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35. El puente de Brooklyn



     Palpita en estos días más generosamente la sangre en las venas de los asombrados y alegres neoyorquinos: parece que ha caído una corona sobre la ciudad, y que cada habitante la siente puesta sobre su cabeza: afluye a las avenidas, camino de la margen del río Este, muchedumbre premiosa, que lleva el paso de quien va a ver maravilla: y es que en piedra y acero se levanta la que fue un día línea ligera en la punta del lápiz de un constructor atrevido; y tras de quince años de labores, se alcanzan al fin, por un puente colgante de 3,455 pies, Brooklyn y New York.

     El día 7 de junio de 1870 comenzaban a limpiar el espacio en que había de alzarse, a sustentar la magna fábrica, la torre de Brooklyn: el día 24 de mayo de 1883 se abrió al público tendido firmemente entre sus dos torres, que parecen pirámides egipcias adelgazadas, este puente de cinco anchas vías por donde hoy se precipitan, amontonados y jadeantes, cien mil hombres del alba a la medianoche. Viendo aglomerarse a hormiguear velozmente por sobre la sierpre aérea, tan apretada, vasta, limpia, siempre creciente muchedumbre,-imagínase ver sentada en mitad del cielo, con la cabeza radiante entrándose por su cumbre, y con las manos blancas, grandes como águilas, abiertas, en signo de paz sobre la tierra,-a la Libertad, que en esta ciudad ha dado tal hija. La Libertad es la madre del mundo nuevo,-que alborea. Y parece como que un sol se levanta por sobre estas dos torres.

     De la mano tomamos a los lectores de La América, y los traemos a ver de cerca, en su superficie, que se destaca limpiamente de en medio del cielo; en sus cimientos, que muerden la roca en el fondo del río; en sus entrañas, que resguardan y amparan del tiempo y del desgaste moles inmensas, de una margen y otra, este puente colgante de Brooklyn, entre cuyas paredes altísimas de cuerdas de alambre, suspensas,-como de diente de un mamut que hubiera podido de una hozada desquiciar un monte,-de cuatro cables luengos, paralelos y ciclópeos,-se apiñan hoy como entre tajos vecinos del tope a lo hondo en el corazón de una montaña, hebreos de perfil agudo y ojos ávidos, irlandeses joviales, alemanes carnosos y recios, escoceses sonrosados y fornidos, húngaros bellos, negros lujosos, rusos,-de ojos que queman, noruegos de pelo rojo, japoneses elegantes, enjutos e indiferentes chinos.-El chino es el hijo infeliz del mundo antiguo: así estruja a los hombres el despotismo: como gusanos en cuba, se revuelcan sus siervos entre los vicios. Estatuas talladas en fango parecen los hijos de sociedades despóticas. No son sus vidas pebeteros de incienso: sino infecto humo de opio.

     Y los creadores de este puente, y los que lo mantienen, y los que lo cruzan,-parecen, salvo el excesivo amor a la riqueza que como un gusano les roe la magna entraña, hombres tallados en granito,-como el puente.-¡Allá va la estructura! Arranca del lado de New York, de debajo de mole solemne que cae sobre su raíz con pesadumbre de 120.000,000 de libras; sálese del formidable engaste a 930 pies de distancia de la torre, al aire suelto; éntrase, suspensa de los cables que por encima de las torres de 276 1/3 pies de alto cuelgan; por en medio de estas torres pelásgicas que por donde cruza el puente miden 118 pies sobre el nivel de la pleamar: encúmbrase a la mitad de su carrera, a juntarse, a los 135 pies de elevación sobre el río, con los cables que desde el tope de la torre en solemne y gallarda curva bajan; desciende, a par que el cable se remonta al tope de la torre de Brooklyn, hasta el pie de los arcos de la torre, donde ésta, como la de New York, alcanza a 118 pies; y reentra, por sobre el aire con toda su formidable encajería deslizándose, en el engaste de Brooklyn, que con mole de piedra igual a la de New York, sajado el seno por nobles y hondos arcos, sujeta la otra raíz del cable. Y cuando sobre sus cuatro planchas de acero, sepultadas bajo cada una de las moles de arranque, mueren los cuatro cables de que el puente pende, han salvado, de una ribera del río Este a la otra, 3,578 pies. ¡Oh, broche digno de estas dos ciudades maravilladoras! ¡Oh, guión de hierro,-de estas dos palabras del Nuevo Evangelio!

     Llamemos a las puertas de la estación de New York. Millares de hombres, agolpados a la puerta central nos impiden el paso. Levántanse por entre la muchedumbre, cubiertas de su cachucha azul humilde, las cabezas eminentes de los policías de la ciudad, que ordenan la turba. A nuestra derecha, por la vía de los carruajes, entran carretas que llevan trozos de paredes y columnas; carros rojos del correo, henchidos de cartas; carrillos menguados, de latas de leche; coches suntuosos, llenos de ricas damas; mozos burdos, que montan en pelo, entre rimeros de arneses, sobre caballos de carga que en poco ceden al troyano; y lindos mozos, que en nerviosos corceles revolotean en torno de los coches. Ya la turba cede: dejamos sobre el mostrador de la casilla de entrada, un centavo, que es el precio del pasaje; se ven apenas desde la estación de New York las colosales torres; zumban sobre nuestra cabeza, golpeando en los rieles de la estación del ferrocarril aún no acabado, que ha de cruzar el puente, martillos ponderosos: empujados por la muchedumbre, ascendemos de prisa la fábrica de amarre de este lado del puente. Ante nosotros se abren cinco vías, sobre la mampostería robusta comenzadas: las dos de los bordes son para caballos y carruajes, las dos interiores inmediatas, entre las cuales se levanta la de los viandantes, son las ida y venida del ferrocarril, cuyos amplios vagones reposan a la entrada: como a los 700 pies la mampostería cesa, y empieza el puente colgante, que los cuatro cables paralelos suspenden, trabados a los eslabones de hierro, que cual inmenso alfanje encorvado con la punta sobre la tierra, atraviesan la mampostería, como si tuviera el mango al río y el extremo a la ciudad, hasta anclar en el fondo de la fábrica. Ya no es el suelo de piedra, sino de madera, por bajo de cuyas junturas se ven pasar como veloces recaderos y monstruos menores, los trenes del ferrocarril elevado, que corren a lo largo de esta margen del río,-a diestra y siniestra. Y por debajo de nuestros pies, todo es tejido, red, blonda de acero: las barras de acero se entrelazan en el pavimento y las paredes que dividen sus cinco anchas vías, con gracia, ligereza y delgadez de hilos; ante nosotros se van levantando, como cortinaje de invisible tela surcada por luengas fajas blancas, las cuatro paredes tirantes que cuelgan de los cuatro cables corvos. Parecen los dos arcos poderosos, abiertos en la parte alta de la torre, como las puertas de un mundo grandioso, que alegra el espíritu; se sienten, en presencia de aquel gigantesco sustentáculo, sumisiones de agradecimiento, consejos de majestad, y como si en el interior de nuestra mente, religiosamente conmovida, se levantasen cumbres. El camino de los pedestres, ya bajo la torre, se abre, al pie del muro que divide los dos arcos; lo ciñe en cuadro; vuelve a juntarse, entre la colosal alambrería que en calles aparejadas, colgada de los cuatro cables gruesos, desciende en largas trenzas, altas como agujas de iglesia gótica junto a la torre, más cortas a medida que la curva baja hacia el centro del puente, y al fin, en el centro, a nivel de éste. Y el puente,-encumbrado en su mitad a 135 pies, para que por bajo él, sin despuntar sus mástiles ni enredar sus gallardetes, pasen los buques más altos,-comienza a descender, en el grado mismo en que su mitad primera asciende: la imponente cordelería, que antes bajaba, ahora en curva revertida, se encumbra a la cima de la segunda torre; el camino, al pie de ésta, se reabre en cuadro, como al pie de la torre de New York, y se recoge; bajo sus planchas de acero silban vapores, humean chimeneas, se desbordan las muchedumbres que van y vienen en los añejos vaporcillos, se descargan lanchas, se amarran buques: la calzada de acero, cargada de gente, se entra al cabo por la de mampostería que lleva al dorso la fábrica de amarre de Brooklyn, que, sobre sus arcadas que parecen montañas vacías, se extiende, se encorva, sirve de techumbre a las calles del tránsito, bajo ellas semejantes a gigantescos túneles, y vierte al fin, en otra estación de hierro, a regarse hervoroso y bullente por las calles, la turba que nos venía empujando desde New York, entre algazara, asombros, chistes, genialidades, y canciones. Regocija lo inmenso.

     Pero quedan siempre delante de los ojos, como zapadores del Universo por venir, que van abriendo el camino a los hombres que avanzan, aquellos cuatro colosales boas, aquellos cuatro cables paralelos, gruesos y blancos, que, como serpiente en hora de apetito se desenroscan y alzan el silbante cuerpo de un lado del río, levántanse a heroica altura, tiéndense sobre pilares soberanos por encima del agua, y van a caer del lado opuesto. Y parece que los pies quedan pisando aquella armazón que semeja de lejos sutil superficie, y como lengua de hormiguero monstruoso; y es de cerca urdimbre cerradísima, que a los cables sólo fía su sustentamiento, y a las cuerdas de acero que en forma de abanico bajan en cuatro paredes, cruzándose con las de tirantes verticales de cada uno de los lados de las torres. ¡Y se mecen, a manera de boas satisfechos,-sobre la plancha cóncava en que en el agujero en que atraviesan lo alto de las torres descansan sobre ruedas,-los cuatro grandes cables, como alambres de una lira poderosa, digna al cabo de los hombres, que empieza a entonar ahora sus cantos!

     Mas ¿cómo anclaron en la tierra esos mágicos cables? ¿Cómo ¡surgieron de las aguas, con su manto de trenzas de acero, esas esbeltas torres? ¿Cómo se trabó la armazón recia sobre que pasean ahora a la vez, cual por sobre calzada abierta en roca, cinco millares de hombres, y locomotoras, y carruajes, y carros? ¿Cómo se levantan en el aire, susurrando apenas cual fibra de cañas ligeras esas fábricas que pesan 8,120 toneladas? Y los cables ¿cómo, si pesan tanto de suyo sustentan el resto de esa pesadumbre portentosa?

     Pues esos cables, como un árbol por sus raíces, están sujetos en anclas planas, por masas que ni en Tebas ni en Acrópolis alguna hubo mayores: esas torres, se yerguen sobre cajones de madera que fondo arriba fueron conducidos, con los cimientos de la torre al dorso, hasta la roca dura, 78 pies más abajo de la superficie del agua: y esos cables no abaten con sus cuerdas ponderosas las torres corpulentas, sino que del repartimiento oportuno de sus hilos y la resistencia, apenas calculable, que le viene de sus amarras, soporta la colgante estructura, y cuanto el tráfico de siglos, con su soplo febril, eche sobre ella.

     Y ¿qué raíz ha podido asegurar a tierra esa gigante trabazón, pasmo de los ojos, y burla del aire? ¿qué aguja ha podido coser ordenadamente esos hilos de acero, de 15 1/4 pulgadas de diámetro, y en los extremos anudarlos? ¿quién tendió de torre a torre, sobre 1,596 pies de anchura, el primer hilo, 5,000 hilos, 14,000 millas de hilo? ¿quién sacó el agua de sus dominios y cabalgó sobre el aire, y dio al hombre alas?

     Levanten con los ojos los lectores de La América las grandes fábricas de amarre que rematan el puente de un lado y de otro. Murallas son que cerrarían el paso al Nilo, de dura y blanca piedra, que a 90 pies de la marca alta se encumbran: son muros casi cúbicos, que de frente miden 119 pies y 132 de lado, y con su enorme peso agobian estas que ahora veremos,-cuatro cadenas que sujetan, con 36 garras cada una, los cuatro cables. Allá en el fondo, del lado de atrás más lejano del río, yacen, rematadas por delgados dientes, como cuerpo de pulpo por sus múltiples brazos, o como estrellas de radios de corva punta, cuatro planchas de 46,000 libras de peso cada una, que tienen de superficie 16 ½ pies por 17 ½, y reúnen sus radios delgados en la masa compacta del centro, de 2 ½ pies de espesor, donde a través de 18 orificios oblongos, colocados en dos filas de a 9 paralelas, cruzan 18 eslabones, por cuyos anchos ojos de remate, que en doble hilera quedan debajo de la plancha, pasan fortísimas barras, de 7 pies de largo, enclavadas en dos ranuras semicilíndricas abiertas en la base de la plancha.-Tales son de cadi lado los dientes del puente.-En torno de los 18 eslabones primeros, que quedaron en pie, como lanzas de 12 ½ pies, rematadas en ojo en vez de astas, esperando a soldados no nacidos, amontonaron los cuadros de granito, que parecían trozos de monte, y a la par que iban sujetando los eslabones por pasadores que atravesaban a la vez los 36 ojos de remate de cada 18 eslabones contiguos trenzados como cuando se trenzan los dedos de las manos,-y que a quedar sueltos hubieran girado unos sobre otros como sobre un eje común las dos alas de una bisagra,-inclinaban hacia el río, en la curva interior del alfanje, con la colocación de las piedras invencibles, cada doble hilera de eslabones nuevos, hasta que al avecinarse ya a la altura, por donde habían de entrar a enlazarse con la complicada cuádruple osamenta los cuatro cables, la doble hilera se duplica, las dos camas de eslabones se truecan en cuatro; las 18 barras son ya 36; los dos pasadores paralelos, que a tramos diversos e iguales, como anillos de serpiente chata que anda, han venido asegurando la doble cadena, se convierten en cuatro, y cada uno de estos pasadores, bastante a ser mástil de barco o columna de iglesia, sujeta a la vez atravesando 18 ojos, los 9 en que rematan los eslabones de cada una de las cuatro hileras, y 9 ojos de 9 de los hilos de cada cable, que tiene 19 hilos, cada uno de los cuales se abre en dos a cada extremo para ajustar,-como cuña entre las dos porciones del cuerpo que rompe,-entre los ojos de dos eslabones contiguos,-con lo que quedan por los cuatro mismos pasadores paralelos unidos en cuatro camas superpuestas e idénticas, los 36 extremos de cada cadena de anclaje y los 36 extremos de cada cable. Esas 4 dobles médulas de hierro, hasta 25 pies de lo alto del muro que da al río, en que ya el cable entra en el muro, atraviesan esas dos cuerpos monstruosos de granito,-médulas que remata luego armazón intrincada de nervios de acero, por ser ley, que anuncia lo uno en lo alto, y lo eterno en lo análogo, que todo organismo que invente el hombre, y avasalle o fecunde la tierra, esté dispuesto a semejanza del hombre. Parece como si en un hombre colosal hubiera de rematarse y concentrar toda la vida.

     De madera es, de madera de pino de Georgia, que debajo del agua ni el oxígeno alcanza ni el tedero roe, el sustento de ambas torres. Caisson lo llaman en francés y en inglés, y es invención francesa. Es caja inmensa, vuelta del revés: la boca, abajo; el fondo, arriba; y sobre el fondo que le sirve de tapa, veintidós pies de planchas de pino, cruzadas en ángulo recto sujetas al techo del cajón por tornillos gruesos como árboles, y retorcidos y agigantados, como debe ver, en su cerebro encendido, sus ideas un loco;-y de madero a madero, abrazaderas de hierro;-y en las junturas, alquitrán y materias adherentes y durables. ¡Oh! bien merecen estas cosas que asombran, que bajemos por el pozo forrado de hierro, contra entrada de aire, que desciende de lo alto del cajón, por entre los lienzos de pino, al cajón hueco, también de hierro contra aire, forrado de hierro de caldera, y cuyas paredes, de hierro calzadas, van en lo interior disminuyendo, para dejar mayor espacio a los excavadores, desde ocho pies con que junto al fondo que hace de techo comienzan, a ocho pulgadas. Ya flota la estructura corpulenta, con su margen de once pies, entre la triple empalizada, que, en el lugar mismo en que ha de alzarse la torre, le han fabricado los ingenieros; ya comienza a hundirse, al peso de los primeros trozos de granito que le echan al dorso; ¡ya baja! ¡ya baja! Por las canales de aire, introducen en el cajón el aire comprimido, ante el que huye, no sin grandes luchas, titánicos saltos a quinientos pies por sobre los pozos, tonantes rugidos y mortíferas rebeldías el agua vencida. Ni silbar pueden los hombres que trabajan en aquella hondura, donde está el aire comprimido a 32 libras por pulgada cuadrada: ni apagar una luz, que de sí misma se reenciende. Del pozo de hierro por donde bajan los excavadores al húmedo hueco del cajón, dividido para mejor sustento por seis tabiques, donde los excavadores trabajan,-los hombres pasan, graves y silenciosos a su entrada, fríos, ansiosos, blancos y lúgubres como fantasmas a su salida, por una como antesala, o cerrojo de aire, con dos puertas, una al pozo alto, otra a la cueva, que nunca se abren a la par, porque no se escape el aire comprimido, sino la de la cueva para dar entrada al bravo ejército cuando la del pozo se ha cerrado ya tras ellos, o la del pozo, para darles salida, cuando dejan ya cerrada la de la cueva:-¡ved cómo bajan por cuatro grandes aberturas al fondo de la excavación las dragas sonantes, de cóncavas mandíbulas, a buscar al fondo de los pozos,-abiertos a hondura mayor que el nivel del agua, por lo que el agua sube en ellos a nivel,-el lodo, la arena, los trozos de roca, que en incesantes paletadas echan en los pozos los excavadores, para que luego, al encajar, con ruido de cadenas, sus fauces abiertas en la abertura profunda la draga famélica, las trague, cerrando de súbito los maxilares poderosos, y las saque, cajón y torre arriba, al aire libre, y las vuelque en las barcas de limpieza! Ved como a medida que limpian la base aquellos heroicos trabajadores febriles, en cuyo cerebro hinchado la sangre precipitada se aglomera, van quitando alternativamente las empalizadas que colocaban ha poco bajo los tabiques de la extraña fábrica, y, con este sistema de escalones, dejando caer sobre las empalizadas que quedan la torre que, sin el apoyo de las que le quitan, pesa más sobre las restantes, y baja,-y reponiendo sobre el terreno nuevamente limpio las que quitaron, para apartar enseguida las que dejaron antes, al separar las cuales la torre baja otra vez sobre las nuevas. Ved como expulsa el agua, y calva ya la roca, echan los hombres entre ella y el tope del cajón 8,000 toneladas de cemento hidráulico, masa que, celoso de la naturaleza que creó breñas duras, ha inventado el hombre. Así a flor siempre de agua, construyeron, sobre el cajón que con su entraña de hombres se iba hundiendo, la torre que con su pesadumbre de granito, se iba levantando. Y luego, con pescantes potentes, alzaron hasta 300 pies las piedras, grandes como casas, que coronan la torre. Y los albañiles encajaron en aquella altura, como niños sus cantos de madera en torre de juguete de Crandall, piedras a cuyo choque ligerísimo, como alas de mariposa a choque humano, se despedazaban los cuerpos de los trabajadores, o se destapaba su cráneo. ¡Oh trabajadores desconocidos, oh mártires hermosos, entrañas de la grandeza, cimiento de la fábrica eterna, gusanos de la gloria!

     ¿Y los cables, los boas satisfechos? ¿Qué araña urdió esta tela de margen a margen por sobre el vacío? ¿Qué mensajero llevó 20,000 veces de los pasadores del amarre de Brooklyn las 19 madejas de que está hecho cada alambre, y los 278 hilos de que está hecha cada madeja, a los pasadores del amarre de New York? Una mañana, como galán que corteja a su dama, un vapor daba vueltas al pie de la torre de Brooklyn: ¡arriba va, lentamente izada, la primera cuerda! móntanla sobre la torre: sujétanla a la fábrica de amarre; arrástrala el vapor hasta el pie de la torre de New York; izan el otro extremo; pásanlo por la otra torre; fíjanlo al otro amarre:-del mismo modo pasan una segunda cuerda: -juntan en cada amarre, alrededor de poleas movidas por vapor, los extremos de ambas cuerdas, y ya queda en perpetuo movimiento circular la gloriosa «cuerda viajera». Sentado en un columpio, que cuelga de una carrucha fija a la cuerda que la máquina de vapor pone en movimiento, cruza el primero,-entre estampidos de cañones, silbos de locomotoras, flameos de banderas y hurras de centenares de miles de hombres,-Farrington sin miedo, cabeza de mecánicos.-Luego montan sobre la viajera, alzadas en brazos de hierro, una rueda de madera acanalada, en que engarzan el alambre, bien mojado en aceite de linaza para evitar el moho, y después bien seco que en ocho grandes ruedas, dos al pie de cada cable, tienen enredado, en extensión de dos millas, igual a 52 rollos, alrededor de cada rueda: ¡allá va la carrucha, hormiga trabajadora, de un cabo a otro del puente, con su doble hilo de alambre! Llega, la acarician, desengarzan el hilo, y lo reengarzan en torno a una gran herradura de hierro de borde estriado, molde provisional del que sacan luego el cable para engastarlo en el último pasador de la cadena: vuelve vacía, chirriando y castañeteando, la carrucha al otro extremo:-ajustan, con grandísimas labores, desde los amarres y lo alto de las torres la longitud diversa, que por quedar cada hilo a altura diversa en la madeja, ha de tener cada hilo: ¡allá va de nuevo la carrucha; la aguja redonda, que ha cosido el cable! ¡allá va 139 veces, en que deja 278 hilos! Y ya está la madeja, que de alambre forran, como las 18 más que hacen, a un mismo tiempo para cada uno de los cuatro cables: y ya hechas, apriétanlas con grandes abrazaderas; ajustan más aún las 19 madejas, en que los hilos yacen unos al lado de otros, y no trenzados; ciñen con medios cilindros, bien apretados, el cable; y sobre una especie de balsa ambulante que del mismo cable cuelga, van, tejedores del aire, los forradores, envolviendo la masa circular con alambre, que una sencilla máquina, semejante a una rueda de timón, que lleva el alambre enrollado en un carretel, va dejando salir en espiral:-y, ya el boa bien vestido, lo posan en su plancha acanalada que, sobre ruedas corredizas, para que el cable pueda extenderse y encogerse, y no dañar la fábrica con su peso, lo espera en la cumbre de la torre.

     De los cables cuelgan, sujetos de bandas de hierro, los tirantes trenzados, 208 en cada cable: de los tirantes, las planchas horizontales que sustentan el pavimento, y las seis paredes verticales de alturas diversas que las cruzan, y listones de acero de pared a pared, y listones diagonales, sobre cuya armazón se extienden, en gruesa lengua de 3.178 pies de largo y 85 de ancho, las cinco calzadas, de 19 pies de ancho las de carruajes; las del ferrocarril, de 15 ½; y dando vista a islas como cestos, a ciudades como hornos, a vapores que parecen, por lo avisados, ruidosos y diestros, mensajeros parlantes, y hormigas blancas que se tropiezan en el río, cruzan sus antenas, se comunican su mensaje y se separan, dando vista a ríos como mares, empinase en el centro, como cresta de 16 pies de ancho, el camino de las gentes de a pie que desde que abrió puertas el puente, cruzan, apretándose a veces en masas enormes, para dar salida a las cuales hay que alzar las barandas del camino, dos formidables y nunca enflaquecidas hileras de viandantes.

     Ni hay miedo de que la estructura venga abajo, porque aun cuando se quebraran a un tiempo los 278 que de cada cable la sostienen, bastaría a tenerla en alto, con su peso y el del tráfico, la ramazón de tirantes supletorios que, a modo de tremenda mano abierta, de delgada muñeca, baja, casi hasta la mitad del cable por cada lado, del tope de cada torre. No hay miedo de que se mueva la estructura, ni que la sacudan juegos de aire ni iras de tormenta; porque por su base la muerden las torres con dientes de acero, y para que el viento mayor no la conmueva, los dos cables de afuera se encorvan hacia adentro al ir tocando la mitad del puente, y los dos de adentro se doblan hacia los de afuera, con lo que se hace mayor la resistencia. No vendrán, no, los aires traviesos a volcar carros sobre el río, porque los bordes del puente se levantan a ocho pies de alto y entre las vías de carruajes y las del ferrocarril está tendida, para sujetar los empujes del viento, red de fuertes alambres. Ni hay riesgos de que los cables se quebranten,-que nunca vendrá sobre cada uno de ellos peso mayor de 3,000 toneladas, y está hecho para sustentar, con sus 294 brazos, doce mil. Ni se torcerá, astillará o saltará el puente, cuando el calor de estío lo dilate, como al rol de amor el espíritu, o el rigor del invierno lo acorte; porque esta quíntuple calzada está como partida en dos mitades, para prevenir el ensanche y el encogimiento, por medio de una plancha de extensión, en el punto medio de la vía, cuya plancha, fija en el extremo de una de las porciones, empalma sobre junturas movibles con el extremo de la porción segunda. Y cuando al pie de una de las torres se amontonan en bloqueo sin salida, millares de mujeres que sollozan, niños que gritan, policías que vocean, forcejeando por abrirse camino,-se mueven señorialmente, como gigantes que saludan, un ápice apenas los cables en sus lechos corredizos en lo alto de las torres.

     Así han fabricado, y así queda, menos bella que grande, y como brazo ponderoso de la mente humana, la magna estructura.-Ya no se abren fosos hondos en torno de almenadas fortalezas; sino se abrazan con brazos de acero, las ciudades; ya no guardan casillas de soldados las poblaciones, sino casillas de empleados sin lanza ni fusil, que cobran el centavo de la paz, al trabajo que pasa;-los puentes son las fortalezas del mundo moderno.-Mejor que abrir pechos es juntar ciudades. ¡Esto son llamados ahora a ser todos los hombres: soldados del puente!



La América. Nueva York, junio de 1883

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