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Ensalada de pollos

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Novela de estos tiempos que corren

José Tomás de Cuéllar



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ArribaAbajoCapítulo I

En el que el curioso lector se inicia en algunos misterios de la incubación de la raza


Don Jacobo Baca es un padre de familia, de esos que hay muchos, sobre los que pesa una grave responsabilidad que no conocen, y que están haciendo un perjuicio trascendental de que no se dan cuenta.

Don Jacobo ha sido alternativamente impresor, varillero, ayudante del alcaide de la cárcel, por cierto mal negocio, después jicarero encargado de pulquería, y últimamente ha sentado plaza de arbitrista, que es como se la va pasando.

Don Jacobo cree que sabe leer y escribir, pero buen chasco se lleva; pues en materias gramaticales confiesa él   —4→   mismo, con admirable ingenuidad, que nunca se ha metido en camisa de once varas.

En otra de las cosas en que se lleva chasco don Jacobo es en creer que sabe hacer algo, pues nosotros, que bien le conocemos, estamos seguros de que a pesar de sus letras no sabe hacer nada.

Su inutilidad lo condujo, aunque paulatinamente, a la situación lamentable en que el lector lo encuentra.

Aburrido don Jacobo de buscar destino, y más aburrido de no hallarlo, pensó en una cosa.

Esta cosa la han pensado las nueve décimas partes de los hombres inútiles que hay en el país. Lanzarse a la revolución.

Esta idea, acariciada en medio de la ociosidad y de los vicios, es el calor con que la madre discordia empolla a sus hijuelos; esta idea ha sido el prólogo de muchas epopeyas, así como el primer paso en la senda del crimen; esta idea entra en el número de las resoluciones desesperadas, y se equipara con la de suicidarse.

Respetamos, aunque no aludiendo a don Jacobo, esta misma idea de lanzarse a la revolución, cuando es engendrada por el noble arranque del patriotismo.

Don Jacobo, arbitrista y todo, llegó a desesperar, se le cerraron todas las puertas, como él decía, y comprendió que necesitaba lanzarse a la revolución.

Don Jacobo tenía un compadre.

-He pensado una cosa -le dijo un día.

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-¿Cuál? -le preguntó el compadre sorprendido de que don Jacobo pensara algo.

-Lanzarme a la revolución.

-¡Pero compadre!...

Hubo un momento de silencio, durante el cual don Jacobo escupió por el colmillo.

-¿Lo ha pensado usted bien?

-No me queda otro recurso; ya usted lo ve, no hay destinos, nadie presta, y luego mi mujer...

-Pero compadre -repitió don José de la Luz; que así se llamaba el interlocutor.

-Lo único que me falta es caballo y armas.

-Es decir, todo.

-Casi.

-Para pelear se necesitan armas.

-Cabal.

-¿Y contra quién va usted a pelear?

-Pues contra cualquiera, yo lo que necesito es la revolución.

-Pero ¿usted no tiene principios políticos?

-Pues vea usted, compadre; en cuanto a eso, usted sabe que al hombre lo hacen las circunstancias.

-Pero usted puede elegir. Diga usted.

Don Jacobo meditó profundamente con la vista fija en tierra, y luego preguntó:

-Ahora ¿quiénes están mejor?

-¿Cómo mejor?

-Quiero decir, ganando.

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-Pues los liberales siempre ganarán, compadre, a la larga o a la corta. Por mi parte yo voy a los liberales a ojos vistos, es albur que sale; porque mire, aquí no pega lo de los extranjeros ni lo de las coronas.

-Sí, eso ya lo sé, compadre.

-¿Se acuerda de lo de Tampico?

-¡Pues no!

-Y ya usted sabe que van los mochos, que vienen los mochos, pero siempre la libertad triunfa. Éste es país libre, compadre.

-Pues con los liberales, compadre -dijo don Jacobo iluminado.

-¡Dios saque a usted con bien! Mire que los mochos fusilan bonito.

-Sí, pero...

-¿Y la familia?

-Allí se la dejo, compadre; no le diga nada a mi mujer hasta que yo me haya escapado; que Pedrito se haga hombre, le dice que no ande ahí con mañas; y Concha, que se case.

Los dos compadres, por fin, se despidieron.

Don José de la Luz pensó más en la mujer de su compadre que en su compadre mismo. Era natura. Quedaba encargado interinamente.

Don Jacobo pensó menos en su mujer que en procurarse caballo. Era natural: el caballo era muy importante y su mujer ya estaba bien recomendada; de manera que don Jacobo se fue en derechura a casa de un   —7→   amigo que tuviera caballo, y se lo pidió prestado; después buscó otro amigo que tuviera pistola y le ofreció limpiársela.

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Don Jacobo lanzándose a la revolución

Empeñó un resto de equipaje y se puso en tren de defender a la madre patria.

Había pernoctado en un mesón de Santa Ana; despertó muy temprano y arregló su cabalgadura. Era ésta un caballito de rancho, malicioso y asustadizo, tordillito mosqueado, con una oreja gacha, malos cascos y peor boca.

Don Jacobo le puso doble rienda, colocó a la grupa una gran maleta, pagó el gasto al huésped y se encaramó más bien que montó en el tordillito, el que, al sentir sobre el lomo aquella humanidad asustadiza, comenzó a caracolear en el patio del mesón, más bien de disgusto que de brío, y al fin, resignándose, salió a la calle.

Aquel jinete no llevaba espuelas, pero en cambio llevaba miedo y cuarta. El animal si no tenía buena estampa, tampoco tenía otras cualidades; trotaba ferozmente, y a pesar de las dos riendas le sucedía lo que a México, tenía mal gobierno.

Don Jacobo, en quien el valor no era precisamente una de sus cualidades distintivas, creía que los transeúntes le conocían en la cara aquello de que se estaba lanzando a la revolución, y afectaba un disimulo que para nada le servía.

La calzada de Guadalupe se le figuró inmensamente larga hasta que llegó a la garita.

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Allí le ocurrió otra cosa, y eran ya dos cosas buenas las que según él le habían ocurrido.

Lo de lanzarse a la revolución era una, y encomendarse a María Santísima de Guadalupe era la otra; pero en cuanto a la segunda, comenzó a encontrar inconvenientes poderosos: el primero era apearse y no tener dónde dejar su caballo; pero bien pronto le ocurrió otra cosa buena, más buena que las otras, y ya eran tres las que en pocas horas iban cambiando la faz de su vida; esta última cosa buena fue aquella de que con la intención basta, y encontró tan de su gusto el consuelo, que hasta se atrevió a dar por primera vez un azote al tordillito, que contestó espeluznándose como un gato y encogiendo el cuarto trasero como si le hubiera dolido mucho, movimiento que empezaba a revelar que entre don Jacobo y su caballo había cierta analogía; aquél debía ser el caballo de don Jacobo, habían nacido el uno para el otro.

Cuando don Jacobo salió de la ciudad de Guadalupe respiró más libremente, figurándose que acababa de salir con bien de un gran lance, y repetía interiormente:

-Por fin ya estoy lanzado a la revolución. Ello es cierto -continuaba después de un largo rato- que bien puede costarme caro... una bala... pero por otra parte en la revolución siempre se come, porque cuando no lo hay se toma.

A propósito de tomar sintió sed y tomó pulque, pagándolo, costumbre que estaba próximo a perder, una vez bien lanzado a la revolución.

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Después de pagar pensó en su mujer.

Don Jacobo pensaba siempre por analogías.

Su compadre don José de la Luz tenía la misión diplomática de informar a la familia de don Jacobo de lo de la revolución.

-O vuelvo rico -decía don Jacobo-, o no vuelvo; yo pasaré trabajos, pero llegaré a tener una guerrilla y entonces...

Dios es grande, y mi compadre muy caritativo, de manera que mi mujer no se morirá de hambre; en cuanto a mis hijos, el varoncito que se enseñe a hombre, y Concha, como ya se sabe vestir, se casará pronto.

Absorto en sus reflexiones don Jacobo caminó todo el día, y a la oración estaba en el mesón de un pueblo en donde tomó lenguas para orientarse al día siguiente.



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ArribaAbajoCapítulo II

Don Jacobo recibe el espaldarazo de la caballería andante y queda hecho guerrero


Al rayar la aurora el tordillito asomaba la cabeza entre las trancas del corral. El animal había perdido su blancura mate en virtud de la incuria de su nueva caballeriza. Don Jacobo se sorprendió al ver a su cabalgadura, que por un sólo lado seguía siendo blanca, pero por el otro era amarilla; no parecía sino que el animalito había dormido sobre un lecho de zacatlaxcale en infusión.

Unos arrieros lanzaban a la sazón una estridente carcajada, burlándose del tordillo y llamándole mascarita. El huésped se permitió algunas bufonadas sobre lo bien   —12→   que se había pintado el andante y recomendó al dueño que no lo vendiese.

Don Jacobo creía tener razones de peso para no ser valiente; tragó las bromitas y siguió su camino.

A poco andar percibió un polvo, y poco práctico todavía don Jacobo en materia de polvos, tuvo a bien suspender su marcha por si acaso.

La polvareda crecía y se acercaba, y nuestro héroe comenzaba a inquietarse. Es cierto que lo que para cualquiera otro caminante hubiera sido una calamidad, para don Jacobo era la dicha; pero no obstante, don Jacobo temblaba.

Al fin desapareció el motivo de alarma y don Jacobo continuó su camino, hasta que de manos a boca dio con una guerrilla.

-¿Quién vive? -le gritó un forajido.

-Un amigo -contestó don Jacobo afectando calma, pero espeluznándose como su tordillito.

-Haga alto o le rompo el alma -dijo el guerrero.

Don Jacobo obedeció.

-Eche pie a tierra.

Don Jacobo lo hizo a tiempo que una nube de polvo lo envolvía, porque diez jinetes se acercaban a él pistola en mano.

-Será algún mocho -dijo uno.

-Lo colgaremos -gritaron otros.

-Que venga el jefe -dijo una alma caritativa, en tanto   —13→   que un valiente lo atropellaba con su caballo que hacía cabriolas.

-Entregue las armas, don Petate.

Don Jacobo entregó la pistola.

-El penco no vale un real -dijo uno reconociendo el tordillito.

-Es de dos colores.

-Es que durmió caliente.

-Eche acá la toquilla -gritó otro héroe lanzando una blasfemia inconducente.

Y don Jacobo se quedó sin sombrero.

-Y usté será sacristán, ¿no, amigo?

-Tiene cara de fraile.

-Y corona -gritó uno-; que muera el cura.

Don Jacobo había perdido, no precisamente por el calor del pensamiento, el pelo de la coronilla.

-Que nos diga misa.

Y de las chanzas y burlas sangrientas los guerrilleros iban pasando a las vías de hecho, y ya uno azota al tordillito, ya aquél prepara su lazo, y quién sabe adónde hubieran llegado si el jefe de la fuerza no viene a meter paz.

-Ahí viene el jefe -dijo uno.

En efecto, acababa de presentarse en escena un jinete como de treinta y cinco años, tipo de la raza indígena, sin barba, grandes labios morados, pelo negro y mirada concentrada y recelosa. Montaba un magnífico caballo alazán tostado, de gran alzada, acordonado y fino,   —14→   y de movimientos elegantes y pisada firme, ojo chispeante y ancha la nariz; el animal venía sobre sí y como interrogando cada vez que levantaba enhiesto la cabeza.

El jinete traía una chaqueta de afelpado negro, con agujetas y botones de plata, calzonera negra con botonadura triple de pequeñas conchas de plata, chaparreras de piel de tigre sobro la cabeza de la silla, gran sombrero bordado de oro, dos pistolas de Colt, con empuñadura de marfil, sobre cada una de las caderas, puñal con mango de ébano y plata en una vaina de terciopelo rojo y contera dorada, espada de montar y un Spencer en su carcaj. Llevaba el chaleco desabrochado, dejando ver una banda roja y una gran cadena de oro.

-¿Quién es ese hombre? -preguntó sin levantar la voz.

Todos callaron.

Don Jacobo rompió el silencio diciendo:

-Me llamo Jacobo Baca, y vengo a presentarme, mi coronel.

-¿Ha servido? -preguntó el coronel.

-No, mi coronel.

-Usted será espía de los mochos.

-No, mi coronel -repitió don Jacobo procurando sonreírse.

-¿Pues dónde estaba?

-En mi casa.

-¿Y a qué vino?

-A servir.

-¡Adiós! ¿Y de qué sirve?

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-De lo que se ofrezca.

-¿Sabe dar cuchilladas?

-Sí, mi coronel.

-¿Es valiente?

-Cuando se ofrezca...

El jefe recorrió con la mirada a don Jacobo, lo examinó a su sabor y después de una larga pausa dijo:

-Pues convide a los muchachos para que lo calen, y si ellos quieren...

-Con permiso, mi coronel, vamos al pueblo.

-Vayan cuatro, y cuidado con ése.

Don Jacobo montó a caballo sin sombrero y sin pistola.

Un guerrillero comenzó por darle cola al tordillito. La enclenque cabalgadura, con todo y jinete, vino por tierra. El pobre de don Jacobo apenas pudo levantarse, rengueando y herido de la cabeza.

El tordillito se quejó dolorosamente al caer y parecía que estaba conociendo su miseria. Don Jacobo lleno aún de polvo y de sangre ofreció cigarros, sin proferir una queja.

Otro guerrillero se preparaba a echar un lazo a don Jacobo.

-A ver si no -dijo uno.

Esto quería decir que salía a la defensa de don Jacobo.

-Ya raspan -cantó otro-. El señor es mi amigo, vaya, y yo soy hombre.

-Ya está, mi segundo -dijo el de la reata.

-Como lo va a convidar... -dijo otro.

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Esto fue un cambio de viento para don Jacobo, a quien ayudaron a montar y le ofrecieron la lumbre.

Llegaron al pueblo y don Jacobo pagó el gasto. El alcohol, que por lo que tiene de espirituoso nivela los espíritus, puso a la misma altura a víctima y verdugos. Don Jacobo estaba ya en vísperas de hacer carrera.

Entretanto volvamos a la mujer de don Jacobo y veamos qué hace.

La mujer de don Jacobo se llamaba Lola, tenía treinta años y estaba lo que se llama bien conservada. Casi podían pasar desapercibidos sus dos hijos, Concha y Pedrito; doña Lola estaba bien, especialmente desde que don Jacobo se había lanzado a la revolución.

Don José de la Luz era tan bueno y tan servicial y tan atento, que a doña Lola no le faltaba nada, de manera que no cesaba de exclamar:

-¡Qué bueno es mi compadre!

El compadre, que tenía también muy buen corazón, no cesaba de decir: ¡qué buena es mi comadre!

Y luego, que como aquélla era una época de prueba, era, como sucede siempre, el crisol de la amistad.

No sabemos de qué medios ingeniosos se valdría don José de la Luz para dar a doña Lola la noticia de don Jacobo; pero sí nos consta que el lloriqueo no se sostuvo por largo tiempo.

-Vale más así -decía don José-; puede ser que mi compadre se logre; ¡tantos vemos que vuelven!

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-Crea usted, compadre, que si no fuera por usted me moriría de pena.

-Lo creo.

Y de veras lo creía don José.

-Usted me consuela -decía doña Lola.

Y positivamente se consolaba con las finezas de su compadre don José.

En cuanto a Concha y Pedrito, como en virtud de esa ley que mejora las generaciones, sabían más que don Jacobo y más que doña Lola, deseaban a toda costa aletear por su cuenta.

Doña Lola, debemos decirlo en obsequio de su corazón de madre, temblaba ante el adelanto de sus hijos. Era una gallina que había incubado patos y éstos se arrojaban a la agua del progreso dejándola en tierra, ¡pobre doña Lola!

-Antes -exclamaba- los hijos eran dóciles porque creían saber menos que sus padres; pero hoy tengo que capitular con la ilustración de mis hijos; éstos no reciben de mí más que lo que les conviene, y hasta se atreven a reprenderme cuando procuro corregirlos. Efectivamente algunas veces me han persuadido con sus buenas razones, porque eso sí, mis hijos tienen mucho talento.

Don José de la Luz, que para estos casos y para otros más apurados tenía siempre listas algunas frases de consuelo, contestaba:

-Es preciso, doña Lola, es preciso que así sea; ¡el   —18→   adelanto, el progreso, la civilización!... Vea usted, yo conozco a la madre del general H...

Pronunció un nombre que nosotros callamos, y continuó:

-¿Quién cree usted que es esta pobre señora?

-No sé.

-Pues es una pobre señora... sirviente, guisaba, quiero decir, hacía la comida, o más bien dicho era la cocinera de la casa de...

Don José pronunció otro nombre que por ser muy conocido callamos nosotros, porque en esta ensalada nos hemos propuesto que el lector coma las lechugas in saber en dónde se cortaron.

-Ya usted lo ve; la madre del general H... Pues la pobre señora se calla, su hijo la manda como general, y si no fuera porque le besa la mano delante de todo el mundo, nadie sabría que es su señora madre. Así le sucede a usted con Pedrito y con Concha.

-Exactamente, ya no me es permitido reprenderlos; en el momento me echan en cara mi torpeza, y siempre acaban por probarme que no tengo razón.

Este pliegue del corazón humano, como diría un novelista romántico, es la primera dislocación moral, como decimos nosotros a despecho de la crítica, es el primer aleteo de independencia de los pollos actuales, protestando a nombre del progreso contra la tutela materna.

Había antes un secreto resorte que sujetaba la razón del niño ante el encantador prestigio de la madre. Nosotros   —19→   recordamos haber escuchado oráculos de los de los labios maternales; las palabras que oímos cuando niños tenían el sello de una autoridad que jamás nos ocurrió poner en duda.

Hoy, salvo el debido respeto al verdadero progreso que amamos y respetamos los primeros, hay, y en abundancia, pollos llenos de suficiencia, de humos y de garbo para enmendar la planilla a los autores de sus días.

Concha y Pedrito, sin ser precisamente progresistas, eran pollos que rompían el cascarón y lo pisoteaban; quiere decir, se avergonzaban de su madre.

Abierta esta primera puerta, roto este primer dique del respeto filial, los hijos de don Jacobo se ponían en situación de adelantar notablemente.

Corrían un riesgo inminente que ellos mismos acariciaban.

Doña Lola conocía todo esto por la intuición delicada de las madres; pero no se lo podía explicar bien a don José de la Luz; éste por su parte hacía todos los esfuerzos posibles por una solución consoladora a todas las tribulaciones de su comadre.



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ArribaAbajoCapítulo III

De cómo a los pollos se les va conociendo por la pluma y por el canto


Pedrito se enteró estoicamente de que casi ya no tenía papá; y, seamos francos, no lo sintió mucho; se quedó pensativo, pero no porque sintió algo en el corazón, sino en las alas.

Iba a alear, ya podía alear.

Buscó varias veces seguidas en su casa a un personaje, personaje fresco, acabado de hacer, pero en boga.

El personaje estaba visible pocas veces, y no se veía otra cosa por todas partes.

Al fin Pedrito logró verle al tercer día de solicitudes.

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El personaje, aunque acabado de hacer, tenía bata, aunque acabada de hacer, y gorra griega y pantuflas.

Así recibió a Pedrito.

-Buenos días, mi general -dijo éste.

El personaje era coronel, de manera que la primera sonrisa de benevolencia fue toda para Pedrito, que a su vez sonrió de esperanza.

-¿Qué vientos le traen a usted por acá, muchachito?

-Vea usted, mi general, vengo a confiar a usted un secreto.

-Bien.

-Pero me ofrece usted...

-¡Vamos, muchachito! ¿De qué se trata?

-Yo sé que es usted uno de los... de los, ¿cómo diré?, de los liberales de buena fe.

-¡Oh, sí! ¿Y eso quién lo duda?

-Pues bien, el secreto es que mi padre... ¡se ha lanzado a la revolución!...

-¡Hombre! -exclamó el coronel.

-Y yo tengo necesidad de ver lo que hago.

-Eso es, en todo caso es necesario ver uno lo que hace.

-Y he pensado...

-¿Qué ha pensado usted?

-Pedir una colocación.

-¿Al gobierno?

-En cualquier parte.

-Usted no tiene...

-Sí señor, a mi madre y a mi hermana.

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Pedrito

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-¡Ah!

-Y como supondrá usted, están mal.

-Y su hermana de usted, ¿qué tal? Estará ya hecha una mujer.

-Ya la verá usted -se apresuró a decir Pedrito; y es preciso decirlo, le pareció en ese momento que su negocio iba bien.

-Pues cuente usted conmigo, muchachito.

-Van tres veces que me dice muchachito -pensó Pedrito.

-¿Cuándo quiere usted que lo vuelva a ver?

-Pronto; dé usted sus vueltas.

Pedrito se despidió del coronel con estudiada cordialidad y con muchas esperanzas.

Pedrito, como se ve, hacía lo mismo que su papá; como no sabía hacer nada buscaba destino.

Era una piedra del edificio social que esperaba su destino, buscaba un albañil que la colocara, y como no estaba labrada debía ser colocada detrás de otras piedras.

Mientras Pedrito busca destino, el curioso lector tiene tiempo de ocuparse en conocer a Concha.

Concha tenía muchas cosas buenas; en primer lugar diez y seis años, en segundo lugar dos ojos muy negros y muy expresivos, de esos ojos que no están de balde en el mundo, ojos programa, ojos que levantan a su propietaria falsos testimonios.

Detengámonos un poco para que no se atribuyan a palabrería estos elogios, y hablemos seriamente de los ojos de Concha, porque cuando hemos releído la historia de   —24→   esta joven, nos hemos persuadido que sus ojos ejercieron una influencia directísima en su porvenir; casi ellos tuvieron la culpa de todo.

Los ojos de Concha no eran ni luceros, ni mucho menos azabaches, ¡Dios nos asista!, eran simplemente ojos a los que, más bien que todas las imágenes de los poetas, les venían los epítetos de platicones, de pícaros, etc.

Al menos así se lo dijeron a Concha muchas veces, lo cual animó más a Concha y a sus ojos a volverse insoportables.

Diremos en qué nos fundamos.

Sabido, y mucho, es aquello de que los ojos son el espejo del alma; en efecto, los ojos de Concha no desmentían tal aserto; pero había más, Concha conoció, primero porque era mujer, y luego porque se lo dijeron, que tenía una arma en sus ojos.

Concha bajo ese punto de vista era armipotente.

Todas las mujeres han elevado sentidas y misteriosas preces al dios de lo bello, ante el ara del espejo, porque les conceda algo notablemente hermoso, y este dios propicio ha derramado, especialmente en México, sus preciados dones; de lo que resulta que a la que le tocó un pie bonito, por ejemplo, se tropieza con tantas oportunidades para enseñarlo que no parece sino que a cada cinco pasos hay un caño y cada bocacalle es un vado difícil, todo con la debida circunspección y reserva, y en los límites prescritos. A la que le tocó cintura de sílfide, se sofoca con otro abrigo que no sea de punto de Alençon o de ojo   —25→   de perdiz; y la propietaria de una mano que copiarían Praxíteles y Fidias tiene una cabeza tan perezosa que necesita sostenerla a toda costa con su manecita blanca y torneada; las propietarias de manos de esta clase siempre tienen algo que hacerse en la cara, siempre una mosca imprudente les pica en la mejilla, siempre el cabello se descompone en la frente, siempre, en fin, suceden tantas casualidades hermanas que la manecita está ocupada de continuo en ejercicios plásticos, con beneplácito del artista y de los osos.

Pero la hija de Eva, que, por supuesto, tiene su alma en su almario, a quien le toca por don un par de ojos como los de Concha, hace pasar la cuestión del terreno de la estética al de la filosofía, y se entra de lleno a un género distinto de reflexiones.

Concha no vio nunca impunemente.

A los trece años sus ojos representaban diez y seis, y era que la belleza y el artificio se combinaban, y aquellos ojos llegaron a lanzar saetas por miradas, y llegaron, en el ejercicio de la más inocente coquetería, hasta a subrayar lo que hablaba Concha.

La mujer posee un librito de letra menuda que suele pasar desapercibido del sexo feo.

Lo decimos, porque la primera persona que le hizo comprender a Concha que tenía bonitos ojos no fue un hombre, sino una mujer.

Era ésta una amiguita de infancia, pobre como Concha, pero fea.

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-¿Sabes por qué te quiero tanto? -la dijo un día.

-¿Por qué? -pregunto Concha, casi adivinando de lo que se trataba.

-¡Porque tienes unos ojos muy lindos!

Y la amiguita fea se los besó ardientemente.

Otra vez la dijo en tono de reconvención:

-No veas así, porque me enojo.

Finalmente, en las viviendas de la casa en que vivía Concha se cantaba a pasto una canción a los ojos, y simultáneamente convenían los vecinos en que esos ojos eran los de Concha.

Un joven sastre que pespunteaba todos los días ocho horas frente a Concha llegó a coser mal, y mientras uno de los vecinos pespunteaba los ojos en la guitarra, el sastre hilvanaba los pespuntes.

Concha trasladaba todas estas observaciones al librito de la letra menuda, y todo ello iba robusteciendo y aclimatando, por decirlo así, en la mente de Concha una idea fija, inseparable de todas sus demás ideas: la de que tenía muy bellos ojos; y por esa serie de movimientos nerviosos, secundarios, y para los que casi no se necesita la voluntad deliberada, Concha había ido adquiriendo cada día una manera de ver más expresiva, más irresistible y que no obstante parecía natural.

Al espejo del alma le iba sucediendo una cosa rara: que cada día iba siendo mejor el espejo que el alma.

He aquí un grave mal: Concha era ya una mujer a quien en lo sucesivo se la iba a juzgar injustamente, se   —27→   la iba a creer más ardiente, más apasionada, más espiritual de lo que era en realidad; sus ojos iban a preparar frentazos.

Éstos empezaron por el sastre y por el de la guitarra.

El sastre, en un día grande en cuya víspera se había confeccionado a sí mismo un traje nuevo, se atrevió a hablarle a Concha de sus ojos, después de sus miradas, luego de sus efectos, cuya prueba eran los pespuntes, y por último le espetó un yo te amo como cuenta de sastre.

Concha blandió su arma favorita, miró al sastre, y a la mirada acompañó una risita y a la risita un dengue.

El sastre se desorientó y siguió haciendo pespuntes, aunque con todas las veras de su corazón hubiera querido hacer versos.

Al de la guitarra le llegó su turno, y después de aturdir a toda la vecindad con los ojos, y de haber logrado dar a su voz de tenor sfogatto toda la elasticidad del berrido lírico, asestó sus tiros sin obtener mayor triunfo que el sastre; y ambos amantes, en su común desgracia, no saborearon más consuelo triste que suscribirse a las poesías de Antonio Plaza, poeta que ha tenido el talento de hacerse leer con entusiasmo en esta época de positivismo y de cobre por todos los enamorados, especialmente si éstos tienen de qué quejarse como el sastre y el de la guitarra.



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ArribaAbajoCapítulo IV

En que se ve que la civilización mejora la raza


Todo lo que los ojos de Concha tenían de ricos, tenía ella de pobre; pero decididamente la hermosura engendra las aspiraciones.

Concha cultivaba con ahínco heroico la amistad de unas señoritas ricas.

Ya hemos visto nosotros a señoritas ricas tener amistad con jovencitas pobres, como estas jovencitas sean hermosas; éste no será un motivo suficiente, pero sucede y sucedía así con Concha.

Ésta empezó por encontrarse atribulada en materia de atavíos propios para presentarse; pero estas dificultades acabaron por desaparecer, merced al cariño de las   —30→   amiguitas, quienes hicieron al fin costumbre vestir a Concha.

Esta polla no necesitaba más que plumas, distintivo esencial de la raza fina; y el primer gro que crujió a los movimientos de Concha no se desprendía de la propietaria como podría haberle sucedido, sino muy al contrario.

El sastre y el tenor oyeron crujir aquella seda al barrer sus puertas como si hubiera pasado por ellas la Fortuna; las vecinas cuchichearon y se asomaron a sus puertas como llamadas con campanitas; y, en una palabra, el traje de Concha fue el platillo de todas las conversaciones.

Vieja hubo que, torciendo el gesto, protestara humilde y devotamente no volver a saludar a Concha; y bien averiguado que no eran ni el sastre ni el tenor los obsequiantes, toda la atención de la vecindad se concentró en buscar al protector desconocido.

El lujo que trae consigo la vanidad, trae la mentira. Concha ocultaba la procedencia de su vestido de seda.

Y bien visto, no tenía necesidad de contarlo.

Concha estuvo presentable, y sus amiguitas exclamaban entre sí:

-Ahora ya es otra cosa, ya podemos llevar a Concha al paseo, al teatro, ¡pobrecilla!

-Y lleva bien el traje.

-¡Como que es tan bonita!

Concha fue invitada a comer un domingo con sus amiguitas.

  —31→  

La casualidad hizo que ese domingo, Arturo, primo de las amiguitas, comiera también en casa.

Arturo era un pollo fino, de buena familia, y además era bonito, espigado, nervioso, pequeño de cuerpo, prometía llegar a tener muy buena barba; era pulcro, elegante, aseado, se vestía bien, calzaba bien y era simpático; era hijo único y no necesitaba buscar destino, y bien podía, como Pedrito, no saber hacer nada supuesto que tenía dinero.

Bien podía también emplear su tiempo como mejor le pareciese, de manera que en lo general no lo empleaba en nada, y podía ser vago sin título y sin riesgo.

El lector, antes que nosotros lo digamos, ha dado por hecho que Arturo y Concha estaban predestinados.

Concha pensó a un mismo tiempo en sus ojos, en el sastre, en el tenor y en Arturo.

Arturo pensó en sí mismo y en Concha.

A poco rato hablaba con una de sus primas en estos términos.

-La voy a emprender con Concha.

-¡Arturo! ¡Arturo! -exclamó la prima escandalizándose-. Te lo prohíbo.

-¿Y por qué?

-Porque es una pobre muchacha a quien queremos mucho y la hemos de defender de ti.

-Es que lo que yo quiero es quererla tanto como ustedes.

-Pero tú eres un pillo.

-Gracias, prima.

  —32→  

-Quiero decir, eres hombre.

-Otra vez gracias; pero todo eso no impide que me gusten mucho los ojos de Concha.

-¿Oiga? -preguntó la prima con un acento en que había tanta ironía como celos.

-¡Son divinos!

-Pues cuidadito; porque nosotras no lo hemos de permitir.

Esto que la prima decía, en tratándose de amor, daba el resultado diametralmente opuesto.

La oposición, la resistencia, la dificultad, lo vedado, son los combustibles con que desde antaño atiza el niño amor su antorcha. Arturo no necesitaba tanto, pero la prima trabajaba inocentemente en contra de Concha.

Arturo se calló para insistir.

Los ojos de Concha habían ya tejido, como los gusanos de seda, un capullo alrededor de Arturo.

Esto es lo que se llama envolver a uno en las redes del amor.

Arturo por su parte había tejido otro capullo alrededor de Concha.

Eran dos capullos electro-magnéticos, pero bastaban. Aquello no tenía remedio.

La ocasión propicia no se hizo esperar mucho.

-Concha -exclamó un día Arturo-, estoy enamorado de usted.

Concha se puso colorada.

-Es usted encantadora.

  —33→  

Concha no se puso más colorada.

Hubo un momento de silencio en el que las dos cabezas de aquellos pollos eran dos devanaderas.

A Concha le palpitaba el corazón a pesar de estar prevenida hacía tiempo para este caso.

-¡Concha!... -exclamó Arturo, como si esa sola palabra bastara a decirlo todo.

Bien pudo ser así, porque Concha entonces miró a Arturo.

Los ojos, los ojos de Concha, hablaron.

Arturo tomó una de las manos de Concha y la cubrió de besos antes que ésta pudiera retirarla.

Volvió a reinar el silencio.

En la música de amor no hay cosa más elocuente que los compases de espera.

Durante uno de esos compases Concha vio delante de sí ese mundo nuevo, encantado y misterioso que se aparece a las niñas a la primera palabra de amor; se deslumbró de tal manera que no pudo contestar; una felicidad desconocida cerró sus labios y sintió que se le humedecían los ojos.

Arturo la vio encantadora, como efectivamente lo estaba a través de su turbación, y la estrechó la mano.

El sacudimiento hizo brotar una lágrima de los ojos de Concha. La flor se despojó de su rocío. Muchas veces la expresión de la felicidad pura es el llanto; hay almas que gozan tanto que lloran. Concha había contestado   —34→   al amor de Arturo como las flores, como las nubes, con gotas de rocío.

¡Amor, amor cuyo primer perfume es siempre puro, puerta de un edén de donde se sale con la hiel en el alma!

¿Acaso en la lágrima de Concha había aparecido el sombrío presentimiento del porvenir?

Concha inculta, Concha pobre, tenía un tesoro, su pureza; tenía un peligro, su inocencia; tenía un enemigo, su amor; tenía un mal consejero, su vanidad; todo esto delante de una realidad estoica: el pollo...

Arturo era el más feliz de los pollos.

La felicidad en el pollo es la fatuidad.

Arturo se infatuó, tosió, se compuso la corbata, encendió un puro y acercó su silla a la de Concha con la seguridad de un derecho conquistado legítimamente.

Esta actitud del pollo es uno de sus aleteos más interesantes.

En esta actitud, cuando el pollo es fino, quiere decir de buena sangre, de familia moralizada y que no ha perdido la pureza del alma al contacto de la depravación de las costumbres actuales, entonces el pollo nada más ama, nada más espera.

Pero cuando el pollo es tempranero, cuando es de esos pollos que abundan, sahumados con humo parisién, echados a perder al soplo del precoz libertinaje, entonces el pollo en vez de amar corrompe, en vez de esperar apresura, en vez de contemplar se precipita; y el neófito de la inmoralidad moderna, aspirando a ser un   —35→   Lovelace o un Riosanto, de un amor primero, de un amor puro hace un crimen, y en las puertas de un Edén abre una sentina.

Arturo había acercado su silla para ajar aquella flor, y la primera bocanada de su aliento fue corrompida.

Concha se estremeció.

En seguida estuvo perpleja, pero por fin se levantó diciendo:

-Pero yo no debo amar a usted.

-¿Por qué? -preguntó Arturo.

-Porque no debe ser, porque usted es rico, porque usted no me ama.

-¡Que no la amo a usted, Concha! Míreme usted a sus pies.

Y cayó de rodillas tomando entre sus manos las de Concha.

-Levántese usted y...

Concha no pudo continuar.

Arturo se levantó en silencio y... debemos decirlo aunque él no lo confesara... pasó algo negro sobre su cabeza, sintió como la desazón de aquel a quien su conciencia le reprende.

Concha vio en aquella nube un horizonte oscuro, frío, profundo...

Permanecieron de pie y callados por algún tiempo.

Arturo rompió el silencio diciendo con acento reposado:

-Sentémonos.

Concha se dejó caer en una silla.

  —36→  

-¿Cree usted que el que yo sea rico puede ser un obstáculo para nuestro amor?

-Sí.

-¿Desearía usted que yo fuese un miserable?

-No, miserable no, pero pobre.

-Eso es una extravagancia. ¿Acaso no sabe usted que el dinero lo puede todo?

-Sí, menos igualarnos.

-¡Cómo no! Concha, desde hoy no faltará nada en la casa de usted; desde hoy usted tendrá cuanto apetezca y jamás tendrá usted penas.

-Usted tiene familia.

-Está ausente.

-Usted se avergonzará de mí mañana.

-Jamás -contestó Arturo cómicamente.

Esta entrevista, como casi todas las entrevistas de amor, fue bruscamente interrumpida, circunstancia que proporcionó a Arturo una salida honrosa, y a nosotros pasar a otro capítulo.



  —37→  

ArribaAbajoCapítulo V

Monografía del pollo


Aunque el joven ha existido en todas las edades y bajo todas las latitudes, el pollo es esencialmente del siglo XIX, y con más especialidad de la época actual, y todavía más particularmente de la gran capital.

No hay que confundir al pollo con el adolescente a secas, con el niño, ni mucho menos con el joven.

El pollo se cría en México bajo condiciones climatéricas. Es la larva de la generación que viene, de una generación encargada de darle la última mano a nuestras cosas de hoy.

  —38→  

Cuando nos hemos propuesto escribir sobre los pollos, no hemos comprendido bajo este nombre a todos los jóvenes, ni este título sui generis lo prodigamos por razón de edad solamente; y para que el lector juzgue y establezca importantes diferencias en las clasificaciones, le mostraremos nuestra cartilla que a la letra dice:

-¿Qué es pollo?

-Pollo, por razón de edad, es un bípedo racional que está pasando de la edad del niño a la del joven.

-¿Qué es pollo por razón social?

-El bípedo de doce a diez y ocho años gastado en la inmoralidad y en las malas costumbres.

-¿En cuántas clases se dividen los pollos?

-En cuatro, a saber:

Pollo fino, pollo callejero, pollo ronco y pollo tempranero.

-¿Qué es pollo fino?

-El hijo de gallina mocha y rica y gallo de pelea, ocioso, inútil, y corrompido por razón de su riqueza.

-¿Qué es pollo callejero?

-El bípedo bastardo o bien sin madre, hijo de reformistas, tribunos, héroes, matones y descreídos, que de puro liberales no les ha quedado cara en que persignarse.

-¿Qué es pollo ronco?

-El de la raza del callejero que llega al auge de su ponderancia, que es el plagio.

-¿Qué es pollo tempranero?

-Cada uno de los tres anteriores que se distingue en   —39→   su primer emplume por sus avances; de manera que es más tempranero el que con menos edad tiene más vicio y el corazón más gastado.

-¿Existen en esa edad jóvenes a quienes no se les debía aplicar el nombre de pollos?

-Sí; existe la generación espiritual, la de los jóvenes honrados, los hijos de la ciencia, los alumnos aprovechados de los establecimientos de educación, ricos y pobres, pero fieles a la moral y al deber, que serán mañana los depositarios de la honra nacional, del patriotismo, de la ciencia y de la literatura.

¿Hay causas determinantes del aumento y progreso de los pollos de las cuatro clases enunciadas?

-Sí, y son las siguientes:

Primera: el torrente invasor de la prostitución parisiense.

Segunda: la conmoción social en la época de transición por que atravesamos.

-¿Cómo se podrán corregir los pollos implumes cuando desprecian la moral y el deber, cuando se burlan de los buenos ejemplos?

-Sólo por medio del ridículo. Señáleseles con el dedo, exhíbanse ante el mundo con todos sus defectos, y al arrancar sonrisas mofadoras y gestos de desdén, tal vez le teman más al ridículo que al crimen.

Con esta moraleja acaba la cartilla. Nuestra intención es sana, tanto cuanto es nuestra pluma torpe en el difícil género que hemos emprendido; pero en gracia de nuestra   —40→   buena intención nos perdonará el lector la digresión, y anudaremos el hilo de la historia.

Volvamos a Pedrito.

Pedrito tenía mucho de su papá y de su mamá, pero más tenía de sí mismo; de manera que sabía más de lo que le habían enseñado.

Pedrito tenía por derecho legítimo el título de pollo callejero.

Doña Lola, si bien no tenía eso con que se hacen los discursos, era buena, inofensiva y devota; pero no pudo conseguir que Pedrito siguiera sus consejos. En cuanto a don Jacobo, se dispensó una vez por todas la molestia de dárselos nunca.

Abolida (y con justicia) la disciplina y los golpes como método racional de enseñanza, ha habido después muchos papás y mamás que han tocado el extremo opuesto; hoy están en mayoría absoluta los muchachos consentidos, los niños son más formalmente malcriados y terribles; las mamás querendonas y consentidoras están también en mayoría...

Temblad ante los niños especialmente de los riquitos. Muchos dicen que es porque nacen más despiertos, que es el progreso, y exclaman parodiando al libro santo: Dejad que los niños hagan todo lo que les dé gana.

Eso hizo Pedrito, eso le dejaron hacer hasta lograr su entrada en el gremio de los pollos callejeros.

Merced a la influencia del general tardó muy poco en encontrar destino, y mucho menos en encontrar sastre,   —41→   dos elementos tan indispensables para el pollo como el maíz y el agua.

Pedrito fue de la noche a la mañana escribiente; bien es que no sabía escribir, pero ya aprendería; y si de ortografía tampoco sabía cosa, estaba recomendado por el general.

Pedrito se trasformó en un abrir y cerrar de ojos; no había recibido la primera quincena cuando estrenó un pantalón a grandes cuadros; un saco o gabán en que empleó el sastre la menor cantidad posible de género.

El pollo callejero le llama al sombrero alto sorbete o cubeta, y lo rehúsa por ser el distintivo de los caballeros. Pedrito se adaptó un sombrerito corto, abovedado, que según él decía era a la inglesa.

Se colocó la corbata más amarilla y más abigarrada que encontró en el comercio, y no faltó alfiler, ni dije, ni circunstancia para que Pedrito estuviese presentable.

La pobre de doña Lola tenía mucho gusto, y era tan buena que tuvo más satisfacción de ver a Pedrito hecho un lechuguino que si le hubiera visto la honrada blusa del obrero.

Doña Lola creía de buena fe que su hijo se había logrado; y cuando supo que Pedrito tenía amigos de distinción, la pobre madre no pudo menos que avergonzarse de haber reprendido tantas veces injustamente a su pobre Pedrito.

Doña Lola, como lo habrá conocido el lector, creía con mucha facilidad muchas cosas; tenía desarrollado el órgano   —42→   de la fe, o como decía don José de la Luz, doña Lola tenía muy buenas creederas.

De manera que doña Lola creía sinceramente que don José era el modelo de los compadres; y a juzgar por las pruebas de cariño que de éste recibía diariamente, tenía razón; don José estaba pendiente de sus menores deseos; don José hacía las veces de don Jacobo Baca; con respecto a la conducta de los hijos de éste, don José subvenía a las necesidades domésticas, y como se verá por lo que vamos a contar en seguida, don José no tenía precio en materia de amistad.

Se acercaba un viernes de Dolores.

Don José había estado viendo venir ese viernes hacía dos meses.

Doña Lola tenía una Dolorosa, delante de la cual ardía de día y de noche una lamparita.

-El día de mi Virgen -decía una noche doña Lola a don José-, el día de mi Virgen pongo altar.

-Hará usted muy bien, doña Lola, ésa es una costumbre que me gusta mucho. Estamos de acuerdo; y además, como ése es un día grande...

-¿Por qué? -preguntó doña Lola, sabiendo por qué lo decía don José.

-Porque es el día de su santo.

En los labios de doña Lola se dibujó una sonrisa.

En los de don José otra.

Después la mirada de doña Lola se encontró con la mirada de don José y los dos guardaron silencio.

  —43→  

En seguida hablaron de otras cosas.

Pocos días después don José rompió un interregno de silencio con estas palabras:

-Conque el día de su santo...

Y... ¡qué casualidad!, se volvieron a reproducir las dos sonrisas y se volvieron a encontrar las dos miradas.

Doña Lola estaba sembrando en macetitas y cubriendo con semillas de chía remojadas la áspera superficie de unos jarritos porosos.

-¿Conque ésa es la siembra para el día de su santo, comadre?

-Para el viernes de Dolores...

-Es lo mismo.

-No, no es lo mismo, porque todo esto es para mi Virgen. A mí no hay quien me celebre.

-Yo, comadre, ese día es mío.

-Pero, ¡compadre de mi alma!

-Ya lo dije y ya lo saben los amigos.

El fino del compadre tenía efectivamente preparada una fiesta, y ya en la vecindad andaba el rum rum, de que el viernes de Dolores habría un buen altar en la vivienda de doña Lola.

La víspera de día tan solemne se había acostado bien tarde doña Lola, y Concha un tanto contrariada había tomado parte en las importantes haciendas de la casa, que se había removido de arriba a abajo.

En cuanto a Pedrito, hacía días que no tenía la bondad   —44→   de ver a su madre, porque Arturo, de quien era ya muy amigo, lo hospedaba en su casa.

De repente los sonoros ecos de una música de bandolones, flautas y corneta pistón despertaron a doña Lola, a Concha y a los vecinos.

Era el bueno de don José, que venía a ofrecer a doña Lola unas mañanitas.

Después de la primera pieza se abrió lentamente la vivienda de doña Lola y apareció Concha y después su mamá.

-¡Compadre! -exclamó ésta-, ¿para qué se mete usted en... esas mañanitas?

-¡Comadre! -contestó don José-, es un deber; le dije a usted que el día era mío, y lo he tomado desde temprano.

Efectivamente, eran las cuatro de la mañana, apenas empezaban a rechinar algunas puertas, y el ruido de algunas escobas empezaba a turbar el silencio de las calles, interrumpido a esas horas por el andar de algunos panaderos, por el rumor lejano de las diligencias que salen, y por el mugido prolongado de una vaca que entra a la ciudad, extrañando a su cría.

El santo de la fiesta, que no era ni santa, pero que así le decían todos, mostraba esa satisfacción embarazosa de todos los santos de la fiesta; los músicos tocaban alegres danzas, y ya los vecinos, atraídos por la novedad, estaban formando corrillos; unos se agolpaban al corredor, otros acechaban y algunos entraban a saludar a doña Lola.

Concha estaba despeinada y vestía una bata de percal   —45→   blanco, y se cubría el pecho con un rebozo de Tenancingo.

A las mañanitas musicales hubo que agregar la indispensable ceremonia de hacer la mañana, y circuló el catalán con beneplácito, especialmente de los músicos.

Concha no tomó, pero en su lugar don José tomó una copa que acompañó con un brindis que sabía de memoria y recitaba en estos casos.

Don José fue celebrado por doña Lola y por los músicos, quienes tocaron diana como un homenaje al verdadero mérito.

El día pintaba bien, debía ser muy alegre.

-Como que se celebran los dolores de María -decía doña Lola con fervor devoto.

-Y a mi comadre -añadía don José.

Concha, ayudada por una criada andrajosa, sirvió el desayuno; y cuando los músicos se retiraron comenzó el trajín del altar, al que cada uno de los vecinos concurría con su contingente; quien envía sus macetas, quien unos platos con semillas de trigo nacidas, quien un tápalo de gasa, y quien botellas y vasos para las aguas de colores; porque en aquel altar cabía todo lo alegre, todo lo abigarrado y rechinante, desde las prendas de ropa hasta los platos del comedor, los pájaros, las macetas, las flores artificiales de un peinado que se usó, y las flores empolvadas que habían adornado algunos años las clavijas de una guitarra; finalmente, don José mandó cuarenta velas de cera.

  —46→  

Concha, en unión de dos amiguitas de la vecindad, se había encargado de las aguas frescas con que los concurrentes habían de mitigar el calor que iban a sentir con las cuarenta velas.

Don José estuvo más atento y más servicial que nunca; comió en la casa y trabajó todo el día para poner el altar, como que era el encargado de clavar clavos en las paredes y poner las macetas y las velas.

Pedrito se apareció al medio día e hizo un gesto y dijo que aquello era el fanatismo y el embrutecimiento; doña Lola y don José le llamaron excomulgado y hereje, y Pedrito se dio humos de civilizado, burlándose de aquella fiesta hasta el grado de introducir en la casa y en la vecindad no sólo el desconcierto sino el escándalo.



  —47→  

ArribaAbajoCapítulo VI

El altar de Dolores


Al acercarse la noche el trajín tomó el carácter de una asonada; faltaban muchas cosas, ya era la hora, Concha no estaba vestida, doña Lola tenía jaqueca, todas las piezas de la vivienda estaban llenas de vecinos.

El sastre ponía velas en los candeleros; el de la guitarra hacía banderitas de oro volador; dos niñas dulces doraban naranjas agrias, mientras dos viejas agrias se acababan los dulces que les habían servido por vía de piscolabis o de servicio extra, y en virtud de la fuerte razón que dieron de espantarse el histérico.

  —48→  

Don José de la Luz se multiplicaba como los Josés y como la luz; sudaba gotas gordas y estaba en un brete porque por primera vez en su vida se había puesto botines de charol, botines que, por otra parte, le habían valido ya tres miradas oblicuas de doña Lola; y don José estaba ufano haciendo un cálculo aproximado: contaba como a diez dolores por mirada.

El altar presentaba ya ese mosaico caleidoscópico de cien mil prismas y cien mil relumbrones. Los amarillos vástagos del trigo nacido en la oscuridad; las muchas macetitas sembradas con almácigo de lenteja, garbanzo y cebada; la chía tapizando con sus dos primeras hojitas la superficie de pinos, jarros, ladrillos y comales, en los que la alegría, otra semilla cuyo primer brote es rojo, formaba caprichosas labores.

Éstos eran los doce comales de doña Lola, en los que se mostraban los clavos, el martillo, las tenazas, la escalera, los dados, la túnica y demás atributos de la pasión de Cristo, todo de alegría.

El tapete que es de rigor colocar al pie del altar, era de salvado, de polvo de café y de hojas de flores. Estaba hecho por el sastre.

El de la guitarra fue comisionado por doña Lola para encender las velas del altar. Y un vecino dependiente de aceitería tenía el encargo de aderezar, encender y colocar las cuarenta y ocho lamparitas que debían alumbrar cada uno de los vasos que contenían aguas de colores.

  —49→  

A las ocho ya el altar estaba completamente iluminado y llenando la mayor parte de la sala.

La luz que salía a torrentes por la puerta e iluminaba la pared del corredor de enfrente, empezó a atraer a todas las mariposas de la vecindad.

-¡Parece un monumento! -decía una anciana-, ¡bendito sea el Señor Sacramentado!

-Si este don José de la Luz es fanfarrón -decía otra.

-Y luego que como no está ahí don Jacobo -dijo el sastre muy bajito.

-¡Ah!, si estuviera ahí estaría esto tan triste -dijo una vecina relamida que había comido mucho.

-¿Y dan aguas frescas? -preguntó un muchacho.

-Vaya, como que en el 7 han molido pepita desde ayer.

-Aconséjele usted a Conchita, mi alma -dijo la anciana que había dicho lo del monumento-, aconséjele usted que no deje de echarle a la horchata sus rajas de canela y su polvo por encima.

-Yo no, porque Conchita desde que usa tacones y castaña se ha vuelto tan mala...

-¡El incienso! ¡En dónde está el incienso! -gritaba doña Lola-. A ver, que traigan un anafe.

Dos chicos, cerilleros de oficio y en receso aquella noche, se apresuraron a ofrecer sus servicios, y a poco rato pasearon por toda la casa un brasero incensario que arrojaba espesas nubes de humo blanco hasta que lograron poner toda la casa en olor de santidad.

  —50→  

Concha, entretanto, había abandonado el campo y se había refugiado en el cuarto de una vecinita predilecta. Allí la esperaba una criada de ruego y encargo con agua tibia, ropa limpia, pomada y útiles de tocador que, acomodados previamente en un canasto, iban a transformar a la hacendosa Concha.

Ésta llegó jadeante, inquieta, y viniéndosele el tiempo encima; comenzó a despojarse de sus vestidos con una festinación febril, se lavó la cara, y a hurtadillas de la indiscreta criada se pasó por el rostro una esponja con albayalde de plata disuelto en agua rosada... a hurtadillas también consultó tres veces en el espejo si la mano había quedado pareja, y luego comenzó a aglomerar postizos sobre cabeza, una gran castaña más apuntalada con horquillas que un casco de buque en astillero, y luego rizos y luego flores.

La graciosa cabeza de Concha, que en todo el día había dejado caer dos trenzas negligentes y lacias, se había trasformado como al conjuro secreto de una hada, tomando un aspecto distinguido y elegante.

Concha mostraba una disposición infusa para el tocador; había adivinado por instinto esas líneas características del chic. En una palabra, había hecho una gran conquista, tenía el secreto de un prestigio cuyo valor apenas puede medir la misma mujer.

Se sabía peinar.

La criada, que había estado entrando y saliendo muchas   —51→   veces, se paró de pronto frente a Concha exclamando:

-¡Qué linda está usted, doña Conchita! ¡Y qué blanca! -agregó sin acertar la causa-. ¿Y qué? prosiguió después de un rato-, ¿siempre que se lava la cara se pone tan blanca?

-Sí, Soledad -contestó Concha-. Es que como se me irrita la piel con el calor...

-¡Eso es!, pues mire usted. Yo me voy a lavar seguido, porque mire usted, no soy tan prieta y a mí también se me irrita el cutis con la cocina.

-Harás bien -dijo Concha-. Dame mi crinolina.

-¡Ay niña!, si está enredada, toda se ha volteado, éstas de alambre no sirven; cuando tenga usted, se ha de comprar una en el portal de las Flores, las hay muy bonitas.

Concha pensó en Arturo por la analogía que probablemente ha de haber entre el amor y la crinolina.

La criada no cesaba de contemplar el blanco mate de Concha, sorprendida de que hubiera desaparecido tan radicalmente la irritación de la piel.

Concha se estaba pasando por los dientes un cepillo con polvos de comoto.

-¿Qué, viene el niño Arturo? -preguntó la criada abriendo la boca.

-¿Por qué lo preguntas?

-Como se limpia usted los dientes.

Concha se rindió a la evidencia, la criada había adivinado.

  —52→  

-Sí -contestó con un movimiento de cabeza.

Poco después se sentó Concha en el suelo, se descalzó y se puso a lavar los pies.

La criada estaba pendiente, y al servirla agua exclamó, también abriendo la boca.

-¡Ay qué piecitos!...

Concha le pagó con una mirada.

La criada le dio la toalla, y buscó después en el canasto algo que había en el fondo; eran dos bultos envueltos en papel de estraza.

-¡Medias! -exclamó la criada- ¡Botines! -repitió descubriéndolos-, y del «Botín azul», ¡caramba!, ¡de a cinco pesos! ¡A ver, a ver! ¡Con sus moños!

Concha veía venir una indiscreción tras otra, y se resolvió a ponerles término.

-No digas nada -dijo-, no lo sabe mamá.

-¡Ay!, con que... ya decía yo...

-Soledad, por Dios...

-Hace usted bien, que el que una sea pobre es toda su desgracia; que a las pobres ni quien las quiera, y si el niño Arturo...

-Cállate.

-No, yo lo digo porque si usted quiere... ya sabe usted que los doce reales que me dan en el 14, ni para manta... y luego los mandados.

La criada permaneció callada y como preocupada.

Concha se estaba poniendo las medias.

-¿Y qué? -preguntó Concha al cabo de un rato.

  —53→  

-Decía que... en caso de que suceda... yo me puedo ir con usted.

-¿De veras?

-¡Vaya! Como una quiere vestirse y también cada cual... porque vea usted... no me he podido comprar unos botines todavía, y con usted y el niño Arturo que es tan rico...

-Pero si todavía...

-¡Qué!... ¿Y los botines? ¡Vaya!, yo lo he conocido todo. ¡Ay!, qué ataderos tan preciosos, no se puede negar que el niño...

Concha ajustaba a su gallarda pierna una liga de seda blanca con hebillas doradas, ya se había calzado los botines, y se puso en pie.

-Coloca la vela y el espejo en el suelo.

-¿Para ver los botines? Ya entiendo.

-Más allá -dijo Concha levantándose la falda y procurando encontrar sus pies en el espejo que se movía en las manos de la criada.

La criada después de muchas vacilaciones acertó a reclinar el espejo en una silla y se sentó en el suelo.

Concha permanecía recogiendo la falda con ambas manos y con la vista fija en el espejo, la criada dirigía pasmada y con cierta avidez sus miradas alternativamente a la copia y al original, al espejo y a los pies de Concha.

Aquellos pies merecían todos los honores.

Entonces el calzado de color estaba en boga.

Los pies de Concha, calzados en aquel momento con   —54→   unos botines de seda color de café, eran en efecto el modelo del renombrado pie mexicano, arqueado, fino, pequeño y elegante.

Concha, por su parte, les buscaba el escorzo en el espejo y procuraba estudiarlos como los dibujantes del natural, por todos lados.

No en vano nos detenemos en estos pormenores, pues la fisiología viene en apoyo de nuestra contemplación.

Concha estaba experimentando esa dulce voluptuosidad del aseo, sentía en sus pies esa confortable sensación que proporciona una media irreprochable y un calzado justo y perfecto que oprime como una suave caricia.

Esta sensación que partía de los pies se comunicaba por los ramos nerviosos como por otros tantos hilos eléctricos al cerebro de Concha, y allí se producía un deslumbramiento.

Aquella fruición difundía un bienestar extraño y agradable en todo el cuerpo de Concha, que por momentos sentía acrecentarse un estremecimiento gratísimo.

Concha veía en sus pies, como a sus pies, el lujo, las comodidades, la vanidad y el bienestar social.

Inútil parece advertir que aquellos botines y aquellas medias eran un regalo de Arturo, quien con énfasis había dicho a un amigo suyo:

-Es necesario comenzar por los cimientos.

Estamos seguros de que Arturo no midió toda la verdad de su frase, pero no había cosa más cierta.

  —55→  

Aquella sensación de placer debida a los botines, no la ha olvidado Concha nunca.

Aquella electricidad que comenzó por los pies, invadió toda la máquina, deslumbró a Concha y la perdió.

Eran los cimientos efectivamente de un edificio como los que finge la niebla, como los que forman las nubes y los mirajes...

Pero no anticipemos, ni se nos vaya la lengua.

La criada pensaba que sería muy feliz el día que pudiera calzarse como Concha, y midiendo de un golpe su impotencia, preguntó a Concha:

-¿Cuando estén viejos me los dará usted?

Esta pregunta hizo salir a Concha de su enajenamiento y dejó caer su falda.

-Ya es muy tarde -exclamó-, dame mi ropa.

La criada se levantó después de haber acariciado los pies de Concha, que hubiera querido besar.

Concha se puso un vestido de muselina aéreo y trasparente y de un gusto exquisito; estaba adornado con volantes, que la misma Concha, a costa de muchos días de trabajo, había logrado encañonar.

Se colocó un pequeño cuello y un lazo rojo; puso un geranio entre los rizos que adornaban su frente, y salió del cuarto seguida de la criada.



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ArribaAbajoCapítulo VII

En el cual revela la historia natural las poridades de la raza fina y la ordinaria


Concha apareció radiante ante el altar; los circunstantes, como movidos por un resorte mucho más profano de lo que en sí pudiera serlo Concha, apartaron simultáneamente los ojos de la Dolorosa y de las banderitas para contemplar a aquella placentera criatura.

Don José de la Luz miró a Concha de arriba a abajo.

Doña Lola sofocó un grito de su corazón con un grito de su conciencia.

  —58→  

-Concha está muy bonita -pensó-, pero no debía vestirse así, y yo tengo la culpa.

El sastre pareció haberse picado con una aguja, porque se chupó los dedos.

El de la guitarra palideció, se sentía destemplado.

Concha atravesó todas las piezas de la casa haciendo ese ruido compacto, sordo y peculiar del calzado nuevo.

A Concha le gustaba oír aquel ruido, andaba casi sólo por oírlo.

Y sus pies seguían comunicándose con su cerebro.

El autor consulta a sus lectoras.

¿No es verdad que hay presiones exteriores que trasmiten a veces un mundo desde la superficie de vuestro cuerpo hasta lo más recóndito do vuestro pensamiento?

Concha, en una palabra, estaba preocupada con sus pies; era la primera vez que se calzaba así, y deseaba con mucha razón calzarse así siempre.

A las ocho y media se oyó el ruido de un carruaje que paraba a la puerta de la casa, y en seguida el crujir de la seda en las escaleras.

Concha se precipitó al corredor y salió al encuentro de las visitas.

Eran éstas las amiguitas ricas de Concha. Con ellas venían los amiguitos.

Y con los amiguitos Arturo.

Se oyeron cuatro besos, y en seguida rumor de voces.

Concha conducía de la mano a Ernestina.

Detrás venía Sara, después Edmundo y luego Arturo.

  —59→  

Fue necesario esperar a que el corredor se despejara de la nube de curiosos que lo invadía para que las amiguitas de Concha pudieran pasar.

Los pocos asientos disponibles que había en la sala estaban ocupados por las dos octogenarias que habían comido dulce, por las señoras de la vivienda principal y por algunas personas desconocidas.

Las amiguitas de Concha eran las pollas ricas, y los compañeros, como bien se comprende, eran pollos finos.

Por cuya calidad se consideraron dispensados de ser amables con aquellas pobres gentes, y sólo murmuraron un «buenas noches» entre dientes y sin dirigirse a nadie.

De pie y acompañadas por Concha contemplaron por largo rato el altar.

Arturo y Edmundo se llevaron los sombreros hacia la boca como para tapar alguna sonrisa y se pusieron a ver, Arturo a Concha y Edmundo a la concurrencia, dirigiendo a todos, uno por uno, esa mirada altiva y desembarazada del pollo rico, mirada de onza de oro, mirada fija y resuelta, mirada a plomo, que bien pudiera llamarse a plata.

Concha enseñaba a sus amiguitas uno a uno los primores del altar e hicieron grandes elogios del tapete.

Concha miró al sastre, que estaba enfrente oyendo sus honras.

Las amiguitas vieron al sastre.

El sastre vio a las amiguitas y a Concha.

-¿Conque el señor es...? -se dignó decir Ernestina.

  —60→  

-Sí, señorita -se atrevió a decir el sastre poniéndose colorado.

-Mira, Sara... el señor es el que hizo el tapete.

-¡Ah! -balbució Sara con un movimiento de cabeza de primo cartelo.

Doña Lola y don José eran simples espectadores.

Aquella incrustación aristocrática de cuatro pollos elegantes había impuesto a los concurrentes más silencio que la Dolorosa con sus cuarenta velas.

Las pollas encontraron que allí hacía mucho calor, a pesar de que no cesaron de mover el abanico, cuyo ruido era el único que interrumpía el silencio.

Concha hizo pasar a sus amiguitas a la pieza inmediata, en donde las sirvió personalmente vasos de horchata.

Hasta aquel momento la sed reinaba en todas las fauces, y sólo cuando hubieron tomado las pollas ricas empezaron a circular los refrescos entre los pobres.

La tertulia de cinco pollos quedó instalada definitivamente en la pieza inmediata a la del altar.

Arturo tomó una silla y se colocó junto a Concha.

Ernestina y Sara lo notaron.

Edmundo procuró hablar con las pollas a toda costa.

-¡Qué insoportable olor el del incienso!

-Es copal -dijo Sara.

-Huele a oratorio de indios -observó Ernestina.

-¿Qué le parece a usted el altar, Sara?

-Hay muchas visiones.

-Sea usted tolerante.

  —61→  

-Ésa es mi opinión. ¿Y qué le parece a usted la concurrencia?

-Detestable -contestó el pollo.

-¿Quién es la madre de Concha? -preguntó Ernestina en secreto a Edmundo.

-Aquella gorda.

-¿Cuál?

-La que se cubre con un rebozo negro que está junto a aquel hombre de chaqueta.

-¿Ésa?

-Ésa.

-Parece increíble.

Entre tanto Arturo hablaba con Concha por lo bajo y a merced del rumor que se iba levantando a medida que los vasos con chía, horchata, limón y tamarindo circulaban por el corredor, por la sala y por toda la casa.

-Todo está dispuesto -decía Arturo.

-¿Y mi madre? -preguntó Concha.

-Todo se arreglará.

-¿Va usted a hablarle?

-Si se hace necesario...

Entre tanto una mujer pecosa que bizcaba del ojo izquierdo formaba el centro de un corrillo en el corredor.

-¡El taimado del sastre -decía-, que se puso como unas granas... ya se ve; si la tal Conchita no encuentra un acomodo pronto y en la calle, va a revolver a toda la vecindad, tan curra y tan peripuesta, y luego pintada cuando es tan prieta como yo!

  —62→  

La bizquera y las pecas de esta mujer no le habían impedido enamorarse del sastre ni mucho menos encelarse de Concha.

-Está quedando bien -continuaba, dirigiendo una mirada oblicua hacia la ventana desde donde se divisaba a Concha-. Como ha puesto su altar; como ha sido la sacristana, sí, la sacristana. Ahí tienen ustedes a Concha la sacristana, que ni para eso sirve.

-¡Concha la sacristana! -repitió una mujer del grupo.

-¡Concha la sacristana! Ji, ji -murmuraron unos muchachos.

-¡Adiós!, ya se le quedó ese nombre -exclamó otra mujer.

-¡Qué gusto! -exclamó la bizca, castañeteando con la lengua-; aunque a mí me digan la bizca, como a ella le digan la sacristana; sí, la sacristana, la sacristana. Le voy a armar un loro -exclamó de repente, inspirada por una idea maligna.

Se adelantó algunos pasos hacia la puerta de la sala y llamó a doña Lola.

-¿Qué le parece a usted, doña Lola? -le dijo-; si esto ya no se puede tolerar; y si yo hablo es por usted y nada más, que en cuanto a mí ni me va ni me viene.

-Pero ¿qué? -preguntó doña Lola.

-Nada, no es nada; su hija de usted que porque tiene amigas ricas y novios elegantes; mírela usted por aquí por la ventana del corredor; venga usted y se convencerá de que esas encopetadas sólo vienen a mofarse de todo; y   —63→   en cuanto al jovencito no digo nada; mírelo usted cómo arrima su silla a la de Conchita. Si se ven unas cosas.

Doña Lola se fijó en el grupo que formaban las amigas de Concha, y vio efectivamente lo que le hacía notar la bizca.

-Yo, mi alma, no soy madre todavía; pero la considero a usted y la respeto.

-Déjela usted -respondió doña Lola-, que se vayan las visitas y nos comeremos el gallo. Yo le haré ver...

-Bueno, bueno, doña Lola, hará usted bien, que se enseñe a respetuosa ante todas cosas.

Doña Lola volvió a la sala a ocupar su lugar junto a don José, que ya hacía buen tiempo se encontraba descansando de sus botines.

La bizca, que se llamaba Casimira, seguía haciendo la crónica de la concurrencia.

-Bueno, bueno... -repetía gozosa, y después exclamaba-: Y luego, que ni un miserable vaso de chía nos han dado a los del corredor, y eso no es justo, que todas semos vecinas y todas lo trabajamos; yo presté dos platos que buena falta me hacen.

-A ver -exclamó-, que nos traigan de beber; los de por aquí no hemos tomado y ya nos abrasamos de sed.

Una criada se acercó con un vaso y un jarro en que traía horchata y sirvió al grupo.

-Está un poco desabrida -dijo la bizca después de apurar el primer vaso-; le falta dulce y tiene muy poca   —64→   canela. Beba usted, mi alma -le dijo a una compañera-, vea usted qué horchata.

El corrillo de los pollos finos se había animado también.

Ernestina miraba con desdén los petates, Edmundo se burlaba de la multitud de imágenes de santos que había colgadas en las paredes, y Arturo mantenía una acalorada discusión con Concha.

A poco rato la concurrencia fue retirándose; los pollos finos salieron haciendo un ligero movimiento de cabeza al pasar por la sala; el sastre empezó a apagar las velas, y el día hasta aquel momento parecía haber terminado con felicidad; pero en el capítulo siguiente verá el lector que aquel viernes fue efectivamente viernes de Dolores.



  —65→  

ArribaAbajoCapítulo VIII

De cómo una gallina vieja puede hacer un mal guisado


De intento desistimos de pintar con pormenores la tumultuosa escena que tuvo lugar en la casa de doña Lola cuando las visitas se hubieron retirado.

Aquello a que doña Lola llamaba comerse el gallo había sido por parte de la madre de Concha la reprensión más severa, más cruel y más impertinente que pueda darse.

Doña Lola fue un energúmeno, una furia, en el colmo de la indignación y de la cólera.

Nosotros, en vez de copiar textualmente las palabras   —66→   de esta escena, vamos a entrar en cierto género de consideraciones.

Hay cierta edad en la que el ser moral, movido por las impresiones que lo rodean, se erige, por decirlo así, en sí mismo, se caracteriza modificándose y tomando su manera de ser.

En esa edad la razón viene, por lo general, a dar la sanción y la conformidad a las tendencias que se formaron bajo ciertas impresiones.

El muchacho indócil y terrible que llegó a esa edad, acostumbrado ya a una libertad absoluta de acción, al entrar su razón en ejercicio, ésta lo induce con una parcialidad muy comprensible a sancionar sus actos reprobados.

El «por qué» de los hombres ha sido antes el «porque sí» de los niños.

No hay nada más fusible ni que se preste más a la modificación que el ser moral del niño.

El primer amor del niño es el amor de sí mismo.

Es la época en que las madres exclaman, como si lo hubieran comprendido todo:

-¡Imprudente!

Es la época en que los niños hacen llorar a las madres.

Es la primera vez en que el niño comprende que se pertenece, sintiendo el primer destello de la individualidad.

Esta edad es un escalón de la vida en el que se refleja la infancia con todos sus incidentes y circunstancias.

  —67→  

El niño amedrentado por las nodrizas con cuentos que le han conmovido, encuentra la razón de ser cobarde.

El consentido encuentra la razón de ser impertinente.

El que ha sentido una presión dominadora encuentra la razón de ser humilde y sufrido.

La razón, que es siempre una consecuencia, parte de las premisas, y estas premisas, formadas desde la cuna hasta la pubertad, imprimen al hombre, por lo general, su posterior carácter.

La educación del niño será una lucha más o menos difícil y penosa a medida que esté en más o menos contraposición de las primeras impresiones.

Viene la juventud, y si ésta no se apoya en las bases de una moral sólida, el hombre viene a ser solidario de las tendencias solapadas de la niñez y del descuido de la juventud; y el hombre entonces tiene que modificarse por medio de un esfuerzo supremo, o soporta las consecuencias en grande escala de todos los pequeños descuidos de la infancia.

Cuando la educación tiene necesidad de empezar por corregir, en vez de ceñirse a guiar, hace lo que el jardinero que comienza a cultivar una planta silvestre viciada en su primera edad.

Todo esto nos induce a prescribir la educación desde la cuna, para que la de la segunda edad tenga una base y la de la juventud un resultado seguro.

He aquí por qué censuramos a las madres que, guiadas por una ternura irracional o injustificable, son, no la guía,   —68→   no el jardinero que cultiva la plantita tierna, favoreciendo su desarrollo, sino la esclava de irracionales caprichos, puesta a merced de tiranuelos en pañales, de déspotas en larva.

Y no se diga que nos desentendemos de esa ternura sublime del amor maternal, ni se nos tache de ser incompatibles para comprender ese sentimiento purísimo que engendra la abnegación más heroica y es origen de los más espontáneos sacrificios, no; pero queremos que la razón, que es luz y fuerza, que es poder y derecho, sea el móvil de la educación y la norma del cariño.

Reproducirse, ver nacer un niño débil, tierno, desvalido, inútil para sí mismo, cuyo ser moral es todavía una promesa, cuyo espíritu es una penumbra, cuya existencia es casi un milagro, cuya cuna es casi un sepulcro; escuchar su primer vagido, aspirar su primer aliento, recoger su primera mirada sin luz, su primera sonrisa incoherente, detener con ambas manos las mil contrariedades, las mil acechanzas de ese fantasma enemigo de las madres que diezma niños; y sorprender, con esa atención peculiar del que vela por otro, el primer destello de inteligencia, crepúsculo de un sol que puede mañana iluminar el mundo; sentir la palpitación de un corazoncito capaz más tarde de abrigar odios y pasiones, vicios y virtudes; tocar una frente donde podrá residir un pensamiento inmortal; ver todo esto, esperar todo esto, y durante cuatro años desentenderse del espíritu y criar un niño como se cría un pájaro, es desperdiciar los primeros materiales,   —69→   es dejar enfriar la cera sin imprimir el sello, para grabar después con más trabajo, es podar lo que no debió haber nacido.

El animal emplea escrupulosamente todos los recursos de la prerrogativa de su instinto, se consagra a la cría con un afán indiscutible, con una asiduidad perfecta, irreprochable.

Pero por una anomalía, que es la primera de las calamidades humanas, el ser racional discute la inmutable ley natural, la modifica y la tuerce, y lo que es más, se desentiende, ciego por un cariño que tiene más de instinto que de razón, del tesoro sagrado de la inteligencia naciente.

¡Benditas sean las madres cuyo amor es iluminado por la razón, y que comprendiendo que en el hijo, fruto precioso, hay en depósito y en germen un ser moral modificable, lo estudian porque piensan, lo guían porque saben y lo aman porque sienten!

¡Madres, besad a vuestros hijos en la frente! Proteged el desarrollo de la razón con vuestra inteligencia desde el primer destello, como protegéis el desarrollo del cuerpo con vuestros pechos desde el primer vagido, y tendréis buenos hijos!

Esto que acabamos de escribir era, había sido y seguirá siendo para doña Lola lo que en el mundo se llama «música celestial».

  —70→  

Doña Lola tuvo la incuria por cuna, y una madre que en materia de educación exclamaba:

-¡Yo soy como Dios me ha hecho!

Lo mismo decía doña Lola; de manera que cuando estuvo en aptitud para pensar, no sabía qué pensar; dejó que Concha fuera también como Dios la había hecho, y hoy se encontraba frente a una hechura que la sorprendía, frente a un ser moral débil y puesto a merced de sus pasiones incorregibles, frente a una planta que había crecido ya con las lesiones del embrión descuidado.

Doña Lola vio a su hija bonita.

Esto no servía más que para aumentar su celo, y el celo, que es siempre una pasión mezquina, es en la persona inculta el furor y el odio.

Doña Lola veía a su hija bien vestida y elegante, y sentía el despecho de la emancipación espontánea.

Doña Lola vio a su hija enamorada, y sintió algo parecido al reproche, sintió la desazón de lo irremediable.

Este conjunto de disgustos era la cosecha que la madre recogía, y algo muy severo la reprendía en el fondo de su conciencia hasta atormentarla.

Este tormento inexplicable para doña Lola, inarticulado y profundo, estalló brutalmente, y doña Lola, perdiendo el equilibrio y la moderación, prorrumpió en improperios, en denuestos y en insultos.

Nótese que las madres que quieren recobrar una autoridad perdida y desprestigiada por culpa propia, son las más cruelmente intolerantes e injustas.

  —71→  

El inestimable título de madre no lo es solamente por razón de serlo; ese título se consagra por medio de ese incontable número de sacrificios y de ese estudio prolijo, concienzudo y delicado del depósito moral confiado por Dios a la criatura racional para que un día dé cuenta de su desarrollo.

Sin esta base un día se encuentra la madre delante de su hija exclamando:

-¡Te desconozco!

Y las más veces sucede que la madre es la que no se ha conocido nunca a sí misma.

A medida que hay menos cultura y educación en las madres, hay mayor número de esos actos que podríamos llamar abusos de autoridad.

Ya se irá comprendiendo la ira de doña Lola.

En aquella ira había varios ingredientes.

El primero, el reproche de la conciencia de doña Lola, reproche que ella procuraba ocultarse a sí misma, sustituyendo la cólera y la palabrería a la razón; había además injusticia, había ignorancia, había insensatez.

Concha, por su parte, al encontrarse delante de un ser que la repudiaba, que la maldecía, que rechazaba el razonamiento y la disculpa, sintió que el vínculo sagrado del amor filial se ahogaba en una atmósfera de rencor y de encono.

Medía cara a cara la tremenda injusticia con que se la vituperaba, y la ternura era impotente contra la cólera, la razón impotente contra la ceguedad.

  —72→  

Las primeras palabras que Concha pronunció en su defensa fueron cortadas por el dolor de una bofetada.

Concha miró un universo de chispas rojas.

Luego se sintió asida por los cabellos y arrojada en tierra.

Doña Lola, hecha una furia, había arremetido contra Concha, que yacía a sus pies empapada en lágrimas y en amargura.

Don José de la Luz apareció en la puerta al ruido de la bofetada.

La criada Soledad había estado espiando por las rendijas de la ventana las escenas que acababan de pasar, y al ver a Concha caída arrojó un grito, quiso tocar, pensó en pedir socorro y en armar un escándalo, pero pensó también en Arturo, y bajó la escalera, descolgó la llave de un clavo que había en la puerta de la casera y salió a la calle.

Doña Lola fue presa de un ataque de bilis, acompañando cada uno de sus dolores con feroces denuestos que la pluma se resiste a escribir.

Don José de la Luz entretanto entró como por asalto al terreno vedado.

Las situaciones de término medio buscan una explosión.

Don José tenía algo de alegre en aquellos momentos. Se habían reunido tantos motivos de excitación, aquel día había sido tan fecundo en episodios, que el desenlace le parecía propicio al bueno del compadre.

Tuvo ocasión de mimar a doña Lola enferma.

  —73→  

Hubo una oportunidad para consolarla, lo cual es por otra parte una misión honesta y buena.

Don José estuvo expansivo, casi tierno al ver sufrir a doña Lola.

Concha había permanecido anonadada; pero al fin se levantó y miró en torno suyo, dio algunos pasos y clavó en seguida la vista en el geranio que se había desprendido de sus cabellos.

Sentía un ardor horrible en la mejilla, pero no quería tocarsela; le parecía que en aquel lugar estaba manifiesta y abierta la herida que estaba lacerando su alma.

Miró la flor, y su imaginación recorrió su pasado con una rapidez calenturienta; pensó en su padre que tal vez no volvería, en sus amigas que tal vez no la ampararían, y pensó en Arturo estremeciéndose...

-¡Sola! -murmuró, cuando un ardor febril había evaporado sus lágrimas.

Los tiernos vínculos de la familia se le aparecían rotos por una mano cruel, o representados por un dolor físico, por el dolor de su tierna mejilla que se comunicaba como una corriente de fuego hasta su corazón.

Concha medía de un golpe la tremenda injusticia con que la había tratado; resonaban en sus oídos, como las vibraciones de una campana siniestra, las horribles palabras con que doña Lola había procurado herirla y humillarla, y sentía acrecer por momentos su desolación y su infortunio; ¿qué hacer?, ¿a dónde volvería sus ojos? Estaba rodeada en aquella casa de personas que la querían mal   —74→   desde que ella había procurado salir de su esfera humilde, había vecinas que ya la habían vituperado.

-Decididamente estoy sola en el mundo; ¿por qué he perdido el cariño de mi madre? ¿Por qué desde que mi padre está ausente no he vuelto a recibir ninguna caricia? ¿Qué falta he cometido, Dios mío? -decía Concha juntando las manos y buscando una luz en su tribulación.

-Arturo... -pensaba-, Arturo dice que me ama, pero tengo miedo a ese amor. ¿Será acaso la infamia y el crimen lo que me ofrece? Pero a pesar de todo le amo, yo sí que le amo de veras. Arturo no se casará conmigo, no, yo no debo ver a Arturo, y menos ahora, porque...

Y Concha se estremecía contemplando un negro abismo a sus pies.

-¡Dios mío, Dios mío!, dame fuerzas, ilumina mi razón, ¿qué haré?, ¿qué debo hacer? Yo no quiero ser mala, el crimen me horroriza, me da vergüenza pensar en ser infame.

Y Concha ocultó su rostro entre las manos. Un débil quejido de doña Lola la sacó de su profunda meditación.

-¡Mi madre sufre también!... De todos modos es mi madre... aunque haya proferido maldiciones, aunque me haya dicho... que salga de aquí... Tal vez se haya arrepentido.

Dio un paso hacia la pieza en donde estaban doña Lola y don José de la Luz, de quien ya Concha no se acordaba.

  —75→  

-Sí -continuó- se habrá arrepentido. ¿Iré? Sí, la pediré perdón, me hincaré para suplicarle que me castigue, pero que me quiera y no me vuelva a maldecir... ¡Ay, la maldición de una madre!... ¡Qué horrible es escuchar esas palabras!... Pero, ¿será posible? No, no, si me ha querido tanto...

Y al llegar aquí parecía que Concha no tenía toda la evidencia de lo que acababa de decir, y continuó.

-Algunas veces... sí... algunas veces me ha querido mucho. Voy a pedirla que me perdone. Sí, esto es lo que debo hacer.

Concha se precipitó a la puerta y la abrió; iba a dar un paso hacia adelante, cuando su semblante se descompuso, como si hubiera visto a la muerte; vagó en sus labios una sonrisa como la expresión de la amargura suprema. Se restregó los ojos, como creyendo no ser cierto lo que veía...

-¿Quién es ese hombre... -dijo como entra entrando en el delirio-, ese hombre que está a sus pies? ¡Ah, con razón ya no me ama mi madre!

Sintió un nudo en la garganta, porque la ahogaban sus lágrimas, y parecía próxima a asfixiarse en aquella atmósfera, un grito iba a escaparse de su boca, pero le faltó el aire, sentía morirse... Volvió el rostro para no ver más el cuadro que tenía delante, y atravesó vacilante las piezas de la casa, salió al corredor y al sentir el   —76→   aire frío se escapó por fin de su pecho ya no un grito, ni un suspiro, sino un gemido sordo y estertoroso.

Giró el mundo alrededor de su cabeza; buscó en vano un apoyo, y cayó como un cadáver.



  —77→  

ArribaAbajoCapítulo IX

Los pollos hacen de las suyas


Soledad salió corriendo de la casa, y apenas hubo andado el largo de la calle, moderó su marcha y empezó a entrar en cuentas consigo misma.

-Sí, que venga el niño Arturo -decía-, él sacará a Conchita de este apuro. ¡Dizque llegar a pegarle! ¡Esto no se puede aguantar! ¡Y todo por el don José de la Luz, por ese taimado del compadre! Sí, que venga el niño Arturo. En esta vez se la lleva y yo me voy también. Ahora sí compraré unos botines.

Soledad no tardó mucho en encontrar a Arturo. Estaba en Fulcheri.

  —78→  

-¿Qué hay? -exclamó sobresaltado cuando el criado le participó que una mujer quería hablarle.

-Quiere ver a usted.

Arturo acababa de tomar un consomé, un vol-au-vent de ostiones y dos copas de Madera, en unión de Pío Prieto, un pollo que más adelante daremos a conocer al curioso lector.

Arturo salió al patio, habló un momento con la criada, a quien dio orden de esperar en la puerta, y volvió donde estaba Pío Prieto.

-Chico, ponte en pie, la cosa es grave.

-¿Qué sucede? -dijo Pío Prieto parándose.

-¿Puedo contar contigo? -le preguntó Arturo poniéndole una mano sobre el hombro.

-¿Eso quién lo duda? Ya sabes que soy hombre.

Todos los pollos son muy hombres.

-De un rapto -le dijo Arturo al oído.

-¡Hombre! -exclamó Pío Prieto abriendo los ojos.

-Sígueme.

-Te sigo.

-Vamos a casa por mi revólver, ¿traes el tuyo?

-Yo siempre lo cargo.

-Vamos.

-Andiamo -dijo Pío Prieto para afectar serenidad.

Salieron, llegaron a la esquina de los portales y Arturo dio tres palmadas.

-¿Coche? -preguntó Pío Prieto-, pero si ya es muy tarde; espera, allá viene uno, es de los de la busca.

imagen

Pío Prieto y Arturo

  —[79]→  

Así llaman los cocheros al servicio que prestan por turno de diez a doce. Son los coches que quedan esperando lances de a esas horas.

Montaron en el coche los dos pollos y la criada; dio orden Arturo de parar en su casa. Subió, sacó su pistola, se puso un paltó claro, tomó una bufanda blanca y un sombrero fieltro, se puso dinero en los bolsillos, y bajó en seguida.

Un momento después paraba el coche a la puerta de la casa de doña Lola.

-¿Qué hacemos? -preguntó Pío Prieto.

-Subir.

-¿Y luego?

-Traernos a Concha.

-¡Pero, su madre!

-La matamos.

-Hombre, ¡qué barbaridad! ¿Y don José?

-También lo matamos.

-¡Dos víctimas!

-Eres un cobarde, Pío Prieto.

-No, chico, no me digas; que donde haya hombres...

-Pues aquí hay un hombre y una mujer, subamos.

-Adelante -dijo Pío Prieto.

Al acabar de subir la escalera se encontraron a Concha en el corredor. Yacía en el suelo falta de sentido.

Arturo se le acercó.

Se agacharon Pío Prieto y Soledad.

-No respira -dijo Arturo.

  —80→  

-¿Muerta? -preguntó Pío Prieto temblando.

-No, desmayada.

-Hombre, eso es muy bueno, nos la llevaremos al coche.

Arturo, en lugar de contestar, levantó a Concha por la cintura.

Pío Prieto la levantó también.

Soledad procuraba arreglarle la ropa, la tomó sus preciosos pies, que iba acariciando en la oscuridad.

Así bajaron la escalera.

Todo estaba en silencio; los vecinos dormían; sólo una sombra se escurría tras de los pilares, siguiendo los movimientos de aquel extraño grupo, que se dirigía a la puerta de la calle.

Pío Prieto y Arturo procuraban no hacer ruido con los pies.

Ya llegaban al zaguán cuando se oyó en medio del patio una carcajada.

Los pollos estuvieron a punto de soltar la carga.

-¡Es Casimira! -dijo Soledad-, ¡es la bizca malvada, que todo lo ha visto; pronto, pronto!

Aquella carcajada tenía algo de siniestro.

El grupo llegó a la puerta a tiempo que Casimira gritaba:

-¡Ya se llevan a la sacristana; que se va la sacristana; se la roban los catrines! ¡Adiós, Conchita la sacristana, adiós primor, mosquita muerta! ¡Adiós!

  —81→  

Don José de la Luz y doña Lola se pusieron de un brinco en el corredor.

-¿Qué sucede? -preguntó doña Lola.

-¡Qué ha de suceder! -contestó Casimira desde el patio-, ¡que se llevan a la niña Conchita!

-Pero, ¿quién es la sacristana? -preguntó don José.

-Ella -decía Casimira-, su hija de usted, ella, así le dicen; pero se la llevan, corra usted, don José, corra usted, ahí están en la puerta, ¡todavía es tiempo!

-¡Mi hija! -gritó doña Lola-. ¡Don José de mi alma!

-Voy corriendo.

Y don José bajó los escalones de cuatro en cuatro, y estuvo en el patio, corrió, se lanzó hacia la puerta y saltó a la banqueta a tiempo que partía el coche.

-¡Corre, o te mato! -se oyó gritar a Arturo; y en seguida tronó el látigo del cochero.

El coche se perdió bien pronto, como una exhalación, y haciendo un ruido espantoso en el empedrado.

Don José corría sin sombrero detrás del coche gritando «¡atájenlo!», pero sus gritos no se oían, hasta que al fin se paró, falto de aliento, sin poder ni gritar, ni dar un paso.

Se apoyó en la pared, y se sentó en el suelo.

Doña Lola venía corriendo.

-No... los pude... alcanzar -rugió don José.

Doña Lola tampoco podía hablar por la fatiga, y se sentó junto a don José.

  —82→  

Estuvieron esperando a que el aire tuviera la bondad de entrar voluntariamente a sus pulmones.

El aire les dio gusto y le permitió decir a doña Lola:

-¡Ay, don José!

Y a don José le permitió el aire contestar:

-¡Ay, doña Lola!

Esta escena patética terminó porque don José y doña Lola se fueron por donde habían venido.

Casimira estaba en medio de la calle observando, y cuando se acercó doña Lola la bizca le dijo:

-En el 3 vive el ispetor, ¿voy a llamarlo? -preguntó en seguida.

-¿Qué dice usted, don José?

-Eso es muy delicado, y sobre todo, sepamos con quién se fue.

-¡Cómo con quién!, con el niño Arturo, ¡con quién había de ser!, con el catrincito que le ha trastornado los sesos.

-¿Lo oye usted, doña Lola? -dijo don José.

-Quiere decir que me la tenían amasada -dijo doña Lola poniéndose en jarras-, pero ya lo verán, que buena cárcel se maman, que aunque sea mi hija, para eso hay justicia.

-Y sobre todo, el catrín -dijo Casimira-. ¿Llamo al ispetor?

-Espérate -se apresuró a decir don José-. Subamos, doña Lola y hablaremos del asunto; por ahora cerraremos.

  —83→  

-¿Pero, quién les abrió? -preguntó doña Lola.

-¡Vaya! -exclamó Casimira-, la Soledad, la del 14, que también es de la partida; si yo todo lo he visto, los estuve espiando, por señas que se han llevado a Conchita privada.

-¡Privada! -gritó doña Lola-. ¡Si le habrán dado un bebistrajo, si me la habrán envenenado esos pillos!

-No -dijo Casimira-, es que le dio sentimiento que usted la abofeteara, y de berrinche se acalambró; pero ya se le quitará con Arturito, le llevará un buen médico, que como es tan rico, que hasta coche tiene...

-¿Qué dice usted, don José?

-¿Qué dice usted, doña Lola? ¡Qué desgracia!

Ya algunos vecinos habían despertado, y otros entreabrían sus puertas para averiguar lo que pasaba, cosa que bien pronto supieron, supuesto que Casimira levantaba la voz cuanto podía para tratar aquellos asuntos reservados.

-¿Qué le parece a usted que hagamos, don José?

-Una de dos.

-A ver.

-O armar un escándalo o dejarlos, no hay más.

-¡Dejarlos! ¡Pues no faltaba más!

-Porque... vea usted. Si meneamos la justicia, a la larga ganan los ricos, y citas van y citas vienen, para que al fin nada se consiga.

-La cárcel.

  —84→  

-Pero la cárcel no come, como dice el dicho, y sobre todo, sale de la cárcel, y...

Intempestivamente, doña Lola lanzó un aullido, y después otro y después otros seis.

El dolor toma una forma extraña en la gente ordinaria; no parece sino que hasta el llanto se educa; el aullido es característico en la mujer del pueblo; el mentado do de pecho y el mi bemol son hijos del dolor de esas gentes que lloran con los pulmones, como doña Lola.

No bien hubo ésta dado el primer aullido, cuando Casimira exclamó:

-¡Hace bien! ¡Que se desahogue! Déjela usted, don José.

Con esta sanción de Casimira doña Lola tomó aliento, se lució.

Y aquel aullido, vibrando en los aires, sonoro y prolongado, fue la voz de alarma.

No hubo un sólo vecino que no preguntara, y con razón, la causa de aquellas notas altas.

No hubo un sólo vecino que no se enterase del motivo secreto de aquel pesar.

-Yo lo estaba viendo -dijo una.

-Era preciso -dijo otra vecina.

-¡Vaya!, a mí eso no me coge de nuevo. Si las que se ponen castaña son así, siempre acaban por irse; yo por eso ando de dos trenzas.

-¿Y con quién se fue?

-Con un tal Arturo.

  —85→  

-¿Y es rico?

-Es de coche, ¡pues no!

-¡Ah!... entonces...

-Hizo bien -dijo una criada-, vale más buen acomodo que mal casamiento, así fue mi madre y no le pesó. ¡Y armar tanto escándalo por eso! Hasta luego, vecinas.

El llanto de doña Lola acabó por fatigarla y se quedó dormida.

Es necesario respetar su sueño.



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