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En el rincón de un quicio oscuro [Prólogo a «España contemporánea» de Rubén Darío]

Sergio Ramírez





Una tarde de diciembre de 1896, en la casa de su hermana Ignacia, calle de las Vendederas en Huelva, Juan Ramón Jiménez leía, embargado por la novedad, unos poemas de Rubén Darío que habían aparecido en La Nueva Ilustración de Barcelona. Un reventar de cohetes, un repicar de campanas, gritos, y las notas de la marcha de Cádiz que tocaba una banda lo hicieron salir al balcón, y vio que las calles estaban llenas de gente porque pueblo y autoridades celebraban la muerte de José Antonio Maceo al grito entusiasta de ¡mueran los mambises!

Se quedó acongojado contemplando aquella celebración que presidían los curas y los militares, en la mano el número de la revista. Y, triste, como si el muerto fuera Darío y la celebración contra Darío, pensó en América, y en Cuba de los cromos de las cajas de tabaco con sus paisajes románticos de palmas airosas, y superpuso en su mente el rostro de Maceo, que adornaba las cajas de chocolate, al de Darío que lo miraba desde la portada de la revista.

Por las calles y plazas en toda España se festejaba en grandes algaradas la caída de Maceo, que se tomaba como anuncio del triunfo inminente de la guerra en Cuba. El General Weyler, que había inventado desde entonces la reconcentración de campesinos en aldeas estratégicas, lo había cazado con su ardid de partir la isla en cuatro con fosos rellenos de dinamita y alambre de púas que los focos eléctricos iluminaban en las noches.

La guerra de Cuba era una guerra perdida desde muchos años atrás, y España no lo sabía, o pretendía ignorarlo, y todavía ignoraba mucho más a manos de quién iba a perderla. Los dos rostros, Maceo y Darío, el uno negro, el otro mestizo, representaban la imaginería exótica de un continente del que sólo Cuba y Puerto Rico quedaban ya como parte del viejo imperio; un rezago. Desde Céspedes, Cuba peleaba otra vez su guerra de independencia, la seguía peleando tras la caída de Martí en Dos Ríos, en mayo del año anterior, y no iba a dejar de pelearla tras la muerte de Maceo. Para España, era la última de sus guerras coloniales. Para Estados Unidos, sería la primera de la construcción de su imperio.

Ramiro de Maetzu, uno de los intelectuales de la generación del 98, sabía ya que la guerra en Cuba era una guerra en contra de los tiempos, como lo sabía Darío. Maetzu se había ganado la vida en Cuba -una colonia más rica que la propia península- recitando a Ibsen, a Marx y Schopenhauer a los cigarreros de una fábrica de tabaco, un oficio exótico, como aquellos rostros de cromos y portadas. También ya para entonces eran exóticos los indianos que regresaban ricos a España, y se segregaban en barrios nuevos, como recuerda Clarín en La Regenta. La idea de América misma, lejana a los ardides hispanistas de la restauración, era exótica.

Aquel sentimiento triunfal, que llegó a convertirse en delirio, ya no cesaría ni cuando Estados Unidos entró en la guerra menos de dos años después, y los acontecimientos fueron demasiado vertiginosos para que el público de los cafés y las corridas entendiera que se trataba, desde el principio, de una guerra perdida. Por diez céntimos los niños podían volar el Maine en una postal untada con una pequeña dotación de fósforo, y el ardor patriótico alcanzaba para atizar campañas en contra del consumo de la Emulsión de Scott, por ser producto yanki.

Un enemigo lejano y más bien risible, zaherido en las zarzuelas. «¿Cómo va a tener miedo de los marranos el país de las corridas de toros?», se decía en las crónicas taurinas. Y la imagen del yanki fue la del cerdo, rudo, vulgar y mantecoso. Una lucha ya inadvertidamente desigual entre el león rampante y el cerdo productor de montañas de tocino al que Darío, desde Buenos Aires, aborrecía como enemigo de la sangre latina. En mayo de 1898, cuando tras la batalla de Cavite, que significó la pérdida de Filipinas, era inminente la derrota en Cuba, escribía desde Buenos Aires:

Y los he visto a esos yankees, en sus abrumadoras ciudades de hierro y piedra... parecíame sentir la opresión de una montaña, sentía respirar en un país de cíclopes, comedores de carne cruda, herreros bestiales, habitadores de casas mastodontes. Colorados, pesados, groseros, van por sus calles empujándose y rozándose animadamente a la caza del dollar. El ideal de esos calibanes está circunscrito a la bolsa y la fábrica...



Esta era una visión del bárbaro que también se alentaba en España en esos días, en los periódicos, los sermones y los discursos, pero una visión que no trasladaba a la opinión pública la advertencia de que eran bárbaros ya poderosos, preparándose para iniciar su expansión en el mundo, dueños de los nuevos avances tecnológicos. Y la imagen contrapuesta del viejo y noble poderío español, arraigado en la propaganda de los regímenes de la restauración, iba a servir de muy poco. Darío, desde el otro lado del atlántico, muy partidario de España, bien sentía, a la par que una fuga de americanos potros, el estertor postrero de un caduco león.

En las tres décadas finales del siglo XIX los Estados Unidos habían multiplicado sus índices de producción en hierro, carbón y acero, ya mayor que la de Inglaterra y Francia a la vez; tenían, además, las fuentes del petróleo en su propio territorio, y dos veces más kilómetros construidos de ferrocarril que toda Europa en su conjunto. Su producción de cereales era diez veces mayor que las de Alemania y Francia. No eran todavía la primera potencia naval, pero comenzarían a serlo después de destrozar a la flota española en Filipinas y Santiago de Cuba. La era de las cañoneras, bajo McKinley, estaba por abrirse. Y pronto empezarían los sufrimientos del caribe exótico, de donde Darío venía, que se verían ocupados militarmente a partir de entonces por la infantería de Marina, Haití, México, Honduras, Nicaragua. Y así como McKinley había ocupado Cuba y Puerto Rico bajo un nuevo régimen colonial, Roosevelt segregaría Panamá del territorio de Colombia para construir el canal interoceánico.

Darío siempre había tomado partido del lado de Cuba en su guerra de independencia, aunque hubiera lamentado como un sacrificio inútil la muerte de Martí: «¡Oh, maestro! ¿Qué has hecho?» le preguntaba en un artículo recogido en Los Raros. Martí, a quien había conocido en New York en 1893, invitado por él a un mitín patriótico en Hardman Hall, lo llamó entonces, hijo. Y desde entonces, Darío sabía lo que aquellos «búfalos de dientes de plata» representaban para América: «Behemot es gigantesco pero no he de sacrificarme por mi propia voluntad bajo sus patas».

Derrotada España, y sacrificada Cuba, Darío volvía por España, y volvía a España, donde sólo había estado una vez, con motivo de las fiestas del cuarto centenario del descubrimiento en 1892, como parte de la delegación de Nicaragua que sólo constaba de dos personas. Tenía veintidós años entonces, pero ya había publicado Azul, al que Valera dedicó una de sus Cartas americanas; y en el salón de doña Emilia Pardo Bazán, y en otros cenáculos, pudo conocer entonces a toda la ancianidad intelectual de España, al propio Valera, a Núñez de Arce, a Zorrilla, a Campoamor, y a Menéndez y Pelayo que vivía en el Hotel de las Cuatro Naciones donde Darío se hospedaba; como preámbulo, ausente el anciano en Santander, un mozo le había abierto en secreto la puerta del apartamento para dejarlo husmear entre sus libros y papeles, y advirtió las sábanas manchadas de tinta. Nunca escapó a su percepción que aquella vieja generación intelectual moría ya, cada uno de sus próceres coronados por turnos en fiestas parnasianas, con lauros de utilería. La nueva generación estaba por venir, y vendría en la circunstancia de la derrota.

Un día de finales de noviembre de 1898 se apareció en la redacción de La Nación en Buenos Aires, para averiguar si no había en ciernes la muerte de algún personaje célebre. Las notas fúnebres se las encargaban por adelantado -un croquetmort, como se llama él mismo- pero sólo se las pagaban cuando el deceso se consumaba, y ya algunos, como Mark Twain, le habían jugado la mala pasada de no morirse. Ese año, fructífero en necrologías, le había tocado escribir las de Mallarmé y Puvis de Chavanne.

Se encontró, en cambio, con que necesitaban de urgencia a alguien que fuera a España para informar sobre las consecuencias de la débâcle, y él se ofreció voluntario. Iba a cumplir treintidós años. Después de Azul ya había publicado Los Raros en 1896, y Prosas Profanas en 1897, y Juan Ramón Jiménez, el poeta adolescente que lo leía en un balcón en Huelva mientras abajo celebraban la muerte de Maceo, iría en su busca luego a Madrid, y formaría parte de la pléyade de los modernistas que nacería con Darío, y con el fin del imperio colonial: Valle-Inclán, Azorín, Benavente, Baroja, Pérez de Ayala, Villaespesa, los Machado. «Esparcí entre la juventud los principios de libertad individual y personalismo estético que había sido la base de nuestra vida nueva en el pensamiento y el arte de escribir. Y la juventud vibrante me siguió», diría él mismo.

De aquel viaje -y ya no volvería más a Buenos Aires, sino de paso- resultó España Contemporánea, que contiene los despachos de más de un año para La Nación, y que vistos en su conjunto resultan una crónica lúcida -verdaderamente contemporánea hoy día- de la vida española del fin del siglo XIX, en momentos de pesimismo e incertidumbre. Una España «amputada, doliente, vencida», abatida de decadencia, los ancianos poetas y oradores esperando turno de ser embalsamados, las exposiciones pictóricas aturdidas de color local, el teatro sin lustre que sólo saca chispas en los corrales, los periódicos de servidumbre política, las editoriales de catálogos pobres y las librerías lejos de las novedades europeas, y más lejos aún de las americanas.

Y pudo ver a realce los colores de la España honda, la vieja España negra tan de Goya y tan socorrida -ya había en su memoria otra Juana la Loca, la viuda de Cánovas del Castillo, que se había encerrado en vida después del asesinato de su marido- la España de los supliciados de semana santa y la reina regenta, con fama de avara, lavando los pies de los mendigos en una ceremonia palaciega y los nobles sirviéndoles la comida, como en una toma negra de Buñuel; la España popular de los toreros, el Guerra, Algabeño y Machaquito, y el entierro de la sardina en la cuaresma de carnavales, ya la gente olvidándose de la derrota mientras Madrid iba llenándose de más mendigos inválidos de guerra, los repatriados de Cuba y Filipinas recibidos con charanga y alboroto mientras estallaban los motines reprimidos a tiros, toda la España siempre negra de los esperpentos de Valle-Inclán que en Luces de bohemia agregaría a otros dos -él mismo, y Darío- de paseo, bastón en mano, entre las tumbas de un cementerio.

Lo que conmovía más a España, desbastada por la derrota, tal como lo percibió Darío desde su arribo a Barcelona a finales de 1898, era el sentimiento, en el fin de siglo, del fin de todo un poderío gestado cuatro siglos atrás con el descubrimiento y que venía perdiendo impulso desde siempre, una piedra que había empezado a rodar ya desmoronándose, las semillas de su propia destrucción en su cauda incandescente desde la derrota de la Armada Invencible cuando Cervantes manco requisaba vituallas en las provincias, hasta el reinado de esperpentos de Carlos IV cuando Goya pintaba a Godoy cebado en los establos reales, un imperio que había terminado, realmente, con las guerras de independencia del primer cuarto de siglo en América, tras la invasión napoleónica. Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, no eran sino las últimas pertenencias del reino venido a menos. Una cauda ya macilenta que no se apagaba con la debacle de 1898, y que arrastraría todavía, por años, más allá del fin de siglo, el peso muerto de la restauración.

Darío regresaba a España con el encargo de ver a España como periodista, bajo la influencia de ideas que siendo contradictorias, son recurrentes, no sólo en España Contemporánea, sino en otros escritos suyos, y aún en sus mejores poemas de esa época, y que la debacle contribuyó a aguzar. Recurrentes, pero no homogéneas. Darío no tenía ideas ni homogéneas ni invariables, más que las obsesivas de la vida y la muerte; y advertía que si en sus cantos había política, es porque la política era universal.

Y viendo ya de cerca a España en España, sentado entre los jóvenes que le rodeaban, se encontraba con visiones diversas, y también contradictorias; desde los desparpajos anarquistas de Valle-Inclán, a las tesis regeneracionistas de Maetzu, a Baroja que creía en las viejas hidalguías castellanas, y a Unamuno que quería enterrarlas. Y en su visión de la España contemporánea Darío es precisamente atractivo por contradictorio, y porque, además, la realidad lo contradice, a su vez, muchas veces. En su selva plena de armonía los ruidos del mundo no siempre entraban tal como eran.

Traía a vender una Argentina donde al fin se había realizado el ideal expuesto por Sarmiento en Facundo, civilización triunfante contra barbarie. Tras seis años de vivir en Buenos Aires, primero como cónsul de Colombia, y después como redactor de La Nación, Darío habla como argentino, y su idea americana es argentina. Buenos Aires es la metrópoli universal, cosmopolita, el crisol de razas, contrapunto de New York. Madrid, siempre provinciano, no.

Argentina es el país de la aurora, abierto a las nutridas migraciones europeas -uno de los grandes ideales del positivismo copiado en América-, que atasca sus graneros, exporta barco tras barco de carne congelada, levanta enjambres de fábricas, y hace crecer una masa obrera pujante, un espejo que multiplica a Bilbao y Barcelona, nada más, pero que deja fuera de sus reflejos a la España feudal y rural de los caciques. Y Darío, con cifras en la mano, recomienda que España debería hacer otro tanto, modernizarse, transformar el régimen del campo, introducir la ganadería en Andalucía, abrirse al comercio internacional, desarrollar la industria. Ser, en fin de cuentas, como Argentina.

En el Canto a la Argentina, un largo poema escrito en 1910 con motivo de las fiestas del centenario de Buenos Aires, Darío canta las glorias de esa tierra de promisión y granero del orbe, sus montañas de simientes, sus hecatombes bovinas, y llama los pueblos extraños a que vengan a comer el pan de su harina, un país abierto, tolerante, y en paz, según el guión de Sarmiento en Facundo. Ensalza puntualmente las corrientes migratorias, una estrofa para cada una -rusos, judíos, italianos, suizos, franceses, españoles- que han encontrado allá su tierra prometida, y propone crear la otra España, la moderna, en suelo de Argentina, con todos los inmigrantes andaluces, asturianos, vascos, castellanos, catalanes, levantinos que siguen llegando en los barcos:


...que heredasteis los inmortales
fuegos de hogares latinos;
iberos de la península
que las huellas del paso de Hércules
visteis en el suelo natal:
¡he aquí la fragante campaña
en donde crear otra España
en la Argentina universal!



No dejaba de ser un espejismo el desarrollo interno y la prosperidad argentina, como lo fue bajo Perón, y como aún lo sigue siendo un siglo después. Argentina exportaba -en barcos británicos- carne congelada y cereales, pero el régimen de propiedad seguía siendo atrozmente feudal, de explotación inicua de los trabajadores campesinos; y, para colmo, la expansión del comercio exterior estaba en manos de Inglaterra, para entonces la mayor potencia colonial del mundo. Inglaterra, que además de los barcos, era dueña de los ferrocarriles, los frigoríficos, las fábricas de conservas, el gas, los tranvías, la banca y los seguros, y le vendía a Argentina las manufacturas.

El ingreso de Argentina en los mercados internacionales no significaba industrialización real, ni desarrollo hacia adentro, como el que impulsaban en Estados Unidos «los estupendos gorilas colorados», lanzándose hacia el oeste con los ferrocarriles y abriendo a la agricultura mecanizada nuevos campos, sino una alianza entre el capital oligárquico y los capitales ingleses.

Argentina no era, realmente, el otro polo de desarrollo en el continente americano, como contaba, y cantaba, Darío, aunque lo parecía, y aunque tenía más pujanza que España empobrecida. Buenos Aires era, de verdad, una gran urbe. Precisamente, la política de los gobiernos liberales posteriores a la dictadura de Rosas -el de Bartolomé Mitre, propietario de La Nación el primero- había consistido en convertir a Buenos Aires en eje de atracción e impulso, y era ya la metrópoli macrocéfala, típica de la posterior configuración urbana de América Latina, tan engañosa para medir el desarrollo. La Nación, uno de los diarios más grandes del mundo, tenía lectores suficientes para enviar a Europa un corresponsal como Darío con tarjeta de presentación en cartulina de lino, un verdadero embajador. Ningún diario de Madrid, con tiradas mucho más modestas, podía pagarse entonces ese lujo.

Mitre puso desde el principio a su periódico del lado de España en la guerra contra los Estados Unidos. Electo en 1862, tras la caída de Rosas, había gobernado con el apoyo de la burguesía porteña más moderna. Para él, partidario de una Argentina unitaria y de cabeza fuerte como debía serlo Buenos Aires, seguía válido el ideal de civilización y progreso que Sarmiento -presidente en el período siguiente al suyo- había planteado en Facundo.

Facundo no era un mito. Juan Facundo Quiroga, caudillo sanguinario de La Rioja, había mandado a Sarmiento al exilio. La Argentina bárbara de los años posteriores a la independencia se encarnaba en su figura, con todo lo que representaba de brutalidad y atraso; ayudó a poner a Rosas en el poder, y Rosas había sido eficaz en su política de tierra arrasada entre los indios para asegurar el dominio de los latifundistas en las pampas. Rosas centralizó el poder en sí mismo, y unificó a la Argentina, bajo su puño, desarrollando el agro sin que la tierra se quitara de manos de los terratenientes, y amplió el comercio exterior. Era la modernidad arcaica del caudillo.

Pero el ideal civilizador propuesto en Facundo también era un mito americano, de inspiración europea. Sarmiento admiraba a John Fenimore Cooper en su visión de El último mohicano, donde, a fuerza, del choque de dos razas una debía resultar triunfante. Civilización, otra vez, contra barbarie. El progreso pasaba necesariamente por esta dilucidación; y la raza vencedora del salvaje era europea, ni siquiera mestiza. Lo que resultó fue que en Argentina, como en toda la América Latina bajo los gobiernos liberales, nuevos terratenientes -muchos de ellos mestizos disfrazados de europeos- pasaron a señorear la economía agraria, y la forma de dominio fue siempre feudal.

Darío comparte muchas veces este ideal de civilización americana, que llega a emparentarse con el darwinismo social, extremo del positivismo europeo, tan de moda en la época pero ya al fin de siglo sujeto a revisión, como estaba ocurriendo dentro de España entre los jóvenes de la generación del 98. El progreso ya no sería inevitable, ni sólo sobrevivirían los más fuertes. La razón se había vuelto diabólica. Es Unamuno el que señala la pérdida absoluta de fe en la razón humana, base del iluminismo, y la necesaria vuelta a la fe en el hombre, que es más que razón, como en tiempos del renacimiento. Y Darío, el positivista americano, es el que más creía, a la vez, en su propuesta literaria, en la necesidad del regreso a los abismos de la psiquis individual, sensaciones más que razones.

La esencia del modernismo dariano es el artista capaz de mirarse a sí mismo: «¿tu corazón las voces ocultas interpreta?», interroga Darío a Juan Ramón Jiménez, planteándole los requisitos para ser poeta. Libertad en el arte y personalismo estético. Y no pocos de los escritores que desde sus obras liquidaban cuentas con el positivismo en el final del siglo -Ibsen, Dostoyevski, Tolstoi- estaban entre sus raros de Los raros.

Pero más allá de estas dilucidaciones, el mundo se estaba repartiendo entre las potencias, a finales del siglo XIX, en base a un darwinismo aún más feroz, el darwinismo geopolítico, un reparto del que España había sido excluida por el dictum de quienes ahora dominaban la tecnología de punta, transporte, comunicaciones, armamentos. Lord Salibsury hablaba en mayo de 1898 de «naciones moribundas» que no debían estorbar la misión civilizadora de las grandes potencias en África, Asia y América.

Es a esa España moribunda desde hace siglos, que ha arrastrado en su cauda las semillas de su propia decadencia, a la que ahora hay que culpar, la raza «atrasada, imaginativa, y presuntuosa, perezosa e improvisadora, incapaz para todo» de que habla Joaquín Costa, y que según Maetzu sólo será regenerada si llega a ser un día vasca, o catalana. Es decir, que trabaje para ser moderna. Darío, también está de acuerdo. Pero a la vez exalta a la otra España, la de Goya, la de Cervantes, la de Quevedo, que lo asalta con sus legiones de mendigos desde que baja en la estación ferroviaria, y que encuentra viva en sus chulos, en sus manolas, mozos de cordel, cocheros, carreteros y desocupados desde que se asoma a la Puerta del Sol donde por toda novedad moderna circula un tranvía eléctrico.

Con la derrota, Darío ampara todo un concepto de España de siempre, que tiene un vago arraigo lírico en la propuesta restauradora de contrarreforma y reconquista, pero en contra punto a la advenediza pretensión imperial de Estados Unidos, bárbara y arrogante, y la extiende al concepto de América española -un eco también del hispanismo restaurador-. Reconstruir las glorias de España, en España y en todo ese universo descuadernado del viejo imperio americano, de panteras condecoradas y licenciados venales y presuntuosos, no es ya más sino un sueño necio. Y también lo sabe.

En Cantos de vida y esperanza, su libro más trascendental, están sus mejores poemas españoles, que son poemas de esperanza forzada, traspasados por la conmoción. En Salutación del optimista hay mil cachorros sueltos del león español, pero en Los Cisnes sólo se escucha el estertor postrero de ese león caduco. Ha llegado la era del cerdo que coloca en cada puerto del caribe sus acorazados:


¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?



El cisne, es el ave heráldica del modernismo. Es el ideal del arte, el de la poesía, la belleza, y a la vez el único símbolo que ahora puede oponerse a los bárbaros fieros que conquistan el mundo. Es en sus alas que Darío quiere dejar escrita su protesta, al menos.

Y pone su fe inútil en la nobleza antigua de los bravos caballeros, el primero de ellos Don Quijote. Un cuento suyo, D. Q., que si se publicó en Buenos Aires en el almanaque Peuser de 1899, debió haber sido escrito en Madrid en 1898, revela la magnitud de esa fe: el abanderado de la tropa acantonada en Santiago de Cuba, un enjuto manchego ya maduro en edad y de poco hablar, al que apenas se conoce por sus iniciales D. Q., se arroja al vacío cuando se recibe la orden de rendición ante los yankis; «y todavía, de lo negro del abismo, devolvieron las rocas un ruido metálico, como de una armadura». Dejar constancia, por lo menos.

En las crónicas de la conquista, delante de los soldados españoles peleaba Santiago a caballo contra los indios, como había peleado contra los moros, matando él solo muchos cientos. Ahora, este otro caballero de armadura -rey de los hidalgos, señores de los tristes- no tiene ya otro recurso que despeñarse frente a la ignominia de la derrota.

Para quienes como Azorín y Baroja creían en la moral del hidalgo castellano, Don Quijote la encarnaba como ningún otro, aún en la derrota; para Unamuno, igual que para Maetzu, representaba más bien la decadencia, una rémora espiritual, y material, que seguía haciendo arcaica a España. El futuro, para Maetzu, estaba en algo muy parecido a la formidable maquinaria del progreso yanki, que había visto trepidar en Nueva York, como la había visto Darío, y no en el páramo manchego. Y como, de todos modos, creía Darío que debía ocurrir en España, si ya creía que estaba ocurriendo en Argentina. El progreso, para Maetzu, no estaba en los campos desolados de la España rural, sino en las ciudades iluminadas; las mismas ciudades feéricas que Darío adoraba -fulgor, velocidad- íconos del modernismo.

Este país de obispos gordos, de generales tontos, de políticos usureros, enredadores y analfabetos, no quiere verse en esas yermas llanuras sin árboles, de suelo arenoso, en el que apenas si se destacan cabañas de barro, donde viven vida animal doce millones de gusanos, que doblan el cuerpo, al surcar la tierra con aquel arado, que importaron los árabes al conquistar Iberia», dice Maetzu en Hacia otra España, y Darío le da la razón, y lo saluda entonces como «un vasco bravísimo y fuerte».



Había también algo muy importante que dilucidar, y en lo que Darío y el modernismo fueron claves. El anquilosamiento de la lengua era una expresión de la rémora de transformación social que la restauración seguía imponiendo. Las rigideces de la vieja gramática y el purismo castizo eran la parálisis de la sociedad también, una expresión del ideal reaccionario de la vieja España hispanista, la España eterna que Darío añoraba, pero a la que ayudaría a enterrar con la revolución modernista en la lengua. Y en la aventura de cambiar la lengua, unos y otros, cualquier que fuese su camino -Valle-Inclán iconoclasta, Machado después republicano, Maetzu por último falangista- sí que estaban de acuerdo.

Y junto con la propuesta de modernidad de la literatura -que por una graciosa paradoja se le llamó a veces decadente- Darío traía entonces a España algo más importante que su visión positivista: unas señales de identidad compartida. A la hora de la debacle él devolvió a España, en la renovación de la lengua común, la prueba de que España era parte de la cultura americana, una cultura mestiza de pluma debajo del sombrero, capaz de crear un idioma nuevo que regresaba a la península con Darío. Aquel era, en momentos de crisis pero también de búsqueda, un viaje de regreso que encarnaba una gran ruptura y una gran invención después de la cual ya nada sería lo mismo en la lengua. Así lo había advertido Clarín: «el poeta nicaragüense ha de traer cola y dejar huella, para unos beneficiosa y para otros funesta».

La piedra que venía rodando desde siglos no se había detenido en 1898 a la hora de la debacle, y el régimen sepulcral de la restauración sobrevivió todavía muchos años. Pero la corriente de cambio ya se había establecido. Darío, metido siempre dentro de su España contemporánea como periodista, como embajador de uniforme alquilado, como literato, estuvo siempre allí, en las tertulias de los cafés y las librerías, en las redacciones de los periódicos, en los cenáculos, en la inquerida bohemia, y en su propia soledad, en su pobreza y sus desamparos, hasta la cercanía misma de su muerte.

Juan Ramón Jiménez lo dejaba, con repugnancia y tristeza, cuando llegaba la hora en que empezaba a beber lo que en crudo eufemismo de dipsómano él llamaba su «veneno», y sólo ya enterrado en Nicaragua recordaría Unamuno que había tratado tan injustamente a aquel a quien se le veía la pluma debajo del sombrero. Y él, quizás borracho, lloraría a Castelar que había muerto enseñándole latín a su loro.

Era la España contemporánea suya y seguiría siendo la España negra de Goya, Valle-Inclán y Buñuel juntos, y otra vez la suya. Aún en la semana trágica de 1909, cuando la piedra aún no terminaba de rodar, un carbonero alzado en las barricadas en Barcelona sería fusilado por haber bailado con el cadáver de una monja, otro aguafuerte de la serie infinita en aquel año de turbulencias en que tuvo que cerrar la misión de Nicaragua en la calle de Serrano después de verse forzado a vender su piano, porque nadie en Managua se acordaba de pagarle sus sueldos de embajador y no tenía ni para el coche.

En Barcelona se embarcó para ya nunca más volver, un 25 de octubre de 1915, gracias a un pasaje que le había regalado el marqués de Comillas, ya cuando arreciaban los vientos de la primera guerra mundial. Pobre y enfermo, custodiado por malandrines, ya a bordo de su camarote del Antonio López se despedía llorando, una despedida de toda la noche, de su hijo de pocos años y de su mujer, la campesina de Navalsauz que había conocido en el parque de la Casa de Campo en 1899 mientras paseaba con Valle-Inclán y ella le daba a comer a los cisnes del estanque -otro paseo entre cisnes, como aquel entre tumbas-. Francisca Sánchez, la princesa Paca criada entre cabras en la sierra de Gredos, la que olía a cebolla, no la princesa de Éboli de sus tardes de Aranjuez.

El último de sus poemas españoles será un poema negro, y de los más hondos suyos, ése que relata una peregrinación fantasmagórica a Compostela en compañía de Valle-Inclán -el propio marqués de Bradomín-, todavía un paseo final. Y Valle-Inclán, en Luces de bohemia, hace que el personaje Rubén Darío recite, entre esperpentos, la última estrofa de ese poema desolado, un infinito juego de espejos oscuros entre los dos:


...la ruta tenía su fin
y dividimos un pan duro
en el rincón de un quicio oscuro
con el Marqués de Bradomín.



Managua, septiembre de 1997.





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