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No obstante, recuérdese a Segre (1985: 272-73) acerca de la inexistencia de reglas teóricas que sujetasen a los géneros literarios medievales; a pesar de la pervivencia de la teoría aristotélica y los esquemas de la retórica, el desarrollo que experimentaron en aquel período sólo se manejaba por la rápida consolidación de las tradiciones y la demanda del público. Por tanto, aunque en sus comienzos no hubiera ninguna convención genérica tras él, su empleo pudo generarlo con el paso del tiempo.

 

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Dado lo inabarcable del tema, véanse las noticias de Juan del Encina en la edición de Pérez Priego (1991) y de Lucas Fernández en Díez Borque (1983: 190-98), donde se recogen las distintas posiciones existentes al respecto.

 

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Véase ahora la cronología del teatro medieval castellano de Stern (1996: 246-51), no por provisional menos interesante. Con ella en la mano, y dado que la fecha de nacimiento más probable es 1474, las representaciones dramáticas a las que pudo asistir se limitan a las del Corpus Christi toledano y las de Encina en Alba de Tormes (252). Cada vez cobra mayor fuerza la opinión de que buena parte del teatro de esta época era creado por encargo para un momento específico, lo cual implica que su representación fue univicaria. Por sólo citar dos ejemplos, véanse las noticias recogidas por Calderón (1996: xxvi-xl), o lo conocido de Juan del Encina. Téngase en cuenta, además, que casi no hemos conservado testimonios manuscritos coetáneos de estas piezas lo cual apunta a que fueron leídas y en impresos.

 

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Es muy probable que entraran en contacto en al menos tres ocasiones: con los Duques de Alba, a cuya corte perteneció de 1496 a 1498, con quienes pudo viajar al país vecino; también es posible que coincidieran durante el viaje del rey don Manuel I el Afortunado y su esposa Isabel a Toledo en 1498, ya que muy probablemente formarían parte de las respectivas comitivas. Por último, tal vez con motivo de los varios días que se prolongaron las bodas y tornabodas con que celebró Manuel I su nuevo matrimonio con María en 1500 en Alcócer. El Duque de Alba se desplazó a aquel evento y puede que llevara como presente para los desposados la primera de las comedias de Lucas, compuesta alrededor de 1496, y que se representó allí, aunque también puede ser que en aquel momento el salmantino desempeñara la función de organista de la Capilla de la reina María. No obstante, el propio Gil Vicente en su carta a João -«Os livros das obras que escritas vi»- sólo acepta conocer bien la edición de las obras del salmantino de 1514. No menciona obras manuscritas de aquél, ni haber asistido a ninguna representación, ni sugiere, como quiere Lihani (1973: 43-44) que Lucas desempeñara el papel del pastor del mismo nombre en el Auto pastoril castellano de Vicente. Tal ausencia de noticias pudiera interpretarse como una prueba de la inexistencia de esa influencia, aunque también quepa suponer que Vicente no querría reconocer el endeudamiento formal o temático, por pequeño que fuese, respecto de Fernández, pues el rey podría preferir al origen de sus deleites en vez de un buen imitador. Sobre las difícilmente extricables circunstancias que rodean a la clasificación adoptada por las obras de Gil Vicente en su compilación véase: Vasconcelos 1949 y Atkinson 1950: 268-80.

 

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La más reciente ocasión en que he hallado tal afirmación es en el excelente compendio de los problemas del teatro medieval castellano de Gómez Moreno (1991:83-84); ciertamente no es una afirmación taxativa, pero admite la posibilidad de la existencia de un influjo cuya vía de entrada y alcance no determina: «La farce francesa caló hondo en la Italia cuatrocentista y, de modo indirecto, en Juan del Encina, Lucas Fernández y el teatro español de la primera mitad del siglo XVI. Baste como ejemplo El mariazo da Pava, sátira de villanos en que resulta básica la parodia lingüística (el dialecto de los rústicos nos recuerda el uso del sayagués, el efecto cómico de la lengua de negros en el teatro luso y en la Segunda Celestina o la diversidad de lenguajes en Torres Naharro), aspecto que caracteriza también a la obra maestra de este género en Francia: La Farce de Maitre Patlielin».

 

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Según Bonilla y San Martín (1924: 144-45) parece que se trata del Pathelinus de Alejandro Conibert, imitación neolatina de la famosa farsa francesa, de la que Reuchlin en 1497 elaboró una paráfrasis en latín a sus alumnos de Heidelberg.

 

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Al menos hubo otras ediciones: Zamora (1543), Zaragoza (1544), Sevilla (1550), Zaragoza (1550), y Sevilla (1574).

 

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E. Köhler la editó (1911: 209-36), empleando la copia que efectuó del perdido ejemplar de la Biblioteca Nacional Bartolomé Gallardo y que posteriormente pasó a manos de Menéndez Pelayo (155-56); la cita en (229). La composición castellana se extendía hasta el fol. 36v. Una descripción completa del ejemplar en Norton (1978: 478-80; n.º 1322).

 

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Como es lógico acudí en un primer momento al estudio de Cotarelo (1904) en busca de apariciones del término en las censuras eclesiásticas; la noticia más temprana de la aparición de la condena es 1525 pero no es en modo alguno la única. A fines del siglo XVI y a lo largo del siglo XVII se suceden los empleos del vocablo, pero con una acepción tan desdibujada como en sus orígenes (1904: 56-59, 62-64, 522, 523 y 555-58).

 

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No son estos los únicos ejemplos; también son interesantes otras documentaciones, como en Gutiérrez González: «Hablando con otro, jamás hables de dedo, ni meneando la cabeza, que parescen más modos de los que representan farsas que hombres de buen seso y buena crianza» (1532: Lib. II, cap. XXVIII, fol. 49v). Recuérdese las palabras de Bachiller Villalón en su Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente (Valladolid: 1539): «Pues en las representaciones de comedias, que en Castilla llaman farsas, nunca desde la creación del mundo se representaron con tanta agudeza e industria como agora; porque viven seis hombres asalariados por la iglesia de Toledo, de los cuales son capitanes dos que se llaman los Correas, que en la representación contrahazen todos los descuidos e avisos de los hombres, como si naturaleza, nuestra universal madre, los representase allí» (Cañete 1867: C). Podría aumentar el número de ejemplos, pero me parece mejor seleccionar uno posterior con el que se puede atisbar que años más tarde todavía no estaba demasiado claro qué era una farsa; alrededor de 1574, se encuentra en el Informe del Virrey don Martín Enríquez de Almanza al Presidente del Consejo de Indias: «Y fue que continuando el Arzobispo las farsas de su consagración, mandó hazer otra cuando tomó el palio, y bien indigna del lugar, pues era en el tablado que estaba pegado al Altar mayor, y en presencia de los Obispos de Tlaxcala, Yucatán y Chiapa y Jalisco, y el Audiencia y todo lo principal del pueblo. Y entre otros entremeses representan un cogedor de alcabalas [...] Todos los demás entremeses le perdonara, mas éste no me hizo buen estómago, aunque ninguno aprobara que no es farsa una consagración y tomar al palio» (Icaza 1915: 62-63).