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Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, considerados en sus principios fundamentales, por D. Juan Donoso Cortés, Marqués de Valdegamas

Juan Valera






I

Los filósofos franceses del siglo XVIII habían atacado superficialmente a la religión; se habían encarnizado, por decirlo así, con el cuerpo mismo de ella, y la habían injuriado con burlas y sarcasmos: pero los modernos filósofos, y muy singularmente los alemanes, han dirigido sus peor intencionados y más serios ataques al alma misma del Cristianismo, con una crítica profunda de que aquellos carecían, y con una dialéctica, si menos temible para los espíritus vulgares, mucho más capaz de hacer vacilar, en sus creencias a los hombres discursivos. La secta antirreligiosa de los enciclopedistas tenía por principio una filosofía vulgar y rastrera: la crítica moderna antirreligiosa se funda   —2→   y sostiene en una filosofía seductora por lo que tiene de nuevo, que es la dialéctica y el método, profunda por lo que tiene de antiguo, que son sus dogmas; dogmas enunciados ya, así por los filósofos de la India y de la China, como por algunos de Grecia, pero desenvueltos ahora con singular maestría y corroborados con esa dialéctica y método científicos que caracterizan a los fríos y lógicos pensadores de Germanía. Adiestrados en las luchas de la escuela, y aguzado el ingenio con las sutilezas de sus maestros, que ya se perdían en las nubes, ya se envolvían en tenebrosas profundidades, los discípulos de Kant, de Schelling, de Fichte y de Hegel, entraron en batalla contra la religión cristiana, armados de todas armas, y aplicaron aquellas filosofías especulativas a echar por tierra la religión, y con ella el principio de autoridad y todo cimiento de la sociedad humana.

Coincidía con esto el haberse extendido y generalizado por donde quiera, pero singularmente en Inglaterra y Francia, donde la industria y el comercio estaban más en auge, el estudio de las cuestiones económicas, creándose una nueva ciencia empírica y de inducción, que si existía ya en escritos y observaciones separados, se puede asegurar que no vino a reducirse a cuerpo completo de doctrina hasta los tiempos de Adam Smith. De la observación y estudio de la sociedad económicamente, se pasó a romper las trabas que impedían o retardaban el desarrollo de la riqueza; y la manera de ejercer la industria y la manera de trasmitir la propiedad fueron modificadas. La sociedad   —3→   antigua tenía organizado esto a su modo: la moderna ciencia lo desorganizó para dar a la fuerza productiva, una completa libertad. Hubo, o si no hubo, se deseó qué hubiera, libertad de industria y libertad de comercio, y se proclamó como el summum bonum el principio de laissez aller, laissez faire.

Estas transformaciones y cambios se verificaron en unas naciones pausadamente; en otras, donde predominaban más los antiguos abusos e instituciones y las gentes que estaban en ellos interesadas, hubo un sacudimiento espantoso, como sucedió en Francia en la gran revolución del siglo pasado: pero donde quiera, ya en Francia, ya en los demás pueblos de Europa, ya de un modo, ya de otro, tuvo lugar el advenimiento de la clase media al poder, y el decaimiento, cuando no la caída, de la aristocracia de sangre y de los principios que ella sustentaba. La hora de la democracia no había llegado aún, si es que la hora de la democracia puede alguna vez llegar, y la clase media y el industrialismo se entronizaron.

Digo que la hora de la democracia acaso no llegue nunca, porque si bien basta la fuerza para conquistar el poder, es menester la inteligencia para conservarle, y la inteligencia colectiva, o dígase la razón impersonal de la plebe, esa especie de voz divina e infalible, ni se oye, ni se puede oír nunca clara y distintamente. Por otra parte, ¿cómo dominar, al menos por el acuerdo de las voluntades, todas discordantes, y sometidas y domeñadas muchas por la miseria? ¿Cómo, sin cambiar radicalmente el estado social (que en mi   —4→   entender vale tanto como cambiar el natural, lo que sólo Dios puede hacer), cambiar radicalmente el estado político, que no es sino una consecuencia fatal del primero? En la esencia, por lo tanto, es imposible el advenimiento de la democracia, y siempre que esta tome momentáneamente el poder, será para entregarle a un tirano, que ejecute en su nombre la venganza o la justicia del pueblo. Necesario es que dominen los pocos en quienes se halla la inteligencia, los cuales irán siendo más, conforme la humanidad avance en su carrera, pero jamás serán todos. Uno de los signos de la inteligencia y de la capacidad es y será la riqueza; signo que irá siendo cada vez menos engañoso, y manifestará mejor que en efecto es más inteligente y capaz el que le posee y a quien da poder y predominio en el mundo.

El reinado de la clase media no tendrá fin sino con la civilización del mundo; pero la clase media, esto es, la inteligencia, el saber y la riqueza, manifestación palpable del saber y de la inteligencia, se extenderán y aumentarán hasta aquel extremo de perfección si no infinita, indefinida, de que es susceptible la naturaleza humana. Cualquier triunfo de la democracia revolucionaria será efímero, y si podrá atajar un momento la corriente de la humanidad en su progreso, nunca la sacará de su cauce, ni le marcará otro rumbo que el que fatal o providencialmente sigue.

Cuando se considera este que llamamos progreso, para verle en lo presente y vaticinarle y creerle firmemente en lo futuro como una ley de la historia, y   —5→   se tiende la vista por los tiempos pasados, no se descubre época alguna en que la humanidad, por depravada e infeliz que se la quiera considerar ahora, haya sido ni más dichosa ni más digna de serlo. Una estadística de crímenes cometidos y de dolores sentidos en las diversas épocas de la historia, probaría matemáticamente este aserto. Una estadística de los goces, de los placeres y hasta de las virtudes, lo demostraría mejor aún. La humanidad camina por consiguiente a un término más venturoso, que se escapa a los ojos del alma, haciéndonos creer como que se pierde en lo infinito; porque mal podemos determinar hasta qué punto somos perfectibles. En el momento en que un hombre llegase a señalar claramente en su entendimiento ese extremo de perfección, ya sería perfecto hasta ese extremo, a no suponer en él una carencia de voluntad incompatible con el entendimiento presupuesto y necesario para alcanzar a percibir y a comprender ese extremo mismo. Sólo lo que la imaginación nos pinta, y no lo que el entendimiento nos muestra y señala, es inaccesible a la voluntad. El siglo de oro no está en lo presente, ni se podrá esperar en lo futuro; pero ¿quién supondrá que estuvo alguna vez en lo pasado, sino falsificando la historia?

Dirá alguno que no es meramente la imaginación, ni la inteligencia tampoco, las que nos hacen ver o imaginar ese ideal de perfección, ni la voluntad por sí sola la que nos hace buscarle y crearle en nosotros mismos, elevando nuestro ser hasta el modelo soberano que en lo interior concebimos. Ese milagro, dirá,   —6→   lo hace la fe, la fe que presta energía y da alas al alma. Pero la fe, ni en el día, ni aun con mayores adelantos y progresos, podrá ser imposible. Para destruir la fe sería menester destruir y aniquilar el alma humana, de que la fe es la esencia misma. Toda la actividad, la potencia toda del alma es la fe. Una civilización adelantada no la destruye, sino que presta a la razón el justo y legítimo imperio que debe tener sobre ella para enderezarla a un buen fin; porque la fe, si no está moderarla y encaminada por esta manera, bien puede ser a veces germen de grandes virtudes y de acciones maravillosas, pero lo es más a menudo de inhumanas atrocidades y de crímenes horribles. La fe, y no hablamos de la virtud teologal, sino de una calidad enérgica, natural y propia del alma, no es más que locura, sin la razón que la modere; locura furiosa que se hace epidémica y que dura siglos como una plaga del género humano.

La razón, moderadora de la fe, debe ser la dominadora del mundo: el reinado de la clase media, la soberanía de la inteligencia. Hay, con todo en este reinado algo que ofende a ciertas naturalezas, si poéticas, irreflexivas; algo que les parece profunda mente vulgar y egoísta.

Algunos maestros de esta escuela, y en particular los economistas, han dado harto motivo a que se desconfíe de ellos, viéndolos faltos de fe en sus doctrinas, explicándolas e interpretándolas mal, y cuando no dudosos del porvenir del mundo, pronosticándolo un porvenir de horrores. Unos han dicho: el precio de   —7→   las subsistencias se regula y establece por el trabajo que cuesta producirlas sobre el terreno más estéril que se cultiva; el aumento de población nos llevará cada día a cultivar terrenos más estériles; luego los propietarios se enriquecerán cada vez más con el aumento de precio, y los proletarios tendrán que trabajar cada vez más para sostener la vida. Otros exclaman llenos de angustia: el exceso de producción nos ahoga; el lujo y las necesidades facticias son el manantial de la riqueza; la invención de las máquinas acaba con el trabajo, y el más ligero accidente puede causar una perturbación social, cuando no un cataclismo. Viene Malthus, en fin, y da los últimos toques a esta negra pintura, afirmando que la población crece más rápidamente que los medios de subsistencia, y que nos comeremos unos a otros si no se evita que nazca gente, o si no se logra que mueran los nacidos que están de más en el mundo. El que no tenga asiento preparado en el banquete, que se vaya a la calle. Envíe Dios al ángel exterminador sobre la tierra, o aquella maldición al menos que envió sobre la casa de Abimelec por haberse este apoderado de Sara, la mujer de su siervo. La peste, la guerra, el hambre y los vicios son, pues, convenientes y hasta necesarios como válvulas de seguridad de esta, para Malthus, máquina diabólica de la sociedad humana.

Estas consecuencias tan desconsoladoras como falsas, que los economistas deducían de sus doctrinas, y los verdaderos males del pauperismo, si menores que en otras épocas, más patentes y sensibles en la   —8→   nuestra, movieron a muchos a resucitar antiguas utopías, o a crear otras flamantes para dar a la sociedad nuevo organismo, y por medio de un cambio violento y precipitado arrancarla de cuajo y sentarla sobre cimientos más conformes a la humana naturaleza y al bien a que debe aspirar el hombre en esta vida. Ya que el hombre no esperaba remuneración en el cielo, quería esperarla y alcanzarla en la tierra. O padecer o morir, decían los Santos; o morir o gozar, debían decir los que no lo fuesen. Se pusieron, pues, a buscar los reformadores el modo de proporcionar a la humanidad el mayor número de goces, y de acabar con los males que la afligen, y a vueltas de algunas ideas nobles, generosas y filantrópicas, imaginaron los más absurdos y peligrosos sistemas. Todos ellos vinieron a recibir el nombre de socialismo.

Esta doctrina, que hizo la crítica apasionada, pero en ciertos puntos y hasta cierto grado razonable, de lo existente, no supo crear sino delirios para reemplazar lo que imaginaba que destruía, y quiso no obstante realizarse en el mundo, y, si no causa única, fue parte muy eficaz en la revolución de 1848. Las nacionalidades oprimidas se levantaron entonces y procuraron sacudir el yugo extranjero. Y la sangre derramada, y el estrépito de las armas, y singularmente los combates en las calles de París, y las blasfemias elocuentes de Proudhon, y los talleres nacionales de Luis Blanc, sobrecogieron de espanto a los honrados burgueses de todas las naciones, acostumbrados a la paz desde muchos años, y creyeron llegados los tiempos   —9→   apocalípticos y la profetizada fin del mundo. Los nuevos bárbaros que iban a destruir esta civilización no venían ya del Norte, como en lo antiguo, sino que salían de enmedio de nosotros; y olvidados nosotros de las luchas y revoluciones pasadas, y de los horrores que hicieron, que padecieron o que presenciaron nuestros padres, creímos que no hubo nunca época alguna peor que la presente. La zozobra era grande; mas no se ha de negar que la causa de esta zozobra lo era también. Por lo mismo que la sociedad tiene ahora tantos y tan poderosos elementos para el bien, agitados estos y movidos en una dirección errada, podían hacer temer mayores y más hondos males que nunca.

El temor de la plebe amotinada y entronizada, y la rabia y el desprecio hacia ella, hicieron entonces que se imaginasen mil desvaríos que oponer a los desvaríos socialistas, como si la razón no bastase a refutarlos. Unos dijeron que los pueblos de Europa, hondamente corrompidos y decrépitos, se agitaban ya en las convulsiones de la agonía. Otros, renegando de toda creencia en la libertad y en el progreso humano, juzgaron indispensable la tiranía al gobierno de los pueblos; tiranía no fundada en la legitimidad, que dudaban, y con razón, que nadie reconociese, sino sobre la fuerza, que siempre reconocen todos. Otros entendieron que la falta de fe y los extravíos de la razón libre de su santo yugo, eran causa de todos los males, y quisieron someter la razón al yugo de la fe, no sólo en lo que siempre debió estar sometida, sino en todos   —10→   los negocios puramente mundanos, en los cuales la razón ni se sometió ni pudo someterse nunca a la fe, ya que no hubo nunca una revelación política ni una revelación económica, aunque religiosa la hubo. Y otros, por último, aniquilaron completamente la razón humana, desconocieron su benéfico influjo, sostuvieron que la razón y lo absurdo tienen entre sí una afinidad misteriosa, negaron que por la discusión pudiese ponerse en claro cuestión alguna, y declararen solemnemente la imbecilidad del entendimiento y su incapacidad para descubrir la verdad en nada.

Un compatriota nuestro, dotado de una imaginación poderosa, de agudísimo ingenio, de vehemente ambición de gloria, de un amor desmedido a lo paradojal, de arrebatadora elocuencia, y de poca o ninguna ternura y caridad en el alma, se hizo eco entonces de todas estas ideas, las formuló y sintetizó con precisión y brío en discursos llenos de fuego, y compuso, por último, uno de los libros más sublimes y más absurdos que se han escrito en el siglo XIX. La Europa, cuando se compuso este libro, estaba delirando en el período más vivo de la fiebre, y el libro fue también el delirio de un febricitante.

La revolución encarnada en Proudhon vomitaba blasfemias contra Dios: la reacción encarnada en Donoso-Cortés vomitó blasfemias contra la humanidad y contra los dones naturales que Dios le ha conferido. Estos dos hombres eran dignos adversarios el uno del otro: eran dos energúmenos poseídos ambos por el demonio del orgullo. Proudhon renegaba de Dios y le   —11→   declaraba la guerra, porque no le revelaba el secreto de hacer felices a los hombres. Donoso-Cortés renegaba de la humanidad entera, porque no aceptaba la soberanía de su inteligencia y el yugo de sus opiniones: negaba la inteligencia de los demás, porque no reconocían la infalibilidad de la suya; y para hacer santas y buenas sus opiniones, trataba de unimismarlas impía y torcidamente con la santa doctrina de la Iglesia.

Proudhon decía: «Ea, Lucifer, Satanás, quien quiera que seas, ven a mí, demonio que la fe de mis padres opusieron a Dios y a la Iglesia. Yo predicaré tu palabra y saldré a la defensa del género humano». Y Donoso-Cortés parece que respondía: «Yo no sé si hay algo debajo del sol más vil y despreciable que el género humano, fuera de las vías católicas». Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicteto, Confucio, Leónidas, Epaminondas, Marco-Aurelio, Trajano, Tito, Saladino, lo mejor de la docta Alemania, y la mayor parte de la sabia y poderosa Inglaterra, son, por consiguiente, despreciables y viles: los Estados Pontificios, el reino de las Dos-Sicilias y las repúblicas hispano-americanas, serán sin duda más dignas de admiración y respeto. El género humano, por fortuna, tiene todavía sentido común, y se ríe igualmente de la protección y redención que Proudhon le promete en nombre del diablo, y de los improperios y desvergüenzas que le dice Donoso, tomando el nombre de Dios en vano, o dígase en falso.

Pero ¿de dónde venía este apóstol, este profeta, que descargaba tan furibundos anatemas sobre los   —12→   hombres, y que les anunciaba tan grandes desventuras si no hacían penitencia? ¿Venía del desierto, como Juan el Bautista, o salía del apartamiento y soledad de algún claustro? Todo menos eso. El que declaraba la discusión inútil y hasta nociva, había sido, o era aún, periodista y diputado; el que maldecía la revolución, se había elevado por ella a los más altos honores, y era por ella marqués y ministro plenipotenciario; el que escarnecía los gobiernos representativos, estaba a sueldo de uno de estos gobiernos. Y, sin embargo, hay en el libro de Donoso-Cortés buena fe y convencimiento.

La misma pasión y el mismo orgullo que le habían hecho adoptar aquellas doctrinas, se las habían hecho creer al cabo. Si hubo un tiempo en que creyó, proclamó y defendió en sus escritos la soberanía de la inteligencia, ahora defendía, proclamaba y creía con la misma fuerza en la teocracia y en el absolutismo. No se puede ser tan elocuente sin estar convencido de lo que se dice. A Donoso se le puede acusar de locura, pero no de hipocresía; y al acusarle de locura, se ha de entender que hay en esta el quid divinum de que Hipócrates hablaba.

El Ensayo sobre el catolicismo, etc., es digno de admiración y de estudio, porque pinta y refleja fiel y vivísimamente una faz de una época de agitación y de tumulto en que parece que vuelven las ideas al caos del que debe salir algo nuevo. En este libro se descubren, al través de mil delirios, observaciones profundas, verdades útiles, y hasta algunos pensamientos generosos.   —13→   Aunque vivía aún en la sociedad la fe en el catolicismo, porque las puertas del infierno no prevalecerán contra él, se habían con todo debilitado las creencias y Donoso-Cortés trata de fortificarlas o hacerlas renacer en los corazones, si no con razones muy sólidas con elocuentes y hermosísimas frases, exponiendo los principales dogmas católicos con la hermosura más grande que cabe en cualquiera de las lenguas modernas, y aun estoy por afirmar que en la palabra humana. Si en las aplicaciones que ha hecho del dogma a la política y a la gestión de las cosas mundanas se ha extraviado nuestro autor, no se puede decir que haya entendido y explicado mal el dogma mismo; y en este punto, hasta donde alcance la cortedad de nuestros conocimientos teológicos y de los suyos, le debemos defender de las acusaciones que contra él han lanzado algunos teólogos de profesión, los cuales le trataron como a intruso, le tacharon de ignorante, de mal avisado y hasta de hereje, y hubieran sido capaces de quemarle vivo a haber habido inquisición, o de desear que se le tragase la tierra, como a los que tocaron el arca sin ser levitas.




II

Empieza Donoso su libro tratando de demostrar que toda cuestión política se resuelve en una cuestión teológica; y que la teología es la ciencia de las ciencias, y la clave de las dificultades todas. La teología es la ciencia de Dios; en Dios están por un modo altísimo   —14→   y perfectísimo los ejemplares de las cosas: luego quien conoce a Dios debe conocer las cosas todas, e ignorarlas quien le ignore: pero no comprende o no quiere comprender Donoso que la teología nos enseña a conocer algo de Dios, y no a conocer a Dios perfectamente. La teología es una ciencia humana, como las demás ciencias, en cuanto nos valemos para adquirirla de medios humanos, como son el entendimiento y el discurso que Dios nos ha dado naturalmente, y con los cuales deducimos algunas consecuencias sobre lo que Dios inmediata o mediatamente nos ha revelado. Estas consecuencias interesan a la salvación de las almas, aunque se puede ser mal teólogo e ir al cielo, y sólo por incidencia interesan al gobierno de las repúblicas.

Desde luego se ha de creer que en la idea divina están las cosas todas y sus leyes; pero ¿cómo penetrar con el entendimiento humano, a no ser por favor y revelación singularísima de los cielos, en la mente de Dios, y descubrir allí sus leyes, y conocer esos ejemplares o arquetipos de todo lo creado? Por la revelación, y hasta acaso se pueda decir que por la luz natural del entendimiento, se sabe que Dios es causa primera, mas no causa inmediata: y estas nos conviene averiguar, y en averiguarlas se emplea la ciencia, ya que Dios no quiso revelarlas para dar con su averiguación empleo a la actividad nuestra, y a las facultades con que ha dotado nuestra alma. Si dijésemos siempre, tal cosa acontece porque Dios quiere, la ciencia no adelantaría nada, y al enunciar tan grande verdad   —15→   nos pondríamos en ridículo, porque no hay para qué anunciar lo que es evidente.

Así como en el entendimiento divino hay una idea formal que contiene en sí las ideas todas, así hay en la divina voluntad una ley de la que dimanan todas las leyes. Conocido Dios en su esencia, el alma humana tendría plenitud de sabiduría, y no habría menester de la ciencia para alcanzar el conocimiento de las causas segundas; pero como sólo en el estado de beatitud perfecta o allá en el cielo, se puede tener algo de esa sabiduría, conviene resignarse aquí en la tierra a buscar por medio del estudio y del raciocinio el conocimiento de esas causas.

El Sr. Donoso, como todo lo generaliza, suele confundirlo todo, o explicarlo al menos de un modo harto confuso: y así, siguiendo en su tema de que la teología es la verdadera enciclopedia, nos dice que la inteligencia puede ser grandísima en los incrédulos, mas incapaz de descubrir la verdad, y esclava del error. ¿Pero qué inteligencia grandísima puede ser ésta que nada entiende y que todo lo equivoca? Inteligencia vale tanto como facultad de entender, y poca o ninguna debe ser la inteligencia del que nada entiende, o si entiende algo, lo entiende al revés de como debe entenderlo. ¿Habrá querido decir el Sr. Donoso que los incrédulos están en el error porque no creen las cosas que deben creer? Estamos de acuerdo con el Sr. Donoso. Si la razón bastase a descubrir la verdad revelada, la revelación hubiera sido inútil: mas no por eso las leyes de nuestro entendimiento están en oposición   —16→   con esa verdad, ni la verdad repugna al entendimiento, antes bien el entendimiento la apetece, como los ojos la luz. Esa verdad está por cima del entendimiento humano, y por eso se llama sobrenatural. Para conocerla y creerla necesitamos de la fe, así como para obrar obras aceptas a Dios, y ganar la vida eterna, necesitamos de la gracia, don sobrenatural que se encamina a un fin sobrenatural y ultramundano. Mas para los fines de este mundo, y para el gobierno temporal de las repúblicas bastan, y Dios ha querido que basten nuestros medios y facultades naturales; y nunca hizo sobre la política o la economía revelación general a los hombres, como la hizo sobre los principios de la moral en la cumbre del Sinaí. Algunas veces por favor especial inspira a los gobernadores de ciertos pueblos para que los dirijan: mas este es un milagro intermitente y no cuotidiano, como diría el mismo Sr. Donoso; y lo natural y conveniente, aunque no lo cuotidiano, es que los gobiernos atiendan por medio de la ciencia, fundada en la experiencia y en el raciocinio, al bien y prosperidad de los pueblos; y si bien pueden impetrar el auxilio divino, no han de confiarse hasta el extremo de que, si esquilman a los pueblos, y secan los manantiales de la riqueza pública, o no procuran su desarrollo, hayan de esperar que lluevan codornices o maná para alimentarlos.

Confunde asimismo Donoso la palabra religión, y la palabra teología. Un estado no puede existir sin religión, concedo; sin teología, niego, a no considerarse la teología en lo sustancial, que ya entonces es la religión   —17→   misma. Casi ninguno de los que gobiernan los estados sabe de teología ni palabra, y sin saberla puede gobernarlos muy bien, y muy mal sabiéndola. Si Alberoni y Richelieu gobernaron bien la España y la Francia, no fue porque eran teólogos ni porque eran cardenales; antes sospecho que eran malos teólogos, y tengo por cierto que eran muy malos cardenales los dos.

En cuanto a la religión que debe haber en un Estado para que se conserve floreciente, ya esto se comprende bien, y se acepta como un axioma por toda persona sensata. La religión forma la moral e infunde las virtudes en el alma, y sin moral y sin virtudes no hay Estado próspero. Pero todavía sobre este punto conviene hacer varios distingos. Donoso dice las cosas tan absoluta y rotundamente, que es menester distinguir a cada paso, si no quiere uno caer en el error, a que su manía de generalizarlo todo le lleva a menudo. Porque si al hablar de religión, entiende la cristiana, u otras que, aunque falsas, predican una moral, si no muy pura, razonable hasta cierto punto, es claro que la religión es indispensable para que un Estado florezca; pero si por religión entendemos también la enajenación mental de pueblos enteros, el culto de Moloc o de Huitzilopochtli, con sacrificios humanos, que hielan de horror las entrañas, y con otras supersticiones groseras o infames, más valdría acaso no tener religión alguna, y vivir como las bestias, que no conocen a su Criador.

Pero éste, con su infinita bondad, o ha dejado rastros   —18→   de la revelación primitiva, aun entre los pueblos más incultos y bárbaros, o naturalmente ha infundido en las almas la idea de su existencia y de su Providencia. Dios ha enviado por último a su Hijo Unigénito a la tierra para rescatarnos del pecado; y el Unigénito del Padre ha constituido su Iglesia, órgano infalible de todos los dogmas religiosos. Como su reino no es de este mundo, no ha fundado también sobre la tierra la nueva Jerusalén, que destina en el cielo a los bienaventurados. No era la voluntad del Señor darnos la bienaventuranza terrestre, sino la celeste. Con todo, como el que sigue la ley de Cristo debe tener una moral muy pura, resulta, que aun considerando este asunto humanamente, y como si fuésemos racionalistas, ha ganado la sociedad con el establecimiento de la Iglesia católica. La abominación de la desolación de los siglos medios, las matanzas periódicas de los judíos, la exterminación de pueblos enteros por los cruzados, la servidumbre de los villanos y la tiranía de los señores, las hogueras de la Inquisición, las guerras religiosas y los asesinatos del día de San Bartolomé, con otras mil aberraciones del espíritu o grotescas o feroces, se ha de pensar que sin el catolicismo hubieran sido mayores, y hubieran tomado otro pretexto cualquiera para realizarse. Atribuir al catolicismo todos estos males, como hacen los incrédulos, es una contradicción y un absurdo. Para ellos no es más el catolicismo que una doctrina puramente humana, y el mal, que se suponga que causa, debe atribuirse al hombre, ya que la doctrina, según ellos, no tiene   —19→   otro origen, a no pretender como Proudhon que el diablo es Dios, y que el Dios de los cristianos es el diablo. Los males que padeció, y los crímenes que cometió la humanidad, y los que padece y los que comete aún, fuera de las vías católicas, no se han de atribuir tampoco ni al protestantismo, ni al paganismo, ni al islamismo. Cualquiera de estas religiones, en lo que tenga o pueda tener de divino, no puede menos de ser un remedio o un consuelo a esos males, y un freno para los instintos perversos; y en lo que tenga de malo o de falsos es institución humana, y por consiguiente responsable el hombre de su maldad.

Este error de acusar a las religiones de las maldades y extravíos de los hombres, es exactamente igual al de lo socialistas, que acusan y hacen responsable a la sociedad de los males que hay en ella, como si no fuesen los hombres los que constituyen y componen la sociedad: y como si los hombres, siendo cada uno débil de por sí, y perversos muchos de ellos, pudieran formar por la agregación y combinación de sus muchas debilidades y perversidades y del mal particular de cada uno, un bien general perfecto a maravilla. La sociedad por consiguiente no es responsable; lo son los hombres que la componen, y mejorándolos se mejora la sociedad sin duda alguna; a lo cual ha contribuido poderosamente el catolicismo; siendo cuanto sobre el particular dice Donoso, sentido y expresado con profundidad y lucidez, aunque muy sabido.

La sociedad, por otra parte, es en su esencia tan natural al hombre, que sus leyes fundamentales   —20→   arrancan de la misma naturaleza humana, y no es posible cambiarlas, sino cambiando la naturaleza misma. Constituir la sociedad sobre nuevas bases vale tanto como dar al hombre una constitución diferente de la que tiene. Sin embargo, como el hombre a más de ser sociable es perfectible, la sociedad se va mejorando natural y pausadamente al compás que cambian y se mejoran los individuos que la componen. Las leyes de la sociedad y su progreso son en general tan naturales como las leyes y el movimiento de los astros, y providencial o fatalmente, según el ateo o el hombre religioso quieran entenderlo, es menester que se cumplan. Pero dentro de estos destinos providenciales caben holgadamente el libre albedrío del hombre, su responsabilidad, y los esfuerzos de la ciencia para cambiar los accidentes, cuando no la sustancia de las cosas. De esto tratan las ciencias políticas, y se entiende fácilmente cuales son sus límites y hasta donde se extiende su poder, si se comparan, con otra ciencia cualquiera. La medicina, por ejemplo, no cambia las leyes de la naturaleza del hombre material; pero, conociendo esas leyes y sirviéndose de ellas, puede precaver de las enfermedades y curarlas. Las leyes del movimiento de los cuerpos no puede cambiarlas el hombre, pero puede conocerlas, y valerse de este conocimiento para inventar artificios con que dirigir las fuerzas mismas de la naturaleza. Así las ciencias políticas, aunque no alteran las leyes, que sigue naturalmente la sociedad, y que no pueden alterarse sino por un milagro, pueden llegar a conocer esas   —21→   leyes, o a entreverlas al menos, y fundar sobre ellas la máquina del gobierno de las sociedades.

Si nos rebelásemos contra Dios, como dicen que hizo nuestro Rey Don Alonso el Sabio, sosteniendo que si él hubiera hecho el mundo le hubiera hecho mejor de lo que está; o si pretendiésemos por medio de la ciencia cambiar la naturaleza material del hombre, y libertarle de las enfermedades y de la muerte, seríamos tan disparatados y blasfemos como Proudhon, cuando maldice a Dios, y llama en su auxilio al diablo para que le dé medios de cambiar la naturaleza moral del hombre, y de fundar el bien absoluto sobre la tierra. Mas si no nos aprovechásemos de nuestro entendimiento para averiguar las leyes de la mecánica, y aplicarlas a los artificios de la industria; ni las leyes de la vida para aplicarlas a la terapéutica y a la higiene; disculpando nuestra ignorancia, nuestra torpeza, o nuestra desidia, con decir que Dios quiere que las cosas sean como son, y que no debemos remediar mal alguno, porque todos los males provienen del pecado y de la consiguiente depravada condición de los hombres, por donde debemos llevarlos con paciencia y no tratar de remediarlos, seríamos más absurdos aún que los socialistas y los reformadores radicales.

La sociedad en general y sus leyes providenciales pueden alterarse, como la condición material del hombre, por un milagro: y en este sentido decimos los católicos, y con nosotros Donoso-Cortés, que el catolicismo ha triunfado sobrenaturalmente, esto es, ha cambiado, o tiende a cambiar la naturaleza por medio   —22→   de la gracia. Pero en lo contingente de la sociedad, en lo temporal y no en lo eterno, en las cosas de este mundo y no en las que tienen por objeto otro mundo mejor, en las cuestiones económicas y políticas, en una palabra, ¿qué tiene que hacer el catolicismo? ¿Hay acaso en todos los tratados de teología algo que determine si convienen o no los gobiernos representativos, el sufragio universal o limitado, el libre cambio, esta o aquella dinastía, o no someterse a ninguna? ¿La Iglesia no ha consagrado y admitido igualmente en su gremio a las democracias, a las aristocracias y a las monarquías? Pero dice Donoso que las cuestiones principales no son estas, sino otras más altas que resuelve el catolicismo, o lo que él llama catolicismo. Examinemos, pues, las soluciones supremas que, por medio de este catolicismo aplicado a la política, da el Sr. Donoso a esas cuestiones altas, y veremos que en último resultado no da solución alguna, sino la vulgarísima y sabida de que tengamos paciencia y nos resignemos.

No era menester para esto escribir libro nuevo, habiendo ya tantos libros devotos con los cuales el fuego de la caridad y del amor de Dios inflama las almas, y las predispone suavemente a la resignación, dándoles la esperanza de gozar en la otra vida de ese amor infinito, y aun de alcanzar en esta algunos favores regalados del esposo místico. A Donoso-Cortés se le ocurren pocas veces semejantes ternuras, y más empeño muestra de helar a sus lectores con el miedo del infierno, que no de encenderlos en el amor del cielo.

  —23→  

La virtud y la fuerza principal de su estilo consisten en el sarcasmo y la ironía. Hay en su libro una sátira tan vehemente y tan deslumbradora contra la razón humana, y contra todas las ideas generalmente proclamadas en este siglo, y una defensa tan bien hecha de la esclavitud y de la imbecilidad del entendimiento, y un tan maravilloso y sublime panegírico de la efusión de sangre, que debemos tratar de refutarlos; así como debemos hacer notar que, si bien el dogma católico está expuesto fielmente en el libro singular de que nos ocupamos, se deducen en él tales consecuencias, que si no fuese el catolicismo divino, vendría a tierra, y se hundiría para siempre con pocos defensores que tuviese como el marqués de Valdegamas.




III

De cuanto va dicho se deduce que Donoso-Cortés no sólo defiende el despotismo, valiéndose de la religión, e interpretándola a su antojo, sino que pone contradicción entre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, como si fuesen tres escuelas del todo enemigas y opuestas, y no se pudiese ser socialista sin ser ateo, ni liberal sin ser racionalista, ni católico sin ser servil1.El catolicismo es para Donoso, y con razón,   —24→   una teología divina. El socialismo es para Donoso, y ya aquí empieza a desbarrar, una teología satánica; y por lo que tiene de teología, aunque sea del demonio, (por donde propiamente debiera llamarse demonología), Donoso le considera y respeta. Al liberalismo es al que trata con soberano desprecio. El liberalismo no es teología ni de Dios ni del demonio; y ni Dios ni el demonio le quieren. Al leer por vez primera las burlas de Donoso contra los liberales,


Incontinente intesi, e certo fui
Che questa era la setta dei cattivi,
A Dio spiacenti ed a'nemici sui.



De todas las escuelas, dice Donoso, esta es la más estéril, porque es la menos docta y la más egoísta. Como se ve, nada sabe de la naturaleza del mal ni del bien; apenas tiene noticia de Dios, y no tiene noticia ninguna del hombre.

Gioberti, Rosmini y el padre Ventura, son o han sido liberales, y sin embargo sabían más de Dios y del hombre que el Sr. Donoso. Pero copiemos sin comentarios lo que este sigue diciendo de la escuela liberal. Los desvaríos, por elocuentes que sean, no han   —25→   menester refutación. «Impotente para el bien, porque carece de toda afirmación dogmática, y para el mal, porque le causa horror toda negación intrépida y absoluta, está condenada, sin saberlo, a ir a dar con el bajel que lleva su fortuna al puerto católico, o a los escollos socialistas. Esta escuela no domina sino cuando la sociedad desfallece, y el período de su dominación es aquel transitorio y fugitivo en que el mundo no sabe si irse con Barrabás o con Jesús, y está suspenso entre una afirmación dogmática y una negación suprema. La sociedad entonces se deja gobernar de buen grado por una escuela que nunca dice afirmo ni niego, y que a todo dice distingo. El supremo interés de esa escuela está en que no llegue el día de las negaciones radicales o de las afirmaciones soberanas; y para que no llegue, por medio de la discusión confunde todas las nociones y propaga el escepticismo, sabiendo como sabe, que un pueblo que oye perpetuamente en boca de sus sofistas el pro y el contra de todo, acaba por no saber a qué atenerse, y por preguntarse a sí propio si la verdad y el error, lo injusto y lo justo, lo torpe y lo honesto son cosas contrarias entre sí, o si son una misma cosa mirada bajo puntos de vista diferentes. Este período angustioso, por mucho que dure es siempre breve; el hombre ha nacido para obrar, y la discusión perpetua contradice a la naturaleza humana, siendo como es enemiga de las obras. Apremiados los pueblos por todos sus instintos, llega un día en que se derraman por las plazas y las calles pidiendo a Barrabás o pidiendo a Jesús resueltamente,   —26→   y volcando en el polvo las cátedras de los sofistas».

Traducido todo este párrafo a un lenguaje más razonable y menos elocuente, sería como si dijéramos, que a la escuela liberal, o dígase a la gente sensata e ilustrada, le inspiran horror igualmente toda afirmación dogmática como las de Donoso o Torquemada; y toda negación intrépida como las de Proudhon o de Babeuf: a la escuela liberal, que tiene juicio, le causa horror la locura. La escuela liberal, esto es, la gente sensata e ilustrada, está condenada, sin saberlo, pero a menudo sabiéndolo perfectísimamente, a no gobernar largo tiempo a los pueblos, que no son ni ilustrados ni sensatos, y va a dar con el bajel que lleva su fortuna o al puerto católico del día de San Antonio en Sevilla, con el saqueo en nombre de la religión y del rey, y el grito de muera la nación y vivan la inquisición y las cadenas, o a los escollos socialistas de los incendios de Valladolid y de Palencia. La escuela liberal no domina sino cuando la barbarie desfallece, y por eso domina en Inglaterra, en Bélgica y en Francia. La sociedad entonces se deja gobernar por una escuela, que nunca dice afirmo ni niego; porque siempre distingue entre la religión y la superstición, la libertad y la licencia; Santa Teresa y Sor Patrocinio, Padilla y Pucheta. El supremo interés de esa escuela, y bien se puede añadir que el supremo interés de la sociedad toda, está en que no llegue el día de las negaciones radicales o de las afirmaciones soberanas; esto es el día de Robespierre o de Torquemada; el día de San   —27→   Bartolomé o las matanzas de setiembre; el día de los autos de fe, o el día de la guillotina; el día de los asesinatos de los judíos y de los indios, o el de los asesinatos de los frailes. Para que no llegue este día la escuela liberal distingue todas las nociones por medio de la discusión, procura ilustrar la opinión pública, y propaga al escepticismo o la doctrina filosófica que nos aconseja examinar detenidamente antes de creer en el marqués de Valdegamas o en el ciudadano Ayguals de Izco. Cuando un pueblo no es digno aun de tener un gobierno liberal e ilustrado, se cansa pronto de las discusiones que no entiende, quiere obrar y se va a los montes con un trabuco, o apremiado por sus instintos (Dios nos libre de ellos), se derrama por las plazas y por las calles pidiendo lo que se le antoja o tomándolo sin pedir, y volcando en el polvo las cátedras de los sofistas. Estas cátedras deben de ser sin duda de las universidades que Fernando VII mandó cerrar, si bien abrió en cambio un colegio de Tauromaquia.

Por fortuna esos instintos feroces, de los que se podría esperar el triunfo de las doctrinas de Donoso o del socialismo, no existen hoy en el pueblo español; y sí existen en una mínima parte de la hez de la plebe, hasta la fuerza pública y un gobierno enérgico para reprimirlos: un gobierno enérgico que deje el libre campo a la discusión razonable, y que tenga a raya los delirios, sobre todo cuando quieran traducirse en hechos: un gobierno, en fin, que no se llame católico por convertir a la nación en un convento de   —28→   frailes corrompidos y ociosos2; ni progresista por transformarla en un campamento y hacer que verdaderamente progresen a costa del público algunos descamisados; ni amigo del orden por serlo del orden de Varsovia; ni conservador a la manera de Miluchus, el que venció a su señor por favorecer al tirano, el que causó la muerte de Lucano y de Séneca, y a Roma tanta desolación, lágrimas e ignominia; y el que, por último, praemiis ditatus, conservatoris sibi nomen adsumpsit, como refiere Tácito en sus anales.

A fin de que un gobierno no tenga ninguno de estos defectos, y en cuanto sea compatible con la flaca condición humana, tenga las cualidades indispensables para que una nación florezca y prospere, es menester que ese gobierno sea la misma opinión pública ilustrada, revestida del poder y ejerciéndole en nombre de la razón, de la justicia y de la conveniencia y decoro de la república.

Difícil es, a no dudarlo, averiguar cuál sea la verdadera opinión pública digna de respeto: pero más   —29→   ocasionado a inconvenientes y a errores es cualquier otro sistema de gobierno. Y por otra parte, siendo en el día imposible y excusada pretensión el convencer a las muchedumbres de que se las manda y se las tiraniza en nombre de Dios, es menester mandarlas y tiranizarlas por la fuerza o sucumbir a la fuerza, cuando no se las gobierna razonable, justa y convenientemente.

Pero Donoso dice que esto sucede porque ya no somos católicos, sino paganos. Dentro de la Iglesia católica los reyes y los pueblos se santifican, y no pueden ser ni tiranos ni rebeldes. Donoso olvida que si espiritualmente no están los réprobos dentro de la Iglesia católica, corporalmente lo están, como los animales inmundos estaban en el arca; y estos réprobos, o son príncipes tiranos como Luis XI en Francia, César Borgia en Italia, D. Pedro el cruel en Castilla, y en Inglaterra Ricardo III; o súbditos rebeldes como los hay en el día, y como los hubo en los mejores tiempos del catolicismo, si estos tiempos mejores son, según parece que Donoso lo indica, la tenebrosa y sangrienta barbarie de los siglos medios.

Consideremos el más brillante de estos siglos tan celebrados por Donoso, por De Maistre y por otros de la misma escuela: consideremos el siglo XIII en el país más católico y culto de entonces; en Italia. Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura vivían entonces y escribían sus obras divinas. Dante escribió poco después su divino poema; y si la fe católica y el ingenio sublime que Dios le había dado le hacen pintar   —30→   maravillosamente las glorias del paraíso; para pintar los abominables horrores del infierno, le basta copiar los de su nación y los de su época, y apenas es su infierno un trasunto pálido de aquellos horrores.

Las costumbres privadas no eran tampoco más puras que en el día.


O serva Italia di dolore ostello,
Nave senza nochiere in gran tempesta,
Non donna di provincie, má bordello!



Los cuentos de Boccacio y el hecho mismo de escribir tales cuentos un sacerdote, prueban a las claras qué costumbres eran las de entonces3.

Ni se ha de creer que los teólogos del siglo XIII, ni la mayor parte de los teólogos de cualquier otro siglo, predicasen la obediencia ciega a los príncipes, y su derecho divino de apacentar y asesinar a los pueblos como a un rebaño; lo cual para Donoso sería una garantía de orden, de paz y de dicha. Nosotros, así como estamos muy lejos de acusar al catolicismo de la ferocidad de los siglos medios, lo estamos igualmente de acusarle con el impío Maquiavelo, de esa cobarde mansedumbre que aplaude Donoso, y que,   —31→   según el gran político italiano; ha enflaquecido y debilitado el mundo, y dándole como a saco a los hombres malvados para que sin resistencia y con seguridad puedan hacer de él a su talante.

En tiempo de los emperadores de Roma pagana, y cuando se propagaba el cristianismo y crecía y florecía con la sangre de los mártires, era conveniente la paciencia, la resignación y aun el martirio de los fieles; por donde los santos padres todos recomendaban estas virtudes y la sumisión más completa a las potestades de la tierra, por tiránicas que fuesen. La caridad debía triunfar de la soberbia, y la humildad del orgullo mundano: y para que se cumpliesen estos divinos decretos era menester el sacrificio. Los jurisconsultos, aduladores de los tiranos, se han apoyado después en estas costumbres de la Iglesia primitiva, para aconsejar una sumisión que ya no tenía un objeto santo, que humanamente debía redundar, en perjuicio de la república.

Hugo Grocio, empero, dice que los súbditos pueden levantarse contra el rey legítimo por varias causas que detenidamente declara, y supone que la soberanía reside en el pueblo, aunque después por de legación se la concede al príncipe más ampliamente de los que debiera. Los teólogos, en su mayor parte, han sido aún más liberales y han proclamado a veces principios de derecho político que Rousseau no desdeñaría.

«Por lo mismo, dice Santo Tomás de Aquino, que la multitud tiene derecho para elegirse rey, puede,   —32→   sin injusticia, despojar al que eligió, o refrenar su potestad si abusase de ella tiránicamente. Ni puede juzgarse que falta a la fidelidad el pueblo destronando al rey que lo gobierna con tiranía, aun cuando antes se hubiese sujetado a él perpetuamente, porque merecido se tiene él mismo que no le guarden los súbditos su pacto por no portarse con fidelidad en su gobierno como lo exige el oficio de rey».

Nuestros antiguos políticos españoles, frailes muchos de ellos, sostuvieron, aun en los tiempos del mayor despotismo de los monarcas austriacos, doctrinas en extremo liberales y hasta revolucionarias a veces: y sólo se muestran enemigos de la libertad en materia de religión, recomendando continua y encarecidamente al príncipe y a sus consejeros que persigan y quemen a los herejes4 y amenazándolos con   —33→   el castigo de Dios y con el odio de sus vasallos si se descuidan en un punto de tanta importancia. Por lo demás, indican y dan a entender a cada paso al príncipe que reina por la voluntad del pueblo, y que la elección del pueblo es la causa eficiente de toda soberanía. Así lo afirma el P. Rivadeneira, de la compañía de Jesús, en su Tratado del príncipe cristiano. Fr. Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, no da tampoco otro origen a la dignidad y oficio de rey, en un sermón que predicó sobre el particular delante del emperador Carlos V. El P. Rivadeneira añade y hace también, en el tratado susodicho, la distinción que ya hemos hechos nosotros, asegurando que para el gobierno de la república basta con la luz y prudencia humana, y que la espiritual y divina no se requiere, ni la concede Dios sino a sus sacerdotes y ministros para el gobierno espiritual de la Iglesia. Y como los príncipes seglares no la han menester para su gobierno político no se la da el Señor. Siendo, pues, su sabiduría humana, y por consiguiente falible, deben los príncipes asesorarse con sus consejeros, como lo recomienda Navarrete en su Conservación de Monarquías, y no hacer nada sin oírlos, y poner en claro la verdad y la conveniencia por medio de la discusión, y sujetarse en todo a las leyes del reino: y si las quebrantaren podrán los vasallos quebrantar el juramento de fidelidad, que no tiene fuerza faltando la condición   —34→   que se la daba, y alzarse contra la tiranía y sacudir su yugo. Rivadeneira dice de los ganteses rebeldes contra su legítimo soberano, que se determinaron de morir como hombres, antes que rendirse a príncipe tan fiero y cruel, confiados de Dios y de su justicia.

El jesuita Juan de Mariana, en su tratado Del rey y de la institución real, sostiene el principio de la soberanía del pueblo; dice que es lícito matar al tirano, y lamenta con elocuentes y fatídicas palabras la futura ruina de la monarquía española, que él deduce de la pérdida, corrupción y olvido de sus antiguas libertades. «¿No se queja ya el pueblo, exclama, de que se corrompe con dádivas y esperanzas a los procuradores de las ciudades, únicos que han sobrevivido al naufragio, principalmente desde que no son elegidos por votación, sitio designados por el capricho de la suerte, nueva depravación de nuestras instituciones, que prueba el estado violento de nuestra república, y lamentan hasta los hombres más cautos, a pesar de que nadie se atreve a desplegar los labios? Es preciso pensar en la tempestad mientras dura la bonanza, no sea que por falta de precaución nos arrastre la borrasca, y derribadas todas las garantías de la república, giman las provincias, sobrevengan de día en día como en tropel muchas calamidades, deje de corresponder el éxito tanto en la guerra como en la paz, a la grandeza del imperio, y nos veamos por fin envueltos en un sin número de males...»

«...Quede, pues, establecido que miran por la salud de la república y la autoridad de los príncipes,   —35→   los que circunscriben la autoridad real dentro de ciertos límites, y la destruyen los vanos y falsos aduladores, que quieren ilimitado el poder de los reyes». Mariana añade más adelante: «Hemos sentado que un príncipe no puede dejar de cumplir las leyes sancionadas en cortes por ser mayor el poder de la república que el de los reyes; y decimos ahora que si a pesar de nuestras instituciones y de la fuerza del derecho llegase a quebrantarlas, se le podría castigar, destronar y hasta, exigiéndolo las circunstancias, imponer le el último suplicio». No hubieran dicho más Cromwell y Robespierre para justificar la muerte de Carlos I y de Luis XVI. Los PP. Madariaga, Santa-María y otros muchos, de los que nada cito por no ser prolijo, tienen asimismo las ideas políticas más avanzadas, como se llaman ahora: y son liberales, y más que liberales, sin dejar de ser católicos: por lo cual queda, en nuestro entender, demostrado que el catolicismo y el liberalismo no son incompatibles, como pretende Donoso-Cortés.

Las doctrinas económicas tampoco se oponen al catolicismo, y muy eruditos y católicos varones hubo en España reinando los muy católicos reyes de la casa de Austria, entre ellos el ya citado Navarrete, Pérez Herrera, Sancho de Moncada, Martínez de la Mata y Álvarez Osorio, que han explicado la despoblación y miseria del reino, la decadencia de la industria y del comercio, y el casi total aniquilamiento de la riqueza pública, por la gran multitud de frailes y de clérigos, por la amortización civil y eclesiástica,   —36→   y por otras razones que ahora pasan por herejías y blasfemias en los oídos de los discípulos de Donoso.

En cuanto al socialismo, también nos parece hasta cierto punto error de Donoso el sostener que repugne a la religión católica; a no entender por socialismo esa filosofía grosera y santificadora de las pasiones, en que le fundan algunos, o la singular opinión de que la familia y el matrimonio deben abolirse. Mas purgado el socialismo de estos errores anticatólicos cabe perfectamente dentro de la Iglesia: y de ello dan testimonio, en la práctica las misiones del Paraguay; y en la teórica, la Salento de Fénelon, la Utopía de Tomás Moro, mártir glorioso de la fe católica, y hasta la Ciudad del Sol de Campanella, que al cabo era un religioso, aunque no muy ejemplar, a cuya pluma debemos asimismo no sólo el libro De Monarchia hispánica, sino otro más que católico, en que se demuestra per philosophiam divinam el humanam iura Summi Pontificis super universum Orbem.

El socialismo se opone a las leyes económicas, y los economistas y no los teólogos deben combatirle: por eso le ha combatido victoriosamente Bastiat en sus Armonías y en sus Cartas a Mr. Proudhon. El socialismo se opone también a la condición humana, que prefiere la independencia al bienestar, aunque el socialismo pudiera dársele a tanta costa; y en nombre de la independencia y de la libertad del hombre contradice y niega Rosmini en un escrito elegantísimo las absurdas cavilaciones de Owen, do Saint-Simon, y de Fourrier. ¿Paro qué ley de Dios ni de la Iglesia   —37→   quebrantaríamos con declarar el derecho al trabajo, con establecer los talleres nacionales, o con vivir bajo cierto régimen en una especie de conventos o de hospicios, en vez de vivir cada uno a su gusto en las aldeas y ciudades? Si Donoso ha querido decir que el espíritu que anima a los socialistas y liberales del día es anticatólico, no que el liberalismo y el socialismo lo sean esencialmente, y que de la disminución de la fe en el mundo nacen todos los males y trastornos que le afligen y conmueven, su libro debiera concretarse á hacer la apología del catolicismo para convencer a los incrédulos, no mezclarse en cuestiones políticas en que la pasión le hace desvariar, ni en cuestiones económicas que no entiende. Su libro debiera ser una obra como los Estudios filosóficos sobre el cristianismo de Augusto Nicolás, como la Relación entre la ciencia y la religión revelada del cardenal Wiseman, o como la Exposición del dogma católico de Genoude. Pero Donoso-Cortés mezcla y confunde la teología con la política; su imaginación poderosa le hace amalgamarlo todo en un conjunto tan extravagante como poético, y su elocuencia de pseudo-profeta le lleva a tocar todas las cuestiones sin demostrar nada, pero cegando el entendimiento, y arrebatando la fantasía de quien le lee. Tiene muchos discípulos, ha tenido bastantes admiradores y magnificadores, y pocos muy pocos que juzguen seria y detenidamente su ensayo sobre el catolicismo. El libro de Donoso no es una Enciclopedia: pero es el cúmulo condensado, como una petrificación o cristalización sólida y brillante, de cuanto aquel   —38→   hombre sabía, discurría e imaginaba. Difícil es examinar este libro punto por punto a no escribir otro más extenso aún. No todos tienen la fuerza sintética y condensadora de Donoso; ni tampoco es lo mismo vaciar en un molde la estatua colosal soñada por Daniel, que analizar en el crisol de la crítica los infinitos elementos discordantes de que se compone. Veamos sólo si nos es posible tirar la piedrecilla contra los pies de barro, y echar por tierra esa frágil y gigantesca fabrica.




IV

El principal argumento da Donoso contra la ciencia social y contra la ciencia política es que los que profesan estas ciencias en nuestros tiempos no tienen la ciencia católica, y apoyan aquellas ciencias humanas en una filosofía racionalista o atea. Mas aun suponiendo que todos los socialistas y los liberales todos sean racionalistas o ateos, no es consecuencia necesaria de esta suposición que el liberalismo y el socialismo lo sean en sí igualmente. He aquí, sin embargo, las razones que da Donoso para demostrar, a su vez, que lo son.

El mal, dice, está en el hombre de resultas del pecado original, y no en las formas del gobierno político, que nada importarían si el hombre fuese bueno; ni en la sociedad, que sería buena, si los hombres lo   —39→   fuesen. Pretender, como pretenden muchos socialistas, que el hombre es bueno y la sociedad mala; o pretender, como pretenden algunos liberales, que el hombre es bueno y que ciertos gobiernos son malos, es un error anticatólico, según Donoso: según nosotros es también un error antirracional; y en parte acusamos al Sr. Donoso de ese error que él mismo condena, ya que en su libro no trata de probar, en último análisis, sino que los gobiernos representativos son detestables, y los despóticos excelentes. La sociedad es mala o defectuosa, porque los hombres que la componen están sujetos al pecado y a la ignorancia. Si todos fuesen buenos y sabios, lo sería asimismo la sociedad. En esto convenimos. Mas sería un error negar como parece que niega Donoso (pues a veces no se sabe muy fijamente ni lo que niega ni lo que afirma), que la sociedad y los gobiernos puedan mejorarse de un modo natural, no hasta un extremo de perfección, que no cabe en la condición decaída del hombre, sino limitadamente y dentro de esa misma condición imperfecta. El gobierno y la sociedad, por mejorados que se los quiera suponer en lo futuro, siempre darán testimonio, con su existencia sola, de la debilidad e ignorancia del hombre: porque si el hombre fuese perfecto, ni habría menester del gobierno, porque él mismo se gobernaría, ni de la sociedad, porque se bastaría a sí propio. La anarquía proudhoniana sería entonces posible.

En cuanto a la sociedad, hay que considerarla de dos maneras, o fundada en el amor y afición mutua   —40→   que se tienen, o se pueden tener los hombres, y en este sentido la sociedad sería más natural al hombre mientras más perfecto fuese: o cimentada en el interés y en la necesidad que tenemos unos de otros, y en este sentido nos es más necesaria mientras menos perfectos somos. Pero Donoso sabe sumar y multiplicar, y no sabe elevar a potencia, y por esto habla así. La verdad, dice, o está en algún individuo, o no está en ninguno. Si está en algún individuo no hay por qué se discuta para encontrarla. Si no está en ninguno de los que componen la sociedad que discute, no podrá salir de la discusión, ni servirá de nada a la sociedad discutidora. La bondad, dice, o está en cada uno de los hombres que componen la sociedad, o no está en ninguno, ni en la sociedad tampoco. Si el hombre ha pecado, añade por último, y se ha hecho esclavo del pecado, el hombre no se puede redimir a sí propio, porque ser redentor y pecador a la vez, arguye contradicción; luego la sociedad, que es un conjunto de pecadores, no puede ser redentora, no siéndolo ninguno de ellos singularmente.

A todo esto se necesita responder distingo, aunque se enfade el Sr. Donoso, que aborrece esta palabra, así como aborrece la discusión, que es el traje que lleva la muerte cuando viaja de incógnito.

La bondad y la verdad perfectas ni están en la tierra, ni son calidades naturales al hombre, ni cada uno de por sí, ni todos juntos pueden alcanzarlas: pero algo de la bondad y algo de la verdad, aunque sea poquísimo, y hasta si se quiere en dosis infinitesimal,   —41→   cabe en el hombre; y creemos que si alguien tiene esta verdad o esta bondad diminutas, no hará mal en comunicárselas a sus semejantes por medio de la discusión y de la persuasión, ya que sin apelar a un milagro, que no todos pueden hacer, no hay otro medio de comunicar verdades y de dar buenos consejos. Si Donoso mismo no se creía enviado del cielo para convertirnos milagrosamente, fuerza es confesar que trataba de persuadirnos discutiendo, y valiéndose de la razón humana, que él llama sinrazón y desatino.

En punto a redención sabemos y creemos, como el Sr. Donoso, que el hombre no se redime por sí mismo, sino por la gracia de Dios y por la sangre de su Santísimo Hijo. Pero la ciencia social, rectamente entendida, no trata de esa redención sobrenatural, para la cual sólo los medios sobrenaturales son bastantes, sino de ciertos alivios y recursos humanos, que podemos tener y proporcionarnos naturalmente en este valle de lágrimas. Remover un gran peñasco no es dado a un solo hombre, ni a ciento que obren por separado, o a la vez sin concierto; pero si los ciento obran todos juntos y concertadamente, y en la misma dirección, removerán la piedra. Hay, por lo tanto, en este concierto, que es el organismo de la sociedad, y en esta dirección, que es el gobierno de ella, un poder, que ni se halla en un hombre solo, que es el individuo aislado, ni en todos juntos obrando desconcertadamente, que es la sociedad sin un buen organismo. Luego mientras mejor sea el gobierno, más atinada será la dirección, y más fácil remover   —42→   la piedra; y mientras mejor organizada está la sociedad, más concertadamente obraremos, naciendo de este concierto y de esta dirección una fuerza, que ni está en cada uno de nosotros por separado, ni en todos juntos, como el mero producto de una multiplicación o de una suma.

Trabajar el hombre para mejorar su condición en esta vida, no se opone tampoco a la doctrina evangélica. Ni niega la Providencia divina quien busca y reconoce las causas naturales en los efectos que son naturales o cuotidianos, si así quiere llamarlos Donoso. Llame en buen hora milagro perpetuo a cuanto sucede según el orden natural, y milagro intermitente a lo que sucede fuera de este orden. Los liberales, con creer en esas causas segundas, no hacemos de Dios un Dios constitucional, ni ponemos en la gobernación del mundo división de poderes. Tan legislador es Dios de las leyes naturales, como de las sobrenaturales; y tan ejecutor de los milagros intermitentes, como de los cuotidianos. La diferencia está en que, Dios establece en los cuotidianos ciertas leyes y cierta razón de ser, que el hombre alcanza, o puede acaso alcanzar con el tiempo y el estudio; y en los intermitentes pone ciertas leyes y cierta razón de ser, que nuestro entendimiento no podrá descubrir nunca, y que sólo por la revelación, y con la fe, se creen, aunque no se comprendan.

Donoso se enfurece, y debe enfurecerse contra el maniqueísmo proudhoniano, porque es una blasfemia. ¿Mas por qué refutarle como si fuera una doctrina? Refute   —43→   el ateísmo pero no el maniqueísmo. ¿Quién ha dicho a Donoso que los que se llaman maniqueos o antiteístas, en el siglo XIX, sean otra cosa más que ateístas? ¿Cómo ha llegado su obcecación hasta el punto de creer que una figura retórica es una creencia? Cuando Proudhon dice que Dios es enemigo del hombre, y que es menester vencerle para vencer el mal, presupone ya que Dios no existe. ¿Quién ha de creer en Dios, y dudar de su bondad? Eso que Proudhon llama Dios son las leyes inflexibles de la naturaleza cósmica y humana, la personificación de la fatalidad o del acaso, la fuerza ciega del universo, que sin Dios que la dirija y encamine al bien, no puede menos de ser contraria al hombre que ve su último fin en esta vida, y que se propone alcanzar en ella una felicidad imposible. Prometeo, Tántalo, el propio Lucifer son entonces para Proudhon figuras alegóricas de la ciencia y de la voluntad humanas, que luchan con la naturaleza y tratan de domarla. Este es el más espantoso error de los impíos. Sólo la gracia de Dios doma la naturaleza del ser interior nuestro. La ciencia humana puede, no obstante, sometida y confiada en la Providencia divina, domar y mejorar hasta cierto punto, la naturaleza exterior; no por medio de milagros intermitentes (Josué no tuvo necesidad de ciencia para mandar al sol que se parase); sino por medios naturalísimos, como Franklin marcó al rayo un sendero, y Watt con el vapor dio movimiento a las máquinas.

Claro está que si Dios no hubiera querido, ni se hubiera descubierto el pararrayo, ni el vapor se hubiera   —44→   aplicado como fuerza motriz, ni se hubiera inventado la brújula, ni la pólvora, ni la imprenta. No se hubiera inventado tampoco la economía, el derecho político, la ciencia de la administración y otras, en virtud de las cuales, y no en virtud de milagros intermitentes, se mueve la gran máquina de la sociedad, y se mueve hacia el bien, porque Dios lo quiere, y porque Dios la dirige, valiéndose para ello de la inteligencia y de la libertad del hombre.

La disminución de la fe trae consigo la disminución del bien y de la verdad en el mundo, ha dicho el marqués de Valdegamas. Es así que el bien y la verdad, aunque anublada e incompleta ésta, y aquél escaso y fugitivo, existen hoy en el mundo, más abundante el uno, y la otra más clara que nunca; luego la fe existe también en los corazones. Lo que dejará pronto de existir es la superstición y el fanatismo.

¿Por qué ha de sostener Donoso que la fe católica y la civilización moderna son cosas encontradas? ¿Por qué ha de formar este ridículo trabalengua, imaginando una trinidad humana a semejanza de la divina? Adán es el hombre padre, Eva el hombre mujer, Abel es el hombre hijo. Eva es hombre como Adán; pero no es padre: es hombre como Abel; pero no es hijo. Adán es hombre como Abel, sin ser hijo; y como Eva, sin ser mujer; Abel es hombre como Eva sin ser mujer; y como Adán, sin ser padre. ¿Por qué ha de decir hablando de la Trinidad divina: el Padre es tesis, el Hijo antítesis, y el Espíritu Santo síntesis: y no con San Agustín, in Pater unitas, in Filio aequalitas, in Spiritu Sancto unitatis   —45→   aequalitatisque concordia? ¿Por qué ha de dar a entender que ya no hay más familias que los clubs y los casinos, como si no hubiese en el día familias decentes, honradas y cristianas, y como si nunca hasta ahora hubiera habido tabernas y casas de juego, que eran los clubs y los casinos de otros tiempos? Y por último, ¿por qué ha de confundir la necesidad absoluta de la Encarnación del Verbo, en la hipótesis de una satisfacción condigna del pecado, con la absoluta e incondicionada necesidad de esta redención de sangre? No sabía Donoso que Dios pudo gratuitamente perdonarnos la culpa, o aceptar cualquier satisfacción imperfecta que hubiéramos podido darle? ¿Por qué pues deducir de esta premisa la horrible consecuencia de que los que hacían sacrificios humanos acertaban en mucho y erraban en algo? Acertaban, dice Donoso, porque Dios quería sangre; erraban porque la sangre de toda la humanidad no podía aplacar la ira de Dios. Por eso mandó Dios a su Hijo Unigénito para que derramase su sangre por la salud del género humano. Pero si la sangre humana, impura y pecadora, no tiene virtud bastante para purificar a la humanidad, siempre la tiene para limpiar ciertas manchas, y ganar la voluntad de Dios; y he ahí la razón de querer Donoso que se derrame en abundancia. En ella funda el derecho de imponer la pena de muerte. Donoso-Cortés hace del verdugo un sacerdote.

Imposible parece que Donoso-Cortés para refutar los absurdos sistemas de los socialistas, y para no entrar en las honduras de la economía política, se haya   —46→   hundido en las profundidades teológicas, y haya sacado de ellas tanto delirio. ¿Debo seguir diciendo, como ya indiqué al principio de este escrito, llevado del amor que a pesar de todo tengo a Donoso, que expone fielmente el dogma? ¿Será más cuerdo retractarse? Por fortuna o por desgracia entiendo todavía que Donoso le expone con fidelidad, salvo alguno que otro desliz, y no pocas extravagancias en la manera de expresarse: pero sus deducciones y aplicaciones no pueden ser más lastimosas. Cualquiera pensaría que D. Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, ministro plenipotenciario de S. M. Católica en la capital de Francia, elocuentísimo orador, gran político, hábil diplomático, egregio poeta, maravilloso sofista, y hombre de agudísimo y encumbrado ingenio, había perdido el juicio, leyendo alternativamente las obras de San Agustín, de Proudhon y de De Maistre, al temeroso estruendo de los que combatieron en las calles de París el gigantesco combate que se llama las Jornadas de Junio. Pero el libro singularísimo de Donoso vivirá tanto en la memoria de los hombres, como el recuerdo de esas jornadas: ambos están escritos con sangre.





Revista Peninsular, diciembre, 1856.



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