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Libro noveno

Juicio crítico de las seis partidas restantes



Sumario

     La segunda es un precioso monumento de historia, de legislación, de moral y de política, y sin disputa la parte más acabada entre las siete del Código Alfonsino. Sin embargo, adolece de grandes defectos, de que se siguieron algunos disturbios en la sociedad. Examen de la ley que fija el tiempo de la minoridad del príncipe heredero, de la que establece el derecho de representación para suceder en la corona, desconocida antes en estos reinos. La tercera Partida es una de las mejores piezas del Código; mas todavía se advierten en ella considerables imperfecciones en el orden de los juicios y procedimientos judiciales. Multiplicación de ministros, oficiales y dependientes del foro. El rey erigió la abogacía en oficio público. Historia del origen, profesión y conducta de los abogados. La cuarta Partida es, después de la primera, la más defectuosa de todas. Prolijidad de las leyes relativas al matrimonio y a sus impedimentos. Se aumentaron éstos luego que la ley autorizó el uso de acudir a la curia romana para impetrar dispensas. La quinta y sexta Partida son piezas bastante acabadas; mas todavía en la quinta se adoptó la nueva y desconocida doctrina de la estipulación. Las leyes relativas a sucesiones y herencias distan infinito, y a veces pugnan con las que se habían observado en Castilla. Los compiladores de la sexta Partida trastornaron el antiguo derecho de troncalidad, y omitieron leyes importantes, como la de los gananciales, las del tanteo y retracto y la de amortización. Los redactores de la séptima Partida, aunque mejoraron infinito la jurisprudencia criminal de los cuadernos municipales, incurrieron en graves defectos. Penas crueles y sin proporción con los delitos. Es ridícula la del parricida. Examen de la cuestión de tormento.



     1. La segunda Partida contiene la constitución política y militar del reino. Se da en ella una idea exacta y Filosófica de la naturaleza de la Monarquía y de la autoridad de los monarcas; se deslindan sus derechos y prerrogativas; se fijan sus obligaciones, así como las de las diferentes clases del Estado, personas públicas, magistrados políticos, jefes y oficiales militares, y se expresan bellamente todos los deberes que naturalmente dimanan de las mutuas y esenciales relaciones entre el soberano y el pueblo, el monarca y el vasallo. Precioso monumento de historia, de legislación, de moral y de política, y sin disputa la parte más acabada entre las siete que componen el Código de don Alonso el Sabio, ora se considere la gravedad y elocuencia con que está escrita, ora las excelentes máximas filosóficas de que está sembrada, o su íntima conexión con las antiguas costumbres, leyes y fueros municipales o generales de Castilla, de las cuales por la mayor parte está tomada. Pieza sumamente respetable, aun en estos tiempos de luces y filosofía y digna de leerse, meditarse y estudiarse, no sólo por los jurisconsultos y políticos, sino también por los literatos, por los curiosos y señaladamente por nuestros príncipes, personas reales y la nobleza. Los reyes, como padres de familia, hallarán aquí un tratado de educación, y las suficientes instrucciones para gobernar su real palacio; y, como soberanos, recuerdos contínuos de lo que deben a su pueblo en virtud de las leyes humana, divina y natural. Los grandes, caballeros, nobles, llegarán a conocer el origen y el blanco de su estado y profesión, lo que fueron en otro tiempo, y lo que deben ser en el presente.

     2. Aunque no carece de defectos, son más tolerables, y no de tanta consecuencia como los de otras partes del Código. Hubiera sido mejor evitar la prolijidad con que se trata la parte moral, y el amontonamiento de tantas autoridades de sabios y filósofos, de textos sagrados y profanos, y pudiera haberse omitido lo que en el título primero se dice de los príncipes, condes, vizcondes, marqueses, catanes, valvasores, potestades y vicarios, tomado de legislaciones extranjeras, en ninguna manera adaptables a los oficios públicos conocidos a la sazón en Castilla. Además de esto hay varias leyes políticas escritas con demasiada brevedad y concisión, y de consiguiente oscuras, confusas y susceptibles de sentidos opuestos; lo cual a las veces produjo consecuencias funestas (726), y fu causa de que algunos, abusando de la ley e interpretándola a su salvo y contra la intención del legislador, faltasen al respeto debido al soberano, diesen motivo de sentimiento a los buenos y turbasen la tranquilidad pública. Tal es, por ejemplo, la ley en que hablando el Rey Sabio de la sagrada obligación del pueblo en guardar la vida, reputación y fama de su soberano, dice (727)

: «La guarda que han de facer al rey de sí mismos es que non le dejen facer cosas á sabiendas por que pierda el alma, nin que sea á malestanza, et á desonra de su cuerpo, ó de su linaje, ó á grant daño de su regno. Et esta guarda ha de seer fecha en dos maneras: primeramente por conpor que lo non deba facer; et la otra por sejo, mostrándole et diciéndole razones obra, buscándole carreras porque gelo fagan aborrescer et dejar, de guisa que non venga á acabamiento, et aun embargando á aquellos que gelo aconsejasen á facer: ca pues que ellos saben que el yerro ó la malestanza que ficiese, peor le estarie qué a otro ome, mucho les conviene quel guarden que lo non faga. Et guardándole de sí mismo desta guisa que diximos, saberle han guardar él alma et el cuerpo, et mostrarse han por buenos et por leales, queriendo que su señor sea bueno, et faga bien sus fechos. Onde aquellos que destas cosas le podiesen guardar, et non lo quisiesen facer, dejándolo errar á sabiendas, et facer mal su facienda porque habiese á caer en vergüenza de los omes, farien traición conoscida.»

     3. Apoyados en esta ley los reyes, príncipes e infantes de Aragón y Navarra, así como gran parte de la nobleza castellana, formaron una coalición contra don Juan II, o más bien contra el candestable don Álvaro de Luna. Los vicios de este gran valido del monarca de Castilla, sobre todo su espíritu vengativo, insufrible altivez y desmedida codicia, le habían hecho odioso dentro y fuera del reino. El tesón del rey en conservar la amistad del condestable y en seguir gobernándose en todo por su consejo, y el empeño de los confederados en procurar por medios hostiles el honor y libertad del monarca, y dar cumplimiento, según decían, a una de las mayores obligaciones de fieles vasallos y a las leyes del reino y de la Partida (728)

, produjo tantos desastres, calamidades y guerras intestinas como turbaron ese reinado hasta la famosa batalla de Olmedo. El bachiller Fernán Gómez de Ciudad Real refiere en una carta suya cuán grandes fueron los conatos del rey de Aragón, en proseguir esta causa, y cuán persuadido estaba de la justicia de los malcontentos, y de la obligación en que se hallaba, así por ley divina como de la Partida, de sostener la parcialidad del de Navarra e infante don Enrique; y la crónica de don Juan II, exponiendo las negociaciones, diligencias y oficios que los embajadores del rey de Castilla, don Gutier Gómez de Toledo, obispo de Palencia, e Mendoza, señor de Almazán, practicaron con el de Aragón, a fin de que desistiese de su empeño en fomentar la liga y rompiese las alianzas contraídas con los enemigos de la parcialidad de don Álvaro de Luna, advierte que contextó el rey : «Que él no podía ni debía fallescer a sus hermanos, ni á otros á quien fuese tenido de defender ó ayudar, ó darles favor en los casos que lo debiese e pudiese hacer, según derecho divino é humano, e debida razon é ley de Partida (729)

.» En cuyas circunstancias, añade el citado bachiller (730)

: «Dicen que el obispo respondió ardidosamente al rey, que la ley divina ni de la Partida no obligaban á la ánima, ni al honor de su señoría de ser juez en el reino de otro, ni á amparar á aquellos que del omenage del rey se parten.»

     4. También parece que se siguieron varios disturbios de la determinación y acuerdo del Rey Sabio acerca de la minoriaad del príncipe heredero de la corona, mandando que estuviese en tutela y bajo la regencia de los tutores hasta llegar á edad de veinte años (731): Porque los gobernadores del reino en la minoridad de don Alonso XI, luego que cumplió los catorce años en que por ley y costumbre antigua de España cesaban las tutorías, aunque acomodándose a las circunstancias y deseos de la nación y a las máximas del Derecho público, dejaron el interesante oficio de tutores; pero deseando todavía conservarse y continuar en el mando, si fuera posible, parece que apoyados en la ley de Partida sembraron dudas sobre si en tan corta edad se debería permitir al príncipe tomar las riendas del gobierno. Las dificultades llegaron la tomar tanto cuerpo, que se consultó la cuestión con el célebre jurisconsulto Oldrado, residente por este tiempo en la curia papal de Aviñón, noticia enteramente nueva, y de la cual no se conserva rastro ni vestigio en nuestras crónicas ni memorias históricas, y solamente consta de la consulta hecha a dicho letrado, y de lo que él resolvió en su consejo LII, a saber: que si con alguno se podía dispensar la edad, sería con este príncipe por su despejo y adelantada capacidad, et máxime iste in quo discretio ,supplet aetatem, e quo potest dici illud Lucae cap. II: Puer crescebat, et confortabatur plenus sapientia, et gratia Dei erat cum illo; y también por decirse que los tutores le tenían tiranizada la tierra. Pero, no obstante, considerando el gran riesgo de dar el gobierno de tan vastos dominios, y la administración de la justicia a un rey tan joven, mayormente cuando en el país por costumbre de la tierra, no hay apelación en las causas criminales, no se le debía permitir al menor gobernar por sí hasta que cumplidos veinticinco años, sin embargo de lo que está acordado por la ley del libro de León, in libro Legionis, lib. III, c. de orphanis, 1. I, et fin., que la tutela feneciese a los quince años o a los veinte, según la ley II, título XV, práctica II, que es la Partida II. Estas citas están bastante mendosas en las últimas ediciones de Oldrado, y es necesario consultar la del año 1481, que es la más antigua y menos defectuosa. Las leyes del Fuero de León, o Libro de los Jueces, se hallan, no en el libro III, sino en el IV. Oldrado omitió prudentemente el nombre del príncipe de quien trataba, así como el de la persona o personas que le consultaron; pero el jurisconsulto Juan Andrés, en sus adiciones al Especulador rub. de tutore, después de copiar literalmente el caso y resolución de Oldrado, la aplica a don Alonso rey de León, del cual se dudó si cumplidos los catorce años podía confiársele la administración del reino, duda a que dio motivo la ley de Partida.

     Pero ni se siguió el consejo de Oldrado, ni la ley de Partida, ley nueva y aun contraria a las antiguas de Castilla, y que jamás se guardó en España; pues así antes de la compilación de las Partidas, como después de publicadas, fenecieron siempre las tutorías luego que el menor cumplía catorce años. Don Ramiro III, que no tenía más de cinco cuando sucedió en la corona a su padre don Sancho el Gordo, estuvo bajo la tutela y guarda de su tía doña Elvira, reina gobernadora, hasta que el joven príncipe llegó a edad competente de tomar estado, y cumplidos los catorce o quince años empuñó el cetro, y comenzó a manejar por sí mismo las riendas del gobierno. Aun no tenía doce años don Alonso VIII cuando, cesando en su oficio los tutores tomó sobre sí los cuidados de la gobernación de Castilla. Don Alonso IX de León sucedió sin dificultad alguna a su padre don Fernando, y no hubo necesidad, ni se hizo mención de regentes, sin embargo, de no contar a la sazón más que diecisiete años. Se sabe que al cumplir los catorce don Fernando IV y don Alonso XI cesó luego la acción de los tutores, y don Enrique III, dos meses antes de llegar a esa edad, desechó los regentes y comenzó a gobernar por sí la monarquía (732)

.

     6. Otra ley nueva, desconocida en la antigua constitución política de Castilla, y que (733)

por espacio de algunos años turbó la pública tranquilidad, es la que establece el derecho de representación para suceder en el reino, y prefiere el hijo del primogénito del príncipe reinante a los otros hijos de éste, o el nieto a los tíos, después de la muerte de su padre (734)

. En los reinos de León y Castilla, alterada sobre este punto la política de los godos y autorizado por tácita costumbre el derecho de sucesión, según ya dejamos mostrado, se observó que sucediesen al rey difunto los descendientes más inmediatos y allegados por el orden de su nacirniento: primero los varones y después las hembras, con exclusión de nieto o nietos, los cuales seguramente distan más del tronco que los tíos, y este fue el motivo que alegó el Rey Sabio para preferir, en la declaración que hizo de sucesor en la corona, el infante don Sancho, su hijo, a los nietos hijos de su primogénito ya difunto don Fernando, procediendo en este caso como supremo legislador y ley viva, contra la Partida que él mismo había ordenado y establecido. Suceso raro que dio motivo al doctor Padilla para creer que a la sazón no se habían publicado todavía las Partidas, según diremos adelante, y que la declaración que hizo el Rey Sabio con acuerdo de su corte a favor de don Sancho, se introdujo por ley en ese Código por mandado de su hijo don Fernando IV, o de su nieto don Alonso XI, cuando determinó corregirlas y autorizarlas en las Cortes de Alcalá, y se usó constantemente hasta los tiempos de la Católica Reina doña Isabel, que la derogó, restableciendo el antiguo derecho de representación. Pero este jurisconsulto se engañó, siendo indubitable que el derecho de representación, desconocido en nuestro primitivo gobierno, debe su origen a la ley de Partida, y que ésta se halla extendida uniformemente en los códices antiguos y modernos, así en los anteriores a don Alonso XI, como en los que se escribieron después de las Cortes de Alcalá, y no es cierto que la Reina Católica haya introducido una nueva ley cuando determinó acerca de la sucesión de estos reinos que el nieto fuese preferido al tío, porque ni hizo en esta razón otra cosa más que adoptar y confirmar la ley de Partida, según lo declara y confiesa la misma Reina en su testamento: «Guardando la ley de Partida, que dispone en la sucesión de los reinos, y conformándome con la disposición de ella, mando que si el hijo o hija mayor muriese antes que herede los dichos mis reinos, ó dexare hijo ó hija legítima, etc.»

     7. El Rey Sabio estableció con gran tino (735)

: «Que cuando el rey fuere finado et el otro nuevo entrare en su logar, que luego jurase, si fuese de edad de catorce años ó dende arriba, que nunca en toda su vida departiese el señorío nin lo enagenase.» Ley fundamental del Imperio gotico, así como de los reinos de León y Castilla en todos los siglos anteriores a la compilación de las Partidas, a pesar de los funestos casos en que fue violada por don Fernando el Magno, y el Emperador don Alonso, según que ya lo dejamos mostrado. Se reputó por tan sagrada esa ley, que don Alonso el Sabio mandó en el Espéculo (736)

, que las donaciones, mandas y privilegios del rey difunto no debía cumplirlas su sucesor en el Reino siendo en mengua del señorío o daño de la tierra, o contra lo establecido por las leyes. Pero el compilador de esta Partida, por una especie de contradicción, asentó la siguiente máxima (737)

: «El rey puede dar villa ó castillo de su reyno por heredamiento ó quien se quisiere, lo que non puede facer el emperador, porque es tenudo de acrecentar su imperio et de nunca menguarlo.» Como si el rey no estuviese ligado con la misma obligación, ni debiese cumplir su real palabra dada a los concejos, villas y ciudades de su señorío, y firmada con juramento de no enajenarlas jamás de la corona.

     8. Esta máxima produjo desde luego funestas consecuencias, porque los poderosos apoyados en ella, y aprovechándose de las turbulencias de los reinados de don Alonso el Sabio, Sancho IV y Fernando VI, acumularon inmensas riquezas, y adquirieron villas, ciudades y heredamientos realengos en notable perjuicio de los reyes, del Reino y de la constitución municipal de los concejos. Don Sancho IV, a petición de los diputados del Reino, tuvo que tomar providencia y restablecer la antigua legislación, mandando (738)

: «Que aquellas cosas que yo di de la mi tierra, que pertenecen al reyno, también á órdenes como á fijosdalgo ó á otros homes qualesquier, seyendo yo infante, é despues que regné fasta agora, que pugne quanto pudiere de las tornar á mí, et que las non dé de aquí delante, porque me ficieron entender que minguaba por esta razon la mi justicia é las mis rentas, é se tornaba en gran dapno de la mi tierra.» Y don Fernando IV estableció en Valladolid (739): «Que villa realenga en que hay alcalle é merino, que la non demos por heredad á infante, nin á ricohome, nin á ricafembra, nin á órden, nin á otro logar ninguno, porque sea enajenada de los nuestros regnos é de nos.»

     9. Se repitió esta misma súplica en tiempo de don Alonso XI, y le pidieron los procuradores del Reino en las Cortes de Valladolid (740)

: «Que las mis cibdades é las villas de los mis regnos, castillos é fortalezas, é aldeas, é las mis heredades que las non de á infante, nin á ricohome, nín á ricadueña, nin á perlado, nin á órden, nin á infanzon, nin á otro ninguno, nin las enajene en otro señorío alguno.» El rey accedió a esta súplica diciendo: «Que lo otorgó, salvo en las villas é lugares que he dado á la reina Doña Constanza mi muger, é le diere daquí adelante: é juro de lo guardar.»

     10. A pesar de estas providencias continuaron las enajenaciones de villas y pueblos, y aun de la justicia y derechos reales, y mucho más después que don Alonso XI, acomodándose a los intereses de los poderosos y para obligarlos con beneficios disipó las dudas y allanó las dificultades, declarando que semejantes enajenaciones nunca estuvieron prohibidas por ley, como se muestra por la de su Ordenamiento de Alcalá (741), en que dice: «Pertenesce á los reys é á los grandes príncipes de dar grandes dones... et por esto ficieron donaciones de cibdades, é villas, é logares é otras heredades á los suyos, así á eglesias como á órdenes é ricos-homes é fijosdalgo, é á otras sus vasallos é naturales de su regno é sennorío, é moradores en él. Et porque algunos dicen que los logares é justicia... non se podían dar, ó dándose nombradamente no se daban para siempre; et porque en algunos libros de las Partidas, é en el Fuero de las leys, é fazannas é costumbre antigua de España é Ordenamientos de cortes, en algunos, dellos... decían que se daba á entender que estas cosas non se podían dar en ninguna manera, é en otros que non se podían dar sino por el tiempo de aque rey que lo daba... nos por tirar esta dubda declaramos que lo que se dice en las Partidas... que se entiende é ha logar en las donaciones é enagenaciones que el rey face á otro rey o regno, ó persona de otro regno que non fuere natural ó morador en su sennorío... et esta parece la entención del que ordenó las Partidas seyendo bien entendidas, porque estas palabras puso fablando porque el regno non debe ser partido nin enagenada ninguna cosa del a otro regno: é si las palabras de lo que estaba escripto en las Partidas é en los fueros en esta razón, ó en otro ordenamiento de cortes si lo hi hobo, otro entendimiento han ó pueden haber en quanto son contra esta ley, tirámoslo é querernos que no embarguen.»

     11. Mas a pesar de haberse variado de esta manera la antigua constitución política, no por eso dejó el Reino de reclamar su observancia, representando modestamente en varias ocasiones a los soberanos los gravísimos perjuicios que se seguían de no guardarse la primitiva ley. En las Cortes de Valladolid de 1351 representaron al rey don Pedro: «Que algunas cibdades, é villas, é logares é jurisdicciones del mío señorío que fueron realengos é de la corona de los mis regnos, é los dieron los reyes donde yo vengo, é yo á otros señoríos algunos en que tomo deservicio, é los de la tierra gran daño, é agora que son tornados algunos á mí, é otros que están enagenados en algunos homes del mio señorío, é que sea la mi mercet que estas tales villas é logares... que las quiera para mí é para la corona de los mios regnos, é que las torne á aquellas ciudades é villas á quien fueron tomadas, é que las non dé de aquí adelante a otros señores.» Y en las de Toro representaron a don Enrique II (742): «Que bien sabía la nuestra mercet en como habíamos dado é fecho donación á algunas personas en algunos logares de gran parte de nuestras rentas, é pechos é derechos, por lo cual nos non podemos cumplir los nuestros menesteres con lo al que fincaba, é habíamos por ende de mandar á los nuestros regnos que lo cumpliesen, é que nos pedían por merced que viésemos é examinásemos las mercedes que habíamos fecho en esta razón.» Peticiones que se repitieron en otras varias Cortes (743)

, aunque sin efecto.

     12. La tercera Partida comprende las leyes relativas a uno de los objetos principales y más interesantes de la constitución civil: administrar justicia y dar a cada uno su derecho. Los compiladores de este apreciable libro, recogiendo con bello método lo mejor y más estimable de lo que sobre esta materia se contiene en el Digesto, Código y algunas Decretales, y entresacando lo poco que se halla digno de aprecio en nuestro antiguo Derecho, lle naron el inmenso vacío de la legislación municipal, y consiguieron servir al rey y al público con una obra verdaderamente nueva y completa en todas sus partes. Se trata en ella de los procedimientos judiciales, método y alternativa que deben guardar los litigantes en seguir sus demandas, contestaciones y respuestas; de los jueces y magistrados civiles, sus clases y diferencias, oficios y obligaciones, autoridad y jurisdicción; de los personeros o procuradores, escribanos reales de villas y pueblos, su número y circunstancias; vaceros o abogados, cuyo ministerio se erige en oficio público; del orden de los juicios, sus trámites, emplazarmentos, rebeldías, asentamientos; de las pruebas, a saber: juramento, testigos, conosciencia o confesión de parte, pesquisas, escrituras, de cuyo formulario se trata prolijamente y con gran novedad, así como de los medios de proveer a su conservación y perpetuidad por el establecimiento de registros y protocolos, y, en fin, del modo de adquirir el dominio y señorío de las cosas.

     13. Esta pieza de jurisprudencia sería acabada y perfecta en su género si los compiladores, evitando la demasiada prolijidad y consultando más a la razón que a la preocupación, y desprendiéndose del excesivo amor que profesaron al Derecho romano y procediendo con imparcialidad, no hubieron deferido tanto y tan ciegamente al Código y Digesto. Mas, por desgracia, ellos trasladaron en esta Partida algunas leyes en que no se halla razón de equidad y justicia; omitieron circunstancias notables dignas de expresarse, y aun necesarias para facilitar y abreviar los procedimientos judiciales, y copiaron mil sutilezas, ideas metafísicas, pensamientos abstractos, difíciles de reducir a la práctica, y más oportunos para oscurecer, enmarañar y turbar el orden del Derecho, que para promover la expedición de los negocios, o esclarecer la justicia de las partes. ¿Qué razón pudo haber para no admitir personeros en las causas criminales? (744)

«En pleyto sobre que puede venir sentencia de muerte, ó de perdimiento de miembro ó de desterramiento de la tierra para siempre... non debe seer dado personero, ante decimos que todo home es tenudo de demandar ó de defenderse en tal pleito como este por sí mesmo, et non por personero.» ¡Caso raro! ¡La ley permite y autoriza los procuradores para todo género de causas civiles, y en las criminales, más graves y más interesantes, en que va a las veces la vida del hombre, se le niega este auxilio! La razón de esta ley es bien frívola: «Porque la justicia non se podrie facer derechamente en otro, si non en aquel que face el yerro quandol fuere probado.» El uso y la costumbre desestimó este motivo, así como la ley que sobre tan débil cimiento se ha fundado.

     14. Parece justa y buena la que obligaba a los jueces después de concluir el tiempo de su judicatura, «et hobiesen á dexar los oficios en que eran, que ellos por sus personas finquen cincuenta días después en los logares sobre que juzgaron para facer derecho á todos aquellas que hobiesen rescebido dellos tuerto» (745)

. Con todo eso, don Alonso XI la templó y corrigió en su Ordenamiento de Alcalá, y como se advierte en una nota marginal del códice toledano I: «Esto ha logar en los pleytos criminales en que hobiese pena de muerte ó perdimiento de miembro, ca en los civiles puede dexar personero segund se contiene en la ley nueva que comienza: Mayor de veinte años, que fue sacada del Ordenamiento de las Cortes de Nájera» (746)

. Es muy arriesgada y expuesta la ley que anula los juicios pronunciados en tiempo prohibido, así como en algún día feriado o cuando no se ha procedido con arreglo a las formalidades de derecho, o en el caso de no haberse puesto la demanda precisamente por escrito (747)

en cuya razón publicó don Alonso XI una excelente ley, corrigiendo la decisión general de la Partida, como se notó en el citado códice: «Ordenado es que se ponga la demanda por palabra ó por escripto, segunt albedrío del juzgador, segunt se contiene en la ley nueva que comienza: Muchas veces, en el título De las sentencias» (748).

     15. El salario de los abogados, asunto de grandes contestaciones y diferencias, se determinó con poco tino por la ley de Partida (749)

tomada del Digesto, donde se prohibe al abogado el pacto de quota litis, y se le permite llevar por cada causa a los más cien áureos, que nuestros compiladores trasladaron cien maravedís. Pero ¿cómo es posible establecer una justa tasa o fijar el premio y galardón de los voceros a satisfacción suya y de las partes, y hacer regla general en asunto cuya naturaleza y circunstancia es infinitamente variable? Así es que la determinación de esta ley no mereció mucho aprecio, del mismo modo que la otra (750) que asignó a los escribanos el premio de su trabajo, pues como se nota al margen del mencionado códice toledano: «Lo que dice en las leyes deste título que los escribanos de la corte del rey, et los escribanos de las cibdades, et villas et logares deben haber por gualardon de las cartas, non se guardó; tengo por bien que hayan, por su gualardon lo que se contiene en los ordenamientos que el rey don Alonso mi padre et yo feciemos en esta razón.» Al paso que las leyes se extienden prodigiosamente sobre estas materias que pudieran omitirse en un código legal, dejaron de tratar muchos puntos y circunstancias de los juicios, cuya omisión causó perjuicios considerables a las partes y dio lugar a pleitos interminables.

     16. Es cosa muy rara que en esta difusa compilación no se haya expresado claramente, sino por rodeos, la diversidad de demandas o su división en reales y personales, mayormente habiendo tratado este punto, con gran claridad el M. Jacobo (751)

, arreglándose en todo al Derecho romano. También es muy diminuta la explicación de las rebeldías, asunto que se extendió bellísimamente en la Suma del mencionado maestro (752). Aunque la ley encarga a los jueces la rectitud y brevedad en concluir y sentenciar las causas, con todo eso no señala ni fija plazos para esto (753)

, y fue necesario que en el Ordenamiento de Alcalá se hiciese esta importante adición, como se advirtió en el mencionado códice toledano: «Después que las razones fueren encerradas, debe el juzgador dar la sentencia interlocutoria fasta VI días, et la definitiva fasta veinte días, segund prueba la ley nueva que comienza: Desque fueren razones encerradas, en el título De las sentencias» (754)

. También omitieron los compiladores de esta Partida los plazos en que deben ser puestas y admitidas las defensiones o excepciones que el Derecho permite a los demandados, sin embargo de haberse extendido demasiado sobre este punto (755); el curioso jurisconsulto que anotó el citado códice de Toledo, advierte con diligencia las correcciones y adiciones hechas por el Ordenamiento de Alcalá, diciendo: «Defensiones perjudiciales et perentorias se pueden poner fasta XX días despues del pleyto contestado, et non despues, segund se contiene en la ley nueva que comienza: Allegan por sí, en el título De las defensiones» (756). Y más adelante: «Si alguno pusier defension diciendo que non es su juez aquel ante quien le demandan, débelo decir et probar fasta VIII días del día quel fuere puesta la demanda, segund dice la ley nueva, que comienza: Si el demandado (757)

, que es en el título De la declinación de los jueces. Et todas las otras defensiones dilatorias se deben poner et probar fasta IX días, segund se contiene en la ley nueva que comienza: Porque se aluengan (758), que es en el título De la contestación del pleito.»

     17. La ley de Partida tampoco determina el plazo o término perentorio a que debe contestar el demandado, ni fija el tiempo en que éste incurre en rebeldía, o en que ha de verificarse el asentamiento; defectos que suplió don Alonso XI diciendo: «Nos, por encortar los pleytos é tirar los alongamientos maliciosos, establecemos... que del día que la demanda fuere fecha al demandado o a su procurador sea tenudo de responder derechamente á la demanda contestando el pleyto, conosciendo ó negando fasta nueve días continuados» (759). Verificado el asentamiento, concede la ley de Partida (760)

a los rebeldes derecho de poder cobrar los bienes en que el demandador fue asentado, o de purgar su rebeldía, asignándoles plazo de un año en las demandas reales y cuatro meses en las personales (761)

. Comprendiendo don Alonso XI cuán perjudicial era esta ley, la reformó en su Ordenamiento, según se notó en el mencionado códice de Toledo: «Fasta dos meses en la demanda real, é fasta un mes en la personal, es tenudo de purgar la rebeldía, según se contiene en la ley nueva que comienza: Los rebelles (762)

, en el título De los asentamientos.»

     18. Los colectores de esta Partida, desviándose de la costumbre antigua, de la práctica de nuestros mayores, y siguiendo el Ordenamiento de santa eglesia, multiplicaron considerablemente los días feriados, en que, cerrados los tribunales, no había lugar a los juicios, y debían cesar por honra de Dios todas las causas y litigios. Los godos procedieron en este punto con grande economía y mejor política; la religión, dice una ley suya (763)

, excluye los juicios y negocios en los domingos, en los quince días de Pascua, siete que preceden y los otros siete que siguen a esta solemnidad; en las fiestas de Navidad, Circuncisión, Epifanía, Ascensión y Pentecostés. El Fuero Real (764)

alteró esta ley añadiendo las fiestas de Santa María, San Juan, San Pedro, Santiago, Todos los Santos y San Asensio, bien que en esta última hay error, debiendo haberse impreso día de Ascensión. La ley de Partida (765)

aumentó más estos días, queriendo que fuesen feriados «los siete días después de Navidat, et tres días después de la Cinquesma, et todas las fiestas de Santa María, et de los Apóstoles, et de San Juan Baptista» (766)

. Lo cual, junto con los defectos arriba mencionados, necesariamente había de retardar los pleitos y producir dilaciones y morosidades con grave perjuicio de las partes y de la causa pública. Multiplicados los ministros, oficiales y dependientes del foro, así como las formalidades de los instrumentos y escrituras, y de los procedimientos judiciales, se aumentaron los obstáculos y se opusieron nuevas dificultades a la pronta expedición de los negocios. Los voceros, personeros, escribanos y aún en los litigantes hallaron en las ideas metafísicas y en las sutilezas del Derecho autorizadas por la ley, otros tantos recursos para eternizar los litigios y prolongarlos más que las vidas de los hombres.

     19. Luego que las leyes de Partida introdujeron en nuestros juzgados el orden judicial, fórmulas, minucias y supersticiosas solemnidades del Derecho romano, ¿qué mudanza y trastorno no experimentaron los tribunales de la nación y los intereses y derechos del ciudadano? Antiguamente la legislación era breve y concisa; los juicios, sumarios; el orden y fórmulas judiciales, sencillas y acomodadas a las leyes del Libro de los Jueces. Los negocios más importantes, los asuntos más arduos y complicados, y que hoy causan pleitos interminables, se concluían con admirable brevedad. Como las leyes eran unas actas conocidas por todos y que nadie podía ignorar, a cada cuál era fácil defender su causa, y no había necesidad del inmenso número de oficiales públicos que hoy componen el foro. En los tiempos anteriores a don Alonso, el Sabio no se conocieron en él abogados ni voceros de oficio; ocho siglos habían pasado sin que en los juzgados del Reino, resonasen las voces de estos defensores ni se oyesen los informes y arengas de los letrados. El Imperio gótico, aunque tan vasto y dilatado, y los reinos de León y Castilla, no echaron de menos esos oficiales públicos; prueba que una gran nación, cuando sus leyes son breves y sencillas, bien puede pasar sin oradores y abogados.

     20. Por ley gótica, observada constantemente en Castilla hasta el reinado de don Alonso el Sabio, las partes o contendores debían acudir personalmente ante los jueces para razonar y defender sus causas; a ninguno era permitido tomar a llevar la voz ajena, sino al marido por su mujer, y al jefe o cabeza de familia por sus domésticos y criados: «Qui batayar voz agena, decía una ley del Fuero de Salamanca, si non de homes de su pan, ó de sus solariegos, ó de sus yugueros, ó de sus hortelanos; si otra voz batayare peche cinco maravedís, é pártase de la voz.» Y el de Molina: «Vecino de Molina non tenga voz sinon la suya propia, ó de su home que su pan coma.» Pero todavía por respecto a las altas personas, obispos, prelados, ricos hombres y poderosos, o más bien para precaver que se violase la justicia o se oprimiese al desvalido, prohibió la ley que aquellas personas se presentasen por sí mismas en los tribunales a defender sus causas, sino por medio de asertores o procuradores. Los enfermos y ausentes debían nombrar quien llevase su voz, y la ley imponía a los alcaldes la obligación de defender a la doncella, a la viuda y al huérfano: «Voz de vilda, dice el Fuero de Salamanca, é de órfano que non haya quince años, los alcaldes tengan su voz; mugier que non hobier marido, ó non fore enna villa, ó fore enfermo, ó mancebo en cabello batayen los alcaldes su voz.»

     21. Bien es verdad que a fines del siglo XII se ve hecha mención de abogados y voceros en varios documentos públicos, como en una escritura (767)

del año 1186 que contiene el juicio o sentencia pronunciada por el rey don Fernando II de León sobre pertenencia de ciertas heredades, a cuya propiedad aspiraban el monasterio de Sahagún y los vecinos de Mayorga: Statuit siquidem, decía el rey, sicut regiae convenit censurae ut constitutis utriusque partis advocatis, juditium curiae meae subirent; y en el Fuero de Cuenca (768)

: Disceptantes, et omnes advocati erecti, stantes allegent; et completis allegationibus a curia. Como quiera ninguno debe persuadirse que ya entonces existieron abogados de oficio, oradores y letrados autorizados por las leyes para defender los derechos del ciudadano, porque los que en aquellos documentos y otros muchos se mencionan, no eran más que unos asertores, procuradores o causídicos, como dice la ley del Fuero de Cuenca: Quiliter causidici habeant allegare; hombres buenos o personas de confianza que cada uno en caso de necesidad podía nombrarpara llevar su voz, según la prevención del Fuero de Molina: «El judez ó los alcaldes den algun bon home que tenga su voz de aquel que la non sopiere tener enna puerta del judez, ó enna cámara.» En cuya razón, manda la ley del de Cuenca (769): Si aliquis disceptantium vocem suam defendere nescierit, det advocatum per se, quemcumque sibi placuerit, excepto quod non sit judex nec alcaldis. Tal es también la idea que representa la palabra vocero en la ley (770) del Fuero Viejo de Castilla, como parece de la siguiente cláusula: «Si home doliente hobier demanda contra algunos, ó algunos contra él, el alcalle debe ir á casa del enfermo, é debe mandar á su contendor que sea hi delante, é si el alcalle non podier allá ir, el enfermo debe facer suo vocero... é debe decir, yo fago mio vocero á tal home, sobre tal demanda que fulan movía contra mí.» De donde se infiere que los vocablos abogado, vocero, procurador, causídico y personero representaban entonces una misma cosa, y es muy verosímil que si en España no se hubiera conocido el Código, Digesto y colección de Graciano, nunca llegáramos a formar idea de los abogados, ni conoceríamos este oficio en los términos que le estableció don Alonso el Sabio.

     22. Propagado en Castilla y en sus estudios generales el gusto por la jurisprudencia romana, y mayormente desde que se mandó enseñar en las cátedras el Digesto y Decretales, se comenzaron a multiplicar en gran manera los letrados, y una gran porción de gentes de todas clases, clérigos, seglares, monjes y frailes se dedicaron a ese género de vida agradable y a una profesión tan honorífica como lucrativa. Acudían en tropas a los tribunales, unos por interés y otros por curiosidad, y muchos para dar muestras de su letradura o erudición en los derechos. La tumultuaria concurrencia de esos profesores llegó, desde luego, a turbar el orden y sosiego de los juzgados, porque se entrometían muchas veces sin ser buscados ni llamados a aconsejar las partes, interrumpían los discursos, embrollaban los negocios y prolongaban los pleitos. Ya en el año de 1268 los procuradores del concejo de Burgos se quejaron de los clérigos (771) al rey don Alonso el Sabio, diciendo: «Que los clérigos beneficiados están á los juicios con los alcalles, é aconsejan á los que han pleytos, é por esta razon aluénganse los pleytos.» A lo cual respondió el rey: «Tengo por bien que non consintades que estén á los juicios, é que acónsejen, salvo por aquellos causas que demanda el Fuero.» En cuya razón decía el maestre Jacobo (772): «Non debedes consentir que razonen en vuestra corte abogados que sean sordos... nen monge, nen hermano, se non en pleyto de sos monesterios... nen clérigo que haya órdenes de pístola ó dende arriba, ó que sea beneficiado, se non fuere en so pleyto, ó de sua eglesia». Doctrina trasladada al Fuero de las Leyes y Partidas (773)

.

     23. En el año 1258 estableció don Alonso el Sabio una ley (774)

contra los desórdenes intraducidos en el foro por los voceros: «Ningunt home que pleyto hobiere, que non traya más de un vocero en su pleyto ante los alcaldes, ó ante aquellos que los hobieren de juzgar; é que otro ninguno non venga por atravesador, por non estorbar á ninguna de las partes. E si el vocero, ó él dueño del pleyto quisiese haber consejo, que lo haya aparte; é los que dieren el consejo, que non atraviesen el pleyto.» Y en otra parte decía el mismo soberano (775): «Los alcaldes deben sacar ende á todos aquellos que entendieren que ayudarán a la una parte, é estorbarán á la otra. Pero si aquellos que han de juzgar el pleyto, mandaren á aquellos que non han de ver en el pleyto nada, como á los otros que destorvaren que se vayen de aquel logar do ellos están juzgando, é non lo quisieren facer, mandamos que pechen diez maravedís.» Era muy reprensible la desenvoltura y locuacidad de los voceros, y la altanería con que se presentaban en los tribunales. La ley (776) puso límites a esta licencia, mandando a los abogados que cuando hubiesen de hablar ante los alcaldes, «que estén en pié, é en buen contenente; é que non razonen los pleytos bravamente contra los alcaldes nin contra la parte». En cuya razón ya antes el maestre Jacobo había persuadido al rey (777): «Sennor, quando los abogados razonaren ante vos, facellos estar en pié, é non les consentades que digan palabras torpes nen vilanas, se non aquelas tan solamente que pertenescen al pleito.»

     24. Estos desórdenes eran inevitables en unas circunstancias en que todavía no se pensaba en declarar las facultades de los abogados ni en trazar el plan de sus obligaciones; ni aún se consideraba ese oficio como absolutamente necesario en el foro, siendo así que cuando escribía el maestre Jacobo, y lo que es más, en el año 1268, se observaba la antigua costumbre de que los pleiteses, esto es, las partes o dueños del pleito, acudían a razonar por sí mismos, salvo en caso de necesidad, y de no saber tener su voz: «Se alguna de las partes, decía el maestre Jacobo (778), que ha pleyto ante vos, demandar abogado que razone su pleyto, debedes gelo dar, é mayormientre á pobres, é á órfanos, é á los hornes que non sopieren por sí razonar.» En las citadas ordenanzas sobre pleitos para Valladolid, se manda a los alcaldes «dar voceros á amas las partes si gelo demandaren, ó á la una dellas si entendieren que non es sabidor de razonar su pleito». Lo mismo se colige de la respuesta de don Alonso el Sabio a los diputados de Burgos, cuando le suplicaron pusiese remedio en lo de los voceros que prolongaban los pleitos con grave perjuicio de los ciudadanos: «Desque el alcalle entendiere que el vocero desvaría ó sale de la razon maliciosamente, luego gelo debe castigar, é tornarle á la razón... porque non haya poder de alongar. E si el alcalle esto non face, la culpa suya es; mas dotra guisa, los que su voz non saben tener, los voceros non las pueden escusar.»

     25. Multiplicadas las leyes, sustituídos los nuevos códigos del Espéculo, Fuero real y Partidas a los breves y sencillos cuadernos municipales; establecido por ley que los magistrados y alcaldes librasen todas las causas por aquellas compilaciones, y adoptado por la nación y aun reputado por cosa santa y sagrada el Derecho civil y Código de Florencia, fue necesario que cierto número de personas consagrasen su vida y talentos a la ciencia de los derechos para ejercer conforme a ellos la judicatura, y para razonar las causas de los que, ignorando las leyes y las nuevas fórmulas judiciales, ya no podían defenderse por sí mismos. Don Alonso el Sabio, autor de esta gran novedad, consiguiente en sus principios, honró la profesión de los letrados y fue el primero entre nosotros que, erigiendo la abogacía en oficio público, distinguió claramente los ministerios de abogados y personeros, como consta de la introducción al título VI de la tercera Partida, donde expresa con puntualidad la naturaleza del oficio de vocero, traza el plan de sus obligaciones, declara quién puede o no ejercer de abogado, cuál haya de ser el premio de su trabajo, así como la pena de su infidelidad o injusticia; y, en fin, estableció por ley que ningún letrado pudiese ejercer la abogacía, ni ser reconocido públicamente por abogado, sin que antes se verificasen las condiciones siguientes:

     26. Primera: elección, examen y aprobación por el magistrado público: «Mandamos que de aquí adelante ninguno non sea osado de trabajarse de seer abogado por otri en ningunt pleyto, á menos de ser primeramente escogido de los yuzgadores et de los sabidores de derecho de nuestra corte, ó de los otros de las cibdades ó de las villas en que hobiere de seer abogado.» Segunda: juramento de desempeñar fielmente los deberes de su oficio y proceder en todo con justicia y equidad :«Et alque fallaren que es sabidor et home para ello, débenle facer jurar que él ayudará bien et lealmente á todo home á quien prometiere su ayuda.» Tercera: que el nombre del electo y aprobado que se anotase y escribiese en el catálogo y matrícula de los abogados públicos: «Mandamos que sea escripto su nombre en el libro do fueren escriptos los nombres de los otros abogados á quien fue otorgado tal poder como este» (779).

     27. A pesar de tan sabias disposiciones, continuaron los desórdenes del foro, se multiplicaron los litigios y se retardaba demasiado el despacho de las causas y negocios, y no se libraban los pleitos a satisfacción de las partes. El pueblo declamaba contra los abogados, y el reino de Extremadura, los concejos de Castilla y varios lugares y villas se resistieron a admitir voceros, y pidieron al rey don Alonso les permitiese continuar en el uso de la antigua fórmula y método prescripto por los fueros; petición que produjo el siguiente acuerdo (780): «Que en los pleytos de Castiella é de Extremadura si non han abogados segund su fuero, que los non hayan, mas que libren sus pleytos segund que lo usaron.» Los demás lugares, villas y ciudades en que tenían autoridad los libros del rey también levantaron la voz contra el común desorden, el cual motivó la celebración de las Cortes de Zamora, dirigidas únicamente a corregir los abusos del foro e introducir una reforma en los tribunales de la nación, como parece del epígrafe y encabezamiento de dichas Cortes; dice así: «Ordenamiento que el rey don Alonso X, llamado Sabio, fizo é ordenó para abreviar los pleytos en las cortes que tuvo en Zamora, con acuerdo de los de su regno, sobre el acuerdo que el rey demandó á los perlados, é a algunos religiosos, é á los ricoshomes tambien de Castiella como de León, que eran con él en Zamora... en razón de las cosas por que se embargaban los pleytos, é por que non se libraban aina, nin como debian. E dióles el rey á cada uno dellos su escripto, é quales eran las cosas por que se embargaban los pleytos; é que hobiesen sobrello su consejo en qual manera se podrían más aina é mejor endereszar. E ellos sobresto hobieron su consejo, é dieron cada uno dellos al rey su respuesta por escripto de lo que entendieron.» Esta breve introducción muestra bien a las claras así la gravedad de la dolencia como la dificultad de curarla.

     28. Los abogados y escribanos, a quienes se achacaba todo el mal, temiendo algunas rígidas providencias, también dieron al rey sus escritos, representando sobre el mismo propósito, como se dice en la citada introducción: «Otrosí los escribanos é los abogados dieron sobrello al rey sus escriptos, maguer el rey non gelo demandó.» Con efecto, casi todas las leyes de estas Cartes se dirigen a rectificar la conducta de abogados, escribanos y alcaldes, se les recuerdan sus obligaciones, se renuevan las antiguas providencias, se refrena su malicia y se tornan precauciones contra su interés, escollo en que tantas veces peligró la fortuna del ciudadano. Mas no por eso dejaron los pueblos de experimentar las mismas calamidades, ni se mejoró el estado de los tribunales ni el de la causa pública; todos los remedios fueron ineficaces, y las precauciones, inútiles. El mal había cundido tanto, así dentro como fuera del reino, que hubo necesidad de multiplicar las leyes, penas y amenazas, como lo hizo don Alonso XI en las Cortes de Medina del Campo del año 1328, en las de Madrid de 1329 y en el primer Ordenamiento de Sevilla de 1337, y aún algunos legisladores, considerando cuán estériles e infructuosos eran sus conatos, tuvieron por conveniente suprimir el oficio de abogado o mandar que no le ejerciesen legistas y letrados. Don Jaime I de Aragón previno a los jueces que no admitiesen abogados legistas aun en las causas seculares: Judices etiam in causis saecularibus non admittant advocatos legistas; y prohibió a éstos razonar en los tribunales, salvo en su propia causa: Neque aliquis legista audeat in foro saecularis advocari nisi in causa propria (781). El Emperador Federico III, persuadido que los letrados eran los autores de los males del foro, mandó abolir los doctores en Alemania. Don Alonso IV de Portugal determinó que no hubiese abogados en la corte. Fernán López, en la crónica de don Pedro I, refiere que este rey no quiso consentir que permaneciese abogado alguno ni en su casa ni en todo su reino, y se dice (782) de don Pedro, rey de Castilla, que los arrojó de la ciudad de Sevilla en el año 1360.

     29. Pero estas providencias arrebatadas no podían producir buen efecto, porque el mal ni estaba en los oficios ni en las personas, sino en la misma legislación; no en los profesores del Derecho, sino en el mismo Derecho. Y si bien algunas veces la malignidad, el interés y la codicia de los oficiales públicos, abusando de las leyes, e interpretándolas a su salvo con apareciencia de verdad, prevalecieron contra las sanas intenciones y conatos del legislador; este mal casi inevitable en todos los estados y profesiones, se puede moderar y contener por la ley; pero cuando la legislación de un reino es viciosa y oculta en su seno la raíz funesta del mal contra que se declarna, ¿qué esperanza resta de remedio? Es cosa averiguada que la eterna duración de los pleitos, la confusión de los negocios, la lentitud de los procedimientos, la incertidumbre y perplejidad de las partes acerca del éxito de sus pretensiones, aún de las más justas, dimanaron siempre de la infinita multitud de leyes, como diremos más adelante, de las fórmulas, procedimientos, sutilezas y solemnidades judiciales del Derecho romano, autorizado en España y trasladado a esta tercera Partida. ¡Qué bien lo comprendió el mencionado don Jaime I de Aragón! ¡Cuán atinada fue la providencia tomada por este monarca para desterrar los abusos y desórdenes de los tribunales de su reino! Statuimus consilio praedictorum quod leges romanoe vel Gothicae, Decreta vel Decretales in causis saecularibus non recipiantur, admittantur, indicentur vel allegentur... sed fiant in omni causa saeculari allegationes secundum usaticos Barchinonoe, et secundum approbatas constitutiones illius loci ubi causa agitabitur, et in eorum defectu procedatur secundum sensum naturalem. Pero respetado y consagrado en Castilla el Código y Decreto, obligado el jurisconsulto a beber en esa fuente, ¿cómo era posible evitar los desórdenes del foro? De aquí es, que ni las correcciones hechas por don Alonso XI con tanta prudencia y acierto, ni el clamor de la verdad y de la justicia, que tantas veces resonó en las Cortes; ni las sabias precauciones de los legisladores, ni las reformas más bien meditadas y propuestas en los congresos nacionales remediaron el daño; todo fue vano, y nada pudo contener el desorden, como se dirá adelante.

     30. La cuarta Partida, en que principalmente se recogieron las leyes del matrimonio, y se trata de los deberes que resultan de las mutuas relaciones entre los miembros de la sociedad civil y doméstica: de los desposorios, casamientos, impedimentos del matrimonio, dotes, donaciones, arras, divorcio y sus causas, derecho de patria potestad, obligaciones de los casados, de los padres y de los hijos, amos y criados, dueños y siervos, señores y vasallos, objeto importantísimo del Derecho civil, es la más defectuosa e imperfecta de todas, excepto la primera. Los colectores de este libro, olvidando e ignorando las costumbres de Castilla, las excelentes leyes del Código gótico y las municipales derivadas de él, y acudiendo casi siempre a buscar en legislaciones extranjeras cuanto necesitaban para llenar su plan, formaron una compilación en que apenas se conserva de lo antiguo otra cosa más que los nombres, y aún muchos de ellos representan aquí ideas muy diferentes. El empeño que hicieron los colectores en recoger sin discreción cuanto hallaron de bueno y de malo en los libros estimados en su siglo y de reunir y juntar en un cuerpo de doctrina derechos opuestos y leyes inconciliables, Derecho canónico, civil y feudal, Código, Digesto y Decretales, y libros de los feudos, produjo un confuso caos de legislación, un sistema, si así puede llamarse, misterioso e incomprensible, tanto que, leído y examinado con diligencia un título, por ejernplo, el de las dotes, será difícil, por no decir imposible, hacer de él un análisis razonado o determinar cuál pudo ser el blanco del legislador.

     31. La ley (783) en que se trata «cómo la muger puede casar sin pena, ó non luego que fuese muerto su marido», comprende dos determinaciones diametralmente opuestas, una tomada del Derecho canónico y otra del Fuero de los legos o Derecho civil. «Librada et quita es la muger del ligamiento del matrimonio despues de la muerte de su marido, segunt dixa sant Pablo; et por ende non tobo por bien santa eglesia quel fuese puesta pena si casare cuando quisiere después que su marido fuere muerto... pero el fuero de los legos defiéndeles que non casen fasta un año, é póneles pena á los que ante casan.» ¿Cuál de estas dos resoluciones se ha de seguir en la práctica? Nada dice la ley, ni se colige de su contexto, y los compiladores omitieron esta circunstancia. Pero digamos que se debe estar a la determinación del Derecho civil, la cual se siguió constantemente en estos reinos hasta principios del siglo XV, como dejamos mostrado; aún así, ¿cuánto difiere la ley de Partida en sus principios, motivos, penas y amenazas de lo establecido y observado por los godos y castellanos? Mientras éstos no impusieron a la mujer que violase la ley sino una ligera multa pecuniaria, la de Partida resuelve (784): «Que non la puede ningunt home extraño establecer por heredera, nin otro que fuese su pariente del quarto grado en adelante (785)... que es despues de mala fama, et debe perder las arras et la donación quel fizo el marido finado. et las otras cosas quel hobiese dexadas en su testamento.»

32. ¿Qué prolijidad no se advierte en--las leyes relativas a los impedimentos del matrimonio, sus clases, número y diferencias? Con esto, ¿cuánto se ha retardado ed casamiento? ¿Cuántos obstáculos se pusieron a la celebración de un contrato que debiera facilitarse por todos los medios posibles? Se multiplicaron los embarazos y crecieron las difícultades desde que el Papa se reservó la facultad de dispensar los impedimentos del matrimonio, y la lev nacional autorizó la necesidad de acudir a la curia romana para impetrar y obtener esas dispensas, y sujetó al tribunal eclesiástico todas las causas civiles y criminales acerca de los desposorios, casamientos y divorcios, privando al monarca y al magistrado civil de una regalía, de un derecho privativo suyo, según constitución y fuero antiguo de Castilla, que todavía se observaba a principios del siglo XIII (786).

     33. Pero ya el derecho de patria potestad y las leyes relativas a este punto, ¿cuánto distan de las que rigieron en Castilla por continuada serie de siglos? La ley de Partida otorga al padre facultad de empeñar y vender su hijo, y lo que causa horror: «Seyendo el padre cercado en algunt castiello que toviese de señor, si fuere tan coitado de fambre que non hobiese al que comer, podrie comer al fijo sin malestanza ante que diese el castiello sin mandado de su señor» (787). ¿Cuán importuna es la enumeración que hace la ley de las dignidades, por las cuales sale el hijo del poder de su padre? Nombres y oficios desconocidos en España, y copiados supersticiosamente del Código de Justiniano: como el de Proconsul, praefectus urbis, praefectus orientis, quaetor, princeps agentium in rebus, magister sacri scrinii libellorum. ¿Y qué diremos de las clases y naturaleza tan varia de los hijos que con gran sutileza distinguió la ley con sus títulos y nombres, los más de ellos nuevos y nunca oídos en nuestro antiguo Derecho? Legítimos, no legítimos, legitimados, naturales, adoptivos, porfijados, fornecinos, notos, espurios, manceres, naturales y legítimos, naturales y no legítimos, legítimos y no naturales, ni legítimos ni naturales. No hablaré de la dureza, por no decir injusticia, de la ley que sujetó a estos inocentes y los redujo a una condición casi servil, degradándolos en la sociedad, privándolos de los derechos inseparables de los miembros del cuerpo político y castigándolos aun antes que pudiesen ser delincuentes. ¿Cuánto han variado en esto las ideas y opiniones públicas? No diré nada de las amplias facultades que nuestro Derecho otorga al Papa, y reconoce en él para variar y alterar las leyes establecidas y dispensar con estos infelices y hacerlos capaces de obtener beneficios, empleos y dignidades; es necesario omitir éstas y otras muchas cosas para decir algunas de las Partidas que nos restan.

     34. La quinta y sexta, en que se trata de los contratos y obligaciones, herencias, sucesiones, testamentos y últimas voluntades, son piezas bastante acabadas y forman un bello tratado de legislación. Sus compiladores tomaron todas las doctrinas (788)

del Derecho civil y no hicieron más que trasladar o extractar las leyes del Código y Digesto, las cuales en este ramo son generalmente muy conformes a la naturaleza y razón, y se han reputado por la parte más apreciable de las Pandectas. Nuestros colectores hubieran contraído mayor mérito, y su obra sería de grande estima y más digna de alabanza, si evitando las prolijidades y otros defectos comunes a las Partidas, y desprendiéndose del excesivo amor al Código oriental, le hubieran abandonado en ciertos casos, prefiriendo en éstos los acuerdos y resoluciones autorizadas por costumbres y leyes patrias, y por el uso continuado sin interrupción desde que compiló el Código gótico hasta el Fuero de las Leyes, y acaso más acomodadas a la naturaleza de las cosas, y más útiles a la sociedad. Entonces seguramente no hubieran adoptado la nueva y desconocida doctrina de la estipulación, o exigido para el valor de los pactos las solemnidades del Derecho romano (789); doctrina reformada atinadamente por don Alonso XI en su Ordenamiento de Alcalá, cuya ley se insertó en la Recopilación (790). ¿Qué cosa más extraña que el que estos doctores olvidasen aquella ley del reino, ley nacional que limitaba la facultad de hacer donaciones por motivos piadosos o en beneficio de los extraños al quinto de los bienes, y diesen valor a la donación «que home face de su voluntad estando enfermo, temiéndose de la muerte o de otro peligro? (791).

     35. Las leyes relativas a sucesiones y herencias distan infinito, y a veces pugnan con las que hasta el siglo XV se habían observado en Castilla y León. Tal es, por ejemplo, la que da facultad al padre para establecer por heredero con sus hijos a otras personas extrañas (792), y la que determina que muriendo alguno sin testamento y sin hijos legítimos, dejando hijo natural habido de mujer de la cual no hubiese duda que la tenía por suya, y en tiempo que carecía de mujer legítima, tal hijo pueda heredar las dos partes de las doce de todos los bienes del padre (793). La doctrina de esta ley está en contradicción con la de la cuarta Partida, donde se establece por punto general que los hijos legítimos no puedan tener parte en la herencia de sus padres, como lo advirtió un antiguo jurisconsulto poniendo a aquella ley la siguiente nota marginal, según el códice B. R. 3º: «Los fijos que no son legítimos no heredan á sus padres nin á sus abuelos, nin á los otros sus parientes, dícelo la ley postrera del título XIII, y ley III, título XV, de la IV Partida.» Aquella determinación también es contraria a la del Código gótico, siendo así que Recesvinto acordó que en defecto de hijos legítirnos pudiesen heredar todos los bienes del padre, con preferencia a los demás parientes, los hijos habidos de enlaces fornicarios, sacrílegos e incestuosos (794), ley que se hizo general en el reino, según lo dejamos arriba mostrado.

     36. Muriendo el marido o la mujer abintestato y sin parientes hasta el XII grado, quiere la ley de Partida que sucedan mutuamente el uno en los bienes del otro, y si el que de esta manera muriese no fuere casado, heredará sus bienes la Cámara del rey (795). ¿Cuánto se apartoron nuestros compiladores en este punto de las leyes generales y municipales de Castilla? Según éstas podían heredarse mutuamente marido y mujer en el caso de morir alguno de ellos abintestato, y no teniendo parientes hasta el séptimo grado; si el difunto no era casado, el derecho de sucesión recaía en los parientes, aun los más distantes y remotos; y caso de no existir pariente conocido, disponía la ley que se invirtiesen sus caudales por su alma, en obras de piedad o en beneficio público, sin que tuviese parte o pudiese alegar derecho en ellos la Cámara del rey. No es menos rara, nueva e impertinente, respecto de la antigua constitución civil esta ley: el que casa con mujer pobre solamente por afecto y amor y sin recibir de ella la dote que establece el Derecho, si muriendo no la dejase con que vivir honestamente, ni ella tuviese medios de subsistir con decoro, pueda heredar hasta la cuarta parte de los bienes de su marido, aun cuando hayan quedado hijos de este matrimonio (796). Esta ley, que no va de acuerdo con las doctrinas generales de la Partida sobre sucesiones, no era necesaria si se hubiesen respetado en ella las antiguas leyes de Castilla, señaladamente estas tres, que ignoraron o despreciaron los compiladores: que el marido dotase a la mujer, que no se celebrase matrimonio sin dote y que muerto el marido quedase la mujer en posesión de sus bienes, en calidad de usufructuaria con los hijos.

     37. Los compiladores de esta Partida, adheridos a una Novela de Justiniano (797), trastornaron el antiguo derecho de reversión o de troncalidad establecido por ley gótica y adoptado en Castilla, según dejamos mostrado, cuando dijeron: «Que si el hijo muere sin testamento non dexando fijo nin nieto que herede lo suyo, nin habiendo hermano nin hermana, que estonce el padre et la madre deben heredar egualmente todos los bienes de su fijo... et maguer hobiese abuelo ó abuela non heredarán ninguno dellos ninguna cosa» (798). En el códice B. R. 3º. se halla al margen de esta ley la siguiente nota: «El fuero es contrallo, ca diz que los aguelos deben heredar los bienes de su nieto que él hobiese ganado; mas que los otros bienes que dellos hobiese el nieto habido, que los deben haber los abuelos de quien los el nieto hobo: ley VI, tít. IV, Fuero.» No hablaremos de otras muchas leyes nuevas y desconocidas en el antiguo Derecho, y que ni parecen conformes a razón ni a sana política, como la que otorga al heredero fideicomisario la cuarta parte de los bienes del difunto, llamada cuarta trebeliánica (799); la que da facultad al obispo para hacer cumplir las mandas piadosas del testador (800), y sobre todo lo que establece que los obispos puedan en sus obispados apremiar a los testamentarios «que cumplan los testamentos de aquellos que los dexaron en sus manos, si ellos fueren negligentes que los non quieran complir... Et esto deben ellos facer por complir voluntad del testador, que es obra de piedat et como cosa espiritual» (801). Tampoco diremos nada de la arbitraria partición que el testador puede hacer de sus bienes en doce onzas (802), tomado servilmente del Derecho romano, ni de la porción o cuota que señala la ley por legítima de los hijos, y es «que si fueren quatro ó dende ayuso deben haber de las tres partes la una de todos los bienes de aquel á quien hereden; et si fueren cinco ó mas deben haber la meitad» (803); todo lo cual es tan conforme al derecho de Justiniano (804), como ajeno de nuestras costumbres y leyes patrias. Pero no dejaremos por último de advertir una cosa muy notable y aun digna de admiración, y es que nuestros jurisconsultos, habiendo reunido y compilado con demasiada prolijidad en estas dos Partidas todos los puntos y hasta los ápices del Derecho civil, y aun trasladando delicadezas y formalidades que en lo sucesivo, fue necesario corregir, sin embargo omitieron en su obra algunas de las más insignes y sagradas leyes de la antigua constitución civil y política del reino; nada dijeron de la ley general y común en todos los cuadernos legislativos de la nación, por la que se estableció el derecho de los gananciales; nada de la del tanteo y retracto; nada de la famosa ley de amortización; nuestros compiladores, como si fuera poco olvidarla, establecieron principios y máximas inconciliables con ella.

     38. Y si bien el conde de Campomanes (805) creyó hallar establecida en el Código de don Alonso el Sabio nuestra jurisprudencia nacional acerca de las enajenaciones de bienes raíces en manos muertas y recurrió a las leyes de la primera Partida para comprobar la regalía de amortización, con todo eso es necesario confesar que las ideas, doctrinas y determinaciones de esas leyes distan mucho de las de nuestros Fueros municipales o generales. Es verdad que una de aquellas leyes manda que «si algunt clérigo moriese sin facer testamento ó manda de sus cosas; et non hobíese parientes que heredasen lo suyo, debelo heredar santa eglesia en tal manera, que si aquella heredad hobiese seido de homes que pechaban al rey por ella, que la eglesia sea tenuda de facer al rey aquellos fueros et aquellos derechos que facien aquellos, cuya fuera en ante» (806). Y otra: «Mas si por aventura la eglesia comprase para sí algunas heredades ó ge las diesen homes, que fuesen pecheros del rey, tenudos son los clérigos de facer aquellos fueros et aquellos derechos que habien de complir por ellas aquellos de quien las hobieron, et en esta manera puede cada uno dar de lo suyo á la eglesia quanto quisiere» (807). ¿Quién no ve aquí principios antipolíticos y contrarios al espíritu de nuestra ley de amortización? Que los bienes patrimoniales de los clérigos pasen a las iglesias con las mismas cargas y gravámenes a que estaban afectos en poder de sus primeros poseedores, así como los adquiridos por manos muertas en virtud de donación, compra, herencia o cualquier otro título es muy conforme a razón, a justicia, al Derecho canónico y civil, a las Decretales y aún a las opiniones de algunos de sus glosadores. Pero nuestros antiguos jurisconsultos adelantaron mucho más: probibieron absolutamente las enajenaciones en manos muertas; privaron a las iglesias, monasterios y homes de orden, y también a los poderosos y ricoshomes, del derecho y esperanza de adquirir bienes raíces, y anularon las disposiciones testamentarias, los contratos de donación, compra y venta otorgados en esta razón, con el fin no tan solamente de evitar el menoscabo de los derechos reales, sino para precaver el estanco de estos bienes y su acumulación.

     39. A este propósito, decía don Alonso el Sabio en los nuevos fueros que concedió a la villa de Sahagún: «Mandamos que las órdenes que ganaren casas en san Fagun, que las vendan á quien faga el fuero del rey y al abat; et que hayan plazo de un anno para venderlas; et si en este anno no las vendieren, tómelas el abat, et delas ó las venda á quien faga el fuero al rey y á él. Et daquí adelante non hayan poder órdenes, nin ricohome de haber casas en san Fagun... Et aquí adelante ninguno non haya poder de dar sus heredades á ninguna órden, nin á hospital, nin á alberguería, nin á ricohome, mas de su mueble que dé por su alma lo que quisiere... Mandamos que el abad non compre heredades pecheras et foceras mientras que el rey levare el pecho, nin las reciba en otra manera; et si daquí adelante las ganare, véndalas ó las dé á quien faga el fuero.» Y su nieto don Fernando IV: «Mandamos entrar los heredarnientos que pasaron del realengo al abadengo, segunt que fue ordenado en las cortes de Haro; é... que heredamiento daquí adelante non pase de realengo á abadengo, ni el abadengo al realengo, si non así como fue ordenado en las cortes sobredichas» (808). Y en otra parte (809): «Tengo por bien é mando que las heredades realengas é pecheras que non pasen á abadengo, nin las compren los fijosdalgo, nin clérigos, nin los pueblos, nin comunes; é lo pasado desde el ordenamiento de Faro acá, que pechen por ello aquellos que lo compraron, é en qualquier, otra manera que ge lo ganaron; é daquí adelante non lo puedan haber por compra, nin por donacion, si non que lo pierdan, é que lo entren los alcaldes é la justicia del logar.»

     40. ¿Quién se persuadirá que los compiladores de las Partidas intentaron establecer la ley de amortización según fuero y costumbre de Castilla, y en conformidad a lo resuelto por sus Cortes a vista de las siguientes máximas? «Puede cada uno dar de lo suyo á la iglesia quanto quisiere fueras ende si el rey lo hobiese defendido (810). Si por aventura el clérigo non hobiere pariente ninguno fasta el cuarto grado, que lo herede la eglesia en que era beneficiado (811). La demanda por deuda de alguno que entrare en religión debe hacerse al perlado ó mayoral de la orden... porque los bienes dél pasan al monasterio de que él es mayoral (812). Establecido puede seer por heredero de otro... la eglesia, et cada uno logar honrado que fuere fecho para servicio de Dios é á obras de piedat, ó clérigo, ó lego ó monge (813). Religiosa vida escogiendo algunt home... este atal non puede facer testamento, mas todos los bienes que hobiere deben seer de aquel monasterio ó daquel logar do entrase, si non hobiere fijos ó otros parientes que descendiesen dél por la línea derecha, que hereden lo suyo» (814)

. Estas y otras determinaciones, de que están sembradas las Partidas, señaladamente la sexta, no parecen conciliables con la regalía de amortización.

     41. La séptima Partida abraza la constitución criminal, y es un tratado bastante completo de delitos y penas, copiado, o extractado del Código de Justiniano, a excepción de algunas doctrinas y disposiciones relativas a judíos, moros y herejes, acomodadas al Decreto, Decretales y opiniones de sus glosadores; y de los títulos sobre rieptos, lides, desafiamientos, treguas y seguranzas, que se tomaron de las costumbres y fueros antiguos de España. Los compiladores de esta obra, sin duda, mejoraron infinito la jurisprudencia criminal de los cuadernos municipales de Castilla, a los cuales se aventaja, ora se considere su bello método y estilo, ora la copiosa colección y orden de sus leyes, o la regularidad de los procedimientos judiciales, curso de la acusación y juicio criminal, naturaleza de las pruebas, clasificación de los delitos o la calidad de las penas; bien que en esta parte tiene defectos considerables, y pudiera recibir muchas mejoras si nuestros compiladores, dejando alguna vez de seguir ciegamente los jurisconsultos extranjeros, hubieran entresacado del Código gótico y Fueros municipales leyes y determinaciones más equitativas y regulares que las del Código y Digesto.

     42. El primer objeto del Sabio Rey en la compilación de este libro fue desterrar de la sociedad la crueldad de los suplicios, corregir el desorden de los procedimientos criminales y suavizar y templar el rigor del antiguo Código Penal, a cuyo propósito decía: «Algunas maneras son de penas que las non deben dar á ningunt home por yerro que haya fecho, así como señalar á alguno en la cara quemándole con fierro caliente, nin cortandol las narices, nin sacandol los ojos» (815); ley santa y justísima, pero la razón en que estriba no es muy filosófica: «Porque la cara del hombre fizo Dios á su semejanza.» Añade: «Que los judgadores non deben mandar apedrear á ningun home, nin crucificar nin despeñar.» Pero los compiladores de esta Partida no siempre respondieron a las intenciones del monarca, ni fueron consiguientes en sus principios: seguidores ciegos del Derecho romano sofocando aquellas semillas, y olvidando tan bellas máximas, alguna vez fulminaron penas bárbaras y tan irregulares, que difícilmente se podría hallar o entrever su proporción con los delitos y con los intereses de la sociedad. Fueron inconsiguientes, porque si no se debe afear la cara del hombre, ni señalarle en ella, porque es imagen de Dios: si quiere el rey «que los judgadores que hobieren á dar pena á los homes por los yerros que hobieren fecho, que ge las manden dar en las otras partes del cuerpo et non en la cara»: ¿cómo mandaron que «al que denostare á Dios ó á santa María, por la segunda vez que le señalen con fierro caliente en los bezos, y por la tercera que le corten la lengua?» (816). Al Rey Sabio le pareció suplicio cruel apedrear a alguno; pero la ley manda «apedrear al moro que yoguiese con cristiana virgen» (817). El rey prohibió despeñar y crucificar a los hombres; pero la ley establece otros suplicios acaso más crueles, y autoriza a los jueces para que fulminen contra los reos de muerte pena capital, dejando a su arbitrio escoger de tres clases de penas sumamente desiguales, la que quisieren: «Puédelo enforcar ó quemar ó echar á bestias bravas que lo maten» (818).

     43. La razón y la filosofía en todos tiempos levantaron su voz contra la pena de infamia perpetua, señaladamente contra la que envuelve a los inocentes con los culpables y facinerosos. Sin embargo, la ley de Partida autorizó esa pena mandando que el reo de traición, el mayor delito, el más funesto a la sociedad y el más digno de escarmiento, «debe morir por ende; é todos sus bienes deben seer de la cámara del rey... et demás todos sus fijos que son varones deben fincar por enfamados para siempre, de manera que nunca puedan haber honra de caballería, nin de otra dignidat, nin oficio: nin puedan heredar de pariente que hayan, nin de otro extraño que los establesciese por herederos: nin puedan haber las mandas que les fueren fechas» (819). Demos por sentado y convengamos que la ley es justa; pero ¿quién aprobará o consentirá que se establezca un mismo castigo e igual pena para delitos tan varios y desiguales como son las traiciones en los casos de la ley? (820). Así que, justísimamente la reformó don Alonso XI en su Ordenamiento de Alcalá, y quiso que esta corrección se pusiese al pie de dicha ley de Partida, según se lee en el códice de la Academia: «Auténtica. Lo que dice en esta ley de la pena que deben haber los fijos varones del traidor, ha logar en la traición que es fecha contral rey ó al regno. Ca en la traición que es fecha contra otro, non pasa la manciella al linage del traidor, segund se contiene en la ley que comienza Traición» (821).

     44. También parece excesiva y cruel la pena del monedero falso, así como la de los que fingen sellos, cartas o privilegios reales. De los primeros dice la ley: «Mandamos que qualquier home que ficiere falsa moneda de oro ó de plata, ó de otro metal qualquier, que sea quemado por ello de manera que muera» (822)

. Y de los segundos: «Qualquier que falsase privilegio, ó carta, ó bula, ó moneda, ó seello del papa ó del rey, ó si lo ficiere falsar á otri, debe morir por ende» (823)

. ¿Y qué diremos de la extraordinaria y ridícula pena del parricida, o del que matase alguno de sus parientes, copiada servilmente del Derecho Romano? «Mandaron los emperadores et los sabios antiguos, que este atal que fizo esta nemiga, sea azotado ante todos públicamente, et desi que lo metan en un saco de cuero, et que encierren con él un can, et un gallo, et una culebra et un ximio. Et después que él fuere en el saco con estas quatro bestias, cosan ó aten la boca del saco, et échenlo en la mar ó en el río» (824). ¿Y qué de otra ley, en la cual después de haberse asentado juiciosamente y en conformidad a lo acordado por la ley gótica «que por razón de furto non deben matar, nin cortar miembro ninguno» (825), sujeta a pena de muerte muchos casos en que si alguna vez parece justa, en otros seguramente es dura y excesiva? Como cuando dice que deben morir los que se ocupan en robar ganados o bestias, «et si acaesciese que alguno furtase diez ovejas ó cinco puercos, ó quatro yeguas ó vacas, ó otras tantas bestias ó ganados de los que nascen destos: porque tanto cuento como sobredicho es de cada una destas cosas facen grey, qualquier que tal furto faga debe morir por ello, maguer non hobiese usado de facerlo otras veces» (826). No es más equitativa la ley que prescribe pena de muerte y la misma que merece el homicida, contra el testigo que dijese falso testimonio en pleito criminal y de justicia (827), ni la que manda arrojar dentro del fuego al hombre de menor guisa que incendiare ó quemare casa o mieses ajenas (828), ni otras varias de que no podríamos hacer el debido análisis y juicio crítico sin traspasar los límites de este discurso. Pero todavía es necesario indicar alguna cosa de la nueva y extraordinaria jurisprudencia introducida en Castilla por las leyes de esta Partida (829) acerca de la famosa cuestión de tormento.

     45. Mucho declamaron los filósofos contra este procedimiento y género de prueba, llamándole crueldad consagrada por el uso en casi todos los tribunales de las naciones cultas, y una institución maravillosa y segura para perder a un hombre débil, y salvar a un facineroso robusto. Mas pasando en silencio estas y otras cosas, solamente diré que exigir como necesaria la tortura del reo mientras se forma el proceso, y declarar que la confesión hecha en virtud de los tormentos no es válida si no la ratifica y confirma después el reo sin premia ni amenaza, como prescriben las leyes (830), parece que es una contradicción. Diré también que si los compiladores de las Partidas adoptaron los principios del Código gótico y las máximas y precauciones de sus leyes acerca de esta prueba de tormento, dejando las del Código y Digesto, y las opiniones de sus glosadores, hubieran procedido con más tino, equidad y sabiduría, y no se les pudiera acusar de novadores, ni de haber introducido una legislación infinitamente diversa de la antigua. Según esta, el acusado, el delincuente y criminoso era solamente el que en ciertos casos debía sufrir la tortura; y no es verdad lo que se asegura en las instituciones del Derecho Civil de Castilla (831), que antiguamente en nuestra España eran atormentados el acusado y acusador, para que se procediese con mayor seguridad en la causa, citando a este efecto una ley del Fuero Juzgo (832), en que nada se encuentra de lo que dicen los autores de estas instituciones. Pero la ley de Partida quiso que se obligase al tormento, y se apremiase por este medio al testigo, «si el juzgador entendiese que anda desvariando en sus dichos, et que se mueve maliciosamente para decir mentira» (833).      46. Por ley gótica no debía el juez proceder al tormento, sino a petición de parte, o exigiéndolo el acusador; la de Partida quiere que sea acción del magistrado, y le obliga en ciertos casos a ejecutarlo por razón de oficio. La jurisprudencia gótica sujeta a la tortura en las circunstancias prescritas por las leyes todas las personas de cualquier clase o condición, sin excluir los grandes ni la nobleza; pero la ley de Partida no quiere que sean comprendidos en este género de prueba, ni deben meter a tormento... «nin á caballero, nin á fidalgo, nin á maestro de leyes o de otro saber, nin á home que fuere consejero señaladamente del rey ó del común de alguna cibdat ó villa del regno, nin á los fijos destos sobredichos» (834). La ley gótica ciñe este procedimiento a causas graves y de importancia; la de Partida no señala límites, y supone haberse de ejecutar aun por yerro ligero (835). En fin, los compiladores de esta Partida omitieron en ella las precauciones y modificaciones con que se había de practicar la tortura según el Código gótico, y que en cierta manera justifican o por lo menos hacen tolerable su jurisprudencia. Porque el magistrado no debía jamás permitir que se atormentase a ninguno, ora fuese noble o plebeyo, libre o siervo, hasta tanto que el actor o acusador jurase en su presencia no proceder de mala fe, ni con mala voluntad; también le obligaba la ley a presentar ocultamente al juez el proceso de la acusación, escrito con buen orden, para facilitar su confrontación con la confesión del reo. Respecto de los magnates y grandes de la corte no tenían lugar la tortura sino en el caso de alguno de los tres delitos capitales: traición al rey o a la patria, homicidio y adulterio; y en el de causas o negocios cuyo valor excediese el de quinientos sueldos, siendo las personas nobles y libres; pero en estas circunstancias ni podía el grande ser acusado, ni obligado al tormento sino por acusador de su misma clase ni el noble y libre por otro que no fuere de su misma condición y esfera. Además debía el acusador obligarse por escritura firmada de tres testigos, y otorgada solemnemente delante del príncipe o de los jueces que él nombrase, a la pena que la ley impone al falso acusador, y era ser éste entregado judicialmente al acusado en calidad de siervo, con facultad de hacer de él cuanto quisiere, salvo el derecho de vida. Y si el acusado hubiese perdido inculpablemente la suya en virtud de la tortura, quedaba obligado el acusador a la pena del talión, y a sufrir la misma muerte que por culpa suya había experimentado el inocente. Nuestros colectores descuidaron de esta jurisprudencia, y olvidando unas circunstancias que seguramente hacían impracticable este género de prueba, o por lo menos retardaban el uso de la tortura, introdujeron sobre este punto en España una nueva legislación, así como ya lo habían hecho en las otras Partidas respecto de muchas materias principales del antiguo derecho, si con verdad se puede decir que la introdujeron.

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