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Ensayo, viaje y memoria. Lectura de "El destino de un continente" (1923) de Manuel Ugarte

Claudio Maíz






Discurso fronterizo

El viaje ha sido una acción de extrema importancia en la historia intelectual de América Latina, ya que ha facilitado la formulación de narraciones de autoafirmación, la construcción de metáforas culturales y la indagación identitaria. Hay épocas en que parece alcanzar mayor trascendencia, como durante el descubrimiento y colonización a lo largo de los siglos XVI a XVIII, pero también durante el siglo XIX y parte del XX. Su relieve además puede medirse por el hecho de que parte de la literatura latinoamericana se estructura a través del viaje, en tanto búsqueda de la identidad, pero también y fundamentalmente de autoconocimiento. Estamos, entonces, frente a un universo discursivo al que se puede nombrar como una cultura del viaje (Colombi, 2004). La época de máximo prestigio y divulgación del viaje se desarrolla entre los años 1880 y 1920, aproximadamente. Durante dicho lapso los viajes tanto hacia como desde Europa son muy frecuentes. Estos viajes trasatlánticos mueven no sólo a las clases pudientes -especialmente de América a Europa-, a los migrantes -de Europa a América-, sino también a los intelectuales, científicos, educadores de un lado como del otro (Pascuaré, 2000). Sin embargo, la frecuencia y número de los viajes decae cuando se trata de recorridos por el continente latinoamericano mismo. Si bien pueden anotarse los viajes de Miguel Cané, en 1882, cuyo trayecto abarca Colón, Panamá, Nueva York, el Niágara, del que nace En viaje (1884); o el de Paul Groussac entre 1893-1894, Santiago de Chile, la costa del Pacífico, Lima, Colón, Belice, Panamá, México, California, Utah, Chicago y visita al Niágara, cuyo resultado textual fue Del Plata al Niágara (1897), se trata de viajes que están inspirados en un cierto panamericanismo y por tanto, en el itinerario, América del Norte es un destino deseado. En cambio, los viajes de Manuel Ugarte y también los de Rubén Darío, por otros motivos, tienen como recorrido, especialmente, el continente sudamericano. Si Manuel Ugarte (1875-1951)1 va a Nueva York lo hace en un sentido estratégico, de modo similar a José Martí, ya veremos con más detalle este aspecto. Darío también llegará a la ciudad de la estatua de la libertad, en viaje a Brasil, como delegado de Nicaragua a la Conferencia panamericana de Río de Janeiro. En ambos casos no hay un interés particular por visitar el resto de Estados Unidos. En cuanto al valor del viaje de Darío a través de América, Sáinz de Medrano ha llegado a calificarlo como el más grande desde el tiempo de las grandes navegaciones (Sáinz de Medrano, 1994: 84). Es probable que por las distancias recorridas la afirmación sea cierta, pero la diferencia que inmediatamente salta a la vista en relación con el viaje de Ugarte es la planificación que éste le imprimió al suyo y la misión específica que se había impuesto, como también veremos.

Manuel Ugarte fue autor de una importante obra literaria, que incluye novelas, cuentos, poesías. Pero especialmente se ha destacado por su prosa argumentativa que abarca desde textos periodísticos a extensos ensayos. Hemos tenido la oportunidad de abordar su obra en otra parte2. Intentamos en su momento vincular la estructura de sus textos ensayísticos mayores a la problemática que tanto lo preocupó: la trama existente entre la cultura y el imperialismo3. Asimismo por medio de los estudios retóricos, en tanto teoría de la comunicación pública, nos ha sido factible ligar las virtudes del orador, previstas ya en Aristóteles, con la figura del intelectual y las actuaciones ciudadanas en el período que va del 1898 a la década de 1920. No debe olvidarse que Ugarte pertenece a un tramo histórico en que emerge el sujeto letrado que participa en los debates de la polis. Vivió, en París, de muy cerca los episodios del caso Dreyfus4.

Ahora bien, dentro del corpus ensayístico ugarteano figura una obra titulada El destino de un continente (1923) que da cuenta de su gira por el continente americano. El propósito de este largo viaje que emprende Ugarte es de carácter propagandístico, pues sostiene públicamente -a través de conferencias, mítines- la tesis de la unidad continental como estrategia defensiva contra la política intervencionista norteamericana. Pareciera, inicialmente, que el texto en cuestión merecería un abordaje desde los estudios de la literatura de viaje, lo que es en sí mismo correcto aunque, a nuestro entender, insuficiente. De manera que tenemos un problema de orden genérico que bien vale pena plantear a fin de ajustar nuestra lectura. Es cierto que se trata de un viaje, pero no de un viaje cualquiera, en términos de un sujeto que se traslada de un sitio a otro con propósitos meramente5 turísticos, sino que la motivación central del desplazamiento ugarteano se sitúa en una acción catequística, si se quiere, de prédica que pretende mover a la acción.

Es así como el recuento posterior del viaje, eje constitutivo del discurso en El destino de un continente, deja de ser un relato de viaje y se torna un ensayo de viaje. Como primer punto, entonces, habremos de ocuparnos de esta notoria diferencia genérica. O mejor, de qué manera y bajo el imperio de qué motivaciones se produce ese deslizamiento genérico. Lagmanovich ha indicado la diferencia, diciendo que ve en los «ensayos de viaje» de Sarmiento «una mayor densidad ideológica» que en las crónicas de viaje de Gómez Camilo, por caso (Lagmanovich, 1984). Desde luego que es notoria la diferencia en el sentido expresado, pero ese dato sobre el espesor ideológico no basta para explicar los cambios en Ugarte. Admitimos la clasificación de «ensayo de viaje» para el texto ugarteano, porque advertimos una vinculación entre la acción y el discurso que transforman al viaje mismo en tema, laboratorio y demostración de la tesis. Dicho de otro modo, sin el viaje no habría posibilidad de probar la tesis que Ugarte sostiene y es justamente lo que sitúa al texto dentro del campo de los discursos argumentativos.

Quince días después partía yo -escribe Ugarte- con el fin de realizar la gira continental, de la cual hablaré en los capítulos siguientes cuya causa había defendido en bloque; conocerlas directamente, observar de cerca su verdadera situación y completar mi visión general de la tierra americana, recorriéndola en toda su extensión, desde las Antillas y México, hasta el cabo de Hornos.


(Ugarte, 1962: 43)                


De suyo que ello conlleva una mayor densidad ideológica, ya que a diferencia de otros textos de viajes, la actitud contemplativa, la observación, la sorpresa por la novedad - características propias del viajero modélico-, en Ugarte prácticamente desaparecen y en su lugar se desmenuzan y analizan los componentes de la tesis. Con todo, no puede decirse que Ugarte no cumple con algunos requisitos poiéticos del relato de viaje (Carrizo Rueda, 1994). En efecto, la figura de un narrador-protagonista, las dificultades ante las que se encuentra el viajero, el itinerario como línea de tiempo, son algunas de los elementos presentes en el relato y que pertenecen por cierto al género. Ya volveremos sobre los obstáculos que enfrenta el viajero, pues le agregan dramatismo al relato y suspense a la demostración de la tesis dentro de una cuidada composición del argumento a partir del viaje. Evidentemente esta porosidad genérica no es menor como tampoco corresponde despejarla completamente aquí. De modo que a los efectos de nuestro estudio mantendremos la tensión entre los tres ejes: memoria, viaje y ensayo, echando mano a la categoría de discurso fronterizo.

Pero ahí, desde luego, no se agotan nuestras preocupaciones, porque si bien el texto ugarteano transita esos discursos fronterizos, como los del relato de viaje, la ensayística y la reconstrucción memorística, lo hace motivado en algo que no resulta sencillo de exponer o explicitar. Su viaje no es turístico pero se deja atrapar por la belleza de algunos parajes latinoamericanos (como en el Caribe o en el altiplano), ni exploratorio pero es un atento observador de las realidades socio-políticas y culturales de los lugares que visita; tampoco el viaje es representativo de ninguna institución política o académica, sin embargo Ugarte se siente representante de un «ideal» continentalista. Estas ambigüedades en lugar de debilitar la fuerza persuasiva del texto la intensifican y nos obliga a una consideración más detallada del origen de la fluctuación. Es probable que las categorías de «discurso emancipatorio» (Colombi, 2004) que analiza la «zona de contacto» (Pratt, 1997) entre el país del Norte y los países latinoamericanos ayude a una mejor comprensión de su complejidad. Aún así, apenas si nos aproximamos a la mirada que mercería un texto como el de Ugarte. Puesto que inmediatamente surgen otros interrogantes. ¿Es el texto de Ugarte apenas una versión más de un conjunto de imágenes codificadas por los escritores hispanoamericanos, tales como José Martí, José Enrique Rodó, que comparten el mismo periodo con Ugarte, o como Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, posteriores a ese momento? Una codificación armada como un relato maestro del desarrollo histórico de América Latina, que se valió de la categoría del imperialismo, a la manera de un «deus ex machina» es decir, como un recurso omniexplicativo e inapelable. El paso del posestructuralismo por las ciencias sociales no dejó indemne ciertas nociones epistemológicas de la historia. Sin llegar desde luego a que aceptemos una licuación del análisis histórico del imperialismo, se debe reconocer que aquellos relatos maestros, más bien de tipo maniqueo, dejaban sin indagar ni muchos menos resolver otras zonas del conocimiento sobre los fenómenos de dominación. Se puede admitir, entonces, que la zona de contacto no es estable ni menos unívoca, por lo que concepciones como «gama de redes, intercambios, préstamos, comportamientos, discursos y significados» mediante los cuales se interiorizó el poder de influencia externo merezcan atenderse (Salvatore, 2005: 94). En tal sentido, el texto de Ugarte es capaz de ofrecer algunas interesantes perspectivas que permitan dar respuestas a ciertos interrogantes y, sobre todo, a formulaciones más complejas de la función cumplida por las fuerzas exógenas, materiales e inmateriales, que han intervenido en América Latina.




El viaje cívico: entre ensayo y relato

Ahora bien, a qué llamamos «viaje cívico». Dentro de una rápida tipología, se podría decir que, en general, el viaje se organiza en torno a: el conocimiento, el goce estético, la autoformación y el autorreconocimiento, el interés patriótico y otras variantes. El «viaje cívico» se trata de una categoría que pretende reunir dos perspectivas discursivas, por un lado, aquella que desciende de la actividad misma de viajar, con las elementos genéricos indicados, por otro, la que proviene del deslizamiento del interés principal del viajero hacia lo político-propagandístico, al tiempo que abandona otros llamados, sean éstos estéticos, formativos, de observación. Lo que no significa que no emerjan por momentos en el curso del relato. Estamos ante un dispositivo que pone en juego el desplazamiento de un sujeto a través de un espacio que está compuesto, casi de modo excluyente, de ciudadanos y de conflictos. El recorrido, por tanto, se produce no surcando la geografía solamente sino poniendo como estaciones primordiales a las ciudades. En el centro de todo interés está la polis. El paisaje urbano resulta, entonces, el escenario en el que protagonista del viaje se desenvuelve. Pasan a un primer plano las tensiones políticas y quedan como incidentales las percepciones del paisaje natural. El campo de enunciados narrativos, merced a este giro, se alterna con otro argumentativo. Una de las partes constitutivas de la retórica reservaba la presentación de los hechos a la «narratio» estancia previa a la «argumentatio». Una mirada macroestructural del texto ugarteano muestra una articulada vinculación entre estas dos partes del discurso retórico, como intentaremos verificar. Dicho sintéticamente: no hay demostración de tesis sin narración de los hechos del viaje en el texto de Ugarte.

La primacía dada a los conflictos de la ciudad, en tanto escenario del universo político se aprecia en este pasaje sobre México. Escribe Ugarte: «En el ambiente todo era política, situación que encontré repetida después en la mayor parte de las repúblicas latinoamericanas» (Ugarte, 1962: 85). En este sentido no compartimos la categoría de «viaje intelectual» con el que Colombi designa al de Ugarte (Colombi, 2004: 16). Aunque pueda ajustarse a otros escritores, en el caso del argentino, sin embargo, resulta cuanto menos restrictivo. Si Ugarte inaugura un nuevo sentido del viaje finisecular (Colombi, 2004: 181) no puede ser nada más que «intelectual», ya que su empresa de resistencia como autor de un relato de emancipación lo sitúa por fuera de los márgenes del intelectual de entonces.

Los antecedentes de este tipo de desplazamiento, como el de Ugarte, habría que buscarlos en el romanticismo, que es cuando se instituyen las «peregrinaciones patrióticas», como en los casos de Juan B. Alberdi, Domingo F. Sarmiento (Sarlo y Altamirano, 1991) o Juan Montalvo (Rodríguez, 2000) o «viaje utilitario» como lo denomina David Viñas (Viñas, 1982). En todos los casos se trata de un viaje hacia el modelo para su conocimiento y posterior corrección o adecuación de la periferia bárbara. La admiración podría ser el significado y la observación el significante. Vale la pena repasar estos antecedentes y su incidencia en el texto de Ugarte, ya que tenemos la sospecha de que, aunque comparten la forma, no pertenecen a un mismo registro. Kovadloff dice que Sarmiento compone sus cartas (sobre sus viajes) «no apenas para comunicarnos lo que sabe, sino, además, para llegar a saber, él mismo, qué quiere decir», «antes que composiciones literarias que reflejan mecánicamente su pensamiento, son actos de producción del mismo» (Kovadloff, 1993: 765). En cambio,

Ugarte en el texto que analizamos escribe: «El autor se limita a contar lo que ha pensado y lo que ha visto, a exteriorizar su inquietud, a exponer una certidumbre que ha hecho sus pruebas en la conciencia, puesto que la defiende desde hace más de veinte años» (Ugarte, 1962: 9, cursivas nuestras). La divergencia con Sarmiento descansa en el hecho de que Ugarte no produce sino que refleja sus pensamientos. En el origo del texto ugarteano se encuentra una razón legitimante generada a partir de una certidumbre: la necesidad de unir a los pueblos de América Latina. En cambio, en el texto de Sarmiento la razón legitimante es otra: una dicotomía entre la civilización y la barbarie.

La visión de David Viñas no es correcta cuando equipara a Ugarte con Sarmiento en punto al análisis de la tensión Norte-Sur. Dice Viñas: «Por eso es que Ugarte sigue, inexorable, con el tópico del siglo XIX sobre la sólida unidad norteamericana frente a la desdichada fragmentación de la América de origen español. A la que le agrega, de manera insinuada, la balcanización [...]» (Viñas, 1998: 191). Aunque el tópico existe nada autoriza a considerar a Sarmiento y Ugarte como integrantes de una misma formación discursiva. Sarmiento estaba lejos de avizorar que la tensión Norte-Sur se daba en términos de dominación; también en su visión de este aspecto la dialéctica civilización-barbarie sigue funcionando. Basta recordar la «recomendación» al escritor cubano al comentar una de sus crónicas: «Quisiera que Martí nos diera menos Martí, menos latino, menos español de raza y menos americano del Sur, por un más de yankee, el nuevo tipo de hombre moderno [...]» (Sarmiento, 1913 XLVI: 167). En resumen, el de Ugarte es un texto plenamente asertivo que va reflejando a partir de los diversos episodios políticos, económicos y culturales del viaje la certidumbre de la que parte en sus argumentaciones. Para mayor abundamiento, no se trata tan sólo de un convencimiento propio sino de un ideal que, a la manera jungiana, se aloja en una memoria popular.

Esta ligera exploración -escribe- en los hechos del pasado, las realidades presentes y las posibilidades futuras, se inspira en un ideal que, aunque detenido, contrariado, anulado, en su realización y florecimientos por divisiones, errores y apetitos, perdura en el corazón de nuestros pueblos y deriva paralelamente de la imposición de las realidades y de la lógica de la historia.


(Ugarte, 1962: 10)                


O en otro pasaje, en ocasión de hablar en Santo Domingo, vuelve sobre ese carácter colectivo del «ideal»: «El conferencista no había hecho más que decir que la América latina se ahogaba y que en nuestra propia indisciplina encontraba apoyo el invasor. Pero estas verdades elementales rimaban con la secreta preocupación de todos [...]» (77, cursivas nuestras).

Después de la certidumbre, la afirmación de la identidad es el segundo principio en el que se asiente la argumentación ugarteana, por cuanto se la considera como un valor positivo. Al encontrarse en Nueva York y observar los avances de esta gran urbe ve no sólo la distancia con Hispanoamérica sino la necesidad de no sumarse a ese festín de la razón tecnológica, si para ello se debe renunciar a la autenticidad de lo propio: «La patria antes que nada; todo el bienestar, todo el progreso, toda la riqueza, toda la civilización, no valen lo que vale el rincón modesto y tibio en que nacimos. Si los grandes ferrocarriles, las casas de treinta pisos y la vida vertiginosa, la hemos de pagar al precio de nuestras autonomías, prefiero que perdure el atraso patriarcal de nuestros lejas villorrios» (20).

La afirmación fuerte de la identidad torna a la modernización, en su faz tecnológica, en una preocupación permanente y Ugarte vuelve sobre ella a propósito de su recorrido por Cuba, viéndola -casi con matiz ecológico- como un riesgo para la naturaleza americana. «El telégrafo y el mismo ferrocarril en que vamos parecen profanaciones en medio de la naturaleza indomable» (70). En su concepción se aprecia la combinación de una tendencia estética, como el naturalismo, con un pensamiento no «contaminado» fuera de los centros urbanos: «La verdadera dicha ingenua está acaso en estos campos fértiles y olorosos [...]» (70). Sin embargo esta revisión de las bondades naturales de América no se queda en el nivel de la celebración exclusivamente, sino que el esplendor natural debe insertarse en una secuencia política: «el imperialismo se anexaba en las primeras épocas a sus habitantes en forma de esclavos. Ahora se aclimata el procedimiento de anexar la riqueza sola, sin la tierra y sin los habitantes [...]» (71). La naturaleza en tanto un bien codiciado es el objeto de las nuevas formas de dominación imperialista. Ugarte sospecha que la modernidad no debe confundirse con la sociedad que lo promueve, puesto que pueden existir tanto modernizaciones como sociedades que procuran alcanzarla siguiendo los antecedentes de sus propios campos sociales y culturales. Esta es la lección que extrae ante las voces que alientan la continuidad de los modelos occidentales, sin tomar en cuenta las especificidades nacionales o regionales. Vuelve sobre una noción «federal» en el sentido de que advierte en los puertos o en las ciudades mayor Inclinación a las «novedades». Así lo dice al referirse a Santiago de Cuba:

«Me ha parecido advertir mayor fiereza en el nacionalismo de esta ciudad. Las capitales de provincia, resguardadas del cosmopolitismo que se reconcentra en las capitales, conservan casi siempre con mayor vigor sus distintivas. La Habana está en contacto diario con el mundo [...] Santiago de Cuba se han engrandecido, cultivando casi exclusivamente las características de su vida colonial, y así se explica su fuerte cubanismo».


(72)                


Admite un protocolo de valoraciones positivas sobre cierta centralidad europea, especialmente en lo que concierne al pensamiento francés: «Francia era acaso la acción de Europa que con más libertad censuraba la acción imperialista en América, y la compaña fue recibida con singular beneplácito. Mi asidua colaboración en diarios y revistas de París, la docena de volúmenes que había publicado y, sobre todo, la coincidencia de intereses que enlazaba nuestras reivindicaciones» (43). No obstante ello, Ugarte nunca le concede el estatus de modelo comparativo a seguir. Por cuanto los programas que emanan de los centros más desarrollados se deslegitiman al mostrar un doble perfil en las acciones que despliegan en las periferias. Es decir: los grandes relatos de la modernidad, fundados en el progreso, la democracia, la igualdad, terminan justificando emprendimientos imperialistas. «Los imperialismos han invocado siempre el fin superior de preparar a los pueblos para la civilización, sin abrigar jamás las intención de cumplir ese propósito, sino en la parte que les puede ser útil [...]» (165).




El relato de viaje: memoria y escenificación

El viaje continental de Manuel Ugarte comienza después de dar una conferencia en La Sorbona, hacia octubre de 1911. El éxito de la misma le sirve como impulso para comenzar su recorrido por América. En ese año visita Cuba y Santo Domingo dando conferencias en teatros y ateneos. Crea algunos centros latinoamericanos. En 1912 llega a México con un gran recibimiento. Se entrevista con el presidente Madero, quien obstaculiza sus conferencias. Sin embargo, logra hablar en el Teatro de México con una concurrencia masiva. En febrero parte hacia Guatemala, allí Estrada Cabrera prohíbe sus conferencias puesto que es inminente la llegada del representante norteamericano Knox, quien asimismo está realizando una gira continental. En El Salvador se encontrará con el mismo obstáculo -la presencia de Knox- de manera que decide desplazarse a Honduras, hablando después en un acto organizado por la juventud. En marzo, finalmente, puede visitar El Salvador y es recibido por una multitud en la estación. Pese a que el presidente Araujo veta la conferencia, logra llevarse a cabo en la Federación Obrera el 3 de abril. Al llegar a Nicaragua la policía no lo deja desembarcar. A fines de abril llega a Costa Rica donde dicta varias conferencias. De aquí viaja a los Estados Unidos para pronunciar una conferencia en la Universidad de Columbia, el 9 de julio. En agosto, desembarca en Colón, Panamá. Entrevista al presidente Porras, da sus conferencias y parte para Venezuela. Habla el 13 de octubre en la Asociación de Estudiantes de Caracas. El 2 de diciembre habla en Bogotá ante 10.000 personas. En 1913 llega a Ecuador y habla ante 3.000 personas en el Teatro Edén (Guayaquil), luego lo hará en Quito, también con un importante éxito. En febrero de ese año llega a Perú y en abril está en La Paz, después de ser recibido por el presidente Villazón. Durante ese mismo mes, arriba a Chile y habla en Santiago. En mayo está en Buenos Aires después de 8 años de ausencia. Habla en julio después de varias negativas. Continúa su gira latinoamericana rumbo al Uruguay, dando una conferencia en agosto en Montevideo. En setiembre habla en Río de Janeiro, de allí va a Asunción del Paraguay. Finalmente regresa a Buenos Aires.

De este largo recorrido Ugarte produce un texto híbrido, ambiguo, fronterizo, como ha sido dicho. Sin definirse ni por uno ni otro género discursivo, mantiene la diferencia entre relato y ensayo de viaje. Aunque uno enfatiza el testimonio, esto es, «lo visto», el otro, lo recordado y ya interpretado. Ambos confluyen, eso sí, en el valor fijado a la anécdota. «Si algunos capítulos -escribe Ugarte- tienen carácter de memoria es porque la anécdota sirve para juzgar el estado colectivo» (9). Así la «anécdota» se convierte en materia prima para el análisis de la situación general. Es como la extracción de una muestra de laboratorio a partir de la cual cabe realizar conjeturas sobre un cuerpo social mayor. Ugarte dice «limitarse» a contar, casi como una especie de declaración de objetividad. Aunque la objetividad del relato no sea sino una estrategia discursiva para dar crédito a lo narrado. La objetividad no impide, sin embargo, que el autor ponga en juego su punto de vista y realice un orden selectivo de los hechos que refiere. El viajero-ensayista construye con rigor «científico» su relato, revelando el método que ha seguido: «Continuemos ahora el itinerario que nos permitirá dominar el panorama general, para poder deducir de la observación del conjunto las verdades que sintetizan nuestra situación» (111). Asimismo pone en conocimiento del lector la estructura general del viaje, «un punto de vista aplicable a todos los países recorridos», es decir el viaje era «estrictamente individual», «la visita de un escritor a las juventudes y a los pueblos que podrían propagar sus ideas.» La palabra del viajero no estaba comprometida con ningún gobierno ni tampoco solicitaba favores oficiales (131).

A diferencia del viajero que contempla los lugares visitados y se rinde ante la belleza natural (verdadera laudatoria), Ugarte comenta los pormenores de la vida política local o los antecedentes históricos que contribuyan a Interpretar mejor los hechos que atestigua. El hilo discursivo es casi monocorde, puesto que el panorama generalmente resulta negativo y merece las críticas y enjuiciamientos, en especial, de los presidentes y los políticos. Hay una invariante, sin embargo, y está referida a los pueblos, a los que se exceptúa de las valoraciones negativas y se los exime de las responsabilidades por los desaciertos políticos. ¿Cómo está compuesta la estructura que a la larga permite la acción imperialista?

«Desarticulando los resortes, venía a encontrar en Venezuela lo que ya había vista en los países visitados anteriormente. En primer lugar: una clase gobernante y pequeños caudillos profesionales de la política, adictos todos al régimen, a los cuales rodea una corte de aspirantes a prebendas y situaciones menores; en segundo lugar, una clase intelectual, de ilustración y mentalidad europea, distanciada del ambiente por su propia superioridad y utilizada ocasionalmente por el primer grupo como auxilio transitorio, en tercer lugar, una clase comerciante, compuesta en una inmensa mayoría de extranjeros, cuyos intereses independientes de los del país, y a veces antagónicos, [...] determinando el auge de un comercio alemán, de un comercio Inglés, de un comercio norteamericano, sin que surja la realidad de una comercio nacional [...] y en cuarto lugar, una plebe desorientada y descontenta que entrega por ínfima retribución sus músculos al empresario extranjero [...] A través de esta disyunción de grupos, es difícil ver, como cuerpo sólido y orgánico, la imagen de la Patria [...]».


(198-9)                


Los fluctuaciones discursivas son frecuentes, pero sin perder el sentido general argumentativo. La escenificación sería un procedimiento del relato de viaje, pero aquí se fusiona con el ensayo, en razón de que el escenario natural «representa» la tesis. Escribe nuestro autor:

Rumbo a La Habana, en las horas muertas de navegación, sobre el océano Inmóvil, que parecía un trasunto de la política imperialista -¡inocente en la apariencia, y ayer se había tragado un trasatlántico!-, veía surgir yo, con la imaginación, todo el Continente, toda su historia, todo su porvenir, desde que las carabelas de Colón la descubrieron, hasta que se Intensificó en expansión, pasando por la colonia, los separatismos, y lo que fue en algunos puntos Insegura y fugaz independencia.


(47)                


Asimismo hay revelaciones que se producen gracias a la observación detenida del viajero que se le escapan al turista: «Al regresar al hotel, a las diez de la mañana, cuando la ciudad empezaba a tomar su verdadera fisonomía multiforme, comprendí que había grandes fuerzas en lucha y que el problema de Cuba era tan complejo que escapaba a la primera visión del turista» (50). La luz del día «ilumina» otras facetas de lo real que no se percibían, pero el viajero debe estar alerta ante el «autoengaño», es decir, la posibilidad de dejarse llevar por las apariencias, «de rendir tributos a prejuicios o de ver las cosas exclusivamente desde el punto de vista de una tesis, forzando los hechos, como hacen algunos, para que concurran a una demostración determinada» (51). Es interesante considerar una apreciación de Ugarte en relación con los hechos que refiere. Ante las dificultades aparecidas durante el viaje, que tergiversan sus propósitos y falsifican el significado de los actos del viajero, Ugarte apela a la memoria, pero en lugar de aludir a algunos de los discursos del yo, habla de ser su «propio historiógrafo». Esta diferencia descubre una jerarquía que se pretende asignar a los hechos en los que el yo se involucra. Son hechos históricos, no meramente individuales, aunque en la práctica el fuerte matiz individualista es indisimulable. Omnipotencia o ingenuidad, el viajero proyecta su figura a un plano de mayor jerarquía. Si Ugarte toma la pluma y recurre la escritura de su propia historia, lo es para que no quede en «la ignorancia sobre lo que hizo, o pretendió hacer, un hombre solo, en lucha con influencias formidables, privado de todo apoyo, sin más fuerza que el ideal» (123). El camino hacia la heroicidad del protagonista está abierto.




La heroicidad del viajero-ensayista

Las conocidas alegorías que se relacionan con la prosa de viajes, tales como el río, el mar, el camino, como imágenes de cambio, del tiempo, de progreso; o la isla, la casa, la posada, como las de reposo, de llegada, de descubrimiento; o las de interés por la naturaleza, el paisaje, las costumbres sufren una fuerte alteración en el viaje ugarteano. En los relatos de viaje, por norma, el viajero que llegaba no era el mismo que salía. El desplazamiento en el espacio y en el tiempo provocaba una transformación, ya sea respecto de sí mismo, sobre la sociedad, o bien experimentaba un desengaño o una revelación. El proceso de conversión del protagonista del viaje en el texto de Ugarte parece cumplirse desde el «descubrimiento» del imperialismo, tempranamente, hasta la asunción del papel de publicista. Pero quizás esta sea la faceta más débil, desde el punto de vista del género de relatos de viaje. No es el protagonista el que sufre los grandes cambios, sino que el viaje sirve para poner a prueba la tesis de la integración continental y, por añadidura, la elucidación de una ciudadanía latinoamericana. Si bien es cierto que la transformación se cuenta entre los resultados del viaje y que resulta una línea primordial de la literatura de viajes, ello no se cumple en el texto ugarteano por lo menos en los términos estrictamente genéricos, porque cuando dice haber descubierto el imperialismo en su primer viaje a Nueva York, en 1900, ello se corrobora con un artículo escrito, al año siguiente, titulado «El peligro yanqui». Es decir, la «transformación» no se sería producto del viaje continental, sino que su conocimiento sobre el imperialismo tiene otras fuentes. Sin embargo, este simulacro de revelación está puesto al servicio de la mitologización del papel del protagonista del viaje, así como también en el establecimiento de un linaje.

En efecto, la «revelación» sobreviene en la metrópoli más poderosa de aquel tiempo. No por mera coincidencia Ugarte resalta este episodio de su vida al comienzo mismo del libro. No desconoce el episodio biográfico de José Martí en Nueva York, desde donde el cubano escribió algunas de sus mejores crónicas, como aquélla que daba cuenta de la Primera Conferencia Panamericana, a la que tanto criticó. El origen de la convicción de Ugarte, entonces, sobre «el peligro del imperialismo norteamericano» para los pueblos de habla española y portuguesa en el Nuevo Mundo, se remonta al año 1900, «apenas cumplidos los veinte años» y a una ciudad del «imperio», pero de esa manera también queda constituido el vínculo con el cubano. En rigor, la referencia no sería, sin embargo, un anacronismo ya que Ugarte «descubrió» el imperialismo no en el viaje sino en las lecturas. Tiempo después, al recoger la experiencia mediante la escritura altera el orden, es decir, sitúa al comienzo lo que por entonces pude ser tan solo un viaje turístico a Nueva York, no más allá de los intereses de un joven burgués con recursos suficientes para hacerlo. En este sentido no estaría tan lejos de algunos comportamientos de los gentleman del 80, como el dandismo, la oratoria o el cultivo de ciertas mitologías (Viñas, 1998: 185).

La construcción deliberada de un protagonista-vigía está de acuerdo con la heroicidad que irá tramando a lo largo del recuento del viaje. Si hay anacronismos, lo es en el sentido de una copresencia de tiempos heterogéneos: el presente de escritura demanda una lógica narrativa en la que ciertos hechos del pasado deben adecuarse a la figura del protagonista del relato de viaje. El temprano descubrimiento del imperialismo, a los veinte años, realza la suspicacia del protagonista frente a los que persisten en la ignorancia. Tiempo después, las circunstancias políticas llevarán «al pacífico escritor a desertar de su mesa de trabajo para subir a las tribunas y tomar contacto directo con el público» (Ugarte, 1962: 39). La elección se vive como un deber, casi como un imperativo que el intelectual no puede eludir.

Lo que empezó siendo pensamiento se transformó en acción. Confieso que vacilé un instante. El teórico iba a tener que trocarse en orador y en político. A la mansa aprobación que le rodeaba, sucedería la controversia estridente ¿tendría yo fuerzas para llevar hasta el fin la campaña? Pero las consideraciones personales desaparecieron ante la urgencia de realizar una obra, que todos los dictados del deber, que todas las intimaciones del instinto de conservación hacía impostergable. Y fue a sabiendas de lo que exponía y de lo que me aguarda, que acepté esta nueva faz del viaje.


(84, cursivas nuestras)                


Este comportamiento se afirma en la noción del «arte social», una corriente defendida fervorosamente en Francia y tomada por nuestro escritor. Dicha tendencia está compuesta por diversas líneas: la poesía social de Almafuerte, el anarquismo de Alberto Ghiraldo; en Europa, por los contactos con Anatole France, Jean Jaurès, Emile Zolá, Flenri Barbusse. En suma, naturalismo, humanitarismo y arte social son las premisas que sostiene. La polémica se entabla con la otra corriente del «arte por el arte», a la que Ugarte y otros estigmatizan de decadente y falta de ideales superiores. Asimismo la decisión es tomada en soledad, es decir, no obedecía a ningún mandato (44). Sin embargo, un viaje de este cariz no podía menos que presentar dificultades. «Adivinaba las hostilidades acerbas y las rudas luchas que me aguardaban, así como presentía los entusiasmos [...] Fue deliberadamente, con pleno conocimiento de causa, que emprendí el viaje difícil» (45). Las sospechas iniciales de Ugarte se demostrarán acertadas hacia el final del viaje.

Con todo, existe en el texto de Ugarte un proceso en el que el protagonista crece en las valoraciones hasta alcanzar la altura de un verdadero héroe, que enfrenta a poderes extraordinarios o por lo menos que exceden las fuerzas comunes de hombres corrientes. El contraste resulta más notorio cuanto menor fue el interés del protagonista de hacer del viaje un campo de batalla. Dentro del trayecto que va de protagonista a héroe se acciona asimismo una mitologización de los obstáculos que impiden los propósitos del viaje. Durante períodos de grandes tensiones o transformaciones políticas funciona un mecanismo llamado amalgama, principio aglutinador que realiza una fusión indiscriminada del conjunto de adversarios en un todo, que conducen a un demonización del contradictor (García Pelayo, 1981). La mitologización política oculta siempre la intención de restituir un valor ausente o perdido. ¿Cuál es en el caso que estudiamos? Para García Pelayo los mitos no tienden a satisfacer una necesidad de conocimiento y el régimen de conductas razonables, sino una necesidad existencial de instalación y de orientación ante las cosas, en el que juegan un papel primordial la emoción, el sentimiento y las intuiciones (García Pelayo, 1981: 23). Es así como, desde el pathosse intenta rescatar lo que las capas dirigentes han olvidado pero recuerdan los pueblos: el ideal continentalista.

Antes de embarcarme para México tuve la revelación de las proporciones y el alcance que adquiría la gira, sin que yo mismo lo quisiera [...] En México no esperaban ya al literato, y si lo recordaban algunos, sólo era como antecedente ilustrativo. El pueblo y la juventud se preparaban para recibir al obrero de una doctrina de resistencia. La idea encontraba terreno maravillosamente propicio en aquella patria mutilada.


(Ugarte, 1962: 83)                


A través de la dramatización del cambio, el protagonista pasa del conocimiento a la acción. La confesión de la duda le agrega una cuota emotiva a la decisión de aceptar finalmente el giro que ha experimentando el viaje. Imprescindible, por lo demás, para la persuasión que persigue. El campo político en el que se desenvuelve durante el viaje es el motivo último de su preocupación, ya que resulta menester franquear la frontera que divide el campo de la especulación abstracta del campo del interés político, siempre polémico, controvertido. El protagonista no sólo enfrenta el complot de los funcionarios que le niegan un lugar para sus conferencias, sino en ocasiones el poder presidencial se pone al frente de la negativa, como le sucede en Centroamérica. En otro momento, el «mal» que lo acecha está representado por el delegado norteamericano Knox, quien realiza también un viaje continental y a dónde él llega, Ugarte no puede desembarcar. «El político norteamericano era dueño de toda América Central -mar y tierna-, y el viajero latinoamericano [...] parecía destinado a no poder poner el pie en ninguna costa y a ser rechazado de todos los puertos [...]» (122). Finalmente, los «agentes» del imperialismo lo siguen de cerca, entorpeciendo su trabajo o sustrayéndole notas o apuntes para sus conferencias.

La visita a México puede ser ilustrativa de un conjunto de episodios similares. Ugarte llega a ese país dispuesto a transmitir su mensaje. El Presidente Madero le concede una entrevista. Es conocido el panamericanismo del jefe revolucionario y las «deudas» que su «revolución» tiene con Estados Unidos. Con todo, Ugarte se entrevista con él, pero comprende que el descrédito y la impopularidad de Madero pueden llegarle también a él, si persiste en la cercanía con el nuevo poder constituido. A fin de liberarse de esa «intriga» Ugarte llama a conferencia de prensa para aclarar los motivos de su visita: «La sinceridad es siempre más fuerte que las intrigas» (94). La aclaración va dirigida al lector, desde luego, pero con un propósito deliberado. Ugarte presenta a los bandos opuestos y a él como objeto de la controversia. De un lado están los que quieren impedirle que hable (el gobierno) y de otro los que esperan su palabra (estudiantes, periodistas y público en general). El episodio tiene su climax cuando «espontáneamente» estudiantes y obreros van hasta el hotel de Ugarte y lo aclaman. Es así como las fuerzas del «bien» se imponen, la esperanza renace y el héroe es premiado con la aclamación (96-7). La clave del entendimiento entre la muchedumbre y el orador serán los nombres de San Martín y Bolívar. Las energías positivas se liberan: «Rotas las vallas, todos los elementos del país exteriorizaron su protesta, desde la Sociedad de Abogados, hasta el último centro obrero» (97). Las fuerzas del bien, expresadas en las razonabilidad del mensaje de Ugarte, son transversales ya que cruzan la sociedad prescindiendo de clases sociales, géneros, profesiones, etc. Esa unanimidad legitima en un todo al héroe frente al panamericanismo oficial de Madero. La emoción, sin embargo, no hace olvidar al protagonista que todo se trata de un estudio, que es necesario asir el detalle para no perder el panorama. Invariablemente, el autor quiere «ampliar la visión del cuadro para ayudar a la mejor comprensión del medio que estamos estudiando» (100). El pathos se retira y retorna el logos mediante el cual el protagonista vuelve al papel de «observador-científico», brindando miradas amplias de los acontecimientos. Pero el objetivismo resulta una táctica para incrementar el peso de la actuación del protagonista dentro de los episodios que se han desencadenado en su entorno.

«Recuerdo estos hechos -escribe- al margen de toda vanidad, para mostrar el estado del espíritu público ¿Cómo podía envanecerse un hombre de haber creado sentimientos o entusiasmos que, rozando apenas la corteza, encontramos en el fondo de todos nuestros pueblos? No fui en México como en los demás países que recorrí después, más que una voz humilde del conjunto. El único mérito que podría reclamar sería el de haber tenido la entereza de decir lo que pensaba».


(101)                


Pero para que la autorreferencialidad quede al margen de cualquier vanidad, Ugarte apela a la incorporación, al pie de página, de extractos periodísticos de la época. Esta cesión de la voz busca romper el monologismo y apoyarse en voces diversas que refrenden los dichos del protagonista. Aunque no puede eludir dar una versión de los hechos que lo involucran. «La pluma se detiene» por pudor, confiesa, ya que las ovaciones recibidas en Colombia - otro sitio donde tuvo un extraordinario éxito- no «iban dirigidas al hombre, sino a la idea y es por eso que puedo decir, haciendo abstención de mi mismo, que nunca he presenciado entusiasmo mayor» (208). En punto a la visita a México es interesante la apreciación sobre el éxito de Ugarte: una mixtura de unidad continental con antinorteamericanismo6. Pero el viajero atribuye asimismo su éxito a la obra de los gobiernos, que al combatirlo «revelaban al pueblo su subordinación y despertaban el orgullo nacional» (143).

No es la vanidad, siempre un sentimiento execrable, el recurso memorialista que estructura la globalidad del texto de Ugarte. La omnipotencia que impregna algunos pasajes del texto podría reenviarse al tono aristocratizante del modernismo, que concibió al poeta como un sujeto incomprendido, situado por fuera de la mesocracia reinante. Sin embargo, es más plausible la hipótesis de que el saber adquirido eleva la propia estimación del protagonista del viaje, y por añadidura al autor, a quien el contexto cultural y político del presente de la escritura lo ha privado de un reconocimiento como intelectual-faro. La enunciación del texto se da «en su retiro» y pertenece a «un hombre que no desea volver a tener actuación en la política interna de su país» (273). Es probable que aquí se ubique una de las claves integrales de la escritura autobiográfica ugarteana. Otra, que pertenece del género autobiográfico, es la autojustificación del protagonista, quien busca dar sentido al sentimiento de frustración del presente. Viñas dice que Ugarte nunca llegó a comprender que un autoexilio (los largos años vividos en Europa) es como la muerte pero sin campanas, velorios ni réquiem (193). La observación no por injusta deja de tener algo de verdad. El escritor argentino, como el resto de la generación a la que perteneció, esperó un reconocimiento que nunca llegó, por lo menos en vida de sus miembros. Nervo, Darío, Blanco Fombona, Arguedas, Ugarte, no tuvieron, con matices, su aclamación por la obra emprendida. El presente de Ugarte es de privaciones, desencantos, olvidos, por lo tanto, la reconstrucción del camino transitado hasta llegar al lugar en donde se encuentra está hecha de especulaciones paliativas, benignas. Verse a sí mismo como «un idealismo viajero» (102) recuerda a la figura descarnada de Don Quijote, que es la imagen más difundida para expresar la incomprensión, la soledad, el fracaso. Se sigue representando al protagonista viajero como al poeta romántico, que interpreta los deseos y sueños más recónditos del pueblo. Es la voz de la multitud pero que una vez cumplido el papel vuelve al anonimato y, a veces, al olvido. Aún dentro de la crecida figura que de sí mismo Ugarte arma a través del relato, no escapa en ocasiones al escepticismo: «llegué a preguntarme si no era yo también un iluso» (123).

Cierto quijotismo7 como el descrito puede apreciarse en el episodio con un ministro de Estrada Cabrera, el dictador de Guatemala, que Ugarte recuerda. Frente a la prohibición de hablar públicamente comunicada por el funcionario, Ugarte le advierte: «En ese caso, señor ministro, tendré la pena de partir mañana, pero como algún día he de hacer la crónica de este viaje, me veré obligado a recordar sus palabras» (117). Como se ve hay una extremada confianza en el poder de la letra escrita.




Los sentidos del viaje-tesis. Cambios en las lecturas cartográficas

¡Y cuán fácil es hacer viajes a los Estados Unidos desde las costas del Caribe y el golfo de México! Parece que todos los caminos materiales y morales conducen a la nueva Roma. Una carretera resbalosa, un declive suave, atrae hacia la metrópoli a los que buscan la ciencia, a los que anhelan el placer, a los que persiguen la fortuna y, lo que es más grave, a los que ambicionan el Gobierno.


(158)                


Si había alguna duda sobre los planos entre los que fluctúa el protagonista del viaje basta sopesar esta idea de la «facilidad» con que es posible viajar a los Estados Unidos y la dificultad para llevarlo a cabo por América Latina. Esos planos son figurativos del allanamiento que la metrópoli produce para la cooptación de voluntades y conciencias. Uno es de tipo material, desde luego y tiene que ver con las vías de comunicación, pero en él se superpone otro andarivel simbólico-ideológico que naturaliza las ventajas del viaje a la metrópoli. Aquellas conocidas alegorías que se relacionan con la prosa de viajes, tales como el río, el mar, el camino, como imágenes de cambio, del tiempo, de progreso, etc., adquieren aquí otro significado. Tal el caso, particularmente, del Caribe como centro neurálgico, de enorme valor geopolítico para los intereses norteamericanos. Atravesarlo en un viaje, en las condiciones propias de aquel momento, no generaba ninguna imagen cercana al cambio o el progreso, por ejemplo. Muy por el contrario, la mirada resultante es la trágica discordancia entre la enorme diversidad y riqueza natural que posee y el destino político que le ha tocado en suerte: «La naturaleza ha colmado a nuestras tierras con cuanto cabe imaginar para la felicidad del hombre; pero ha reservado a la América Central lo más fastuoso y lo más inverosímil [...] sin embargo, ninguna reglón en el mundo ha presenciado una orgía mayor de actos de violencia y exterminio [...]» (113-4). Esa orgía de violencia ha dado «alas a la tragedia en el seno mismo del paraíso» (114).

El mapa es capaz de dar cuenta de la política desacertada en el siglo XIX: «contemplando el mapa se advertía que no se habían respetado ni las antiguas divisiones del virreinato» (17); también pone en evidencia las posiciones estratégicas, al mostrar que «Cuba es el eje entre el Canal de Panamá y la Florida» (51); sirve como respuesta a preguntas políticas, respecto de los acontecimientos como la anexión de territorios: «El mapa daba a las preguntas una significación especial. A un siglo de distancia, las trece colonias Inglesas [...] se habían transformado en una enorme nación [...]» (15); o en la superposición de las líneas coloreadas de la «»carta geográfica«» se revelaba el «doloroso drama del Continente» (16); en fin, el mapa también puede dejar al descubierto las diferencias culturales entre el Norte y el Sur: «Desde la frontera surge viva y patente la oposición Inconciliable entre los dos conjuntos» (27).

La cartografía, sin embargo, no se agota como Instrumento que auxilia al viajero-ensayista en el recorrido de su itinerario-tesis, sino que además está en la base de la explicación de algunas intrigas. En efecto, en Panamá llaman al protagonista «agente secreto de Colombia» (173); en Cuba que pretendía «un retorno de Cuba al dominio de España»; en México veían su visita como maniobra política para derribar al gobierno; en Guatemala como Intriga de San Salvador y viceversa. La misma lógica opera en el Perú al presentarlo como «adicto» a Ecuador y en Chile como «ferviente» del Perú (173). Dichas atribuciones intrigantes son derivaciones de los viejos conflictos existentes entre los países limítrofes. En términos generales, a lo largo del viaje a Ugarte le sucede, desde el punto de vista oficial, lo que relata sobre Venezuela: «Las reflexiones que podría hacer el viajero sobre el pasado y sobre el presente al desembarcar en La Guayra, no coincidían, demás está decirlo, con las preocupaciones del lugar» (195).

La intriga crece proporcionalmente a la repercusión del viaje que lo va conduciendo hacia el interior de América Latina y alejándolo en todo sentido, obviamente, de América del Norte. Pero la dirección del itinerario no es sólo hacia un interior geográfico sino también una especie de viaje al fondo de los conflictos. Para ello se precisa una alteración de la perspectiva en la lectura del «mapa político» latinoamericano, a fin de dilucidar los orígenes y significados de los obstáculos que va encontrando el viajero. Ugarte propone un corrimiento del eje de observación: «Las faltas del imperialismo las conocemos todos, y nada ganaremos con repetirlas en tono airado. Lo que conviene poner en evidencia son nuestros propios errores» (185, cursivas nuestras). Pero el deslizamiento no se da, desde luego, únicamente a niveles de repartir las responsabilidades sobre los problemas de América Latina, sino también es resultado de un movimiento a lo largo del espacio. Es el viaje el que confirma la necesidad de variar la perspectiva. Así como la Nación no es la misma observada desde sus márgenes, es decir, el viaje a las fronteras en el siglo XIX afectaba la consideración sobre el paisaje, la región, la imagen de la Nación e incluso la perspectiva de enunciación (Fernández Bravo, 1999: 18), del mismo modo el viaje continental produce otros importantes efectos. Entre ellos, los que corresponden al «orden de la organización económica», cuyas comprobaciones no podían ser «más dolorosas», ya que desnudan la dependencia económica de los países latinoamericanos. La otra consecuencia destacable del viaje se aprecia en la comprobación «una vez más» del «artificio de nuestras divisiones», como lo comprueba al cruzar el Río de la Plata en dirección a Uruguay (Ugarte, 1962: 279).

Los epítetos de los que el viajero es objeto («anarquista» «enviado secreto», «aventurero de las letras») no pretenden nada más que su descalificación. A través de este rechazo ad hominem se evidencia una lectura diferente del mapa. «La táctica disolvente utilizó todo pretexto o coyuntura para disminuir al hombre y desprestigiar, por encima de él, su aspiración y prédica» (123). Sobre la base de la prejuiciosa lectura cartográfica realizada por el poder político, que enfatiza la división territorial y la diferencia con el Otro apoyada en la frontera, se logra «despertar las susceptibilidades regionales», dice Ugarte, «haciendo circular apreciaciones falsas según las cuales se posponía a unas repúblicas en beneficio de otras» (123). La perspectiva que Ugarte censura a los gobiernos del Sudamérica es la de ver la política internacional desde el punto de vista de los patriotismos locales, a modo de «»una parodia infecunda de una petite Europa» (231). Se carece por lo tanto de «vasta concepción continental», génesis de los «yernos» que «lastiman a nuestras repúblicas» (235).

Esa limitación de perspectiva que hace que la política internacional se reduzca a tener en jaque a los hermanos vecinos, en un campo diminuto, colocado, al parecer, fuera del planeta, la encontramos en casi todas las repúblicas del Sur, donde la brega local, el pleito de fronteras y la cotización de los frutos del país acaran las inquietudes. Se diría que nuestras regiones se consideran extras a las contingencias generales y aisladas por un muro que las pone al margen de todas las corrientes, buenas o malas, que agitan a la humanidad (230).

La ciudadanía latinoamericana de la que habla Ugarte no le compete exclusivamente a su persona, sino que se encuentra integrada a un sector de la sociedad latinoamericana, representado por los pueblos. «Yo había renunciado a las ambiciones políticas y a las oportunidades que se me presentaban, para no tener intereses pequeños, para seguir siendo ciudadano de toda la América Latina» (243).




Palabras finales

Las visiones totalizadoras, a veces unidireccionales y rotundamente asertivas de El destino de un continente pueden dejar sin vigencia a algunos de sus fragmentos. Sin embargo, si tomamos en cuenta las condiciones histórico-culturales en las que se produjo la enunciación, esto es, el surgimiento de un fenómeno a todos luces evidente: la conversión de los Estados Unidos en un imperio territorial, después de la Guerra de 1898 con el control del Caribe y luego como imperialismo, de acuerdo con su política de intervención en otras partes de América Latina, especialmente en los países centroamericanos, el texto resultante no podía ir más lejos ni dar otras respuestas. Aún dentro de sus limitaciones, el texto se plantea interrogantes en tomo a las formas de gobernabilidad global, a los instrumentos de intervención cultural y los dominios ejercidos en las narrativas sobre el origen, la nacionalidad y el desarrollo de las naciones. Por estas aportaciones, el texto de Ugarte contribuye a visualizar la estructura de sentimientos sobre la manera como se percibieron las acciones imperialistas en América latina.

El libro de Ugarte mantiene una indefinición genérica que ha merecido nuestra especial atención. La vinculación entre tesis y viaje, por un lado, memoria e interpretación de los hechos, por otro, pone en evidencia las dificultades textuales para dar cuenta de una problemática, la de las relaciones entre cultura e imperialismo, que no integraba ninguna agenda de la reflexión política o cultural de entonces. No porque no se escribieran textos sobre la temática, sino porque se trataba de esfuerzos individuales y desconectados, que Intentaban con mayor o menor suerte crear un estatuto de un saber epistémico acorde al nuevo fenómeno emergente. La experiencia descolonizadora de las generaciones precedentes no resultaba un background provechoso, en razón del dicotómico orden asignado a Occidente, a través de las categorías de civilización y barbarie. La afirmación intensa de la Identidad en el texto de Ugarte es un esfuerzo de superación de la oposición y al mismo tiempo de revelación de los intereses que oculta o simula. De manera que la hibridez genérica lejos de representar una desventaja puede verse como un acierto. Los esfuerzos individuales por comprender el orden de la vida latinoamericana, «hiñe et nunc», no podían abrigar demasiadas esperanzas en el desarrollo que las «ciencias del espíritu» podrían haber alcanzado. Fue necesario el riesgo, cierta aventura, para obtener algunos resultados cercanamente satisfactorios sobre asuntos que no estaban en el interés de muchos. La mitologización del papel del protagonista del viaje continental se hace con fines persuasivos, a su vez la especulación, proveniente del conocimiento del conocimiento directo de los países, le da carácter demostrativo a la tesis de la unidad continental como estrategia defensiva, motivo principal de la obra y la praxis de Manuel Ugarte.






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