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Abajo

En la sangre

Eugenio Cambaceres



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ArribaAbajo- I -

De cabeza grande, de facciones chatas, ganchuda la nariz, saliente el labio inferior, en la expresión aviesa de sus ojos chicos y sumidos, una rapacidad de buitre se acusaba.

Llevaba un traje raído de pana gris, un sombrero redondo de alas anchas, un aro de oro en la oreja; la doble suela claveteada de sus zapatos marcaba el ritmo de su andar pesado y trabajoso sobre las piedras desiguales de la calle.

De vez en cuando, lentamente paseaba la mirada en torno suyo, daba un golpe -uno solo- al llamador de alguna puerta y, encorvado bajo el peso de la carga que soportaban sus hombros:   —6→   «tachero»... gritaba con voz gangosa, «¿componi calderi, tachi, siñora?»

Un momento, alargando el cuello, hundía la vista en el zaguán. Continuaba luego su camino entre ruidos de latón y fierro viejo. Había en su paso una resignación de buey.

Alguna mulata zarrapastrosa, desgreñada, solía asomar; lo chistaba, regateaba, porfiaba, «alegaba», acababa por ajustarse con él.

Poco a poco, en su lucha tenaz y paciente por vivir, llegó así hasta el extremo Sud de la ciudad penetró a una casa de la calle San Juan entre Bolívar y Defensa.

Dos hileras de cuartos de pared de tabla y techo de cinc, semejantes a los nichos de algún inmenso palomar, bordeaban el patio angosto y largo.

Acá y allá entre las basuras del suelo, inmundo, ardía el fuego de un brasero, humeaba una olla, chirriaba la grasa de una sartén, mientras bajo el ambiente abrasador de un sol de enero, numerosos grupos de vecinos se formaban, alegres, chacotones los hombres, las mujeres azoradas, cuchicheando.

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Algo insólito, anormal, parecía alterar la calma, la tranquila animalidad de aquel humano hacinamiento.

Sin reparar en los otros, sin hacer alto en nada por su parte, el italiano cabizbajo se dirigía hacia el fondo, cuando una voz interpelándolo:

-Va a encontrarse con novedades en su casa, don Esteban.

-¿Cosa dice?

-Su esposa está algo indispuesta.

Limitándose a alzarse de hombros él, con toda calma siguió andando, caminó hasta dar con la hoja entornada de una puerta, la penúltima a la izquierda.

Un grito salió, se oyó, repercutió seguido de otros atroces, desgarradores al abrirla.

-¿Sta inferma vos? -hizo el tachero avanzando hacia la única cama de la pieza, donde una mujer gemía arqueada de dolor:

-¡Madonna, Madonna Santa...! -atinaba tan sólo a repetir ella, mientras gruesa, madura, majestuosa, un velo negro de encaje en la cabeza, un prendedor enorme en el cuello y aros y cadena   —8→   y anillos de doublé, muchos en los dedos, hallábase de pie junto al catre la partera.

Se había inclinado, se había arremangado un brazo, el derecho, hasta el codo; manteníalo introducido entre las sábanas; como quien reza letanías, prodigaba palabras de consuelo a la paciente, maternalmente la exhortaba: «¡Coraque Duña maría, ya viene lanquelito, é lúrtimo... coraque!...»

Mudo y como ajeno al cuadro que presenciaban sus ojos, dejose estar el hombre, inmóvil un instante.

Luego, arrugando el entrecejo y barbotando una blasfemia, volvió la espalda, echó mano de una caja de herramientas, alzó un banco y, sentado junto a la puerta, afuera, púsose a trabajar tranquilamente, dio comienzo a cambiar el fondo roto de un balde.

Sofocados por el choque incesante del martillo, los ayes de la parturienta se sucedían, sin embargo, más frecuentes, más terribles cada vez.

Como un eco perdido, alcanzábase a percibir la voz de la partera infundiéndole valor:

E lúrtimo... coraque!...

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La animación crecía en los grupos de inquilinos; las mujeres, alborotadas, se indignaban; entre ternos y groseras risotadas, estallaban los comentarios soeces de los hombres.

El tachero entretanto, imperturbable, seguía golpeando.



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ArribaAbajo- II -

Así nació, llamáronle Genaro y haraposo y raquítico, con la marca de la anemia en el semblante, con esa palidez amarillenta de las criaturas mal comidas, creció hasta cumplir cinco años.

De par en par abriole el padre las puertas un buen día. Había llegado el momento de serle cobrada con réditos su crianza, el pecho escrofuloso de su madre, su ración en el bodrio cotidiano.

Y empezó entonces para Genaro la vida andariega del pilluelo, la existencia errante, sin freno ni control, del muchacho callejero, avezado, hecho desde chico a toda la perversión baja y brutal del medio en que se educa.

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Eran, al amanecer, las idas a los mercados, las largas estadías en las esquinas, las changas, la canasta llevada a domicilio, la estrecha intimidad con los puesteros, el peso de fruta o de fatura ganado en el encierro de la trastienda.

El zaguán, más tarde, los patios de las imprentas, el vicio fomentado, prohijado por el ocio, el cigarro, el hoyo, la rayuela y los montones de cobre, el naipe roñoso, el truco en los rincones.

Era, en las afueras de los teatros, de noche, el comercio de contra-señas y de puchos. Toda una cuadrilla organizada, disciplinada, estacionaba a las puertas del Colón, con sus leyes, sus reglas, su jefe; un mulatillo de trece años, reflexivo y maduro como un hombre, cínico y depravado como un viejo.

Bravo y leal, por otra parte, dispuesto siempre a ser el primero en afrontar el peligro, a dar la cara por uno de los suyos, a no cejar ni aun ante el machete del agente policial, el pardo Andinas ejercía sobre los otros toda la omnipotente influencia de un caudillo, todo el dominio absoluto y ciego de un amo.

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Tarde en las noches de función, llegado el último entreacto, a una palabra de orden del jefe, dispersábase la banda, abandonaba el vestíbulo desierto del teatro, por grupos replegada a sus guaridas: las toscas del bajo, los bancos del «Paseo de Julio», las paredes solitarias de algún edificio en construcción, donde celebraba sus juntas misteriosas.

Bajo el tutelaje patriarcal de Andinas, allí, en ronda todos, cruzados de piernas, operábase el reparto de las ganancias, la distribución del lucro diario: su cuota, su porción a cada cual según su edad y su importancia, el valor de los servicios prestados a la pandilla.

Las «comilonas», los «convites», a la luz apagadiza de un cabo de vela de sebo venían luego, el rollo de salchichón, la libra de pasas, la de nueces, el frasco de caña, la cena pagada a escote, robada acaso, soliviada del mostrador de un almacén en horas aciagas de escasez.

Como murciélagos que ganan el refugio de sus nichos, a dormir, a jugar, antes que acabara el sueño por rendirlos, tirábanse en fin acá y allá, por los rincones. Jugaban a los hombres y las   —14→   mujeres; hacían de ellos los más grandes, de ellas los más pequeños, y, como en un manto de vergüenza, envueltos entre tinieblas, contagiados por el veneno del vicio hasta lo íntimo del alma, de a dos por el suelo, revolcándose se ensayaban en imitar el ejemplo de sus padres, parodiaban las escenas de los cuartos redondos de conventillo con todos los secretos refinamientos de una precoz y ya profunda corrupción.



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ArribaAbajo- III -

La situación entretanto mejoraba en la calle de San Juan. Consagrado sin cesar, noche y día, a su mezquino tráfico ambulante, con el inquebrantable tesón de la idea fija, continuaba arrastrando el padre una existencia de privaciones y miserias.

Lavaba la madre, débil y enferma, de sol a sol, no obstante pasaba sus días en el bajo de la Residencia.

Genaro por su parte, bajo pena de arrostrar las iras formidables del primero, solía entregarle el fruto de sus correrías, de vez en cuando llevaba él también su pequeño contingente destinado a aumentar el caudal de la familia.

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Arrojado a tierra desde la cubierta del vapor sin otro capital que su codicia y sus dos brazos, y ahorrando así sobre el techo, el vestido, el alimento, viviendo apenas para no morirse de hambre, como esos perros sin dueño que merodean de puerta en puerta en las basuras de las casas, llegó el tachero a redondear una corta cantidad.

Iba a poder con ella realizar el sueño que de tiempo atrás acariciaba: abrir casa, establecerse, tener una clientela, contar con un número fijo de marchantes; la ganancia de ese modo debía crecer, centuplicar, era seguro... ¡Oh! ¡sería rico él, lo sería!

Y deslumbrado por la perspectiva mágica del oro, hacíase la ilusión de verse ya en el Banco mes a mes, yendo a cambiar el rollo de billetes que llevara fajado en la cintura por la codiciada libreta de depósito.

Uno a uno recorrió los barrios del Sud de la ciudad, observó, pensó, estudió, buscó un punto conveniente, alejado de toda adversa concurrencia; resolviose finalmente, después de largos meses de labor y de paciencia, a alquilar un casucho   —17→   que formaba esquina en las calles de Europa y Buen Orden el que, previa una adecuada instalación, fue bautizado por él en letras verdes y rojas, sobre fondo blanco, con el pomposo nombre de GRAN HOJALATERÍA DEL VESUBIO.

No debían salirle errados sus cálculos, parecía la suerte complacerse en ayudarlo, y, a favor del incremento cada día mayor que adquiriera la población hacia esos lados, consiguió el napolitano acumular, andando el tiempo, beneficios relativamente enormes.

Fiel a la línea de conducta que se había trazado, no alteró por eso en lo mínimo su régimen de vida. La misma estrechez, la misma sórdida avaricia reinaba en el manejo de la casa. Las sevicias, los golpes, los azotes a su hijo siempre que tenía éste la desgracia de volver con los bolsillos vacíos; los insultos, los tratamientos brutales en la persona de su mujer, condenada a sobrellevar el peso de tareas que su salud vacilante le hacía inepta a resistir.

Y eran, en presencia de alguna tímida y humilde reflexión, de alguna sombra de contrariedad o resistencia, los torpes y groseros estallidos, los   —18→   juramentos soeces, las blasfemias, semejantes al gato que se encrespa y manotea al solo amago de verse arrebatar la presa que tiene entre las uñas.

Ella, sin embargo, mansamente resignada en todo lo que a su propia suerte se refería, luchaba, se rebelaba tratándose de su hijo; con esa clara intuición que comunican los secretos instintos del amor materno, día a día encarecía la necesidad de un cambio en la vida de Genaro, solicitaba, reclamaba del padre que el niño se educara, que fuese enviado a una escuela.

¿Qué iba a ser de él, qué porvenir la suerte le deparaba, abandonado así a su solo arbitrio?

Pero la escuela costaba, era indispensable entrar en gastos, comprar ropa, libros. Luego, yendo a la escuela, perdería el muchacho su tiempo, dejaría de hacer su día, de ganar su pan y todo ¿con qué miras, a objeto de qué?... ¿de saber leer y escribir?

«¡Bah!...», refunfuñaba con una mueca de desprecio el napolitano, nadie le había enseñado esas cosas a él... ¡ni maldita la falta que le habían hecho jamás!...

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Nada, nada, que siguiera así, como iba, como hasta entonces, buscándose la vida, changando y vendiendo diarios, algo era algo...

Después, en todo caso, siendo grande, más grande ya, vería, lo conchabaría, lo haría entrar de aprendiz de algún oficio...

Resuelta por su parte a no ceder, obstinada ella también y segura de la obediencia de Genaro, cuya complicidad, a fuerza de caricias, de halagos y promesas, había sabido conquistarse, imaginó la madre ejecutar su plan ocultamente. Ella, ella sola, sin el auxilio de nadie...

Y, a trueque de acelerar los progresos del mal que lentamente la consumía, atareada, recargada de trabajo más aún, pudo reunir al fin una pequeña suma, subvenir a los primeros gastos, comprar traje, sombrero, botines para su hijo.

Lo haría salir vestido, sin que lo viese el padre, de noche, por el zaguán. Había una escuela a la vuelta: allí lo pondría al muchacho.



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ArribaAbajo- IV -

Tenía diez años de edad Genaro, cuando, determinando un cambio profundo en su existencia, un acontecimiento imprevisto se produjo.

Pidiendo a gritos auxilio, una mañana su madre corrió a abrir la puerta de calle. Debía haber muerto el marido, había querido ella despertarlo, lo había llamado, lo había tocado, no contestaba, estaba frío.

Deshecha en llanto y suplicante, pedía que entraran, que viesen, que le dijesen; con palabras entrecortadas, con frases incoherentes, encomendábase al favor de Dios y de la Virgen, oprimiéndose la frente entre ambas manos, erraba como alelada, desatinada iba y venía.

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Varios que en ese instante acertaban a pasar, otras personas del barrio se agruparon: el almacenero de enfrente, el colchonero de la acera, el negro vigilante, el changador de la esquina y todos en tropel penetraron a la casa.

Como si hubiese intentado arrastrarse de barriga, la cara de lado, encogido y duro, estaba el napolitano tirado sobre su catre de lona.

Una baba espumosa y negra brotaba de sus labios contraídos por el rictus de la muerte, chorreaba a lo largo de su barba. Había metido el brazo debajo de la almohada, sacaba la mano más allá, tenía, en la crispatura de sus dedos, apretada la llave del cajón del mostrador. Una punta de la sábana enredada entre las piernas del difunto, colgaba por un costado hasta rozar el piso de ladrillos.

En un ángulo del suelo, sobre un colchón, dormía Genaro.

Arrancado al sueño que lo embargaba, a ese sueño sin sueños de la infancia, lentamente desperezándose, restregose los ojos, se incorporó.

Aturdido, embotado aún su cerebro, paseaba en torno suyo una mirada estúpida de asombro.   —23→   ¿Qué significaba la presencia de aquella gente, de dónde habían salido, por qué estaban allí, qué hacían en su casa todos esos?

Acababa de desprenderse de los otros un intruso, habíase acercado al muerto y curioso, entrometido, lo palpaba, lo movía:

-¡Al ñudo es que lo sacuda... no, no... no va a comer más pan ése! -meneando la cabeza declaró en tono sentencioso el moreno vigilante.

Dio un grito Genaro entonces, un grito agudo al comprender, y soltó el llanto.

Varios de los presentes, compadecidos, interesándose por él, quisieron llevárselo de allí, suavemente lo alejaron con palabras de consuelo, sacáronlo al patio de la casa, donde cayó desesperado en los brazos de la madre.

Pero, poco a poco, otros agentes acudían, un Comisario llegó, luego un médico.

Examinó éste el cadáver, apenas, de lejos, un instante; pidió pluma y papel e informó que se trataba de un caso de vicio orgánico.

Se hacía, entretanto, necesario proceder a las diligencias y trámites del caso. De entre los vecinos   —24→   se ofrecieron, llegando a comedirse; el dueño del almacén se encargó de la partida, el colchonero del fúnebre y del cajón, mientras rodeada de sus conocidas, ocupábase en vestir el cuerpo la viuda, silenciosamente, con esa mansa conformidad de la gente que no piensa y en quien el alma, incapaz de encontrar un solo grito de sublevación o de protesta, enmudece en presencia del dolor, como un resorte mohoso.

Al caer la noche, sin embargo, eran enviados los aparatos mortuorios a la casa: un cajón de forro de coco, un manto de merino galoneado, cuatro hachones en cuatro enormes candeleros abollados a golpes, cobrizos, desplateados.

Los amigos del muerto habíanse pasado la voz para el velorio. Poco a poco fueron llegando de a uno, de a dos, en completos de paño negro, con sombreros de panza de burros y botas gruesas recién lustradas. Zurdamente caminaban, iban y se acomodaban en fila a lo largo de la pared, en derredor del catafalco elevado en la trastienda. Uno que otro, cabizbajo, en puntas de pie, aproximábase al muerto y durante un breve instante lo contemplaba. Algunos daban contra el umbral   —25→   al entrar, levantaban la pierna y volvían la cara.

En la tienda, sobre el mostrador, había pan, vino, queso, salchichón y una caja de cigarros hamburgueses traídos también del almacén. Constantemente una pava de café hervía en el fogón de la cocina.

Sin atinar Genaro a darse cuenta, a hacerse cargo exactamente de todo aquello anormal, extraordinario que veía desde horas antes sucederse, confundido aún y como en sueños, con la curiosidad inconsciente de la infancia, miraba embebido en torno suyo, inmóvil, sobre una silla, en un rincón.

Pasado el primer momento de doloroso estupor, de susto, algo claro y distinto se acusaba, sin embargo, en él, surgía netamente de lo íntimo de su corazón y de su alma: una completa indiferencia, una falta, una ausencia absoluta de pesar, de sentimiento en presencia del cadáver de su padre.

No lo volvería a retar el viejo, a castigarlo, a maltratarlo; no habría ya quien lo estuviese jorobando; se había muerto.

¿Y qué era eso, morirse y que lo enterraran a uno... sabían las ánimas andar penando de   —26→   noche en los huecos, como contaban?... ¿Sería cierto lo que decía el catecismo, que todos resucitaban el día del juicio?

¡Quién sabía si se iría a morir como los otros él, si Dios, tata Dios, no lo guardaba para semilla!...

Las salpicaduras viejas de cera, amarillentas sobre el fondo negro del manto funerario, un momento distrajeron su atención, púsose a contarlas.

Él también iba a ir al acompañamiento, en coche, por la calle Florida hasta la Recoleta.

Su mamá le había recomendado que saliera bien temprano, se comprase un traje negro en la ropería de la otra cuadra y se hiciese poner luto en el sombrero.

Tenía la plata que le había entregado en el bolsillo.

¿No se le habría perdido?... Metió la mano y tocó el dinero.

No iba a haber escuela para él en esos días... y hasta después del funeral le irían a dar tal vez asueto... ¡qué suerte!...

La atmósfera, sin embargo, se cargaba; empezaba   —27→   a sentirse un tufo a muerto, a sudor y a aliento de ajo. En la corriente del aire de las puertas entornadas, humeaba la pavesa de los hachones; se veía turbio como en una noche de niebla.

Las telarañas del techo, enormes, oscilaban lentamente, semejantes a las olas de un mar muerto, mientras confundido con el canto lejano del sereno en las horas, en las medias, susurraba de continuo un zumbido de voces roncas análogo al de un nido de mangangaes.

El vientre del cadáver insensiblemente se elevaba.

Vencido Genaro al fin por el cansancio, apoyado el cuerpo a la pared, arqueada la cintura, colgando del asiento sus dos pies, había fijado los ojos sobre la luz de un hachón. Le ardían, le picaban, le incomodaban; se los restregaba de vez en cuando, hacía una mueca de fastidio; poco a poco los cerró y cabeceando acabó por quedarse profundamente dormido.



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ArribaAbajo- V -

Fueron cuatro los coches: el fúnebre con plumeros negros y una figura como a modo de ángel, fabricada arriba, hincada y de cruz.

Estacionaban luego los otros tres, de plaza, transformados, como disfrazados de «librea», con ayuda del sombrero de castor y de la levita de los cocheros.

En la cuadra, la gente alborotada desatendía sus quehaceres; las mujeres, algunas con criatura en los brazos, salían, poblaban las puertas, invadían las veredas, se saludaban, hablaban en voz alta del suceso, lo comentaban; uno que otro hombre mezclábase a la conversación.

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De vez en cuando, por entre las rejas de alguna «casa decente», asomaba el óvalo de un ojo, la punta de una nariz, mientras, frente mismo a lo del muerto, en media calle, los muchachos amontonados se volteaban a empujones por mirar. Era que sacaban el cajón en ese instante, entre seis, a pulso, por el zaguán.

Pero la puerta resultó angosta para salir de frente; tuvieron que perfilarse, cambiaron de mano, forcejearon, cayeron al empedrado, oyose el asiento de sus pisadas tambaleando con el peso como caballos de carro al arrancar.

Seguía un carruaje de luto detrás del fúnebre. El almacenero y dos más, como a guisa de parientes, lo ocuparon, hicieron subir con ellos a Genaro.

Un inconveniente, sin embargo, se suscitó a última hora, una demora se produjo: los convidados eran muchos, los coches no bastaban; fue necesario salir en busca de uno, allí a la cuadra, a la plaza de la Concepción. Sin tiempo a presentarse «vestido de galera» también él, iba muy sucio el cochero.

Por fin, de un extremo a otro, como tiros que se   —31→   chingan, los látigos chasquearon y poco a poco, trabajosamente, en el zangoloteo de los pozos del empedrado, crujiendo la madera, chirriando el fierro, sonando los resortes con ruidos de aldabas de matraca, al trote perezoso de los caballos, moviose la comitiva, dirigiose a tomar la «Calle Larga de la Recoleta», no sin antes recorrer la ciudad por Victoria y por Florida.

Llegado el cuerpo al cementerio, en la capilla, un hombre gordo, de sotana entrepelada y barba sin afeitar, como rezongando entre dientes roció el cajón con un hisopo.

El acompañamiento avanzó luego por la calle principal. Se sentía calor adentro no obstante el viento, un viento fuerte del río que balanceaba la negra silueta de los cipreses obligándolos a inclinarse, como si, dueños de casa, hubieran querido éstos saludar al muerto recién llegado.

Los seis de la comitiva que cargaban el cajón, sin sombrero, sudaban al rayo del sol, jadeaban sofocados, pasábanse el pañuelo por la frente, arrastraban los pies en la fatiga, se movían como enredados, tropezaban a ratos contra las puntas de adobe del piso mal nivelado.

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Tres veces hicieron alto a descansar, caminaron otras tantas, dejaron a trasmano las sendas de sepulcros alineados pisando ahora lo de atrás del cementerio, la maciega alta y tupida de la tierra donde los pobres se pudrían.

«U le aquí», limitose a barbotear en el silencio la voz vinosa de un italiano viejo capataz del cementerio.

Había apuntado a una sepultura recién abierta entre la multitud de cruces sembradas por el suelo, antiguas, despintadas unas y cubiertas a medias por los yuyos, otras frescas, de esos días.

Las paladas de tierra, arrojadas desde alto, no tardaron, sin embargo, en caer sobre el cajón, chocando contra la tapa, golpeando en ella, al sucederse, con un sonido fofo de hueco, como cuando se camina sobre un puente.

Una a una las veía Genaro amontonarse, sin dolor, sin opresión; el entierro, el acto en sí, la materialidad del hecho mismo, todo entero lo absorbía, ocupaba por completo su atención: la soga primero, una soga torcida y gruesa, atada con ayuda de dos nudos corredizos y que había servido para bajar el cajón: cabía justito éste; luego las palas   —33→   el hoyo que habían cavado y que se iba ahora rellenando. Habría querido tener una para ponerse a echar tierra también él.

Faltó sólo colocar la cruz, momentos después. Un carpintero del barrio llevábala bajo el brazo; era de pino, negra, el epitafio estaba escrito con letras hechas a mano, de pintura blanca, sobre un corazón clavado al pie.

Terminado el acto por fin y al retirarse ya la concurrencia, a indicación de uno de los presentes, Genaro sólo se desprendió del grupo, fue y depositó en la tumba una corona.

A plomo sobre sus dos pies, caído el pelo a la frente, el sombrero en la mano izquierda, la derecha en la solapa del paletó, alcanzábase a distinguir el retrato del tachero; una fotografía amarillenta, metida en un nicho, detrás de un vidrio.

Era un recuerdo piadoso consagrado por la viuda a la memoria del difunto.



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ArribaAbajo- VI -

Dos días después de haber tenido lugar la fúnebre ceremonia, un agente de negocios judiciales, vecino de la parroquia, golpeaba en casa del muerto.

Iba a ver a la viuda, a visitarla y a presentarle su pésame por la desgracia que ésta había sufrido. Poco a poco, en el curso de la conversación, insinuole la conveniencia de un pronto y oportuno arreglo de sus negocios, la necesidad en que se hallaba de proceder a la liquidación de la testamentaría de su esposo.

El mismo concluyó por ofrecerse indicándole a la vez un abogado conocido suyo, persona muy   —36→   decente, muy capaz y muy honrada, quien se haría cargo gustoso de la dirección del asunto.

Bien sabía ella que no en cualquiera podía uno fiarse en el «día de hoy». ¡Estaba tan de una vez degradada la profesión, y a los pobres sobre todo, los estiraban de un modo cuando tenían la desgracia de caer mal!...

En abogados, procuradores, escribanos y demás historias, todo se le iba de las manos a uno si se descuidaba, todo se lo comían entre una punta de alarifes, cientos de miles de pesos, herencias cuantiosas se evaporaban, se hacían humo así, de la noche a la mañana sin saber cómo... Era un escándalo, una picardía, una canallada... ¿Y quiénes venían a pagar el pato al fin? los infelices huérfanos que quedaban reducidos a la más completa indigencia...

Con él no había peligro de que tal cosa sucediera... no, no, no había cuidado, podía estar tranquila a ese respecto... ¡qué esperanza!... ¡él no era de esos!

Pero manifestando ella no abrigar sombra de duda acerca de la probidad del agente, mostrándose convencida, diciendo que así sería, que bastaba que él lo asegurase, acababa de recordar,   —37→   mientras hablaba el otro, el nombre de un abogado en cuya casa tenía entrada; lavaba de años atrás la ropa de la familia; era una de «sus marchantas» más antiguas la señora y había sido muy buena con ella siempre, le pagaba puntualmente al fin de cada semana; nunca le descontaba las fallas y hasta solía darle ropita usada de los niños para Genaro.

Mentalmente en ese instante hizo el propósito de ir a verla, a aconsejarse de ella, y eludiendo desde luego contraer compromiso alguno, con buen modo, en buenos términos, trató de verse libre de la presencia importuna del agente; no sabía aún, lo pensaría, le contestaría, podía él dejarle las señas de su casa, le mandaría a Genaro en caso de resolverse.

Una vez en contacto con el marido de su protectora y luego de ponerle al cabo del asunto, de transmitirle los datos y antecedentes requeridos para presentarse ante el Juez, en momentos ya de retirarse, habló la viuda de su hijo.

Parecía que el muchacho iba a ser de mucha pluma: se manifestaba muy contento el maestro, decía que tenía cabeza. Pero como empezaba a   —38→   ser grandecito ya, ignoraba qué camino seguir la madre, qué medida adoptar con él: si dejarlo en la misma escuela o ponerlo a pupilo en un colegio. Las criaturas, ya se sabía, eran criaturas, no tenían juicio, les gustaba jugar y hacer sus travesuras. A veces se le escapaba, el chico, se juntaba con otros y ella, sola y siempre enferma, no podía estarlo atendiendo.

Habría deseado colocarlo con alguna persona formal para que se ocupase de algo a su lado y siguiese a la vez yendo a la escuela.

Justamente se encontraba sin escribiente el abogado, acababa de echar el suyo en esos días, un sinvergüenza que lo tenía cansado, un haragán, cachafaz, que lo estaba robando en el vuelto de los vicios, en los cigarrillos, en la yerba y el azúcar para el mate de entre el día:

-Mándeme a su hijo, señora -concluyó por decir despidiendo aquel a la viuda-, veré de lo que es capaz y, si es que de algo me sirve se lo tendré aquí conmigo en el estudio.



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ArribaAbajo- VII -

Fue de un arreglo sencillo la sucesión del tachero; dejaba en perfecta regla sus asuntos, no había «fiados» no había deudas; trescientos noventa mil pesos depositados en el Banco de la Provincia, más un valor de treinta mil en existencias, formaban el activo de la herencia, y fácilmente, habiéndose presentado un comprador para estas últimas, un compatriota del muerto, quien pagó todo a tasación y se hizo cargo del negocio, al cabo de pocos meses, dueña de la mitad de gananciales y tutora de su hijo, viose la viuda en posesión de una pequeña fortuna: cuatrocientos mil pesos más o menos, deducción hecha de los gastos judiciales.

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Empleó trescientos mil en títulos de fondos públicos. Una casita se vendía, calle de Chile afuera, entre San José y Ceballos, «tres piezas, cocina, pozo y demás comodidades». La hizo suya y la ocupó poco después, se instaló en ella con su hijo, contenta, satisfecha, no obstante los continuos sufrimientos de su pobre cuerpo, feliz de esa felicidad de los humildes en presencia de la vida material, del pan asegurado, al saber que no pesa ya sobre ellos la amenaza de la miseria, que no se ofrece ya a sus ojos la perspectiva aterradora de una cama de hospital.

Otra causa, otra circunstancia ajena en sí misma a preocupaciones de dinero, despertando en su corazón el instintivo orgullo de las madres, contribuía a su bienestar.

Para ella no pedía más, ¿ni qué más iba a pedir ni a pretender ahora?

Pero abrigaba secretamente una ambición, soñaba con hacer de su hijo un señor, un rico que anduviese, como los otros, vestido de levita. Y habíale dicho el abogado que era Genaro inteligente, le había propuesto que lo dejara a su lado en el estudio ganando al mes quinientos pesos, le   —41→   había aconsejado que matriculara al niño en la Universidad, que le destinase a seguir una carrera, a ser médico o abogado.

Su sueño empezaba, pues, a realizarse; parecía el cielo querer favorecerla...



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ArribaAbajo- VIII -

Apresurándose a seguir los consejos de su abogado, temprano en la mañana siguiente, hizo la viuda levantar a su hijo de la cama, diole a vestir el mejor de sus trajes, la ropa que había comprado éste el día del entierro del padre. Ella misma sacó su velo nuevo, su vestido de ir a misa -un vestido de seda negro con volados- y, prontos ambos, salieron a la calle, dirigiéronse hacia el centro.

Abstraída la madre, reflexiva, perdida en sus desvaríos, mecida por la dulce voz de su esperanza.

Imaginábaselo grande a su Genaro, hombre ya, prestigiado su nombre con el título de Doctor.

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Los Doctores eran todo en América, Jueces, Diputados, Ministros... por qué, debido a la sola fuerza de su saber y su talento, no podría llegar a serlo él también, a ser Ministro, Gobernador y acaso hasta Presidente de Buenos Aires, que le habían dicho que era como rey en Italia... ¡su hijo un rey!

O bien médico, un gran médico que realizara curas milagrosas, cuya presencia fuera implorada como un favor en el seno de las familias ricas y que asistiese gratis a los pobres, como una providencia, como un Dios...

¡Quién sabía si, con la ayuda del Señor, no le estaba reservado sanarla a ella misma de su tos, de esa tos maldita que desde años atrás le desgarraba el pecho!...

Y en su calenturienta exaltación de tísica, como si idealizara su mal los sentimientos de su alma a medida que demacraba las carnes de su cuerpo, complacíase en forjar así un porvenir de grandezas para su hijo, en acariciar todo un mundo de visiones, entrevistas al través del velo mágico de sus ilusiones de madre.

Dejábase llevar por ella Genaro, como arrastrado   —45→   la seguía, en silencio, cabizbajo, hinchados los párpados de sueño.

Habíase vuelto regalón y perezoso desde la muerte del padre, habituado ahora a las molicies de la vida, consentido, mimado en todo por la madre.

La ropa que llevaba consigo, además, comprada hacía un año ya, resultaba serle pequeña; las costuras le incomodaban bajo los brazos, los botines, nuevos y estrechos, apretábanle los pies, le lastimaban la punta de los dedos, le sacaban ampolla en los talones.

Luego, y no obstante la especie de secreta vanagloria que sentía despertarse en él a la idea de poder decirse estudiante de la Universidad, presagiaba con el cambio de colegio una larga serie de desagrados y fastidios.

¿Cómo serían los maestros? Había oído que lo primero que se enseñaba era latín; ¡para lo que le importaba el latín a él!... ¿Qué otros muchachos iría a haber? Una punta de orgullosos, sin duda, que lo mirarían en menos y se creerían más que él... Alguna le iban a armar, era seguro, alguna historia, alguna agarrada a trompadas iba a tener   —46→   de entrada no más. Habían de querer probarlo largándole de tapado algún gallito.

Insensiblemente, cavilosos ambos, llegaron así después de largo rato de camino, a la plazoleta del Mercado, se detuvieron frente a la Universidad en cuya puerta, mostrando un grueso manojo de llaves colgado de la cintura, estaba de pie el portero, un gallego ñato de nariz y cuadrado de cabeza.

Tímidamente, acercósele la viuda y en voz baja, desde la vereda, dirigiéndose a él y llamándolo Señor, lo impuso del objeto que la llevaba:

-Allí -limitose a hacer el gallego secamente, indicando con un gesto de sus labios la puerta de entrada a la Secretaría, la primera puerta a la izquierda.

Bajo, grueso, rechoncho y como por error metido en una levita negra en vez de vestir sotana, trabajaba el secretario entre un cúmulo de libros y papeles, papeles viejos, legajos, libros grandes, como a guisa de libros de comercio.

Abandonó su asiento al ver entrar a la viuda, se apresuró a atenderla, comedido, movedizo y locuaz, con una locuacidad sonriente y falsa de jesuita:

  —47→  

-Es de práctica, mi buena señora, que los jóvenes sufran, como paso previo, un examen de gramática castellana, sin cuyo requisito indispensable me vería, muy a pesar mío, en el caso de no poder otorgar matrícula a su hijito.

Precisamente atinaba a pasar el profesor de primer año, un hijo del país, zambo, picado de viruelas y vestido de levita color plomo:

-¡Catedrático! -exclamó el empleado al verlo, avanzando algunos pasos e interpelándolo alegremente, en un tono de compañerismo amable-. ¿Quiere tener la bondad de permitir?... Un minuto, nada más.

Se trataba de examinar al niño; con el objeto de abreviar, podía hacerlo en ese mismo instante; a lo que el otro accedió declarando a Genaro en estado de ingresar al aula desde luego, por haber sabido contestar que pronombre era el que se ponía en lugar del nombre.

Afuera, en el ancho y profundo claustro, cuyos pilares, enormes, se enfilaban bajo la masa aplastada de las paredes, como piernas de gigante en el cuerpo de un enano, los estudiantes esperando la hora se paseaban, estacionaban en grupos,   —48→   hablaban, peroraban, discutían, juntos los de la misma clase.

Había grandes, había chicos, bien vestidos, otros pobres, acusando una pobreza franciscana en sus personas, de ropa lustrosa en los codos y agujeros en las rodillas.

Habían salido varios al patio, habíanse puesto a «pulsear» sobre el brocal del pozo, o bien hacia el otro extremo, frente a la escalera del museo, distraía su tiempo uno que otro en fumar cigarrillos de papel, a caballo sobre huesos de ballena acá y allá dispersos por el suelo, semejantes a alguna monstruosa vegetación de enormes hongos que hubiesen brotado entre las piedras.

De pronto sonaba un grito, ahogado, tímido, solo desde un rincón; ya el maullido de un gato en celo, un canto de gallo o el ladrido ronco de un mastín.

Luego, de nuevo se hacía el silencio, un silencio hosco, solemne, preñado de amenazas como el que en un día de combate precede al estampido del cañón, y un áspero rumor se sucedía, subía un gruñido de fieras enjauladas, crecía, aumentaba, abultábase poco a poco, redoblaba   —49→   de violencia, arrancaba de mil pechos a la vez, acababa por romper en un alarido de indios, inmenso, infernal, atronador, rebotando en las paredes con la furia de un viento de huracán.

Era que la silueta del bedel aparecía, que cruzaba éste el vasto patio, deslizábase a lo largo de los claustros, malo, viejo, flaco.

Con mano airada, de un tirón calábase la visera, encasquetábase la eterna gorra de paño gris hasta llevar dobladas las orejas; y un coro de maldiciones y reniegos se adivinaba entre los pliegues filosos de su boca, y en sus ojuelos verdes de bruja, desde el fondo del doble pelotón de arrugas de sus párpados, un resplandor siniestro de llama de aguardiente centelleaba.

-¡Canallas, muchachos miserables... muchachos cachafaces!...

Ceñudo, torvo, provocante, mas no sin que, al través de sus aires postizos de matón, dejara de apuntar una sombra de recelo, con la andadura oblicua de un lobo que cruzara por entre perros atados, dábase prisa a seguir, a llegar al otro extremo, a sustraerse de una vez a los desbordes del torrente popular que amenazaba anonadarlo,   —50→   buscando asilo en el refugio seguro de alguna puerta hospitalaria.

Y todo tornaba entonces a su quicio, las formidables iras se acallaban, la calma como por encanto renacía, una atmósfera reinaba de paz y de concordia. Era el rayo portentoso en la serena placidez de un día de sol...

Los de primer año de latín, sin embargo, acababan ese día de entrar a clase. Poseído de instintivo encogimiento, intimidado y confuso, buenamente redújose Genaro a ir a ocupar uno de los últimos asientos, solo en un banco de atrás, junto a la puerta de entrada.

Quiso, desde luego, darse cuenta, seguir el curso de la lección, hizo por comprender, para eso había ido él. Imposible; por turno, a un llamado del maestro y poniéndose de pie, hablaban los otros una cáfila de cosas que él no entendía y que seguramente debían ser cosas en latín.

¡Cómo estarían de adelantados, cuando lo sabían así y cuánto tendría que estudiar él para alcanzarlos!

Pero cansado, fastidiado a la larga, distraída su atención, impensadamente, en una mirada errante,   —51→   alzó los ojos. La bóveda del techo, blanqueada a cal, mostraba una rajadura en el centro, larga, corría de un extremo a otro. Por las dos grandes ventanas que provistas de barrotes gruesos de hierro, en la profunda oblicuidad de la pared alumbraban desde lo alto, alcanzábase a divisar la mancha negra de un tejado. Observó Genaro que eran muchos los vidrios y pequeños; vio que estaba comido el marco por la polilla.

Con gesto maquinal, paseó enseguida la vista en torno suyo. Tenían los bancos profundas incisiones: desvergüenzas de los estudiantes, cortajeadas en la madera con ayuda de sus navajas de bolsillo; otras escritas o garabateadas con lápiz en la pared, a la altura de la mano; insolencias, injurias contra maestros, versos en boga, canciones sucias, de ésas que suelen andar de boca en boca en las eternas corrientes de la humana estupidez.

Le gustaba, lo atraía, lo absorbía todo aquello, era muy lindo, muy gracioso; lo repetía entre dientes, se empeñaba en aprenderlo de memoria para poder darse aires después, andar «pintando» con los otros muchachos de su barrio.

  —52→  

Pero la hora de reglamento acababa entretanto de sonar. Dejando señalada el profesor la misma lección para otra vez, fue la clase despedida, no sin antes declarar aquel que eran todos una tropa de haraganes y encender a la vez tranquilamente un paraguayo con anís.

Trató Genaro a la salida de hacerse de relaciones, de crear amistad con los demás; se acercó a un grupo: ¿costaba mucho aprender eso, lo que había estado oyéndoles en clase, qué significado tenía, qué quería decir en español?

No tardaron entonces en emprenderla con él los otros. El más grande, veterano de la casa, una especie de chinote, hacia cabeza. ¡Qué difícil había de ser... lo más sencillo, lo más fácil!... Y mientras sus compañeros agrupábanse en torno de Genaro, se apresuraban a rodearlo, púsose él a soltarle a quemarropa un atajo de indecencias, una parodia inepta, consonantes de palabras latinas y españolas que, con tono grotesco de magister, intercalaba en el texto de Nebrija.

Y el alboroto aumentaba en derredor del neófito infeliz; se reían ahora, descaradamente se burlaban de él, se le echaban encima, lo empujaban, o,   —53→   haciéndose los distraídos, le pisoteaban los pies.

Uno por detrás, estimulado, enardecido, fue hasta «sumirle la boya»; otro, de una zancadilla, largo a largo, lo hizo caer.

Interesados en la broma, acudían de todas partes, en un empuje malsano de torpe curiosidad, un enjambre se agolpaba, y perseguido, acorralado, acosado como las moscas en los hormigueros, sacáronlo al fin en andas hasta la puerta de salida, arrojándolo a empellones a la calle.

No había llegado aún a cruzar a la otra acera, cuando oyó que sin querer soltar la presa, encarnizados sus contrarios se desgañitaban gritando:

-¡Cola, dejá a ese hombre; cola, dejá a ese hombre!...

La alegría de los transeúntes hacía coro, el alboroto, las carcajadas de las cocineras saliendo del mercado con sus canastas, la rechifla de los changadores parados en la esquina.

Rabiosamente entonces, de un revés se arrancó Genaro un enorme muñeco de papel que le habían colgado los otros del faldón en la «chacota».



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ArribaAbajo- IX -

Cinco años se sucedieron, cinco años perdidos por Genaro en las aulas de estudios preparatorios. El desarrollo gradual de la razón, la marcha de la inteligencia, el vuelo del pensamiento, todo ese sordo trabajo de la naturaleza, la germinación latente del hombre contrariada, sofocada en el adolescente bajo la apática indolencia de un estado de niñez que el cariño ciego de la madre inconscientemente fomentaba.

¡De loco, de zonzo iba a ponerse a estudiar él, a romperse la cabeza!... Nunca le decía nada la vieja; la engañaba, la embaucaba, le hacía creer, lo que se le antojaba hacía con ella...

Y en compañía de otros como él, a la hora   —56→   de clase, día a día tenían lugar las escapadas, los partidos de billar y dominó en los fondines mugrientos del mercado, discutiendo en alta voz, «alegando», empeñando hasta los libros a fin de saldar el «gasto», si era que no se hacían humo en un descuido cuando andaban en la «mala», muy «cortados». Las rabonas en pandilla a pescar mojarras y «dientudos» en el bajo de la Recoleta o en la Boca, a las quintas de Flores y Barracas, saltando zanjas, trepando cercos, robando fruta, matando el hambre, después de una mañana entera de correrías, con un riñón o un «chinchulín», en el fogón de alguna negra vieja achuradora de los corrales.

Para de noche asimismo solían apalabrarse, los más grandes, los más «platudos», los más «paquetes». Asistían a los teatros, negociando entradas que Genaro, de segunda mano se encargaba de «agenciarles». Preferían el Argentino, donde una compañía de bufos se exhibía, para salir «dándose tono», contando que «andaban bien» con las cómicas francesas. Tenían anteojo, pellizcándose la cara, entre el labio y la nariz, clavaban la vista en la cazuela, fumaban en los entreactos   —57→   cigarrillos pectorales, se «convidaban» entre ellos a «tomar algo» en la confitería, afectando cada cual ser el primero en darse prisa a pagar.

Y no era extraño después, entre las sombras ambiguas de la calle del 25, como bultos de ladrones que se escurren, verlos deslizarse a lo largo de las paredes, desaparecer de pronto en una vislumbre humosa, tras una puerta de cuarto a la calle habitado por alguna china descuajada.

Pero, aun en medio de los placeres de esa vida libre y holgazana, no dejaba de tener Genaro horas de amargo sufrimiento. Una herida a su amor propio, honda, cruel, fue a despertar el primer dolor en el fondo de su alma.

Entregados a una de sus distracciones predilectas, levantando la punta de una pollera, tironeando una pretina, «haciendo cama» a un boca abierta, dando con un puñado de garbanzos en el rostro de los transeúntes, fastidiando a medio mundo con sus pillerías de muchachos traviesos y mal intencionados, vagaban una vez en tropel por las calles del mercado.

A un gallego recién desembarcado acababan de   —58→   «ponerle los puntos», de «acomodarle» un zoquete de carnaza. Con la cristiana intención de refregárselas en la nariz a alguna vieja, frente a los puestos de pescado, embadurnábanse las manos en la aguaza que goteaba de una sarta de sábalos colgados. Por desgracia para Genaro, el pescador en ese instante, una antigua relación de su familia, atinó a reconocerlo:

-Che, tachero ¿cómo estás, cómo te va? ¡Pucha que has pelechau, hombre, que andás paquete!

Y como afectando hacerse el desentendido, tratara Genaro de alejarse, fingiendo no comprender que era dirigido a él el saludo.

-¿Qué, ya no me conocés, que no sabés quién soy yo?... Será lo que andás de casaca y te juntás con los ricos, que has perdido la memoria... Guarde los pesos, amigo, y salude a los pobres -insistió el hombre en tono de zumba-. ¡Mire qué figura ésa, qué traza también para tener orgullo!

Luego, dirigiéndose a un vecino -el carnicero de enfrente- púsose a hablarle en voz alta de Genaro, a referirle que con motivo de ocupar un   —59→   cuarto de la misma casa, había conocido al padre en el conventillo de la calle San Juan.

Entró en detalles; era el viejo un carcamán, un pijotero; un sinvergüenza; ni un triste puchero había sido nunca capaz de comprar para la familia; no hacía otra cosa que caerle a la mujer, le sacudía cada tunda al muchachito que lo dejaba tecleando y de chiquilín no más, sabía sacarlo a la calle, cargado de fuentes de lata.

Fue un colmo. Encendido el rostro de vergüenza, esquiva la mirada, balbuciente, sin atreverse a huir de allí, sufriendo horriblemente con quedarse como un criminal, sorprendido en el acto de delinquir, viose Genaro obligado a soportar hasta el fin aquel suplicio.

Abrían tamaños ojos los otros, se acercaban, aguijoneada su curiosidad se amontonaban a no perder una palabra de la historia.

Y le llamaron tachero, al separarse, gritando, haciendo farsa de él sus compañeros, y tachero le pusieron desde entonces, el tachero le quedó de sobrenombre.



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ArribaAbajo- X -

Lastimado, agriado, exacerbado a la larga, esa broma pueril e irreflexiva, esa inocente burla de chiquillos, había concluido, sin embargo, hora por hora repetida con la cargosa insistencia de la infancia, por determinar un profundo cambio en Genaro, por remover todos los gérmenes malsanos que fermentaban en él.

Y víctima de las sugestiones imperiosas de la sangre, de la irresistible influencia hereditaria, del patrimonio de la raza que fatalmente con la vida, al ver la luz, le fuera transmitido, las malas, las bajas pasiones de la humanidad hicieron de pronto explosión en su alma.

¿Por qué el desdén al nombre de su padre recaía   —62→   sobre él, por qué había sido arrojado al mundo marcado de antemano por el dedo de la fatalidad, condenado a ser menos que los demás, nacido de un ente despreciable, de un napolitano degradado y ruin?

¿Qué culpa tenía él de que le hubiese tocado eso en suerte para que así lo deprimieran los otros, para que se gozasen en estarlo zahiriendo, reprochándole su origen como un acto ignominioso, enrostrándole la vergüenza y el ridículo de ser hijo de un tachero?

¿Le sería dado, acaso, quitarse alguna vez de encima esa mancha, borrar el recuerdo del pasado, veríase irremediablemente destinado a ser un objeto de mofa y menosprecio, entre sus compañeros ahora, entre hombres después, cuando llegara a ser hombre también él?

Un sentimiento de odio lo invadía, de odio arraigado y profundo, que no podía, que no hacía por sofocar en su corazón contra la memoria de su padre, del viejo crápula, causa de su desgracia.

Recordaba el día de la escena en el mercado, su historia contada a voces por el chino pescador   —63→   ante un auditorio absorto, su triste historia que tanto habíase esmerado siempre en ocultar a los ojos de los otros estudiantes, hablando de bienestar, de la decencia, de la riqueza de su familia, mintiendo, en sus nacientes ínfulas de orgullo, una distinta condición social para los suyos.

La rabia, el despecho, un deseo loco de vengarse lo asaltaban. ¡Oh! ¡si hubiese podido apoderarse del canalla que lo había vendido, descubierto y cebarse, encarnizándose en él, matarlo... pero matarlo imponiéndole mil muertes, que mil veces sufriera lo que él sufría, gozándose en atormentarlo, a fuego lento, a chuzazos, como por entre los postes de los corrales del alto, armado de un cortaplumas en los días de rabona, habíase solido pasar horas él, entretenido en chucear las reses embretadas!

La negra perspectiva del porvenir que se forjaba, la idea de que no llegaría jamás a cambiar su situación, de que sería eterna su vergüenza, la humillación que día a día le hacían sufrir sus condiscípulos, de que siempre, a todas partes llevaría, como una nota de infamia, estampada   —64→   en la frente el sello de su origen, llenaban su alma de despecho, su corazón de amargura.

¿Pero qué, no era hombre él, debía por ventura resignarse así, cobardemente, conformarse con su suerte, sin luchar, sin sublevarse, doblar el cuello, dejar que se saliesen los otros con la suya, que lo siguiesen afrentando, mirándolo desde arriba, habituados a manosearlo, a no ver sino a un pobre diablo, a un infeliz en él, al hijo del gringo tachero?

«¡No!», llegó a exclamar un día en un desesperado arranque de bestia acorralada.

Él los había de poner a raya, los había de obligar a que se dejaran de tenerlo para la risa... les había de enseñar a que lo trataran como a gente... ¡Y ya que sólo en el azar del nacimiento, en la condición de sus familias, en el rango de su cuna, hacían estribar su vanidad y su soberbia, les había de probar él que, hijo de gringo y todo, valía diez veces más que ellos!...



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ArribaAbajo- XI -

Consagrose desde entonces al estudio, de lleno, con pasión, y una vida de lucha empezó para Genaro.

Era un anhelo constante, un afán de saber, de descollar entre los otros estudiantes, distanciado ahora de sus antiguos compañeros de «parranda», cuya sociedad rehuía y a quienes solía encontrar sólo de paso, al cruzar los alrededores del mercado o esperando en los claustros la hora de clase.

Apenas durante el corto tiempo que las atenciones de su empleo le reclamaban, veíasele ausente de su casa. Volvía después, se retraía, se   —66→   encerraba entre las cuatro paredes de su cuarto, solo con sus libros.

Y redoblaban su dedicación y su ahínco a medida que el año trascurría, que se acercaba el plazo fatal de los exámenes, el día terrible de la prueba.

Levantado de la cama al aclarar en las mañanas crudas de invierno, pero insensible a los rigores del frío y a la falta de descanso, la hora de la clase, el momento de salir, llegaba a sorprenderlo sin tiempo muchas veces de tomar el más ligero desayuno, absorto por completo en el trabajo, en ese trabajo maquinal del estudiante rutinero porfiando con el libro, haciendo con un tesón de buey uncido al yugo, por grabar en su memoria lo que había intentado comprender la víspera, repitiendo en voz alta la lección del día, diez, cien, mil veces, seca la garganta, mareada la cabeza, invadido más y más por un confuso aturdimiento, por una inconsciencia vaga en el ritmo automático de su incesante marcha a lo largo de la pieza.

Luego, bajo el círculo de la luz de una lámpara de aceite, en la atmósfera encerrada de su cuarto   —67→   de estudiante, noche a noche, las veladas se sucedían, las veladas sin fin, interminables, prolongadas hasta las horas cercanas de la madrugada, arrebatado, febriciente, en la enorme tensión intelectual a que voluntariamente llegara a someterse, clavados los codos sobre su escritorio -un escritorio de paño verde, enchapado de nogal- oprimida la frente entre las manos, los ojos fijos en algún libro de texto.

Un paquete de cigarrillos negros y una jarra de café frío no faltaban jamás al alcance de su mano. Y cuando el sueño, ese déspota implacable a pesar de todo lo embargaba, cerraba sus párpados hinchados y ardorosos con la inflexible dureza de una tenaza de hierro, sacudiéndose de pronto en un esfuerzo de todo él, corría a abrir la puerta de calle, llamaba al sereno de la cuadra y, después de obtener de éste el favor de que golpeara momentos más tarde a su ventana, sin acertar siquiera a desnudarse, caía, se desplomaba atravesado, como un muerto, sobre el colchón de su cama.

Pero no eran, sin embargo, ni la labor abrumadora   —68→   del espíritu, ni las fatigas del cuerpo lo que más quebrantaba su organismo.

Otra especie de sufrimiento, acentuando en él cada vez más sus ingénitas tendencias, sordamente lo minaba: la emulación, la envidia, el despecho de reconocerse inferior a otros.

Dábase todo entero él al lleno de sus tareas, se mataba, se devanaba los sesos estudiando, pasaba entre sus libros la mitad de su existencia y ¿qué premio, qué recompensa, entretanto, conseguía, qué ganaba, qué valía, él quién era?...

¡Apenas un espíritu vulgar, un estudiante ramplón y adocenado, de ésos que, bajo la capa artificiosa del estudio, disimulan su indigencia intelectual; plantas que se arrastran por el suelo sin lograr clavar sus raíces, vegetan y se secan sin dar fruto, parásitos de la ciencia, pobres diablos condenados a vivir recorriendo, ellos también, su dolorosa vía crucis en las bancas de derecho o en las salas de hospital, para llegar en suma a merecer que les arrojen de lástima la deprimente limosna de un título usurpado de suficiencia!

Sí, pensaba, ése era él, lo sentía, lo conocía. Abstraído, reconcentrado en el secreto examen   —69→   que de sus propias fuerzas intentara, mirábase obligado a confesarse a pesar suyo, su impotencia, íntimamente y a él solo, allá, en la negra, en la misteriosa mudez de su conciencia, en lo más recóndito de su alma, poseído de un sentimiento de sordo malestar, algo como un bochorno de pobre vergonzante.

Abría el libro, emprendía el estudio de un punto nuevo; le sucedía leer a veces y releer el mismo párrafo sin atinar a discernir con precisión su contenido. Las palabras, las frases, los períodos se seguían como partes inconexas de un todo heterogéneo, sin mutua correlación, sin vínculos entre sí.

Era, ya la apariencia de algún error grosero, de una contradicción chocante, que creía ver desprenderse de la página, saltar a primera vista de su lectura y que, en un tímido recelo de sí mismo, aplicaba todo su esfuerzo de atención en comprobar; ya un extraño embotamiento, una torpeza, una singular dificultad de comprensión que, impidiéndole tocar el fondo del asunto, posesionarse de él y dominarlo, arrancaba, con un gesto de   —70→   rabia y de impaciencia, palabras soeces de sus labios.

Levantábase entonces ofuscado, caminaba, presa de una agitación, recorría de un extremo a otro su cuarto, volvía, se sentaba, inmovilizaba ensimismado la vista sobre el texto.

Pero un objeto cualquiera, un detalle luego, una nada lo distraía: los dibujos del papel en la pared, los colores varios de la alfombra, el humo del cigarrillo, el brillo de un picaporte.

Y era entretanto el libro como una puerta cerrada tras la cual se ocultara lo impalpable; eso que en vano su mente enardecida perseguía, eso que habría querido poseer, asir, dominar y que se le escapaba, se le iba, rebelde a sus miradas se desvanecía en una ilusión de caprichosas curvas, de eses escurridizas de culebra, eso ignoto, informe, inmaterial, algo como el alma de la tinta y del papel que flotaba y se agitaba, que en la obcecación de su cerebro, rodeado del silencio de la noche, le parecía oír, palpitar, estremecerse en un vago más allá, apareado al chirrido sordo del aceite consumiéndose en la mecha del quinqué.

  —71→  

¡Ah! ¡no ser él como eran otros que conocía!... ¡Llenaban ésos la Universidad con sus nombres, no parecía sino que en ellos toda una generación se encarnara, que el porvenir de la patria se cifrara sólo en ellos!

¿Qué hacían, sin embargo, qué méritos contraían, qué esfuerzos, qué sacrificios les costaba la reputación, la fama que de clase en clase habían llegado a alcanzar?

Pasaban su vida de estudiantes entregados al solaz y a los placeres, veíaseles en las fiestas de continuo, iban a bailes, a los Clubs; oíalos él en los corrillos, en los grupos de estudiantes, hablar, conversar, de sus amores, de las mujeres de mundo, de sus queridas del teatro, de sus noches de trueno, de juegos y de orgía...

Pero era que brillaba en sus frentes la luz de la inteligencia, que podían ellos, que sabían, que comprendían, que el solo privilegio del ingenio bastaba a emanciparlos de toda ímproba labor... mientras él... ¡Oh! ¡él!...

Y, sólo porque dotado de la astucia felina de su raza, su único bagaje intelectual, poseía el don de sustraerse a las miradas ajenas, de disfrazar,   —72→   envuelto en el oropel de una verbosidad insustancial y hueca, todo el árido vacío de su cabeza, no faltaba quien dijera de él que también tenía talento... talento él... ¡Oh! ¡si lo viesen, si los que tal creían lo sorprendiesen, frente a frente, cara a cara con sí mismo!... ¡imbéciles, el único talento que tenía él era el de engañar a los otros haciendo creer que lo tenía!...



  —73→  

ArribaAbajo- XII -

Esos arranques violentos, hijos de un estado de nervioso heretismo provocado por la misma constante exacerbación de su moral, no tardaban luego en dar lugar a momentos de intolerable hastío, de desaliento profundo en el ánimo de Genaro.

¿Por qué obstinarse, a qué luchar, querer dar cima a una tarea ímproba, ardua, para la cual no había nacido, inapropiada a la medida de sus fuerzas, superior al paciente empeño de su voluntad? solía decirse, cuando en medio del tumultuoso desbande de sus condiscípulos, tristemente, al salir de clase, alejábase cabizbajo y sólo él,   —74→   llevando en el alma un desencanto más, apurando la hiel de alguna nueva decepción.

Llamado a hacer la exposición del tema, obligado a tomar parte en su debate, comprometido a pesar suyo en una réplica, habíase visto, habíase sentido poco a poco vacilar, enredarse, perder pie en la discusión, dominado por un creciente aturdimiento, el espíritu suspenso en un extraño e inexplicable torpor, como reatado y preso, como aferrado en su vuelo por una mano brutal.

El fuego de la vergüenza había subido entonces a su rostro, una nube roja lo había envuelto, los latidos de su corazón, con un ruido de redoble de tambor, martillábanle la sien y, al través del zumbido turbulento de sus orejas, y entre el revuelto torbellino de sus ideas, como empujadas por un vértigo de ronda, habíase abierto camino la voz de su adversario, clara, sonora, cruel, implacable, en su lógica de fierro, semejante al golpe seco de una maza que sobre él se descargara, que lo ultimase, que lo hundiese en una zozobra desesperada de ahogado.

  —75→  

¿Qué desenlace, qué término había llegado a tener aquel horrible suplicio?

Lo ignoraba; se había sentido renacer, tornar a la conciencia de sí propio, tal cual despierta un borracho de su sueño, sin recuerdo, sin reminiscencia siquiera de los hechos.

Acaso había acudido en su auxilio, había llegado a prestarle una ayuda salvadora esa sagacidad hereditaria, innata en él y que era como el refugio supremo de su espíritu, como un agente extraño y misterioso que gobernara sus actos, como un segundo instinto de conservación que poseyese sólo en defensa de su ser moral.

Sí, esa última esperanza le quedaba, una palabra, una interrupción lanzada a tiempo, un oportuno momento de silencio, un gesto afectado de impaciencia, una sonrisa de fingido menosprecio, una repentina inspiración, un rasgo en fin de su esencial astucia, ajeno al juego de su inteligencia, involuntario, impensado, hasta inconsciente en él, había operado tal vez el milagro de salvarlo, le había sido dado así escapar por la tangente, salir airoso del difícil paso, eludiendo la cuestión, rozando apenas la dificultad sin tropezar con ella,   —76→   como guiada por la aguja costea el escollo la mole ciega de una embarcación.

Pero... ¿y si, abandonado a los recursos de su solo alcance intelectual, hubiérase mostrado tal cual era, fuerza para él hubiese sido dejarse arrancar la máscara, librar a los otros su secreto? pensaba luego con la azorada angustia de quien se ve rodar al fondo de un abismo.

Le parecía ya estar oyéndolos a sus espaldas, antes de separarse y emprender cada cual por su camino, alegres y juguetones al pedirse el fuego:

¿Habían visto, se habían fijado cómo había estado de bien el tacherito?... para la edad que tenía el nene... ¡Dios lo perdonara! iba mostrando cada vez más la hilacha el mozo, era decididamente un poco bastante bruto... ¡para qué estudiaría ese pobre! le estaban robando la plata los maestros, fuera mejor para él que se largase a sembrar papas...

¡Y cuánta y cuánta razón tenían!

¡Bruto sí, mil veces bruto; más que bruto, insensato, loco, de ir a estrellarse estérilmente contra la insalvable valla de lo imposible!...

¡Ganas le daba de pronto de echar a rodar   —77→   con todo, de salir de una vez de aquel infierno, de tirar los libros, agarrar el campo por suyo y meterse a cuidar ovejas!...

¿No era lo más sensato y lo más cuerdo, si no servía para otra cosa?

Pero, ¿y sus planes heroicos, sus proyectos, sus propósitos, la promesa solemne que se había hecho?

¿No importaba, acaso, para ante los demás, para ante él mismo, el mayor de los vejámenes, la más grande de las vergüenzas, declararse vencido de antemano?

Y tan sólo ante la idea de renuncia semejante, de un desistimiento tal de su parte, herido de muerte su orgullo y su amor propio, en una brusca reacción, sublevábase entonces indignado, se insultaba, se injuriaba, acumulaba palabras afrentosas sobre su propio nombre, se llamaba débil, ruin, cobarde, y sacando nuevo aliento, retemplando su valor y su entereza al calor de la pasión enardecida, todo ese mundo de bajos sentimientos fatalmente encarnados en su pecho, el rencor, la envidia, el odio, la venganza, acababan por despertarse más vivaces, por primar de nuevo en él con la invencible exclusión de lo absoluto.



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