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ArribaAbajoCiro Bayo, el puro español americano


Suma y resta del 98

Dejado fuera de la nómina del 98 -ese invento que un día de éstos va a deshacerse, gracias a Dios-, vivió y sigue viviendo Ciro Bayo. Ahora tiene veinte años de zancajear por la pampa de la muerte, pero todo sigue para él tan malo -¡o quizá tan bueno!-, como en los ochenta que en total peregrinó por este lado de la vida.

Sumándole años de vivo a los de muerto, le correspondían en este 1959 las fiestas aparatosas del centenario, con juegos florales, concursos, ediciones críticas de libros olvidados, y discursos memorables por el plácido sueño que provocaron. ¿Pero quien va a luchar cuando la mala suerte se empeña, por pedantería, en ser llamada latinistamente fatum! Esto de que en vida no se coseche ni el diezmo de lo merecido, puede pasar y hasta es beneficioso, porque nada mata más pronto que la gloria reconocida. Pero que eche a andar el almanaque de la muerte, y tampoco lluevan sobre los huesos los recuerdos y las justicias, es llevar demasiado lejos el castigo a la fantasía. Ciro Bayo es de lo bueno del 98. Cuando sean hechos los balances de balances a esa tribu de contrapuestos, se verá que de lo mejor de los mejores de ellos fue rasgar la afectación, demoler los castillones de cartón-piedra, desinflar las estrofas. Descubrieron que España existía, por encima y por debajo de los territorios perdidos. Recorrieron los caminos de España, y del encuentro con la verdad nació un estilo verdadero. Se hizo menos literatura, pero como se vivió más, se escribió mejor. Un afán de sinceridad, un hambre de conocimiento -¡no nos engañen más, no nos sigan mintiendo!-, conquistó a las gentes nacidas, para la expresión   —206→   mediante letras, en uno de esos «momentos históricos» que deben saber a purgante violento a los jóvenes obligados a vivirlos.

Ahora no lo vemos, pero la sorpresa tuvo que ser enorme. El estilo de Azorín debió parecer a los lectores habituales de novelas españolas, lo que pareció la música de Debussy a los idólatras de Wagner. Y el paso más allá, el antiestilo adrede de Baroja, debió sonar como el chirrido de Erik Satie. En el intermedio, viniendo hacia el siglo veinte, pero sin reñir demasiado con el diecinueve, aquellas prosas «bruñidas», aquellos estilos «hechos» a lo Valle, a lo Miró. Y luego aparte, a la inversa, Unamuno, a quien se le daba el estilo cuando no se empeñaba en escribir literariamente -¡hay paginillas tan horribles de «prosa rimada»!-, sino que confesándose y yoando de lo lindo, a marchas forzadas, escribía una prosa peleadora y de desafío, como de quien siendo en el fondo soldado se ha quedado sin guerras.

Porque parece que lo primero para un estilo es no pensar en el estilo. Escribir, lo que se llama escribir -que es componer, redactar, articular-, tiene que hacerse de manera que no se vea cómo ha nacido, y menos cómo se ha mantenido a flote sobre la página. Lo malo del estilo de Ortega es que a veces se le ve lo bonito. Lo bello en el de Baroja es su desenfadada aceptación de lo feo, de lo brusco, de lo aquiestoy.

El 98 quiso tirarse a fondo en lo español, y redescubrió una lengua clásica, o sea, la que sirve para clasificar el mundo tal y como se nos presenta, como nos pertenece. Esta nueva lengua clásica no podía ser la del imperio, sino la de la soledad, la desnudez, la verdad sin tapujos. ¡Mueran los adornos!, pareció ser la consigna secreta, porque era la secreta necesidad de España. Por esto sólo quedarán como 98 genuino unos pocos. Saldrán de la nómina algunos que llevan demasiado tiempo en ella, y están de más. Y entrarán otros que quedaron fuera, pero a quienes se echa de menos. El primero de éstos a sumarse es Ciro Bayo.

Vamos a su reencuentro, que ya es hora. Hizo uno de los grandes estilos de la lengua española (de la vida española) en el siglo veinte. Se le daba la palabra con naturalidad, con un énfasis perfectamente disimulado, donde la composición se esconde siempre, se diluye de tal modo en lo compuesto, que todo parece espontáneo y verdadero. El lazarillo español, a pesar de ser obra premiada, es ciertamente uno de esos libros vivientes, que quedan por sí, que están ahí,   —207→   intemporales. Es un libro artístico, de arriba a abajo, pero no se le ve artificio. Hay mucha trastienda en la arquitectura, en la composición, pero ¡a ver quién la encuentra! Está en ese estilo de cuerpo entero Ciro Bayo: manso por fuera, suasorio, resignado, pero forrado interiormente de camisas férreas, de una voluntad y de un coraje ante lo adverso de la vida, que lo emparentan fibra a fibra con los monolíticos colonizadores de América. Es que se produjo la introversión del imperio, la soterración del mando. Estilo que pueda estar en pie sin adorno, es hombre que puede pasarse mucho tiempo sin más que un pedazo de pan. Por el estilo -y, por lo otro, que viene ahora-, Ciro Bayo es flor de lo que debemos llamar generación del 98. Sin embargo, ni le incluyeron los contemporáneos, ni le abrieron ninguna puerta, ni a estas horas se acuerda casi nadie de un señor a quien podemos llamar con esa horrible palabra de arquetipo. ¿Arquetipo de qué? De español sin despinte, de español rancio. De fracasado, de triste, de feliz en su infelicidad propia y soberana. Y más, arquetipo de hombre de letras: hambreado, solo, sin círculos literarios, sin coro, incomprendido por los semejantes más próximos, y en lucha interior con mil tentaciones contrarias a la moral, a los códigos, a la vida burguesa, a la sobriedad y al buen parecer.




El español, peregrino

Azorín llamó andante caballero a Ciro Bayo. Dicen que por motivos de hogar, dicen que por misterios del apellido, el adolescente Ciro, el Ciro casi niño, se iba frecuentemente de su casa. ¡Si todos los hijos naturales y todos los niños con padrastro se fueran a hacer de peregrinos, bien revuelto iba a andar el mundo! Ciro Bayo echó a vagabundear -¿cuándo se podrá decir sin reservas vagamundear?-, tan inquieto, tan llamado por el deseo de andar y de andar, porque era un sensible español, un auténtico portador de esa falta de acomodo, de ese desasosiego, de ese deseo de salir fuera, que ha hecho de los españoles unos hombres que siempre tienen, mental o materialmente, la maleta hecha. Hay como un nomadismo, como una fiebre de errancia, que acaso provenga de la incompatibilidad entre la muy ardiente sangre española y las normas demasiado apretadas en que quieren los padres españoles vaciar y moldear las vidas de sus hijos. O quizá sea voz ancestral, de cuando España era móvil, y se vivía   —208→   a caballo, en guerrilla perpetua contra el moro. O acaso decidan otras fuerzas metafísicas, otros misterios de la sangre, de la relación entre hombre y espacio, de la influencia de la noche... Pero ¿qué importa de dónde viene, ni que sea ese afán por salir, por irse a otra parte? Ciro Bayo, a lo que se sabe, hizo su primera escapada importante alrededor de los catorce años, que ya está bien para ingresar en la noble cofradía de los caminantes. «Se me obligó a ser estudiante. Entonces salí por peteneras. ¡Y qué peteneras, con acompañamiento de tiros y cañonazos!».

En ese grave match de boxeo que se libra entre el adolescente y los padres, Bayo perdió al fin los primeros rounds. Los suyos consiguieron que se hiciera bachiller, en Mataró. «Los padres españoles acomodados -dice- no sosiegan hasta ver a sus hijos doctores o siquier licenciados, cuanto antes mejor». Ya se frotaban las manos, felices, la madre y el padre adoptivo. Pero, ¡ay!, los padres siempre se frotan las manos anticipadamente, porque creen que el mundo que ellos quieren va a ser el mismo querido por sus hijos. Ciro dio lo que la gente sana llamaría un paso en firme -¿ya regresaba de sus correrías, ciertas o no, con Dorregaray, o se disponía a salir fuera con los carlistas?-, e ingresó en la universidad de Barcelona. Por entonces parece que no está en su casa, que va de aquí para allá, como azogue que busca por dónde escaparse. Un par de rotundos suspensos lo lleva a trasladar sus estudios a la Universidad de Valencia, pero antes de un año ha vuelto a la de Barcelona. Total, que de estudios, poco. Parece que no sabe bien todavía si va a ser médico, abogado, militar, o marino de guerra, pues esto último es lo que prefiere, pero los padres piensan en lo otro. Contaba que un viaje por mar, de Barcelona a Valencia, llevado por su padrastro Andrés Perelló de Segurola7, conoció al general Arsenio Martínez Campos, amigo de don Andrés. Cuando a preguntas del general dijo el mocito Ciro que iba a ser militar, respondió aquel que poco tiempo después, peleando contra los carlistas, iba a tomarlo prisionero: «Muy bien, pollo, ánimo y adelante». «Esto -dice Bayo en Con Dorregaray- colmó mi entusiasmo. Sentí como si el general me hubiese dado la pescozada de caballero de la Tabla Redonda».

¡Ánimo y adelante a Ciro Bayo, que venía bien adelantado y animadísimo! Dijérase que tomó tan al pie de la letra el consejo, que su próxima escapada   —209→   -a los diecisiete años- no fue nada más que hasta ahí cerca, a un paso de aquí, a Cuba. Él contaba después que se fue con unos cómicos, y que al disolverse la compañía por estragos del vómito negro tuvo que volverse. ¿Qué hay de verdad en todo eso? Don Ciro fantaseó mucho con toda su vida, y no se sabe ni se sabrá nunca lo que hay de cierto y lo que de invitado. Pero es un hecho que reaparece en la Universidad de Barcelona en la segunda mitad del año 1878. Aquí sigue estudios de leyes hasta el 83, y dicen que fue estudioso amén de estudiante. A fines de ese año traslada su matrícula a Madrid, pero nadie sabe si por fin se hizo abogado, pues aunque él lo afirmaba una y otra vez -y en 1905 Orrier le publicó sus Nociones de instrucción cívica (rudimentos de Derecho, por Ciro Bayo, abogado)-, nunca podemos atenernos a sus palabras sobre sí mismo; luego veremos por qué. Si terminó su carrera de abogado, ¿para qué arrancar en su fiebre de vagabundaje? Esos años que van del 83 al 89 -cuando su segunda partida a América- resultan misteriosos, y se deduce que en ellos alcanzó su mayoría de edad como hombre de los caminos, sin hogar fijo, grande pero enjuto, yendo de pueblo en pueblo, y durmiendo en los sitios más increíbles. ¿Para eso estudió? ¿Qué lo llevó a la vida gitana, a no parar nunca, a no saber jamás con qué comería en la próxima semana? Esto de que un hombre de treinta años no cumplidos, abogado o casi abogado, amigo de los clásicos latinos y griegos, prefiera de pronto hacerse a la vida de los desclasados, se confunda a menudo con los delincuentes, y pase malos ratos sin término, ¿qué es? No había nacido para sedentario, eso se veía. ¡Pero darse por gusto a esa vida! Es indudable que para él era lo mejor. Tuvo ribetes de naturista, de amigo de la gimnasia y de los baños calientes, como lo vemos en El veraneo y en sus libros de higiene sexual. Pero en el fondo hay más. Hay como una nostalgia de un tipo de acción que normalmente se ha ido reduciendo y vedando al hombre civilizado, y más al español. Bayo da la impresión de haber llegado tarde a la conquista de América, de haber sido olvidado por Orellana y por Pizarro. Lo suyo esencial era trajinar, romper lazos, no echar raíces.

Y tiene, a pesar de ese interno llamado a la desdicha y a la pobreza, una viva receptividad para los afectos. No es un huraño. No olvida nunca a quienes le han querido o a quienes simplemente le han ayudado. En esos años de Madrid anteriores al 89, vive bajo el lema «mañana lo veremos», que, según él, conviene por igual a débiles y a fuertes. Vive a salto de mata, o a salto de   —210→   esquina. Cuenta que tuvo gran fiesta un día porque en la Puerta del Sol topó con un académico -«madrugador y, por de contado, amigo mío»- a quien ganó quince duros por copiarle un códice manuscrito. El dinero iba a ser empleado, se suponía, en llegar a Barcelona. Pero ahí estaban Juan y la tía Gregoria, puro pueblo, bondad total de los pobres, de quienes como parásito, sin quererlo, venía viviendo. ¿Qué hacer sino compartir con ellos aquel dinero, y tener, por lo menos, un banquete?

«A los postres -relata- propuse un brindis al académico. La señora Gregoria, que no sabía de estas cosas, preguntó qué era un académico.

-Señora -contesté-, académico es un mirlo blanco: un señor que da quince duros por la copia de un códice.

-¿Y que es un códice? -volvió a preguntar la mujer.

-Un códice, señora Gregoria, es un surtido de jamones y chuletas empapeladas que en los estantes de los archivos dejaron los copistas antiguos a los copistas modernos».

Pero él no es para vivir así. Ya le asedian unos versitos de Bartrina, que le dicen:


Yo quisiera hacer un viaje,
rápidamente de un vuelo,
como las aves del cielo,
sin billete ni equipaje.



Se pasea y repasea a España, pie a pie. Llega a Barcelona -¿o a Cádiz esta vez?- y sigue por el mar, mundo adelante. En 1889 vuelve a América, instalándose entonces en la Argentina. Antes, en España, había dado algunas clases ocasionales, por ganarse el sustento de unos días, pero ofrecía la impresión de gustarle poco esa sublime monotonía del magisterio elemental. Sentarse un hombre de espíritu aventurero a enseñar a hacer palotes a unos niños, es como pretender que un león lleve de paseo a unas gacelas. ¿O es entonces que Ciro Bayo no era un espíritu aventurero, ni en el fondo amaba la peregrinación, quedándose sólo en inadaptado al medio ambiente familiar y nativo? Habría que ver este guante vuelto del revés. Porque a poco de llegar a Buenos Aires pidió una escuela de campo, rural, y se la dieron en un rancho a seis leguas de Tapalque, con indios   —211→   rebeldes bien próximos, y rodeado de gauchos. La estampa que compone aquí Ciro Bayo es deliciosa: grande, serio, salido de aulas universitarias muy exigentes, y sentarse allá en un rinconcillo de la pampa a enseñar el abc a los hijos de los gauchos, en un medio poco sano, y expuesto a peligros de muerte o de prisión por los indios salvajes, ¿qué quiere decir? «Maestro de gauchitos -confiesa con orgullo en Los césares de la Patagonia- sólo puede serlo el sabio que canta Luis de León en su Vida del campo». Verdad es que aprovechando las primeras vacaciones, se fue pampa adentro, y vio de cerca lo que pocos vieron, aprendió los usos y leyendas de los viejos gauchos, y comprendió el sentido de la civilización incipiente, y la razón de las terribles anomalías políticas de América. Amante de la naturaleza, tres años después pudo hundirse en esa naturaleza pura, sin mistificaciones, que queda aún por ciertos rincones del Nuevo Mundo. Vivió a lo hombrazo campero los terribles contactos con tribus poco civilizadas; cazó animales salvajes; remontó ríos y venció montañas; hizo de maestro y de explorador, de soldado y de gaucho, de catedrático, de gomero y de traficante, de editor y de taquígrafo sin saber taquigrafía. Hizo tanto, que dice que hasta llegó a comer carne humana -a la que halló, sin ironía, un leve gusto a cerdo-. Hizo de todo, menos fortuna. La altiplanicie boliviana llegó a conocerla como pocos, a lo que él cuenta. Se entendió a maravillas con los padres misioneros, e hizo a su manera misión él mismo. (Luego, por embromarle, Baroja decía con su sorna acostumbrada: don Ciro es el Humboldt de los colegios de primera enseñanza). (Otro paréntesis: Humboldt lleva, en este 1959, cien años como muerto. A él le hubiera gustado peregrinar con un hombre como Ciro Bayo).

Cerca de once años pasa en el mundo americano este hombre madrileñísimo, y casi nunca en ciudades, sino en poblaciones pequeñas, aldeas indias, en explotaciones rústicas, en el seno de peligrosos escenarios. Se da de su recorrido total un gráfico que lo emparenta, y hasta lo hace superior, a Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Un hombre que hace la pampa, recorre el altiplano, pasa casi tres años -luego dice que uno- en una barraca gomera junto al río Madre de Dios, anuncia viaje a caballo hasta Chicago para ver la exposición, y gasta en total ocho años en los sitios y gentes más inesperadas, puede hablar a Ulises de tú por tú, y puede sentir saciada su sed de horizontes.

Hacia 1900 vuelve a Madrid Ciro Bayo. Parece que ya no salió de aquí, sino para el otro mundo. Por veintisiete años más vivió con sus medios -menos   —212→   que medianos-, con su trabajo de forzado de las letras, y hasta en ocasiones haciendo otra vez el profesor. Son los tiempos de la guardilla de Antonio Grilo (me gusta más la palabra buhardilla, que sabe a Los misterios de París, aunque don Ciro escribe siempre, como es correcto, «guardilla», «aguardillada», «guardillas o sotabancos». Pero lo otro recuerda a los búhos, y esto a guardar, a ahorrar, cosas tan feas). Son los tiempos de la penuria creciente, de cada día más hambre, de parecerle cada vez más extraño a los demás. Mucho debió tundirle la vida, cuando mediado el año 1927 fue a tocar a las puertas del «Instituto Cervantes», bello nombre que da decoro y luz al refugio de los ancianos. «Entró en un asilo -dice Baroja- y no le gustaba hablar con sus antiguos amigos». Allí estuvo hasta el día 3 de julio de 1939, cuando se le trasladó, casi moribundo, al Hospital General. Antes de las 24 horas de ingresado, ya salía para su último viaje. Sus amigos de esos años fueron Modesto Moreno de la Rosa, poeta desconocido, el famoso penalista Calpena, y el tenor Benito Rosich, acogidos todos al instituto. Ellos, y los niños del barrio, fueron el último cuadro humano de quien tantos seres extraños, terribles, grandiosos o míseros había conocido.

Vimos que en su primera cuarentena Ciro Bayo llenó a conciencia el programa de una vida libre, poética, emprendedora y heroica, como corresponde a un cumplido fantaseador. Parecía, a partir de 1900, que se asentaba el hervor, que la sangre cedía y remansaba. Pero aquellos amigos y curiosos, en librerías de San Bernardo y de la Luna, en tascas y mentideros, popularísimos, no sabían que la epopeya no estaba sino iniciándose, y que viejo por días, seco, sereno, con cara de pocos amigos y con talante inclinado más bien a lo huraño. Ciro Bayo seguía peregrinando por la pampa inmensa, sorbiendo los aires de Castilla, correteando por la mesopotamia boliviana. Porque fue entonces, a partir de 1900, cuando este hombre realizó su vida. Fue entonces cuando debió de ser recogida la muda respuesta dada a quienes se preguntaron, tantos años atrás, para qué salía de vagabundo, por que no podía quedarse tranquilo entre las paredes de su casa y entre las calles de su ciudad.




La imaginación comienza a los 40

Hay el escritor anticipado y hay el escritor de regreso. Aquél comienza a producir hacia los dieciocho o veinte años, inventándoselo todo. El amor, el   —213→   conocimiento de la realidad, la experiencia directa de la vida y de la muerte, la ortografía, la variedad de sucesos y de sensaciones, los largos sueños -o sea, todo lo que forma la materia prima de una interesante comunicación y salida al exterior-, es sustituido, gracias a fórmulas poéticas, por una audaz cosecha de intuiciones, caprichos, oídas, y celeridad en la imitación y aprovechamiento de lecturas, estilos y vidas ajenas.

Ese escritor anticipado -no confundido con el apresurado- vive a través de lo que escribe, ha tomado como consigna «primero escribir, soñar la vida, y después vivirla»; si muere joven, casi siempre deja una obra que sorprende en el terreno poético, y que, en ocasiones, es precursora. Lo habitual es que esos libros anticipados a la experiencia pesen luego para toda la vida como pecados terribles. Pero cuando se acierta antes de tiempo, los aciertos son fulgurantes. Pueden llamarse Rimbaud o Radiguet, Keats o Espronceda.

El otro, el escritor de regreso, es quien primero vive, y escribe después. Regularmente no comienza su tarea de escribir sino alrededor de los cuarenta años. Ya ha soñado todo lo que había que soñar, y frecuentemente ha vivido y sufrido más de la cuenta. Lo prematuro en él, al revés del otro, es la experiencia vivida. Sedentario o peregrino, se sumerge en el mundo procurando bajar hasta el límite de la profundidad que sus pulmones resistan. Y permaneciendo allí el mayor tiempo posible, reaparece luego en la orilla, como un nadador que se echa a secarse al sol, y entonces narra despaciosamente lo que ha visto. Luego de hacer el Jonás, pasa revista a su pasado, recontando cuanto ha vivido, como el avaro sus tesoros. En el fondo, quizá sea más un historiador que un fabulador, un notario que un poeta. ¿Pero quién se atreve a afirmar que es mayor la fantasía soñada por un joven inexperto y visionario, que la ofrecida por la naturaleza y por la vida al observador profundo? Por estrambótico, mágico, irreal que pueda ser un ensueño, siempre la realidad, si se sabe exprimirla y buscarle los recovecos y pliegues recónditos, da ciento y raya a la imaginación de la fantasía. La realidad es más surrealista que el surrealismo y la vida sigue siendo la mayor novela, la poesía más rara, y el más cotidiano de los milagros. Por eso el escritor de regreso, cuando no se contenta con ser un notario de lo superficial -como en la mayoría de las tontas «Memorias» escritas por gentes que no tienen memoria de lo milagroso que han tenido al alcance de la vida-, da las sorpresas que perduran, los libros llamados a inmortalidad. Ahí está, paradigma, don   —214→   Miguel de Cervantes, puntero todavía, porque bajó a mayor profundidad y estuvo más tiempo encerrado entre las valvas de lo silencioso.

Ciro Bayo es un escritor de regreso. Hasta los cuarenta años se mueve por los sitios más apartados, tiene los oficios más contradictorios, jinetea por caminos inhóspitos, y convive personalmente con formas de humanidad que son el circo más colorido y alucinante que quepa imaginar. Toma apuntes, aprisiona recuerdos, archiva sensaciones. Todo va cayendo año tras año al fondo de un baúl, a lo hondo del barril, y allí comienza a fermentar. Cuando vuelve a Madrid, parece un hombre fracasado cualquiera, con excentricidad por debajo de las habituales en tipos que fuera del melenaje y la pose, estaban huecos. Ciro comienza a ser don Ciro, tipo raro, que es una de las contraseñas seguras del talento creador. Reconcentrado, solitario, hablando de tarde en tarde de cosas que la gente no quería creer, comienza pausadamente a mirar hacia atrás, a reconquistar la vida perdida, a contar lo que ha vivido, como lo vivió efectivamente, como le hubiera gustado vivirlo. Fermenta en silencio, mientras la madurez de la vida lo va madurando, como a un buen vino.

En esta magnífica madurez de la soledad y del aparente fracaso, va pariendo unos libros noblemente sentimentales, deliciosos en su lenguaje y en su textura, tiernos como corresponde a todo hombre irónico sin rencor para las amarguras de la vida. Estos, sus libros que quedan, se entreveraban con trabajos de forzado, traducciones, diccionarios, revés de almanaque, guías turísticas, ¡todo el embrutecimiento del escribir a destajo! Es de subrayar que la calidad literaria de este hombre está tan disuelta en su sangre, le es tan consustancial que sus traducciones, especialísimamente la de las Cartas de Ninón de Lenclós y la de Salambo, de Flaubert, son admirables; su adaptación de un extraño libro, Las larvas del ocultismo, de John Billingbrock, hace un libro ameno de lo que con toda probabilidad es en el original una lata indigerible. Tradujo a Kipling, a Selma Lagerloff, a Pellico, y entre otros autores más, ¡ay!, a M. Delly, de quien puso en español Esclava o Reina. Pero en lo suyo más propio, don Ciro, cuidadosísimo, producía libros estelares, limpios de maldad como de malicia.

Habría que colocar en primera línea por el esfuerzo que suponen, los libros dedicados a evocar la magna empresa de los conquistadores españoles, el ciclo que él llamó Leyendas áureas del Nuevo Mundo. Los caballeros de El Dorado, Los Marañones, Los césares de la Patagonia, Libros apasionantes de veras, responden a la   —215→   queja del propio don Ciro cuando dijera: «Parece mentira que entre los españoles no haya surgido, quien, a lo Walter Scott, haya novelado los anales de la conquista indiana que tanto se prestan a los vuelos de la fantasía». Él veía que los narradores clásicos de la epopeya, los cronistas de Indias, apenas son leídos. Actualizar, novelizar, poner ante los ojos sedientos de aventuras y de movimiento del lector de hoy aquellas singulares hazañas fue la tarea que se impuso. «Terminaré diciendo con Heine, en su condenación de los dioses -dice-: todos nos vamos, dioses y hombres, creencias y tradiciones... Puede que sea obra piadosa rescatar estas últimas de los abismos del olvido». La erudición bien digerida, la exposición de caracteres, la selección de anécdotas, y siempre la maravillosa sencillez y eficacia del estilo, hacen que estos libros, por poco conocidos, cuenten entre las mudas acusaciones que el tiempo va anotando a una cultura en crisis.

En un aparte pueden colocarse los libros de Bayo más personales, que es donde alcanza la culminación de su sensibilidad y de su expresión. Lazarillo español, para mí, es una de esas obras con siglos por delante, llamadas a inmortalidad. Pocas veces, en nuestro siglo, el idioma se ha escrito con tanta sencillez, con tamaña grandeza, con semejante esplendor. Cardenal Iracheta le llama «el mejor libro en prosa del siglo». Si es o no el mejor, no lo sabemos; pero sí sabemos que una selección de, por ejemplo, «los veinte mejores libros españoles de todos los tiempos», no puede excluir Lazarillo español. En esa línea, sólo que no tan logrados, están El peregrino entretenido, que tiene viva la mejor sonrisa de la picaresca sana, y donde saca don Ciro a un homónimo mío con una vida que para mí querría; Con Dorregaray: una correría por el maestrazgo, donde se justifica la autobiografía con la gran cita de San Agustín: «Yo no soy yo cuando estudio a la humanidad, porque entonces necesito un hombre para mis estudios, y como el que tengo más a mano y más conozco soy yo, echo mano de mí mismo». (Cita que Unamuno ponía en boca de Antonio de Trueba como diciendo: «Dejadme hablar de mí, que soy el hombre que tengo más a mano»); Por la América desconocida -ahí está incluido, casi textualmente, el libro publicado con el título de Chiquisaca o la Plata perulera-, que es, sin duda, el mejor libro de Bayo sobre América, porque se siente un sabor de mayor autenticidad y de mayor intensidad en la composición y en el cuidado.

Tras esta línea de «libros mayores», viene el desfile de obras más o menos interesantes: Las grandes cacerías americanas, tan objetivo y frío, aunque   —216→   bien escrito como siempre, que se diría que don Ciro cazó poco y habla de lo que oyó más que de lo que hizo; Orfeo en el infierno, novela que no es inferior a las mejores españolas de la época, y trae el eterno conflicto del viejo rico frente al joven artista pobre, mediando la Celestina de siempre; Bolívar y sus tenientes, San Martín y sus aliados; que es el mismo libro publicado con el nombre de Examen de los próceres americanos, y donde da entrada como historiador a algunas audacias tan tremendas sobre los máximos tabúes de la América hispana, que por suerte para Ciro Bayo la obra no se popularizó mientras él vivía, pues habría llegado a ser uno de esos escritores no malditos, sino maldecidos, como Madariaga después del Bolívar; Romancerillo del Plata, indispensable trabajo sobre el folklore rioplatense y sus antecedentes españoles (en este género produjo don Ciro un Vocabulario, así como las notas a Martín Fierro, que están llenas de muy interesantes indicaciones sobre la diversidad del léxico), y todo va orientado a la defensa de su gran tesis en defensa del idioma español frente a las pretensiones de indigenismos y confusionismos de toda índole; don Ciro se crece, por su amor a España, y a América, cuando la emprende en favor del idioma, y eso que lo puesto por él sobre temas tan espinosos como el imperialismo español en América y el de los «cargos mutuos», lo plantan como español muy conocedor de la realidad espiritual de América; Venus catedrática, biografía de la famosa Ninón de Lenclós, tratada con guante blanquísimo sin faltar a la verdad, pues don Ciro se caracteriza también por el tacto con que maneja los problemas llamados escabrosos. Esta bella biografía va seguida de un Tratado de galantería, que no es sino el epistolario de Ninón, traducido magistralmente; La reina del Chaco, novela breve, quizá demasiado breve para lo que apunta temáticamente, pero que le sirve al autor para pintar de nuevo la trágica situación de los indios, y esta vez en sus relaciones con la Standard Oil. Aunque muy esquemática, da esta obra una suerte de elegía de las razas pobladoras del Nuevo Mundo; el relato Salvaje, de gran fuerza, incluido como ilustración del trabajo sobre Rosas (Aucafilú), y que supera en mucho al tema principal, pues no obstante el afán de comprensión de Bayo, el panorama de Rosas le salió menos que mediano...

Finalmente, las desgracias. Sobre esa porción del planeta que algún francés gusta de llamar América Letrina -¿será por lo que nos gustan las letras?-, compuso Bayo una detestable Historia moderna de la América española, con datos de diccionario y sin la menor huella de imaginación o de gracia. Y equivocándose   —217→   terriblemente, él, que escribía una prosa tan bella, dio en la locura de componer, ¡en verso heroico! La colombiada, relato del descubrimiento, que desdichadamente se salvó de un incendio provocado por los indios dizque salvajes, asaltantes de la barraca gomera. En ese incendio -menos mal- quedó destruido otro mamotreto inédito. El vellocino de oro, también en octavas reales, consagrado a Pizarro y a Orellana. Parece que está publicada, pero afortunadamente no la he visto, una Historia argentina en verso; igualmente se menciona un Epitalamio a las bodas de Alfonso XII; mas en materia de lira, lo más acertado de don Ciro fue la broma zorrillesca de Dormir la mona, que ya es decir poco.

No. Por la poesía en verso no iba Ciro Bayo a ninguna parte. Pero la vida que se soñó a partir de los cuarenta años vale la pena de ser conocida. Por todas partes hallamos ribetes de inexactitudes; de cosas inventadas, de embarullamientos. Probablemente, casi todo lo que da por hecho, no fue sino visto o imaginado por él. Si fuéramos a creer todo lo que cuenta, desde una juventud tan temprana hasta que regresa a España, habríamos de tenerle por una especie de titán, y realmente sería inexplicable su descenso a la tierra de los hombres, su regreso a la buhardilla, para no salir más. ¿Es que ya no le estorbaba España porque ya no tenía familia de la cual huir? ¿Es que se hartó de aventuras, y se echó a la orilla a digerir los fabulosos bocados que tragara, ya en Castilla, ya a cuatro mil metros de altura, en el techo de América? Vivió por los libros, y es claro que fue perfeccionando cada vez más su propia imagen, la que él se había impuesto como retrato fidelísimo de sí. Cuarenta años gastó en ser lo que la vida quisiera, y otros cuarenta en fabricarse una personalidad a su gusto, y una historia a la medida de su fantasía. ¿No es esto lo más próximo a lo perfecto?




El fracaso creador

Lo que venimos a decir desde el inicio de estas notas de centenario es que la vida de Ciro Bayo tiene de ejemplar y tiene de símbolo. Es vida de escritor en estado puro. De escritor que sólo necesita de veras escribir para dominar la existencia. Los demás lo ven como fracasado, mentiroso, ridículo a veces, pero él es por dentro el rey de un mundo magnífico, que además puede ser comunicado. La realidad de este mundo está fuera del alcance de la verdad. Si no fue   —218→   cierto ayer, lo será mañana, y con certidumbre y veracidad mayores que las de las cosas inmediatamente verdaderas. Una fantasía bien urdida es más sólida que un pedazo de hierro.

En la lectura de Ciro Bayo tropezamos con embarullamientos, cambios de hechos y de fechas, mezclas de recuerdos. En el Romancerillo, por ejemplo, aparecen adivinanzas recogidas entre los niños gauchescos, que son las mismas presentadas por don Ciro como dichas por él a niños españoles, antes de ir a América. Cuantas veces se le puso a prueba el conocimiento real de la vida pampera, parece que fracasó. En unas páginas de Ricardo Baroja, donde cuenta con menos saña que don Pío una excursión a pie que hicieron los tres -él, don Pío y Ciro- a Yuste, encontramos un retrato psicológico casi perfecto del autor de Las grandes cacerías americanas. Don Ciro, a la postre, no sabía enjaezar el caballejo, ni hacer fuego en pleno campo, ni vencer los obstáculos que se presentan a los caminantes. Como militar, brillaba a la hora de imaginar telegramas. Los dos Baroja y él se divertían, en ese viaje que contó don Pío en La dama errante, jugando a la guerra. La página en que Ricardo Baroja cuenta -estamos muy a principios del siglo veinte-, cómo fueron las narraciones de don Ciro lo que decidió a don Pío y a él a hacer una excursión (don Pío dice todo lo contrario), y el episodio central de dicha excursión no tiene desperdicio.

«Una mañana clara, plateada, al bajar nosotros una colina, apareció un pueblecito. Casas bajas dominadas por la torre negruzca de la iglesia. A nuestra derecha se alzaba la mole gris de la Peña de Almanzor con los picachos cubiertos de nieve. A la izquierda la llanería se extendía hasta perderse de vista, esfumada en la bruma.

-Vamos a ver, don Ciro -dije-. Usted viene por este camino con quinientos infantes, cien jinetes y dos cañones. Su jefe, el capitán general de Castilla la Nueva, le ha encargado que vigile las riberas del Tiétar y bata a las partidas facciosas, que esperan refuerzos de Portugal. Usted llega aquí y se encuentra con que yo he cerrado la entrada de las callejuelas de ese pueblo. He abierto aspilleras en las paredes de las casas y en las tapias de las huertas. Tengo trescientos hombres de a pie y cincuenta de a caballo, que he enviado a la descubierta y me han traído la noticia de que usted se acerca a marchas forzadas. En este momento el vigía, apostado en la torre, debajo de aquel nido de cigüeñas, da la señal de alarma con un tiro. Vamos a ver qué hace usted, gran general, don Ciro Bayo y Segurola. Vamos a ver qué le ha enseñado su famoso Dorregaray.

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Don Ciro se para en seco. Echa la gorra hacia atrás.

-¡Capitán Villandrando! -grita-. Con su gente y la mitad de la de García, se va usted corriendo a lo largo de aquellos chopos, hasta rebasar las últimas corralizas del pueblo. Usted, Ramírez, por la izquierda, con su gente, pero a más distancia de tiro de fusil, por la hondonada. Que el sargento Arellano enfile con cañones la bocacalle cerrada con fajina, y en cuanto abramos brecha, les diremos a esos cómo las gasto yo. ¡Marchen!

Y don Ciro, volviéndose a mi hermano, dice:

-Comandante don Pío, voy a intentar un movimiento semienvolvente para dejarles a esos pipiolos salida para el otro lado del pueblo y después echarles los caballos encima.

Luego, dirigiéndose a las imaginarias huestes, gritó, como Nelson en Trafalgar:

-¡La patria espera que cada uno de vosotros cumplirá con su deber! Al cobarde le meteremos dos peladillas por la espalda. Echaremos un cigarro, mi querido comandante -añade el estratega-, hasta ver si se aclara la cosa.

Como es lógico suponer, soy ignominiosamente derrotado, y con mis facciosos caigo prisionero.

Entonces el vencedor llama al sargento Cuervo y le dicta el siguiente parte, que don Ciro recita de corrido:

-Excelentísimo señor capitán general de Castilla la Nueva. Punto. Habiendo sabido por confidencias. Coma. Que la partida latrofacciosa del cabecilla Ricardo, alias el Pintamonas. Coma. Se había apoderado del pueblo... ¿qué demonios de pueblo es éste? Ponga usted... Del pueblo... Madrigal de la Vera, y ejerciendo violencias y fechorías en las mujeres. Coma. Recabando onerosas... ¡Sin hache, hombre! Onerosas no lleva hache. Recabando onerosas contribuciones en especie y en metálico de las clases pudientes...

Don Ciro improvisa con seguridad el formulario de las partes militares. Daba cuenta de todas las peripecias del combate y de la victoria. Recomendaba el ascenso de los oficiales. Mencionaba especialmente al comandante de Estado Mayor don Pío Baroja y solicitaba para sí mismo la cruz laureada de San Fernando. En cuanto a mí, rebelde cogido con las armas en la mano y raptor de la sobrina del cura, me pegaba cuatro tiros».



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Esta fue acaso la última aventura de Ciro Bayo. Remedaba para él cosas ocurridas cuando apenas contaba quince o dieciséis años. Para los Baroja, poco guerreros, aquello era un juego de hombretones con sentimientos de niños. Pero para don Ciro, aquello era la confirmación de su vida imaginada.

Eso llevó a sus libros. Es un poco sospechoso que nunca viera un ombú. Que nunca lo viera, entendámonos, como es costumbre ver las cosas. ¡Pero la de ombúes que echó abajo en sus correrías entre los indios salvajes de la pampa!

Contaba un testigo de sus últimos años, lo del asilo, que cada vez se encerraba más en su habitación, no permitiendo que nadie entrara bajo ningún pretexto. En ocasiones, en la alta noche le oían sollozar. Constantemente leía y releía el Quijote. ¿No fue éste quizá el objetivo verdadero de Cervantes al escribir su libro? ¿No quiso, por ventura, dejar a los ancianos tristes, a los soñadores desvalidos, a aquellos a quienes la realidad ha tendido trampas y tósigos, una playa de calma y de consuelo?

A Ciro Bayo, un día, le preguntó un misionero, allá por un rincón de Sucre: «¿Y a qué se dedica usted? ¿Para que sirve?» Y él contestó: «Padre no sirvo para nada, y sirvo para muchas cosas. Soy lo que por allá llamamos un pobre de levita».

Un pobre de levita, es decir, un santo sin sayal, es el escritor verdadero. Nada le llega a tiempo y todo le llega mal. Paga con sus facultades y con su potencia de fantasía la gloria, el triunfo, el bienestar. Su destino es el fracaso, el anonimato, la miseria que obliga a tomar la vida por el asa candente, y a no dormir.

Lo último que hizo Ciro Bayo sobre la tierra, fue terminar un soneto. Murió en lo suyo, en el reino de su potestad, en el libre territorio de sus milagros y fantasías. Ahora sabemos que no mintió. Cuanto pudo parecer inventado, distinto a los hechos, no era sino la verdad del artista, que es una corrección, una rectificación a los errores de la vida. A él le dieron un nombre, una familia, una existencia que no le gustaron para nada. Gastó cuarenta años en recoger, o en soñar que recogía, materiales eficaces para imitar al creador. Y gastó otros cuarenta años en devolverle a la naturaleza, a la divinidad, a los hombres y a los cielos, una imagen corregida y perfeccionada de un soñador... Y a esto, nada menos que a esto: ¿podemos llamarle una vida de fracaso? Por lo que ocurre en zonas muy alejadas de la literatura, como son las zonas de la santidad, sabemos que sólo triunfan los que fracasan, que sólo mueren cargados de riqueza los que a tiempo lo pierden todo.

1959.





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ArribaAbajoLa América de Unamuno


I

Fernando el Deseado, que así le llamó la triste abyección residual de entonces, volvió a hundir a España en su sino fatal. Y en tanto, allá, del otro todo del Atlántico, empezaba a hacerse la España nueva, la gran España popular y democrática, la que pudo aquí haber sido y no fue, la que torció su camino primero ante la muerte del príncipe don Juan de Castilla, después, ante la vuelta del ominoso Fernando VII.

UNAMUNO                


La creación de un puente cultural que hiciera posible en el siglo XIX el intercambio sincero y la amistad sin recelos entre España y las naciones independizadas de ella en el Nuevo Mundo, fue obra de dos grandes escritores, don Juan Valera y don Marcelino Menéndez y Pelayo.

Así como aspiraron los hombres de aquellos territorios al reconocimiento de sus derechos en lo político y en lo económico, y para obtenerlo hubieron de lanzarse a la guerra, aspiraban también, una vez libres, al reconocimiento de la significación cultural de unas colectividades que, justamente por haberse formado al calor de la gran tradición cultural española de los siglos XVI y XVII, contaban en su seno con sendas figuras del linaje de la suprema de Andrés Bello, luz de todo el sur, símbolo de una alta cultura ya no personal, sino de colectividad, de nación.

Los reacios en España a no conceder el reconocimiento de lo que era evidentísimo -un José de la Luz y Caballero, un Camilo Torres, un Caldas, no se discuten- provocaron un aislamiento cada vez mayor. Hasta la aparición de Valera y Menéndez Pelayo, hubiérase creído que la firme ascensión de   —222→   Hispanoamérica a la alta cultura no era visible desde Madrid, o que si se la veía, como en el caso de un Rafael María Baralt, su luz no era suficiente para hacer comprender que algo muy profundo y valioso habría de estar ocurriendo, cuando menos en el reino del idioma, allí donde se daban ya casos como aquél. Y a la hora en que el hombre que ha construido el monumento de los monumentos a la lengua española, Rufino José Cuervo, vislumbraba la descomposición y acaso la pérdida de esa lengua, mucho habría de influir en su pensar la falta de una viva corriente de entendimiento y de convivencia entre los dos grandes bloques de la población hispanoparlante del mundo, el bloque de América y el europeo.

En América se tenía la sensación de que los debates -por no decir la tontería insigne- surgidos en torno a la entrada de un Juan Montalvo en la Academia no eran sino prueba de la incomprensión o del desdén español para todo lo que procediera de América. Si a Montalvo, el dueño del idioma, atrevíase alguien a ponerle reparos, ¿qué quedaría para los demás? Cuando don Juan Valera comienza sus Cartas americanas, y Marcelino Menéndez Pelayo, el hombre con vocación de constructor medieval de catedrales, presta seria atención a la lírica hispanoamericana, iniciase el deshielo. Pero en la actitud de ambos -eso se vería después- quedaban unos restos casi automáticos de «imperialismo», de seguridad en ellos de que eran «los que sabían más», y aleccionaban con talante irrefutable, docta e imperialmente. Ellos hacían lo suyo, y era útil, pero se necesitaba, además, otra actitud. Su paternalismo acabaría por exasperar.

Un buen día, por el 1892, don Marcelino Menéndez y Pelayo presidía en Madrid un tribunal de oposiciones para la cátedra de griego en la pluricentenaria universidad de Salamanca. Don Juan Valera era miembro de ese tribunal, ante el cual, entre otros aspirantes, se presentaba un joven bilbaíno venido a Madrid para estudiar y «hacer oposiciones», esa eterna pesadilla del intelectual español. Y aquellos dos hombres concedieron la cátedra a Miguel de Unamuno Jugo de Larraza, que tales eran los nombres y apellidos del bilbaíno de penetrante mirada y de insaciable curiosidad intelectual. Ellos no sabían que más que para una cátedra de griego había nacido aquel hombre. Estaba allí en el mundo, impertinente, inquisitivo, inmodificable, para «cantar las cuarenta al lucero del alba». Él diría las verdades que los otros callaban. Diría, entre muchas, las escamoteadas, las ignoradas verdades de América.



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II

Era hijo de indiano. Más que tesoros, el padre llevó, de regreso a la península, fantasías de América, libros de historia, láminas de raros episodios y personas. El Unamuno niño alimentó sus primeras curiosidades, sus primeros deseos de salir mundo afuera, pasando y repasando estampaciones y letras donde se hablaba de los aztecas, porque su padre había venido de México, y de México, de la ciudad de Tepic. Dos fuertes rostros llamaron la atención del muchachillo: uno de hombre con cara de chivo, llamado Abraham Lincoln, y otro de hombre con recia cara de azteca, de indio puro. Las letras ponían debajo de la poderosa cabeza del indio: «Este es Benito Juárez».

Esas dos personalidades de imborrables rasgos, y contemplar luego en la calle una figuración en cera del instante en que iba a morir el emperador Maximiliano -pobre víctima del último gran error de las monarquías europeas en América-, dieron a Unamuno niño la primera imagen de una cosa terrible, hecha por hombres de personalidad poderosa, y llena de episodios crueles, a la cual la gente llamaba historia universal. Así entró en contacto el niño de pequeña ciudad con el trasmundo de allende la ciudad, y de allende la península toda, y los mares. Lanzábase su espíritu por encima de las murallas, encendíasele la imaginación, y era para sus compañeros de colegio el raro muchacho que habla de indios y de sacrificios humanos, de tesoros de Mactezuma, de flechas envenenadas, de sacerdotes y de serpientes.

Su personalidad se va perfilando al rescoldo del incendio que América prende desde 1492 en la imaginación de los adolescentes españoles. Para él, América es desde la cuna como una lejana Dulcinea, como una primera novia, o como una dulce estrella que le acompaña en sus más remotos viajes por el centro del alma. Nace para el espíritu en ese mundo americano, se desarrolla en él, y no lo abandona ni lo olvida jamás. Cuando llegue la hora de transformar en material estudio y conocimiento cuanto anhela saber -¡y será infinito su afán de conocer los misterios radicales, los enigmas que están en la raíz del hombre y de la vida!-, transformará también en hechos de actividad creadora, de febril análisis, de pasión de las ideas, aquella primitiva unión ideal con los misterios, con los paisajes, con las costumbres, con las gentes de América.

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Él llegará a ser el español de más agitada conciencia y de mayor inconformidad espiritual en el siglo XX. Se le reconocerá un día, a lo largo de su edad -que iría adornándole, como a árbol añoso, con más ricas flores cuantos más inviernos viviera-, como el Excitator Hispaniae, como el nuevo Sócrates que mortificaba y mantenía insomne, a pura irritación de tabaco, a quienes pretendían dormir. Se le tendrá por el polemista de Dios, y por el polemista con Dios, por el hombre libre en estado puro... Pero no todos comprenderán, cuando Unamuno haya destilado sus setenta y dos años a la vida, y cuando haya dejado una obra frenéticamente personal y humanizada hasta el tuétano, que aquel espíritu ardiente tuvo, desde sus primeros años, un reactivo poderoso, una incitación fascinante, un llamado que no le dejaba dormir, ni volverse romo por el diario choque con una chata real idad... Ese reactivo fue América. De allá le venían los libros, las actitudes, los ejemplos que mayor eco hallarían en él. De allá le vendrían las incitaciones y las simientes para sus más personales ensayos y monólogos. Dialogando a solas con los grandes del espíritu americano, soltaría chispas y más chispas, como el pedernal golpeado por la piedra dura, el altivo pedernal viviente que fuera el hombre capaz de escribir El sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos.




III

Para comprender a Unamuno hay que leerlo en función de la América Hispana. Su metafísica es la de la expansión en el vacío, la de zozobrar en espacio infinito, o sea, es el sentimiento americano de la conciencia angustiando al hombre y proponiéndole aventuras gigantescas en lo desconocido. En la raíz, en el quicio de cuanto hiciera, sentimos latir siempre una página, una voz, una imagen hispanoamericana. Era hombre de riposta, de reacción. Necesitaba chocar con algo, una idea o una persona, para producir lo mejor suyo. Comentaba más que paría, ¡pero qué comentarios tan descubridores de nuevos horizontes aquellos! Vivía físicamente en Salamanca, pero su campo de entrenamiento -pienso en los atletas, en los boxeadores- era el Muevo Mundo. Verlo en su comercio con los grandes de América, es asistir al desarrollo, por contraposición, por diálogo, por lucha interna, civil como él decía, de su propia personalidad, de su yo superlativo y omnipresente.

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A Ortega y Gasset, como a Pascal, le irritaba el uso del yo. De Unamuno dijo que a la manera del altivo señor feudal, quien hincaba su pendón donde quiera que llegase, el rector de Salamanca soltaba su yo en medio de la conversación, y lo imponía en toda circunstancia, como si fuera un ornitorrinco. Y esa imagen de Unamuno yoando de lo lindo, por todo pretexto y en toda página, aun cuando hubiese ofrecido en el título hablar de César o de una poetisa, se ha impuesto de tal manera, que a fuerza de verle como a un yo parlante y gesticulante, no se le ve la real entraña de su actitud, ni, por ende, el para qué verdadero de su yoar o yoísmo. Y me parece demostrable que, paradójicamente, el yo de Unamuno estuvo, como pocos, en función de otros yo, de otra cosa que el yo por lo menos, y que la búsqueda afanosa de su propio yo no era sino un procedimiento de trabajo espiritual, un instrumento de exploración y análisis de las raíces comunes a los yos de los hombres hispánicos, al gran yo integral y originariamente solo y único del hombre hispánico, viva éste en España o en América.

A la postre, hay más yo egoísta en Ortega que en Unamuno. La conciencia que Ortega tuvo, desde muy joven, de su magisterio, y especialmente de su estilo espléndido y lujoso -el estilo de Ortega, estilo bonito, es una polícroma carreta que va emperejilada, encascabelada, de cinco alfileres, a la feria de Sevilla-, es, en realidad, una conciencia rozante con el narcisismo. Y el narcisismo es la culminación del yo ciego para el mundo de los demás, para el mundo como los otros lo ven y lo sienten. Por eso hay en Ortega un aire imperial, cesáreo, concluyente, que, pese a todas las apariencias, no se encuentra en Unamuno. Cierta jactancia más verbal que sustancial pinta de arrogante al vasco. En el fondo, Ortega, pulido en estilo, muy puesto en sus frases, como un Chateaubriand o un Barrés capaces de saborear merluzas, angulas y torrijas rehogadas en diamantino aceite, dice cosas tremendas, dicta filosofemas y juicios irrebatibles, y se tiene la sensación de que si se le contradice, con un gesto de su mano de mandarín imperial va a enviarnos a hacer puñetas en el infierno.




IV

Unamuno es más rudo, grita más, pero imperializa menos. Morabito máximo le llamó Ortega, y bien puede ser que nos lleve al energumenismo, pero es por estar convencido de que hay un fondo beréber irreductible, no romano,   —226→   no latino, en el alma hispánica. Para dar con ese fondo y vivir desde él, no desde la sobrenaturaleza de un credo intelectual lúcidamente atrapado, sino desde las tumultuosas vísceras del hombre de pasión, del africano radical, débese vivir con el alma a la intemperie, en espacio abierto, como el acezoso jinete en el océano de los desiertos. Al asomarse a la España en liquidación política, cuando esa gran escenografía no genuinamente española que se llamó «imperio español» se desvanecía, Unamuno, el acusado de vivir en el cuenco de su yo, descubrió, desde el vidrio de aumento de ese yo, un territorio transhispánico, una prolongación o extensión de España viva, más duradera y resistente que cuantos espejismos pudiesen venir de las configuraciones políticas, de las muertas realezas, de los austrianismos y de los europeísmos. El supuestamente desmesurado egoísmo de su yo le permitió, nada menos, descubrir de nuevo a América, entender lo que otros no habían entendido, sentir una España real, concreta, que no tenía nada que ver con las efímeras ilusiones de una corona extranjera, ni con el dominio forzoso de unas tierras. Al dar con las raíces de lo español por tanto cavar en su yo. Unamuno, como el arqueólogo que un buen día a fuerza de excavar y ahondar descubre el cimiento de toda una civilización, se encontró a su hora poseedor de esta verdad: lo que España no había podido ser dentro de España y en España, estaba llamada a serlo, estaba siéndolo ya, en América. ¡Cuántas perspectivas nuevas, jugosas, vitalmente sanas, desprendíanse de este hallazgo! Por eso, cuando trató directamente el tema de la egolatría de los del 98, pudo decir: «Vino el derrumbe de nuestros sueños históricos, vino lo de Santiago de Cuba, y lo de Cavite, vino el Tratado de París, y en medio del estupor, o más bien de la estupidez general, nosotros, los que dicen del 98, nos tocamos, sentimos el alma, descubrimos que teníamos un yo, y nos pusimos a admirarlo».

La manera plena que tuvo Unamuno de observar, penetrar, reconocer hasta lo último su yo -el yo de España, en definitiva-, fue consagrarse al conocimiento intenso y apasionado de América. No se trataría ya de un metafórico subterfugio colonialista. No pretendía ejercer sobre América un imperio de ninguna clase, ningún sucedáneo del imperio que percoló, como la arena entre las mallas de una zaranda, por las necias manos de Fernando VII. Lo recíprocamente inseparable de las dos porciones integradoras de España, situada una en el Nuevo Mundo y otra en el continente europeo, pero las dos formando, por igual, parte de una entidad, fue lo que Unamuno vio antes que nadie.

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Puso el oído en tierra, lo ahondó bajo el mar, estirándolo hacia allá, y sintió que en efecto el viejo fondo berberisco de la raza, sediento de recorrer desiertos, de domar horizontes, había encontrado en la vasta América su escenario ideal, el que acaso tuvieran milenios atrás los padres de la raza, los vigorosos iberos que no aceptaban yugos ni prisiones. Dirigiéndose a los españoles en sus días. Unamuno les dibujaba el sentimiento de igualdad de destino, y, por ende, de igualdad de problemas al decirles: «Con nuestras raíces tenemos que buscar, buceando en nuestras honduras, las raíces de los pueblos hispanoamericanos, que son las nuestras. Allí se reproduce nuestra historia, allí al toque con el desierto rebrotan nuestros más peculiares cantos, con sus tonadas, sus cadencias, su dejo todo. Los esfuerzos de los que se empeñan allí en cosmopolitizar, o sea, en latinizar y más bien afrancesar a sus pueblos, rebotan en la peña viva del alma popular, y como a nosotros, han de hallar la universalización que persiguen socavando en las profundidades de su propio ser».




V

Una vez le oí a un español culpar a los cubanos de ingratos por haberse separado políticamente de España, añadiendo:

-¡Después que descubrimos, conquistamos y poblamos aquello!

-¿Nosotros? -le contesté-, será usted, que yo, por lo menos, no. No recuerdo haberla descubierto, conquistado ni poblado.

-Nosotros precisamente no, me replicó, pero nuestros padres...

-¡Los de ellos más bien!, le retruqué.



Estas dos grandes directrices: cavar en el ser propio, y procurar la universalización huyendo del fácil camino del afrancesamiento o de la cosmopolitización del tipo que podemos llamar turístico o snob, iban a ser las guías de Unam uno al enfrentarse desde 1894 -desde esta fecha en forma permanente-   —228→   con la tarea de ejercer la crítica de la literatura hispanoamericana en España. Bien sabía él que los problemas eran comunes, que muchos de los males que lastraban y entorpecían a la América española eran, con muy ligeras variantes, los mismos que hacían de España, desde 1868 más o menos, una nación paralítica, enquistada en su ayer, corriendo el peligro de hundirse en el pasado por el peso de los rencores y los resentimientos. Y por todo esto, bien conocía Unamuno, más a fondo que nadie, porque lo conocía y no le temía, ese terrible abismo que ahondaban entre España y la América Hispana las pretensiones sin base, la soberbia intelectual, el fingir lo que no se es, la arrogancia y la pedantería que tantos españoles esparcían como tóxico polvo sobre América, cuando se dignaban aproximarse a América. Esto explica por qué al lanzarse un hombre nuevo a la tarea aquella iniciada por don Marcelino y por Valera, la reacción que se produjera desde el principio en América fuera completamente distinta a la del siglo anterior, y fuese por ello completamente fecunda. No era el dómine, ni el sabelotodo, ni el perdonavidas al niño «que está adelantadito para su edad». Era un hombre capaz de hablar de igual a igual con los hombres de allá, y capaz de decir a los españoles:

«Me parecen dañosísimos y disparatados los pujos del magisterio literario respecto a América, que aquí en España se dan mucho, y el desatinado propósito de ejercer el monopolio del casticismo y establecer aquí la metrópoli de la cultura. No; desde que el castellano se ha extendido a tierras tan distantes y tan apartadas unas de otras, tiene que convertirse en la lengua de todas ellas, en la lengua española o hispánica, en cuya continua transformación tengan tanta participación unos como otros. Un giro nacido en Castilla no tiene más razón para prevalecer que un giro nacido en Cundinamarca, o en Corrientes, o en Chihuahua, o en Vizcaya, o en Valencia. La necia y torpe política metropolitana nos hizo perder las colonias, y una no menos necia ni menos torpe conducta en cuestión de lengua y de literatura podría hacernos perder -si estas cosas se rigieran por procedimientos de escritores y literatos- la hermandad espiritual. Tenemos que acabar de perder los españoles todo lo que se encierra en eso de madre patria, y comprender que para salvar la cultura hispánica nos es preciso entrar a trabajarla de par con los pueblos americanos, y recibiendo de ellos, no sólo dándoles».



  —229→  

Esto era un nuevo discurso, un evangelio o noticia completamente inaudita en América. A quienes hablaban de la Fiesta de la Raza, sin una diáfana formulación de principios que no fuesen los vagos latiguillos de «el imperio», «la madre patria», «la religión y la tradición», «la gesta de las carabelas», iba a oponerles Unamuno rotundidades que no dejarían lugar a dudas. «Abandonemos -decía- la necia pretensión de seguir siendo, ni en lenguaje ni en nada, la metrópoli, la madre patria, la que dirige y da la ley, y cesemos de ver en esas repúblicas hijuelas nuestras...». O bien: «El Nuevo Mundo será alguna vez dueño y señor del viejo... Tal vez lo será en el reino del espíritu. Sí, España tendrá que reconquistarse desde América». «La Fiesta de la Raza espiritual española -puntualiza- no debe, no puede tener un sentido racista material -de materialismo de raza-, ni tampoco un sentido eclesiástico -de una o de otra iglesia- y mucho menos político. Hay que alejar de la Fiesta de la Raza todo imperialismo que no sea el de la raza espiritual encarnada en el lenguaje. Lenguaje de blancos y de indios, y de negros, y de mestizos, y de mulatos; lenguaje de cristianos católicos y de no cristianos, y de ateos, empuje de hombres que viven bajo los más diversos regímenes políticos».




VI

Por alimentar ideas como éstas, Unamuno descubrió un día la palabra exacta y precisa para su sentir. Fue él quien dio con el vocablo «Hispanidad», como antes había dado con «argentinidad». No de Unamuno, sino de monseñor Vizcarra, tomó Ramiro de Maeztu el término, para incluirlo en el libro que dio alas al vocablo, y de ahí que se adjudique la paternidad al sacerdote, pero parece indudable que el aporte de monseñor Vizcarra consistió en la interpretación de tipo religioso, ecuménico, que diera al término en momentos en los cuales seguía prevaleciendo la interpretación ramplona y superficial de «Día de la Raza». El vocablo en sí, el fonema, alboreó en Unamuno. Éste explica: «Dije Hispanidad, y no españolidad, para incluir a todos los linajes, a todas las razas espirituales, a las que se han hecho del alma terrena (terrosa, seria, acaso, mejor) y a la vez celeste de Hispania». (La peligrosa tontada de «Día de la Raza» fue obra, principalmente, de Hipólito Irigoyen).

Y en otro sitio, cuando habla de que tras de las independencias políticas logradas es preciso asegurar las sendas personalidades colectivas y comunes, afirma que esto sólo podrá conseguirse forjándolas «sobre una interpopular hispánica,   —230→   sobre una hispanidad común». Para él, el asiento de esa interpopular o acción interpueblos hispánicos es la lengua. Y su concepto de la lengua, altar y vehículo del espíritu, le sirve para despojar al término «raza» de toda connotación étnica o nacional, trasladándolo a una resultante de ese espíritu que en la lengua vive y se manifiesta. Por esto su hispanidad no consiste en que España siga siendo, ni de cerca ni de lejos, metrópoli de ninguna cosa, y mucho menos metrópoli de la lengua. Cree que el idioma tiene que hacerse totalmente español, lo que incluye lo hispanoamericano total, con tantos derechos, que llega a afirmar, frente al criterio de la academia, que si fuese preciso hacer retroceder y descoyuntarse al castellano, abriéndolo para recibir cuanto de vivo, de espiritual, de racial pueda venirle de América, no se titubee en hacerlo, porque, en definitiva, el castellano es uno de los dialectos del español, el dialecto nuclear o generador, pero no el emperador de la lengua, ni el legislador eterno de sus expresiones.

Fue por este áureo camino del espíritu nacido a través de la lengua escrita y hablada, por donde entabló a fondo su diálogo con los grandes de la inteligencia y de la sensibilidad de la América hispana. Gracias a esta concepción del idioma abierto para recibir los ensanchamientos y riquezas de la diaria lengua hablada en vivo por los pueblos y razas, pudo admirar de manera tan excepcional a hombres que, en ocasiones, bien porque maltrataban políticamente a España, o porque maltrataban a la lengua, según la rígida codificación o arnés que a ésta querían imponerle los que se sienten sustitutos de la corona, vicarios de los virreyes y capitanes generales.

Para Unamuno no había enemigos, ni políticos ni lingüísticos en América, con tal de que quien fuese hubiera conservado en alto la viva expresión de la raza espiritual, que es la lengua poderosa, restallante, llena de vibraciones y de pasión. Por eso coloca a Sarmiento sobre su cabeza, acaso en el más preeminente sitio de sus preferencias. Interrogado una vez quién era para él el escritor español más importante del siglo XIX, respondió sin titubear: Sarmiento. Y los elogios que le prodiga, desde antes de su gran trabajo de 1905, son casi exclusivamente reservados para el fuerte argentino. Los terribles conceptos de Sarmiento sobre España, su francofilia, su inclinación a las normas políticas y pedagógicas norteamericanas, todo, se lo perdona Unamuno en razón de que Sarmiento fue «el americano más grande entre los que escribieron».   —231→   Llamarle gigante, genio, la más grande inteligencia de escritor americano en nuestra lengua, y muchas más cosas, es frecuente en Unamuno. Se comprende que esa actitud nace de su concepto general, previo, sobre América y sus hijos. Quien pudo decir cuán sin fronteras políticas admiraba a Bolívar, y escribió sobre el Libertador páginas que sólo de hispanoamericanos de la entraña de un José Martí cabía esperar, es un hombre que se ha limpiado de prejuicios hasta más allá del subconsciente. Él sentía que Bolívar era más hermano de Pizarro que de Atahualpa. «De nuestra raza fueron -dijo cuando aún sobrevivían personas que a la grandeza de ver nacer pueblos libres preferían vivir gobernadas por Fernando VII- no sólo Hernán Cortés, y Balboa, y Lagasca, y Mendoza, y Garay, sino también los mexicanos Hidalgo y Morelos, el venezolano Bolívar, el colombiano Sucre, el argentino San Martín, el chileno O'Higgins, el cubano Martí».

¿Cómo no iba a ser una excepción a la hora de juzgar los valores literarios, las producciones espirituales de aquella América? Menéndez Pelayo derramó una mirada más amplia, más geográficamente completa, porque su erudición era, en eso como en todo, única; pero dondequiera que Unamuno tocó, y aun con las limitaciones que supone el que de algunos países y literaturas importantes no tratara con la frecuencia y extensión merecidas, dejaba una huella más cálida, más humana, más fecunda que la de Menéndez Pelayo y que la de Valera.




VII

Es bueno verlo, en este año del centenario, departiendo con los grandes de América. Estuviesen muertos o vivos, Unamuno los buscaba con calor, con simpatía y trataba con ellos, de viva voz, por carta, o por los libros, un gran diálogo. Este diálogo era siempre tan útil para él como para los lectores, fuesen éstos de España o de la América hispana. Porque habría que dedicar todo el tiempo que merece a seguir los pasos de Unamuno como crítico de la literatura hispanoamericana, como autor de correspondencia con mucho más de doscientos escritores hispanoamericanos, y como gran «embajador de la intelectualidad de América en España», que fuera el justo título que le reconociera Enrique Gómez Carrillo. Esos pasos nos conducen a comprobar este hecho: Miguel de   —232→   Unamuno hizo tanto por el conocimiento de los escritores americanos en la propia América como en España. Casos como el de Alcides Arguedas, a quien, por decirlo así, «lanzó» Unamuno a la fama merecida como autor de Raza de bronce y de Pueblo enfermo, son muchos en los treinta y tantos años de labor para unir con la pluma, como él decía, lo que la mar separa. ¿Quién -pongamos por ejemplo- recordaría hoy, a no ser por Unamuno, Kundry, del colombiano Latorre? ¡Cuántos autores notables siguen siendo desconocidos para su propia América, pese a que Unamuno los estudiara y los recomendara!

En esa convivencia, la gran norma está dada, naturalmente, por el trato con los maestros, con los grandes. Ya se dijo de su estima por Sarmiento. ¿Y Martí? ¿Es que hay muchos autores, no ya en España, sino en la misma América bienamada de Martí, que conocieran a éste y le amasen con tanta intensidad como Unamuno? Guillermo Díaz Plaja ha señalado, en cuidadoso estudio, las relaciones de influencia de Martí sobre Unamuno, que se advierten sobre todo en el libro capital de versos, en El Cristo de Velázquez. El endecasílabo blanco de Martí arrastró a don Miguel en forma bien visible, y se le reconoce la huella profunda de la lectura intensa de los graves poemas de quien, aun en Cuba, se le tiene como dando su principal mensaje lírico desde los Versos sencillos, cuando la verdadera estatura poética de Martí y la demostración palpable de su genio precursor del modernismo en América, están en los Versos libres, en Las flores del destierro y en la prosa que sirviera a Rubén Darío para echar a andar hacia la grandeza.

La devoción de Unamuno por Martí es de tal entidad, que llega a salvarle de todos los anatemas que reservaba para los poetas del movimiento modernista, incluyendo a Darío. Para Unamuno, Martí es un caso aparte, por que no «parisinea». Subraya, con razón, que si pertenece al modernismo no es ciertamente porque use y abuse de los tópicos afrancesados, de mala vida francesa de segunda mano, de frivolidad parisién -¡carga y tragedia de Darío!-, sino porque Martí es el único del gran grupo -Nájera, Silva, Casal- que llevó una ética a la formulación y a la práctica de una estética nueva y se preocupó por aquella tanto o más que por ésta. Lo que le reprochaba Unamuno a Darío era la frivolidad, el gabinetito francés, el boudoir de la duquesa tonta. Martí, no. Martí toma los matices nuevos, las libres formas del verso, la audacia del modernismo y lo llena todo con el peso de un alma. «Necesitamos versos que   —233→   nos despierten», dice Unamuno comentando los Libres de Martí. Y le dedica los elogios supremos al poeta, al patriota, al hombre de un pensamiento sagrado y de una conducta angélica.

Y así como comprendía a Bolívar, a Sarmiento y a Martí -«los tres grandes triunviros de Hispanoamérica», según él-, comprendía y admiraba a Montalvo. Prefería, desde luego, el Montalvo de Las Catilinarias al de los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Prefería la lengua terrible, de Sinaí en tormenta, a la búsqueda del giro arcaico. Pero, ¡cómo amaba a Montalvo! Cuenta que pudo haberse tropezado con el hijo de Ambato cuando éste, en 1882, paseaba sus tristezas por Madrid. Desde dos años antes era estudiante en la Corte el hijo del indiano, el llamado a comprender como pocos a los hombres volcánicos, a los Montalvo y a los Bolívar. Y toda la pasión de paladín de la lengua que sentía Unamuno por quien escribiera aquel radioso estilo, aquella clásica muestra de la grandeza americana, pudo volcarla en el prólogo a las Catilinarias y en el breve discurso que pronunciara en 1925, cuando desterrado en París, ante la tarja que recordaría a los caminantes que en aquella casa murió altivamente Juan Montalvo. En aquella ocasión Unamuno se adelantó, y dijo:

«Señores: aquí en esta casa, lejos de aquellas altas montañas volcánicas donde fueron forjados sus huesos, los de su cuerpo y los de su alma, Juan Montalvo acabó su día, pobre, solo y proscripto, aproximadamente a los cincuenta y seis años. La tierra francesa, suave, blanda, húmeda, envolvió su cuerpo y su espíritu como con una mortaja, los vistió en la majestuosa lengua española; la lengua del Quijote. Él sufrió el exilio, la soledad y la pobreza, y de ellos engendró, en el dolor, obras inmortales.

Su muerte halló aquí una patria y aquella de la inmortalidad en todas las almas de lengua española de la humanidad civilizada. El Ecuador de hoy, "libre, instruido y digno", que recogió sus restos, rinde este homenaje imperecedero a aquel que fue tachado de loco y antipatriota.

Loco, como fue llamado Jesús por los suyos, por su familia; Jesús, que de acuerdo al cuarto Evangelio, fue crucificado por antipatriota. Loco, igual que don Quijote, que fue acusado de la desgracia de su patria. Y como ellos fue Montalvo, cristiano, quijotesco, pobre, solitario y proscripto. Pobreza, soledad, proscripción... no debo hablar de ello. El tiempo apremia y la ocasión, el lugar y el estado del espíritu arriesgarían a ahogar mi voz en sollozos.

  —234→  

¡Adiós, pues...! ¡Adiós quien aguarda eternamente en la historia -la cual es su pensamiento- los profetas y los apóstoles de la cristiandad, y los tiranos -artesanos de la bestialidad- y quien realiza de la sombra de éstos la luz de aquéllos!

Adiós a Montalvo, que vive inmortal en nuestra lengua».






VIII

El territorio moral en que se movía la relación de Unamuno con los Bolívar, los Sarmiento, los Martí, los Montalvo, nos conduce a entender sus conflictos con Rubén Darío. En el fondo, el puritanismo, el eticismo calvinista de Unamuno no podía avenirse con la gracia parisiense de Darío. La fascinación ejercida por París sobre los sudamericanos sacaba de quicio al autor de El espejo de la muerte, porque esa fascinación era una manera de abandonar y de menospreciar el conocimiento de la tierra natal. (Sobre todo comentando un libro de Benjamín V. Subercaseaux, La ciudad de las ciudades, dijo cosas definitivas). Unamuno exigía de los hombres, aun de los pecadores, religiosidad, intensidad, literatura al servicio de una concepción profunda de la vida, y no la vida al servicio de una bella literatura. Por esto puede entenderse tan admirable y sostenidamente con el protestante Alberto Nin Frías, y tan poco o nada con Rubén Darío, pese a que éste, aun antes de conocerse personalmente, ya le admiraba sobremanera. Un año antes del encuentro personal chocaron en breve polémica periodística porque Unamuno, bajo el dolor del 98, había lanzado el grito de «¡Muera don Quijote!», y Darío salió en defensa de aquel a quien Unamuno amaba en el fondo tanto como a Cristo. Don Miguel ripostó enérgicamente, señaló a Darío el lunar de vivir de rodillas ante las «grandezas de París», le afeó los sobrepesos que al modernismo le echaban los afrancesamientos y sacó de la polémica vigorizadas sus viejas ideas sobre lo nacional, lo castizo y lo universal. Darío se sintió mortificado por una alusión a lo del plumaje de los indios -parece que ciertamente Rubén se había afrancesado tanto que no sin rubor oía hablar de chorotegas y de mestizos- e hizo cuanto estuvo en su mano por zanjar el incidente lo antes posible. Humildemente pidió a Unamuno -como a Clarín- un reconocimiento, por leve que fuese, de sus méritos. En 1899, cuando se conocieron, comprendieron ambos que no habían   —235→   nacido para ser amigos. «Existió siempre entre nosotros, diría Unamuno después, una muralla de hielo».

Pero como siempre ocurre entre los gigantes del espíritu, cuando se encuentran, aunque riñan, algo muy positivo quedó de aquel malentendido. Darío postuló ante la opinión pública española, que no lo soñaba ni estaba dispuesto a admitirlo, que Miguel de Unamuno era ante todo un poeta, un magnífico y grandioso poeta. Ese juicio le trajo críticas y hasta cuchufletas. La buena gente estaba todavía muy lejos de aceptar como poeta a quien no fue un bohemio, un inofensivo anticipo de los beatnik de hoy. Y si, encima, lo que ese tal publicaba con el nombre de poemas no era cosa dulzarrona, ni el sonsonete podía llevarse con el pie, ni servía aquello para rendir el corazón de una doncella lunática, ¿quién se atrevería a llamarlo poesía? Se atrevería Rubén Darío.

Consciente de que su credo estético no regía para Unamuno, pero sintiendo el peso poético de éste, resumió su juicio, audacísimo para la época, en la forma siguiente: «Entre esos poemas que parecen recitados de súbito, entre aplicación rara, consciente versolibrismo, suelen brotar profundos y melodiosos sones de órgano que habrían regocijado al Salmista. Esto es lo que más gusto en él, sus efusiones, sus escapadas jaculatorias hacia lo sagrado de la eternidad... Esto no es renegar de mis viejas admiraciones ni cambiar el rumbo de mi personal estética. Tengo, gracias a Dios, una facultad que nunca he encontrado en tantos sagitarios que han tomado mi obra por blanco: es la de comprender todas las tendencias y gustar de todas las maneras. Todas las formas de la belleza me interesan, y no sé por qué razón habría de desdeñar la orquídea por el girasol o el girasol por la orquídea. Yo me deleitaría en Versalles con los violines del rey; mas mi espíritu ya vendría de lo lejano del tiempo de escuchar el canto de las sirenas o las trompetas de Jericó. El canto quizá duro de Unamuno me place tras tanta meliflua lira que acabo de escuchar, que todavía no acabo de escuchar. Y ciertos versos que suenan como martillazos me hacen pensar en el buen obrero del pensamiento que, con la fragua encendida, el pecho desnudo y transparente el alma, lanza su himno, o su plegaria, al amanecer, a buscar a Dios en lo infinito».

Sólo cuando murió Darío, Unamuno -«solitario de su propio Port Royal»- hizo un gran acto público de contrición y de noble arrepentimiento por sus pequeñas majaderías e impropiedades con el nicaragüense. Escribió un   —236→   maravilloso artículo necrológico, donde el ritornello venía dado por la frase que Darío empleó en la carta exculpatoria: «Hay que ser justo y bueno». Unamuno insistía una y otra vez en cómo le heñía en el alma la advertencia del poeta, y hacia cuanto reconocimiento le era dable, pese a la diferencia estética -ética en el fondo, como todo lo que se tratase de Unamuno-, a la grandeza de quien le había llamado, medio en broma, medio en serio, «un pelotaris en Patmos». Y es Alfonso Reyes quien, tomándola de Valle Inclán, nos ofrece la frase-clave de esta desavenencia entre los dos maravillosos señores del idioma: «No podían entenderse. Rubén tenía todos los pecados del hombre, que son veniales, y Unamuno tiene todos los pecados del ángel, que son mortales».




IX

Otra cosa, muy otra cosa fue la relación de Unamuno con Amado Nervo. Ya la ciudad natal del poeta era para don Miguel reminiscencia grata, pues en Tepic pasó sus años de América Félix de Unamuno, el padre. Y luego Nervo traía entre sus poemas enredada la honda preocupación religiosa, lo místico, la fantasía sobrenatural inclusive. «Hablábamos de ultratumberías».

Se entendieron a la perfección. Hablaron poco, mas su diálogo fue de esos hondos, contados de palabras, cargados de silencio comunicativo, creador. El prólogo de Unamuno a las obras completas de Amado Nervo es de lo más explícito y hermoso que escribiera en torno a lo del misticismo en la poesía. Todo lo que fracasó en el prólogo a los poemas de José Asunción Silva -una de las páginas más agresivas de Guillermo Valencia sirvió para refutar ese prólogo, y el propio Nervo disintió de él-, triunfó en el prólogo sobre Nervo. Era que, ¡otra vez la ética!, a Unamuno nada le irritaba tanto como el esteticismo, la elegancia del dandy. Y aquello de que al morir tuviese José Asunción junto a sí un libro de Gabriel D'Annunzio, una de las bêtes noires de don Miguel, uno de esos autores a quienes sólo oír mentar le producía cólera -no fue otro el origen del gran varapalo unamuniano a Dominicis-, resultaba demasiado para que, por muchos esfuerzos que hiciese, se aproximase a Silva con algo más que con un poco de pena por su tragedia. En cambio, con Nervo hallábase a sus anchas. Llegó a decir: «Siento una profunda hermandad entre su espíritu y mi espíritu; siento que es una misma la esfinge que nos reúne y ampara bajo sus alas aguileñas; siento que hemos bebido agua de la misma fuente, del mismo lago negro,   —237→   negro por estar sombreado por la sombra de los mismos cipreses...» (Sin embargo, y a pesar de todo, Unamuno veía algo extraño, ¿indígena quizá?, en la constante religiosidad de Nervo, como en la menos presente de Darío. Les notaba un orientalismo peculiar, como un asiatismo americano -recuérdese a Tirano Banderas, de Valle-, y esto lo desconcertaba un tanto y no dejaba de ponerlo en guardia).

Nervo, hombre cauteloso y prudente, no quería lanzarse a la terrible búsqueda de la sociedad de los literatos españoles, pues sabía que para ellos, salvo Unamuno y acaso una o dos excepciones más, los escritores de América eran vistos «con cierto aire de desdeñosa superioridad». «No conocen nuestra obra -dice a Unamuno- y somos para ellos simples "indios" con una falsa tradición de dinero y candidez». Y luego, enjuiciando los sufrimientos de Unamuno -que también tuvo lo suyo en mentideros literarios y en esa terrible selva que es la sociedad de quienes tienen por profesión la inteligencia, el ingenio y la cultura-, arroja Nervo esta certera flecha: «No me sorprende que no le quieran a usted en la prensa española. Usted es demasiado hondo para la labor de un periódico de actualidades. No caben ni sus especulaciones filosóficas, ni sus vuelos místicos, ni sus doctrinas inquietantes para las almas a flor de epidermis, ni aun su misma fraseología, pródiga, robusta, vasta y sustanciosa. Buenos están Azorín, Mariano de Cavia, Nogales, Castro para eso. Piensan, pero no inquietan con su pensamiento a los demás».




X

José Santos Chocano y Unamuno parecía que iban a entenderse. Se conocieron personalmente. Hay un prólogo de don Miguel -¿cuántos prólogos habrá escrito para autores de América tan solo?, ¿cien, doscientos?- en la primera edición de Alma América. Pero en la segunda edición don José quitó el prólogo, y no se sabe, o por lo menos no lo sabe quien esto escribe, si hubo por medio chisme, intriga, desilusión de americano ante la frialdad de Madrid. ¡De todo puede haber habido! Con literatos por el medio, con el malhumor de Chocano, con aquello que Unamuno, refiriéndose a sí mismo, llamaba «esta mala lengua que el diablo nos ha dado a los literatos», no habría que extrañar alguna tremolina, algún bochinche de esos que son comunes, como la lengua, a   —238→   españoles e hispanoamericanos en cuanto se reúnen. Además, en el fondo, Chocano le sonaba a falso a Unamuno. La sobriedad de quien escribiera Rosario de sonetos líricos mal podía compadecerse con los metales y redobles de Chocano. No parisineaba, ¡pero qué fatigante era su poesía!

En cambio, no tuvo grandes quiebras visibles la amistad con Enrique Gómez Carrillo, e incluso hay un hecho de importancia, con Carrillo inesperadamente por medio, para señalar la presencia, sea por siempre catalisis, de lo hispanoamericano, hombre, libro o idea, en las obras fundamentales de Unamuno. Ocurrió que don Miguel, joven entonces, comentó extensamente un libro de crónicas de Gómez Carrillo sobre Japón. Como era frecuente en él, Unamuno tomó tema del libro y echó a andar por cuenta propia por territorios que le ofrecían, sobre la marcha, cantera de reflexiones y sugerencias. Nada menos que comentando lo que sobre el alma japonesa contaba Gómez Carrillo, le sobrevinieron a don Miguel muchas de las ideas que luego, desarrolladas, iban a formar Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, su obra cumbre. (El Abel Sánchez es retrato o incitación del mal carácter del cubano fray Candil).

El desfile de grandes figuras de las letras americanas ante la atención de lector o ante la presencia personal de Unamuno era ininterrumpido. Ricardo Palma, Blanco Fombona, Zorrilla de San Martín, Ventura y Francisco García Calderón, José de la Riva Agüero, Delmira Agustini (hay una carta notablemente rica en consejos y reflexiones morales, enviada por Unamuno a Delmira muy a principios de siglo), José María Chacón y Calvo -en voz alta leería Unamuno a sus visitantes «Hermano menor», como los Versos sencillos de Martí-, Miguel Gálvez, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Ricardo Rojas, José A. Balseiro, Gabriela Mistral... y así, viniendo desde el conocimiento del Martín Fierro y de Bunge, de Alberdi y de Pedro Emilio Coll, de Tomás Carrasquilla y Cuervo, de Díaz Rodríguez -a quien llama «el mejor de los novelistas sudamericanos que conozco»- y de «Tabaré», Unamuno llegaría hasta el final de su vida interesándose por las letras y por el espíritu de América. Jorge Luis Borges, Francisco Luis Bernárdez, la poesía afrocubana, las novelas magistrales de los años 20, todo caía ante los ojos de aquel eterno enamorado de la América que nunca visitó, pero conoció por amor perfectamente. Seguir cronológicamente sus críticas a obras americanas es tomarse un maravilloso curso universitario sobre una literatura que le deberá para siempre buena parte de su difusión y de su realce.



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XI

Particularmente la relación epistolar con José Enrique Rodó y con Carlos Vaz Ferreira tiene gran importancia para ahondar -nunca se llega suficientemente lejos- en el pensamiento de Unamuno. Vaz Ferreira llevó la voz cantante de la América cuando pusieron en prisión y luego en destierro a Unamuno. De pedagogía y de filosofía razonó don Miguel con el pensador de Fermentario, a quien llegó a preferir a Rodó. Y, antes de todo ello, la aparición de Ariel, así como unas consideraciones que Rodó había hecho sobre los Tres ensayos de Unamuno, dieron lugar a que éste enviara al uruguayo una carta, en diciembre 13, de 1900, que contiene -aparte de la confesión «soy luterano»- alguna de las ideas más fuertes y premonitorias de Unamuno. Nada menos que lo que se está debatiendo ahora en Concilio, la unidad de las Iglesias cristianas, la búsqueda de cómo destruir la separación y el encono entre católicos y protestantes, era lo que apasionaba a Unamuno por aquella fecha. En una de las porciones sustanciales de la espléndida carta le decía a Rodó lo que leeremos en el texto de la espléndida carta que copiaremos al final.




XII

Cerremos, con una ilustración altamente simbólica, esta mínima contemplación del grandioso espectáculo que es Unamuno en diálogo vivo con la América Hispana. Hay un hecho anecdótico, aparentemente trivial, que nos invita a tomarlo como explicación y resumen de toda una vida dedicada a un menester tan difícil como glorioso.

Poco antes de la huida de Unamuno de Fuenteventura, fue a visitarle allí la dama argentina Delfina Molina Vediade Bastiniani. A ella, agradecido, le obsequió don Miguel el manuscrito de su drama inédito. El médico. De vuelta a Buenos Aires, la señora hubo de leerlo a un grupo de escritores. Entre éstos se encontraba, escuchando con su famosa capacidad de absorción puesta al rojo vivo en ese día, Jorge Luis Borges. A una sola oída de aquel drama unamuniano, lo retuvo en su prodigiosa memoria. Años después se lo repitió, desde la cruz a la fecha, al crítico español Ricardo Gullón, quien pudo así copiarlo y salvarlo para la posteridad. Ha sido el propio Gullón quien relatara, en «Índice», el sucedido...

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Pues bien, ese Unamuno renaciendo en la memoria de un hispanoamericano es el sueño de Unamuno convertido en realidad. Es la niebla que se transforma en mármol. Esto, en el fondo, era lo que a tientas, por intuición metafísica, buscaba el inquisitivo Unamuno desde 1890. Desde que enseñó a los españoles y a los americanos el valor inmenso del Martín Fierro y de lo que venía floreciendo, al otro lado del mar. Desde que acunó en su alma el vocablo hispanidad y lo echó luego al mundo. Desde que puso el oído en tierra española y lo tendió tenazmente hacia allá -hacia la transespaña- y tomó sin descanso las palpitaciones de aquel gran territorio en forma de dual corazón que es la América, para sobrevivirse él, pero para sobrevivir con él a España, a la raza del espíritu, o sea al idioma universalizador e igualitario. Y darle sobrevivencia con todo ello y en ellos a la América española.

1964


Carta de Miguel de Unamuno a Rodó

Salamanca, 13 de diciembre 1900

Señor D. José Enrique Rodó:

Mi muy distinguido amigo: En «La Lectura», revista que con el nuevo año empezará a publicarse en Madrid y en la sección bibliográfico-crítica de letras americanas, de que me he encargado, hablaré de su Ariel, sin perjuicio de dedicarle un ensayo, para el que tengo tomadas no pocas notas.

Mi nombramiento para rector de esta antigua Universidad y el viaje que una vez nombrado tuve que hacer a Madrid, para tratar de diversos asuntos con el ministro de Instrucción Pública, me han retrasado no poco en mis particulares trabajos literarios y científicos. No hace aún cuatro o cinco días que los he podido reanudar. Sobrevínome la inesperada propuesta del ministro precisamente en los días en que más enfrascado estaba en una novela pedagógico-humorística en que pienso fundir, fundir y no mezclar, elementos grotescos y trágicos, y tal vez le ponga a modo de epílogo un ensayo sobre lo grotesco como cara de lo trágico. Allá veremos. Mil gracias por lo que respecto a mis Tres ensayos, me dice. Yo, lo confieso, no sólo no soy latino de raza (como vasco que soy), sino que aunque con la mente procure comprender el latinismo, mi corazón lo rechaza. Culmina a mi entender, el espíritu latino en el catolicismo, hasta tal punto que aun los librepensadores latinos   —241→   son católicos sin saberlo. Esa concepción social y estética de la religión es hondamente latina (Renan era un católico malgré//soi; basta ver su posición frente a Amiel) y yo me siento protestante, en lo más íntimo del protestantismo (Hamack, Ritschl, Hermann, etc., me han convencido de ello). Pueden parecer análogos un positivista y un panteísta latino y otro germánico, pero si ahondando en la idea llegamos al sentimiento y modo de sentir el mundo y la vida, al punto vemos que el uno sigue siendo católico y protestante el otro después de haber rechazado todo dogma de una y otra creencia. Proudhon y De Maistre son hermanos en espíritu. Y yo, se lo repito, me siento con alma de luterano, de puritano o de cuáquero, el ideocratismo me repugna, me repugna su adoración a la forma y a su tendencia a tomar la vida como una obra de arte y no como algo formidable y serio. Renan decía a Amiel que el pecado es la gran preocupación de toda alma protestante y que no lo es de la católica, y lo siento así. Estudio lo francés, procuro penetrarlo, pero no logra seducirme. Y lo que menos veo en lo francés es la amplitud; es, con apariencias de amplio, uno de los espíritus más estrechos. Acepta a Carlyle, a Ibsen, a Nietzsche (a quienes creo que difícilmente sentirá del todo, aunque los entienda bien, quien no haya protestantizado su corazón), pero los acepta por moda, por snobismo, por algo más noble, por leal deseo de ensancharse, pero en el fondo sigue teniéndolos por bárbaros. No hay más que leer a Brunetière, a Lemaitre, a Barrès, a Zola (este archilatín de espíritu tan enormemente estrecho). // Grande es Taine, grande Guyau, pero ni uno ni otro supieron sacudirse de su espíritu; basta leer lo que del inmenso Wordsworth dice aquél. Tal vez sean el latino y el germánico espíritu impenetrables, porque tampoco Carlyle sintió la grandeza de Voltaire ni hay genuino teutónico que vea el genio de un Racine o de un Flaubert. Y en esto me declaro germánico. Y voy más lejos, llegando a afirmar que el pueblo español es un pueblo que sin tener fondo latino está latinizado por siglos de lengua románica; es un pueblo de fondo berberisco domesticado por el pueblo romano. Y en nosotros los vascos, que hemos conservado nuestra vieja lengua, se ve cuanto a nuestro espíritu repugna lo latino. Sin tener más de germanos, nos penetra más, no sé por qué el alma germánica. Aquellos de mis paisanos que viajan y aprenden lenguas se enamoran antes de lo inglés o alemán que de lo francés o lo italiano. Pero repito que en el fondo acaso más educadoras que las lenguas veo las religiones, y divido a los europeos todos, crean o no, sean con la mente agnósticos, o ateos, o deístas, o panteístas, en católicos y protestantes. Y mi alma es   —242→   luterana. De esto, de esta pobre nación y de nuestra juventud española, ¿qué he de decirle? La raza española está in fieri, está por hacer, es, como dirían los escolásticos, no un término a quo, sino un término ad quem. Necesita, creo yo, un impulso religioso en el más hondo sentido de este vocablo, no dogmático; necesita un Tolstoi castizo, una castiza reforma. Iniciose con los místicos, con aquel poderoso anarquista San Juan de la Cruz, pero la Inquisición católico-latina la ahogó en germen. / / / También yo me complazco en reconocer que por muchas que sean las ideas que nos separen siempre nos hemos de unir en espíritu, en el deseo, asequible o no, de penetrarse mutuamente. Porque a un viendo yo la resistencia subconsciente de mi alma a hacerse latina, mi conciencia me dicta una constante labor para comprender lo latino y apreciarlo y respetarlo. Aprecio cuanto de generoso, de noble, de sincero, de original hay en su Ariel y así lo haré constar, por más que mi corazón me tire por otros caminos. Toda idealidad es fecunda y purificadora, y jamás caeré en la soberbia de suponer que se refleja en mi espíritu todo lo que el mundo necesita. Necesita de latinismo para corregir y completar nuestra acción, que por sí solo haría acaso sombría e imposible la vida; es otro lado de la vida del espíritu, no menos necesario, no menos grande, no menos noble, que los otros. ¡Qué exacto lo que me dice de que España es anciana y América infantil! Hay que trabajar. Su obra de usted es la más grande, a mi conocimiento, que se ha emprendido últimamente en América. Hay que sacudir a los pueblos dormidos y que penetren en sus honduras, que en ellas nos encontraremos todos. Porque hasta los dos valores que yo creo más irreductibles en nuestra cultura, el catolicismo y el protestantismo, ¿no tienen acaso una raíz común? A llegar a la raíz común de las cosas hemos de tender, y a ella se llega por distintos caminos, por el Bien, por la Verdad, por la Belleza, por la Religión, por la Ciencia, por el Arte... ¿qué importa el camino? Tenemos un fin común, desde nuestros caminos nos animaremos y saludaremos y aun podremos darnos las manos porque de continuo se cruzan y entrecruzan y se confunden. Y... ¿es que hay caminos diversos? No, amigo Rodó, lo que nos une en realidad no es mucho, es todo. Es todo.

Reciba, pues, fraternal abrazo de

Miguel de Unamuno

Salude a Reyles, a quien escribiré pronto.







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ArribaAbajo Borges: un clásico al alcance de la mano

Los días madrileños de Jorge Luis Borges en esta primavera de 1973 serán, como diría el propio Borges, «días memorables».

En su visita anterior, apenas sonrió. Esta vez ha dado Borges una gran lección de humorismo, ese sentimiento, o sea pasión heroica, que como se sabe nace en los momentos de mayor tribulación del ser humano. La coraza (o la máscara) del humorismo revela más de lo que esconde. El Borges que se ha presentado aquí y ahora ha ofrecido la paradoja de ser más abierto, más visible, más «entregado», precisamente cuando sus facultades físicas van más reducidas que en su viaje anterior.

Al patetismo que pudiera despertar el Borges de andar lento, el hombre ciego y necesitado de ayuda para descender del avión (bajar del cielo a la tierra es siempre una penoso experiencia), Borges se apresuró a borrarlo con la amplitud de su sonrisa y la fluencia de su humorismo. Esto, como estamparía Spengler, es tener «raza»; esto es, ser un hombre.

Quienes hemos crecido, madurado y envejecido en el mítico Borges (se vive en un autor como en un país de ensueño), poseemos consciencia de que la recompensa que se nos da por el amor a las letras es tropezarnos, de tiempo en tiempo, con un clásico vivo. Asistir a la presencia y a la vivencia de un clásico en una rara aventura, amén de una fuerte ventura. Yo he estado cerca, de paso, brevemente siempre, de algunos mitos literarios españoles e hispanoamericanos, y he podido confirmar una y otra vez cuánta razón tenía mi medio paisano   —244→   Eugenio D'Ors diciendo aquello de «tocar cuerpo de sabio». Se aprende mucho, de un golpe, contemplando a la persona viva, al mito en pie. Un clásico al alcance de la mano es un don del cielo.

Cuando vi por primera vez a Juan Ramón Jiménez, «vi» de un golpe toda su poesía. Me refiero al Juan Ramón callado, recogido, muy en rey moro destronado y melancólico, no al Juan Ramón en tertulia, que se hacían pura antipoesía y antijuanramón. Las personas de mucha vida interior no saben en realidad estar en público, rodeados por la gente, sirviendo el ritual siempre tonto de la conversación. Esa espantosa ceremonia que llaman coloquio, pequeña obra teatral siempre mal escrita y peor representada cada vez, no nos da sino una pequeña puerta para entrar en el santuario del personaje; pero es una puerta que, permitiéndonos entrar, lo que nos muestra al final del recorrido es que el personaje acaso esté allí, pero que la persona ha escapado.

Borges, esta vez, ha vivido dentro de eso que una frase estúpida llama «en olor de multitud». El poderío de su nombre, la soberanía de su obra, consiguieron derribar la conspiración que ahoga a quienes no hacen el juego al marxismo-leninismo. Yo veía -a lo lejos, desde la distancia, porque no me gusta acercarme demasiado a mis dioses- el espectáculo increíble de un hombre de la dignidad literaria, humana y política de Borges, asistido si por muchos admiradores sinceros de la creación literaria óptima, venga de donde venga, pero asistido también por algunos de estos cómicos snobs que normalmente no se atreven a aplaudir un libro o festejar a un autor si antes no han recibido el «placet» de Moscú o de las embajadas comunistas.

Algún día se incluirá entre las hazañas de Borges no sólo haber escritos las maravillas que ha sumado al universo, sino esta victoria sobre la politiquería, el snobismo y la sumisión a los dictados de la Internacional. Mucho me he sotorreído viendo al viejo gaucho acorralado, en ocasiones, por personas que juegan todos los días con la libertad humana y con independencia del escritor. Esos que hablan del escritor «comprometido», eufemismo que oculta la verdadera definición que es «comprometido con el partido comunista de Moscú», tuvieron que rendir banderas a un escritor ciertamente comprometido, pero no con viles consignas, sino con la misión de crear, iluminar, ir delante, que es la consustancial del artista. Borges ha hecho más por Argentina, por todo el pueblo argentino, que los perturbadores de oficio, los escritores vendidos, los demagogos   —245→   y los terroristas. Ya es irremovible, por supuesto, pero en el caso de que pudiera realizarse una cirugía para cortar a Borges de lo argentino, eso argentino se quedaría disminuido.

Por eso este hombre, que ha estado aquí en estos días tan alcance de la mano, es un clásico. Él ha contribuido como pocos a la utilización correcta de la imaginación y al crecimiento mental del hombre americano. Frente al novelista notario, frente al heredero de Zola, que no advierte lo innecesario de su esfuerzo cuando la sociología, la estadística, la prensa, la política activa, el documento cuentan puntualmente lo que ocurre, se levanta el novelista-fabulador, el creador, el imaginativo, y ensancha el mundo.

Es en esa dimensión de usufructuario de una magia donde Borges se sitúa a la cabeza de cuantos escriben en Hispanoamérica. Borges ha llegado al símbolo. Maneja un universo, cerrado, laberíntico, muy inscrito entre cuatro paredes si se quiere, pero el recinto acotado por él da, por un lado, a la eternidad, y por otro, al espacio abierto (abierto y no obstante mensurable, como en la paradoja de Aquiles). Viéndole en carne y hueso, aquí y ahora, se piensa en la hermosa guerra del hombre contra el tiempo. Borges tiene años, pero no está viejo. Estar viejo es estar mentalmente acabado, quedarse sin imaginación, aceptar los límites. Dentro del eterno retorno no hay juventud ni vejez, porque el eterno retorno -y esa es, en esencia, la filosofía de la obra de Borges- es intemporal, ni comienza ni concluye. La parábola del judío errante es la fuerza impulsadora de un artista como Borges.

Y esto, que era hasta hace poco una metáfora de su existencia, se le ha convertido a Borges en una realidad. Errar, desterrarse, ir de aquí para allá, estar en todas partes y en ninguna, ¡qué maravilloso final en el fondo para un peregrinador, para un viajero de tierras tan extrañas, de caminos tan inextricables! Ver encarnarse una metáfora es la aspiración suprema de un poeta. Borges está siendo y viviendo en estos momentos esa encarnación. Imagino que su sabio sonreír de esta hora, su humorismo tan subrayado y patente en esta trágica etapa de su vida, signifiquen que ha echado a andar con su Buenos Aires a cuestas. En sus años de juventud escribía Borges que todo el tiempo que vivió en Europa, fuera de Buenos Aires, fue un tiempo ilusorio, porque él siempre estuvo (estaba) en Buenos Aires. Ahora, en estos años de blanca cabeza y andar claudente, muestra un aplomo, una serenidad ante la desdicha, un sosiego ante la   —246→   desesperación, que pregonan la misteriosa, pero muy cierta verdad de que lleva con él cuanto es más suyo. El «omnia mecum porto» de estos estoicos es su reino. Jorge Luis Borges: un hombre ante el sendero que no lleva a ninguna parte, con un bastón o báculo en la mano, con una vasta luz interior, ¡y con la memoria!, ¡con toda la memoria intacta!, ¿qué más puede pedirse, después de todo? Ha sido tan perfecta su obra de escritor, que hasta en su propia persona nos da la imagen de un gran poema de desdicha. Edipo ciego, anciano trashumante. Borges era, desde hace mucho tiempo, una metáfora de un escritor bastante irreal que se llamaba Jorge Luis Borges. Hoy, cuando ya es un clásico, un clasificado entre los intemporales, deja de ser metáfora y se convierte en un puro y desnudo hombre de carne y hueso, es decir, se convierte en una sombra luminosa, tal como la soñara incesantemente el profeta de sí mismo, el poeta


El bastón, las monedas, el llavero,
La dócil cerradura, las tardías
Notas que no leerán los pocos días
Que me quedan, los naipes y el tablero,
Un libro y en sus páginas la ajada
Violeta, monumento de una tarde
Sin duda, inolvidable y ya olvidada,
El rojo espejo occidental en que arde
Una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
Limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
Nos sirven como tácitos esclavos,
Ciegas y extrañadamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
No sabrán nunca que nos hemos ido.



1973.