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En torno a un cuento olvidado de Clarín: «El oso mayor»

Ángeles Ezama Gil





El cuento que hoy damos a conocer apareció publicado en el diario madrileño, La Correspondencia de España, el día 26 de marzo de 18981, y ha permanecido desde entonces olvidado en sus páginas.

Si el propio Clarín (Leopoldo Alas) no lo recoge en ninguna de sus colecciones, tampoco dan cuenta de él las colecciones y antologías posteriores; ni se incluye en el número de los que han sido sacados a la luz de modo aislado, como «La guitarra» (por Kronik) o «Kant, perro viejo» (por Beser); ni siquiera se menciona en la reciente edición de cuentos que prologa y anota J. M. Martínez Cachero.

La única referencia al mismo, si bien errónea, es la que se localiza en Veinticuatro Diarios, que nos da la ficha siguiente: Leopoldo ALAS, El Heraldo de Madrid, 1896-III-26 «El oso Menor (cuento)».

Todo ello nos da pie para tratar de presentar aquí este relato que, en buena medida, y dada su tardía cronología en el conjunto de la obra clariniana, se constituye en síntesis de una parte importante del quehacer literario del escritor.

El texto se inscribe en el marco de esa década que, entre 1890 y 1900, asiste en toda Europa a un movimiento de renovación del pensamiento y del arte, en sentido idealista, espiritualista. Clarín, mediador entre las nuevas corrientes y España, es fiel exponente de esas ideas. Así, la última etapa de su pensamiento2 evidencia un interés creciente por la metafísica, y un aumento de las preocupaciones espiritualistas, que radican tanto en su personal inquietud ante la idea de la muerte («cada vez más presente en sus escritos») (Lissourges, 1981, 154) como en el desengaño ante la realidad social e histórica que le toca vivir.

El personaje del cuento, filósofo «desencantado», no «escéptico»3, tanto de las concupiscencias «carnales» (el vicio conocido a través de la experiencia vital y literaria), como de las «intelectuales» (la filosofía y la ciencia), se identifica en buena medida con el propio Clarín, adoptando una postura eminentemente crítica frente a la realidad circundante; en religión se denuncia la falta de autenticidad («Aquel alabar a Dios por costumbre, por deber, por oficio, sin arrebatos líricos, con respeto, con más somnolencia que misticismo...»); en política se alude, con un toque de ironía, al caciquismo-«una marquesita (...) casada con un cacique terrible del partido liberal», «aunque sólo fuera por haber estado casada con un cacique», y en cuanto al pensamiento, se ponen de manifiesto «las grandes farsas de la pseudo-filosofía, de la ciencia preocupada por unos cuantos postulados ilegítimos, y soberbia en sus deleznables conclusiones». Por lo que respecta a la literatura, se va a cuestionar la validez del naturalismo, en un momento literario que parece exigir otras alternativas: la vuelta a los clásicos, o el cultivo de un nuevo tipo de relato «idealista», de tono radicalmente distinto al anterior, como respuesta a este último tipo, el cuento expone la historia de un «amor ideal», que se alza como solución contra las «depravaciones» del naturalismo.

El tema no es nuevo dentro de la narrativa breve clariniana; de hecho, se plantea y se resuelve de muy diversos modos en buena parte de los cuentos anteriores, y su evolución responde a la de los movimientos literarios que se suceden entre 1890 y 1900.

El primer exponente es el relato titulado «un documento» (1882), en que el amor ideal (puro, espiritualista o platónico) se plantea como alternativa a una vida llena de voluptuosidad. Contiene en germen los elementos característicos: la distancia (es un amor «de lejos»), el poder de la mirada, el silencio (es un amor sin palabras) y el ansia de eternidad. Pero se halla abocado al fracaso desde el momento en que la reflexión de la protagonista formula este pensamiento: «todo aquello era delicioso, pero no debía ser eterno» (Clarín, 1983, 45). Es el momento del naturalismo, y precisamente, la historia de los amores entre Fernando Flores y la duquesa del Triunfo, sirve de base (a modo de documento) a una novela naturalista.

En la década de los 90 los testimonios se multiplican. «El Señor», relato publicado en 1892, supone un paso adelante en la formulación del tema. El amor se ha purificado; no encontramos ya esa voluptuosidad que impregnaba el cuento anterior. La disyuntiva se plantea entre el amor humano idealizado, y el amor a Dios4, y se resuelve supeditándose el primero al segundo. Fiel expresión de este amor ideal son, de nuevo, la distancia, el silencio, el juego de la mirada, y el afán de eternidad.

En 1893, con «Un viejo verde», Alas abandona nuevamente el naturalismo para componer un cuento «idealista, imposible... romántico» (Clarín, 1983, 124), que, siguiendo las mismas pautas que los dos relatos anteriores, expone ahora la historia de un amor ideal, tal y como él lo describe, imposible, cuya correspondencia parece lograrse tras la muerte.

«La rosa de oro» (1893) recurre a la misma confusión entre amor y religión que encontrábamos en El Señor; como en este, todo se subsume, una vez más, en la religión.

El dúo de la tos (1894) mantiene algunas de las convenciones del amor ideal: la distancia y el silencio (no hay palabras, sólo la trágica canción que entonan las toses de los dos personajes). Pero rompe con otras: el poder de la mirada no tiene aquí sentido porque los protagonistas no llegan a verse nunca, y el ansia de eternidad tampoco se formula porque ambos arrastran una vida que se sabe condenada a la muerte próxima.

En 1897, con «El entierro de la sardina», nos encontramos, salvadas las diferencias, con el correlato de «Un viejo verde»: historia de un amor no correspondido, que se prefiere ignorar y que sólo se presta a reflexión tras la muerte.

Pero es sin duda en «El filósofo y la ‘vengadora’» donde se define de modo más explícito este amor espiritual, fiel expresión del nuevo movimiento neo-idealista. Las palabras del filósofo son suficientemente ilustrativas:

Yo miro a las mujeres bonitas y consagro no pequeña parte de mi vida a estar enamorado a mi manera. El amor no es pecado ni pequeñez cuando se le sabe conservar su mayor encanto, que es la ilusión... yo opino que el amor imposible es lícito... al que, por una razón o por otra, no debe amar en una mujer lo posible. Yo, por motivos que no son del caso, no puedo amar lícitamente a las mujeres que encuentro por ahí, si se ha de entender por amar pretender poseerlas (...). Por eso consagro mi idealidad amorosa, fuerza inexorable, invencible, que ha de ser respetada si no se ha de mutilar la representación poética, animadora de la vida, a las vírgenes pudorosas, inasequibles, de las que estoy seguro que no serán mías. En cuanto veo en ellas este imposible moral que dignifica mi ilusión, a esta me arrojo sin miedo, remordimiento ni medida... Yo no bajo la vista en presencia de la mujer, sino que por principios me enamoro, a mi manera, y exclusivamente de las mujeres puras, de las que no son capaces moralmente de amar, o mostrarlo al menos, a un hombre que no puede contraer justas nupcias. La mujer imposible es mi único tópico amoroso


(Clarín, 1916, 162-163).                


«El oso mayor» presenta numerosos puntos de contacto con los relatos citados, pero fundamentalmente con «El Señor»; tales son: la identificación entre amor y religión, la ausencia de voluptuosidad en la relación amorosa y la compatibilidad de esta clase de amor con las ocupaciones habituales de cada personaje.

Lo que los diferencia es la actitud radicalmente distinta del narrador en ambos casos: frente a la profunda «compasión»5 de este por Juan de Dios, un tono marcadamente irónico caracteriza la actitud del narrador en «El oso mayor» (episodio muy significativo es el que, en los dos cuentos, presenta al protagonista llevando el Viático a su amada)6. La absoluta sinceridad que sublima las relaciones humanas en «El Señor» se degrada en «El oso mayor», por el excesivo valor asignado a los convencionalismos. Finalmente, la diferencia fundamental es de nivel expresivo: mientras en «El Señor» los conflictos se nos transmiten en términos humanos, lo que concede una gran trascendencia al dolor personal, en «El oso mayor» todo llega al lector en términos metafísicos, que despersonalizan el dolor y lo traducen en interrogantes sobre los grandes misterios de la vida.

Pero, ante todo, nuestro cuento parece ser la puesta en práctica de la teoría neo-idealista contenida en «El filósofo y la ‘vengadora’», relato el más próximo cronológica e ideológicamente al que aquí nos ocupa.

«El oso mayor» (1898) supone la culminación del desarrollo de este tema en la narrativa de Clarín. Constituye una síntesis de todo lo anterior, lograda a través de la abstracción.

El cuento se halla concebido como tesis7 -en este caso, la de la imposibilidad del naturalismo en el presente momento literario, y la oportunidad del neoidealismo, expresada a través de una forma esclerotizada de amor-8 y todos sus aspectos se subordinan a este primer designio. Así, el tiempo se reparte entre el de la vida humana, y el de la eternidad9 -el espacio, entra «la provincia» y el cielo10. Los personajes, destinados a encarnar la tesis son seres esquemáticos11, auténticos tipos que recrean, literariamente, la tan socorrida figura del «oso» decimonónico.

Los convencionalismos del amor ideal que los personajes ponen en juego se extreman. El silencio es absoluto12. La distancia resulta eternamente irreductible. La obsesiva atención al intercambio de miradas, a los ojos, conduce a esa metáfora final en que los personajes, reducidos a meros ojos, pasan a constituir una nueva constelación. Por último, el anhelo de eternidad se hace realidad: los personajes no podrán escapar a ella tras haberse convertido en una estrella más del firmamento.

Este cuento, además, parece cerrar el ciclo de este amor ideal en su perfecta correspondencia, con «Un documento»; ambos constituyen el anverso y el reverso de un mismo tema que evidencia, en cada caso, la oportunidad de un movimiento literario distinto: mientras en «Un documento» la posibilidad de un amor ideal se esfuma ante la inquietante voluptuosidad ambiental, en «El oso mayor», el punto de partida es el de un naturalismo decadente, falto de convicción, que plantea la exigencia de un nuevo modo de novelar.

Motivaciones temáticas aparte, «El oso mayor» se halla concebido como juego verbal, ejercicio de creación léxico-semántica que Clarín ensaya en torno a una conocida locución decimonónica: «hacer el oso». El origen de esta, en sus dos acepciones, parece residir en la semejanza atribuida a algunos gestos y actitudes externas del hombre y el oso; la capacidad mimética y el tipo de relación amorosa son los dos aspectos considerados en la elaboración de la expresión.

Para el primero hemos de tener en cuenta un artículo de A. Fogazzaro13, que ilustra literariamente dicha semejanza; el Blaun de Goethe, el Atta Troll de Heine, y el Lochis de Merimée14, junto con el Maese Bruno de Ibsen, serían el punto de partida de una reflexión en torno a las afinidades morales del oso y el hombre:

Esta poesía iluminó mi alma con maravillosa luz: vi la prueba indudable de una afinidad oculta entre el oso y el hombre, y descubrí el secreto, de otro modo incomprensible, de muchas personas; sucede, en efecto, a mucha gente y de la más distinguida, que se turba y se agita al sonido de ciertas palabras indiferentes, sin que pueda comprender la razón. Si admitimos que existe en la humanidad una mezcla de oso, nos explicaremos que el recuerdo de algún disgusto, de algún odio, de algún dolor relacionado con esa palabra, el recuerdo, en fin, de alguna caldera candente, les obliga a bailar.


Por otra parte, la peculiar relación social y amorosa del oso se presta a comparación con algunos tipos de relación social y amorosa en la España finisecular. La experiencia cinegética de Antonio Covarsi nos proporciona un valioso testimonio al respecto:

Los osos nunca andan juntos; siempre los he visto solitarios, lo mismo machos que hembras (...). Esto me ha hecho fijarme detenidamente y observar que estos machos no estaban solos. La pista de un plantígrado de estos, se veía como si marchara un solo animal; pero buscando en la dirección que aquel llevaba a derecha o izquierda hasta unos cuarenta o cincuenta metros, se encontraría seguramente la de su compañero o compañera. Esto se comprobó varias veces, demostrando que no marchan unidos sino a distancia respetable; y más aún, que no se encaman juntos, pero sí próximos.


(Covarsi, 312)                


Estas consideraciones iluminan el sentido de las dos acepciones de la locución citada; la primera, la más común, es la que J. M. Sbarbi define en estos términos: «Dar alguno lugar con su conducta extravagante a que los demás serían de él, así como los osos adiestrados por los domadores van por la calle siendo con sus habilidades y posturas mímicas el hazmerreír de las personas»15. La segunda, de uso más restringido, significa, en sentido figurado y familiar, «Galantear, cortejar sin reparo ni disimulo»16.

El empleo de la frase en sentido amoroso se halla bastante documentado en los años 90; se localiza en cuentos (Laupolide, 23; Campillo, 329; Maestre, 742-3), tipos (Frontaura, Ilustración, 62-3), charadas (Blanco y negro, 241) e ilustraciones («Hacer el oso», 88-9; Madrid Cómico, 1890, Viñetas).

Lógicamente, el amante a distancia empezó a ser conocido como «oso», propiciándose la natural confusión entre el oso humano y el oso animal. De nuevo, textos y viñetas juegan un papel importante en la representación de esta figura. Entre los primeros, un cuento de Eusebio Blasco titulado «Poder del arte» o una comedia de Vital Aza y Miguel Ramos Carrión, El oso muerto, que explicita el significado del «oso»: «aquí llamamos oso al que hace el amor desde la acera» (Ramos Carrión, 21). Entre las segundas, dos del Madrid Cómico (revista muy dada a este tipo de representaciones festivas): una, con el título de «Cena misteriosa», presenta al «oso» aguardando frente a la casa de la amada para cortejarla, pasan unos niños y corean: «¡Que baile el oso! ¡que baile! ¡que baile!». («Cena misteriosa», 5); la otra, representa a madre e hija en el campo, sosteniendo este breve diálogo:

«-¿Es en aquellas montañas donde están los osos, mamá?

-Sí, hija mía; allí... y en la carrera de San Jerónimo.


(Madrid Cómico, 6)                


Finalmente, la identificación llega a tal extremo que, una viñeta incluida en la revista barcelonesa La Semana Cómica, titulada «Animales humanos», muestra, como representación del oso, la figura de un elegante del siglo XIX («Animales humanos», 14).

Hemos dejado para el final dos textos que, por su peculiar y extenso tratamiento del tema, se hallan muy próximos al de Alas. El primero, de 1893, pertenece a Carlos Frontaura, conocido escritor costumbrista finisecular. En él retrata el autor «la raza de los novios de esquina, paseantes de la acera de enfrente, sobornadores de criadas y porteros, estorbo del transeúnte y diversión del vecindario desocupado»17. (Frontaura, 1893, 187-188). Esta raza, que «casi se ha perdido», posee todavía algún «ejemplar», cuyos fines lucrativos contrastan con los altruistas de antaño, que obligaban a «hacer el oso» desde la calle a «aquellos novios beneméritos que están hoy, los que viven, padeciendo reúma o catarro crónico, o mal de piedra, o el terrible lumbago, o reblandecimiento cerebral, o alguna otra de las muchas enfermedades con que la próvida naturaleza obsequia a los mortales».

Es precisamente uno de estos novios de antaño el que trata de bosquejar el escritor catalán Ezequiel Boixet (más conocido en la prensa como «Juan Buscón») en una significativa composición titulada «El caballero que hace el oso». La caracterización de Don Vicente no puede resultar más ilustrativa:

Cuando le conocí (...) pintaba ya D. Vicentito sus treinta años (...) encontrábale indefectiblemente en la calle de... paseando la acera, puesto siempre de veinticinco alfileres, con extremada elegancia, luciendo flamante sombrero de copa y crujientes botas de charol; muy enguantado, haciendo molinetes con el roten que sostenía en su mano derecha, mientras que la izquierda sobaba sin descanso la leontina de oro fino, que relucía sobre el chaleco. Era bastante buen mozo; tenía una barba negra, espesa, recortada, que acariciaba a cada momento, y unos ojos de mirar muy cariñoso, dulzón, fijos con molesta insistencia en toda mujer algo guapa que la casualidad pusiera en su camino.


(Buscón, 627-628)                


El texto de Buscón representa un paso adelante respecto al de Frontaura; ambos nos presentan al personaje como un auténtico tipo, de rasgos reconocibles y costumbres inmutables, pero en Buscón hay, además, creación léxica -el verbo osear: «las innumerables doncellas a quienes oseara (con perdón sea dicho de la grey académica)»- y hay, sobre todo, una «narrativización» de la situación que el tipo ofrece18, aspectos ambos que nos llevan directamente al relato clariniano.

En el cuento de Alas los personajes son también tipos, que reproducen los convencionalismos de un conocido rito social. La locución que sirve de base al relato se aplica fundamentalmente a la relación amorosa (el amor a distancia), pero también a las relaciones sociales («mucha clase de relaciones sociales se parecían a las del oso por falta de comunicación oral o escrita entre personas y personas») y lleva impreso un sello de ironía, resultado del desgaste de las figuras en que se encarna.

Lo más destacado del conjunto es el juego verbal a que Alas somete dicha frase. Sobre la inicial «hacer el oso» (que ya había sido utilizada en «Un documento») se forja la recíproca «hacerse el oso» («se disponían a pasar la eternidad haciéndose el oso...»); y el término «oso», siempre precedido por el artículo determinado (el, los), se aplica, por una parte, al sujeto (masculino o femenino) en que se encarna el acto de «hacer el oso», y por otra, se hace sinónimo de «osear», al pasar a significar el amor ideal mismo, el acto de «hacer el oso». Este último uso, por su novedad, es el que más llama la atención; en el texto, «el oso» alterna con la locución base «hacer el oso»; su utilización podría responder a un deseo de aligerar el discurso (dado el número de ocasiones en que se recurre a la expresión), o tal vez sea una manifestación más de esa tendencia a la reducción verbal (a favor del sustantivo) que se opera en los últimos escritos de Alas, y que está de acuerdo con la «esencialidad» que pretende imprimir al relato (así coinciden en señalarlo críticos como Gonzalo Sobejano (1985) o Y. Lissourgues (1983)19.

Por último, el término «oso» referido a los personajes, le sirve de punto de partida (a través de la metáfora ojos-estrellas) para formar esa nueva constelación conocida como «el oso mayor» cuyas cuatro «estrellas» se corresponden con las cuatro, en cuadrilátero, de la osa mayor.

El juego verbal y la creación léxica no son sino exhibición de esa particular maestría que Alas evidencia en su manejo del lenguaje. Defensor de un estilo natural, que se alza como revulsivo contra los excesos de la oratoria decimonónica, intenta un justo equilibrio entre la lengua oral y la escrita que concede una notable agilidad a su expresión. No obstante, el lastre de la Retórica decimonónica le sitúa en una etapa de transición entre dos modos expresivos (Núñez de Villavicencio, 116). Sintácticamente, esta encrucijada se revela, por una parte, en la utilización de la frase amplificatoria, que incluye numerosas subordinadas (especialmente adjetivas) y tendencia a la reiteración de contenidos (aprovechando las posibilidades que la lengua le ofrece). Por otra parte, la búsqueda entre los escritores decimonónicos, de una forma de expresión más directa, desemboca en el recurso a las frases breves, yuxtapuestas -por ejemplo, «Servando Guardiola dejó caer el libro (...) apoyó bien la nuca en la almohada, estiró los brazos...» o subordinadas en que se han suprimido los nexos- «sin sueño-acababa de dormir diez horas, -sin hambre-acababa de tomar chocolate»; considerable número de oraciones de infinitivo-. «Le halagaba, sin darse él cuenta...», «Se estimaban sin decírselo...»; gerundio -«saboreando el bostezo, poniendo en él algo de oración al dios de la galbana»; y participio -«de la ciencia preocupada por unos cuantos postulados ilegítimos, y soberbia en sus deleznables conclusiones»; frases nominales -«Al oscurecer, una campanilla: el Viático», «Pero total, relámpagos. Nubes de verano en lo más frío del invierno»; y aposiciones -«que iba cansándose de su especialidad, el amor con quintas esencias», «los días alegres, los de gran función».

Si a todo ello se suma la frecuencia de utilización del sustantivo de materia («el cielo del cielo», «filosofía austera, de austeridad falsa, llena de inquietud y sobresalto»), o de los procesos de sustantivación («El París», «el verdadero», «aquel alabar»), podemos caracterizar el texto clariniano por un predominio de las formas sustantivas, destinado a señalar la trascendencia de las esencias frente a los procesos.

Es, además, característica de la prosa de Alas una tendencia a la reiteración lingüística (común a la Retórica del XIX y al relato breve) cuya función es la de matizar los contenidos (manifestando así la intencionalidad del narrador) a través de diversas formas de recurrencia verbal: paralelismos sintácticos -«Ahora uno y mañana otro; hoy por ti, mañana por mí»; estructuras bimembres -«mil recuerdos, mil reflexiones», «inquietud y sobresalto», «sin mañana... sin finalidad»; y trimembres («por tesón de escuela, por costumbre, acaso por espíritu mercantil», «gráficas, fuertes, audaces»; o reiteraciones de un mismo término, ya de forma sucesiva -«los ojos, los ojos», «el fin sin fin», «personas y personas», ya a lo largo del discurso20.

La matización de contenidos puede también lograrse por otros medios de uso frecuente, por ejemplo: los puntos suspensivos21, las palabras en versalita22 o las frases hechas y expresiones populares23, que aparte de apuntar hacia una forma de expresión más directa (son recursos cuya oralidad resulta notoria), indican una clara intencionalidad irónica por parte del narrador, el cual realiza de este modo sus guiños al lector.

Esencialidad (en la expresión del amor ideal) e ironía (en la actitud del narrador) son rasgos decisivos en la configuración temática y estilística del texto; de la suma de ambos aspectos, en apariencia contradictorios, resulta esa unidad que concede armonía al relato.

El cierre perfecto a estas reflexiones sobre el cuento clariniano lo constituirían unas palabras de Gonzalo Sobejano en que el crítico resume las líneas fundamentales de la renovación del pensamiento en la década de los 90; «El oso mayor» no es sino un exponente de dichas directrices, acaso el más característico:

De modo que cuando alrededor de 1890 resurge la necesidad de que los hechos cedan a las ideas, la suficiencia del hombre a la esperanza en un más allá, la observación de la realidad a una captación intuitiva del misterio, y la confianza en el progreso a una crítica de sus decepciones, Alas es el escritor español de su edad mejor dispuesto a compartir y difundir el nuevo espíritu.


(Sobejano, 1985, 103)                





ArribaAbajoEl oso mayor

Servando Guardiola dejó caer el libro, una novela francesa, sobre el embozo de la cama; apoyó bien la nuca en la almohada, estiró los brazos con delicia de dilettante de la pereza... y bostezó, sin hastío, sin sueño -acababa de dormir diez horas-, sin hambre -acababa de tomar chocolate-; saboreando el bostezo, poniendo en él algo de oración al dios de la galbana, que alguno ha de tener.

Dejaba caer el libro para continuar deleitándose con las propias ideas y las queridas familiares imágenes, mucho más interesantes que la lectura que le había sugerido, por comparación, mil recuerdos, mil reflexiones. Se sentía superior al libro, con una inadvertida complacencia.

Era el volumen pequeño, elegante, coquetón, de un autor joven, de moda, de los pervertidos, jefe de escuela, un jeune maitre próximo ya a la Academia y que iba cansándose de su especialidad, el amor con quintas esencias y lo quería convertir en extraña filosofía austera, de austeridad falsa, llena de inquietud y sobresalto.

Todavía aquel poeta del vicio parisiense, que tantas depravaciones eróticas había pintado, casi inventado, continuaba en esta reciente obra, por tesón de escuela, por costumbre, acaso por espíritu mercantil, buscando nuevos espasmos del placer; pero lo hacía con evidente disgusto ya, cansado de repetirse, empleando por rutina, ahora, las frases gráficas, fuertes, audaces, que en otro tiempo habían sido el triunfo principal de su estilo nervioso.

Todo aquello le sabía a puchero de enfermo a Servando, gran lector ahora de clásicos; que estaba descubriendo la historia en los autores célebres antiguos, aquellos de que todos hablan y que en nuestro tiempo casi nadie los tiene para leer. El sí, los leía, los saboreaba; ¡qué de cosas decían que no habían hecho constar los comentaristas más minuciosos!

¡Qué mayor novedad que leer de veras a uno de esos maestros antiguos! Y en cuanto a las novedades de caprichosa y misteriosa voluptuosidad que al autor francés encontraba a cada paso en ciertos antros del vicio de la gran capital, ¡qué poca admiración le causaban a Guardiola, que algo conocía y todo lo demás del género lo daba por visto y condenado en nombre, no ya de la moral, del buen sentido estético y hasta del mero egoísmo sensual y utilitario!

Le halagaba, sin darse él cuenta, al verse tan fuera y por encima de todo snobismo concupiscente; y esto, sin pretender perfecciones morales de que, ¡ay! sabía él, definitivamente, que estaba muy lejos.

Había vivido bastante en Madrid, en Sevilla; conocía por experiencia la vida poco edificante del París menos original acaso, el del vicio... y conocía además el gran mundo de las concupiscencias intelectuales, las grandes farsas de la pseudo-filosofía, de la ciencia preocupada por unos cuentos postulados ilegítimos, y soberbia en sus deleznables conclusiones.

Pero estaba lejos de ser un escéptico, ni de la vida, ni de la ciencia. Le repugnaba la clasificación de los sistemas en pesimistas y optimistas, y le placía ver de qué grotesca manera el telégrafo y la prensa van deshaciendo el sentido de estas palabras: optimismo, pesimismo, que jamás debieron servir para clasificar ni calificar filosofías.

Y pensaba Servando aquella mañana fría, húmeda, de cielo gris, para él tibia, seca, de cielo de plata, entre el calor de las sábanas, con la chimenea encendida en el próximo gabinete, pensaba que era necia pretensión la de aquellos autores de las populosas capitales empeñados en pasmar al mundo, a la provincia con la perversión febril de las acumulaciones del rebaño humano en los grandes centros.

¿Qué hacía París, que no hubieran hecho Babilonia, Antioquía, Síbaris, Roma y tantas otras ilustres corruptoras de la antigüedad remota? ¡Provinciano! Él se sentía profundamente provinciano. Ni corte, ni cortijo; quería su ciudad adormecida, con yerba en algunas calles, con resonancias en los atrios solitarios, con paseos por las largas carreteras, orladas de álamos... sin gente.

Allá, a lo lejos, se distinguen dos, tres, cuatro puntos... se mueven, avanzan, se acercan... ¿será ella? ¿Quién era ella?... Una mujer; la mujer, cualquiera; pero toda una mujer; respetable, idealizada... la manzana de ceniza, tal vez, que... no se monda.

El amor era eso... hacer el oso ¡Siempre el oso! Nada más que eso. Es claro que, en la juventud primera, Servando había amado con fuerza, creyendo; idealizando siempre, pero deseando, esperando. Pero con aquello no había que contar... Aquellos paraísos perdidos no aguardaban redención; no volvían. Eso es, pasa, no vuelve... Hasta acordarse de ello hace daño. A otra cosa. Los ojos, los ojos a distancia. No había más.

El oso, el verdadero, el tenaz, es provinciano. Sin saber por qué a punto fijo, Servando comprendía el amor del oso provinciano, sin mañana, porque mañana es como hoy, sin finalidad, como el arte, según Kant, el fin sin fin, le comparaba a los cánticos del coro de los canónigos en la catedral.

Aquel alabar a Dios por costumbre, por deber, por oficio, sin arrebatos líricos, con respeto, con más somnolencia que misticismo, se parecía al oso eterno, a que él se consagraba en la calle, en el paseo, en el teatro, en el baile. Los canónigos alaban a Dios sin acordarse de la recíproca; no esperan, por lo regular, ninguna recompensa sobrenatural por la justa corte que hacen al Señor.

Tampoco Servando esperaba nada de la mujer a quien miraba de lejos con una constancia que solo tiene el vacío.

En su pueblo, en su vieja y aburrida ciudad querida, mansión propicia para filósofos previamente desencantados, había notado Guardiola que mucha clase de relaciones sociales se parecían a las del oso por la falta de comunicación oral o escrita entre personas y personas.

Años y años veía él ciertos convecinos a quienes no trataba, porque no había habido ocasión para ello, ni deseo de lograrla; los veía todos, todos los días; sabía su vida entera, sus costumbres, sus gustos; eran para él imágenes familiares, que le cansaban por lo repetidas, y que, no obstante, contribuían a la plácida sensación de bienestar local que sólo en su pueblo satisfacía.

Se estimaban sin decírselo, sin saberlo, él y aquellos desconocidos que conocía como a hermanos; y sin embargo, jamás cruzó palabra ni un saludo. No había ocasión.

A lo mejor una gacetilla anunciaba la grave enfermedad de aquel señor a quien, en efecto, Servando había notado un poco alicaído... Al oscurecer, una campanilla; el Viático. A veces Guardiola llevaba el Señor al enfermo... ¡Uno menos! Moría aquel convecino a quien jamás había hablado... Y dejaba un vacío. Y así otros, y otros. Y parecía nada, y sin embargo, la tristeza, la soledad que iba encontrando en el teatro, en los paseos solemnes de los días de fiesta no era causada exclusivamente por la edad que se le echaba encima; también contribuía a aislarle aquella ausencia de los desconocidos familiares, con quien no había hablado nunca.

¿Y las desconocidas? ¡Los osos, sin palabras y que duraban años y años! ¡Cuántos ideales de aquellos había visto Servando envejecer!

Había amado (?) ya a cuatro o cinco generaciones. Ahora idealizaba las nietas de sus Beatrices de los quince años. Con una indiferencia perfectamente natural y espontánea, lanzaba al olvido los ideales que se hicieron viejos. No había crueldad ni inconstancia en este proceder, porque ya se ha dicho que el oso era una finalidad sin fin.

Ni había que sacarle consecuencias de las que suelen pedir los demás amores, los utilitarios. Ni matrimonio, ni logro, ni celos, ni perfidia, ni cansancio, ni hastío... El oso no acababa hasta que llegaba la imposibilidad fisiológica de darle un parecido con el amor. Además los osos antes de hacerse del todo viejos, sabían desaparecer. Casi todos se convertían en madres honradas que salían poco de casa y solo pensaban en los hijos. Cada primavera traía su juventud y ¡quién se acordaba de las hojas de otoño!

El amor así, era compatible con toda clase de ocupaciones y preocupaciones. Servando había sido una porción de cosas, dándoles importancia, y sin dejar de hacer el oso de aquella manera. Político, algo beato, casado, viudo... todo eso había sido y nada de ello tenía que ver con el oso; cosa aparte.

Cuando le empezó a salir la pata de gallo, llevaba diez o doce años de mirar a una marquesita muy mona, muy lánguida, casada con un cacique terrible del partido liberal.

La había conocido cuando ella, niña todavía, jugaba al aro, y a saltar la cuerda en el paseo principal. Desde entonces empezó a mirarla como a todas. Y ella a él, como a todos.

El oso en estos pueblos aburridos es propiedad ideal de la comunidad, casi, casi corre con él el Ayuntamiento. Todas miran a todos, y viceversa. La marquesita pálida, interesante, esbelta, era un alma de Dios: fiel a su esposo, como era respetuosa con su madre; se había casado porque sí, y hacía el oso lo mismo, porque lo veía hacer al mundo entero. Ponía los ojos a lo místico, en el cielo... o en el cielo raso, según el lugar, y dejaba caer de repente la mirada sobre el varón puesto enfrente; que era muchas veces, en muchas partes, Guardiola.

No se habían hablado diez veces en la vida; unas temporadas se saludaban y otras no. ¡Y qué de historia común! ¡Qué relaciones tan largas las suyas! A veces, en el teatro, mal alumbrado -con poca gente, no tenía ella más oso que él, ni él más oso que ella... Y ¡cosa rara! ¡esas noches se aburrían de lo lindo, bostezaban, y se miraban mucho menos!

Faltaba la competencia, la animación, ¡qué sé yo! En cambio, los días alegres, los de gran función, las miradas se buscaban con afán, se aprovechaban del bullicio, de la multitud que pasaba por delante, entre ojos y ojos, para hablar más claros, más insinuantes... pero total, relámpagos. Nubes de verano en lo más frío del invierno.

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Una noche, al retirarse Servando, oyó tocar a administrar en la parroquia vecina. Era para la marquesita. Una fiebre puerperal, cosa de días. Servando cogió un cirio y siguió al cortejo religioso. Quería estar muy triste, muy triste, y no podía; no sabía.

Aquel ideal de tantos años, que acaso era el último, tan familiar, tan escogido... se desvanecía también; y Servando tenía que confesarse que había sentido más la muerte de cierto primo carnal, que sentía la de la marquesita.

Murió aquella bendita y elegante señora, y Servando estuvo un mes sin ir al paseo, ni al teatro. Pero por culto que rendía a la sinceridad, pasado el mes volvió al paseo y al teatro. ¡El vacío existía! Sí ¡Grande! En aquella platea solitaria de la marquesita había un agujero negro... El diablo de la metafísica no le dejaba a Guardiola entregarse a la desesperación con tan plausible motivo.

Vivir es ir muriendo todos los días, dicen muchos poetas, sin recordar que ya lo había dicho Séneca, y no había sido el primero. Pero ¿y qué? Claro que vivir es cambiar; y cambiar es eso; ahora uno y mañana otro; hoy por ti; mañana por mí.

Guardiola se murió también. Y no muy viejo. De un catarro mal curado. Fue al purgatorio, como era de esperar. La marquesita también había estado allí; pero ya había subido al cielo. Bien lo merecía, aunque sólo fuera por haber estado casada con un cacique.

Al cabo de los años mil, también Servando ascendió en el escalafón lo suficiente para llegar a la gloria eterna. Había estado mucho más tiempo purgando culpas que la marquesita; pero no por los osos, que en esto, allá se iban, y pesaban poco en la balanza de la Justicia; pero él había sido filósofo y ella no. Y por eso.

Sabido es que en la corte celestial está todo como lo dispuso Miguel Ángel, maestro de ceremonias. Cristo a la diestra de Dios Padre, y cada cual como corresponde y es de derecho. Después de arcángeles y serafines, tronos y dominaciones, ángeles, santos patriarcas, doctores, etc., etc.; viene la gente menuda; y entre la gente menuda se vio, y no esperaba otra cosa, Servando. Los asientos están en largas filas paralelas. Los hombres a un lado, las mujeres a otro. Pero se ven, se ven, cuando las nubes de incienso no son demasiado espesas, los hombres y las mujeres.

Durante muchos millones de años, Servando no atendió más que a gozar de la felicidad eterna, que le correspondía. Pero tantos siglos de siglos -secula saeculorum- fueron pasando, que al fin, al fin (es decir, al fin no, porque aquello no tiene fin) Servando... se puso a reparar en el mujerío que tenía enfrente.

No se podía hablar con los demás una palabra, pero esto no le importaba a él, que ya venía acostumbrado a tal silencio desde la vida en su pueblo. En una ocasión en que el humo era menos denso se le figuró ver... ¡no había duda! ¡Era la marquesita! La tenía enfrente. Ella le había visto a él mucho antes.

Al principio (muchos millones de millones de años) no se atrevieron a mirarse... pero... al cabo de ese pedazo de eternidad, la marquesita, clavó los ojos en el cielo del cielo... y los dejó caer, como solía en su pueblo, sobre el buen Guardiola.

No tenían otra cosa que hacer... y se entregaron a su costumbre favorita; a mirarse de lejos, sin un gesto, como si no fueran más que ojos, y no unos completos bienaventurados.

Se disponían a pasar la eternidad haciéndose el oso. Y se lo hicieron, siglos de siglos...

Pero se enteró la policía celestial. Aquello no estaba bien. Era cosa inocente, pero más propia que del cielo, del limbo. Pero como del cielo ya no se les podía echar, ni era la cosa para tanto... los trasladaron al cielo... estrellado.

Y la marquesita y Servando Guardiola pasaron a ser entre estrellas telescópicas, dos muy juntas enfrente de otras dos muy juntas, formando entre todas un grupo, una constelación que, cuando se descubra, se llamará... el oso mayor.

Universidad de Zaragoza






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