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Libro quinto

Cuadro del sistema legal de los fueros municipales y análisis de sus leyes



Sumario

     El objeto de los príncipes no fue alterar sustancialmente por la jurisprudencia municipal la constitución política, civil y criminal del reino, ni mudar sus leyes fundamentales. En todas las cartas forales se supone la existencia de un derecho común, a saber, el del Código gótico, al cual se debía acudir cuando no hubiese ley en el fuero. Todos se encaminaban a aumentar la población, a restablecer entre los ciudadanos la libertad e igualdad civil, y proporcionarles, la seguridad real y personal. El favor de las leyes se extendía a todos los extraños que querían empadronarse en la población. Tolerancia con los mahometanos y judíos; historia de esta desgraciada nación hasta que los Reyes Católicos los expelieron de todos sus Estados. La agricultura fue uno de los principales objetos de la legislación municipal; idea general de las antiguas leyes agrarias; ley de amortización civil y eclesiástica; las opiniones ultramontanas influyeron en el entorpecimiento de los efectos benéficos de esta ley; la preponderancia de la nobleza y del clero hicieron estériles los conatos de los soberanos por conservarla en su vigor.



     1. De esta colección de fueros municipales o, en cierta manera, generales, y del examen y cotejo de sus ordenanzas y leyes, aunque extendidas sin orden ni método y las más veces en un estilo bárbaro, y publicadas por diferentes reyes y en épocas tan distintas, con todo eso se puede formar un sistema legal bastante uniforme y venir en conocimiento de la constitución política, civil y criminal del reino, de las costumbres nacionales y de los progresos de su población, agricultura y comercio, y si bien algunos de sus capítulos contienen reglas particulares, acomodadas a la situación y circunstancias locales de las ciudades y villas pobladas de nuevo, esta variedad es poco considerable, y sólo puede influir en los derechos propios de su vecindario, sin causar novedad en la constitución general.

     2. Es muy corto regularmente el número de leyes de estas cartas municipales, excepto algunas de las que se publicaron a fines del siglo XII y en el XIII, porque el objeto, de los príncipes y señores cuando las otorgaron no fue alterar sustancialmente la constitución del reino, ni mudar sus leyes fundamentales; antes por el contrario, se propusieron renovarlas, recordarlas y darles vigor en beneficio de los comunes; así es que ciñéndose a puntos limitados y acomodándose a la ignorancia y rusticidad de los pueblos, entresacaron del antiguo código legislativo las más esenciales y de uso más frecuente, y las más proporcionadas para contener los desordenes y suavizar la dureza y barbarie de algunas costumbres; y autorizando y dando fuerza de ley a los usos legítimamente introducidos, y reduciéndolos a escritura, conservaron en toda su autoridad el Código gótico, reputándole como el Derecho, común del reino donde se debía acudir cuando no hubiese ley en el fuero. Al fin del de Santo Domingo de Silos supone don Alfonso VI la existencia de un orden de justicia general, seguida constantemente hasta su tiempo: Coetera vero juditia quae hic non sunt scripta, stent sicut uqsue hodie fuerunt. Una ley del Fuero de Yanguas dice así: «Si diere fiador tal qual la ley manda.» Esta ley es, sin duda, la del código gótico, pues en este fuero particular no se expresan las calidades de los fiadores. En el de Sepúlveda se halla otra cláusula semejante (262): «Todo home que hobiere á heredar así herede: el mas cercano pariente herede, é que sea en derecho así como la ley manda»; con que se indica la del Fuero-juzgo (263). En fin, es cosa averiguada que en el reino de León, de las sentencias dadas por los alcaldes foreros había apelación al Libro-Juzgo de León, y en Castilla se admitía alzada para la corte del rey y Libro Juzgo de Toledo, o fuero toledano, como diremos adelante.

     3. Para indicar el sistema legal y representar compendiosamente la jurisprudencia de estos preciosos monumentos de nuestro antiguo derecho, reduciremos sus leyes y disposiciones políticas y económicas a varios artículos o puntos principales, que seguramente fueron los que motivaron su publicación; leyes ordenadas a sostener la suprema autoridad del monarca y los derechos de la soberanía, igualmente que los de las municipalidades, y asegurar las mutuas relaciones entre el rey y los comunes de los pueblos, a dar a los concejos cierta representación en el Estado, hacerlos respetables en el orden público y proveer a su permanéncia y perpetuidad, poniéndolos a salvo de las violencias de los poderosos; leyes para restablecer el orden y tranquilidad de los pueblos, administrar la justicia civil y criminal, dar a cada uno su derecho, procurar a todos la igualdad y libertad civil y seguridad personal; leyes relativas a la sociedad, a promover la población y multiplicar la especie humana; y, en fin, ordenanzas de policía y agricultura. Daremos principio a nuestras reflexiones, examinando en primer lugar la naturaleza de las cartas municipales, como un medio para venir en conocimiento de las relaciones políticas entre los concejos y el soberano.

     4. El fuero propiamente era un pleito o postura, según la expresión usada entonces; un pacto firmísimo y solemne, como decía don Alonso VII en el Fuero de Toledo y en el de Escalona: pactum et foedus firmissimum; en cuya virtud, desprendiéndose liberalísimamente el rey de las adquisiciones habidas por el valor de sus ejércitos, y que por derecho de conquista pertenecían a la Corona, o de las que ya antes estaban incorporadas en el patrimonio real por otros motivos, concedía a los pobladores la villa o ciudad con todos sus términos, lugares, aldeas, castillos, tierras, montes y lo comprendido en el amojonamiento que el rey hubiese señalado y declarado en el fuero; omnia de mojone ad mojonem, como decía el de Cáceres: bienes que se distribuían entre los vecinos y pobladores a voluntad del rey, o por el concejo, con su aprobación; cuyo repartimiento, una vez concluido, debía ser inviolable, tanto que cualquiera que intentase alterarle o revocarle incurría en una pena pecuniaria, exorbitante para aquellos tiempos. A esta concesión seguía la de varias gracias, exenciones y franquezas con las leyes, por las cuales quedaba erigida y autorizada la comunidad o concejo, y se debían regir perpetuamente sus miembros, tanto los de las aldeas y lugares comprendidos en el alfoz o jurisdicción como los de la capital, adonde todos tenían que venir en seguimiento de sus negocios y causas judiciales.

     5. A consecuencia del mismo pacto quedaban obligados los pobladores a guardar fidelidad al soberano (264), reconocerle vasallaje, obedecerle en todas las cosas, observar las leyes y cumplir las cargas estipuladas en el fuero. El rey debía asimismo guardar religiosamente las condiciones del pacto, no proceder en ningún caso contra las leyes del fuero, hacer que se observasen inviolablemente, no defraudar al concejo ni en los bienes otorgados (265) ni en sus exenciones y privilegios, conservarle bajo su protección y no enajenar jamás del real patrimonio sus términos y poblaciones (266). Para seguridad de estos conciertos, y hacerlos en cierta manera inmutables y eternos, las partes contratantes, el rey y los pobladores, entre otros, formularios, juraban solenmemente el cumplimiento en los términos que expresa el Fuero de Cáceres: Ideo fecerunt mihi pactum et juramentum erecta manu duodecim viri boni, concedentes pro toto concilio per semper esse subditos et obedientes mihi Alfonso... Et si forte jam dictum concilium hoc attendit quod jucavit, sint legales et boni vasalli: si vero hoc pactum, quebrantaret concilium de Caceres, sint mei alevosi. A este juramento del Concejo sigue el del rey, cuya fórmula es muy notable (267): Juro por Filium Virginis Mariae, et erigo manum ad illud qui fecit caelum et terram quod numquam dem istam villam Caceres nec aliquid de suis pertenentiis, ulli alli nisi mihi et filiabus meis, et post me tt filias meas Legionis regiae majestati.

     6. Las primeras y más señaladas obligaciones que por fuero debían desempeñar los concejos eran contribuir a la Corona real con la moneda forera y algunos pechos moderados (268), y hacer el servicio militar (269). Por constitución municipal cada vecino era un soldado; todo el que tenía casa poblada debía acudir personalmente a la hueste, y no podía desempeñar este deber por otro, aunque fuese hijo o pariente, sino en caso de vejez o enfermedad, como lo declaró con términos los más expresivos el Fuero de Cuenca: Dominus vadat in exercitum et nullus alius pro eo. Sed si dominus domus senex fuerit, mittat loco suo filium aut sobrinum potentem de domu sua, qui non sit mercenarius. Mercenarit enim nequeunt excusare dominos suos a profectu exercitus (270). El señor o gobernador y los alcaldes eran los primeros en los ejercicios militares; llevaban la seña del concejo, acaudillaban las tropas, juzgaban los delitos y autorizaban el repartimiento que se debía hacer de los despojos de la guerra, a cuyo propósito decía el Fuero de Zamora: «Yuices que fueren en Zamora per fuero, lieben la senna de concejo»; y el de Plasencia: «El sennor de la cibdat con el juez é con los alcaldes manden el fonsado, é ellos sean por quanto estos mandaren; é si alguno de los del fonsado á estos en su mandamiento les firiere, táxenle el punno diestro.»

     7. Según Fuero de Molina y otros, los caballeros de las collaciones eran los que únicamente tenían derecho y opción a los oficios y ministerios públicos del concejo, llamados partiellos. Ningún vecino podía aspirar a ser juez o alcalde si no mantenía un año antes caballo de silla, o que valiese veinte maravedís, según lo establece el Fuero de Cuenca (271): Quincumque casam in civitate populatam non tenuerit et aquum per annum praecedentem, no sit judex. Los fueros determinaban con suma prolijidad así las circunstancias de las armas y caballos, como las personas que debían mantenerlos. Por Fuero de Molina, el vecino de un pueblo que tenía dos yugos de bueyes con heredades competentes y el número de cien ovejas, debía mantener caballo de silla; todos los que hacían el servicio militar con las armas y caballos de las condiciones y circunstancias de fuero (272), estaban exceptuados de todo pecho, gozaban honor y título de caballeros y constituían la clase más alta y distinguida del pueblo; y era gravísimo atentado poner manos violentas en sus personas, y aun en las riendas y freno de los caballos, o hacerles apearse o bajar de ellos por fuerza (273). El favor de las leyes se extendía hasta sus mismas armas y caballos, exceptuándose de la regla general y práctica constantemente observada en Castilla, autorizada por los fueros, que todos los bienes así muebles como raíz podían ser tomados en prenda judicialmente por razón de deudas o fianzas; la ley prohíbe (274) que ningún juez o ministro público haga prenda en caballos y armas de caballero, y amenaza con graves penas a los que intentaren violar esta inmunidad. En algunos concejos gozaban sus caballeros de la prerrogativa de poder devengar quinientos sueldos, o exigir esta suma de cualquier que los deshonrase; derecho de gran estima, otorgado generalmente a los nobles y fijosdalgos por fuero de Castilla (275), en cuya razón decía el de Salamanca: «Todo vecino de Salamanca que tovier cabalo é armas á fuste é á fierro, devengue quinientos soldos.»

     8. Las gracias y privilegios otorgados a las municipalidades, al paso que disminuían la autoridad de los poderosos y ricos homes, aumentaban la del soberano, el cual así por leyes fundamentales del reino, como por las de los fueros, ejercía en los pueblos y sus alfoces toda la autoridad monárquica, y las funciones características de la soberanía; el supremo y alto señorío, mero y mixto imperio de hacer justicia, prerrogativa inseparable de la dignidad real, y que no se podía perder por tiempo (276) como se estableció en las Cortes de Nájera, Fuero de Burgos, Viejo de Castilla y otros, el rey como fuente original de toda autoridad y jurisdicción, ley viva y juez nato de todas las causas, velaba incesantemente sobre la observancia de la justicia y de las leyes. «Mando aun al juez é á los alcaldes que sean comunales á los pobres é á los ricos, é á los altos é á los baxos; é si por aventura alguno non hobiere derecho por culpa dellos, e querella veniere á mí dello é yo pudiera probar que non fue juzgado a fuero, peche al rey cien maravedís, et al querelloso la petición doblada» (277); lo cual se debe entender no solamente respecto de los pueblos realengos, sino también de los de señorío particular, en que por gracias y privilegios reales gozan sus señores la jurisdicción y la justicia como se muestra por esta cláusula del Fuero de Tuy: «Si el obispo menguase de facer justicia en la villa quel debiese facer, o non guardase á los de la villa los fueros o sus derechos, aquellos que escriptos son en esta carta, que yo que los tenga á fuero et á derecho et á justicia; et si por ventura el obispo ó el cabildo me quisiesen meter el derecho et el señoría que yo hé sobre ellos et sobre la villa de Tuy por judicio de Roma ó por otra parte por do yo perdiese, alguna cosa del mío derecho et á el mío señorío de Tuy, et sabiéndolo rey por verdad et probándolo et juzgándolo por corte de clérigos et de legos; que yo ni los que regnaren después de mí en León que non seamos tenudos de guardarles las cosas, nin de tenegerlas, nin el concejo de facerles señorío... et si por el obispo et por el cabildo comunalmente se me menoscabase mío señorío... que lo pierdan todos» (278). Esta máxima fue tan generalmente recibida, que el rey don Alonso XI no se atrevió a alterarla en su Ordenamiento de Alcalá, sin embargo, de haber accedido en muchos puntos a las solicitudes de los poderosos que no dejaban llamar continuamente cuanto se oponía a sus ambiciosas pretensiones (279): «Declaramos que los fueros é las leyes é ordenamientos que dicen que justicia non se puede ganar por tiempo, que se entiende de la justicia que el rey ha por la mayoría é señorío real, que es por complir la justicia, si los señores menores la menguaren.»

     9. Por los mismos principios de la antigua jurisprudencia ninguna persona, aun del más alto carácter, podía ejercer jurisdicción, ni la justicia, ni nombrar jueces, ni ganar por tiempo el mero imperio, sino por favor o privilegio del soberano, como lo estableció el Rey Sabio con gran política, siguiendo en esto la del Código gótico y fueros municipales; pero la grandeza a quien ofendían estas máximas pudo conseguir que don Alonso XI en su Ordenamiento las revocase (280). «Establecemos que la justicia se pueda ganar (281) de aquí adelante contra el rey por espacio de cient años continuamente, sin destajamiento, é non menos... é la juredición cevil que se gane contra el rey por espacio de quarenta años é non menos.» Era, pues, una ley fundamental de la constitución de los comunes, que sus vecinos no tuviesen sobre sí otro señor que el rey; el cual nombraba un magistrado o gobernador político y militar que representaba la real persona, y ejercía la suprema autoridad; su oficio era velar sobre la observancia de las leyes, recaudar los pechos y derechos reales y cuidar de la conservación de las fortalezas, castillos y muros de las ciudades, en fin, todo lo perteneciente a la parte política y militar. Para desempeño, de estas obligaciones tenía a su disposición varios dependientes, merinos y sayones, los cuales debían ser vecinos de la villa o pueblo, ser raigados en él y nombrados por el magistrado, supremo con la autoridad e intervención del concejo. El Fuero de Bonoburgo, nos da una excelente idea de este gobierno: Homines de Bonoburgo non habeant ullum dominum in villa nisi dominum regem, vel qui ipsam villam de manu sua tenuerit. Majorini de Bonoburgo, sint duo vicini de villa et vasalli illius qui villam tenuerit, eg habeant domus in Bonoburgo, et intrent per manum domini de Bonoburgo et autoritate concilii... Lo mismo se establece en casi todos los fueros municipales de alguna consideración (282).

     10. Fue muy común llamar a estos gobernadores y magistrados políticos domini, dominantes, príncipes terrae, seniores. Muchos de nuestros escritores, entendiendo estas voces en todo rigor, y persuadidos que representaban las mismas ideas que en nuestro tiempo, creyeron que aquellos eran dueños o propietarios de los pueblos y árbitros de la justicia civil y criminal, reduciendo la constitución política de los concejos a un gobierno feudal; pero, no fue así, porque el oficio de aquellos jefes, o potestades o seniores era un oficio amovible, equivalente al de un gobernador político y militar; ni tenía facultad para hacer justicia, ni sentenciar las causas; lo cual pertenecía privativa y absolutamente a los jueces, alcaldes y jurados de cada concejo y comunidad. La ley prohibía al que llamaba señor del pueblo, todo género de violencia o extorsión respecto de los vecinos y de cualesquier personas que viniesen al pueblo, y le obligaba a que si hallase que algunos eran culpables, los presentase a los alcaldes, y dando ellos fiadores de estar a derecho quedaban libres, y caso que no encontrasen fiadores debían los jueces de oficio hacer pesquisa sobre el delito de que se les acusaba, y averiguado darles la pena prescripta por el Fuero. Esta excelente legislación tomada de las leyes góticas, se hizo general en casi todos los fueros municipales (283), así del reino de León como de Castilla; y era como el fundamento de la libertad civil de sus pueblos (284). Siguieron igualmente esta política los señores particulares en los fueros que dieron a las villas y lugares de sus respectivos señoríos, como se ve en el de la villa de Fuentes (285): «Si home de palacio, hobiere querella de home de la villa, dé su querella á los alcaldes de Fuentes; é sis pagare de lo quel judgaren los alcaldes, sinon eches al arzobispo.»

   11. Así que, toda la jurisdicción civil y criminal igualmente que el gobierno económico estaba depositada en los concejos, y se ejecutaba por sus jueces, alcaldes (286) y demás ministros públicos, tanto en las aldeas y lugares realengos, como en los de señorío particular, ora fuesen de abadengo, ora de solariego o de behetría; y si bien los señores tenían sus merinos o mayordomos para recaudar las rentas y derechos de los respectivos vasallos, todavía no ejercían jurisdicción en ellos, lo cual pertenecía privativamente a los jueces ordinarios, del alfoz en que se comprendían aquellas aldeas y pueblos. Por fuero de Castilla establecido en las Cortes de Nájera, la potestad judiciaria de les alcaldes foreros se extendía también a las querellas de los fijosdalgos con obispos, cabildos, monasterios y órdenes (287): «Si algunt fijodalgo, dice la ley, hobiere querella de obispo ó de cabildo, ó de abat, ó de prior ó de comendador ó de algunos del abadengo, non debe prendar por ella que gelo faga saber al merino del rey que gelo faga llevar a derecho ante los alcaldes del logar, et si por el merino non quisiese venir a derecho ante aquel que el merino le pusiese plazo, entonces el fijodalgo puede prendar en lo abadengo en su cabo, o con el merino del rey si lo haber pudiere.» En tiempos de don Alonso el Sabio se introdujo el abuso de que los vasallos legos de los prelados eclesiásticos se alzaban del juez secular para ante el obispo en pleitos temporales; lo cual prohibió el monarca por su ley XI, título XIV, lib. V del Espéculo: «Si algunos legos se alzan del juzgador seglar para ante el obispo, maguer sea de su juredición el logar onde son ellos... non tenemos por bien que vala tal alzada en los pleytos temporales para que pueda conocer el obispo de tal alzada, maguer vala segunt costumbre de la eglesia.»

     12. Con motivo de las parcialidades, turbaciones y discordias civiles en que ardía el reino durante las tutorías de don Fernando IV y don Alonso XI, se confundieron todos los derechos, padeció mucho la constitución municipal, y los comunes fueron perdiendo gran parte de su autoridad. Tenaces en conservarla, luego que don Alonso cumplió la edad prescrita por las leyes para gobernar por sí la monarquía, reclamaron sus derechos, pidiéndole en las célebres Cortes de Valladolid (288): «Que las aldeas que son en los alfoces é en los términos de las mis cibdades ó villas, é las aldeas son behetrías é solariegas é abadengos é han de venir a juicio á las mis cibdades é villas é hanse de juzgar por el Fuero de las mis cibdaden, é aquellos cuyas son los aldeas ponen escribanos é alcaldes é avengadores: que tales escribanos é alcaldes que sean tirados dende, ca por esto se pierde la justicia de las mis cibdades é villas é enagénase la mi justicia; é los mis merinos é alcaldes... non consientan que tales oficiales como estos usen de los dichos oficios, y que vayan á fuero y á juicio allí do fueron en tiempo de los reys donde yo vengo; et si usar quisieren de los oficios que les recauden los cuerpos é quanto les fallaren.» El rey acordó dar sus cartas para las ciudades y aldeas, mandando se observase el antiguo derecho.

     13. Como quiera por costumbre antiquísima de Castilla, que después pasó a ley del reino, se exceptuaron de la regla general ciertas y determinadas causas, cuyo juicio perteneció privativamente al rey, y siempre se debían librar por su corte. Las declaró el Emperadordon Alonso VII en el Ordenamiento de las Cortes de Nájera (289): «Estas son las cosas porque el rey debe mandar facer pesquisa por Fuero de Castiella habiendo querelloso, de home muerto sobre salvo, ó quebrantamiento de eglesia, et por palacio quebrantado, et por conducho tomado.» Y más adelante añade: «Por quebrantamiento de camino, ó si alguna villa de realengo demanda algunt término que dice que es suyo.» Don Alonso el Sabio por su ley del Ordenamiento de Zamora el año 1274 fijó el número de los casos de corte, diciendo: «Estas son las cosas que fueron siempre usadas de librar por corte del rey: muerte segura, muger forzada, tregua quebrantada, camino quebrantado, casa quemada, traición, aleve, riepto.» Ley que se repitió en varios ordenamientos posteriores.

     14. Para conocer de estos negocios y delitos, oír los pleitos de las alzadas y administrar justicia al pueblo, debía el rey sentarse públicamente en su tribunal tres días a la semana, según la determinación del Rey Sabio en el Ordenamiento de las Cortes de Valladolid (290): «Que cada un concejo que hobiese pleyto ante el rey, embie dos homes buenos é non mas; é que dé el rey dos homes buenos de su casa que non hayan de facer, fueras ende saber los homes buenos de las villas, é los querellosos; é que lo muestren al rey, é que los dé el rey tres días á la semana que los oya é que los libre: é el día que librare los querellosos que le dexen todos sinon aquellos que él quisiere consigo; é que sean estos días lunes é martes (291) é viernes.» Y en las Cortes de Zamora: «Otrosi acuerda el rey tomar tres días en la semana para librar los pleytos, é que sean lunes é miércoles é viernes; é dice más, que por derecho cada día debe esto facer fasta la yantar, é que ninguno non le debe de estorvar en ello.» Ley que renovó don Juan I en Bribiesca (292): «Ordenamos que tres días en la semana, conviene á saber, lunes é miércoles é viernes, nos asentemos públicamente en nuestro palacio é allí vengan á nos todos los que quisieren librar para nos dar peticiones é decir las cosas que nos quisiesen decir de boca.»

     15. Estas disposiciones políticas tenían también por objeto proporcionar a los pretendientes la satisfacción de poder acudir sin obstáculo a la real persona, y facilitar el cumplimiento de otra ley, por la cual el soberano debía oír personalmente los vecinos de los concejos, y sus diputados o mensajeros, siempre que se acercasen a la majestad en prosecución de negocios del común o de los particulares. Los procuradores del reino reclamaron este antiguo derecho en las Cortes de Medina del Campo, suplicando al monarca (293): «Que quando algunos homes de las mis cibdades é villas é logares vinieren a la mi casa en mensagerías é negocios de sus concejos o suyos, que tenga por bien de los oír por mí mismo, é mandar que los acojan ante mí, porque me puedan decir e mostrar e pedir sin retenimiento ninguno los lechos, é las mensagerías é negocios porque venieran á mí; ca dicen que vienen hi muchas vegadas é non pueden verme nin librar conmigo, por los fechos sobre que vienen, nin me pueden decir algunas cosas que son grand mi servicio é de toda la mi tierra, é por esta razón que rescibo yo grand deservicio e toda la nuestra tierra grand despechamiento é grand danno.» A cuyo propósito don Enrique II estableció en Toro la siguiente ley (294): «Mandamos e ordenamos que quando algunos homes de las nuestras ciudades, e villas é logares vinieren á la nuestra casa con mensagerías é negocios de sus concejos o suyos, que vengan ante nos mismo, porque nos puedan decir é mostrar é pedir sin detenimiento alguno los fechos, e las mensagerías é negocios porque vinieron á nos, segund que está ordenado por el rey don Alonso, nuestro padre, en el Ordenamiento de Madrid.»

     16. Pero ningun hombre bueno de las villas y ciudades o miembro de los concejos, debía ser emplazado en la corte fuera de los casos insinuados, sino por vía de alzada, ni admitida demanda en el juzgado del rey sobre causas o negocios que no se hubieren seguido ánte los alcaldes foreros. En el turbulento reinado de don Fernando IV y durante las tutorías de don Alnso XI, se vieron quebrantadas estas leyes y violado el antiguo derecho por los poderosos; como la mostraron los procuradores del reino en las Cortes de Medina del Campo, pidiendo el remedio (295): «Nos mostraron, decía el monarca, que el procurador de la infanta doña Blanca, señora de las Huelgas, é de la abadesa é de las monjas de las Huelgas face demanda á Gonzalo González de Ávila en la corte de nuestro sennór el rey; et otrosí el procurador del maestre de Calatrava face demanda á Gómez Gil de Ávila en voz de dicho maestre en la dicha corte; et que nos pedían mercet que lo non quisiésemos consentir, et que los quisiésemos embiar á sus fueros.» Don Alonso XI dio vigor a las antiguas leyes y las restableció en las Cortes de Alcalá de Henares, cuya resolución procuró insertar don Enrique II en las Cortes de Burgos, respondiendo a la solicitud de los procuradores del reino concebida en los siguientes términos (296): «Que por quanto el rey don Alonso, nuestro padre, que Dios perdone, ordenara que ningún vecino de ciudad, ni villa ni logar ni fuese emplazado ante los alcaldes de la corte, a menos que primeramente fuese demandado ante los alcaldes de su fuero; que mandásemos que se guardase el dicho Ordenamiento é que pudiésemos pena sobrello, salvo de aquellas cosas, é personas é pleytos que pertenecían é pertenecen a la nuestra corte.» A que contestó el rey mandando «que se guarde según que el rey don Alonso, nuestro padre, que Dios perdone, lo ordenó en las Cortes que fizo en Alcalá de Henares.

     17. Los alcaldes jurados y demás oficiales de los concejos, se nombraban anualmente por suertes y por collaciones, barrios o parroquias en la forma que disponían las leyes de sus fueros, y se expresa individualmente en el de Soria, con el cual van de acuerdo otros muchos; dice así (297): «El lunes primero después de San Joan el concejo ponga cada año juez, é alcalde, é pesquisas, é montaneros, é deheseros, é todos los otros oficiales é un caballero que tenga el castiello de Alcazar. E por esto decimos cada anno, que ninguno non debe tener oficio nin portiello de concejo de que hobiere complido el anno si al concejo non ploguiere con él. Este mismo día (298) la collación do el juzgado cayere den juez sábio que sepa departir entre la verdat é la mentira, é entre el derecho é el tuerto. Otrosí aquellas collaciones do cayeren las alcaldías den cada uno dellas, sobre si su alcalde, é que sea atal como dicho es del juez. Todo aquel que juzgado, ó alcaldía ó otro portiello quisiese haber por fuerza de parentesco, ó por rey, ó por sennor... ó dineros diere ó prometiere por haber portiello, non sea juez, nin alcalde, nin haya oficio nin portiello ninguno de concejo en todos sus días (299). Quando el juez et los alcaldes fueren dados é otorgados por concejo segund dicho es, jure el juez nuevo al juez que fue del anno pasado; é si el juez non fuere hi, jure á un alcalde en voz del concejo sobre santos evangelios que nin por amor de fijos nin de parientes, nin por cobdicia de haber, nin por miedo, nin por verguenza de persona nenguna, nin por precio, nin por ruego de ningunt home, nin por bienquerencia de amigos ó de vecinos, nin por malquerencia de enemigos, nin de homes extrannos, que non juzgue sinon por este fuero nin venga contra él, nin la carrera del derecho non dexe (300).» A continuación de estas leyes van las que tratan de las elecciones de todos los demás oficios de concejo, nombramiento de escribanos públicos y de sus respectivas obligaciones; y se arreglan los oficios de los sayones, fieles almotacenes, andadores, pesquisidores, corredores y montaneros.

     18. Para dotación de estos oficios, ocurrir a los gastos indispensables de las obras públicas y a la subsistencia y decoro de los comunes, gozaban éstos de una porción de bienes raíces, fundos o heredades, las cuales se reputaron siempre como inajenables, y a manera de un sagrado depósito que ninguno debía tocar (301). «Qui vendiere raíz de concejo, dice la ley del fuero de Sepúlveda, peche tanta e tal raíz doblada al concejo; é qui la comprare pierda el precio que dio por ella, é lexe la heredat así como es dicho, ca ningunt home non puede vender, nin dar, nin empeñar, nin robrar, nin sanar heredad de concejo.» A cuyo propósito decía don Alonso el Sabio (302): «Campos et viñas et huertas et olivares et otras heredades... pueden haber las cibdades et las villas: et como quier que sean comunales á todos los moradores de la cibdat é de las villas cuyas fueren, con todo eso non puede cada uno por sí apartadamente usar de tales cosas como estas. Mas los frutos et las rendas que salieren dellas deben ser metidas en pro comunal de toda la cibdat ó villa cuyas fueren las cosas onde salen, así como en labor de los muros, et de las puentes, et de las calzadas, é en tenencia de los castiellos, é en pagar los aportellados.»

     19. Esta ley tan importante de la constitución de los comunes se consideró siempre como ley fundamental del reino, y la hallamos sancionada y confirmada repetidas veces en nuestros congresos nacionales. En las Cortes de Valladolid (303) se pidió al rey don Sancho IV: «Que non quisiésemos dar en el regno de Leon á ricohome nin á ricafembra, nin á infanzon nin a otro fijodalgo donacion de casas nin de heredamientos que sean de los concejos nin de sus aldeas», súplica a que accedió el monarca. Y en las Cortes de Medina del Campo (304) se representó a don Fernando IV en razón «de los comunes que han los concejos cada uno en sus hogares; que algunos gelos tomaban, é que los embargaban con privilegios e cartas nuestras». En cuya atención mandó el soberano: «Que los privilegios é las cartas que así son levadas contra sus comunes que non valan nin usen dellas, é que los concejos que tomen sus comunes é los hayan, é que les sea esto así guardado daquí adelante.»

     20. En fin, don Alonso XI, habiéndole dido los procuradores del reino (305) «que los exidos, é montes, é términos é heredamientos que eran de los concejos, é los he yo tomado por mis cartas á algunos, que tenga por bien de les revocar é mandar que sean tornados á los concejos cuyos fueron, é que les sea guardada de aquí adelante. A esto respondo que tengo por bien de gelos tomar é que gelas non labren, nin vendan nin los enagenen, mas que sean para pro comunal de las villas é logares onde son, é si algo han labrado ó poblado, que sea luego desfecho é derribado.»

     21. De aquí el cuidado y vigilancia de las villas y pueblos en amojonar estas heredades así como los términos comunes, y las precauciones de las leyes en conservar unos medios tan oportunos para evitar usurpaciones, pleitos y contiendas. Y si acaso se suscitaban era fácil a los alcaldes concluirlos brevísimamente con la simple inspección y reconocimiento de los mojones. En esta razón dice el fuero de Sepúlveda (306): «Otrosí mando que si los concejos de las aldeas barajaren sobre los términos, el juez ó lo alcaldes vayan á ver los mojones que fueron hi puestos: et el concejo que vieren que entró en el término del otro, peche diez maravedís et pierda el fructo con la obra et déxele el término.» De aquí es que los fitos, lindes y mojones siempre se consideraron como cosas sagradas, a las cuales no era lícito llegar. Don Alonso el Sabio las comprendió entre las que no se pueden perder por tiempo, a cuyo propósito decía en el Espéculo: «Nin se pierden por tiempo los moyones nin las lindes que departen los términos entre las villas... maguer sean desafechos ó camiados» (307).

     22. Se aumentaba considerablemente el fondo de los comunes con la parte que les correspondía por fuero de las multas y penas pecuniarias en que incurrían los delincuentes; las cuales se distribuían entre el rey, concejo, querelloso y ministros de justicia; y aunque las disposiciones y ordenanzas municipales variaban infinito en este repartimiento, convenían siempre en adjudicar una porción considerable a los concejos. Por fuero de Cuenca, el palacio del rey o el gobernador político a su nombre percibía todas las coloñas o multas del ladrón, y solamente tenía cuarta parte en las de homicidio, quebrantamiento, de casa y mujer forzada. Todas las demás causadas por cualquier delito cedían por partes iguales a beneficio del concejo, querelloso y ministros de justicia. La ley del Fuero de Uclés era la que más generalmente se observaba (308): «De todas calomnas qui venerint ad alcaldes, de X morabetinos arriba quarta pars á los alcaldes, et quarta pars al querelloso, et quarta pars á concilio, et cuarta pars á palacio. Et de X morabetinos á iuso non prenda el sennor, et de X morabetinos prendat nisi sint illas qui debent ese de querelloso.»

     23. Para conservar la autoridad de los concejos, hacer que se respetase por los nobles y precaver el demasiado engrandecimiento de los poderosos, prohibieron las leyes que ninguno pudiese fabricar castillos, levantar fortalezas, ni hacer nuevas poblaciones en términos de los comunes sin su autoridad y consentimiento: Omnes populationes quae in contermino vestro, concilio nolente facta fuerint, non sint stabiles, sed potius concilium diruat illas sine columnia (309). No tuvieron otro objeto las leyes de amortización civil y eclesiástica, que prohibían a los vecinos y miembros de las municipalidades dar o vender, o en cualquiera manera enajenar sus heredades y bienes raíces, no solamente a los extraños, sino también a los ricoshomes y poderosos domiciliados en términos de los concejos, y con más rigor a los obispos, iglesias, eclesiásticos, monasterios y homnes de Orden. «Mandamos, dice la ley del Fuero de Benavente y Llanes, que ninguno non venda la heredad si non ficiere primeramente casa, et si la vender quisiere, véndala á aquel que fuero face en la villa de Llanes, é non á otro ninguno.» Y don Alonso VI en la carta otorgada a los mozárabes de Toledo: «Mando que poblador venda á poblador, et el vecino, al vecino, mas non quiero que alguno de sos pobladores vendan cortes ó heredades á algun conde ó home poderoso» (310). Don Alonso VII, aunque alteró esta ley en el fuero municipal que dio a Toledo, conservó la parte principal de ella, mandando que ninguno no pudiese tener o poseer heredad en Toledo, sino el que fuese vecino y tuviese aquí casa poblada; y limitando la facultad de dar, comprar y vender solamente a los vecinos y pobladores, Vendant et emant uni ab alteris et donent ad quem quesierint (311)

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     24. Habiéndose violado esta en diferentes ocasiones por el demasiado influjo de los poderosos, convencidos los reyes de Castilla de su importancia, procuraron restablecerla a instancia de los procuradores del reino, los cuales jamás dejaron de reclamar su cumplimiento. Don Sancho IV, accediendo a las representaciones de los hombres buenos de las villas de Castilla, León y Extremadura, prohibió por su Ordenamiento (312) de Palencia «que ricoshomes nin infanzones nin ricasfembras compren nin hayan en las mis villas nin en los mis realengos heredades foreras, nin pecheras nin otras ningunas». Y en el Ordenamiento de las Cortes de Valladolid de 1298 dice el rey: «Mandamos entrar los heredamientos que pasaron del realengo al abadengo segun que fue ordenado en las cortes de Haro: é que heredamiento de aquí adelante non pase de realengo á abadengo, nin el abadengo al realengo, sinon asi como fue ordenado en las cortes sobredichas.» Y en las Cortes de Valladolid (313): «Que perlados nin ricoshomes nin ricasfembras nin infanzones non comprasen heredamientos en las nuestras villas tenemos por bien que quanto perlados, nin ricoshomes, nin ricasfembras que lo non compren. Mas todo infanzon, é caballero, ó duenna ó fijodalgo que lo puedan comprar é haber en tal manera que lo hayan é fagan por él ellos é los que con ellos vinieren aquel fuero é aquella vecindat que los otros vecinos ficieren de la vecindat onde fuere el heredamiento. E si esto non quisieren facer que non lo puedan comprar: é por lo que han comprado que fagan vecindat como los otros vecinos, ó vendan á quien lo faga, si non que se lo tomen.» Y en el Ordenamiento de las Cortes de Burgos de 1301 dice el mismo soberano: «Tengo por bien é mando que las heredades realengas é pecheras que non pasen á abadengo, nin las compren los fijosdalgo, nin clérigos, nin los pueblos nin comunes. E lo pasado desde el Ordenamiento de Haro acá, que pechen por ello aquellos que lo compraron, e en cualquiera otra manera que gelo ganaron. E de aquí adelante non lo puedan haber por compra nin por donación: sinon que lo pierdan, é que lo entren los alcaldes é la justicia del lugar.»

     25. Se repitió la misma súplica (314) en las célebres Cortes de que tuvo en Valladolid el rey don Alonso XI luego que salió de tutoría: es muy notable lo que en esta razón decían los procuradores del reino: «Que ningún ricohome nin ricadueña nin infanzon nin otro home poderoso de los que non son vecinos é moradores de las mis cibdades é villas que non compren heredamientos nin casas en las mis cibdades é villas nin en sus términos, nin sean ende vecinos, porque de estos homes poderosos atales resciben muchos males é muchos daños; é yo pierdo los mis pechos é los mis derechos. E si los compraren que los pierdan é que los haya el concejo de la cibdat ó villa de los heredamientos fueren; é que los entren sin pena é sin calumnia alguna, é que non paguen ninguna cosa por ende, é el que los vendiere que pierda el precio que por ellos le dieren; é este precio que lo haya el concejo de la cibdat ó de la villa do esto acaesciere; é que el concejo lo pueda prendar por ello.»

     26. Por las mismas razones que se estableció la amortización civil, los reyes de León y Castilla publicaron en sus Estados la ley de amortización eclesiástica. Porque así como los grandes y poderosos se habían hecho temibles a los pueblos, y aun a los soberanos, por sus inmensas adquisiciones y privilegios, los monjes, las iglesias y el clero, aprovechándose de la superioridad de sus luces, y olvidando la antigua y primitiva jurisprudencia eclesiástica y la disciplina de la Iglesia gótica, y apoyados en la autoridad pontificia, y en el nuevo Derecho Canónico, lograron eximirse de las cargas públicas, aumentar sus inmunidades y acumular heredamientos, bienes y riquezas.

     27. Habiendo advertido el famoso conquistador de Toledo don Alonso VI los grandes daños que resultaban a esta ciudad y a su tierra, así como a la monarquía, de la libertad indefinida de enajenarse a manos muertas los bienes raíces, y comprendiendo que nada fomenta más la población, la industria y la riqueza pública que la transmisibilidad y libre circulación de bienes y propiedades, como que nada la entorpece tanto como su estanco y circulación en familias y cuerpos privilegiados, así políticos como religiosos, renovó la ley de amortización eclesiástica en el Fuero toledano: punto que ya hemos indicado, y de que hablaremos todavía más adelante con otro motivo.

     28. La ley dice así: Attendens dapnum civitatis Toletanae, et detrimentum quod inde eveniebat terrae, statui cum bonis hominibus de Toleto quod nullus homo de Toleto, sive vir sive mulier, possit dare vel vendere haereditateb suam alicui Ordini, excepto si voluerit eam dare vel vendere Santae Mariae de Toleto, quia et sedes civitatis. Sed de suo mobili det quantum voluerit sequndum suum forum. Et Ordo qui eaam acceperit datam vel emptam, agittat eam: et qui eam vendidit, amittat morebetinos, et habeant eos consanguinei sui propinquiores. Don Alonso VIII, que había confirmado el Fuero toledano, sancionó la ley de amortización en el fuero, que dio a Cuenca; dice así (315): Cucullatis et saeculo renuntiantibus nemo dare nec vendere valeat radicem. Nam quemadmodum Ordo istis prohibet haereditatem vobis dare aut vendere, vobis quoque forum et consuetudo prohibet hac idem. Y más adelante (316): «Qualquier que alguna cosa vendiere ó cambiare, siquier sea raíz siquier mueble, por firme sea tenido sacado á los monges.» Esta legislación se extendió a todas las municipalidades, cuyos fueros se derivaron de aquél, como el de Consuegra, Alcázar, Alarcón, Baeza, Sepúlveda y Plasencia.

     29. El rey don Fernando II de León también adoptó esta legislación para su reino, y la sancionó en las Cortes de Benavente de 1181, y aun con mayor extensión y claridad su hijo y sucesor don Alonso IX, en las que celebró en la misma (317) villa en el año de 1202. Y habiendo este príncipe conquistado a Cáceres, dio fueros a sus pobladores, y consignó en ellos la ley de amortización. Dice así: Mandavit et otorgavit concilio de Caceres, quod vicinus de Caceres, vel de suo termino, qui dedisset vel vendidisset aut empeñasset, vel quotibet modo aliquam haereditatem, terram, vineam, campum, casas vel plateas, vel hortos, molendinos, vel breviter aliquam radicem aliquibus fratribus, concilium accipiat et quantum habuerit, et istud quod mandaret, et mittant totum in pro de concilio... Sin autem mandare voluerit fratribus, mandet eis de suo haber moble, et radicem non. Y a continuación se inserta la ley del Fuero de Cuenca arriba citada.

     30. El Santo lley don Fernando confirmó los fueros de Toledo por privilegio dado en Madrid a 16 de enero del año 1222, dirigido al Concilio de Toledo, a los militares y ciudadanos, tanto mozárabes como castellanos y francos insertando en él a la letra por orden cronológico, primero el fuero o carta particular y primitiva de don Alonso VI que comienza (318): «So el nombre de Jesucristo yo don Alfonso por la gracia de Dios, rey del imperio toledano.» Y la dirige a todos los mozárabes de Toledo, también caballeros como peones; segundo, el privilegio del Emperador don Alonso VII por el cual renovó y confirmó ad omnes cives toletanos, scilicet castellanos, mozárabes atque fracos, el Fuero de don Alonso VI: Hoc pactum et foedus firmissimum... et illos privilegios quos dederat illis avus suus Aldefonsus rex; tercero, los cinco privilegios de confirmación del primitivo Fuero toledano, otorgados por don Alonso VIII; de todos los cuales resultó la colección más completa que de sus fueros tiene Toledo. El Santo Rey quiere que se observen irrevocablemente y para siempre: Suprascripta igitur privilegia et omnia quae in eisdem continentur, ego rex Ferrandus vobis concedo, roboro et confirmo: necnon et statuo observari irrevocabiliter in aeternum.

     31. Habiendo logrado el Santo Rey extender prodigiosamente los términos de su dominación y señorío, y conquistar las populosas ciudades del mediodía de Castilla, comunicó el Fuero toledano, y con él la ley de amortización, a Murcia, Jaén, Niebla, Sevilla, Carmona y Córdoba. La ley del Fuero de esta ciudad es idéntica con la del de Toledo. Dice así: Statuo etiam et confirmo quod nullus homo de Corduva, sive vir sive femina possit dare vel vendere haereditatem suam alicui Ordini: excepto si voluerit eam dare vel vendere sanctae Mariae de Corduva quia est sedes civitatis... et Ordo qui eam acceperit datam vel emptam, amittat eam: et qui cam vendidit amittat morabetinos, et habeant eos consanguinei sui propinquiores. Por estos medios consiguió el sabio y celoso rey extender esta legislación por todos sus estados, así como lo habían hecho los de León en los suyos. Así que, luego que el Santo Rey reunió en sus sienes las coronas de León y Castilla, se puede asegurar que la ley de amortización era general en ambos reinos.

     32. Esta benéfica legislación fue efecto de la profunda política de aquellos príncipes, que llegaron a comprender que un sabio y uniforme repartimiento de tierras y propiedades basta para hacer a un pueblo poderoso, porque cada ciudadano tiene interés en sacrificarse por la patria; que la justicia de las leyes, una bien combinada igualdad en los derechos y fortunas de los ciudadanos, y sabias instituciones dirigidas a excitar en todos el amor a la gloria y al bien general, fueron siempre los principios de que estuvo pendiente la suerte de las naciones y las fuentes de su prosperidad. Con efecto, si subimos de período en período hasta el origen de las sociedades, hallaremos que los Estados donde se respetó la igualdad legal, y no consintieron fortunas desmedidas, fueron los más florecientes.

     33. Nuestros soberanos estaban íntimamente persuadidos de estas verdades, y de que la pobreza siempre había nacido de la injusta y desigual división de los campos y producciones de la tierra, creyeron, pues, necesario proceder eficazmente contra la acumulación de bienes y propiedades en cuanto fuese posible y compatible con la libertad civil, con la industria popular y con los derechos legítimos de los particulares; moderar la excesiva riqueza de los nobles, de la grandeza y del clero en beneficio de la agricultura y del pobre labrador, y en fin, destruir el monstruoso edificio que la falsa piedad, la ignorancia y la codicia habían edificado.

     34. Mas al cabo el imperio de la opinión suele prevalecer contra las más sabias instituciones y justas providencias; cuando la corrupción de costumbre es general, y el contagio del mal ejemplo cunde por todas partes, y llega a hacerse superior a las máximas de justicia y equidad y a extinguir los sentimientos de honor y de virtud, las leyes más sabias y equitativas pierden su fuerza, y sucumben al imperio de la opinión En los nuevos códigos canónicos se reputaba por una injuria hecha a la dignidad eclesiástica, y como cosa contraria a la inmunidad y libertad de la Iglesia, poner trabas a las adquisiciones de bienes raíces por manos muertas. Se intentó persuadir que las liberalidades de los príncipes con la Iglesia y clero no eran puramente gracias dimanadas de la potestad civil, sino derechos divinos, inherentes esencialmente, al sacerdocio. Ni han faltado canonistas y teólogos que después de haber canonizado estas maximas propagaron la doctrina de que las leyes civiles de amortización están fuera del círculo, y términos a que debe estar ceñida la autoridad política, y de consiguiente que son inválidas, írritas y, de ningún valor, y contrarias a la libertad eclesiástica. Y sobre todo que las enajenaciones de bienes raíces en manos muertas, en ninguna manera han sido perjudiciales al Estado.

     35. Algunos dicen: ¿Cuántos bienes no han acarreado a la república? Los monasterios fundados en montes y campos desiertos, creciendo con el tiempo por las cuantiosas donaciones de la generosidad de los fieles, y siendo ricos propietarios de grandes territorios y esclavos, fomentaban su cultivo y contribuían al aumento de la población y, de consiguiente, al de los frutos y riqueza pública. Los antiguos monjes a su profesión religiosa añadían la de labradores y propietarios ilustrados, que viviendo continuamente en el campo y entre colonos prácticos en la agripultura, conocían mucho mejor que los demás señores territoriales las incalculables ventajas de este manantial de la riqueza y prosperidad de la monarquía. Nada escaseaban (319) para la mayor perfección de las labores, ni para los plantíos, riegos y edificios rústicos necesarios para la recolección y custodia de los frutos. Los eclesiásticos hicieron también en esta parte servicios muy útiles al Estado, empleando su crédito, sus riquezas y sus talentos en restaurar pueblos arruinados, edificar villas y cortijos, puentes y calzadas, y en mejorar de todos modos el campo y la suerte de los labradores.

     36. No es necesaria mucha erudición para conocer cuán débiles son estos argumentos. Porque no se trata aquí de los antiguos monjes, ni del primitivo clero español, sino de su situación política y civil en la Edad Media, cuando ya no estaban vigentes la severa disciplina monacal y las santas instituciones de la Iglesia gótica. ¡Cuán admirable perspectiva de moderación, de sabiduría y de virtud no ofrece a nuestros ojos el sacerdocio español en aquella época! ¡Cuán acatado ha sido por la nación, por el pueblo y por los monarcas! Se hicieron necesarios por su conducta, y por precisión habían de tener grande influencia en las deliberaciones públicas y en el gobierno. Los obispos ocuparon con efecto los primeros asientos en las asambleas nacionales; los estados y concilios se componían principalmente de prelados y abades; su voz y voto era muy respetado y prevalecía. Trabajaron con gran celo en corregir y recopilar los códigos de leyes, y obtuvieron entre otros privilegios la superintendencia sobre los tribunales, política necesaria y utilísima en unos tiempos en que no podía esperarse otra mejor.

     37. ¿Cuál hubiera sido la suerte de España en siglos tan ignorantes y corrompidos, si los príncipes visigodos y suevos no aprovecharan las relevantes prendas del clero español, el crédito, la consideración, la virtud y la sabiduría de los ministros del santuario, oponiéndola así como un dique contra la ignorancia, libertinaje e insubordinación de los bárbaros? Era necesario establecer leyes fundamentales, una forma de gobierno permanente y estable, someter los pueblo al yugo de la justicia, introducir la paz, el orden y la buena armonía entre los miembros de la sociedad, publicar un código de leyes acomodado al uso general y a las costumbres de las diferentes naciones que componían la monarquía, y designar magistrados virtuosos, íntegros, incorruptibles y suficientemente autorizados para hacerlas cumplir, y castigar los transgresores. Este tan noble y majestuoso edificio no se podía levantar sin grandes caudales de prudencia y sabiduría, la cual estaba vinculada en el clero. La de los obispos se aventajaba sobre todos los que en esa edad florecieron en los diferentes Estados de Occidente. Ninguna nación puede presentar un catálogo de hombres tan ilustrados en todo género de conocimientos como la Iglesia gótica, ni una sucesion de obispos tan desinteresados, íntegros, doctos y versados en las ciencias divinas y humanas. Sus fastos, sus concilios, su colección canónica, son un monumento eterno de esta verdad. La sabiduría y varia literatura del clero español resplandece en sus escritos, respetables todavía en nuestro ilustrado siglo.

     38. El cuerpo eclesiástico español no era supersticioso ni fanático como el de Francia, Italia y Alemania. No podía abusar de sus luces y talentos en perjuicio del Estado, porque no era ambicioso ni, avaro. Los obispos conservaban con loable constancia las instituciones apostólicas y las sencillas costumbres de los primeros cristianos; se negaron a todo género de novedades, aunque autorizadas por otras iglesias así de Oriente como de Occidente; no reconocieron ni dieron lugar entre sus leyes a los cánones llamados apostólicos, ni a las falsas decretales, ese manantial de eterna discordia entre el sacerdocio y el imperio. La inmunidad eclesiástica o no se conocía en la España gótica, o estaba ceñida a muy estrechos límites. Obispos, clérigos y monjes todos estaban sujetos al fisco y a la justicia secular del mismo modo que los legos. Las leyes civiles imponen penas a los eclesiásticos que citados por cualquier tribunal no obedecieren al llamamiento del juez. Ni los prelados ni las iglesias poseían grandes riquezas ni derecho a la desconocida contribución de los diezmos, en el sentido que hoy representa esta palabra. Ceñida su autoridad a los objetos espirituales de su ministerio, no ejercían jurisdicción temporal, porque hablando propiamente se desconocían los feudos y los señoríos territoriales; ni tenían tribunales de coacción ni sus jueces podían entender en asuntos y causas civiles, que a la sazón estaban todas sujetas a la autoridad pública.

     39. Los monjes también se habían hecho respetables por su instrucción, recogimiento, laboriosidad y virtudes. Vivían en soledades y desiertos, lejos del trato humano, sin mezclarse en negocios temporales y mundanos, y acomodaban su vida y conducta a los austeros principios y severa disciplina canónica de la Iglesia gótica. Sus casas eran como unos asilos de virtud, y en ellas se formaron los varones más insignes, los Leandross, los Isidoros, los Eugenios e Ildefonsos. Se mantenían con un corto número de bienes y con las limosnas voluntarias de los fieles. Su conservación ni era perjudicial al Estado ni gravosa a los ciudadanos, porque ni el número de religiosos era excesivo, y pocos los monasterios. Fueron tan acatados por su prudencia y conocimientos, que los prelados y abades concurrían por llamamiento de los soberanos a los congresos nacionales así antes de la irrupción de los árabes, como en los cuatro primeros siglos de la restauración, según parece de las actas de las Cortes de León del año 1020, del de Coyanza celebrado en el de 1050, del de Palencia en 1229, y otros.

     40. A los monjes debe la nación española no sólo la conservación de la agricultura, sino los más preciosos documentos y crónicas de nuestra Historia antigua, sin los cuales muy poco o nada supiéramos de los importantes acaecimientos de aquella edad. Se ocupaban también en copiar libros, escrituras, actas de concilios y códices de nuestra legislación primitiva, civil y eclesiástica, en que sobresalieron Vigila y sus discípulos Sarracino y García, monjes de Alvelda, que en el año 976 de la Era cristiana escribieron el insigne códice Vigilano o Alvendense; y Velasco y su discípulo Sisebuto el códice Emilianense, conservado en San Millán de la Cogolla. Ambos son muy conocidos en nuestra Historia literaria, y no menos celebrados por la importancia de los tratados y monumentos que contienen, entre ellos el Fuero Juzgo, y por el primor y gallardía de su escritura, y por la descripción y uso que de ellos hicieron nuestros anticuarios y literatos.

     41. ¡Cuán hermosa y brillante perspectiva! ¡Cuán feliz hubiera sido la nación en la Edad Media si aquella esplendorosa luz no se eclipsara! Mas por desgracia no fue así. El magnífico edificio de la antigua constitución política, civil y religiosa se desplomó por la inobservancia de la santa disciplina de la Iglesia de España, y por el olvido de las sacrosantas leyes, protectoras de la propiedad, de la justa libertad y seguridad personal. El Gobierno, el mismo Gobierno labró su ruina con riquezas que ha dispensado a varias clases del Estado, acumulando en ellas la mayor parte de propiedades y bienes nacionales, con lo cual rompió los lazos con que deben estar unidos los miembros del cuerpo social; y lo que es peor, sembró las semillas de la corrupción de costumbres y de la moral pública, porque es muy dificultoso que sea buen ciudadano el que aspira a poseer más de lo que cumple para mantenerse y vivir con decencia y decoro en una condición privada. Cuando las riquezas son excesivas, pervierten el corazón y encienden las funestas pasiones del orgullo, codicia y ambición en lugar de apagarlas, y de tal manera absorben los cuidados y atenciones de sus poseedores, crue olvidados de lo que deban a la patria y a sus semejantes, sólo tratan del aumento y seguridad de sus fortunas.

     42. Desde los apóstoles hasta nuestros días, escribe San Jerónimo, la Iglesia había ido creciendo con las persecuciones y los martirios; pero desde que los Emperadores se hicieron cristianos creció más en riquezas y en poder, y en proporción menguaron sus virtudes. Esto es puntualmente lo que sucedió en Castilla por la mala política de don Alonso VI, que habiendo sancionado para todos sus Estados la ley de amortización, la violó imprevistamente abriendo, la puerta del reino a ese enjambre de monjes de Cluny, a quienes otorgó pródigamente exenciones, privilegios, bienes y riquezas. ¡Qué inmenso número de religiosos, así naturales como extranjeros! Bien se puede asegurar que sólo en Asturias y Galicia había entonces más monjes que en el vasto espacio, de la península durante el Imperio gótico. Protegidos por las dos esposas del rey, ambas de nación francesa, y por la debilidad del príncipe, siempre condescendiente con estas señoras, se apoderaron de las más pingües dignidades y prelacías del reina. Tenían gran parte en el gobierno, declinaron la jurisdicción de los obispos contra los cánones de la Iglesia gótica, vigentes todavía en esta época; se sometieron a la Silla Apostólica, y lograron que los Papas les otorgasen privilegios, exenciones e inmunidades reales y personales, y declarasen sus bienes por sagrados e inviolables, fulminando excomuniones y anatemas contra los que osaran tocar sacrílegamente en la propiedad monacal. Añádase a esto que muchos monasterios y sus prelados fueron condecorados con las insignias y aun con la jurisdicción casi episcopal, y también lograron el dominio temporal de muchos pueblos, y ejercer en ellos el señorío de justicia o la jurisdicción civil y criminal.

     43. Pues ya la clase de los grandes y ricoshomes, ¡cuán formidable se hizo a los reyes, a los súbditos, a los pueblos, y a todas las condiciones de la república, especialmente en los siglos XIII, XIV y XV! Llegaron a encumbrarse a tan alto grado de poderío, que ya hacían sombra a la suprema autoridad de los reyes, los cuales, o por ignorancia de las leyes, o por mala política, o por timidez y cobardía, los colmaron de exhorbitantes privilegios, exenciones y heredamientos sin término; y los príncipes, en cierta manera abatidos, no podían desplegar su autoridad soberana sino con timidez y a las veces sin efecto. El abuso de su gran poder y riquezas, el insaciable deseo de multiplicarlas, su orgullo y ambición, estas violentas pasiones, ¿qué torbellinos no levantaron en la sociedad? ¿Qué horribles tempestades? ¿Cuántas sediciones, tumultos y guerras intestinas en los tiempos más calamitosos de la república? La historia de las revoluciones políticas acaecidas en el reinado de don Alonso el Sabio, en la minoridad de don Fernando IV y don Alonso XI, y en los desastrosos gobiernos de don Juan II y Enrique IV, nos representan al vivo el carácter inquieto y turbulento de estos grandes señores, y de su excesivo amor a los intereses individuales más que a los de la patria.

     44. ¿Y qué diremos de la perspectiva que a nuestra consideración ofrecen aquellos siglos de la desmedida autoridad de los Papas en estos reinos? ¿Qué de las acaloradas controversias entre el sacerdocio y el imperio? El clero, el estado eclesiástico de España, que ya había degenerado de los austeros principios y severa disciplina de la Iglesia gótica, de que acaso no tenía idea, imbuído en todas las opiniones ultramontanas que se enseñaban exclusivamente en las universidades, y aprovechándose de la religiosidad, o por mejor decir, debilidad de los príncipes y de la piedad de los fieles, y mezclando artificiosamente los intereses temporales con los sagrados, lograron extender su jurisdicción aun sobre asuntos que siempre habían sido privativos de la soberanía o del magistrado civil, y a multiplicar sin término sus riquezas, y a consolidar su poder y prosperidad sobre la ignorancia y pobreza de los ciudadanos. Autorizado con decretos reales y con bulas pontificias, defendía obstinadamente sus derechos, así como los del Papa, de cuyo influjo estaba pendiente su engrandecimiento. La preponderancia y eficaz influjo del clero en los negocios y asuntos del Gobierno entorpecían las más sabias providencias y esterilizaban los esfuerzos de la nación y las deliberaciones de las Cortes.

     45. Todos los derechos se hallaban confundidos. Los reyes gozaban de una existencia precaria; su augusta dignidad se vio envilecida y degradada por las pretensiones de Roma y por las solicitudes del clero, a que era necesario acceder o sufrir la pena que los sacerdotes del Señor fulminaban contra los príncipes, contra los ciudadanos pacíficos y contra los inocentes pueblos. ¿Quién no se admira, quién no se escandaliza al ver a un don Martín, arzobispo de Toledo, autorizado por la Silla Apostólica, y pronto para excomulgar al rey de León don Alfonso IX y para absolver a los pueblos del juramento de fidelidad y obediencia debida a este monarca, sin otro motivo que haber concertado con los moros una paz ventajosa y dictada por la ley de la necesidad? ¿Quién no se asombra al ver al buen rey don Enrique III, cuando todavía se hallaba en la menor edad, excomulgado y haciendo penitencia pública, porque su Consejo de Regencia detuvo por pocas horas en su palacio al arzobispo de Toledo, don Pedro Tenorio, por su insubordinación, desobediencia a las leyes y obstinada resistencia a la autoridad pública? ¿Qué objeto más monstruoso que el que nos ofrece el espíritu inquieto y turbulento de algunos príncipes de la Iglesia, que, abrigados en sus castillos y fortalezas, resistían con las armas en la mano a sus monarcas, obligándoles a tomarlas y a buscar el auxilio, de sus fieles súbditos para sujetar (320) aquellos rebeldes?

     46. En tan calamitosas circunstancias, la nación, los miembros del cuerpo social, sin enlace y sin interés común, estaban como las olas del proceloso mar en continua agitación y perpetuo choque de violentos y encontrados movimientos; consecuencia necesaria del olvido y abandono de nuestras sabias y primitivas leyes canónicas, y de que a las importantes leyes, protectoras de la seguridad real y personal, se sustituyeron muchas que sacrificaban una parte de los ciudadanos a la otra, y entorpecían los movimientos de las fuentes de la común prosperidad; y el Gobierno no dirigió sus miras como debiera a multiplicar los propietarios por todos los medios posibles, y a dividir y subdividir las riquezas lejos de acumularlas en un corto número de personas y de reducirlas a un círculo muy estrecho. La ley de amortización o no se conocía o era un simulacro, teoría ideal y vana especulación. He aquí, si no la única, por lo menos la principal causa de las calamidades públicas y de la pobreza y desaliento de los pueblos, y lo que ha eclipsado la gloria de los célebres y respetables ayuntamientos de Castilla y de sus opulentas villas y ciudades, de que apenas restan más que escombros, tristes vestigios de su antigua grandeza y prosperidad.

     47. Cierto es, sin embargo, que los procuradores del reino reclamaban continuamente la observancia de aquella ley, tantas veces sancionada y otras tantas abolida. Fernando IV, que había decretado su observancia al principio de su reinado, nos dejó un ejemplo de volubilidad e inconstancia en el hecho de haberla revocado; y aún por una condescendencia indecorosa a su real persona, y acaso temor al cuerpo eclesiástico, le concedió, así como a todos los prelados del reino, un rico privilegio, despachado en Valladolid a 17 de mayo del año 1311, entre cuyas cláusulas son ciertamente muy ajenas de la majestad soberana las siguientes: «Tenemos por bien en non demandar pechos á los perlados, nin á los clérigos nin á las órdenes de nuestros regnos; et si por alguna razón les hobiéremos á demandar algún servicio ó ayuda, que llamemos antes á todos los perlados ayuntadamientre, é los pidamos con su consentimiento. Pero si algunos non podieren hi venir, que los pidamos á aquellos que hivinieren é á los procuradores de aquellos que hi non vinieren. Otrosí tenemos por bien de non demandar pechos nin servicios á los vasallos de los perlados é de las eglesias sin llamar personalmente a nuestras cortes ó ayuntamientos, cuando lo feciéremos, todos los perlados é pedirlos con su consentimiento como dicho es.»

     48. La misma debilidad e inconstancia manifestó el rey don Alonso XI cuando habiéndole presentado el estado eclesiásticó en Medina del Campo en el año de 1326 un cuaderno de peticiones solicitando la revocación de la ley de amortización decretada solemnemente por el mismo príncipe en las Cortes de Valladolid, celebradas en el año anterior, el rey condescendió cobardemente con los deseos de los obispos, como consta de la real cédula con que va encabezado aquel cuaderno; dice así: «En las cortes que nos mandamos facer en Valladolit... seyendo hi ayuntados con nusco los perlados é ricoshomes, é infanzones é caballeros, é procuradores de las cibdades é villas é logares del nuestro sennorío, pidiéronnos muy mucho afincadamente que mandásemos tomar todo lo que era pasado de nuestro regalengo al abadengo. Et nos veyendo que nos pedían lo que era nuestro servicio é que lo podíamos facer, mandámoslo tomar. Et sobre esto algunos perlados de nuestro sennorío, é los procuradores de los otros perlados que non venieron á nos, é de los cabildos de las eglesias catedrales é colegiales ayuntáronse con nusco en Medina del Campo, et pidiéronnos... que toviésemos por bien que pasasen ellos con nusco segun que pasaron ellos é sus antecesores con los reyes ende nos venimos, et sennaladamente en fecho de lo que pasó del nuestro regalengo al abadengo... Et nos el dicho rey don Alfonso con conseyo de los hornes buenos de los nuestros regnos et del nuestro, sennorío que aquí en Medina del Campo son con nusco á este ayuntamiento, otorgamos el dicho quitamiento.»

     49. Con esto los males públicos se agravaban, los síntomas de la enfermedad general eran muy funestos, y pronosticaban la próxima ruina de las fortunas y la propiedad individual, particularmente en el siglo XIV. Porque la epidemia y terrible mortandad que experimentó Castilla en (321) esta época, como derramase por todas partes la tristeza, la consternación y el espanto, los fieles, para aplacar la ira del cielo y merecer el favor y protección de los santos, se desprendían liberalmente de sus bienes, haciendo cuantiosas donociones a iglesias, monasterios y santuarios, con lo cual se consumó el trastorno y olvido de la ley de amortización, y fue necesario que el reino junto en las Cortes de Valladolid (322) suplicase al rey don Pedro tuviese a bien restablecer y dar vigor a lo que sobre esta razón habían ordenado sus predecesores.

     50. La petición es muy notable; dice así: «El rey don Alfonso mio Padre... hebo ordenado en las cortes de Alcalá é en las otras cortes que fizo ante de ellas, que non pasase heredamiento de lo de regalengo, nin solariego, nin behetría á abadengo. Et este ordenamiento que lo fizo el dicho rey porque ge lo pedieron todos los de la tierra, é porque los reyes onde él é yo venimos ficieron siempre este ordenamiento mismo, é lo mandaron guardar. E porque non se guardó, veyendo que se menoscababa mucho de la juredicion suya é el su derecho, que se lo hobieron á pedir; é que en logar de se guardar, que vino hi despues, manera que se acrecentó más; porque por la gran mortandad que despues acaesciera, todos los homes que fallescían, con devoción que hobieron, mandaron gran parte de las heredades que habían á las eglesias por capellanías é por aniversarios. Así que, despues del ordenamiento del rey mío padre acá, que es pasado por esta razón é por otra muy mayor parte de las heredades realengas al abadengo que non eran pasadas de los tiempos de antes... é pidiéronme merced que mande que se faga así. Et otrosí que los heredamientos que pasaron al abadengo antes de la mortandad é despues acá contra el ordenamiento que el dicho rey fizo en Medina del Campo, que tenga por bien é mande que sean tornados á como ante eran, según se contiene en dicho ordenamiento, é que para esto se ponga plazo fasta que se cumpla, é si non que lo cumpla yo.»

     51. La nación, firme siempre en su propósito, suspiró en todas ocasiones por la observancia de esta ley. No se entibió jamás el celo de sus representantes al ver frustrados tan repetidas veces sus conatos y esperanzas, y las continuadas infracciones de la ley, y los esfuerzos de la grandeza y del clero para abolirla enteramente. En esta lucha tan desigual, superiores a todas las dificultades, a las preocupaciones populares y al imperio de la opinión, levantaron su voz e hicieron que resonase el clamor de la verdad en las Cortes de Valladolid de 1523, pidiendo a los reyes doña Juana y a su hijo don Carlos el restablecimiento de tan importante y utilísima ley; los cuales, contestando a la petición XLV, mandaron: «Que las haciendas é patrimonios é bienes raíces no se enagenasen á iglesias y monasterios, é que ninguno non se las pudiese vender; pues según lo que compran las iglesias y monasterios, y las donaciones y mandas que se les hacen, en pocos años podía ser suya la más hacienda del reino.»

     52. Sin embargo, esta ley general de España no se ha recopilado, aunque nuestro sabio Gobierno ha llegado a comprender los opimos frutos que resultarían a la nación de su puntual observancia. Y si bien el Consejo Real en su célebre (323) auto acordado, a que llaman la Gran consulta, manifestó bien cuán convencido estaba del valor e importancia de esta ley nacional, de su continuada observancia por espacio de ciento treinta años y de la necesidad que había de establecerla y compilarla, todavía cediendo a las circunstancias, fue de parecer que convendría reservar esta materia para tiempo en que pudiese promoverse con mayores esperanzas de conseguir su efecto. Pero este tiempo aún no ha llegado, porque aún no tenemos en el código legislativo nacional, en la Novísima Recopilación, la ley general de amortización, según antigua costumbre y fueros de Castilla.

     53. Las leyes no eran menos favorables a los miembros de la municipalidad: todas se encaminaban a establecer entre ellos la igualdad y libertad civil, y proporcionar a cada uno la seguridad personal; los pobladores y vecinos eran iguales en los premios y en las penas; no había en esto diferencia de fueros; la ley comprendía igualmente a todos sin distinción de clases y condiciones, y cada cual experimentaba el rigor o el favor de la ley según su merecido. Expresó bellamente esta legislación el fuero de Caldelas: Quicumque nobilis vel cujus libet dignitatis in villa Bonoburgo in propria vel aliena domo habitaberit, ipse et qui cum eo fuerint, habeat forum sicut unum de vicinis. Y el de Oviedo: «Infanzone ó potestade ó conde que casa hobier enna villa, haya tal foro quornodo mayor aut minor.» Y el de Plasencia (324): «Otorgo que si algun conde, ó potestad, ó infanzones ó caballeros salieren de mio regno, ó de otro regno que á Plasencia vinieren poblar, tales fueros é tales calonias hayan quales los otros pobladores, así en muerte como en vida. Por ende mando (325) que en Plasencia non sean mas de dos palacios el del rey é del obispo: todas las casas, así de ricos como de pobres, ansí de fidalgos como de villanos, este fuero hayan é este coto.» Se autorizó esta legislación en las Cortes de Valladolid, mandando el rey don Fernando (326), en conformidad a la petición de los procuradores del reino: «Que los ricoshomes é infanzones é caballeros é otros cualesquier que han algo é lo hobieren en cualesquier villas é logares de los mis regnos, que lo hayan so aquel fuero é so aquella juredicion do fuere poblado, é que responga é faga derecho por ello á ellos é los sus homes ante los alcalles del fuero do fuere él algo. E los logares do fueron moradores que allí sean tenudos de responder é complir de derecho, así por muertes como por todas las otras cosas.»

     54. El favor de las leyes se extendía también a los judíos que querían empadronarse y establecerse en la población; el fuero les otorgaba vecindad y todos los derechos de ciudadanos (327). «Todo cristiano vecino, dice la ley del fuero de Alcalá, que matare ó firiere á judeo, atal calofía peche por el judeo como pechan por vecino cristiano á cristiano. Todo judeo que matare ó firiere a cristiano, otra tal caloña peche como cristiano á cristiano... ; todo judeo que quisiere morar en Alcalá á foro more.» Y el de Salamanca: «Los jodíos hayan foro como cristiano, que qui lo ferier ó matar, tal homecío peche como si fuese cristiano ó matare vecino de Salamanca. E los jodíos sean encotados ellos é sus herederos como se fuesen vecinos de Salamanca; é por sus yoicios qui á firmar hobiere, firme con dos cristianos é con un jodío, é con dos jodíos é con un cristiano. E sobre todo esto jure el concejo de Salamanca que á derecho los tenga é á su fuero.»

     55. Pero a principio del siglo XIII comenzó a decaer en Europa y a eclipsarse en cierta manera la gloria y prosperidad del pueblo judaico, y ya desde entonces no corrió con viento tan favorable la fortuna de los judíos. Los compiladores de las Partidas, trasladando a ellas (328) los decretos que contra la infeliz nación se habían publicado en el Concilio Lateranense IV, la privaron de algunos de los derechos y exenciones que por fuero gozaban en Castilla. Bien es verdad que a la sazón no tuvieron efecto esas determinaciones, y don Alonso el Sabio, cuyas ideas eran muy diferentes de las de aquellos compiladores, confirmó a los judíos sus antiguas regalías y derechos, como se muestra por su ley del fuero de Sahagún, que dice así: «Mandamos, que los judíos de san Fagund que hayan aquel fuero que han los judíos de Carrión, que los judguen los adelantados, aquellos que pusieren los rabés de Burgos, et que juren estos adelantados que pusieren los rabés, al abad que fagan derecho... et si se agraviaren de los adelantados, que se alcen á los rabés, et esto sea en los juicios que hobieren entre sí segund so ley. Et del pleito que hobiere cristiano con judío ó judío con cristiano, judguense por los alcaldes de San Fagund, et hayan su alzaga así cuemo manda el fuero de san Fagund; et otrosí todas las demandas que fueren entre cristianos et judíos pruébense por dos pruebas de cristiano et de judío, et al cristiano con cristiano si judío non pudiere haber, et al judío con judío si cristiano non pudiere haber... Et quien matare judío peche quinientos sueldos et que los haya el abad; estos et todas las otras calonnas que hobieren á dar con derecho segund fuero de la villa et segund so ley.»

     56. El siglo XVI fue más funesto (329) a los hebreos de España, cuya suerte se empeoró entonces considerablemente a consecuencia de la celebración del Concilio de Viena en el año 1311, cuyos decretos relativos a la nación judaica, repetidos e insertos en el Ordenamiento que sobre esta gente se hizo en el Concilio provincial de Zamora, celebrado por el arzobispo de Santiago, don Rodrigo, en el año 1313, con asistencia de sus sufragáneos, influyeron hasta llegar a variar las ideas y opiniones públicas, tanto que el pueblo se declaró abiertamente contra los judíos, y comenzó a mirarlos con cierto género de horror. Sin embargo, los legisladores de Castilla (330) tuvieron sobre este punto miras muy diferentes; y los reyes don Alonso XI, don Pedro y don Enrique II les dispensaron su protección por considerarlos útiles al Estado. El injusto procedimiento de algunos cristianos en no querer pagar las deudas contraídas con los judíos, y el exceso de muchos clérigos y legos que ganaban bulas del Papa y de los prelados cartas de excomunión contra los que intentaban estrecharlos para que cumpliesen sus débitos, llamó la atención de don Alonso, y tomó providencia en las Cortes de Valladolid (331), publicando el siguiente acuerdo: «Porque los judíos me querellaron que muchos del mi señorío así clérigos como legos que ganaron é ganan bulas del papa é cartas de los perlados que los descomulgan sobre las deudas que les deben: tengo por bien é mando que qualquier que mostrare tales bulas é cartas, que los mis oficiales de las villas é de logares que los prendan é que no los den sueltos nin fiados fasta que les den las dichas bulas é cartas, é mandándoles que me las envien luego.»

     57. No satisfechos los cristianos con haber conseguido privar a los judíos de su albedí o juez particular, intentaron en tiempo del rey don Pedro despojarlos del fuero que gozaban por costumbre de muchos años de tener en cada uno de las ciudades, villas y lugares donde había aljamas, alcalde apartado para librar sus pleitos, y pidieron a aquel soberano (332) mandase: «Que los dichos judíos que no hayan alcalde apartado... mas que los pleitos que hobieren los judíos con los cristianos que los libren los alcaldes ordinarios.» Es muy notable la resolución del rey: «Respondo, que porque los judíos son gente flaca é han menester defendimiento, é porque andando ante todos los alcaldes los sus pleitos rescibirían grand dañó é grand pérdida de sus faciendas, porque los cristianos podrían facer daño en los emplazamientos é demandas que les farían; tengo por bien que los judíos puedan tomar un alcalde de los ordinarios que hobiere en cada villa ó lugar do lo han de uso é de costumbre, que los oya é libre sus pleitos en lo que tañiere en lo cevil.» El objeto del soberano en esta respuesta fue precaver las injusticias que tan frecuentemente se cometían contra los judíos; los cuales, como decía el mismo rey (333), «son astragados é pobres por non poder cobrar sus debdas fasta aquí... é á las vegadas los oficiales non les facen tan aina complimiento de derecho, nin les facen entrega de las debdas que les deben como cumple... Otrosí porque los judíos comunalmente non son homes sabidores de fuero nin de derecho; é otrosí porque son homes de flaco poder, atrévense algunos cristianos á las vegadas á los traer maliciosamente á pleitos é revueltas sobre sus cartas, poniéndoles algunas excepciones maliciosas como non deben».

     58. También fue costumbre entre las gentes del pueblo atribuir a los judíos muchas de las calamidades públicas, y creerlos autores de ellas; así lo intentaron persuadir al rey don Enrique II, pidiéndole (334) que los privase de poder tener oficio público en palacio y corte del rey. «Nos dixeron que todos los de las cibdades é villa é logares de los nuestros reynos que tenían que los dichos males é daños é muertes é desterramientos que les vinieran en los tiempos pasados, que fueran por consejo de los judíos, que fueran oficiales é privados de los reyes pasados, que fueron fasta aquí, porque querían mal é daño de los cristianos; é que nos pedían por merced que mandásemos que en la nuestra casa nin de la reyna mi mujer nin de los infantes mis fijos.. que non sea ningun judío oficial, nin físico, nin haya oficio ninguno.» El rey no tuvo por conveniente acceder a ésta súplica. «A esto respondemos que tenemos en servicio lo que en esta razón nos piden; pero nunca á los otros reyes que fueron en Castilla fue demandada tal petición. E aunque algunos judíos anden en la nuestra corte non los ponemos en nuestro consejo, nin les daremos tal poder para que venga daño alguno á la nuestra tierra.»

     59. La representación que los procuradores del reino hicieron a dicho rey don Enrique II contra los judíos en las Cortes de Toro (335) es una prueba convincente de la oposición del pueblo con la nación judaica. «A lo que nos pidieron por merced que por la soltura é grande poderío... de los enemigos de la fé, especialmente los judíos en todos los nuestros regnos, así en la nuestra casa como en las casas de los ricoshomes, infanzones é caballeros é escuderos de nuestros regnos, é por los grandes oficios é honras que hi habían, que todos los cristianos los habían de obedescer é de haber temor dellos é de les facer la mayor reverencia que podían, en tal manera que todos los concejos de las cibdades é villas é logares de nuestros regnos é cada una persona por sí, todos estaban captivos é sojetos é asombrados de los judíos, lo uno por el grande logar é honras que les veían haber en nuestra casa é en las casas de los grandes de les nuestros regnos; é otrosí por las rentas é oficios que tenían; por la qual razon los dichos judios así como gente mala é atrevida é enemigos de Dios é de toda la cristiandad, facian con grande atrevimiento muchos males é muchos cohechos, en tal manera que todos los nuestros regnos ó la mayor parte dellos eran destruidos e despechados de los dichos judíos, é esto que lo facían menospreciando los cristianos é la nuestra fe católica. E pues era nuestra voluntad que esta mala compaña viviese en los nuestros regnos, que fuese la nuestra merced que viviesen señalados é apartados de los cristianos segund que Dios mandó é los derechos é las leyes lo ordenaron... E otrosí que non hobiesen oficios ningunos en la nuestra casa, nin de otro señor, nin de otro caballero nin escudero de los nuestros regnos... nin traxesen tan buenos paños nin tan honrados como traían, nin cabalgasen en mulas por que fuesen conocidos entre los cristanos.»

     60. La respuesta del soberano es conforme a la precedente: «Tenernos por bien que pasen segun pasaron en tiempo de los reyes nuestros antecesores é del rey don Alfonso nuestro padre.» Prueba evidente de que nuestro antiguo gobierno, considerando a los judíos como vasallos útiles al Estado, y no estimando por justas las declamaciones del pueblo, aspiró a conservarlos en estos reinos, defenderlos y ponerlos al abrigo de toda violencia, como lo acordó don Alonso XI en las citadas Cortes de Valladolid del año 1325. «Otrosí tengo por bien que los judíos que son idos á morar á otros señoríos, que vengan á morar cada unos á los mis señoríos do son pecheros; é mando á los concejos é oficiales que los amparen é los defiendan que non resciban tuerto ninguno.» Política que siguieron constantemente los reyes de Castilla hasta que a fines del siglo XV, variadas las circunstancias y concurriendo varios motivos políticos, determinaron, consultando a la tranquilidad y sosiego público, privar a los judíos de los derechos de ciudadanos y desterrarlos para siempre (336) de todos sus dominios.      61. Pero la prerrogativa, más noble y ventajosa que gozaban por fuero los miembros de los concejos era la franqueza y seguridad personal. La ley aseguraba las personas de los que hacían vecindad y estaban encotados o empadronados en sus respectivas collaciones, y los ponía a cubierto de toda injuria, agravio y violencia. La vara de la justicia y el rigor de la pena solamente era temible a los culpados y delincuentes, y ninguno debía ser castigado, a lo menos con pena corporal o perdimiento de bienes, sin haber sido antes oído por derecho y convencido de delito; ley fundamental, cuya observancia se pidió y sancionó repetidas veces en nuestros congresos nacionales, de donde se tomó para insertarla en la Recopilación (337). El rey don Fernando IV, conformándose con la súplica de los diputados de villas y ciudades que le pedían (338) en las Cortes de Valladolid «que mandase facer la justicia en aquellos que la merecen comunalmente con fuero é con derecho; é los homes que non sean muertos nin presos nin tomado lo que han sin ser oídos por derecho ó por fuero de aquel logar do acaesciere, é que sea guardado mejor que se guardó fasta aquí» acordó su cumplimiento. Y en las de Valladolid del año de 1307 determinó: «Que si alguna querella me fuere dicha de algunos de los mis regnos, que non pase contra ellos fasta que sean oídos de derecho.»

     62. Se renovaron las súplicas en tiempo de su hijo, don Alonso XI, el cual, en respuesta a la petición III de las Cortes de Valladolid del año 1325, mandó que no se despachase en adelante «carta nin albala ninguna para que manden matar á ninguno, nin á ningunos; nin otrosí para lisiar nin tomar á ningunos ninguna cosa de lo suyo... hasta que sean antes oídos é librados por fuero é por derecho. E qualquier que cumpliere tal carta ó tal albalá contra esto que dicho es, é matare ó lisiare á alguno ó algunos, ó les tomare alguna cosa de lo suyo, que aquel que tal carta ó tal albalá cumpliere, que yo que le mande dar aquella misma pena que él hobiere dado a aquel contra quien la cumpliere.» Y en la respuesta a la petición XXVIII: «Tengo por bien de non mandar matar nin lisiar, nin despechar, nin tomar á ninguno ninguna cosa de lo suyo sin ser antes llarnado, é oído é vencido por fuero é por derecho; é otrosí de non mandar prender á ninguno sin guardar su fuero é su derecho á cada uno; é

juro de lo guardar.»

     63. La ley no permitía que se gravase al vasallo con desusadas derramas y contribuciones, que llamaban pechos desaforados; y nuestros celosos monarcas, conociendo cuanto pugnan con la prosperidad de las familias y con los progresos de la población y agricultura las gabelas y tributos extraordinarios, determinaron no aumentarlos ni exigirlos de nuevo si no cuando obligase a ello la justicia y la necesidad. Así lo determinó el rey don Alonso XI acomodándose a la súplica (339) que le hizo el Reino «de les non echar nin mandar pagar pecho desaforado ninguno, especial nin general en toda mi tierra, sin ser llamados primeramente á cortes, é otorgado por todos los procuradores que hi vinieren». Acuerdo repetido y confirmado en las Cortes de Madrid del año 1329 en repuesta a la petición sesenta y en otras posteriores, de donde se tomó la ley de la Recopilación (340). Nuestro antiguo Gobierno, cuando eximió a los vecinos de los concejos de gabelas y contribuciones desusadas y extraordinarias, se propuso, entre otros objetos, igualarlos en cierta manera con la nobleza; política sabia de que usaron los reyes de Castilla para contener el orgullo de esta clase, precaver los desórdenes pasados e introducir la paz y la armonía entre los diferentes miembros de la sociedad. Conocían muy bien que no podía prosperar el reino, ni multiplicarse útilmente el género humano en un estado de abatimiento y opresión; las injusticias y violencias de los poderosas con los que poco pueden, debilitan los brazos y entorpecen los robustos miembros del cuerpo político, apagan el ingenio, amortiguan la industria y pugnan siempre con los principios de la pública felicidad.

     64. De aquí es que no tan solamente procuraron las leyes la igualdad civil entre el rico y el pobre, fijando los mutuos derechos de uno y otro, y sujetando los ricoshomes y poderosos al fuero común de la municipalidad, sino que para cortar los antiguos desórdenes y desafueros dieron libertad o toleraron que cualquier miembro del común pudiese herir o matar al caballero o poderoso a quien encontrase haciendo violencia en los términos o alfoz del concejo, y eximían de pena al que hiriese o quitase la vida a cualquiera de aquella alta clase por motivo de justa defensa, como expresó bellamente el Fuero de Sepúlveda (341) «Si algun ricohome ó caballero ficiere fuerza en término de Sepúlveda, é alguno lo firiere ó lo matare sobre ello, non peche por ende calonna ninguna. Onde mando que cualquier que entrare posadas en Sepúlvega por fuerza, ó en su término, o tomare alguna cosa por fuerza, sil firieren ol mataren sobrello, non dé por ende calonna ninguna; é si él matare ó firiere á algun vecino de Sepúlvega, peche la colonna qual ficiere al fuero de Sepúlvega» (342). Era tan respetable un miembro de la municipalidad, que ni el señor o gobernador político, ni otra persona de la clase que se quisiese, podía de propia autoridad prenderle, encarcelarle, o detenerle violentamente en su casa, ora fuese por deuda, o por delito, o por otro motivo (343); este era un acto privativo de los jueces foreros, los cuales debían asegurar a los delincuentes en las cárceles y prisiones públicas que tenían los concejos; y eran, según el fuero de Cuenca (344), «cárcel, cepo, cadenas, cormas, harropras, esposas, manos é pies atar si quisier delante, si quier derriedro». Pero las leyes, por respeto a las personas que mantenían vecindad, prohibían prenderlas en el caso que diesen fiador de estar a derecho (345), fuero propio de la nobleza castellana, como lo declaró el Emperador don Alonso en el ordenamiento de las Cortes de Nájera, título XLIII: «Esto es por fuero de Castilla que ningun fijodalgo non debe ser preso por debda que deba, nin por faidura que faga; mas débense tornar á los bienes do quier que los haya.»

     65. No fueron menos vigilantes nuestros antiguos legisladores en procurar la seguridad de las propiedades que la de las personas, y son muy loables sus precauciones sobre este punto tan interesante del Derecho civil, pues aunque las prendas hechas de bienes raíces e muebles, y tomadas legítimamente era un medio autorizado por las leyes góticas y observado constantemente en Castilla en lugar de prisiones para obligar a los hombres a cumplir sus contratos y obligaciones, como se insinúa en la citada ley de las Cortes de Nájera; con todo eso, los legisladores, previendo los inconvenientes que de aquí se podían seguir y deseando consagrar y hacer respetable el derecho de propiedad, prohibieron rigurosamente el uso de prendar, siempre que la persona obligada diese fiador de cumplir de derecho, y que el acreedor o querelloso jamás pudiese hacerlo por sí mismo (346). Pignorandi licentiam in omnibus submovemus, alioquin si non aceptum pignus praesumpserit ingenuus de jure alterius usurpare, duplum cogatur exsolvere.

     66. Los fueros de Castilla y de León, y aun todos los cuerpos legislativos posteriores siguieron la máxima de los godos y adjudicaron exclusivamente al magistrado público la facultad de prendar (347). Qui aliquem pignoraverit; nisi prius domino illius conquestus luerit absque juditio reddat in duplum quantum pignoraverit. Así la ley de las Cortes de León del año 1020, y con más extensión e individualidad las del año 1189: «Codiciantes toda fuerza toller, establescemos por comun consello que en ninguna cosa que en posesion tuviere otro, así mueble como non mueble, si quier grande si quier pequenna... qualquiera que por fuerza la tomare... rienda la cosa tollida á aquel que sufrió la fuerza, é que componga á la voz del rey cient maravedís... E quien por sí otra prenda ficiere, é non por el nuestro judiz ó de la tierra, ó por el sennor, sea penado así como forzoso tomador» (348). Ley que se repitió en las Cortes de Valladolid del año 1307, prohibiéndose «que ningun ricohome, nin infanzón, nin caballero, nin otro home ninguno non pendre, nin tome ninguna cosa á concejo, nin á otro ninguno de sus vecinos por sí mismos, nin por otros por ninguna querella que dellos hayan; mas si querella hobieren de concejo o de otro alguno, que lo demanden por su fuero. E si los alcalles non les complieren de derecho, que lo embien querellar á mí, é yo que faga en los alcalles escarmiento».

     67. A nadie era permitido tocar en los bienes ajenos, ni retenerlos, aún el que por acaso los hubiese encontrado; las leyes le obligaban a que los pregonase al momento. Quicumque bestiam sive aliam quamqumque rem in civitate invenerit, et eadem die illam praeconari non fecerit penesque eum pernoctaverit, pectet eam duplatam tamquam de furto. Et si extra villam in termio invenerit, et usque ad tertiam diem in urbem non adduxerit, et eam praeconari non fecerit, similiter pectet eam tamquan de furto (349). La propiedad era un sagrado que debía respetar el mismo soberano; el cual, en virtud de la ley y del pacto estipulado con los miembros de la municipalidad, no podía despojar a ninguno de sus bienes, ni confiscarlos sin delito probado o manifiesto (350); lo cual se reputó siempre por ley principal del reino, y la vemos confirmada por don Fernando IV en el Ordenamiento de las Cortes de Valladolid del año 1301. «Que si el rey don Alfonso. nuestro abuelo, o el rey don Sancho, nuestro padre, tomaron algunos heredamientos á algunas aldeas ó á algunos homes dellas sin razón é sin derecho, que sean tornados á aquel de quien fue tomado.» La sancionó nuevamente don Alonso XI en las Cortes de Valladolid del año 1325, a las que se refiere don Enrique II en la respuesta a la petición XXVI de las de Toro de 1371. «A lo que nos pidieron por merced que non mandásemos tomar á alguno ninguna cosa de lo suyo sin ser ante llamado, é oído é vencido por fuero é por derecho, por querella nin por querellas que á nos fuesen dadas, segun que está ordenado por el rey don Alfonso, nuestro padre, que Dios perdone, en las Cortes que hizo en Valladolid después que fue de edat; á esto respondemos que es grande nuestro servicio é que nos place.» Y en respuesta a la súplica que le habían hecho los diputados del reino en otro Ordenamiento de Toro (351) determinó el rey «que por quanto fallamos que es derecho que ninguno, non sea despojado de su posesión sin ser primeramente llamado é oído é vencido por derecho, que nos place. Pero que las tales cartas é albalaes en que non fuere dada audiencia á la parte, que las obedescades é que las non cumplades. E si alguno de los otros alcaldes o cualquier dellos de la cibdat ó albalaes despojaren a algunos, que los otros alcaldes de la cibdat o qualquier dellos fasta tercero da que lo fagan é restituyan á la parte despojada; é si non, pasado el tercero día, que los oficiales del cabildo que los restituyan. E mandamos que esto lo guardedes é fagades guardar é cumplir así de aquí adelante.

     68. Para precaver que se inquietase al propietario o se le turbase en la pacífica posesión de sus bienes y evitar agravios, usurpaciones, pleitos y litigios, previnieron las leyes con gran tino que las donaciones, compras y ventas de heredamientos y otros haberes se hiciesen públicamente en días señalados (352), y ante testigos, en cuya presencia y al tiempo mismo del otorgamiento del contrato se debía ejecutar el apeo y amojonamiento de la heredad o posesión para que jamás se pudiese dudar de sus límites y extensión. «Mando, dice el Fuero de Sepúlveda (353), que qui heredat suya vendiere toda, en la villa ó en la aldea, meta al comprador en la una en voz de toda; é tal metimiento sea firme, si fuere fecho con testigos. Et si una vendiere et tobiere una ó mas para sí, meta al comprador en aquella tierra desmojonándola é derredor é apeando delante testigos; é tal metimiento que sea firme.» Y el Fuero de Alcalá: «Tot home que comprare heredat in Alcalá, é carta ficiere, día de domingo la robre en la collacion exida de la misa, é prestel: é si non fuese robrada día de domingo non preste» (354). De aquí la costumbre general de autorizar las escrituras con gran número de testigos, y de celebrar estos contratos con tanta solemnidad (355). De aquí las leyes rigurosas contra los que se atreviesen a mudar, alterar o quitar los fitos y mojones de las heredades; costumbres y leyes derivadas de los godos que trataron estos puntos con mucha prolijidad.

     69. El propietario que poseyese quieta y pacíficamente por año y día cualesquiera bienes, y los hubiese adquirido a justo título pos escritura de donación, compra o por testamento, otorgada con las solemnidades de derecho, no tenía obligación de responder o de contestar al que le demandase sobre ellos. Así lo estableció el Fuero de Logroño: Populator de hac villa qui tenuerit sua hereditate uno anno et uno die sino ulla mala voce, habeat solta et libera, et qui inquisierit eum postea, pectet sexaginta solidos ad principem terrae. «Tot home, dice la ley del Fuero de Sepúlveda (356), que tobiere heredat por anno et por día é ninguno non gela retentó, non responda mas por ella: et este anno é día débese entender por dos annos complidos, é firmando esto con tres vecinos posteros que anno é día es pasado que non lo demandó ninguno.» Y en otra parte (357): «Qui tobiere heredat de patrimonio ó otro heredamiento que heredó de otro, non responda por ella si pudiere firmar que aquel cuya raíz hereda que la tobo en paz, é nadie non gela demandó.» Y cuando alguno demandaba con derecho a otro sobre la tenencia o posesión de heredad, debía ante todas cosas dar fiador de estar a fuero; esto es, de pechar al demandado el coto o multa establecida por la ley, que eran diez áureos, si el que movió el pleito quedase vencido: Quicumque pro hereditate alium convenerit, primo det fideijusorem pulsato: qui supradictam cautum decem aureorum et expensam restituot duplatam si pulsans exciderit á causa (358). Excelente disposición para precaver las demandas injustas y asegurar al propietario en la quieta y pacífica posesión de sus bienes. Las leyes proporcionaban a los miembros de la sociedad no tan solamente la seguridad de haberes y heredades, sino también uso libre y absoluto para hacer de ellas y en ellas lo que quisiesen (359) como verdaderos dueños y señores, amenazando a los que osaren oponerse en cualquier manera a esta libertad; que se reputó siempre como una consecuencia del verdadero dominio, y condenando las antiguas leyes que establecieron el odioso derecho de mañería.

     70. Esta voz tan frecuente en nuestras antiguas memorias corresponde propiamente a esterilidad, y representa la misma idea; y así una mujer o un hombre mañero es el infecundo, el que no tiene hijos, bien sea por defecto natural o por elección voluntaria, o preferencia del celibato y estado de continencia (360). Los godos habían establecido en su legislación el derecho de mañería con limitación a los libertos, y era como una consecuencia de la esclavitud. Todos los de esta clase no podían disponer libremente de sus bienes, ni por testamento, ni por otro contrato, y en caso de fallecer intestados recaía por derecho su haber en los señores; y si bien los libertos gozaban facultad de disponer de su peculio por testamento o de otra manera; pero los demás bienes adquiridos por donación o industria, si morían sin hijos de legítimo matrimonio, cedían en beneficio de su señor o patrono o de sus herederos, y se verificaba esto mismo con el peculio, caso que falleciesen ab intestato. Legislación que se observó en León y Castilla (361) hasta principios del siglo XI y se perpetuó aun después en algunos parajes, señaladamente en Asturias y Galicia. En la carta puebla de Melgar de Suso, otorgada, por su señor Fernando Armentales, aprobada por el conde de Castilla Garci-Fernández en el año 950, y confirmada por San Fernando en el de 1251, se pacto «que ningun home mañero, quier clérigo, quier lego, non le tome el señor en mañería mas de cinco sueldos é una meaja»; y en el Fuero de Balbas decía el Emperador don Alonso VII: Statuo praeterea quod omnes habitatores de Balbas in duabus collotionibus non detis sterilitate, id est manneria. niqui quinque solidos et unum obolum (362).

     71. Bien pronto llegaron a comprender los reyes de Castilla y León que la ley de mañería, aunque en el concepto de pena y castigo de la infecundidad pudiese traer ventajas políticas y contribuir al fomento de la población, con todo eso se oponía directamente a la libertad civil, era obstáculo de la industria, y chocaba con el derecho de propiedad; y conociendo con cuánto horror habían mirado los nobles y hombres buenos este antiguo derecho que llamaban fuero malo por considerarle como anejo a la esclavitud, procuraron restablecer la ley gótica, que disponía en favor de la nobleza (363) que todo hombre o mujer, bien sea de la primera graduación o de inferior calidad, no teniendo hijos, nietos o biznietos, que pudiese disponer y hacer de sus cosas lo que quisiere. El rey don Alonso V la publicó en el Fuero de León (364): Clericus vel laicus non det ulli homini rausum, fossatariam aut manneriam. Y el rey de Navarra don Sancho el Mayor en el de Nájera con términos los más expresivos: Si homo de Naxera vir aut mulier filium non habuerit, des hereditaten suam movilem aut inmovilem quantumcumque possederit cuicumque voluerit. Y de estos fueros se propagó a casi todos los del reino de León y Castilla (365). La autorizó el Emperador en las Cortes de Nájera diciendo (366): «Es fuero de Castiella que todo fijodalgo, que sea manero, seyendo sano puede dar lo suyo á quien quisiere é venderlo»; pero con las limitaciones que expresa luego prescritas por la ley de amortización, común a casi todos los fueros municipales, como diremos adelante.

     72. Es muy fácil reconocer la importancia de estas leyes y sus relaciones esenciales con los progresos de la industria, población y agricultura; la ley que prohibía vender heredades del concejo a hombres extraños; la que obligaba al propietario o poseedor de bienes raíces a mantener vecindad so pena de perder sus heredamientos (367); la que expelía de la sociedad a los vagos y holgazanes, y a los que no tuviesen casa poblada, o cuando la tuviesen andaban vagando o moraban fuera de la jurisdicción (368); todas estas y otras muchas disposiciones fijaban la atención de los habitantes en el fomento de su casa y familia y de la agricultura. Los premios, gracias y libertades otorgados a los pobladores atraían infinito número de gentes, naturales y extranjeros, judíos y cristianos. Los francos y lombardos se habían derramado por casi todas las ciudades y villas del reino. El Fuero de Salamanca contaba entre sus vecinos raigados, francos, portugaleses, serranos, mozárabes, castellanos y toreses. En Burgos había muchos gascones, francos y alemanes; y en Sahagún bretones, alemanes, gascones, ingleses, borgoñeses, provenzales, lombardos y otros muchos traficantes. Nuestras villas y ciudades florecieron en gran manera bajo el gobierno municipal, y llegaron a un estado de prosperidad y de gloria de que no restan ya más que lánguidas y tristes imágenes, escombros y ruinas que apenas indican su antigua grandeza. Contaban en su vecindario casas poderosas, familias ricas, que se propagaban y extendían prodigiosamente sus ramas a la sombra de una jurisprudencia interesada en hacerlas felices, en multiplicar la especie humana y eternizar las generaciones, y de leyes sabias dirigidas a establecer el orden de la sociedad doméstica, los oficios y obligaciones de sus miembros, fijar los derechos de patria potestad y todos los puntos relativos a la crianza, educación y conservación de los hijos, a los matrimonios, sucesiones, herencias, mandas, donaciones y testamentos.

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