al fin querido y podido creerme, cuánto y con cuánta apariencia de motivos tu familia se hubiese opuesto a aquella reparación de honor, a aquella felicidad que los dos soñábamos tan cerca!... ¡Sí, sí, lo comprendo, y acaso lo comprendes tú! ¡Todo por aquel ridículo y absurdo respeto mío a mi madre! ¡Todo por no haber sido siquiera capaz de prevenirte con una carta mi plan de falsas sumisiones!

     La comprendía Esteban. De más. Oyéndola se le saltaban las lágrimas; y un pudor de su amargura, un remordimiento también, le obligaban a esconder el llanto (para que ella no lo viese), como si allí, con los codos en el velador y ambas manos en los ojos, ocultaran arisco únicamente su dolor de tanta inocencia perdida. En los respetos, en las indecisiones, en la cobardía esclava de Antonia, estaba viendo el fiel retrato de sí mismo. En su corazón saltaba ardiendo, al mismo tiempo, la memoria de aquella confidencia miserable que le hizo a Sergio en la taberna. Mil veces había pensado que «él lanzó contra la fama de la infeliz el primer guijarro». Ahora lo ratificaba.

     Sentíalo de tal modo que le faltaba el ánimo para lanzarse en confesión a los pies de la pobre destrozada..., para pedirla perdón..., desvelándose como canalla hipócrita a quien ella debiese con asco lanzar de su presencia. Pero ella, humilde, candorosa, siempre incapaz de descifrar las monstruosidades de la vida, seguía, seguía contritamente su relato, encendida en amor de mártir ante el ídolo..., ante el dios que tuviese el derecho de «saber y castigarla todas sus bajezas». Contaba las repugnantes preparaciones de su entrega «al hombre aquel», allá en la sala, abandonada y forzada con violentas pasividades del ama y de su madre misma; hablaba «de su falsedad de niña contra el hombre falso en quien buscábase un marido», y refería luego los tétricos e inquisitoriales detalles de su larga lucha con la muerte y la locura desde una noche en que dos brujas rasgaron sus entrañas. En aquellos días, en aquellas fiebres, en aquellas contemplaciones de delirio hacia la muerte y el vacío y la soledad..., al rechazo de unas gentes que la rodeaban convertidas en verdugos.

     La irrupción de lágrimas se desbordó en Esteban, por fin. Se levantó y le dio la vuelta al velador para abrazar a la mártir. Lloraban juntos. Santamente. El llanto se les mezclaba a la infantil amargura infinita en los besos inertes y convulsos de los labios. Besaban lágrimas y rizos, en una caricia perdida del tibio calor de las mejillas y las sienes. Y de tal modo tal desolación era sin término, que Esteban se levantó del brazo de la butaca y quería consolar a Antonia, torciéndose en desesperaciones, con una calma de energía que en vano le procuraba a sus palabras triviales afabilidades...

     Sentía la como cruel obligación de saturarse de las no compartidas penas de la ángel, y arrastró cerca otro silla. Antonia continuó evocando ahora su viaje, con Mauricia, de fardo de indecoros... Un ordenanza la recogió en Córdoba. En Cádiz, el... «hombre aquel», y empezó desde el primer instante su vida de nueva prisionera de vergüenzas, en una casa, al menos, «de paz y de prestigios». Dos criadas, y ella en el indeciso papel de otra especie de mimada doncellita que tenía su cuarto junto al amo. Jamás salieron los dos. Nunca vio Antonia la población, más que de noche, y raras veces, sacada a pasear por las murallas con una vieja sirviente, como un perro. La sirviente le contaba que llevábale cartas a otra «novia de don Carlos que ya estaba de él encinta y con la cual iba a casarse». Antonia entonces temblaba un poco de visión de soledades y abandonos, por ella y por la ignota compañera, y alegrábase de ir a ser algún día abandonada sola, sola..., sin un hijo de lo que al menos no habían podido concebir sus entrañas destrozadas, y a quien tendría que tirar con ella al mar buscando el eterno refugio compasivo. ¡Sola! ¡Sola!..., ¡así había terminado sola la historia suya con aquel hombre educadísimo y cortés, grave como un príncipe, y así, sola y triste, y sin prisas de matarse o que el mundo la matara, había venido a buscar el perdón de Esteban, siquiera, antes!

     -¡Y encuentras en mí tu mundo, tu mar inmenso de muerte viva, de cariño y de esperanza! -cerró Esteban la historia horrenda como un broche de flor en flores de alegría que anudaban y daban vueltas a un porvenir.

     Se abrazaron al impulso de la mutua gratitud, y sus besos fueron más de corazones en las bocas; pero llenos de una igual pureza que les permitió en seguida mudar su conversación hacia este porvenir cuyas brumas de alba tenían que penetrar. Hermanos, en la cruel fraternidad de la experiencia, cuidáronse desde luego de manejar su libertad discretamente.

     -¡Mira! -dijo Antonia, levantándose para ir con la llave hacia un baúl. Sacó un tarjetero, volvió a sentarse y mostró billetes-. ¿Ves?... Es el dinero, son las tres mil pesetas que te dije. Para trastornarte, sabiendo yo que tú no puedes, no te habría buscado de otro modo. Con esto (¡ah, sí..., yo lo he pensado mucho, y te oí decir un día que le bastan veinticinco o treinta duros al mes a un estudiante!)..., con esto yo tendría, pues, como un estudiante también, para dos años...; trabajaría además, y... ¡ya ves tú! Pero; fíjate, aún... ¡oh, sí, sí, lo he pensado mucho...!: caro este hotel y caro de cualquier manera un pupilaje, nosotros, si tú quieres, podemos vivir en casa nuestra..., ¿sabes?..., en un piso pequeño que alquilaríamos, que amueblaríamos bien y sin derroche, en donde, en fin, hasta ahorrarías dinero tuyo, porque no habrá de subir el gasto de los dos de... ¡qué sé yo!, ¡no sé lo que cuestan las casas en Madrid!..., un gasto, pongamos, de cuarenta duros..., ¡lo bastante para tener yo con esto hasta que tú acabases la carrera!

     La aurora rosa abríase en porvenir de dilatados horizontes. Besó Esteban otra vez las manos de la reflexiva. Libre del peso que vagamente le había agobiado, se lanzó su ser a la inmensa confianza. En verdad, un poco, hasta este instante mismo, y ante esta excelsada adoradísima que él no hubiese podido abandonar sino perdiendo la vida, habían estado turbándole negras visiones de sacrificio y de pobreza... Bella, prudente y generosa... ¡salvados! Cuando el estudiante tuviera que partir en los estíos, la que le esperase le esperaría en «su hogar», y cuando él en tres años más terminase su carrera..., ¡ah, anegábalos la dicha!..., ¡un campo!, ¡un pueblo!, ¡o este mismo Madrid y para siempre el uno junto al otro!...

     Perdíanse, al decírselo, en una etérea llama de ilusiones. Charlaban y charlaban, sin fin. Más práctica Antonia, sacó un lápiz y pusiéronse los dos a hacer un cálculo de muebles. Les resultaban mil seiscientas pesetas, y empezaron sin desmayos a tachar y reducir. A la hora y media quedaba ajustado el presupuesto a dos mil reales. Implacablemente.

     -¡Vámonos! -lanzó Esteban, con el papel en triunfo.

     -¿A dónde?

     -A ver los almacenes.

     -Bueno, sí..., ¡a ir viendo! ¡Vamos!

     El buscaba su sombrero y ella una mantilla; los sorprendió la criada:

     -¡Cuando gusten los señores!

     -¿Qué?

     -El almuerzo. Es la hora de almorzar. Están tocando la campana.

     -Pero... ¿la una?

     -Sí, señorita, ¡la una! Bajen cuando gusten.

     Mirándose con asombro, dejaron la mantilla y el sombrero. Les parecía imposible haberse llevado tan pronto charlando cuatro horas. Habrían jurado que fuesen las nueve o las diez.

     -Mira, Antonia -decía ya completamente jovial Esteban dejándose por ella guiar al comedor-, es una cosa que he pensado algunas veces; si uno se aburre o es infeliz, la vida pesa y pasa lenta como un plomo: si es dichoso, no la siente, y... ¿qué es mejor?, ¿no es esto de la dicha una especie de suicidio..., un engaño y una burla de la vida..., un vivir la vida sin la vida, también?

     Almorzaron, en la mesa redonda en que había, además, otras familias, y almorzaron con verdadera hambre de alegría y de juventud. Luego se hicieron servir arriba el café. El dueño los llevó a la estancia nueva. Era espaciosa, y frente a frente a una mesita juguetero tenían dos butacas. Sentáronse en ellas, tal como estaban puestas, y cada uno cerca de la taza que había subido detrás un mozo. Proyectaban salir sin pérdida de tiempo: verían los muebles, y emplearían el resto de la tarde buscando pisos por el bulevar, por Chamberí... Sin embargo, fumando Esteban y siguiéndole Antonia la charla con una casta calma fraternal, el ambiente de siesta y la blancura de las amplísimas butacas los iba inundando de perezas deliciosas...

     -¿Vamos?

     -¡Vamos!

     Habíanse indiferentemente preguntado y respondido esto ya tres veces, sin moverse. Y a la cuarta, cuando Antonia, sin moverse, le volvió a invitar, él dijo:

     -¡Oye, Antonia, no! Son las dos. Has dicho antes que no dormiste nada anoche. La tarde es larga. Puedes descansar un par de horas. ¿Quieres?

     Antonia le miró, al oír la delicada atención, con un pesar de no haber sentido para él igual correspondencia:

     -Sí, la tarde es larga... Y eres tú el que anoche no dormiste, cansadísimo del viaje. ¡Debes descansar!

     -¡Sí, descansaremos! -sancionó Esteban, poniéndose en pie.

     Pero una turbación de nuevo le contuvo, y se quedó mirando a Antonia.

     -¿Qué? -inquirió.

     -Que... bien. ¡Que sí! -dijo ella levantándose.

     Se contemplaron. Sin saber por qué, Esteban halló un poco irreverente ir a darla un beso. El silencio de los dos era penoso. Esteban quiso cortarlo en discreción yendo junto al lecho y empezando a desnudarse vuelta la espalda. Pero... carecían de confianza: no tenían en su inmenso amor descontados los rubores de esta enorme intimidad que es el desnudarse juntos la primera vez..., ni habíalos puesto tampoco la situación fraternal en trance de disculpas pasionales..., y Esteban se volvió a subir a los hombros la chaqueta.

     Al girarse, vio que Antonia, al lado allá de las butacas, había hecho lo mismo: desajustando el pelo de su blusa, lo juntaban ambas manos al pie de la garganta... y yacía quieta...

     Difícil, bien difícil el momento, para la delicadeza de los dos. Acercarse ahora a darla el beso... (que hubiese ya de iniciar bien determinadas intenciones), le pareció más burdo todavía..., casi grosero. Y sonreíanse piadosos con la misma turbación.

     Pronto la sonrisa de ella hízose más franca, más leal:

     -No, mira, Esteban... ¡Duerme ahí! ¡Yo en mi cuarto! Otra cosa... tendría, ahora, yo no sé qué de violencia... ¿Quieres?

     Era tan dulce, tan gentil, tan certera además, la indicación de este ánimo de almas en que habíanlo puesto en toda la mañana tanta idealidad y tanto sufrimiento, que Estaban comprendió que a ambos les sería menos hermoso ahora el amarse plenos de otro modo..., como amantes con la única impaciencia del deleite, y bajó los ojos, accediendo.

     -¡Adiós! ¡Hasta luego! -dijo ella.

     Salió, dejándolo con un frío de veneraciones en que se dilataba como a un universo nuevo su existencia.

     Se despertaron a las ocho, en un tiempo igual agotados sus profundos sueños, perdidos por los senos infinitos de la paz. Fue Esteban el que llegó a despertar a Antonia cuando ya Antonia terminaba de vestirse, y los últimos detalles de tocador precisáronse al acuerdo -puesto que era ya tan tarde- de cenar antes de salir. Muy grata le pareció a él la tarea de ayudarla, de enredar entre las ropas y pañuelos y las cosas de la intimidad de ella que íbala buscando en los baúles y el armario. Cenaron y tuvieron otra sorpresa del reloj: las nueve y media, cuando salían de la fonda... y todas las tiendas cerradas. Para el día siguiente, pues, su visita a los mueblistas.

     Fuéronse al circo. A ratos se miraban. A ratos advertían que los miraban desde otras sillas los gemelos. A ratos dejábanse absorber ingenuamente en los peligrosos ejercicios de chiquillos y de niñas; de una pareja también de jovenzuelos, quizá de enamorados, que jugaban con la muerte en las barras... Funámbulos asimismo ellos, los que estaban aquí como espectadores sonrientes, quizá pensaban en los puentes de negro horror que habían tenido que salvar para encontrarse en su melancólica ventura.

     Y casi no se hablaban, recibiendo en idéntica emoción las duras lecciones de la vida a través de sus más gentiles aspectos de gracia y de belleza.

     Al salir, Esteban halló agradable vagar un poco por las calles. La noche era cálida y serena. Corrieron Recoletos y la Castellana, entre el aroma de las frondas y bajo la clara luna tropical. Muy juntos, parados a veces en la sombra para cambiarse alma en leves besos, decíanse sin fin cosas celestes, ideales..., y jamás el ser de ambos ardió en fluida llama tan suave de purezas toda blanca y toda azul, como la luna.

     Regresando con el ágil cansancio del paseo, y por no reposarse y confortarse en la canalla elegancia de un café, compraron en La Mallorquina dulces y málaga. Subieron a su fonda. Vieron en el cuarto grande las ropas y baúles de Antonia, trasladados por orden del amo, que habríale dado el otro a algún viajero..., y la disculpa de forzosa intimidad les hizo sonreír... por inútil. ¡Ya en ellos mismos habíala bien establecido con noblezas francas aquella espiritual purificación que respiraron, a todo cielo, de las flores!

     Amigos de la luna, se sentaron al balcón..., en aquel altísimo balcón que dejábales mirarla, desde discreta penumbra, por las aceras de enfrente. Dos sillas de tapicería contra la baranda, y un abandono más comiendo dulces. Eran las tres. El dulzor, no sabían ellos ciertamente, al fin, si era de los dulces, del málaga o de sus bocas. La estancia, delante de los dos llenábase también del misterio de la noche, y en su fondo, otro fantástico misterio dibujaba el lecho blanco. Esteban decía cosas de Dios, del infinito o no sabía qué flores de carne que su mano magna iba descubriendo entre las sedas... Y allí posaba los labios en breve adoración, y allí sentía un corazón su frente reclinada.

     Habían desnudado a Antonia los ángeles, quizá, y fue desnuda, blancamente desnuda, por la sombra de misterios (en batistas que olían a su vida de amor y de azucena), hasta el lecho blanco.

     Fue esta noche la gloria triunfal de una pasión que ya en dos niños sabía de todos los horrores..., que ya en dos almas sabía de toda la dolorosa bondad de olvidar..., y que olvidó y que llegó y votaba suntuosa por alturas inmortales donde no alcanzaban las miserias...

     Hay en la embriaguez de divinidad un límite sin límite que piérdese en los nimbos de los sueños, y en un celeste abandono de los brazos durmiéronse los dos... Horas sin horas. Esta noción del tiempo la recobraron solamente en la tarde siguiente, al despertar..., al ser difícilmente despertados por la camarera, que decía que «era la una».

     La laxitud, a ambos (y a Esteban la gracia de Antonia, nueva con la semiluz del día que filtraba la colgadura del balcón), hízoles permanecer en el trono de su gloria y su pureza. Servidos por la amable camarera, y reclinados en los almohadones, almorzaron sobre bandejas y servilletas tendidas en la colcha entre los dos. Luego, una atracción de eternidad volvió a lanzarlos al ansia de mirarse los dos en los ojos... sintiéndose las vidas..., y cuando se levantaron, había pasado el sol su cerco de los cielos, como pasó la luna...

     -Sí, mira, ¡oh!, ¡qué dirían... si nos sirviesen también la cena aquí!

     -¡Oh, sí, verdad, Antonia..., tienes razón!

     A los que tanto rubor les había costado desnudarse en presencia mutua la siesta antes, no les dio ahora vergüenza alguna vestirse. Era una confianza, para estas nimias cosas de la tierra, divina, ¡sí, divina!, ganada en las alturas: sabían ya que en sus cuerpos vestían y desnudaban amor. De rato en rato, calzándose ella una media, él se doblaba y besábala rápido en el muslo; viéndola ajustarse el corsé, inclinábase y dejábala otro beso en la espalda...

     Les pareció Antonia más guapa a unas señoras del comedor, y les pareció a ellos más alegre la mesa. Volvieron a recogerse en su cuarto. No salieron. Las butacas, una al pide de otro mientras tomaban café, hacíales equivocar las tazas. O no. A cada cual le placía beber por donde habían dejado amores los labios... Y hablaban a besos o a palabras..., daba igual; hablaban de la vida de este instante de ellos mismos..., sin inquietarse más de Badajoz ni de Navarra..., cual si ambos acabaran de nacer sin niñez y sin historia, sin haberse ni siquiera nunca acariciado tiempo atrás...

     -¡Oh, qué tontería..., pensar, Antonia, que yo te tuve... aquella noche! ¡No, qué tontería!... Hasta ahora no he sabido qué es amor!

     Ella, en una sonrisa, porque lo pensaba, porque lo sentía, porque había adquirido en cada uno y todos los átomos de su carne y de su ser idéntica persuasión, fue a decirle lo mismo: «yo tampoco hasta ahora he sabido...»; pero le contuvo el miedo de evocarle «el hombre aquel» para quien había servido de mecánico artefacto de lujurias, frías, calculadas, corteses como él en su propio brutalismo.

     Y dijo, por resolver en algo su impulso de decir:

     -¡Oye, las doce!

     Daban en el próximo reloj del Ministerio.

     Tornando a su ternura, añadió:

     -Mañana, en dos ajustadores, vamos a consagrar la de nuestra felicidad en la fecha de hoy.

     -No, en la de ayer -repuso Esteban. Sacó la cartera y un lápiz queriendo, desde luego, consignarla como si se le fuese a olvidar, e inquirió-: ¿A cómo estamos?

     -A 30. Ayer, a 29; 29 de septiembre.

     Escribiéndolo, tuvo él una inquietud... ¡30 de septiembre, hoy, y no se había matriculado! La angustia fue más grande en Antonia, porque temía haber inducido ya en el estudiante un desorden irreparable... Se miraban, y él triunfó:

     -¡Oh, mira, sí, Antonia, tú!... ¡Mejor! Estudiaré por libre... ¡Oye! ¡Antonia! ¡Claro! ¡Sí! ¡Mejor!... ¡Pero infinitamente mejor!... Con matrículas no podría ganar otro año hasta el que viene... Libre, en el verano aprobaré el cuarto, y en el próximo otros dos. ¿Ves?... ¡Dios en tus brazos lo ha querido, para que acabe la carrera cuanto antes!...

     Se abrazaron en un ímpetu de butaca a butaca, con la alegría recobrada del orden y del bien.

     -¿Me dejas... -pidió después Esteban- que te bese el corazón? ¡A él le debo esta fortuna!

     -¡Oh! ¿No es tuyo?

     Recostada atrás, como estaba ella, él quitó corchetes y encajes y puso los dos senos a la luz blanca de la lámpara.



II

     En el gabinete había un retrato de la tita en negro marco oval. Único recuerdo salvado por Antonia y lo único que ligábala con un pasado entre el cual y el presente se tendía la imposible voluntad de olvido.

     Cuando a Esteban le llegaban cartas de su casa, el sobre, el sello de Badajoz, la crispaban. Evocación de la ciudad de orden y de luz que fue infierno para ella. Habíansele muerto allí su madre, su familia, su pureza, su nombre. Tuvo una gran compasión muy triste hacia todas estas cosas muertas, mientras creyó, durante un año, por irónico consuelo, que la histérica inconsciencia de su madre la arrastró, como a ella misma, al desprecio y al oprobio. El clavo de la pena barrenábala con su áspera punta a la idea de las pobres hermanas deshonradas. Clarita, de once años; Herminia, Laura, Marina..., de siete, de cuatro, de dos. Inocentes que habrían de ir sabiendo su pública degradación aun antes de saber siquiera lo que fuese su inocencia. ¡A ella, en cambio, la tempestad la había arrojado a estas playas lejanas e ignoradas de una gloria!

     Tal pensó y tal sufrió mientras Esteban, cortés, con una cortesía del alma bien distinta de aquella otra de «aquel hombre», y queriendo respetarla su voluntad absoluta de olvidar las vivas cosas muertas, ni le habló de Badajoz ni le leyó estas cartas de su madre. Pero las cartas, que él dejaba abiertas por los muebles, le infundían a la adoradísima infamada un recelo constante de amenaza y de peligro. Un día, en que tras una noche de dichas inefables su recelo fue mayor, osó, al salir Esteban, mirarlas. En algunas, Gloria le escribía a su hermano. En una, la madre le mostraba al hijo su conformidad con haberse mudado «a una casa tranquila, sin locos compañeros» y con «la resolución de estudiar por libre, si esto reportábale ventajas». En otra, Gloria le contaba una función de caridad que habían dado en el teatro, trabajando las muchachas, y enviábale con las revistas fragmentos de periódicos. Se admiró Antonia. Las letras impresas contenían el nombre de su hermana Clara, como actriz, y el de su madre como una de las concurrentes distinguidas. A ambas los periódicos dedicábanles mención muy principal...; y ella, la desterrada, la proscripta en ignominias, pero la enormemente dichosa al fin, lloró de raras alegrías. Al volver Esteban, le interrogó por única vez, y oyó que la confirmaba amargo en su dulzura:

     -¡Oh, sí! Este verano ya no se hablaba de ti. Tu casa la visita todo el mundo, como antes. Solamente ha prescindido tu familia de la mía. Clara, muy conocida, estuvo festejadísima y preciosa en los bailes de la feria. Por no hablarte de esto, no te había dicho, Antonia, que en dos yo estuve sentado en la muralla viendo desde la sombra a tu hermana..., recordándote..., ¡porque no te puedes figurar de qué modo va siendo su aspecto el tuyo mismo!

     Se enterneció de más la tristísima dichosa, al choque de no supo qué ingratos cariños recordados, de no supo qué injusticias, de no supo qué increíbles indulgencias y qué redimidas inocencias...; y víctima ella sola, al lado acá del abismo de vileza en cuyo opuesto borde la olvidaban como muerta todos, se refugió en los besos y en el alma de su resurrección gloriosa..., del ancho amor que le había recogido en alma y carne de alma desde el vuelo de una tumba.

     En la tarde aquella, más que nunca, comprendió la razón sidérea e inmortal por la cual Esteban odiaba los vestidos. Se los quitó, y estatua o diosa, desnuda, sin una cinta, adorando se dejó adorar mientras le oía hablar de amor y de Dios y de la muerte.

     -Mira, tú, así -volvía a decirla él-, eres la MUJER de todas las mujeres. Griega y santa. Paganamente honestísima. Tu vida de belleza, como la hizo Dios, es tu Razón, es tu Pureza, y es tu Majestad.

     Badajoz, Cádiz, Madrid..., todos los pueblos del mundo, ante los que ella tuvo y tenía y tendría que aparecer vestida, cuando aquí no le hacía falta ante Esteban y ante Dios, acabaron de parecerle unos perpetuos «bailes del Casino», cuyos trajes vaporosos servían únicamente para que los graves ingenieros les viesen a las honradísimas mujeres los senos y las figas de lujuria tras el tul de los escotes y el revuelo de las faldas.

     ¡Ah, el bueno y luminoso Badajoz era como este Madrid del qué me importa en que ella veía rodar los landós de las cocotas entre más admiración que el de las reinas! ¡El qué me importa de las gentes «bien vestidas»!... Y como esto no lo ignoraba Esteban, también para entre las gentes placíale verla vestirse lo mejor posible.

     Se concentró más en su Esteban, en su hogar, y en la maravilla de horizontes del cielo y de la tierra que veían por los balcones.

     Sí, era maravilloso y estaban maravillados.

     Suyo el Retiro. Suyo Madrid. Vivir entre jardines y grandezas. Vecinos del sol y de la luna y las estrellas, comprendían la altura de los tonos, comprendiendo que la altura es el dominio. Y diríase que en su asombro de alegría callaban el secreto... ¡porque no fuesen los caseros a enterarse y a trocar la importancia de los precios partiendo de los «altos»!

     Casado del Alisal, 37, duplicado, interior, 4º izquierda. Y, no: 6º, en rigor de la escalera, ya que podían contar, subiendo, cinco pisos. Pero... ¿interior?... ¡Qué otra equivocación tan bella en las paradojas de su vida!... Desde los dos balcones, por el lado en que los días le enviaban el saludo rosa de sus albas, veían tendida la mágica alfombra del parque; y allá lejos, los campos, los horizontes infinitos. Desde las dos ventanas, por el lado en que las tardes enviábanles sus despedidas de nácares y púrpuras, veían el Prado; y detrás el panorama de la ciudad diáfana e inmensa. Dos balcones, dos ventanas..., aire y luz; jaula, cada habitación, del cielo, puesto que no tenían más que cuatro, amplias y con los estucos blancos y nuevos de casa nueva: dormitorio y gabinete tocador sobre el Retiro, cocina y comedor sobre Madrid.

     Habían ido contemplando en tres meses del otoño tibio palidecer las arboledas, y continuaban confirmando que seguía discretamente firme, con el leve aumento concedido al bienestar, el presupuesto que trazáronse en la fonda. Por la casa pagaban once duros, en vez de ocho, y en muebles habían gastado, encima de los dos mil reales

proyectados, otros mil; mas no tenían por qué hallarse pesarosos: Antonia, buena hacendista, atenta al orden y al tiempo en la computación del conjunto que forma el alma de toda economía, dejó previsto, y lo iba demostrando, que con los de Badajoz y de Cádiz, y ligerísimas reformas, le sobrarían, por lo menos, tres años trajes y sombreros. Los muebles, sólidos, lindos en su imitación modesta de nogal, necesitaron, en cambio, menos complementos ornativos, porque ya las paredes mismas eran una gala, o una pulida limpieza, al menos, que agradecían a sonrisas de espejos blancos los adornos que de cintas y papeles japoneses súpoles poner a las macetas de dracenas y begonias y a las tulipas de la luz la gentil enamorada.

     Enamorada de todo..., gentilísima de su amor, y de su paz, y de sí misma, y de su dicha y su belleza, y de estos balcones y paredes de su casa. Era un beso cada contacto de su mano con las cosas. Era una caricia de amor, en este ambiente de amor, cada mirada suya el amor de no importase qué, bajo el cielo de las noches y los días. Esteban la iba habituando a profundizar las emociones, y sentía lo mismo que él, en verdad, que no era que se poseyesen ambos las almas y las vidas, sino que poseían y se encontraban a la vez perpetua y amorosamente poseídos por el aire, por las rosas... por todos los grandes y pequeños espectáculos que desde su pasión serena miraban dentro o fuera de ellos mismos. Perdida en un idéntico infinito de ternura la noción de magnitud, casi ponían la misma complacencia adorando a Dios con oraciones de silencio en las noches estrelladas, que revisando ella al fuego el baño de maría y apercibiéndole la flanera al flan que iba él batiendo para el postre. ¡Perdida la noción de magnitud! ¡Perdidos los conceptos de lo enorme y lo trivial por un inmenso amor que, los tuviese comoquiera y dondequiera, los tenía en la serenidad del Universo!

     Madrugaban. Solían despertarlos los carros que iban a la estación por la calle de Alfonso XII. Tenían allí en la alcoba, por tuberías de aire calentado siempre, como el resto de la casa, un gran lavado de jofaina giratoria. Antonia le daba un beso a Esteban, saltaba de la cama sobre el linóleo, se quitaba la camisa y empezaba toda a friccionarse con la esponja y agua fría. Esteban, fumándose perezosamente un cigarro, la miraba: estatua pura.

     Era un minuto, y en otro se vestía la diligente, partiendo a preparar el café con infiernillo; entonces él, otro minuto de ablución, veinte para peinarse y vestirse, y ya tenían en el comedor, en el gabinete, el desayuno. Café, pan, manteca.

     Veían a cada instante las ventajas de la casa. Pequeña, pero nueva, y por todas partes con caudal de agua y modernos mecanismos capaces de evitar los bajos menesteres: los tres duros más que pagaban sobre el cálculo los ahorraban en criada. Al principio tomaron una mujer para oficio y recados. Antonia la despidió. ¿Qué?... Suelos de madera, que con el cepillo de pie enceraba ella dos veces por semana; suelos que no ensuciaba nadie sin más que recoger los recortes de costura en la cestilla y en los escupidores las cerillas y las puntas de cigarro; suelos de los que quitaba diariamente el polvo en un momento con otro gran cepillo de mango largo, para mano, como el plumero lo quitaba de los muebles. La loza, los tres platos y medio que utilizaban los dos, los fregaba casi sólo el grifo de las pilas. Y la leche, el pan, la carne, las verduras, los pescados..., todo, llevábanselo a domicilio de las tiendas inmediatas.

     ¿Para qué, si no fuese para complicación y estorbo, una sirviente?... Habían tenido una pena los dos, en su pasión enormemente placentera, que hubiese querido un lazo más de vida de sus vidas, al confirmar que la crueldad del mundo heriría bien honda en las entrañas de la amada, cuando ni el mismo amor hacíalas florecer un ángel; pero una vez, como en otros otras tantas, resignados al crimen que no era de ellos, al crimen de lesa humanidad que «una madre» cometió en nombre del «respeto», sobre tal tristeza alzaron la alegría de comprobar la parca y bella sencillez de su existencia. Se bastaban a sí mismos, con una libre dignificación de pájaros. Aquellos ruiseñores que oían en las noches dulces por las frondas no necesitaban criados, no tenían que imponer la recíproca humillación de esclavitud que cuesta toda humillación de tiranías a un semejante. Mientras Esteban, menos influido que Antonia de majestad de soledad, porque había sufrido menos, se obstinó en rendirla el honor de una criada, estuvieron sintiendo ambos, de ella, el pasivo despotismo de obediencia servil: dos comidas, que ahora casi improvisaba Antonia en media hora, les costaba el fuego ardiendo todo el día, y nada era tan cierto como que se hallaron de servidumbre redimidos al prescindir de servidumbre.

     Al entrar en casa y al cerrar la casa, la casa era su hogar..., era el mundo de las divinas libertades, que nada tenía que ver con el de fuera.

     Partía a las siete y media el estudiante hacia San Carlos, y la amante amada se quedaba amando el nido a que él iba a volver. Abría los balcones, las ventanas, y entraban el sol y los perfumes de las flores. Como se arregla un altar, arreglaba el lecho. En poco tiempo, las cuatro estancias religiosamente limpias como celdas de un raro convento de alegría; y la religiosa, la diosa, sentábase a bordar, sentábase a coser... ¡Cuánto se acordaba entonces de los patios y corrales, del feo grandor inútil de su casa y de tantas casas de Badajoz, con su trajín molesto de criadas, con aquel romperse las manos fregando a fuerza de lejías los ásperos ladrillos, con su eterno quitar basuras de todos los rincones!... Madrid, esta flamante y anchurosa barriada en Madrid, al menos simplificaba los domésticos trabajos de un modo prodigioso. Las máquinas, los artefactos, las cañerías, los cables... reducían los inútiles espacios y suprimían las estúpidas faenas: un tubo les subía el calor, otro el agua, y un alambre la luz.

     En la memoria de ella, por contraste, surgían sus infantiles recuerdos de aquel candil y de aquellos velones de su casa, que exigían para atizarlos agua, que llevaba con su burro el aguador; de aquella serie de quinqués, que se pasaban las noches dando tufo en sus tinieblas, y que invertían para su arreglo a una mujer toda la mañana; de aquella agua que llevaba con su burro el aguador; de aquellos tizonosos braseros, que había que estar soplando cuatro horas; de aquellos blanqueos de las paredes que cada sábado ponían los muebles en trastorno...; de todas aquellas cosas, en fin, que necesitaban tener llenas la cocina y el corral de cántaros, de tinajas, de latas de petróleo, de montones de leña y de cisco, de cal, de barro blanco, de escobas y cañas, de pinceles, de aljofifas..., de todo el arsenal de un sucio tráfago perpetuo para gustar apenas dos horas de paz y de limpieza cada día!

     ¡Oh, sí, esto era una obsesión en Antonia, con el asombro de verse ahora, sin extraño auxilio, dueña de su tiempo y de su alma!... Y de esto, que les parecía a muchos baladí, habían ella y Esteban inferido consecuencias bien profundas acerca de la simplificación de todo lo social en la futura dicha de las gentes.

     Entraba el sol, y cosía y bordaba Antonia. En la calma y en la noble pulcritud exquisita de sus estancias claras, que tenían las frondas del Retiro por pavés más que la humilde inquilina del piso cuarto podía creerse la princesa del alcázar que formaba el edificio en su conjunto. Era que habíase unido a su camarín de las almenas. Unos servidores, que pagaban la nación, cuidábanla su parque extenso; otros, que pagaban los condes y marqueses que vivían debajo, procuraban asimismo que nunca de otros pequeños jardines le faltasen las fragancias de los nardos y violetas. Y cosía, cosía o bordaba la princesa de pelo negro, con tiempo de más también para atender a sus adornos y a sus trajes, hasta que volvía el príncipe estudiante.

     Algunas veces, antes que volviese él, salía también ella, con un paquete en que llevaba al almacén las randas que bordó por la semana... Cobraba ocho pesetas, diez pesetas... y tornaba a subir al poco la escalera hasta su piso, en cuya puerta del centro solía encontrarse a una alemana institutriz, mujer o amante, pero desde luego amada, de un alto y blando representante de carretes de hilo, en cuya puerta de la izquierda solía vislumbrar el estudio de un pintor, con quien vivía otro amigo militar y periodista, que llevaba siempre un fox-terrier por la cadena. Eran, estas alturas, en la casa de condes y marqueses por abajo, una simpática instalación de juventud, de independencia, de orden absoluto, de aislamiento cada vecino con respecto a los demás, en una especie de bohemia dichosa y elegante.

     Antonia, al retomar, traía labores nuevas y algo disminuido el importe de su cuenta a cuenta de pasteles, de setas, de exóticas frutas y marrons glacés, para festejar el almuerzo. Sabía que trabajaba, contra la obstinación de Esteban, no sólo por acompañarle silenciosa en sus tareas del estudio y por ir mermándole estos miserables cuatro reales del jornal de obrera al pequeño capital de burguesita que habría de ser su garantía de algunos años, sino por el miedo a tener que separarse de él y vivir, abandonada y sola para siempre, de su esfuerzo. Aquellas cartas, sobre esta pobre ventura enorme que habíanse logrado los dos bajo el velo tenue del misterio, continuaban suspendidas como un peligro. Una madre insensata, más que inicua, la empujó a todas las vilezas: era lógico que pensase que otra irreflexiva madre, de la misma autoridad, pudiera arrancarle al hijo la ventura, y a ella con el hijo su última esperanza. Adivinándola, Esteban afirmaba que, por encima también, ¡al fin de todos los respetos trabajaría entonces con ella y para ella o moriría con ella de hambre, de pena, de injusticia, de maldición y soledad!... Pero... ¡qué cierto, en todo caso, que estos respetos (aun para los dos amenaza de violencia y de desorden) fueron la negra muralla que sólo pudo saltar la inocencia de ambos a costa de lo horrible!

     Tocaban a la puerta. Era la una. Era... ¡él!, y los tristes pensamientos de ella dispersábanse. El príncipe-estudiante, un poco pálido de su lucha con los muertos, bebía de vida en la boca y excitábase el hambre de honrado trabajador ante aquellas bandejitas de cartón que tenían por la cocina limpia las frutas, las setas, los pasteles...; ayudábala a preparar el perejil y el limón de unas almejas, de unos mariscos..., y la mesa una delicia, siempre con flores. Luego, si era ingrato el día, se iban al Polístilo a patinar porque habían aprendido juntos y les gustaba este deporte en que los dos se perseguían como ilusiones o trazaban los dehors cogidos por el talle; si era jueves, al teatro, buscando exclusivamente los conciertos o las obras del grande, del inmenso Jacinto Benavente. Pero, a diario, en tiempo hermoso, su refugio, su «gran parque Real», era el Retiro; y unas veces se perdían por las florestas y los lagos, otras se embarcaban, cansándose de remar al sol por el estanque, y las más se detenían en el parterre a gozar con los juegos de los niños.

     ¡Los niños! ¡El embeleso de los amantes niños que no habían visto en los que no fuesen niños como ellos más que la cruel ferocidad!... Preguntábanse si realmente los jardineros habrían hecho este rincón de jardines con arbustos y bojes recortados, con amplias avenidas y glorietas extensas de escalinatas suaves, como un paraíso infantil, porque era para niños, o al revés, si los niños hubiéranlo elegido y consagrado para ellos porque era así.

     «¡Tonta! ¡En todo caso, las niñeras!» -quiso puntualizar Esteban la elección.

     «¡No, tonto! ¡Fíjate!... -le tuvo que oponer Antonia-. ¡Ellos! ¡Mira aquella nenita cómo rabia porque se empeñan en tenerla lejos la niñera y el soldado!»

     Tuvieron que admitir en los pequeños un instinto encantador de sitio y de sociedad. Su edén, el parterre. Su gloria. Una angélica confusión por todas partes. Grupos, carreras, chillidos de alborozo. Balones y aros que rodaban, diávolos y globos y pelotas por el aire. Llegaba una gentililla morenita de tres años, y sin que conociese a las otras ni la presentase nadie, pedía y obtenía inmediatamente, con gracia igual, la venia para cantar en un corro enlazada por las manos. Otras preferían el «esconder»; y no pudiendo abordar en grupo a las dispersas corredoras, espiaban, situábanse a la vuelta de un macizo, y corrían y dejábanse coger para «quedarse»: de este modo, incluso como indispensables, se hallaban admitidas prontamente.

     Antonia, Esteban, desde el cualquier banco en que pasábanse las horas, vieron una tarde una diplomática conquista de amistad, entre criaturas de dos años (rubia una y llena de lazos como una rosa, rubio el otro y lleno de tirabuzones y de encajes)... por medio de confites. Era que jugaban sus respectivos hermanos mayores a correr, y habíanse alejado un poco, con las institutrices y las bonnes; ellos dos, medio abandonados de tronco a tronco donde todos habían dejado los abrigos y juguetes, se miraban..., se fueron acercando, y como no sabían hablar, se ofrecieron dulces... Luego jugaron con el carro y con la pala de uno de ellos en la arena.

     ¡Tan amigos!

     ¿Cuáles eran las niñas, cuáles los niños?... El mismo lujo, los mismos terciopelos y gorritas. Hasta cierta edad, no se diferenciaban. Los pendientes, al flamear de los bucles, solían aclarar la confusión. Y se asombraban Antonia y Esteban de ver las mismas caras, los mismos gestos..., la total identidad de los que, creciendo, habrían de ser mujeres y hombres tan social y horriblemente diferenciados en las trazas y en las almas.

     «Sí, mira -decíale a la amada embelesada, a la amada contristada, entonces, el filósofo-: el mundo no dejará de ser una barbarie hasta que los hombres y mujeres dejen de diferenciarse menos de los niños.»

     Amigos excelentes de cuatro o cinco, ganados con barquillos, según los ganaba Esteban en el Prado tiempo atrás, se divertían escuchándolos. La gracia de lo ingénico estrambótico. Los clows debían aprender de ellos la ingenuidad, y de los gatos la elegancia. Piti (nombre que cualquiera que supiera lo que fuese, en ese idioma de año y medio) tenía la cara redondita y arrebatadamente roja como una bola de coral, y una talma roja y un sombrero de fieltro rojo que le recogía la estopa de los bucles tal que un casquete de cíngaro; rojas las botas también, mostraba una:

     -Pero Piti, ¡qué bonita es esa bota!

     -¡Y ésta! ¡Mira!

     -¡Anda, tienes dos!

     -¡Una para cada pata! -contestaba Piti, satisfecha.

     Consuelina, muy mona y muy redicha, formábase sus verbos:

     -¡Hemos poniro el coche aquí y se ha caíro, porque le dije a Flencia que lo ponga y ella dijo que nosotros lo pongáramos!

     El busto de Benavente, el sabio doctor que amó tanto a los niños, el padre de este otro dramaturgo Benavente que hería y se apoderaba de las almas con comedias, presidía los juegos en el centro del jardín; y dábale su memoria de piedra y de muerte y de ciencia y de amor una extraña solemnidad a la alegría como inmortal de estas risas de la perenne, de la siempre renovada infancia de la Tierra. Cuando a las cuatro los dos amantes se volvían a casa, suspirábale el filósofo a la amada embelesada y contristada:

     -¡Son la esperanza, ellos!

     Otra esperanza acaso de ser alguna vez recuerdo de amor y de piedra en jardines de niños entre hombres y mujeres más felices, tan felices, siquiera, como Antonia y como él, impulsaba al niño amante-estudiante príncipe de la princesa linda a estudiar con una inmensa fe sus libros de hermosa y directa ciencia de la Vida. Los abría a las cuatro y a las nueve los dejaba. Antonia bordaba cerca los respetos eucarísticos, sin más interrupciones que las iniciadas breves, alegremente, por el filósofo al fumarse sus cigarros.

     -¿Eh?, ¡rabia!, ¡que me he aprendido esto! ¡Rabia!, ¡rabia!

     -¿Sí, eh?... ¡Pues rabia tú! ¡Lo que yo he bordado... Mira! -y le mostraba ella, moviendo el puño en la palma de la otra mano, las batistas llenas de calados y de rosas.

     Un mutuo placer intenso que tornaba en gentilezas las formas de rabiar. Rabiando, se besaban; y besándose se encaminaban a aquel otro placer de freír huevos o asar carne en la cocina. Suyo el tiempo, desde esta hora de la cena hasta las doce. Si en sobremesa el café y el graduado calor de las estufas les hacía siquiera cogerse en edénica pereza fraternal desde butaca a butaca la punta de los dedos, rara vez Antonia no acababa por ser, a impulso de si propia, la Eva deliciosa y púdica que se quitaba los zapatos y las medias, antes de quitarse la camisa, para que Esteban no pudiese verla con lúbricos adornos. Y si, al contrario, charlatanes y animosos, el giro de la conversación llevábalos a una filosofía de amor y porvenir toda trascendente, los últimos besos de la boca de gardenia le daban a Esteban el dolor de las mil bocas de vicio y de mentira con que otras mujeres, que podrían ser como su Antonia, y que no lo eran, por culpas de hombres que no eran al menos como él, estarían besando a otras bocas de lascivia en esta misma hora de Madrid...; y entonces, Antonia se te iba durmiendo entre los brazos, y casi en brazos llevábala al lecho él, y volvíase a estudiar sus libros de la ciencia de la vida, como si tuviesen no sabía qué deberes de redención, qué deberes de expiación... él y sus libros de la vida. Por los cristales del comedor, titilaban las luces de Madrid en el bastidor de la ventana; y el estudiante, dos horas después, mirando Madrid antes de ir a dormirse junto a su dormida amada, recordaba y repetía el celebre conjunto del poeta:

     -«¡ESTO MATARÁ A AQUELLO!»

     Pero sufría, entonces, al contemplar a la dormida adoradísima, por lo que había él matado en ella y por lo que iba matando en sí mismo de sí mismo. El..., ¡miserable!, fue quizás el único pregonador de la deshonra de Antonia... de su ANTONIA... ¡DE SU ANTONIA!..., de la todavía ángel, después de infamada por el mundo, que aquí tan noble dormía a su lado. ¡Sólo él, quizá!..., porque Mauricia, en su oficio vil y peligroso de alcahueta, tendría el secreto... «por virtud». ¡Sólo él, con aquella confidencia a Sergio en la taberna!

     Contó lo de Antonia igual que había contado lo de Renata Mir, lo de la Coja, lo de...

     ¡Cómo tenía razón la madre de ella, la Gamboa, creyendo en la indiscreción vanidosa de los hombres, y cómo hasta la Gamboa idiota no era sino una creación ingenua de la ingenuidad perversa y más idiota de los hombres!... Una novia podía estar cierta de que el beso de amor que concedía, no importase en qué misterio ni a qué hombre de honor, dábalo para su deshonor irremisible en medio de la plaza.

     El remordimiento mantenía a Esteban sobre el codo muchas noches, contemplando en la misma almohada a la durmiente infeliz que no sabía «cuánto sólo él fue la culpa de su daño». Por la cadena de secretos consabida, esto es, por lo que él le dijo a Sergio en secreto, y en secreto Sergio a otro amigo, y cada amigo en secreto, después, a todo el mundo..., la honra de la pobre Antonia quedó destrozada como un trapo en juego de alanos que no ladran. Navarro, el «especialista en jovencillas», no se hubiese fijado en Antonia a no contar con la memez tétrica del padre, con la impudicia de la madre, y con el «precedente» de la hija en sí propia, sobre todo. No, no se habría fijado en ella sin tal cúmulo de circunstancias, porque estos fríos profesionales de la infamia, y más cuanto más caballerescos, cuanto más graves y metidos en el orden, búscanle a sus empresas la impunidad y la seguridad, dentro de la sencillez y de la cobarde alevosía. Buitres de la deshonra, acuden a lo que muere, a lo que se descompone. Hipócritas y viles, a las necesitadas de reparación le ponen como cebo el matrimonio...; ¡y es lo que explotan, la perenne oferta de matrimonio, con la salida previamente vista para su severidad, para su respetabilidad! Navarro, ya en Cádiz, siempre velando por la inmaculada fama de su honor de caballero, había tenido buen cuidado de puntualizar a Antonia que no se casó con ella, al fin, porque supo, tarde para ello, a tiempo por fortuna para él, «su lance con su novio»... ¡Granuja!

     Pero granuja Navarro, el serio señor de cincuenta años y estafador de bodas, y granuja el novio que pudo poner al ídolo de su corazón en trance de la estafa. Esto no lo comprendía el que a su lado tenía a la divina niña tan perdida para el mundo..., ¡tan de más ganada para él a través del tormento y la indecencia! Iguales, ambos, él y Navarro: iguales e idénticamente los dos ante el mundo del honor cobrando aureolas tenoriescas por haberle faltado a una mujer al honor de sus palabras. El uno la dio en prenda de guardarla el secreto que no supo guardar; el otro, en garantía de una boda que no iba a efectuarse. Hubiéranse empeñado de igual modo con un hombre de un trivial negocio cualquiera de la vida, incluso en un asunto delictivo y fuera de la ley, como una deuda de ruleta..., y se hubiesen degradado para siempre; en cambio, con una débil mujer, que ni aun podría cobrarse a bofetadas, con una niña, con un ángel..., la cobarde felonía se les volvía honor y sólo para la mísera engañada

vergüenza y vilipendio.

     Era tan repulsiva esa verdad, que no comprendía Esteban cómo pudieron llegar a ella, por tan diversos caminos, Navarro y él; y saltaba inmediatamente tan monstruosamente absurda toda comparación de motivo entre las traidoras conductas del cazador de muchachas y del adorado de una diosa, que hubo de pararse a meditarlo su motivo, por no tener que admitirlo para sí más miserable aún que en el hombre aquel tan miserable. Navarro, en efecto, podía disculpar siquiera su perfidia porque de ella él hizo la trampa inevitable de un deseo, de un cuerpo de mujer; y aun siendo esto muy canalla, lo era más el tener ya aquel cuerpo con su alma y pregonar su muerte y su deshonra de manera estúpida y sin otro fin que recabarse la indigna «gloria social de los tenorios»...

     ¡No! ¡Algo más debió de haber en su ansia, en su angustia cruel de confidencia! ¡Algo más humano y menos necio que la simple vanidad! Debía de haberlo, en él, y en todos los hombres (puesto que infaliblemente todos contaban estas cosas), desde el punto en que «un impulso irresistible» les llevaba a no callarlas, aun no desconociendo que iba en ello la vida civil de una mujer..., de una idolatrada, con frecuencia, que incluso del indiscreto, era el ideal y la vida misma de su vida. El habíase suicidado algo del propio corazón, aquella noche, al asesinar a Antonia para el mundo; si él no hubiese dicho aquello, llorando de amor y de ternura, Antonia, ya que la deshonra no quiso dejarle él lo inocultable, habría podido esperarle años y años bajo las tiranías de la madre con su secreto doloroso..., sin la angustia de saberse públicamente difamada, y sin la prisa de restaurar su buen nombre en las propias y ajenas torpezas que la arrojaron al desastre. Aun suponiendo que Navarro se hubiese dirigido a ella al creerla pura, Navarro, «impuesto» por la Gamboa, hubiera sido un aspirante a novio, nada más; y deshecho pronto o tarde, con el equívoco, el enojo del ausente, ¡tarde o pronto la mártir hubiera sido la esposa que presentase él como orgullo de su amor a la faz entera de la tierra!

     ¿Qué cosa, entonces, más humana, infinitamente más humana y fuerte que la necia vanidad, más fuerte que el mismo inmenso amor que le impulsaba al misterio, le forzó a decir llorando, temblando, aquella noche, lo que él propio sabía capaz de producir tanto destrozo? ¿Qué cosa horrible de la vida había en conflicto con la vida, que así, a él y a todos los amantes nobles o innobles del mundo, arrastrábalos a la invencible confesión de los triunfos de mujeres?... ¡Ah! ¡Debía de ser tan poderoso, lo que fuese, que él mismo, con este inútil dolor de la contemplación de la catástrofe, estaba sintiendo en el fondo de su alma cómo, si posible fuera volver atrás el tiempo y los sucesos, volvería «a hacer igual»...; cómo, si con otra virgen desdichada volviera a encontrarse en parecida situación «haría igual»..., ¡así tuviese después toda la vida, tal que aquí se despreciaba y maldecía, que despreciarse y maldecirse!...

     La contradicción con su evidencia poníasele más de manifiesto al hacerle comprender que sólo por un colmo de lamentable hipocresía pudiera afirmarse ahora mismo lo contrario. No hacía falta la propia experiencia de tristeza, en hechos más que clara y constante y abundantemente revelados por la triste experiencia general: antes de cometer su crimen, sabía Esteban la historia de aquella artesanita muerta en Badajoz, y abominaba y condenaba la irrespetuosidad de sus amigos al tratarse de muchachas..., de muchachas que eran a veces parientes de los indiscretos habladores, primas hermanas como Charito López de Sergio... ¡Lo que no impidió que, para que contara harto más que contaba Sergio de su prima..., él aquella noche se llevase a Sergio a una taberna!... ¿Con qué lógica, a quien no reservaba ni secretos de una mujer de su familia, iba a pedirle torturas de secreto tan suyo y, siéndole tan caro, no lo pudo reservar?

     Se abrumaba Esteban. En fuerza de pensar qué pudiera ser esto tan tremendo, tan humano, tan formidable, que así implacablemente a los hombres los llevaba a asesinar honras de mujeres, y aun de las más queridas..., llegó a saberlo. Y al saberlo le sorprendió su sencillez y lavó a los hombres de una mancha de vileza..., arrojando esta vileza, una vez más y por esta cosa más, a los artificios sociales.

     Llegó a saberlo, y pudo saberse desde entonces menos miserable: no era, no, «la vanidad». Era «la vida misma, que encendida en lumbre saltaba en resplandor». Era «que no había en la vida triunfo más grande que este de la posesión divina de un ser por otro ser; y en cualquier momento que se efectuase ella tendría que ser cantada en gritos de victoria..., como en los mismos trinos o alaridos de victoria la cantaban, sin ninguna vanidad, los ruiseñores en el árbol y los ciervos por el bosque». Era «el amor, que siendo sol, cuando surgía en las vidas las llenaba de diafanidades suntuosas e irradiaba al universo»!... ¡Y, claro, más fuerte que el amor..., puesto que era la fuerza y la explosión en luz y en llama del mismo amor, y fuese el querer taparlo como el querer taparle al sol su «luz de escándalo» porque así la pudibunda humanidad en nombre «del honor» un día lo decretase!

     Cuando una mañana Esteban supo esto, de la vida, en fuerza de mirar a los muertos de San Carlos, vino a casa y se lo dijo a Antonia; todo: su traición y su grandeza.

     -Mira -comentábala después-; Napoleón, con sus banderas por Europa, no tuvo más embriaguez de orgullo y de dominio que yo al sentirte mía, que cualquier amante al sentirse Dios, más que emperador, en la gloria de su amada. Hubiérasele pedido a Napoleón en vano que no proclamase su embriaguez soberbia por la tierra a todo el sonar de sus clarines, y tan en balde se le pedirá a un amante amado que no pregone su inmensa majestad. La indiscreción no es ¡más que la campana de alegría de las bodas sin campanas! Y díselo tú, si a ti te oyen, a todas las pobres chiquillas que creen poder darse en boda en el misterio.

     -Mira -añadía después, viéndose perdonado a besos-: tenía yo en el corazón, antes de decirle a nadie que eras mía, un dolor que me quitó cuando lo dije; cuando lo supo Sergio, parecíame que el mundo vivía de mi ventura, que yo vivía extendido con tu amor por todo el mundo, por el sol y por los cielos. Y es tan grande esta grandeza, que si se tiene, estalla, aunque mate a uno, o muera uno; y si no se tiene... se miente. Fíjate, Antonia: es la misma con que la novia le enseña a los amigos, con magnífico impudor, la cama de la boda...; porque también vosotras sentís el mismo ímpetu discreto, aunque os salte sólo por los ojos... No lo dudes que de su propia esposa, el marido, si la ama, al poseerla... se lo diría al orbe en trueque de deshonra..., si ya las bodas no fuesen por sí mismas al tiempo que consagración de honores su público pregón. ¡No lo dudes!

Arriba