Enfoque: pensamientos sobre la historia y cultura del hispano-chicano1
Justo S. Alarcón
Bajo este título quisiéramos presentarle al lector una serie de ensayitos que irán apareciendo sucesivamente en el periódico El Sol, por los años 80, originado aquí, en Arizona, parte del suroeste de Estados Unidos, que fue nuestro y que ahora, por destinos históricos bien conocidos, pasó hace poco más de siglo y medio a formar parte del territorio norteamericano.
Fundamentados en las tradicionales festividades, que corresponden a fechas históricas muy importantes para el hispano, como la Independencia de México (Fiestas Patrias) y el Día de la Hispanidad (Día de la Raza), se nos ha ocurrido escribir esta serie de ensayitos que creemos convenientes para que el lector de habla hispana en este país (EE. UU.) tenga y mantenga conciencia de su identidad cultural e histórica. Se nos ha ocurrido reflexionar y de presentar las razones, no solamente presentes, sino también lejanas que ofrecen un contexto histórico en el cual podamos situar estos momentos de euforia festiva. Nos encontramos en un momento histórico muy importante en el que el hispano, no sólo en Sudamérica, sino también en Estados Unidos, está llegando a un alto nivel de concienciación, y esto por dos razones primordiales: por el aumento constante e impresionante de la población hispana en este país y por la creciente aportación de los mismos al sistema cultural, económico y político en que vivimos.
Para poder tener conciencia clara como hispanos de nuestro pasado, tenemos que ahondar en nuestras raíces históricas y también en las del sistema en que vivimos. En términos muy generales, podríamos decir que el hispano-chicano en esta nación, sobre todo en el suroeste, se encuentra en la encrucijada de dos caminos, de dos visiones y actitudes culturales ante la vida, fruto de dos historias distintas y, en muchos casos, diametralmente opuestas. Estas fuerzas son las dinámicas que mueven y zarandean al pueblo, en este caso al hispano-chicano, que se sitúa precisamente en esta confluencia. Me refiero a los dos poderes o imperios históricamente conflictivos: España, por una parte, e Inglaterra, por la otra. Es nuestra convicción personal que ayudaría mucho a conocerse uno a sí mismo y a conocer la realidad presente, muchas veces conflictiva, si estudiamos detenidamente la serie de contrastes que hemos heredado a través de la historia. Una vez llevada a cabo esta tarea, podremos ver mejor el momento presente y preparar nuestro camino para un futuro más claro y halagüeño.
(Dejamos de lado, a sabiendas de ello, la tercera encrucijada, la más antigua, la precolombina, que nos daría materia para un estudio muy extenso. Pero, debido a limitaciones de espacio y tiempo, no la trataremos como debiera en realidad hacerse. Nuestras disculpas de antemano al lector).
Si nos detenemos un momento a considerar la situación del hispano en el presente histórico, es decir, en «el ahora», saltan a la vista inmediatamente una serie de preguntas, a las cuales corresponden otras tantas respuestas que son o bien contradictorias, o confusas, o tergiversadas, y que la gente por apatía, por ignorancia, o simplemente por vergüenza no quiere ni analizar ni aceptar. Basten algunos ejemplos como muestra. Por qué a muchos les da vergüenza hablar español en público. Por qué muchos han cambiado no solamente el nombre de pila sino también el apellido, sobre todo la «pronunciación» del mismo, para que suene inglesado. Por qué algunos, en una reunión pública, o bien bajan la voz o, lo que es peor, se esconden en las esquinas evitando la mirada de los escudriñadores, de los «otros». Todo esto, y mucho más, pertenece al orden psicológico.
Si pasamos al orden de la educación, semejantes preguntas afloran a la mente y a los labios. Por qué, después de más de siglo y medio, todavía no hemos logrado una educación decente para nuestros hijos, para todos nuestros hijos. Por qué hemos esperado tantos años para exigir una educación bilingüe (o su equivalente), cuando era y es un derecho que se nos ha negado. Por qué el sistema nos ha vedado, y nosotros hemos permitido, tales cosas. Por qué el sistema puede jugar a capricho con la mente y el alma inocente de nuestros niños. ¿Hemos exigido realmente nuestros derechos y los derechos de nuestros hijos? Pasando al orden de la política, cuántos de nosotros sabemos que en nuestra historia del suroeste hemos tenido, desde Texas hasta California, sin contar con el Sureste, una larga lista de gobernadores que nunca se mencionan en los libros de texto en las escuelas. Y en la economía, cuántos de nosotros sabemos que los primeros ingenieros de las minas, en donde tanta «raza» trabajaba, eran hispanos-chicanos. Que en la agricultura del suroeste, los misioneros trajeron de México plantas, animales y métodos de cultivo e irrigación, verdaderos ingenieros de la industria de lo que hoy es, en particular, California. Cuántos de nosotros, cuando nos paseamos en nuestros carros, vemos la nueva construcción de edificios, apartamentos y mansiones tan hermosas al estilo «mediterranean», como dicen ellos, que no es otra cosa que el estilo «hispano» o «chicano», como debemos decir nosotros.
Y ante todos estos hechos todavía nos da vergüenza de hablar español en el mercado, o de poner la radio mexicana cuando hay algún anglo cerca de nosotros, o de exigir que se pronuncie nuestro nombre y apellido como debe ser pronunciado. Y, usando el argumento ad hominem, o sea dando la vuelta al asunto, cuántos angloparlantes se avergüenzan de hablar su lengua en México, cuántos de ellos pronuncian su apellido Jefersón y cuántos piden la comida en español, etc. cuando viajan por Sudamérica.
No ha sido nuestra intención necesariamente poner el dedo en la llaga al mencionar estos detalles, entre otros muchos más, que duelen. Harto sabido es de todos nosotros. Nuestra intención es muy diferente. Estos hechos, que reflejan actitudes psicológicas muy profundas, son el resultado de un proceso histórico que, en pocas palabras, se podría denominar «historia de servilismo y de esclavismo», fruto de tantos años de discriminación y opresión. Es nuestro parecer que, desenterrando los valores positivos de nuestra historia, se produciría el ingrediente, la levadura y la fuerza motriz que todo pueblo necesita para progresar y ver un futuro brillante: el sano orgullo. El orgullo de lo que uno fue, de lo que uno es y de lo que uno puede ser.
En esta segunda parte del ensayo nos proponemos exponer ciertos pensamientos que surgieron de algunas lecturas, de meditaciones propias, de discusiones y diálogos sostenidos con colegas y amigos nuestros. No pretendemos tocar todos los temas que se refieren al hispanismo-chicanismo, ni profundizar en ellos, porque esto sería material y asunto para un grueso libro. Son simplemente meditaciones y conceptos sobre el origen y causas de la presente situación en la cual nos hallamos. La raíz de la presente problemática, no cabe duda, hay que buscarla en la historia. Hay que indagar en las raíces y causas remotas para comprender el presente y vislumbrar el camino para el futuro. El filósofo don José Ortega y Gasset tuvo una frase genial cuando dijo que «el profeta quizás no sea el que solamente ve el futuro, sino más bien el que indaga, intuye y comprende el pasado». Es que para adelantarse al futuro es necesario conocer el pasado y, de este modo, poder proyectar «la tendencia secular» hacia un futuro todavía no histórico.
El problema esencial que discutiremos en estas páginas estará basado principalmente en varias preguntas que nos venimos haciendo desde hace tiempo. ¿Por qué, después de más de un siglo y medio, el chicano-hispano no se ha integrado completamente a la sociedad en la que vive? ¿Es que no hemos querido nosotros, o es que la gran sociedad no nos lo ha permitido? ¿Es que la mayoría anglosajona está incapacitada para asimilar a la minoría hispano-chicana? ¿Qué ha ocurrido? Ya es un hecho histórico que el Movimiento Chicano, que apareció hace una treintena de años, inyectó una fuerza nueva en nuestras vidas que no existía antes, como fuerza catalizadora y concientizadora de grupo. ¿Por qué? No creemos que fuera un capricho de los tiempos presentes y de unos cuantos individuos. Parece más bien que fue el de una necesidad social determinista, cuyas fuerzas determinantes y determinadas se hallan en la misma extraña de los valores culturales e históricos de cada pueblo.
Partiendo del supuesto de que todo individuo se siente miembro de la «especie o género humano», cada uno de nosotros, sin embargo, nos preguntamos con frecuencia qué sección ocupamos, o a qué casilla pertenecemos dentro de esta basta humanidad. En otros términos, tratamos de buscar, además de la identificación personal y de la identificación de especie, otra que llamaremos cultural y racial, que es más amplia que la primera (personal) y más reducida que la segunda (de género o especie).
El problema así planteado es más difícil de lo que a primera vista parece, pues en él entran elementos muy dispares, y algunos de ellos intangibles, que escapan a toda forma de medida, sobre todo tratándose de elementos psicológicos y culturales. Estos valores se sienten en el tiempo presente y no son sólo fósiles de un pasado ignoto. Si fueran como fósiles podrían catalogarse y estudiarse con utensilios o instrumentos científicos, a modo de experimentos de laboratorio. Por otra parte, la forma de vida presente no es un producto del azar, sino que tiene sus raíces en el pasado, sea este próximo o lejano. Por tanto, nos parece que, para poder encontrar una solución, aunque sólo sea parcial, al problema que nos acucia, y que creemos ser básico en nuestra lucha actual en busca de una identidad peculiar como chicano-hispanos, y para una participación social plena, tenemos que escudriñar el espíritu y mensaje históricos.
Aunque no parezca a simple vista de importancia transcendental, sobre todo simbólica, vamos sin embargo a indicar en esta primera sección de estas breves reflexiones, qué término o apelativo, de los varios que se usan, nos sirve mejor como índice expresivo de esta identificación de grupo: hispano, latinoamericano, mexicano, mexicano-americano, o chicano. Sabemos que unos términos son caseros y otros de cosecha ajena. Baste decir que, para nuestro gusto, aceptamos el apelativo «chicano» como el más apropiado para este momento histórico, y esto por tres razones: primero, por ser de cosecha casera, y no impuesto por otros; segundo, por referirse a un grupo racial y cultural que, aunque semejante al mexicano propiamente dicho, lo separa y distingue de él por razones geográficas, culturales, económicas y políticas evidentes; y, en tercer lugar, porque es un término cargado de simbolismo político y fuerza vital.
La búsqueda por la identidad puede ser un fenómeno de significación profunda o superficial, y la asignación de esta identidad puede proceder de adentro o de afuera, como ya queda indicado. Parece ser un hecho observable que el chicano, después de más de 150 años, y a causa de la presión social externa, ha ido perdiendo poco a poco la intensa y consciente identificación de sí mismo. Y decimos «parece» porque lo único que ha pasado es que estuvo latente, excepto en algunos casos aislados, y que estaba esperando el momento propicio para manifestarse externa y notoriamente. Este periodo de manifestación es el actual, y que casi simultáneamente comenzó en varios lugares del suroeste de Estados Unidos en la primera mitad de los años sesenta.
Visto por dentro, este movimiento social y cultural es el resultado de la larga opresión externa de la cultura y pueblo hispano-chicanos. Visto por fuera, es decir, desde el ángulo de la sociedad y cultura dominante anglosajona, se trataría simplemente de un movimiento subversivo, con tintes comunistoides, que amenaza al sistema democrático-capitalista, y que, por tanto, tiene que ser oprimido o suprimido por toda clase de medios: económicos, políticos y hasta por la violencia física, como ha ocurrido con frecuencia. Se trata básicamente de la incomprensión, o mejor dicho, de una lucha y choque de dos cultura de las cuales la que representa a la mayoría no ha sido capaz de comprender, ni ha querido reconocer a la otra parte, representada por la minoría hispano-chicana.
Existe un proceso dialéctico de oposiciones, en donde las tesis, o sea la cultura anglosajona, se ha impuesto por más de ciento cincuenta años y que, en lugar de resolverse en una posible síntesis, o sea el mestizaje posible de un anglo-mexicano, ha rechazado drásticamente a la antítesis hispano-chicana produciendo en el proceso la presente crisis nacional o, más en concreto, la del suroeste. El hipotético mestizo racial y cultural «anglo-mexicano» debió haber ocurrido durante la segunda mitad del siglo diecinueve. No ocurrió, y no porque el hispano-chicano estuviera incapacitado para ello, pues es sabido que este mismo elemento es un producto pluri-racial y pluri-cultural, sino porque el elemento anglosajón, carente de la experiencia histórica y, por consiguiente, de poder de asimilación, no quiso o quizás no haya podido llevar a cabo el supuesto mestizaje. Nos estamos refiriendo naturalmente al largo proceso histórico de ambos pueblos.
Trataremos ahora, pues, de echar una mirada al pasado de pueblos y ambas culturas para poder enfocar mejor la crisis presente por la que ha atravesado el chicano-hispano y quizás poder así proyectar mejor el futuro. En nuestra ojeada retrospectiva consideraremos solamente los dos factores históricos principales para nuestro caso: el melting-pot al estilo hispano y el espíritu de las «antiguas y nuevas leyes indias», de un lado; y, del otro, el Manifest Destiny y el jactado melting-pot al estilo anglosajón.
Hasta mediados del siglo diecinueve, el chicano-hispano tiene dos claras vertientes raciales y culturales que, considerándolas individualmente, se prolongan hasta tiempos casi prehistóricos y que, amalgamadas, tienen un connubio de casi cinco siglos. Por falta de espacio nos limitaremos casi exclusivamente al elemento hispánico, elemento sobresaliente y que, en más de un aspecto, tenía mucha relación con la cultura precolombina. Nos ocuparemos de ello en las siguientes secciones de este ensayo.
Desde tiempos inmemoriales España fue un continuo cruce de caminos por donde no sólo pasaron muchos pueblos, sino que, muchos de ellos, se quedaron también en la Península Ibérica. A partir del año 711, los primeros pueblos históricos independientes que residían en la Península eran los godos. Después de la invasión árabe, los españoles tuvieron que reconquistar su tierra y esto duró unos ochocientos años. La guerra fue esencialmente religiosa, el cristianismo contra el islamismo, aunque también existían factores importantes de unidad política, económica y geográfica. A pesar de la lucha religiosa entre el cristianismo y el islamismo, el cristiano y el moro se mezclaron racial y culturalmente durante esos ocho siglos de convivencia. Para corroborar este hecho, ilógico en apariencia, no hay más que ver la corte de Alfonso X el Sabio, en la segunda mitad del siglo XIII, en donde coexistían cristianos, judíos y árabes mientras se llevaba a cabo la guerra religiosa. Otro hecho, literario éste, y que atestigua nuestra afirmación, son los «romances», baladas o «corridos» fronterizos y moriscos, en donde se nos narran los amores románticos y trágicos entre el cristiano y la mora, y entre el moro y la cristiana. Es sabido la gran influencia de la cultura árabe en la española, ya sea en las artes como en las ciencias. Aun hoy día se pueden ver estos vestigios no sólo en las artes plásticas, sino también en el temperamento, en la lengua y en las costumbres españolas, principalmente en el sur de la Península. Es decir, hubo un melting-pot o mezcla real y verdadera.
Continuando con la historia, veremos que en la famosa fecha de 1492 ocurren dos hechos transcendentales y que no parecen ser coincidencia del azar, sino un destino histórico o, si se quiere, una evolución en la continuidad histórica. Se trata de que en 1492 la religión y la política judía y árabe se terminan oficialmente en España y, en el mismo año, Colón descubre América para Europa. Parece ser una «continuidad expansionista». El español, bajo el ímpetu expansionista de ocho siglos tanto en España como en Europa, transplantará al Nuevo Mundo esa experiencia y ese experimento vital, social y cultural de esos últimos ocho siglos anteriores al descubrimiento. En pocas palabras, llevará consigo el espíritu de la Edad Media y del incipiente Renacimiento, la Cruz y la Espada usadas contra el árabe, y también traerá consigo su melting-pot, que era parte de la práctica, de la cultura y de la vida peninsular de esos tiempos. Pero esta idea del mestizaje también parece haber sido semejante entre los pueblos indios de América. Pues según la historia, procedían las diversas tribus del norte (Aztlán) y unas tribus iban conquistando a otras y, en muchos casos, mezclándose con y entre ellas.
Históricamente hay otro elemento que caracteriza a España, y que la distingue de los otros pueblos europeos, en nuestro caso particular de Inglaterra. El Renacimiento del siglo XV se extiende por toda Europa, poniendo fin a la Edad Media. Una de las características más importantes de este nuevo periodo es la aparición de la Reforma protestante. Como acabamos de señalar, España (incluyendo a Portugal) es un caso único en Europa, en donde el Renacimiento no tuvo gran influencia y en donde no entró la Reforma propiamente dicha. Lógicamente, pues, España continuará esencialmente medievalista. Las implicaciones de estos dos hechos serán de suma trascendencia para el desarrollo posterior del hispano-chicano y para nuestro análisis sobre este tema.
La constitución y estructura de la sociedades europea y española en la Edad Media eran rígidas, casi preestablecidas. Había dos sociedades: la visible y la invisible, cuyas cabezas eran el Rey y el Papa, respectivamente. Ambas recibían la autoridad directamente de Dios. La sociedad visible se dividía en clases: el clero, la aristocracia y el pueblo. Aunque estos evolucionaran con el tiempo, la estructura de las clases no cambió en sus esencia. Este orden rígido era y estaba pre-establecido, porque en el centro de la sociedad, como el eje en la rueda, era Dios. O sea, una sociedad eminentemente teocéntrica.
Con el advenimiento o llegada del Renacimiento, a mediados del siglo XV, esta estructura medievalista cambió en Europa, aunque no necesariamente en España. A Dios se le desplazó del centro, la autoridad del Rey ya no era de origen divino directo y se le fue considerando como una cabeza más bien de figura, y el Papa dejó de ser la autoridad suprema de la sociedad religiosa occidental, a causa del cisma religioso y de la Reforma protestante. Esto se le puede aplicar, sobre todo, a los países sajones y, en particular para nuestro caso, a Inglaterra. Desarrollaremos este punto más adelante.
La guerra religiosa y política, la Cruz y la Espada, la sociedad invisible y la visible, la Iglesia y el Imperio, con todos los valores de la cultura hispánica, se trasladaron de España a la América Latina. Teniendo en cuenta este cuadro de referencia podremos, aunque sea parcialmente, comprender la conquista y la colonización españolas en Latinoamérica, particularmente, para nuestro caso, en México y en el suroeste de los Estados Unidos. La destrucción casi total del Imperio azteca por Cortés no ha sido solamente por la codicia de los bienes materiales, el oro en particular, como la mayor parte de los historiadores no-hispanos y no-católicos tratan de hacemos creer. No se puede negar este hecho, pero hay otro hecho tan importante como éste que explica la lamentable destrucción del Imperio azteca, y fue la intervención de la Cruz. Es decir, España acababa de terminar una guerra religiosa de ocho siglos contra los moros, el Islam. En Europa, Carlos V, emperador de España y del Sacro Imperio Romano, hizo la guerra contra el protestantismo, sobre todo contra Lutero. No es de sorprender que en ese momento, ante un imperio no-católico, se coayudaran la Cruz y la Espada para destrozar el imperio y la gran cultura azteca, que en términos medievales no representaba la obra del «Dios cristiano».
Sin embargo, mucho de este conflicto religioso degeneró en abusos y, por eso mismo, hubo misioneros que levantaron la voz en favor del indio, entre los que sobresalió el famoso Fr. Bartolomé de las Casas. Irónicamente, gracias a muchos misioneros, se salvaron algunos valores, especialmente artísticos y tradiciones orales de esas culturas precortesianas. Pero lo que importa a nuestro caso es la afirmación esencial de que España trasplantó a América lo que ella tenía y lo que ella conocía. Ni más ni menos.
Otro aspecto relacionado con esto es que el español, ya fuera conquistador o misionero, salía de España por voluntad propia, y podía regresar cuando él quisiera, muy contrariamente a lo que les aconteció a los ingleses que venían en el Mayflower, realidad y símbolo del expansionismo geográfico y cultural inglés, de lo que sería posteriormente las colonias norteamericanas. Además, bajo la creencia religiosa, la supervisión de los Reyes de España y la estructura teocéntrica de la sociedad medievalista, el indio, aunque solamente fuera en teoría, era igual al español, por el simple e incuestionable hecho de que el indio «era hijo de Dios». No es de extrañarse que lo que se hacía en España se hiciera en América, y así nos encontramos con el primer mestizo oficial apadrentado nada menos que por el primer conquistador del continente americano, el mismo Cortés. Y no es sorprendente tampoco que treinta y cinco años después, cuando Coronado, en su expedición a Nuevo México y parte del medioeste de este país, la mitad de su séquito fuera, además de criollo, mexicano y mestizo. Estamos, pues, ante el verdadero melting-pot al estilo hispano.
Puesto que trataremos de establecer una comparación paralelística con la conquista y colonización anglosajona, será conveniente añadir aquí otra observación de suma importancia. Habíamos indicado que España no había dejado en su cultura de ser medievalista en los siglos del Renacimiento y del Barroco, es decir, en los siglos XV, XVI y XVII. Así se da la coincidencia de que todos los filósofos, excepto algunos humanistas españoles, que no fueron muy populares precisamente en España, como los hermanos Valdés, fueron al mismo tiempo teólogos, como los padres Suárez, Castro, Laínez, Vitoria y otros. Esto fue una garantía sui generis para que el «hallazgo» del indio se estudiara no sólo humanísticamente, sino también religiosa y teológicamente. El padre Francisco de Vitoria, cuyo nombre debiera figurar en las Naciones Unidas, además de ser filósofo y teólogo, fue el primer jurista internacional de aquel tiempo, precisamente por haberse enfrentado con un dato nuevo para la civilización del viejo mundo: la presencia del indio, es decir, los derechos que tenía el indio americano, (De Indis) basados en su «filiación con el Dios cristiano». Ya veremos la diferente actitud socio-intelectual en el pensamiento anglosajón.
Aproximándonos más a la realidad histórica del suroeste, observamos que, dentro de la tendencia general de la conquista-colonización española de las Américas, hay una variante. Después de las crueldades de los primeros conquistadores en las Antillas y de los primeros abusos en México, los Reyes de España se vieron obligados a escribir las primeras o «Antiguas Leyes de Indias», en donde se condenaban y castigaban los excesos cometidos por la Espada. Menos de diez años después de que Cortés conquistara México, ya los Reyes de España comenzaron a gestionar el espíritu de lo que en 1573 llegarían a ser las «Nuevas Leyes de Indias», implantándolas, sobre todo, en el suroeste.
A partir de 1523, y con el segundo explorador de La Gran Florida, don Francisco de Garay, los Reyes de España, con el permiso de descubrir y explorar, les daban órdenes estrictas a estos exploradores de cómo llevar a cabo dicha empresa. Por ejemplo, que lo principal era el bien espiritual de los indios y la conversión a la fe católica. Que no se les forzara a los mismos a trabajar si no querían, y que, si querían, se les pagara lo mismo que a los colonos españoles. Que no se entrometieran con las indias casadas y que, si no estuvieran casadas, y las quisieran, que se tenían que casar con ellas. Que se evitaran los juegos de azar y que no se jurara en vano para no dar mal ejemplo a los indios. Y así otros detalles semejantes. Una orden parecida recibió don Lucas Vázquez de Ayllón, el tercer explorador de La Gran Florida. Y la lista continúa.
Esta práctica se cristalizó en «ley», como se dijo, cincuenta años después, en 1573, cuando se emitieron las «Nuevas Leyes de Indias». La actitud y filosofía fue esencialmente la misma que ya habían recibido los exploradores del sureste, pero ahora estas «nuevas leyes» se promulgaban particularmente para el sureste y el suroeste de lo que es hoy Estados Unidos, y la diferencia con las «viejas leyes» era que ahora se eliminaba oficialmente la Espada, quedando sólo la Cruz. Las consecuencias de estas «nuevas leyes» fueron transcendentales. Al indio del suroeste, que no estaba acostumbrado a trabajar a la europea, no se le podía forzar a hacerlo. Algunas tribus, como los apaches y los comanches, que eran guerrilleros y nómadas, presentaban una amenaza constante para las nuevas colonias y las misiones. El misionero, y no el explorador-colonizador, era el encabezado del territorio y como éste se preocupaba más por el bien espiritual que por el bien material, el proceso de desarrollo económico era muy lento. Había soldados, sí, pero en número reducido, y su propósito era sobre todo proteger la vida de los misioneros durante sus viajes. O sea, que el poder civil (la Espada) quedaba reducido a un mínimo. Esto crearía problemas, en particular económicos, como lo veremos en a continuación.
El caso típico del explorador-colonizador español que tuvo que someter su autoridad a la del misionero, y que quizás fuera el de mayores proporciones, fue el de Don Juan de Oñate. Su expedición iba bajo la autoridad de los misioneros, a pesar de ser él quien era: Gran Adelantado. Para la colonización de Nuevo México llevaba unos doscientos colonos y más de 6 000 animales de todas clases. Hubo discusiones y desavenencias entre los colonos y los misioneros desde el primer momento de la colonización de Nuevo México, porque, según los primeros, los misioneros protegían demasiado a los indios. Pero es que, de acuerdo al espíritu de las «Nuevas Leyes de Indias», los indios, entre otras cosas, no debían ser forzados a trabajar si ellos no querían. Estas decisiones llegaron a presentar problemas graves hasta tal punto que fueron causa, en parte al menos, de que la expedición y el intento de colonización de don Juan de Oñate fracasaran y, más tarde, fuera llamado a España y allí fuera enjuiciado, castigado y destituido de sus honores.
Sólo cuando, en vista de la piratería francesa e inglesa y, más tarde, la expansión colonizadora de los magnates ingleses, a quienes la Corona de Inglaterra otorgaba grandes extensiones territoriales para echar al español de sus colonias en el este, el Rey de España y el Virrey de México comenzaron a fundar fuertes y ciudades en todo el territorio descubierto. Así la ciudad de San Agustín en 1505, fundada en la península de La Florida por Meléndez de Avilés. También se hizo una cosa semejante en la costa occidental, contra los ingleses y los rusos, con la fundación de San Francisco, bajo don Juan Bautista de Anza, y también otras ciudades a lo largo de la costa hacia el sur.
Pero todo fue inútil; pues de una parte, las colonias hispanas, desde La Florida hasta California, habían sido basadas principalmente en las ya mencionadas «Nuevas Leyes de Indias», demasiado humanas para llevar a cabo un progreso económico y militar suficientemente efectivo contra el invasor. Por otra parte, el naciente Imperio inglés, basado principalmente en un expansionismo exclusivamente territorial, económico y comercial, sería más efectivo para su desarrollo y, consiguientemente, tendría mas éxito. El hispano y el mestizo tenían que contar, de acuerdo con el espíritu de las «Nuevas Leyes de Indias», con el nativo indígena como elemento integrante y coesencial para la colonización, lo cual implicaba un proceso demasiado lento en el desarrollo material al estilo europeo, mientras que el anglosajón, eliminando al elemento nativo, es decir, al indio, podía prosperar más rápidamente sin tantos obstáculos externos. El expansionismo inglés-americano, al no contar con el nativo, se desarrollaría más eficazmente e, irónicamente, llegaría a imponerse sobre la colonización hispana.
Nos queda por ver ahora el otro aspecto del problema: el expansionismo anglosajón que acabamos de mencionar. El inglés, además de las Colonias de la Nueva Inglaterra, comenzó a apoderarse de las tierras de La Gran Florida bajo Isabel I de Inglaterra. Desde las Carolinas del nordeste se iban infiltrando hasta la presente Florida. Pero cuando ya se creían dueños de toda La Florida, don Bernardo de Gálvez, personaje pintoresco y gobernador español de la Luisiana, en 1779 se puso al lado de Washington y de las Nuevas Colonias norteamericanas y echó definitivamente al inglés de La Gran Florida, volviendo ésta a la Corona de España, por el Tratado de París, en 1783, y, al mismo tiempo, ayudó a la Independencia norteamericana. Sin embargo, el enemigo principal de España y de México desde ahora sería la nueva nación norteamericana. El expansionismo inglés lo continuará la nueva nación: Estados Unidos, que entonces se limitaban al nordeste, o sea, a lo que ahora todavía se considera la Nueva Inglaterra, más o menos. Estado tras Estado pertenecientes entonces a la Corona de España, fueron cayendo en manos de los norteamericanos. Y, simultáneamente, el norteamericano fue rompiendo tratado tras tratado, no sólo sin honor, sino también sin escrúpulos éticos ni reconocimientos de derechos internacionales, y mucho menos de los indios nativos de este país.
El expansionismo americano tuvo sus raíces en el inglés, como se dijo en la previa sección. Si fuéramos a comparar el expansionismo territorial español con el inglés-americano se podría decir, en términos muy globales, que éste fue eminentemente económico-capitalista y aquél religioso-humanista. Si España salía de la Edad Media, Inglaterra comenzaba su imperio bajo la bandera e insignia del Renacimiento. La estructura de la sociedad española seguía siendo medievalista, es decir, teocéntrica, mientras que la sociedad anglosajona y el hombre inglés eran el centro de la sociedad, o sea, homocéntrica. La primacía del individuo se imponía al de la sociedad o comunidad. Nacía el protestantismo y, con él, el capitalismo, que es otro evento histórico de suma importancia, pues con ello comienza la modernidad.
El proceso material fue el resultado de la iniciativa privada y personal. Los bienes materiales ya no eran un obstáculo para la salvación del alma, pues la salvación y el individuo ya estaban predestinados por la Providencia. El filósofo inglés no era teólogo, como el español. Era pragmático y, por lo tanto, no le interesaba ni le importaba la «filiación divina del indio», hijo del mismo Dios. Bacon, Berkerly, Hume, Lock eran más bien utilitaristas. Si es cierto que el filósofo no hace ni puede imponer en un sentido absoluto los valores de una sociedad dada, tampoco ésta los inventa. Son influidos por el medio ambiente y las doctrinas en boga y, a su vez, influyen en ambas. Quizás esta actitud haya tenido que ver con el advenimiento de Charles Darwin y con su teoría evolucionista y de la lucha por la existencia y de la supervivencia del más fuerte, que, aplicadas al hombre, no dejarían atrás a la teoría del superhombre, atribuida al alemán Nietzsche. Todo esto hay que tenerlo muy en cuenta para ver el tratamiento tan diferente y distinto que le tocó al indígena en todo el hemisferio americano, tanto norte como sur, por parte de todos los conquistadores europeos.
Otra consecuencia del Renacimiento es que, al poner al Hombre en lugar de Dios como centro referencial de la sociedad, la Iglesia anglosajona caía bajo la autoridad de su Rey, y, a su vez, perdía la connotación divina de su poder. Por tanto, la Iglesia anglicana no podría dictar prácticas de conducta sobre el trato del indio por los colonos ingleses, como lo hacia la española-mexicana. Por otra parte, el Rey inglés se convertía ya en figura, dejando paso al absolutismo real, comenzando así la democracia de los tiempos modernos. Como consecuencia, el individuo colono inglés, y no el Rey ni la Iglesia, establecía su propia actitud y conducta ante el nativo indígena. La sanción legal no se podía llevar a cabo del mismo modo que si esas leyes individuales dependieran directamente de las leyes del Rey y de la Iglesia.
Es un hecho observado y probado que el colono inglés nunca se mezcló masiva y oficialmente con el nativo, ni racial ni culturalmente, a no ser incidental y accidentalmente. Le ha dado la lengua a sus colonias, pero no la sangre. Su negocio era casi exclusivamente económico y comercial con la Madre Patria. Estas son las raíces de lo que sería más tarde los Estados Unidos, con la añadidura de que la historia de la colonia americana se identificó sobre todo con la venida del Mayflower. Este incidente histórico es de suma importancia, porque, aunque se dice directamente que salieron por razones de libertad religiosa, el hecho es que los «peregrinos» se exilaron a sí mismos. O, dicho de otro modo, que, al contrario de los colonos españoles, los colonos ingleses del Mayflower no podían regresar a la Madre Patria. Simbólicamente quiere decir esto que no tendrían un pasado histórico y que su historia seria el futuro. Si el famoso «Destino Manifiesto» comienza con el Imperio inglés, en la América anglosajona se haría más fuerte y efectivo a causa de este incidente histórico-simbólico.
El Destino Manifiesto norteamericano, pues, no se puede fechar como un fenómeno social que apareció a mediados del siglo XIX. Tiene sus raíces en Inglaterra. Sin embargo, como actitud psicópata, data de 1845 más o menos. En esta actitud y filosofía hay dos puntos básicos para la expansión territorial y la connotación profético-religiosa. La expansión territorial se lleva a cabo en la primera mitad del siglo XIX, a expensas del territorio mexicano, desde La Florida hasta la Alta California. Como se indicó antes, esta obtención o adquisición de enormes territorios unas veces fue semilegítima, como en el caso de la Luisiana, y otras fue francamente ilegítima e ilegal, como en el caso de Texas y todos los estados del suroeste.
El expansionismo de todo imperio está basado en un «destino», sea éste de orden puramente humano o puramente divino, o ambos juntamente, que es el caso más común en la Historia. La invasión árabe en España fue más bien de orden religioso-divino. La expansión española fue religiosa y territorial, si bien apoyada por leyes humanas. El expansionismo angloamericano contiene una falacia fundamental: según su contenido filosófico fue una expansión territorial inspirada «manifiestamente» por Dios. Parece ser que el legado o mandato, aunque de origen divino, había sido solamente para la adquisición de tierras, sea cual fuera el método, puesto que la religión y su mensaje fueron secundarios y accidentales. Esto se echa de ver de varias formas.
Es increíble que en un «manifiesto» divino no se incluyeran provisiones de orden religioso, ni moralidad cristiana en la doble relación a la tierra y al hombre conquistados. La tierra, en su mayor parte, fue adquirida no sólo ilegítimamente, como todos los imperios, sino también ilegalmente, porque, para el suroeste (sin excluir los tratados con los indios aborígenes), el Tratado de Guadalupe Hidalgo (1848) fue firmado bajo fuerza, y, por otra parte, no fue cumplido. Lo cual no sólo va contra uno de los preceptos divinos del decálogo, sino contra todo derecho natural de propiedad pública y privada, tan enfatizada por los valores culturales de la misma sociedad que cometió el despojo. Esta expropiación, sancionada aparentemente por una misión «sagrada y divina», quebrantando todos los derechos del Hombre, humanos y divinos: el derecho a la propiedad privada y pública, cuyo despojo se llevó a cabo durante la segunda mitad del siglo XIX. El derecho político que un país tiene sobre su territorio fue el atraco cometido contra el suroeste, forzando a firmar un tratado internacional que no se cumplió, se mutiló, y se enmendó, después de firmado, unilateralmente. Esto en cuanto a la propiedad pública y privada.
Pero el atraco principal fue contra la dignidad humana misma. La «misión divina no se limitó exclusivamente al despojo de las tierras, sino también del hombre. Suponiendo que la guerra mexicano-americana hubiera sido legítima y que la tierra fuera un derecho de botín, el conquistado, dentro de esa tierra, no hubiera perdido el derecho natural exigido por los derechos humanos. Estos le fueron negados al despojado, primero, por haber sido reducido a un estado de semiesclavitud y, después, como desposeídos ciudadanos de tercera clase. Las provisiones estipuladas por el Tratado de Guadalupe Hidalgo para los mexicanos que se quedaron en el suroeste y el derecho a sus tierras no fueron garantizados y las promesas jurídico-legales, otorgadas por la Constitución Americana a los nuevos ciudadanos, no se realizaron, no por el deseo, o falta de deseo de los conquistados y colonizados, sino por la voluntad exclusiva (y exclusivista) de los conquistadores y colonizadores. El «mexicano» quedó siendo «mexicano» y no sólo porque él se sentía «mexicano», sino porque fue sellado de «Mexican-American» por la sociedad dominante y conquistadora, asignándole ciudadanía de segunda o tercera clase.
En esta sección de hoy queremos volver a discutir el término «Mexican-American». Teóricamente, a todo ciudadano de Estados Unidos se le llama «americano», pero en práctica uno es o afro-americano, o chino-americano, o italo-americano, o judío-americano, o mexicano-americano, etc. Sólo los anglosajones (anglo-americanos) son los titulares al término escueto de «americano». Esto implica, de una parte, que, dentro del territorio estadounidense, el anglo es el «legítimo americano», y que los otros son primero «africanos» o «chinos» o «italianos» o «judíos» o «mexicanos» y, después, en segundo término y por extensión y concesión paternalista, son «americanos». Es decir, no son completamente americanos por falta de ciertas características, como el color, la cultura, el lugar de origen, etc.
Otra consideración sobre el término «americano», relacionado con el Destino Manifiesto, es que todo el que radica en América es y debe ser americano, pero, dentro de su territorio determinado, el canadiense se llama a sí mismo «canadiense», el mexicano se llama «mexicano», el panameño se llama «panameño», etc. Solamente el estadounidense (anglosajón) no se ha dado a sí mismo un apelativo o adjetivo gentilicio, a no ser el de «americano». Creemos ver una atribución propia que procede de la actitud expansionista del Destino Manifiesto y de su connotación de superioridad de raza, o sea, racista. Es decir, el anglosajón, basado en su «misión sagrada» (Destino Manifiesto), tenía intenciones de apoderarse de todo el continente americano, no sólo de Este a Oeste (USA), sino también de Norte a Sur, del polo norte al polo sur, según los diseños de Thomas Jefferson y compañía. Es de creer, pues, que lógicamente América le perteneciera al anglosajón y, por tanto, él sería el ciudadano «americano» por excelencia. Los otros ciudadanos que vivieran en América serían también «americanos», pero ya no se llamarían o no tuvieran razón de llamarse «canadienses», «mexicanos», «panameños», etc., porque no existirían tales países. ¿Cómo se llamarían, pues? Estos ciudadanos, sobre todo los latinos que en buena parte son mestizos, no tendrían el derecho de llamarse americanos en el sentido pleno de la palabra, y se llamarían en su lugar «panameño-americanos», «colombiano-americanos», «chileno-americanos», etc. Algo así como se llama hoy día a los chicanos: «mexicano-americanos». Es decir, que la «misión sagrada» del Destino Manifiesto y la Constitución norteamericana no garantizarían el derecho de ciudadanía absoluta y plena a los conquistados e incorporados a la Unión Americana, y esto porque básicamente es racista, en donde una raza, la anglosajona, se autodeclararía superior, y a las otras, a la latina-mestiza, y a la india, las declararía inferiores.
Naturalmente, y afortunadamente, este Destino Manifiesto, que se concibió territorialmente como un sueño absoluto, no se llevó a una práctica absoluta en los tiempos modernos, porque hubiera sido un insulto a la opinión mundial. Sin embargo, fue reemplazado por, y continuó coexistiendo con otro Manifiesto: la Doctrina Monroe, de la que hablaremos en la próxima sección.
La Doctrina Monroe, a la que se aludía en la sección anterior, ya no era territorial y necesariamente expansionista, como la del Destine Manifiesto, sino que se manifestaba y se manifiesta todavía hoy día en una conquista económica por parte de los norteamericanos. Breve y fundamentalmente se trata de que Estados Unidos advirtió y prohibió a todos los países del mundo que no se atrevieran a meterse en los territorios y negocios de todo el continente americano, porque ellos, los Estados Unidos, fungirían como observadores, protectores y señores de dicho continente. O sea, que el sueño inconcluso y territorial del Destino Manifiesto original se cristalizaría ahora, un siglo después, en una realidad y práctica capitalistas, de control de negocios internacionales por toda la América Latina, o sea, la globalización. No vamos a explorar más este punto, porque es más bien una actitud y práctica político-económica hacia Latinoamérica, y que se podría resumir en la famosa frase que todo joven escolar se sabe de memoria: America for Americans que, en la realidad, lo que se quiere decir es: «(Toda) América para (sólo) los (anglo) americanos». Nos iremos encauzando y limitándonos, por tanto, al problema del chicano-hispano.
Ya puestos los principios de la interrelación entre el Destino Manifiesto y secuaz, la Doctrina Monroe, veamos ahora y resumidamente algunas aplicaciones a nuestro tema del chicano-hispano en el suroeste. La combinación de estas dos doctrinas y actitudes sociopolíticas tienen sus raíces, como ya se ha dicho, en Inglaterra. Este país, aunque fue visitado por los romanos y franceses, no ha tenido la experiencia del melting-pot hispánico, conquistado e invadido repetidas veces por varios pueblos y civilizaciones distintas y mezclando sus sangres repetidamente. El expansionismo inglés comienza con el Renacimiento en donde se suple y reemplaza la idea del Dios cristiano, como padre del género humano, por la idea del Hombre, en este caso el anglosajón «puro», como se indicó anteriormente. El protestantismo es un fruto maduro del Renacimiento que proclama el connubio entre lo material y lo espiritual. La separación incipiente entre el Estado y la Iglesia elimina la posible influencia de ésta en la orientación oficial ético-cristiana de la sociedad. Los filósofos se ocupan sobre todo del aspecto práctico de los principios ético-sociales y dejan de lado la connotación religiosa. El capitalismo y el industrialismo nacientes son adoptados casi exclusivamente por todos y por todas la instituciones: el Gobierno, la Iglesia anglicana, la Sociedad y sus filósofos. Entre estos, aunque un poco tardío y recopilando hasta cierto punto esta tendencia general, sobresale Charles Darwin, con sus doctrinas de la pureza y evolución de las especies, y de la lucha y supervivencia del más fuerte y más apto. Como ya se dijo, todo este material doctrinal lógicamente se transplanta a las colonias americanas anglosajonas, como se habían transplantado las prácticas y cultura españolas medievalistas a la América hispana, incluyendo el suroeste. Teniendo todo esto en cuenta, llegamos a la conclusión cierta de que el Destino Manifiesto es la culminación y el resumen de la filosofía y actitud general de un pueblo, es decir «su cultura», en este caso la anglosajona.
En resumen, se trata de una conquista territorial, en donde el elemento humano no-anglosajón, esto es el nativo, es un impedimento que hay que suprimir, o por lo menos apartar (las reservaciones), no asimilarlo. Que el interés económico está sobre todo interés humano que no sea anglosajón. Y que la estructura de este sistema tiene que ser capitalista. Y todo esto siendo sancionado por un «llamamiento divino» que, irónicamente, no consta en ningún documento legalista, ni bíblico, ni eclesiástico, ni gubernamental. Es decir, es un sentimiento o una actitud profético-religiosa con sus profetas semioficiales y su sociedad anónima. Nadie es culpable, en suma, a no ser que admitamos que fue el mismo Dios quien otorgó esa «misión divina» de expansión y expropiación.
Por lo tanto, la economía capitalista se conjura con la política oficial y con la idea del hombre «puro» o especie pura del «superhombre». El resultado lógico será, pues, la opresión del ser menos «puro», del más débil, de nuestra raza en este caso, del chicano-hispano y de su cultura. Sin embargo, la falacia de este sistema capitalista-racista consiste en que, para que sobreviva este mismo sistema capitalista de esta raza «superior», se necesita de la mano de obra de otra raza «inferior»: la hispano-chicana. Se sabe, sin embargo, que los trabajos más «duros» han sido realizados por las razas más «débiles» (feeble, en palabras de Jefferson), o sea, el chicano-hispano. Cuánta sangre y sudor ha derramado el chicano-hispano en la construcción del ferrocarril, en los campos de siembra y cosecha, en la ganadería y en las minas del suroeste. Ocupaciones que fueron, y todavía son, la espina dorsal de la economía de los estados del suroeste y de la economía capitalista del hombre blanco. Campos y minas en los que los invadidos-conquistados estaban más especializados que los invasores-conquistadores, porque ya estaban aquí desde antes y llevaban muchos años de experiencia en estas faenas y ocupaciones.
Desde el punto de vista territorial y material, el chicano-hispano fue despojado triplemente para que el nuevo sistema angloamericano pudiera progresar. Primero, y globalmente, al perder los estados del suroeste, por medio del Tratado de Guadalupe Hidalgo. En segundo lugar, e individualmente, porque, poco a poco, el anglo, por medio de subterfugios, la mayor parte de las veces ilegales y deshonestos, fue sacándole al chicano-hispano sus propiedades contra las estipulaciones del Tratado y contra las garantías concedidas por la Constitución. Y, por fin, hasta hoy día no quieren pagarle al campesino por el sudor de su frente, después de haber cosechado la lechuga, la uva, el algodón y tantas otras especies agrícolas y ganaderas, que eran suyas por importación, y ser cosechada en su tierra titular del suroeste.
Hemos hecho hincapié en el aspecto material y en el económico del sistema, porque en la sociedad capitalista anglosajona el bien material es el valor cultural primordial y el más influyente. Los demás valores, en mayor o menor grado, están supeditados a éste. Para no alargarnos demasiado, echemos un vistazo al Gobierno. Es sabido que la política externa (internacional) de los Estados Unidos está dominada por el poder económico y que el ejército mismo está subordinado y en función de este poder. Uno de los agentes más fuertes en la política exterior son los intereses económicos de las grandes compañías multinacionales, de origen norteamericano, por ejemplo, la Coca Cola, la United Fruit Co., y la minería en Latinoamérica. Pero éste no es nuestro tema aquí.
La política interna del país está dominada asimismo por los grandes magnates del capitalismo. En referencia al chicano-hispano, no hay más que pensar en la mano de obra mexicana importada y deportada. Cuando ésta se necesitaba, y se necesita, la traen y cuando no, la deportan o despiden. Pero los años trágicos fueron durante la famosa Depresión de los años treinta, en que resultaba más barato deportar a los chicanos-mexicanos que «mantenerlos» en el welfare o bienestar nacional.
En los años cincuenta, a causa de que muchos indocumentados-ilegales pasaron la frontera, se deportaron no sólo a los «mojados», sino también a muchos «ciudadanos» de Estados Unidos, simplemente porque «se parecían» a los indocumentados. Los barrios fueron sistemáticamente saqueados. En 1954 se deportaron hasta más de un millón, gran cantidad de ellos «ciudadanos», con los consiguientes resultados humanamente trágicos.
Pero la política de este tiempo estaba infiltrada por el poder económico, como estuvo antes y continuará estando. E irónicamente, en este caso, la supremacía de la raza blanca estaba en peligro por la infiltración de tanto mestizo y, por otra parte, este concepto racial estaba en pugna con los intereses económicos de los grandes terratenientes que necesitaban a estos elementos de «raza inferior» para los trabajos duros del campo y de las minas, que los de la «raza superior» no eran capaces de hacer. ¿Quién ganó? Pues la facción económica, los legisladores influidos por los magnates de la agricultura y la minería capitalistas. En otros términos, por esta vez corría peligro el balance y connubio del capitalismo y del racismo.
Otro caso típico es el de la Unión o Sindicato de los Campesinos hispano-chicanos. La Unión de Trabajadores nacional en el sistema capitalista de este país teóricamente es muy buena para crear un balance en la economía, del mismo modo que el sistema bipartita en la política. Sin embargo, como casi toda la mano de obra campesina que forma la Unión Campesina está compuesta por minorías raciales, especialmente la chicana-hispana; el poder económico y el político de los sindicatos nacionales se hermanan para hundir a este sindicato de campesinos hispanos, que no podría entrar dentro del sistema capitalista americano por tratarse de y estar en conflicto con el otro aspecto del mismo sistema: el racismo.
El sistema judicial tampoco queda mejor parado en lo que se refiere al hispano-chicano. La historia de las injusticias cometidas por el sistema judicial oficial es muy larga. Una de las bases principales de estas injusticias es que la discriminación racial, además del influjo y supeditación del sistema jurídico al sistema económico, desgraciadamente común a todos, al añadirle en la ecuación el elemento raza, la minoría mexicana queda doblemente a la desventaja. En primer lugar, se ha comprobado histórica y estadísticamente que en grandes concentraciones de población hispano-chicana, como en el caso del condado de Orange, Los Ángeles, apenas ha habido un miembro hispano en los jurados. Se ha estudiado también que, en casos de semejanza de crímenes, el chicano recibe más castigo que el anglo y que hay un porcentaje mucho más alto de hispanos-chicanos que de anglos en las cárceles. Se han llevado a cabo estudios de sentencias emitidas por jueces en que la gravedad del castigo estaba en proporción directa al grado de racismo del juez, un ser representante de la sociedad dominante, y que algunas de estas sentencias parecían salidas de la boca de un nazi. Tampoco esta rama del sistema democrático-capitalista se escapa a la influencia económica. En la sociedad anglosajona la ley, o mejor dicho, la interpretación de la misma, es muy elástica. Si el culpable es rico, la posibilidad de su inocencia es más grande que la del pobre. En resumen, si esto ocurre en casi todos los sistemas occidentales, y aún dentro de la raza blanca, el hispano-chicano las lleva de perder por dos razones: por ser más pobre, por ser prieto, y, como consecuencia, por ser «menos ciudadano».
Podemos ver que los valores sociales anglosajones, pues, están infiltrados por el sistema capitalista. Este sistema explota al hispano-chicano de dos maneras: por ser mano de obra en su mayoría y por ser víctima de la actitud racista. Es decir, para que el sistema sobreviva materialmente necesita de la mano de obra de las minorías raciales, en nuestro caso del hispano-chicano, pero para que ese sistema pueda, la mismo tiempo, sobrevivir en su pureza de raza, se le excluye. Hay, pues, una contradicción inherente en el sistema. Y como este sistema capitalista, al cual está esencialmente unido el elemento racista de la supremacía del blanco, infiltra todos los demás valores sociales, sean jurídicos, políticos, o legislativos, resulta que el hispano-chicano es un elemento marginal (y marginado) al gran mito del melting-pot, mezcla de razas. O sea, el melting-pot es un supremo mito-realidad concebido por los blancos y destinado exclusivamente para los blancos. El mestizo mexicano, que comenzó a existir inmediatamente con la llegada de los españoles a México y que era producto de un verdadero melting-pot hispano, tiene que esperar casi dos cientos años para darse cuenta de que el melting-pot anglosajón no es para ellos. Aunque esta verdad fue bien conocida desde un principio, solamente fue combatida en masa a partir de los años 60, con la aparición del Movimiento Chicano.
A los chicanos-hispanos nos queda solamente una solución que ofrecía y ofrece el sociólogo y pedagogo brasileño Paulo Freire en su Pedagogía del oprimido: «La gran tarea humanista e histórica del oprimido (hispano-chicano en este caso) es la liberarse a sí mismo y también a sus opresores. Los opresores que oprimen, explotan y violan, por el hecho de que tienen el poder, no pueden encontrar en ese mismo poder la fuerza para liberarse a sí mismos, ni al oprimido. Solamente el poder que nace del oprimido es suficientemente fuerte para liberar a ambos».
Esta verdad general, que parece ser una contradicción en sí, se hace más vivida en una sociedad pluralista, como la anglosajona, en donde una de las minorías, la hispana-chicana, tiene una cultura más humanista. Si a esto añadimos que la sociedad anglosajona, eminentemente materialista, da señales de agotamiento y de decadencia en sus sistema de valores, en virtud de que ese materialismo, al que se le añade el racismo, se infiltra como gangrena en los demás miembros del cuerpo social y cultural, la verdad arriba expresada se hace todavía más contundente y patente. La fuerza que sale de la entraña del humanismo es la verdadera fuerza que, al final, ha de vencer. Este es el espíritu de la Raza, éste es el espíritu y creencia de muchos de nuestros líderes, y éste es el espíritu de los varios Planes y Manifiestos de la Tierra de Aztlán.
Los valores culturales de La Raza que parecían languidecer poco a poco a través de más de 150 años parece que vuelven a revitalizarse, aunque bajo otros auspicios. El concepto de nuestra Tierra de Aztlán (del suroeste de USA) nos enraíza en nuestro antiguo territorio en donde se encuentra la savia de la vida y una comunicación directa y cuasi panteística y, por tanto, religiosa, con la Madre Tierra. La «tierra» ya no va a ser sólo un valor económico a lo capitalista, sino también cultural, como lo expresa el Plan Espiritual de Aztlán: «Con nuestros corazones en la mano y nuestras manos en la tierra...».
Nos encontramos, pues, ante una realidad única. Un territorio que había sido nuestro, pero que ya no lo es; una nación de un pueblo diferente y ajeno a la sociedad anglosajona, pero que no tiene fronteras políticas; una cultura que, como el pájaro fénix, resucita de las cenizas con otra vida distinta y que, como el fénix, se rehúsa a quedarse en la tumba.
Este movimiento, el Movimiento Chicano, comienza a mediados de los 60. Este nuevo despertar, aunque con hechos concretos y diferentes, como la Huelga de Delano (1965), La Cruzada por la Justicia (1966), La Alianza Federal de los Pueblos Libres (1967), y la Conferencia de la Raza Unida (1968), se caracteriza por una externa floración de un sentimiento profundo de unidad. Esta actitud profunda tiene un doble aspecto: uno de protesta, como resultado de la expoliación y explotación injustas, y otro de esperanza por un porvenir único: La Tierra de Aztlán, La Raza, y la preservación de nuestra lengua y cultura. Hay también que añadir que, si bien es cierto que comenzó principalmente con el movimiento campesino y que entre los líderes había personas adultas como César Chávez, el vigor y el espíritu del Movimiento se debe, sin embargo, a la juventud, ya fuera ésta de los colegios o bien en los barrios.
La realización principal del Movimiento radica en la actitud filosófica de que la unidad total del hispano-chicano es la fuerza espiritual básica, que el barrio, tanto geográfico como espiritual, es el centro de la cultura viviente, y que, por tanto, así como el corazón es el órgano que distribuye la sangre por el cuerpo, el barrio es el centro vital del hispanismo-chicanismo. El secreto del éxito radicará en la unión vital con el «barrio». El joven o la joven que sale del barrio tiene que salir con la idea de no separarse de él, sea física, emotiva o moralmente. Es que una cultura no sólo se aprende, sino que se tiene que vivir.
Este barrio puede estar en el centro de la ciudad, en un suburbio, en el campo, o en cualquiera otra parte. Pero tampoco hay que olvidar que el barrio se lleva en el corazón. Así que cualquier chicano-hispano, en dondequiera que se encuentre, lleva la cultura consigo mismo.
Si bien el Movimiento Chicano de los 60-80 comenzó con una unidad de sentimiento general, y apareció por razones aparentemente diferentes, este sentimiento comienza a cristalizarse en acciones concretas. Las primeras manifestaciones fueron de carácter económico, como la huelga de los campesinos que buscaban un salario justo para cubrir las necesidades básicas de la vida. Otros fueron de carácter político y social para reaccionar contra las opresiones sufridas por La Raza a través del tiempo. Y, desde hace unos años, sin olvidar estas razones, se comenzó a delimitar y a atacar los problemas que se refieren a la educación y a la cultura: la educación bilingüe, los estudios chicanos en la universidad, la celebración de las fiestas tradicionales, como el Cinco de Mayo, y otras tantas actividades.
Después de las consideraciones generales anteriores, nos podemos preguntar ¿qué nos queda por hacer? En primer lugar, tenemos que admitir que más de los 150 años que llevamos bajo la tutela anglosajona no han sido de actitud totalmente negativa en cuanto a la integración social. El sentido de superioridad del anglo, que no es otra cosa que la sublimación de un su propio complejo de inseguridad racial y cultural, no le permite absorber a las minorías raciales dentro de su propia sociedad profiláctica. No es necesario probarlo y comprobarlo otra vez, por ser harto evidente, en particular para los que vivimos en «el vientre de la ballena». La única cooperación que esta sociedad quiere de nosotros es nuestro voto político electoral, porque no tiene color; la inversión en sus (y nuestros) productos económicos del bien ganado dinero, que es verde; y el trabajo esclavista para que el sistema capitalista y racial del anglo pueda mantenerse falsamente como el sistema superior de la raza blanca, al cual el hombre bronce nunca llegará a pertenecer, mientras no cambie la estructura de ese mismo sistema y su actitud superiorista. Y que..., después de dejar el sudor «aquí», se vuelva «a su casa».
Si admitimos esto, y queremos tener dignidad humana, nada podremos esperar por esos medios. Es decir, tenemos que buscar el nuestro. ¿Cuál es y cómo podemos conseguirlo? Si es que tenemos que existir en una sociedad que no nos quiere en el mismo nivel de igualdad, tendremos que estudiar los métodos de esa sociedad, de los cuales ya tenemos una idea bastante clara, y usarlos solamente para cambiarla, para la autoprotección y para que se termine la explotación económica, política y humana.
Después, o al mismo tiempo, tenemos que introspectivamente reflexionar y estudiarnos cada uno como individuo y como miembro de la comunidad hispano-chicana. De este modo trataremos de proteger nuestra herencia cultural contra los ataques de la sociedad dominante, y esto por medio de métodos defensivos y ofensivos. Los defensivos serán los que la misma sociedad anglosajona emplea contra nosotros, y los ofensivos serán aquellos que proceden de nuestras tradiciones, de nuestros valores culturales. Es decir, nuestro propio renacimiento humanístico.
Como habíamos indicado anteriormente, la sociedad dominante es eminentemente materialista por naturaleza del sistema. Tanto la tierra como el sudor del trabajador son instrumentos para el enriquecimiento económico de ese sistema. No se abre la tierra dignamente, como una hembra, fuentes ambas de vida, ni se usa al hombre como a hermano. Tenemos que rescatar estos valores básicos de nuestra cultura de las manos materialistas que los han prostituido. De otro modo, nos destruiremos todos, como ha ocurrido con otros países decadentes.
Y sobre la base de estos principios, reconstruiremos todos los valores que ellos han querido desraizar. Estos valores comienzan con el reexamen individual para llegar al espíritu comunitario de la vida hispano-índica. La filosofía más profunda, y al mismo tiempo al alcance de todos, y que ha regulado la vida casi total del hispano-chicano por lustros y que, al mismo tiempo es el termómetro de una cultura y civilización, es la actitud de esta filosofía hacia los tres valores transcendentales del hombre: el nacimiento, la vida y la muerte. De esta filosofía se hablará en la siguiente sección.
Sabemos bien que los tres valores mencionados en la sección anterior, el nacimiento, la vida y la muerte, no se quedan en el terreno de la filosofía teórica, sino que están dotados, en el terreno práctico, de un contorno vital humano y de una aureola sagrada. Es decir, que además de ser una filosofía, es una actitud vital y, por tanto, de alcance tanto trascendental como real. Se diría que es un estilo de vida casi panteístico y corroborado por nuestra cultura indio-cristiana. No hay más que tomar los tres valores antes mencionados y verlos proyectados en el ritual de la vida, o sea, en el bautismo, la boda y el funeral.
Los tres actos están dotados de un misticismo ajeno, o por lo menos diferente, a la civilización anglosajona. Sin necesidad de adentrarnos en el estudio filosófico-teológico de esta afirmación, veamos simple y someramente sus ramificaciones socio-culturales.
Por medio del bautismo se establece un parentesco social y de afinidad que se llama, no sólo el padrinazgo, sino también el «compadrazgo», palabra ésta intraducible al inglés, simplemente porque en la cultura anglosajona no existe esta relación o institución social. Por medio del padrinazgo, el elemento social más pequeño, que es el núcleo de la familia inmediata, se extiende ampliamente, sobre todo cuando la familia tiene varios hijos o bautismos. Esta entidad social nueva, además de ampliarse, queda íntimamente relacionada por vínculos espirituales imperecederos. La unidad y fuerza de esta familia será, por tanto, difícil de destruir.
El matrimonio hispano-chicano tradicional no sólo se limita a la procreación, que siempre ha sido numerosa por ser, entre otras cosas, una riqueza material y espiritual, sino que tiene dimensiones verticales muy arraigadas. El hispano-chicanito nace rodeado de una parentela numerosa de padres, abuelos y bisabuelos, tesoreros vivientes de nuestras tradiciones ancestrales. Y cuando crece y llega a ser viejo quiere, a su vez, verse rodeado de hijos, nietos y biznietos, a quienes dejará el tesoro cultural recibido de sus antepasados. El divorcio, por tanto, fue ajeno a nuestra cultura e implantado por una sociedad egoísta en donde los hijos y nietos no son una riqueza espiritual, sino que ocupan un lugar secundario y se posponen al bien material individual.
El ciclo no se termina con la muerte. Toda la parentela que se ha construido desde el bautismo hasta la ancianidad, pasando por el matrimonio, asiste al funeral. El cuerpo del difunto no se va solo a la otra vida. Además del consuelo que proporciona la fe, existe una especie de panteísmo o de comunicación con la madre tierra en la que uno, por ejemplo, toma en la mano un puñado de tierra y, después de haberlo besado, lo deposita en la sepultura, significando con esto la unión espiritual y terrenal entre el mas allá y la vida presente, entre el que se va y el que se queda. La memoria del muerto continúa presente y los rituales se repiten cada año, el primero de noviembre.
Sería una tarea interminable estudiar todos los aspectos o elementos vivientes de una cultura, sus relaciones y las raíces fundamentales de que toman vida. Trataremos, sin embargo, de enumerar algunos. Estos aspectos o valores culturales van desde lo más obvio a lo más imperceptible, de lo material a la más espiritual y psíquico. De todos es sabido, por ejemplo, la variedad de comidas que saboreamos en restaurantes y hogares mexicanos, no sólo por lo típico, sino también por el orgullo generacional en dichas comidas. Los vestidos típicos y sus variaciones son numerosos. El arte musical y los ritmos bailables no son menos variados que las comidas y los vestidos, de hecho tienen relaciones íntimas.
El arte de la literatura nos ofrece leyendas, cuentos y dichos que casi todo hispano-chicano ha oído. La poesía, en su forma popular del corrido, ha inmortalizado a los héroes populares, como Pancho Villa, Zapata, Joaquín Murrieta, etc., con los que nuestra gente se identifica, no sólo por ser líderes populares, sino por encarnar algunos de los más altos valores de la tradición.
Procediendo hacia el terreno psicosomático nos encontramos con las enfermedades y sus medicamentos y curaciones, síntesis de la vida y de la muerte, de lo físico y de lo espiritual, bajo formas religiosas muchas de las veces. Todos hemos oído, algunos con mucha fe y otros con simpatía, las influencias de las fuerzas supernaturales o extranaturales sobre la salud-enfermedad en nuestra gente. El empacho, el susto, la mollera, el mal de ojo y otros, no son sólo resultados de una relación causa-efecto de orden natural; es que pertenecemos a una cultura semipanteísta. Se venera y se le atribuye mucho respeto, por el arte y el carisma, a las curanderas y curanderos. Y, pasando a lo puramente extranatural, todos hemos oído y creído, al menos de niños, en mayor o menor grado, ciertas leyendas, como la de La Llorona.
La religión no es simplemente un conjunto de dogmas teológicos que se creen simplemente porque sí. Ni tampoco una práctica rutinaria de ir a misa los domingos, como se va a la gasolinera los lunes para llenar el tanque de gasolina para el resto de la semana. La religión «oficial» está imbuida de prácticas populares, algunas de ellas precristianas y precortesianas. Sin embargo, y debido a esas prácticas, la religión se vive diariamente. Por ejemplo, es una afirmación dogmática que la Virgen de Guadalupe es la Madre de Dios, pero para el hispano-chicano es también la Virgen Mestiza y, por esto, más que por aquello, se hace viviente, es decir, se hace cultura. Si a una abuelita humilde se le pregunta si sabe quién es la Virgen del Pilar o la Virgen de Lourdes nos contestaría probablemente que no sabe, pero es que tampoco le importaría, porque ella tiene su Virgen: La Guadalupana. Las «mandas» no es nada realmente teológico, pero tienen más fuerza, digamos, que el misterio de la Santísima Trinidad, porque el sacrificio que implica la manda se ha hecho cultura del pueblo. Y así se podría continuar, para llegar a la conclusión de que las prácticas y creencias teóricas se hacen cultura viviente por medio de la aportación popular.
Para no alargarnos no trataremos de estudiar otros valores culturales, como los que ya se han señalado anteriormente, pero no podemos pasar por alto dos de los más fuertes y eficaces en la evaluación o valorización del individuo como persona y en sus relaciones con los demás. Uno es el tema del «honor» –hoy desprestigiado–. Desgraciadamente este valor cultural se ha rebajado al nivel casi animal, según interpretaciones de algunos críticos miopes, al equiparlo exclusivamente al «machismo». El concepto del machismo no es sino una distorsión unilateral del tema general del honor. Es rebajar al nivel biológico un valor cultural, moral y espiritual. Los hispanos-chicanos no tendríamos que ir a la escuela para que se nos diga que necesitamos aprender a «ser nosotros mismos» y que tenemos que «ser originales e independientes». Esta educación es casi innata en nosotros, porque está arraigada en nuestra cultura. El hispano-chicano tradicionalmente siente el honor, no sólo por ser hombre («macho» = a lo animal), sino por ser el jefe figurativo de la casa y de toda la familia. Esto implica una gran responsabilidad, porque de su honor depende el honor de toda la familia. Así como el honor de la familia depende también del feminidad de una esposa-madre honrada. La infidelidad, tanto del hombre como de la mujer, atrae el deshonor a toda la casa o familia. Este deshonor no se puede lavar simplemente con el divorcio «legal», por ser algo espiritual y cultural que la ley positiva de la sociedad no puede borrar, sobre todo si esa ley positiva no está fundada y basada en la cultura del pueblo de donde nace el concepto del honor, en este caso, de la cultura del hispano-chicano.
El concepto del honor transciende muchas veces toda lógica racional y quizás lo que se ha dado por llamar sentido común. En todo caso, no puede sancionarse por las leyes positivas emitidas por una sociedad materialista. Si un criminal viola a una persona o hija, al esposo-padre no le basta con que el juez castigue al usurpador del honor, pues el crimen no ha sido sólo una pérdida de naturaleza física de un ser de la familia, sino que con esa pérdida se pierde la virtud y el honor, entidad cultural, y con ello se quebranta la unidad espiritual básica de la familia, cuyos depositarios son esposa-madre y el esposo-padre. No sería increíble e inconcebible que aquél lavara su honor y el de su familia derramando la sangre del usurpador. Estos hechos son incomprensibles a la cultura y sistema judicial anglosajones.
El otro valor básico a que nos referíamos antes es el énfasis que los hispanos-chicanos ponemos en el mantenimiento de la lengua. No se puede enfatizar demasiado la importancia de una lengua como factor de la cultura. La lengua está compuesta de un conjunto innumerable de signos y símbolos, que son las palabras. De hecho, la lengua en sí y como totalidad es un enorme símbolo que encierra todo el pensamiento cultural de un pueblo, del mismo modo que un vaso contiene el agua. Cada lengua es un molde diferente que tiene sus características propias. Estas características son las que definen la manera o forma de cada cultura. No hay más que pensar en algunos ejemplos.
Desde el punto de vista del vocabulario, hay muchas palabras intraducibles y, si se traducen, pierden la connotación cultural de la lengua de origen. Así la palabra «chicano», «carnal» y «carnalismo», «bato», «jefe», «compadre», «viejo-vieja», y tantas otras que se usaron siempre como expresiones simbólicas del movimiento y concienciación del pueblo hispano-chicano. Si pensamos en expresiones idiomáticas y en proverbios o dichos, el ya rico manantial adquiere proporciones muy grandes. La estructura gramatical es el pensamiento estructurado de todo un sistema cultural de la filosofía del conocimiento y de un vasto caudal de expresiones vitales. No hay más que pensar que, como norma, el español usa generalmente el adjetivo después del sustantivo, lo que quiere decir que el sujeto parlante piensa primero en esencias y después en calificaciones o atributos, que su método es más deductivo que inductivo, contrariamente al inglés, es decir, que desde el punto de vista de la lengua, lo hispano es más humanista que científico. La existencia gramatical del subjuntivo y el uso frecuente del mismo en español indica la existencia de una actitud cultural básica ante la duda, el orden y el mundo de las posibilidades. Otra vez, contrariamente al inglés, observamos que, aunque el anglosajón también duda, esta duda no ha sido cristalizada en una forma gramatical estructurada y diferente -el subjuntivo- y, si fue, ya desapareció hace mucho tiempo. Psicológicamente, la no existencia del subjuntivo como forma gramatical (modo) en el inglés indica y se traduce, muy frecuentemente, en una actitud de «superioridad», puesto que, aunque se dude, la actitud es la del «sabelotodo». O sea, la lengua es el símbolo y el molde articulado que encierra el pensamiento y la cultura de un individuo y de todo un pueblo.
Como se desprende de estas breves consideraciones, la cultura hispana-chicana todavía no fue suplantada completamente por otra cultura, cuya base fundamental es lo material, consecuencia de la libre competencia del sistema capitalista que cada día va prostituyendo más los valores culturales de carácter no-monetario. Por eso es que el hispano-chicano, en vista no sólo de la postergación materialista de su cultura por la sociedad dominante, sino también porque la sociedad dominante es incapaz de ofrecerle valores humanísticos que trasciendan lo material, está tratando de reemplazar los valores de aquélla por los suyos propios.
Así observamos que los símbolos básicos de identificación de un pueblo y su cultura se están substituyendo rápidamente. El hispano-chicano ya no quiere ser «americano» con el significado que este vocablo tiene para el anglosajón. Ya no quiere ser un caso «americano», un guión (Mexicano[-]Americano), sino «chicano» o «hispano» o «latino», con todo lo que esto implica. Y su tierra ya no va a ser solamente Estados Unidos o, más apropiadamente, el Suroeste, sino que para él la parte de América que le corresponde histórica y míticamente se llamó, llama y llamará Aztlán. La fuerza de estos nombres o adjetivos gentilicios no vienen de una realidad objetiva y fría, como es «Mexican[-]American» y el «Suroeste», sino de una realidad mucho más trascendental, una realidad simbólica, cargada de significado y de misterio, como es La Raza Cósmica (el verdadero melting-pot) y La Nación de Aztlán prehistórico-legendaria. A esta simbología había que añadir la bandera rojo y negro del águila campesina, el saludo de mano, el aplauso en crescendo, el vocabulario intraducible que expresa la relación íntima de La Raza y del carnalismo, etc.
Para terminar, y recapitulando estos someros pensamientos o reflexiones, se podría decir que el renacimiento de la cultura méxicoamericana bajo la bandera del hispano-chicanismo no es simplemente un capricho de una minoría, la hispano-chicana. No representa el último grito del cisne que se despide para desaparecer, sino el clamor del pájaro fénix que se rehúsa a quedar soterrado en las cenizas que por más de 150 años ha producido el fuego exterminador de una cultura extraña e inasimilable o inasequible, porque carece de humanismo pleno. Esta cultura es la explotación del hombre por el hombre, del hombre-bronce por el hombre-blanco, es la lucha del más fuerte económica, políticamente y jurídicamente contra el más débil, por ser pobre, por ser prieto o moreno y por ser «criminal por naturaleza». En otras palabras, es la lucha a muerte contra un darwinismo o nietzsheanismo sociales en acción. Pero este «más fuerte» y «superior» tendrá que cambiar, porque la fortaleza de la cultura de un pueblo no se mide y evalúa solamente por lo material, sino más bien por lo espiritual y lo humanístico, que es imperecedero. Pero si el hispano-chicano pierde sus valores humanísticos, entonces sí, entonces se acabó el asunto. O como lo expresa el mismo pueblo: «apaga y vamos» o «nos quedamos silbando en la loma, compadre».
Hace ya más 150 años que el anglosajón pudo haber asimilado al hispano-chicano, enriqueciendo así su propio pueblo y el caudal de su propia cultura. Pero la ceguera de creerse una raza pura y superior, predestinada por el cielo para exterminar a la raza prieta e inferior, no le dejó ver la semilla de su autodestrucción