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Ensayos de cultura bibliotecaria

Alberto Tauro



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Durante algunos años dicté un curso sobre Historia de la Imprenta en la Escuela Nacional de Bibliotecarios; y, aunque albergué el proyecto de compendiar mis lecciones en un texto, hube de admitir que no estaría a la altura de la excelente bibliografía que allí se ponía al alcance de los alumnos. En consecuencia, me limité a redactar algunos ensayos, para presentar los vastos horizontes del tema, y conducir el interés del bibliotecario hacia los imponderables alcances de su quehacer profesional. Son ellos: Elogio del libro, La Imprenta en el Quijote y Antonio Ricardo, primer impresor limeño. En el primero sinteticé las ideas expuestas en un discurso preliminar sobre el tema, enderezado a esclarecer la fundamental influencia del libro en la formación personal y el progreso humano; el segundo muestra al libro como una hazaña de la razón, a cuya influencia se debe la transición de los ideales marciales de la caballería hacia la luminosidad del humanismo; y el tercero tiende a destacar el impulso dinámico que gracias al libro experimentó en el Perú el proceso de transculturación. Si se los considera aisladamente, podrá advertirse que cada uno de ellos presenta un episodio de la lucha permanente que la inteligencia libra contra la superstición y la intolerancia.

A esta breve compilación agregamos un ensayo sobre La fundación de la Biblioteca Nacional, que debió formar parte de un estudio global sobre la historia de la institución. A ésta pertenece también nuestro asedio a Manuel de Odriozola: prócer, erudito, bibliotecario (Lima, 1964). Pero no hemos completado la exposición de las restantes vicisitudes de ese hogar cultural, porque no contamos todavía con una satisfactoria compilación de documentos y referencias.

Además desarrollamos en la Escuela Nacional de Bibliotecarios un curso sobre Bibliografía Peruana. Lo iniciábamos con una Introducción a la Bibliografía Peruana (en Fénix: Nº 8, pp. 395-418; 1952), que incluimos en un extenso estudio sobre las «bases de la historiografía peruana» (hasta ahora inconcluso). Iniciamos una presentación de las bibliografías nacionales de América Latina (en Anuario Bibliográfico Peruano de 1945; pp. 7-23) y aun trazamos reseñas históricas sobre Dos grandes bibliotecas, (en Anuario Bibliográfico Peruano de 1947: pp. VII-XVI), a saber, la del Congreso de Washingtony la Biblioteca Nacional de París, e intentamos agregar   —6→   a ellas las noticias pertinentes a la Biblioteca del Museo Británico, la Biblioteca Lenin, e instituciones similares de Berlín, Praga, México y Santiago de Chile. Pero estas preocupaciones corresponden a un ambicioso programa que ya no podremos completar, y que hoy mencionamos a manera de recapitulación y elegía.






ArribaAbajoElogio del libro

Muchas veces he deseado hallarme ante un auditorio reducido e inteligente, sin estar previamente comprometido a desenvolver algún tema determinado por la expresión de un interés circunstancial. Y, hecho ya el silencio que a todos impusiera la expectativa, he imaginado que sería posible crear una nueva y fecunda relación con los oyentes, mediante el ofrecimiento de sujetar mi disertación a la respuesta que en común pudiera formularse para dilucidar una cuestión cultural. Equivaldría a revivir el sereno y sutil diálogo que animó Platón, entre los aromas y los halagüeños susurros del jardín de Akademos; o la activa participación que cupo a los discípulos de Aristóteles en el metódico esclarecimiento de los problemas filosóficos. Sería aproximarse a la emulación de un ideal clásico en el cual se impondría el respeto a la opinión ajena y el libre ejercicio de la razón. Pero íntimamente no dejo de considerar cuántos peligros se derivarían del nerviosismo, las tendencias dogmáticas y las explosiones tumultuarias: pues tan frecuentes son en nuestros días, que suelen contradecir a la cortesía y el discernimiento.

La cuestión que así habría deseado proponer, es muy sencilla; pero no es difícil que en torno a ella se susciten controversias, debido a la influencia que sobre la mente del hombre mantienen las ideas adquiridas o la acción persistente de la propaganda. Antes de enunciarla habría extendido una cálida invitación, para que nadie aventurase una respuesta sin haberla meditado, y sin preparar los argumentos que en su defensa pudiese alegar. Y sólo entonces -con la claridad, la pausa y la reiteración necesarias- habría planteado mi pregunta: ¿cuál es el invento que se ha proyectado sobre la vida del hombre con mayor intensidad? Nada más. Y repito: ¿cuál es la creación del ingenio humano, que ha ocasionado consecuencias más notorias en el desenvolvimiento de la existencia individual y social? Ostentando en su gesto una sonrisa desdeñosa, por estimar elemental y obvia la respuesta, no faltaría en mi auditorio quien pugnase por demostrar su vivacidad y afirmaría que la más trascendental conquista del hombre se halla en la energía atómica. Ciertamente, lograr la fusión de los elementos naturales para crear otros antes inexistentes y con propiedades a las cuales se deberá progresos todavía incalculables, es grandioso; liberar las fuerzas cósmicas, para ponerlas al servicio del hombre y dirigir su audacia a mundos ignotos, parece superior a toda fantasía. Pero aún es prematuro sostener que tal sea el hallazgo más extraordinario de la inteligencia, porque los rendimientos de esa energía colosal apenas son hasta ahora objetos de previsiones que la realidad no confirma. Y, sobre todo, porque todavía se pretende mantener el secreto en tomo a la generación de esa potencia, para afianzar la subyugación de los pueblos débiles; y porque ha sido principalmente aplicada a preparar la muerte y extender sobre el   —7→   mundo la amenaza del exterminio. En verdad, la inteligencia del hombre es traicionada cuando sus elucubraciones no favorecen la propagación de la vida y cuando en ella es noble y bello. Jamás han sido fecundos los impulsos inspirados por el egoísmo y el odio, y, para que la energía atómica favorezca el destino humano, es preciso superar las causas de la zozobra que hoy se cierne sobre el mundo.

Sé que este punto de vista provocará reacciones antagónicas. Pero me interesa animar el debate. Y ya me parece escuchar cómo sostiene otro que la más notable maravilla debida al ingenio del hombre es la televisión. No sólo permite contemplar en el retiro hogareño algún atractivo espectáculo o un suceso callejero, sino mirar la imagen del interlocutor situado al otro extremo de un hilo telefónico, controlar a distancia el trabajo de los empleados y obreros o la disciplina de un salón de clase, o prevenir las sorpresas que pueden causar los inesperados visitantes que llaman a la puerta. Acortará definitivamente las distancias, facilitará la comprensión y el conocimiento de las gentes, dará a la familia un nuevo elemento de cohesión. Todo ello es innegable. Pero ya se piensa en aprovechar la rápida sucesión de las imágenes para influir en los límites subliminales de la personalidad y servir así a los intereses comerciales; ya se previene que la contemplación de los espectáculos televisados puede disminuir los hábitos de la sociabilidad, y aun los márgenes del estudio y la conversación; ya se advierte que el individuo puede ser arrastrado hacia un mundo de ficción y color, y ser paulatinamente alejado de la realidad. Por eso la televisión es sólo un progreso potencial, cuyas benéficas proyecciones requieren una seria y enérgica orientación educativa.

Por otra parte, sostiene alguien que la aviación es lo más sorprendente que haya creado el hombre, porque en ella se han materializado fabulosas concepciones de los cuentos infantiles, tales como el caballo volador, la alfombra mágica y las botas de siete leguas. O juzga otro que el descubrimiento del radio es lo que más ha influido en el mejoramiento de la vida humana, en cuanto ha determinado el avance de la ciencia en su lucha contra las enfermedades, y ha permitido conocer el organismo del hombre en sus más ocultas profundidades. O hay quienes admiran la navegación submarina, o las vastas aplicaciones de la electricidad, o la facilidad que a las comunicaciones brindó el telégrafo. Y a todos respondo que hay un invento más trascendental para la existencia humana, y sin el cual no es posible imaginar ninguna hazaña de la inteligencia. De inmediato es muy azaroso reconocer su importancia, porque el pensamiento tiende a buscar una maravilla deslumbrante, casi inaccesible a la mente común, quizá protegida por el misterio. Y sólo se trata de un objeto familiar, pequeño manuable, que en sí mismo nos parece ahora de una simplicidad extremada. Es tan difícil variar su forma o su apariencia, como es imposible alterar la estructura de un fruto; y por eso no ha sido modificada su esencia en el transcurso del tiempo, aunque los recursos de nuestra época le hayan conferido alguna nueva seducción. Su grandeza consiste en ser el origen de las mayores empresas, en tanto que ha contribuido a despejar incógnitas, a remover los valladares opuestos a la audacia de las investigaciones científicas, y a levantar las aptitudes creadoras del hombre. ¿Es claro? Lo dicho hace evidente que nos referimos al libro, para presentarlo como el invento que mayor influencia ha ejercido sobre la vida humana.

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Recordemos que los antropólogos menos fantasiosos remontan a un millón de años la existencia del hombre sobre la tierra; que la civilización se inicia con la escritura, inventada hacia el siglo V antes de Cristo; y que el primer libro impreso data sólo del año 1456, en los albores de la edad moderna. Con la escritura se libera el hombre de la magia e inicia la organización de las ciencias; con el libro empieza su triunfo sobre la superstición, el perfeccionamiento de sus concepciones acerca del cosmos y la naturaleza, la ampliación de los horizontes propios de la libertad y la razón. Pero téngase presente que la escritura ha sido conocida durante un lapso que equivale a 0.25 % del tiempo transcurrido desde la aparición del hombre; y el libro puede estimarse que apenas ha iniciado su omnipotente acción sobre nuestro destino, pues su utilización se ha extendido sólo a través de quinientos años que equivale a 0.05 por ciento de todos los tiempos que en la tierra han llenado la figura y la acción del hombre. O dicho de otro modo: si los 10000 siglos transcurridos desde la aparición del hombre los representamos en el cuadrante de un reloj común, con las divisiones correspondientes a las fracciones del tiempo que nos son familiares, la trayectoria del libro no alcanzaría a cubrir el espacio asignado a dos minutos. En consecuencia, si nos situamos en un observatorio histórico, merced al cual nos sea permitido contemplar la prolongada y angustiosa peripecia del hombre, desde su inicial sometimiento a las fuerzas de la naturaleza hasta su demoníaco dominio sobre ellas, desde los oscuros milenios en que sólo obedecía a su instinto hasta las horas en que aspira a desplazar a los dioses ya cansados para hacer suya el ansia de ciencia y poder; mirando así, el libro es un tesoro de nuestra época. Y, no obstante, qué intensos han discurrido los años dominados por la presencia del libro, qué prefiados de significación y de mensaje.

Apuntemos que la aparición del libro originó la revisión de los conocimientos geográficos y la aventurada navegación hacia las tierras ignotas, en las cuales hallaron fundamento el planisferio trazado por Paolo Toscanelli y el descubrimiento de América; originó la difusión de la cultura clásica y la pujante eclosión del renacimiento, el abandono de la mística renuncia a las cosas del mundo y la definición del racionalismo humanista; originó la defensa de los derechos que competen a la conservación y la seguridad de la persona, determinando la ruina del feudalismo y la servidumbre, así como el afianzamiento de las ideas sobre los mutuos deberes que vinculan a los pueblos y sus gobiernos; originó el planteamiento de una vasta serie de problemas, que guiaron la conciencia hacia la búsqueda individual de la verdad y condicionaron la reforma religiosa. En pocas décadas proyectó el libro una renovadora influencia, y todas las concepciones relativas, al mundo físico experimentaron decisiva transformación. Copérnico definió la teoría heliocéntrica; Galileo fundó la física clásica; Isaac Newton formuló los principios de la gravitación universal; Christian Huygens enunció la teoría ondulatoria de la luz y, tras arduas polémicas con Gonfried Wilhelm Leibnitz, propuso la fórmula para el cálculo de la energía; Antoine Lavoisier propuso la ley de la conservación de la materia; Michael Faraday planteó y experimentó la inducción electromagnética, haciendo posible la industria eléctrica; Ernest Haeckel, Pierre Lamarck y Charles Darwin plantearon los principios de la transmutación de las especies, revolucionando las concepciones biológicas; James Clerk Maxwell enunció la teoría electromagnética de la luz, que abrió el   —9→   campo a la invención del telégrafo, el teléfono, la televisión, el radio y el radar; Heinrich Hertz descubrió las ondas que llevan su nombre y a cuya aplicación se deben las comunicaciones radiofónicas; Hendrick Anton Lorentz inició la aplicación de las geometrías no euclidianas a las investigaciones físicas, fundando así las bases de la relatividad, y formuló la teoría electrónica; Conrad Roentgen descubrió los rayos X; Max Plank enunció la teoría de los quanta; y hoy, con el auxilio de la técnica, intenta el hombre la aplicación metódica de las intuiciones y las comprobaciones científicas para crear la vida en el laboratorio y lanzarse a la conquista del espacio sideral.

Simultáneamente, han periclitado las viejas disciplinas del pensamiento, porque el libro ha modificado las formas y los objetivos del saber. Las ciencias consagradas al estudio del hombre y la sociedad han ampliado su contenido, y nuevas orientaciones les han conferido penetración y sutileza notorias. La política, fundada por Platón y Aristóteles para el gobierno de un hombre ideal, adquirió carácter pragmático en la obra de Nicolás Maquiavelo; y, en función del derecho natural y de gentes, condujo a idear los principios contractuales de la teoría del estado, en los cuales se halla la inspiración del liberalismo y el sufragio universal. Renato Descartes negó la eficacia de todos los dogmas impuestos a la ciencia, enalteció la capacidad de la razón para llegar al descubrimiento de la verdad, y propuso fundar en la observación el conocimiento de la naturaleza. Juan Bautista Vico expuso el primer sistema moderno de filosofía de la historia, explicando el progreso en sus relaciones con la cultura material y espiritual y con la acción voluntaria del hombre. Como continuadores del racionalismo humanista, los filósofos de la Ilustración determinaron la influencia que en la marcha de la historia ejerce el desarrollo del saber, advirtieron una constante pugna entre el despotismo y la verdad a través de los tiempos, y preconizaron la educación del pueblo para afianzar la dignidad y la libertad. Emmanuel Kant creó la teoría del conocimiento, al diferenciarlo de la materia que lo ocupa y señalar sus categorías. Jorge Guillermo Federico Hegel dio nuevos alcances al estudio del espíritu y la idea. Carlos Marx discutió las bases de la economía liberal, y expuso la doctrina conducente a la dirección y la planificación económicas. Teóricos y conductores han ensayado la adaptación de las doctrinas universales, para satisfacer las aspiraciones de su colectividad y encauzar la vida en armonía con la justicia; y para borrar de la mente del hombre todo temor supersticioso, infundiéndole confianza en la libre y altiva conducción de su esfuerzo. Tal es hoy la principal empresa del libro, que nos convierte en herederos de las creaciones culturales de toda la humanidad y en peregrinos atraídos por la luz.

Pues bien. Como hazaña del hombre que ha dominado la naturaleza y aspira a sistematizar su conocimiento, el libro no franquea sus revelaciones al ególatra, ni al vanidoso, ni al indolente. Es una criatura tímida y sutil, que exige aproximación familiar; pero semeja a veces una altiva torre, ante la cual es preciso desplegar una inteligente estrategia. Y, lo mismo que en toda empresa realmente grande, para penetrar en sus hondos enigmas se requiere amor, humildad y constancia. El libro mismo nació merced a los azares del amor. Fue cuando un modesto grabador aguardaba a su amada en el bosque vecino a Maguncia y, para mitigar la zozobra de su   —10→   espera, allanó una breve superficie de la corteza de un árbol, trazó prolijamente las líneas de dos corazones enlazados, y sobre ellos las iniciales de su propio nombre y el de ella; rápidamente se deslizaba el crepúsculo y, vencido el plazo de una prudente espera, recortó el trozo inciso, para ofrecerlo a la ingrata como prueba de su ansiosa guardia; envolviólo cuidadosamente en su pañuelo, y con paso lento retornó al hogar donde sus transitorias cuitas buscarían el reposo. Allí tuvo olvidado el símbolo de su afecto, hasta que el día impuso nuevamente sus exigencias, el trabajo perló su frente, y para enjugarla extrajo el pañuelo con mecánico ademán. Sus manos hallaron entonces el fragmento de corteza, su mirada contempló reproducidas en el blanco lienzo las candorosas letras, y su pensamiento concibió la idea de reemplazar las planchas xilográficas con los tipos movibles. Pero aun sin conocer esta milagrosa proyección del amor, muchos han admirado en el libro la expresión del genio y la belleza, y lo han amado entrañablemente porque en su mensaje se halla implícita la ternura con que sus autores lo han legado a las generaciones. Herodoto y Plutarco refieren que en el botín tornado a Darío halló Alejandro Magno un cofre precioso donde el rey persa guardaba sus miríficos ungüentos y, desdeñando joyas y preseas, reservolo para conservar las obras de Homero. De Petrarca se cuenta que poseía en su idioma original los cantos homéricos, y sus díscipulos pudieron ver cómo posaba suavemente la mano sobre ellos, los besaba con unción, y sus ojos se llenaban luego de lágrimas porque su desconocimiento del griego le impedía disfrutar plenamente la belleza de su ritmo y sus evocaciones. Y tanto apreció Dante la obra inmortal de Virgilio, que en las ásperas alternativas de su vida halló consolación y guía en el recuerdo del poeta: pues, siendo tan tierno y razonador en su elogio de las labores campesinas, como vibrante y apasionado en su canto a las acciones heroicas del pueblo latino, vio en él una síntesis de la acción y la meditación, de la euforia y el reposo, y, por ende, un elocuente ejemplo del dramatismo que preside los pasos del hombre. Amar el libro equivale a disfrutar íntimamente su mensaje de luz y belleza, y a proyectar sobre el mundo la verdad que de él emana.

El amor por el libro exige aproximarse con fervor a su señera realidad, escrutar con unción en sus secretos, y frecuentar su trato con sincera humildad. Pues no hay libro del cual pueda afirmarse que se halla exento de sugestiones, o privado de proyección fecunda. En cada uno alienta un mensaje: y podemos considerarlo justo o erróneo, serio o frívolo, original o simplemente ecoico, pero no podemos negar que ha sido formulado para revelar una actitud sentimental, una experiencia, o una perspectiva, y en cualquier caso reclama nuestra atención. El libro entraña un gesto amigable, en tanto que su difusión tiende a excitar afinidades y diferencias; e indirectamente conduce al lector hacia cierta disposición coloquial, hacia el tácito intercambio que lo incita a rechazar o aceptar lo dicho por el autor. Y así como no se responde con soberbia a la salutación de un amigo, ni se opone un desplante a su invitación dialéctica, no debe permitirse que la altivez impida toda familiaridad con el libro y condene a la indiferencia o el olvido la blancura de sus páginas cordiales. Así como no es posible mirar al sol con bravura, porque su faz proyecta cegadores rayos ni ofender la rumorosa superficie de un arroyuelo, cuando nos aproximamos para mitigar la sed que nos agobia, porque sus cristales deslizan su ternura a nuestros pies y piden al menos un gesto de similar cortesía; ni es posible erguirse con orgullo   —11→   ante el pan que sin reservas luce su casta desnudez, y ofrece reparar las flaquezas de nuestro endeble ser, pues su amable generosidad aguarda tan sólo una memoria grata o un callado tributo de lealtad; así juzgamos que sería ilógico afectar un ademán desdeñoso o una hostilidad preconcebida ante el libro que afablemente nos brinda su palabra de buena voluntad, su fe en el entendimiento que debe presidir las relaciones entre los hombres, su confianza en la actitud dialéctica del amigo lector. Y nada más elocuente que el ejemplo del quijotesco Miguel de Cervantes, para ilustrar las fecundas proyecciones de esa aproximación del libro. Pues la vida no le permitió cultivar su genio a la sombra de profesores eruditos o en el ambiente mundano de las tertulias a la moda, ni su anémica bolsa favoreció la mitigación de sus ansias de saber; y cuentan sus biógrafos que humildemente se inclinaba a recoger los papeles olvidados sobre el polvo de la calle, los leía con afán para sorprender el secreto que pudieran revelarle, y quizá los guardaba a veces como testimonio de una aventura o expresión de un pensamiento que podían convenir a uno de sus personajes. Ese es el gesto reclamado por el libro, desde la grávida continencia de sus páginas: un gesto revestido con la humilde disposición de quien espera beneficiarse con el don trasmitido en su mensaje de humanidad, y con la fraternal sencillez de quien responde a una franca invitación al diálogo.

Como toda creatura que brinda amor y espera ser amada, el libro exige constancia. Y tal vez se piense que nada excepcional hay en ello, porque el hombre mismo es un hijo de la constancia, en cuanto ha superado la brutalidad primitiva mediante su persistente interrogación a la naturaleza; y que aun la tierra parece demandar asistencia y trabajo continuados, para colmar nuestras necesidades con la abundancia y la sazón precisas. Pero el libro es un bien precioso y de condición muy especial. No se agosta con el tiempo, ni se consume. Y, en verdad, nunca revela su total misterio a la primera inquisición, ni llegamos jamás a conocerlo enteramente: porque sus revelaciones iniciales nos deslumbran y de sus páginas emergen nuevos destellos cada vez que hundimos en ellas una inquietante mirada. Volver a un viejo libro, cuando la vida ha decantado en nuestra memoria la experiencia y la trémula sabiduría de sus años; equivale a disfrutar la alegría de un reencuentro. Y retomar un libro, que temporalmente abandonamos para perfeccionar el conocimiento de su materia y meditar reposadamente en sus alcances, envuelve un gozoso acto de afirmación con el cual se define la personalidad. Por eso se extiende una reserva taxativa en torno a la cultura y la sensibilidad de quien ve el mundo a través de las enseñanzas de un solo libro, o de aquellos autores que se esterilizan después de conquistar sonrientes auspicios para alguna creación juvenil; y la admiración premia a quienes consumieron sus alientos en la preparación de una obra cabal. Ya dijeron los filósofos que el arte devasta y pule cuanto puede crear el ingenio, y advirtieron contra la vanidosa inconsistencia de quienes no reconocen antecesores ni maestros, y contra la ingenua suficiencia de cuantos se atribuyen una perfección innata. Las hazañas de la creación y el pensamiento han tenido su origen en la continuidad del esfuerzo, en la superación silenciosa, en el apartamiento de los halagos fáciles. En una palabra: los libros verdaderamente representativos y trascendentes no han nacido jamás de la improvisación. Y basta el recuerdo de dos libros peruanos, para hacer evidente lo que eso significa. Son dos tesoros inapreciables de la cultura nacional, en los   —12→   cuales vive la más fecunda cristalización del afecto que a todos nos inspira este país tan hermoso y complejo, y la más palpitante muestra del celoso conocimiento de las gestas y las aventuras cumplido por sus hombres. Me refiero a los Comentarios Reales y a las Tradiciones Peruanas, dos libros que han sondeado en el tiempo y el espacio para revelar las cautivantes lejanías, que han dominado el nombre del Perú, dos libros claramente alentados por la sensibilidad humanista, y las afinidades románticas, y gracias a los cuales lucen su tensión de gesta, o se nos hacen amenos y amables los hechos y el carácter de los peruanos. Y ambos son el resultado de la más ejemplar constancia. Pues nuestro Garcilaso de la Vega resolvió escribir su libro, y empezó el correspondiente acopio de informaciones y memorias, en cuanto llegó a España, en 1560, y comprobó cuán prejuiciosos e inciertos eran los conocimientos generales en torno a la cultura creada por los incas y las turbulencias de los conquistadores; tras confrontación y depuración pacientes dio a la publicidad la primera parte, en 1609; y hasta su muerte, ocurrida en 1616, trabajó en la corrección y la impresión de la segunda parte. Y aunque durante su mocedad «difundió Ricardo Palma algunas poesías narrativas y relatos que en su madurez prefirió entregar al olvido, es fama que en 1860 ofreció a la prensa su primera tradición, y pergeñó la última en 1914. Uno y otro consagraron más de medio siglo a la preparación de esos libros señeros, que a través de sus páginas infunden fervor y luz en la formación de la conciencia nacional.

Y los libros sagrados, ¿no son acaso la depurada expresión de tradiciones, inspiradas revelaciones y enseñanzas heredadas por los pueblos de sus más remotos ancestros como se advierte en la Biblia, «el libro» por antonomasia? ¿No recogen la sabiduría transmitida por moralistas, maestros y profetas en el curso de sus vidas, como sabemos que ocurre con los penetrantes libros de Confucio o en el Corán? Por añadidura, aquellos libros en los cuales se halla imágenes, especulares de los conflictos afrontados por pueblos o sociedades íntegras, como la Divina Comedia o El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; ¿no revelan acaso un esforzado y moroso esfuerzo de captación e interpretación, a través del cual fueron elevadas las tensiones sociales y espirituales a la categoría de símbolos que trascienden de su propio contorno? ¿Y qué decir del agudo análisis efectuado por Carlos Marx en El Capital, merced a varias décadas de metódico trabajo, lealmente completado después de su muerte por Federico Engels? Como esos, u otros semejantes, los grandes libros son frutos en sazón, ofrecidos a las ansias, del hombre desde la altiva rama que a una potencia germinal y riqueza nutricia; son suma y síntesis de la experiencia que la vida decanta; compendios del amor apasionado y la contemplación serena. Por ello no brinda el libro su esencial mensaje a quien se le aproxima en forma episódica, ni al manso de corazón. Exige la actitud unciosa del creyente, asociada a la frialdad analítica del racionalista; la placidez del esteta que admira los matices del agua remansada, y la temerosa intrepidez del navegante que desafía las ondas turbulentas; la esperanzada quietud del campesino que aguarda la maternal generosidad de la tierra, y la audacia del hombre que avasalla toda índole de barreras y secretos. Para infundir la capacidad credadora que se atribuyó a los dioses, el libro exige consagración plena.

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Ya hemos podido reconocer el libro como hazaña de la razón y perennal expresión del sentimiento, como suma de esfuerzos creadores y base de todas las audacias de la inteligencia. Pero juzgamos que su significación habrá de acrecentarse y adquirirá contornos venerables, si agregamos que su trato puede transformar también la índole del hombre. Basta que proyecte su interés hacia el libro cerrado, eche una mirada indolente a la revelación que el título promete, y levante la cubierta para sorprender la casta intimidad de sus páginas, para que se inicie el milagro insospechable: porque el hombre suspende en ese instante su natural desconfianza por todo lo desconocido, apacigua la fiebre del instinto, renuncia temporalmente a la violencia, y, descubriendo las perspectivas de la reflexión o la fantasía, empieza a disfrutar los goces del convivio espiritual. En su quieto diálogo con el libro aplaca todo ánimo pugnaz y agresivo, para mantener la claridad del discernimiento y seguir la atracción de la luz. Modera la intransigencia que obnubila, o el ardor que recorta la visión del horizonte, para avanzar a través de sus páginas con la avidez y la serenidad que exigen las empresas de la inteligencia. Y lentamente, o quizá en forma tan repentina como lo deciden las revelaciones; unas veces de modo superficial y aleatorio, y otras con hondura carismática; pero ineluctablemente, opera el libro un cambio definitivo en la condición del hombre. Modela su concepción de la vida y sus costumbres. Lo hace sensible a las más diversas motivaciones. Y le infunde tan altas virtudes que su aliento se hace incompatible con las negaciones, y con gran optimismo endereza sus actos hacia el mejoramiento de la comprensión social. Hacia previstas formas de existencia en las cuales se afiancen la sabiduría y la belleza, la libertad, la justicia y el amor.




ArribaAbajoLa imprenta en el «Quijote»

Mustio el ánimo, lacio el pecho y abandonada la lanza, pero incólume la fe, presta la bondad y dispuesta la mano fraterna; así volvía Don Quijote hacia su aldea, después de ser abatido en Barcelona por el bachiller Sansón Carrasco, trocado en el Caballero de la Blanca Luna para desbaratar la generosa locura del hidalgo manchego. De su almario rebosaba la pesadumbre, al recordar su caída y vencimiento, la imprevista sombra que oscurecía sus hazañas y sus alcanzadas glorias, el forzado retiro que durante un año se vería obligado a guardar. Y aunque hacia cuenta de volver al honrado ejercicio de las armas, no era escaso el desconcierto que le infundía la forzosa guarda de la paz y el sosiego. Picole de pronto el pensamiento de convertirse en pastor, imaginando que andaría «por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos»; algo amenguó entonces su tristeza, pues confió que en tal género de vida le proporcionaría «gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor concepto», y que merced a unos y otros conquistaría al fin eterna fama. Larga y repetidamente volvió a calcular las ventajas de la vida pastoril, que en sus previsiones se le antojaba a Don Quijote liberadora de la quietud y la doméstica indolencia, odiosas por ser exponentes de vulgar conformidad y nuncios de muerte; y, sobre todo, se le antojaba propicia   —14→   al cultivo de las letras, dotadas de igual poder que las armas para franquear el acceso a la gloria. Y como su locura entrañaba una persistente ansia de gloria, como su mayor sueño envolvía una demanda de fraternidad y belleza, como su heroísmo era una proyección del odio a la injusticia, bien podía colgar sus armas y requerir, los arbitrios de la elocuencia: porque también hay locuras, sueño, o heroísmo, en la palabra animada por santa ira, y en la honesta práctica de las virtudes cuya defensa toca a las armas.

Trazada la orientación de su destino inmediato, Don Quijote renueva sus esperanzas y planea nuevos desenvolvimientos de su actividad. Vuelve a triunfar sobre su natural timidez, y se le llena el pensamiento con la imagen de su señora, Dulcinea del Toboso, en cuyo encantamiento creía, por habérsela mostrado Sancho en la apariencia de una rústica labradora. Tal era en realidad, pero el hidalgo sólo amaba su ficción, sólo ahincaba su afecto en la ideal donosura que desde su retiro solariego atribuyera a la suscitadora de su callada pasión. Y pedía a su escudero que diese cumplimiento al sacrificio exigido por los encantadores, a fin de que pudiese recobrar Dulcinea la condición de su ser. Podía una caritativa demostración de solidaridad, para afianzar sus ilusiones y la activa fe que hasta entonces alentó su atrevimiento. Y para herir la sensibilidad de Sancho, para doblegar su dureza quiso unir la promesa al reproche: «¡Oh pan mal empleado, y mercedes mal consideradas las que te he hecho y pienso de hacerte... que yo post tenebras spero lucem!» (tras las tinieblas aguardo la luz). Pero no lo entendió el buen Sancho. Y a poco alzose un ruido indescriptible, formado por más de seiscientos cerdos que unos hombres conducían a la feria de un pueblo vecino, y que atropellaron irrespetuosamente al caballero y a su servidor. Quijotizado, pretendió Sancho vengar tan cerdosa desventura; pero hízole observar su señor que a los caballeros vencidos suelen picar avispas y hollar puercos. Y aquella noche fatigó el silencio con unas coplas que él mismo había compuesto para desahogar sus pensamientos. Cantó la pesadumbre que oscurecía su optimismo, la visión de la muerte que acrecentaba su ansia de vida.

Muy bien sabía el ingenioso hidalgo que al pobre y al vencido mellan todos, que todos punzan y hozan implacables en su honra y sus carnes. Pero había nacido para velar y, tras las tinieblas, esperaba la luz. No porque hubiera hecho suya la resignación jobiana, ni porque hubiera puesto su esperanza en el milagroso advenimiento que aguardaban los judíos, como algunos han creído comprender. Nada de eso. Esperaba la luz, porque las raíces y las proyecciones de su idealismo eran absolutamente humanas, y porque la entereza de su fe era inquebrantable. E hizo suyo el lema que en cierta manera representa la audacia de la inteligencia y los horizontes de la razón, cuando pensaba en los versos y conceptos que la vida pastoril habría de brindarle, cuando buscaba en las letras el lenitivo del pesar que le infundiera el temporal abandono de las armas. Y no es por azar que tal lema rodea el escudo de Juan de la Cuesta, el primer impresor de la verdadera historia de Don Quijote de la Mancha: pues era evidente que un golpe de fortuna jamás podría borrar esa larga serie de hechos hazañosos en los cuales fiaba su   —15→   gloria el hidalgo, así como la incomprensión del vulgo o la envidia de los bellacos no podrá nunca apagar las pregoneras voces que a la postre consagra la fama a las obras de mérito.

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Desde mediados del siglo XVI, el lema había ornado una sugestiva alegoría de la imprenta, cuya figura central presentaba un halcón, posado sobre un puño que salía de una nube. En las obras lanzadas por sus prensas la estampó Adrián Ghermart, librero e impresor de Medina del Campo (1550-1555), a quien probablemente se debe la invención de tal alegoría, pues la empleó en formas al cabo eliminadas del uso, antes de lograr su apariencia definitiva. Con facilidad se distinguen las marcas susceptibles de ser reguladas como ensayos; porque la nube se halla a la derecha, y tanto el puño como el halcón miran hacia la izquierda; y porque no ostentan las iniciales del impresor. Son dos: la primera, sin orla alguna, con los contornos propios de las figuras, luce en su parte superior el lema, escrito sobre una cinta a la cual se ha dispuesto en forma de lazos; y la segunda, encerrada en un medallón limitado por cinco líneas paralelas, presenta además una variante en la disposición del lema. Aquella no volvió a ser usada por impresor alguno, según parece; más la segunda se halla en obras impresas en Alcalá y Zaragoza, por Juan Gracián (1571-1587) y Juan Soler (1577), respectivamente. A su vez, la   —17→   marca ya definida en sus caracteres esenciales, presenta notorias variaciones en el estilo de la ornamentación externa; pero se la identifica, aún después de transcurridas varias décadas, por un pequeño círculo seccionado, cuyos campos superiores muestran las iniciales A.G. Una muestra el lema latino sobre una cinta ondulada, que da contorno a la marca por tres lados y cuyos límites parecen determinados por un cuadrángulo hipotético; otra luce una decoración renacentista, al centro de la cual se hallan las figuras de la alegoría, con las palabras del lema inscritas en el contorno; y en la tercera, enmarcada dentro de una decoración igualmente renacentista, se reduce la nube a un escorzo. De estas tres variantes, la primera fue usada, en 1632, por Jerónimo Morillo, impresor de Segovia; y las dos últimas, en 1602, por Juan Godinez de Millis, establecido en Medina del Campo, la ciudad donde trabajó Adrián Ghemart.

Algunos de los escudos antes descritos se encuentran en los impresos de Pedro Madrigal (1589-1600), quien, al año siguiente de haber instalado en Madrid su taller, sacó a luz La Traducción del Indio de los tres Diálogos de Amor de León Hebreo, hecha de Italiano en Español por Garcilaso Inga de la Vega. Pero luego diseñó una marca propia, que empezó a estampar en 1592. Sobre el lado inferior presenta ésta un león yacente, que simboliza la fuerza potencial de la imprenta; y en torno, una ornamentación de estilo barroco, a veces encuadrada entre líneas sencillas. A la Muerte de Pedro Madrigal, las marcas y otros efectos de su taller pasaron a poder de Juan de la Cuesta (1604-1627), el impresor que tal vez entabló mayor familiaridad con la verdadera historia del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, pues de sus prensas salieron tres ediciones de la Primera Parte (dos en 1605, y una en 1608) y la primera edición de la Segunda. Todas ostentan en su portada la alegoría cuyo lema era tan grato al manchego, así como la ostentan dos libros del quijotesco Miguel de Cervantes Saavedra, impresos también por Juan de la Cuesta, las Novelas Ejemplares (1613) y Los Trabajos de Persiles y Sigismunda (1617).

Y no aguardaba a Don Quijote una luz breve o pálida, sino deslumbrante y perenne. Porque dejaba tras sí el humanísimo ejemplo de sus glorias, conquistadas mediante el valor de su brazo y la discreción de su ingenio; pero agregaba a ellas la mayor, la que más carácter confiere a los hombres de letras y más egregia hace la dignidad de su ejercicio; le agregaba el triunfo sobre sí mismo, sobre su pasión heroica, sobre su odio a toda especie de follones. Abandonaba la caballería, calculando ganar prosélitos que el apacible retiro del campo hiciesen práctica de fraternidad y rindiesen culto a la belleza. Y, a despecho de todo artilugio bachilleresco, acudía a la razón, a los conceptos y al canto, para renovar su lucha por la justicia. Retornaba a su aldea, después de cruzar los caminos del mundo, para redimir a sus gentes de los egoísmos, de las oscuras cárceles en que se debatía su miseria, de la ignorancia que le impedía gustar los armoniosos secretos de la vida. Lejos quedaban los encantadores que trocaron sus ideales en cruda y deprimente realidad, lejos los cerdos que hollaron su desgracia y a los cuales dejó pasar con indiferencia, lejos la burla o la incomprensión, lejos las tinieblas. Tras la victoria sobre la enfermedad y la muerte, lo esperaba la luz.

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Obvio es que Don Quijote no había hallado repentinamente el nuevo estímulo de su fe. Harta flaqueza habría denotado su idealización de la caballería andante, si la pesadumbre de una derrota la hubiese descompuesto y empalidecido. Genio tornadizo y frágil, habría parecido el suyo, si una inspiración súbita fuese bastante para remodelar su conducta. Blancura extraña a su heroísmo habría revelado, si no osara desafiar las tinieblas, y se apartara de ellas para marchar hacia la luz. Y, en verdad, el amor de la aventura no opacó jamás la sutileza de su pensamiento, ni su canal estimación de las letras y la razón. La caballería andante, cuyo ejercicio requiere agudeza y claridad de entendimiento, «es una ciencia que encierra en si todas o las más ciencias del mundo» -había sentenciado el hidalgo-. Pues, quien la profesa «ha de ser jurisperito, y saber las leyes de la justicia distributiva y conmutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere pedido; ha de ser médico, y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure; ha de ser, astrólogo, para conocer por las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche y en qué parte y en qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada paso se le ofrecerá tener necesidad de ellas; y dejando aparte que ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales, descendiendo a otras menudencias, digo que... ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla». Su discurso no vacila ya. No intenta comprobar el balance que otrora hiciera, para dilucidar si las armas o las letras reúnen mayores excelencias y ventajas. Y difícilmente es posible reconocer al alucinado Don Quijote de la Mancha, al heroico y sorprendente Caballero de los Leones, en aquel sosegado platicante que ampara su elogio de las armas en la suposición de que ellas son cabales continentes de las letras. Sus aventuras son fundamentalmente contemplativas desde entonces. Con oportunos razonamientos, evita la riña que pudo excitar la estratagema empleada por el enamorado Basilio para frustrar las bodas de Camacho el rico. En las honduras de la cueva de Montesinos asiste «a la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado», y en conclusión establece «que todos los contentos de esta vida pasan como sobra y sueño, o se marchitan como la flor del campo». Desbarata el retablo de maese Pedro, porque los dichos y hechos de sus títeres no responden a la verdad que su corazón ama y defiende su brazo. Cuando sus argumentos no logran infundir el don de la palabra a los pueblos rebuznadores, ni poner par entre ellos, evita, al galope, la pedrea incomprensiva, y piensa que «es de varones prudentes guardarse para mejor ocasión». En la corriente del Ebro se confía a la ventura, sobre la débil cubierta de una barca, pero la desgracia malogra su ambición de liberar a un imaginario cautivo, reflexiona «que todo este mundo es máquinas y trazas contrarias unas de otras» y, sin aliento para revolverse contra la injusticia, agrega que ya no puede más. Después halla sabor al largo ocio que le granjea el ánimo burlesco del duque, da a Sancho sus clarividentes consejos sobre el arte de gobernar, aprecia en sus justos términos el goce de la libertad, y sólo se le renueva el espíritu cuando requiere   —19→   sus armas y sale nuevamente a la campaña. Pero está dicho que los hombres de armas tienen su descanso en el pelear, y que sólo fructifica en el ocio la erudición del humanista, la sutileza del pensamiento que se recrea en descubrir la esencia y la trascendencia de los hechos y las cosas. Por eso recae Don Quijote en el desaliento, cuando el campo se ensancha otra vez ante su vista, y unos labradores le descubren las imágenes ecuestres de San Jorge, San Martín, Santiago y San Pablo. «Estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas -explica a los atónitos campesinos-; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo, hasta agora, no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos». Fracasos y sinrazones han infundido en el espíritu del hidalgo la noción de su impotencia frente a las malas artes que infectan el mundo, y lo han incitado a reconocer la esterilidad de los esfuerzos que despliega contra ralea de toda talla. Surte en sus palabras la melancólica agonía. Y en dos frases de cabo roto confiesa la zozobra que lo invade: «Yo no puedo más», porque «no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos».

Ya no es Don Quijote el activo sostenedor de su idealismo: contempla y mide los alcances de su propio destino. Ya no es el héroe cuyo placer estaba en la acción misma: ahora inquiere acerca de los resultados y proyecciones que en cada ocasión se le alcanzan. «Déjame morir a mi a manos de mis pensamientos», que «yo nací para vivir muriendo» -advierte, transido de una angustia humanísima. Y el cronista aguza en este punto la graduación de los sucesos, para hacer comprensible la transición cumplida en el ánimo y la conducta del hidalgo. Una vacada lo maltrata, Sancho se le rebela y se declara señor de sí mismo, y los secuaces de Roque Guinart lo sorprenden en el bosque mientras se halla desapercibido y sin armas; ingresa a Barcelona, entre sones de fanfarria, para divertir a pícaros y chicuelos; y antes de ser vencido, allí, por el Caballero de la Blanca Luna, pasa por las más inopinadas y extraordinarias aventuras que jamás hubiera cumplido caballero alguno, pues escucha las revelaciones de la cabeza parlante y visita una imprenta.

«Fabricada por uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo», y alojada en un apartado aposento, la cabeza tenía la «virtud de responder a cuantas cosas al oído le preguntaren»; pero excluía de su competencia los juicios sobre pensamientos y deseos ajenos, y sólo atendía a la verdad objetiva o las normas de la costumbre y la moral. Admiraba y sobrecogía la pertinencia de sus respuestas, que un «estudiante agudo y discreto» trasmitía, por ingeniosos conductos, desde una oculta morada. Y aunque el temor a la censura eclesiástica obligase a desvelar el encanto de aquella cabeza, nada podía mellar el prestigio de su sabiduría respondedora. Arduos y no sabidos trabajos colocan una semejante, en dondequiera existe un hombre que anhela desenmarañar un problema y busca la luz necesaria para hallar solución a su laberinto. Es menester interrogarla en el silencio y con unción, pues su voz consulta y resume concepciones y vigilias de todos los tiempos. Pero ha de saberse que jamás contestará a las incitaciones de la sensualidad o la pasión, el deseo febril o el pensamiento malicioso, porque la discreción le aconseja   —20→   ignorar tales vivencias: y, en cambio, demostrará brillantez y exactitud al tratar verdades abstractas y hechos reales, sentencias éticas y presunciones bellas. Conoce y divulga los secretos del universo y del alma; pero niega su visión a los claustros de la sombra. Su presencia infunde fe y esperanza en el destino humano así como prudencia y fortaleza para medir y vencer sus etapas. Y el maravilloso encantador, que modela y copia tal cabeza para guiar el paso de los hombres, ha eliminado aquella vida aparente que denunciaba su origen hechiceresco; ha combinado materias, en los crisoles y las prensas de su taller legendario y, con sonrisa feliz, ha infundido la mágica virtud en las formas amables y frágiles del libro.

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-Qué título tiene el libro?-preguntó Don Quijote
Lámina de Lui Paret, grabada por J. Montero Tejada para la ediciónque Gabriel Sancha publicó, en Madrid, el año 1798.

Aún se hallaba dominado por tal encanto, cuando «sucedió que, yendo por una calle, alzó los ojos Don Quijote, y vio escrito sobre una puerta con letras muy grandes. Aquí se imprimen libros, de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto imprenta alguna, y deseaba saber cómo fuese». Cierto es   —21→   que en el retiro de su solar había cultivado el afecto de los libros con harta «afición y gusto», porque en sus fábulas encontraba asidero para remontarse sobre las decepciones que a su sentimiento imponía la decadencia de la caballería, pero su visita a la imprenta era muy ajena al antiguo recreo de su fantasía, porque al efectuarla se dejaba conducir por la razón y, lejos de disfrutar sólo la flor de la leyenda, se aproximaba ahora a su entraña y su gestación. Cierto es, también que su inquietud de humanista no había derivado aún hacia el oficio de escritor; pero sus hechos andaban ya en las vibrátiles relaciones del libro, dando motivo a la crónica y la polémica, y germinaba en su espíritu la emoción que a poco habría de inspirarle un saudoso madrigal. Su contento seguía el ejemplo de Erasmo, espejo de humanistas, que un siglo antes visitó en Venecia al impresor Aldo Manucio, a fin de vigilar la edición de Adagiorum Collectanea, y no sólo compartió su techo y su mesa, sino frecuentó el taller mientras aquí eran revisadas las pruebas y allá se adelantaba la impresión. Y «entró con todo su acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquella, y finalmente, toda aquella máquina que en las imprentas grandes se muestra. Llegábase Don Quijote a un cajón, y preguntaba qué era aquello, que allí se hacía: dábanle cuenta los oficiales, admirábase, y, pasaba adelante».

Exacta, aunque indirecta noción de la estampa que en esa visita captara el hidalgo ha sido conservada por Tommasso Garzoni, en aquella minuciosa Plaza Universal de todas Ciencias y Artes, pulcramente traducida al español, y oportunamente aumentada por Cristóbal Suárez de Figueroa (1615). Y a través de la descripción pertinente se comprende cuánto debió ser el asombro que infundieran a Don Quijote las ingeniosas tareas de la imprenta. Leemos:

Consta de varios instrumentos y oficiales, como fundidor, componedor, corrector, tirador y batidor. Toca al primero fundir caracteres, viñetas, que son ciertas flores halladas para ceñir cosas que requieren particular curiosidad y reglas para dividir y cercar las placas o páginas. Para la fundición se derrite estaño y plomo, todo mezclado en una cuchara de hierro grande y con otra pequeña se echa el metal en sus moldes de hierro, con las matrices de cobre, donde esta formada la letra. Quiérase pásase por una piedra y se compone para cortarle el pie, porque estén iguales y derechas, y luego se cuentan y entregan al impresor.

Pertenece al componedor sacar del original lo que ha de componer. Los instrumentos necesarios para semejante ministerio son letras usuales e iniciales, ligaturas y diptongos de diferentes formas y grandezas, aunque de una misma igualdad y altura. Los mayores son caracteres de canto o música: luego gran Canon, menor Peticanon y respectivamente menores las de misal, parangona, texto atanasia, lectura, breviario, glosa, miñona y nonparella, con griego y hebreo en proporción. Échanse las letras en una caja grande, dividida en otras pequeñas, llamándose distribuir el repartirlas en semejantes cajetines. Distribuida la letra, se pone el original, que se debe acomodar en cierto instrumento largo y angosto, con un encaje al pie donde se tiene firme con nombre de divisorio. Pónese en forma de cruz otro de hierro o palo de una pieza, que desde el principio al fin está cortado por medio, sirviendo de ceñir el original, porque no se caiga, y de ir apuntando con él, la materia que se compone, y diese mordante. Lee el componedor lo que ha de sacar, y en otro instrumento de una o dos piezas, de palo, metal o hierro (con cierta concavidad bastante para poner en él las líneas de la medida que se quiere hacer), se va componiendo y ajustando los renglones iguales todos, llamando espacio al que divide una palabra de otra, y cuadrado al que parte los mismos renglones, siendo uno de otro del propio metal que las letras. Compuesto el renglón, se pone en otro instrumento de madera con unos   —22→   perfiles en forma de paredes más bajas que la letra por cabeza y lados solamente que se llama galera, y se pone ladeada la parte inferior, porque no se caiga lo compuesto. Por el pie entra una tablatan delgada como un cartón con una parte de ella que sale fuera de la galera, de cuatro dedos de largo y dos de ancho en su principio, y al fin de cuatro poco más o menos; y a ésta llaman bolandera. Ya hecha la página se ata con una cuerda, sácase la bolandera, pónese encima de una tabla igual y lisa, y tirando de ella, queda la página en la tabla. Compuestas las páginas competentes, según la marca en que va el libro, grandes o pequeñas, que llene un pliego por la una parte (sea de a folio, de a cuatro, octavo, diez y seis, treinta y dos, sesenta y cu atro, y otras), se pone un instrumento de hierro igual, liso y fuerte, hecho de cuatro piezas juntas y unidas, y otra que atravieza de alto abajo por medio, que ciñe aquellas páginas de que consta la forma y se dice rama. Esta tiene ciertas concavidades por los dos lados, y el pie en que encajan, de metal, cobre o hierro, ciertos pedazos que llenan aquellos vacíos, llamados porquezuelas. Atraviesa la rama y porquezuela un agujero con roscas dentro, por donde entran ciertos tomillos. Pónense en la parte alta unos palos que llaman cabeceras. El hierro que atraviesa la rama y las reglas que se le arriman, se dicen cruceros: lo que se pone a los lados, lado, y pie, lo que se pone al pie, siendo la obra de a folio; mas si de otra suerte, se llaman medianiles, por demediar las páginas y sus divisiones. Después se ponen dos hierros a los pies, y otros dos a los lados, llamando imponer a esto, y al poner las páginas en tal concierto y orden que se puedan leer. Impuesta la forma, se aprietan fuertemente los tornillos, dando vueltas con un instrumento de hierro con nombre de llave, que tiene dos como clientes en que encajan los tornillos. Llévase tras esto a la prensa, donde se saca una muestra que llaman prueba, dándose al corrector para que corrija las mentiras y las enmiende el componedor. Estámpase al fin en la prensa, llamando tirar a semejante operación. La prensa consta de varios instrumentos: tablado, dos piernas o maderos a propósito, escalera, dos bandas camprones, cofre, cigüeña, carro con cierta cuerda manija, una piedra en que asiente la forma con hierros y tornillos a los lados, con nombres de visagras y cantoneras. De aquí está asido uno que llaman tímpano, cubierto de pergamino. Hállanse en él dos puntas a quien dicen punturas, para que el papel esté firme aquí se pone el pliego, y se prende con unos instrumentos llamados chavetas, de que se hace otro dicho frasqueta, que guarda limpia la obra. Dásela tinta que consta de aceite de linaza y trementina, sin llevar rejalgar, como pensaron algunos ignorantes. Cuécese y confecciona, recibiendo después el color negro de humo de pez, y el colorado de bermellón. Toca al Tirador el cargo principal de la prensa; él es quien ajusta para que los renglones salgan a la vuelta (que llaman retiración) en línea con los precedentes que se dicen del blanco. Es propio suyo mirar las concordancias del guión o reclamo de la signatura, que es la letra que se pone al fin de algunas páginas, como A2, y el reclamo es la palabra última de la página que está junto a aquella signatura, que concuerda con la que se sigue. También es de su obligación mojar el papel, no pudiéndose imprimir ceco.

Pertenece al Batidor ser coadjutor del Tirador, como subordinado a él, y hacer las balas, que son ciertos instrumentos a manera de plato con un palo que sale de ellas, con que se toman en la mano. Hínchense de lana, cúbrense de valdres; toman tinta con las mismas, y después de bien repartida (a quien llaman distribuir) se la dan a la forma. Es suyo asimismo mezclar la tinta, para que salga bien negra; lavar las formas con lejía para que se limpien, etc.



Difícilmente puede establecerse en qué taller contempló el hidalgo «toda aquella máquina que en las imprentas grandes se muestra», pues el cronista de su historia no conoció Barcelona sino de oídas y en esta parte de su relato hubo de adobar los sucesos con notas vagas o ficticias. Pero, eliminando de la cuenta una decena de impresores, cuya actuación escasa o circunstancial sugiere la propiedad de un pequeño taller, no son muchos los que pudieron ser afectados por la mención. No lo sería Juan Amello (1598-1611), porque tuvo instaladas sus prensas en la Plaza de la Trinidad y fue en «una calle» donde vio Don Quijote el letrero que excitó su interés por «saber cómo fuese» el arte de imprimir: ni lo sería, tampoco, Lorenzo   —23→   Deu (1611-1646), establecido frente al palacio del rey. Es posible que aquella imprenta grande perteneciese a Jaime Cendrat (1578-1607); a Sebastián de Cormellas (1592-1654), cuya activa tipografía estuvo en la tortuosa calleja del Call; a Gabriel Graelís (1598-1619), asociado con Gerardo Dotil hasta 1613; a Jerónimo Margarit (1606-1634), quien lució su cartel en la calle de Petritxol; a Sebastián Matevad (1610-1632), quien actuó durante varios años (1609-1617) en sociedad con el citado Lorenzo Deu; a Gabriel Nogués (1614-1646) o a Esteban Liberós (1613-1652), cuyas prensas trabajaron en la calle de Santo Domingo.

Pero ninguna hipótesis concuasa estrictamente con los datos alusivos a los libros que a la sazón preparaba aquella imprenta; Le Bagatelle, cuya traducción en lengua castellana estaba componiendo el cajista y dio pie a Don Quijote para destacar su conocimiento del toscano, y para tratar irónicamente sobre los traductores que siguen la letra y no penetran en el espíritu del idioma traducido; Luz del alma, uno de cuyos pliegos «estaban corrigiendo» y le permitió expresar que «tales libros... son los que se deben imprimir porque son muchos los pecadores que se usan, y son menester infinitas luces para tantos deslumbrando; y «la Segunda Parte del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», compuesta por un tal, vecino de Tordesillas», a cuenta de la cual adujo «que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables, cuando se llegan a la verdad o a la semejanza de ella, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas». Porque la relación tordesillesca de las andanzas de Don Quijote fue impresa en Tarragona, por Felipe Roberto, el año 1614; aún la auténtica apareció en Barcelona sólo el año 1617, cuando su fautor había tramontado la vida; y aunque el presunto encuentro de su falsa historia puede tomarse como pretexto para hacer viable la manifestación del despecho que ella causaba al hidalgo, asoma como un estímulo propició a la definición de su íntima agonía. En efecto: llámese «inmortalidad a la reputación que se deja a la posteridad y virtud al amor de las letras» -conforme lo decía Erasmo, refiriéndose a la opinión de su tiempo-; recuérdese que los hombres de letras deben mucho «a los de las armas, porque [éstos] les dieron tan grandes hechos, como los que cada día hacían, para que tuvieran qué escribir toda su vida» -según lo advierte el Inca Garcilaso de la Vega-; no se olvide que Don Quijote estimó alguna vez como extemporáneo su ejercicio de la caballería andante, porque la pólvora y el estaño le hacían recelar de hacerse famoso y conocido por el valor de su brazo y los filos de su espada; y se comprenderá que, al denostar contra «las historias fingidas», rechazaba el hidalgo la fama que no diese a sus hechos el aliento que su voluntad heroica les asignaba. No le placía aquella especie de inmortalidad que pregona el nombre y desdeña recordar las obras del hombre. Y, entendiendo entonces que su lucha por la justicia debía correr pareja a la tarea de infundir «infinitas luces para tantos deslumbrado» como en el mundo existen, reclamando la actividad de las prensas para que la propagación de la verdad hiciera buena y deleitable la existencia, volvería su pensamiento a la profunda palabra de Erasmo: «¡Cuantos vemos que estiman más el nombre de doctos y buenos, que la obra de ser buenos y doctos»! Acataría esa palabra como la destellosa claridad de una inspiración, porque «la razón nos fuerza a confesar que son... locos los que con mucha gana van a la guerra y con incierta esperanza de una poca ganancia ponen cuerpo y ánima a manifiesto peligro». Y como amaba la trascendencia altruista de la misión que había   —24→   asumido, porque a ella tenía fiada su satisfacción íntima, no le era dado renunciar a su obra por la fama dada a su nombre. Salió de la imprenta, contrariado y mohíno, repitiendo tal vez la desazonada expresión de su angustia: «Ya no puedo más», porque «no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos».

No cabe duda que los sinsabores habían mellado el heroísmo caballeresco de Don Quijote, pues no hizo desbarato alguno en el taller donde se daba a la estampa una historia que a su conciencia sólo parecía digna del fuego; y antes había desenvainado su espada contra el retablo de maese Pedro, por no consentir que en su presencia fuese desfigurada la fama de un atrevido caballero, y había retado a cuantos hicieren burla de la caballería. Aventurose por los caminos de España con el propósito de acreditarse como «el más valeroso andante que jamás se ciñó espada», afanoso de emular con sus hazañas a «todos los doce Pares de Francia, y aún a todos los nueve de la Fama»; pero ahora aguijábale sobremanera el ansia de ganar e infundir la verdad, y a las armas sucedía en su ánima la devoción por las letras. En los comienzos de su admirable ejercicio había proclamado, altivamente, la sin par donosura de Dulcinea del Toboso -«por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo»-; pero sobre ella empinó la hermosura de su dama el Caballero de la Blanca Luna y, aun sin arriar su firmeza ni declinar la cita al campo del honor, respondió cortésmente -«no diciéndonos que mentís, sino que no acertáis en lo propuesto»- a la bravata. Abatida su euforia caballeresca, Don Quijote llegaba a la clara y luminosa actitud que suele promover la decisión de toda lucha interior. Acendrado su amor por las letras, desde su visita a la imprenta, llegaba también a la virtud de los humanistas -«con mis hazañas me contento, tales cuales ellas son»- y mostrábase realista, comedido, tolerante. Vencedor de la ignorancia y del error, y de la locura contra la cual había demostrado Erasmo, llegaba a la razón y la prudencia -«vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño»-. Llegaba a la inmortalidad y la luz.




ArribaAbajoAntonio Ricardo, primer impresor limeño

Desde los tiempos iniciales de la ocupación española, fueron numerosas las ordenanzas que en América intentaron restringir, controlar y prohibir la introducción, el comercio y la impresión de libros. Bien, para cautelar y aun modular las versiones referentes a los hechos de la conquista y el gobierno de los indios; bien, para evitar la propagación de las ideas contrarias al dogma cristiano, las discusiones doctrinarias sobre el origen y la legitimidad del derecho, y aun la ingenua recreación que se buscaba en la lectura de las hazañas de los caballeros afamados por amparar a los débiles y los oprimidos. Y, desde luego, fue así en el virreinato del Perú: hasta que la estrechez de esas ordenanzas fue rebasada por las necesidades del gobierno, la evangelización de las poblaciones nativas y los requerimientos generales de la educación. Sin contar siquiera con autorización previa, el tipógrafo Antonio Ricardo instaló su taller en el convento jesuita de Lima, y   —25→   con la garantía de la orden atendió durante varios años a la impresión de estampas, naipes, invitaciones y otros pequeños trabajos. Fueron años oscuros y difíciles para el aventurado empresario, que arriesgó su tranquilidad y su prestigio social mientras se dilataron las gestiones burocráticas. Y al evocarlos podemos reconocer que la introducción de la imprenta se efectuó en el Perú bajo el signo de la clandestinidad.

Antonio Ricardo, originario de Turín, bordeaba ya la media centuria, pues había nacido en 1532. Era hijo de Sebastián Ricardo, natural de Monticello y perteneciente a una vieja familia de tejedores piamonteses, y de Guillermina Palodi, de la propia ciudad de Turín. Llegado a la mocedad, había iniciado el aprendizaje del arte tipográfico en el taller de Gerónimo Farina; y rindió satisfactoriamente las pruebas exigidas para ser reconocido como maestro del oficio. Pero los privilegios discernidos en favor de algunos empresarios del gremio, unidos a las dificultades económicas familiares, le impidieron realizar su propósito de establecer imprenta propia. Y a la postre optó por emigrar, con el ansia de conquistar en otros lares los esquivos favores de la suerte.

Afectos y recuerdos perfilaron la animada imagen de su ciudad natal, que desde entonces evocó Antonio Ricardo cuando la nostalgia señoreó en sus veladas. Turín había sido un activo centro mercantil durante los siglos XIII y XIV, pues su situación la había colocado en la ruta de los comerciantes que llevaban los productos de Francia y los Países Bajos hacia Italia y el Oriente, o viceversa. En los campos aledaños prosperaba el cultivo de la morera, y la manufactura de tejidos de seda ocupaba a numerosos artesanos. Pero al terminar el siglo XV fue perdiendo su importancia, porque el Piamonte se convirtió en campo de las luchas entabladas entre los ejércitos franceses y españoles que disputaban la dominación de Italia. Sufrió entonces las invasiones dirigidas por Carlos VIII y Luis XII; y luego las prolongadas guerras entre Francisco I y Carlos V, que durante dos décadas mantuvieron la región bajo una severa ocupación francesa. Quedaron arruinados los campos, casi paralizada la manufactura, y debilitado el comercio. Hasta que Manuel Filiberto de Saboya, al frente de las tropas españolas, ganó en Flandes la batalla de San Quintín (10-VIII-1557), y en el tratado de Chateau-Cambresis (1559) obtuvo de España la garantía de la unidad territorial y política de su principado. De modo que las exigencias del equilibrio europeo convirtieron al Piamonte en dique de la expansión francesa en Italia. Y la artesanal ciudad de Turín, transformada en capital del principado (1561), fue desde entonces escenario de extraordinarios despliegues militares, que cambiaron por entero la faz de su vida. Los hombres de 18 a 50 años fueron llamados a las armas, y muros fortificados aseguraron la defensa contra los enemigos. Los honestos burgueses, los artesanos empeñosos que durante la ocupación extranjera buscaron en otras ciudades el ambiente propicio para sus actividades, emigraron para no sufrir los excesos del dominio señorial. Y entre ellos abandonaron Turín los vástagos de los Ricardo.

Allí quedaron los padres, arraigados a la vieja ciudad por las entrañables memorias que emergían de los rincones hogareños, y por las satisfacciones que les granjeaba la posición lograda. A Venecia marchó un buen día Pedro Ricardo,   —26→   atraído por el prestigio de sus variadas manufacturas y por la resonancia que a esa república dieron los Manucio, al convertirla en foco del humanismo. Después lió sus bártulos Antonio Ricardo, con algún dinero obtenido en calidad de préstamo; y dirigiose también hacia Venecia, con cierta expectativa de apoyarse en las relaciones y la experiencia que hubiese conquistado su hermano. Ambos trabajaron en las tipografías de la ciudad, aunque con fortuna muy diversa: pues su reciente avecindamiento y las normas gremiales oscurecieron las esperanzas de Antonio, quien hubo de contraer nuevas deudas para atender a sus necesidades; y ya habían llegado a la considerable suma de 1000 pesos, cuando Pedro decidió asumir la obligación de pagarlos, para que su situación profesional no sufriera el perjuicio que solía proyectarse sobre las familias cuando un deudor era requerido por la justicia.

En coyuntura tan crítica, Antonio Ricardo viose precisado a reanudar su peregrinaje. Una vez más lo ayudó su hermano, proveyéndolo de algún dinero para que pudiera trasladarse a otro lugar en busca de oportunidades; y al dejar tras de sí la estampa del puente Rialto y los canales rumorosos, no dejaría de repasar las previsiones y los encargos que debían facilitarle su introducción en ciudades tal vez hostiles. Inclusive, porque tal vez intentaba vincular ese viaje con gestiones mercantiles, pues, en virtud de escrituras y recaudos de diversas personas, había reunido unos 1000 pesos. Lo cierto es que dirigió sus primeros pasos hacia Lyon, donde entonces prosperaba el famoso impresor Sebastián Grifus; pero no permaneció allí, porque el calvinismo había impuesto la lucha confesional y contrariaba los anhelos de paz que llevaron al turinés fuera de su patria. Pasó a España, cuyos círculos universitarios y literarios se hallaban agitados por la influencia cultural italiana; y, animado por un claro conocimiento de la esterilidad a que están condenados los esfuerzos individuales del hombre de buena fe, no pretendió establecerse en ciudad alguna, sin contar previamente con el valimiento de algún cortesano. Aún más: es posible que no se fijara ningún lugar de la península como definitivo punto de destino, sino las nuevas y promisoras tierras de América, vistas entonces como el mundo del oro y la maravilla.

De tránsito por diversas ciudades, ofició unas veces como tipógrafo y otras como cobrador, y se vio obligado a solicitar préstamos para cubrir la deficiencia de sus ganancias. Sus mudanzas coincidieron, en forma muy reveladora, con los cambios de residencia de la corte. Estuvo en Valladolid; en Medina del Campo, donde quedó debiendo 300 pesos; y quien sabe si en Toledo, Alcalá y Madrid. Sus empeñosas solicitudes debieron exigirle más de un sacrificio, pues en España se miraba a los extranjeros con tanto recelo como a los herejes y los judíos; y alguna plegaria debió asomar a sus labios cuando fue autorizado su viaje a la Nueva España y obtuvo una carta de recomendación para el virrey, don Martín Enríquez de Almanza, que había tomado posesión de su gobierno el 5 de noviembre de 1568.

Al alejarse de las costas ibéricas, Antonio Ricardo evocaría sus andanzas y sus dificultades económicas; lenta y calladamente, ordenaría en su pensamiento las experiencias adquiridas; y, mirando hacia el horizonte que la proa del barco   —27→   desafiaba, alentaría una esperanza, un ilusionado optimismo en la promesa de América. Corría el mes de noviembre de 1569. Vientos y oleajes zarandearon la nave durante varias semanas, demorando la visión de la costa deseada, y ya se había iniciado el año 1570 cuando llegó a México.

De muchos tipógrafos de aquella época se dice que en sus mudanzas, de un lugar a otro, llevaban sus talleres debajo del sombrero. No porque fueran de dimensiones mínimas, sino porque los riesgos eran muchos e imprevisibles en todos los caminos, y se consideraba preferible confiar la instalación de la empresa al personal dominio sobre la fabricación y el manejo de los implementos. Y si a ello se agrega la crónica escasez de sus recursos, debe creerse que Antonio Ricardo no condujo taller propio a México. Hubo de emplearse en el que heredara Pedro Ocharte, francés con quien probablemente trabó amistad durante su permanencia en Lyon; y, por añadidura, yerno y sucesor de Juan Pablos (o Paoli), natural de Brescia e introductor de la imprenta en México. Pero ciertos dichos emitidos con ligereza hicieron a éste sospechoso de calvinista; fue apresado por el Tribunal del Santo Oficio (1573) y quizá sometido a interdicción; y su imprenta quedó paralizada durante siete años. No obstante, concertó cierta asociación con Antonio Ricardo en ese lapso, y juntos respaldaron la impresión de algunos trabajos (1578). Y al mismo tiempo fue requerido el turinés para dar movilidad y eficiencia a los tipos y prensas que la Compañía de Jesús había recibido de España, y, basado en el trabajo que el respectivo concierto le garantizó, adquirió algunos implementos para completar y mejorar la dotación de esa imprenta, que durante dos o tres años funcionó «en el Colegio de San Pedro y San Pablo». En ella dio a la luz unos diez libros, caracterizados por sus tipos itálicos y cursivos, de corte elegante y preciso, y adornados con letras capitales y viñetas que parcialmente aparecieron antes en las ediciones de Juan Pablos, Antonio de Espinosa y Pedro Ocharte. Destaca entre esos libros el Sermonario en lengua mexicana, con un catecismo en lengua mexicana y española (1577), debido al agustino Juan de la Anunciación.

Aquella relación decidió el rumbo que habría de emprender la vida de Antonio Ricardo: pues merced a las informaciones de los jesuitas supo que aún no existía imprenta en el Perú; y que la evangelización de los indígenas requería la implantación de un taller que permitiese una vigilancia directa sobre la impresión de los textos doctrinarios, expresamente redactados en las lenguas nativas. Quizá atendió también a la benévola disposición que le mostrara el fiscal del Tribunal del Santo Oficio, Alonso Fernández de Bonilla, nombrado para efectuar en Lima la visita general de las instituciones, y activamente ocupado en preparar su inmediato traslado al puerto de Acapulco. En consecuencia, rogó al prelado que lo incluyese en la relación de personal que habría de acompañarlo, a fin de obtener el correspondiente permiso para sí e inclusive para Gaspar de Almazán y Pedro Pareja, tipógrafos que debían auxiliarlo en sus trabajos. Pero de nada le valieron los buenos oficios que en su favor interpuso el inquisidor, porque tanto el mandatario como el fiscal de la Real Audiencia, Pedro de Arteaga y Mendiola, accedieron únicamente al viaje de Pedro Pareja y opinaron que las ordenanzas vedaban el de Antonio Ricardo, debido a su condición de extranjero y a la circunstancia de disponerse a dejar en México   —28→   a su mujer, Catalina Aguda. Y no cejó por ello en sus empeños, aunque sentimentalmente lo afectara la inflexibilidad de esas autoridades, que a través de los años habían apelado a su arte y habían conocido su limpia ejecutoria: pues, atento a la idiosincrasia de los empleados de la administración colonial, sabía que en algún lugar obtendría las constancias que le permitirían embarcarse hacia el lejano país que entonces lo alucinaba.

Ocupose con cierta impaciencia en dar cima a sus preparativos de viaje: disponiendo la venta de los libros salidos de sus prensas, negociando la cancelación de viejas deudas y la obtención de nuevos préstamos, y, fundamentalmente, ajustando con Pedro Ocharte la compra del material tipográfico indispensable para la imprenta que debía instalar en Lima. Es posible que por instantes lo invadiese el desaliento. Pero a la postre logró vencer sus dificultades, mediante dos compromisos enervantes: 1º, el arraigo de su mujer en México (III-1580), para garantizar a sus acreedores la buena fe del cónyuge, aunque de modo eufemístico se apuntó que debía permanecer allí para cuidar a sus ancianos padres; y 2º, el reconocimiento de una deuda a Pedro Ocharte, ascendente a 2300 pesos, y para cuya cobranza otorgó éste un poder a Melchor Pérez del Rincón, vecino de Lima, a fin de que interpusiera las medidas necesarias para lograr el pago. Y tras de superar todos los obstáculos adelantose hacia Acapulco con una parte de su equipaje, en tanto que las súplicas y lágrimas de Catalina Aguda lograban que el doctor Alonso Fernández de Bonilla accediese a llevar hasta el puerto los materiales comprados a Pedro Ocharte, en cajones acondicionados sobre seis mulas.

Antonio Ricardo llegó a la abrigada playa del puerto cuando ya había zarpado el barco dirigido hacia el Callao, y a cuyo bordo viajaba el áspero fiscal de la Real Audiencia de México que le negara el permiso solicitado para trasladarse a Lima. Había sido promovido a la categoría de oidor de la Real Audiencia de Lima hacía veinte meses (5-VII-1578) y hasta entonces había diferido su viaje. Su deseado alejamiento aplacó los temores que al tipógrafo inspiraba la estrechez formalista del funcionario, y con alguna tranquilidad pudo aguardar la llegada del comprensivo Alonso Femández de Bonilla. Y en el puerto, convencido tal vez por el trato amistoso que el influyente clérigo dispensara a Antonio Ricardo, el patrón del navío «San José» aceptó llevarlo, con sus acompañantes y su abultado equipaje. Pero muy poco le duró el gozo, pues, a pesar de ser apacible la travesía, quizá llegó únicamente hasta el límite jurisdiccional de la Real Audiencia de México, y desde allí viose precisado a emplear «diversos navíos» hasta desembarcar en el Realejo, caserío costero de la provincia de Nicaragua, perteneciente a la Real Audiencia de Guatemala. Quedó virtualmente abandonado, pero muy animoso. Se trasladó con presteza a la vecina ciudad de León, la capital provincial, a fin de gestionar al anhelado permiso ante el gobernador Diego de Artieda Chirinos, para quien habría recabado en México algunas cartas de recomendación.

Con cierta humildad, pero alentado por la apasionada firmeza de quien cumple un destino, le hizo una pormenorizada relación de sus cuitas. Y como el dignatario comprobara que se hallaba «con imprenta para pasar a los reinos del Perú e... imprimir libros de doctrina cristiana, ansí en lengua natural como latina y de español   —29→   y otras cualesquiera lenguas, de que resultará utilidad a los naturales de aquella tierra, y para el dicho efecto tenía registrados y cargados los moldes y aparejos necesarios en el navío nombrado Santa Lucía, que va al presente a los dichos reinos del Perú... [dio] licencia al dicho Antonio Ricardo para que libremente, sin incurrir en pena alguna, se pueda embarcar... e ir a los dichos reinos del Perú, llevando las certificaciones ordinarias» (16-X-1580). Quizá le costó algún sacrificio ese permiso, según se murmuró en aquellos lares, pero no cabe duda que el gobernador Diego de Artieda y Chirinos procedió conforme a un justo criterio, en cuanto reconoció que el virreinato del Perú debía tener imprenta, no sólo porque ya la tenía el de México, sino porque así lo imponía el mandato de la civilización.

Amparado así por una autorización oficial, y con una orden expresamente dirigida al maestre Pedro de Escobar, pudo embarcarse en el navío «Santa Lucía» (18-X-1580). Tal vez acodado en la borda, contemplaría cómo se desdibujaban en el horizonte las arboledas próximas al Realejo, e imaginaría la vida de Lima, la ciudad rica y pomposa, cortesana y sensual, pero también culta, recatada y religiosa. Cifraría algunas expectativas en la protección de los jesuitas, cuyas noticias sobre el Perú le infundieron esperanzas en la prosperidad y el respeto que allí le granjearía su trabajo. Y no dejaría de pensar en su encuentro con personajes que había conocido en México: tales como el adusto oidor Pedro de Arteaga Mendiola, o el amistoso visitador Alonso Fernández de Bonilla, o el propio virrey Martín Enríquez de Almansa, que había sido promovido al gobierno del Perú (26-V- 1580) y muy pronto emprendería viaje desde Acapulco (9-XII-1580) para asumir sus nuevas funciones. En verdad, tramontaba una definitiva etapa de su vida, consagrada al difícil aprendizaje que se decanta en la experiencia y, hasta su muerte, al ordenamiento legal y la cultura del Perú.

Corría el mes de enero de 1581 cuando arribó al Callao. Inmediatamente debió adelantarse hacia Lima para buscar un acomodo conveniente, mientras Pedro Pareja y Gaspar de Almazán quedaban encargados de cuidar el traslado de su preciosa carga. Recurrió a los jesuitas, en demanda de la ayuda esperada o prometida; y sin dificultad logro que en el Colegio Máximo de San Pablo se le concediera una amplia estancia para la instalación de su taller, que desde entonces contó con la garantía de los PP. José de Acosta y Juan de Atienza, provincial de la compañía y rector del colegio respectivamente. A título de prueba, y para satisfacer a sus protectores, Antonio Ricardo debió hacer algunos trabajos menores: impresión de grabados -con las efigies de Cristo, San Agustín, San Francisco o Santo Domingo- que podían ser ofrecidas como estampas, pequeñas cédulas que se daba a los fieles para constancia de su asistencia a los actos del culto, y papeles circunstanciales. Pero no fui posible eludir la prohibición que por medio de una carta había estipulado Felipe II, a fin de impedir que en Lima hubiese imprenta; y para neutralizar las objeciones e inconvenientes que pudiesen referirse a su condición de extranjero, Antonio Ricardo movió a Pedro Pareja para que se presentase ante el cabildo de la ciudad y la Universidad Mayor de San Marcos y les solicitase que a su vez impetrasen del monarca la abrogación de esa prohibición, y además elevase una humilde invocación al propio Felipe II.

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Demás está decir que ambas instituciones acogieron favorablemente las instancias del impresor, porque en el cumplimiento de sus funciones compulsaban día a día la necesidad de un taller tipográfico; y, sin mencionar la petición suscrita por Pedro Pareja, cada una elevó al Rey una súplica, para que autorizase el funcionamiento del benéfico establecimiento, aun con las limitaciones que se juzgase oportuno fijarle. Según el Cabildo (12-VIII-1581), «la prohibición [se había hecho] en tiempo que en este reino no era necesaria la dicha imprenta, y ahora lo es, por haber en esta ciudad Universidad y los naturales parece que se van inclinando a vida política, demás de haber personas que se dan a las letras, y se darían más si hubiese aparejo para imprimir algunos libros, que serían de aprovechamiento, así a los naturales como a otras persona». Y según la Universidad Mayor de San Marcos (13-VIII-1581), «la mudanza de los tiempos y la necesidad que en ellos ocurre por abundancia de letras y ejercicio grande que en ellas hay, con... la fundación y dotación de la Universidad y estudios della, ha mostrado ser cosa muy necesaria que haya imprenta y maestros della, como las hay en la Nueva España, para que se puedan imprimir algunos libros necesarios para los principiantes y otros actos y conclusiones que de ordinario se tienen en la Universidad, y cartillas para los niños, y catecismos para la instrucción y doctrina de los naturales... y para que los que se dan a las letras se animen más a trabajar con pretensión de sacar a luz sus trabajos». Pero es curioso anotar que el conocimiento de tales «súplicas» no inspiró al monarca ni el más mínimo interés, y fueron guardadas sin agregarles alguna de esas apuntaciones rutinarias que usan los burócratas; y solo al cabo de veinte meses (17-IV-1583) fue actualizado el asunto, cuando el soberano se dignó considerar la solicitud de Pedro Pareja, y con displicencia dilatoria exigió que el virrey y la audiencia informasen sobre la materia.

Aquella morosa condescendencia no había obedecido a las suplicatorias instancias del cabildo de Lima y la Universidad Mayor de San Marcos, pues la altivez real no solía conmoverse ante las innovaciones pretendidas por los súbditos. Atendió a un requerimiento del III Concilio Limense, inaugurado por el arzobispo Toribio Alfonso de Mogrovejo, el 15 de agosto de 1582, y cuyas laboriosas discusiones se aplicaron a la preparación de un catecismo en lengua índica, así como a un confesionario para párrocos de indios y a los métodos que trasmitiesen a éstos una eficiente enseñanza de la doctrina cristiana. Empeñosamente se volcaron los miembros del Concilio a la redacción, la corrección y la traducción de los textos a las lenguas quechua y aymara; en el curso de sus trabajos reconocieron la necesidad de proceder a su impresión, para difundirlos entre los párrocos y los fieles; y, lógicamente, convinieron en que era preciso efectuar esa impresión en el país, por ser imposible enviar hasta España a los maestros de las lenguas nativas que deberían cuidar la corrección, y por ser indispensable evitar el daño espiritual que originarían los errores que se deslizasen en la impresión. Apelaron por ello a la Real Audiencia, para que intercediera ante el monarca y obtuviera la esperada autorización del funcionamiento de la imprenta existente en la ciudad. Y tal vez entonces exhumose en la corte la desdeñada solicitud de Pedro Pareja.

Las tareas conciliares adelantaron con más prontitud que los trámites oficiales, y tanto el catecismo como el confesionario estaban concluídos (15-VIII-1583) cuando   —31→   la providencia real parecía aún muy lejana. Por ello se decidió que la imprenta iniciase sus trabajos reservadamente; tal vez con alguna prueba se dio a conocer el hecho al Virrey y a los oidores de la Real Audiencia; y al comprobarse la especial delicadeza de los textos, así como la cuidadosa vigilancia que requería la impresión, aquella alta corporación resolvió otorgar su autorización al funcionamiento del taller tipográfico de Antonio Ricardo (13-II-1584). Dichos oidores fueron: los licenciados Juan Bautista Monzón y Cristóbal Ramírez de Cartagena, y los doctores Pedro de Arteaga y Mendiola -el mismo que en su calidad de fiscal de la Real Audiencia de México negose a otorgar el permiso solicitado por el impresor para trasladarse al Perú- y Alonso Criado de Castilla. Y para justificar la aparente liberalidad de su acuerdo estipularon que los trabajos de la imprenta se efectuaran bajo la responsabilidad de los PP. José de Acosta y Juan de Atienza. En efecto: «dieron licencia para en esta ciudad, en la casa y lugar que esta Audiencia señalare, o en la que nombraren las personas a quienes se comete, y no en otra parte alguna... Antonio Ricardo, piamontés, impresor, que de presente está en esta ciudad, y no otro alguno, pueda imprimir e imprima el dicho catecismo original, que está firmado y aprobado por los dichos reverendísimos congregados en el dicho concilio, y el Confesionario y Preparación para morir, con que a la impresión asistan el P. Juan de Atienza, rector del Colegio de la Compañía de Jesús, o el P. José de Acosta, de la dicha Compañía, con dos de los que se hallaron a la traducción de ellos de nuestra lengua castellana en las lenguas de los indios». En verdad, era una licencia precaria: que permitía subsanar la clandestinidad de los trabajos efectuados para imprimir los primeros pliegos del Catecismo, pero cuya vigencia debía extenderse sólo hasta la terminación de las obras que en ella se mencionaba. No era todavía «la» licencia: definitiva, ajustada a las previsiones del derecho y los requerimientos permanentes de la cultura.

Como en otras oportunidades históricas, la necesidad abrió el paso a la autorización que había solicitado la razón: pues, apenas había proveído Felipe II que la Real Audiencia informara sobre la imprenta y el impresor que en Lima aguardaban la suspensión de la prohibición (17-IV-1583), cuando hubo de suscribir una orden (14-V-1583) dirigida al virrey Martín Enríquez de Almansa (de cuya muerte no tenía aun noticia, por haberse producido el 9 III anterior), para que hiciese imprimir la Pragmática sobre los diez días del año que daba fuerza de ley a la reforma del calendario dispuesta por el papa Gregorio XIII. Apenas llegada, «en pliego de España... fue vista y obedecida por los señores presidente y oidores de [la] Real Audiencia» (19-IV-1584); luego fue «pregonada en la plaza pública de la ciudad» (26-VI-1584); y se dispuso que fuera impresa «en esta ciudad, en letras de molde, por el impresor que en ella hay... para que las copias della se envíen a todas las partes de este Reyno, para que en ellas se cumpla y guarde» (14-VIII-1584). De modo que fue preciso suspender la avanzada impresión del Catecismo para dar prioritaria atención al mandato real. Y aquella Pragmática sobre los diez días del año resultó ser el primer impreso salido del taller de Antonio Ricardo.

Con tales precedentes, podía darse por seguro el otorgamiento de la autorización real. Y llegó prontamente, por que Felipe II entendió que los servicios de la imprenta serían muy importantes para los trabajos de evangelización preparados por el III   —32→   Concilio Limense, y eso interesaba tanto al bienestar espiritual de los naturales como al descargo de su conciencia (22-III-1584). En su fundamentación repitió, casi a la letra, los argumentos expuestos en las instancias elevadas a su despacho, y en la parte resolutiva trascribió el auto por el cual adelantó la Real Audiencia su permiso provisional. Por añadidura estipuló que la impresión se llevase a cabo «en la casa y colegio de la Compañía de Jesús, de la dicha ciudad de los Reyes, en el aposento de la dicha casa que señalare el Rector della y con asistencia de las personas expresadas en el dicho auto» [a saber, los PP. José de Acosta y Juan de Atienza, autores de la redacción de los textos, y dos de los que colaboraron en la traducción, que fueron Blas Valera, Alonso de Barzana y Bartolomé de Santiago]; que la provisión se pusiera «por cabeza de la impresión»; y que «ningún doctrinante» careciese de un ejemplar. En consecuencia, Antonio Ricardo fue virtualmente conminado para que apresurase la impresión. Y para satisfacer las necesidades más urgentes de la evangelización accedió a adelantar la primera parte de aquellos textos, metódicamente estudiados y redactados para atender a la enseñanza de la doctrina cristiana entre los neófitos o entre los fieles que ya poseyesen algún grado de conocimientos en la materia. Tal fue el Catecismo para instrucción de los indios, y de las demás personas que han de ser enseñadas en nuestra Sancta Fe, aparecido en 1584, y que resultó ser el primer libro salido de las prensas limeñas. Según anuncia su «Índice», debió incluir también una «Exposición de la doctrina cristiana, por sermones»: una serie de 31, que probablemente se debieron a la versación y la pluma del P. José de Acosta, y que sólo vieron la luz pública en la segunda edición del Catecismo, aparecida en 1585. Y a su vez, la segunda parte de la Doctrina Cristiana, impresa bajo el título de Confesionario para los curas de indios, dio origen al segundo libro debido a la maestría de Antonio Ricardo.

Además de tales volúmenes, es posible que simultáneamente aparecieron algunas «separatas», destinadas a aquellos grupos de fieles a quienes incumbía su contenido, por adecuarse al alcance elemental de una «cartilla», o por corresponder a las unidades metodológicas del «catecismo breve» -a cuyo término se halla un pie de imprenta especial- y el «catecismo mayor». Por algo se lee en la provisión real que la autorización atañe expresamente a la impresión de «Cartilla, Catecismos (así en plural, por tratarse de dos diferentes) y confesionario, y Preparación para el artículo de la muerte»; y por algo dice el impresor en su testamento (2-IV-1586) que envió al arzobispo Toribio Alfonso de Mogrovejo «cierta cantidad de catecismos, confesionarios y cartillas de la lengua para que los distribuyese» durante la visita que en 1585 efectuó a los pueblos de la provincia de Huaylas. Creemos que el volumen entero estuvo reservado para los curas y doctrineros, y que las «separatas» hoy desconocidas debieron llegar hasta los más humildes hogares y sufrir los destructores efectos del uso cotidiano.

Tal como ha llegado hasta nosotros el Catecismo, es un libro in-4º, con ocho hojas preliminares sin foliar; y luego 84 numeradas. En las primeras se incluyó la portada, el índice, la provisión real -como testimonio de la legalidad de la edición y del privilegio otorgado al impresor-, la epístola dirigida por el Concilio   —33→     —34→   a los fieles de su jurisdicción, el texto latino de un decreto conciliar sobre la obligatoria utilización del Catecismo, y epístola sobre las traducciones quechua y aymara, además de una fe de erratas; en las hojas numeradas de 1 a 73, la cartilla sobre la doctrina cristiana, con un catecismo breve y otro mayor; y desde la hoja 74 (en cuya foliación aparece por error el número 83), anotaciones sobre los criterios seguidos en las traducciones quechua y aymara, con glosas sobre los «vocablos dificultosos». La edición es una demostración de maestría en el arte, porque en ella se ha dado cabal solución a los problemas planteados por la presentación de sus diversas partes: mediante el equilibrado empleo de tipos itálicos, redondeados, en el cuerpo principal de la obra, y en cursiva o de menor dimensión en los textos auxiliares; y, tratándose de una edición trilingüe, ha optado por destacar el texto español a lo ancho de la página, en tanto que las pertinentes traducciones quechua y aymara corren en columnas paralelas, intercaladas al pie de los parágrafos alusivos. Inclusive, ha evitado al monotonía de las transcripciones tipográficas mediante el uso discrecional y aun elegante de grabados ornamentales: cenefas en los comienzos de los capítulos, letras capitales historiadas o con decoración foliácea, y viñetas que realzan las transiciones de una parte a otra. En conjunto, un ejemplar representativo de la tipografía de su tiempo, un hermoso incunable peruano.

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Antonio Ricardo completó al año siguiente las impresiones programadas por el III Concilio Limense. Primero fue el Confesionario para los curas de indios, anunciado ya como segunda parte de la Doctrina Cristiana y a cuyo original español siguen las traducciones quechua y aymara. Y luego una nueva edición del primer libro, enriquecida con treinta un sermones sobre las materias tratadas en sus páginas y que, no obstante haber sido anunciados en el índice de la primera edición, habían sido omitidos para apresurar la aparición del volumen. Pero tan arduo y exigente fue su trabajo, tantas fueron las preocupaciones que entonces recayeron sobre el impresor, que su ánimo y su salud sufrieron serio quebranto. Durante varios meses fue atendido por el licenciado Juan Jiménez, quien le proporcionó cierta cantidad de cochinilla para el tratamiento de sus males; y tan descaecido llegó a sentirse que dictó testamento (22-IV-1586), seguido poco después por un codicilo en el cual salvó algunos olvidos (25-IV-1586). No es posible aventurar una hipótesis sobre su dolencia; pero nos atrevemos a suponer que su afianzamiento profesional habría relajado las energías desplegadas durante sus gestiones y sus tensas expectativas, y, volcado entonces hacia la preparación de su futuro personal, habría percibido cierta sensación de vacío. Ausente estaba la abnegada Catalina Aguda, la mujer con quien estaba «velado y casado según [el] orden de la Santa Madre Iglesia»; que tal vez le había anunciado reiteradamente su propósito de reunirse con él en la Ciudad de los Reyes; y a la cual debían entregarse los 350 ducados de su dote, los 350 que él aportó al matrimonio y la mitad de los bienes que sobraren después de pagar sus deudas. Muerto estaba Pedro Pareja, el experimentado tipógrafo a quien contratara en México, cuya colaboración había sido imponderable en el curso de las gestiones efectuadas para establecer la imprenta en Lima así como en la realización de sus primeros trabajos, y a quien debía 349 cartillas en lengua quechua y un catecismo. Sólo, en la versátil población que seguía tratándolo como extranjero, designa como heredero a su distante hermano Pedro Ricardo, de quien no sabía   —35→   si aun vivía en la hermosa Venecia; y en caso de que éste hubiera muerto sin sucesión, favorece a sus sobrinos, los hijos de sus tíos Margarita y Jácome Palodi. Todos ellos asoman a su recuerdo como sombras imprecisas, que tal vez acentúan su desasimiento de las cosas y la angustia generada por la precariedad de su estado físico. Y como hombre que ha debido observar conducta irreprochable, para hacer olvidar las irregularidades cometidas en su afán de trasladarse al Perú; como buen cristiano, favorecido por la protección de los jesuitas, demuestra su observancia de las virtudes. De su fe y su esperanza, en las mandas inspiradas por el deseo de poner su alma «en la más llana carrera de salvación»; y de su caridad, en los legados destinados al colegio y la casa que los jesuitas tenían en Lima, «por la merced y buena obra y comodidad que siempre se le ha dado en la dicha casa con dársele lugar para su imprenta», y al hospital que en Venecia atendía a los enfermos pobres.

En ese animado diorama que forman sus recuerdos del tiempo ido, Antonio Ricardo hace honor a las deudas que se vio precisado a contraer. Desde 150 y 12 ducados, que en su Turín natal quedó debiendo a Juan Argentario y Jerónimo Farina, respectivamente; mil pesos que en Venecia obtuvo de diversas personas, y por los cuales salió fiador su hermano Pedro: «mil pesos poco más o menos», que en Lyon recibió «por escrituras y recaudados»; «300 pesos corrientes de a nueve reales, poco más o menos», que en Medina del Campo quedó debiendo por la venta de misales y breviarios; los 2300 pesos que en México reconoció a Pedro Ocharte, por la venta de la imprenta trasladada a Lima, y cuya cobranza encomendó aquel a Melchor Pérez del Rincón, quien para forzar el pago lo había «tenido ejecutado y preso». Pero eso no era todo, pues la inseguridad de su situación profesional lo había obligado a comprometer otros créditos durante los primeros años de su ilusionada apelación a la promesa peruana. Especialmente, con el boticario Diego Tineo, quien le prestó 420 pesos para pagar el precio en el cual salió a remate una negra esclava «llamada Antona, con dos hijos suyos»; luego le otorgó su fianza para liberarlo de la coacción a la cual fue sometido por el citado Melchor Pérez del Rincón; medió para que su mujer le prestara «cierta cantidad», o cuenta de la cual le había pagado otra «cierta cantidad»; y a quien nombró su albacea testamentario, en prueba de la amistosa confianza que le profesaba. Además, Juan Fernández de Portichuelo tuvo presos a dos de sus esclavos por «cierta cantidad de peso», y es posible que en vía de pago recibiera el precio de «cierta cantidad de catecismos, confesionarios y cartillas» que llevó al arzobispo Toribio Alfonso de Mogrovejo para los fines de su visita a la provincia de Huaylas; y quedó debiendo a los indios Antón, Alonso y Juan, por los servicios que le prestaron en cumplimiento de los respectivos conciertos. Pero a despecho de sus deudas insolutas, y de las preocupaciones ocasionadas por la enredada trama de fianzas y prendas judiciales, puede colegirse que disfrutó de un espectable tren de vida, pues, además de los tres criados indígenas, tuvo en su casa tres esclavos adultos -Pedro, Francisco y Melchor-, dos esclavas -Antona y Ana- y dos niños negros. Y por eso fue contradictorio al disponer de sí mismo en los más aciagos momentos de su enfermedad: pues encargó que después de la muerte fuera vestido su cuerpo con el tosco sayal de los frailes franciscanos y se le diera sepultura en el convento de San Francisco; pero al mismo tiempo   —36→   dispuso que en sus exequias se oficiara una misa de requiem, cantada, que su enterramiento fuese acompañado con cruz alta y la asistencia de cuatro sacerdotes, y que el mismo día o en los siguientes se dijeran en sufragio de su alma seis misas en los principales templos de la ciudad. No cabe duda que discurría entre la humildad íntima y la pompa mundana; entre la conciencia de la posición marginal a la cual lo relegaba su condición de extranjero, y el orgullo alentado por la valía social que le granjeara su profesión.

Lo cierto es que pasó aquella hora aciaga. Que aún pudo consagrar casi veinte años a los fecundos trabajos de la imprenta; y que, además de dar a la publicidad una serie de libros representativos de los procesos de transculturación, formó a los tipógrafos que continuaron el ejercicio de su arte. Enseñó, desde las nociones iniciales, a Juan Gutiérrez; contrató a Domingo de Carvajal; y tal vez como sustituto de Pedro Pareja, empleó los servicios de Francisco del Canto, que antes había actuado como librero, y hasta tal punto mereció la confianza de Antonio Ricardo que actuó como testigo en la facción de su testamento y fue oficial de su taller a través de cuatro lustros. De modo sistemático, afanose por lograr una buena conservación y el posible mejoramiento de su imprenta: pues, cuando los achaques le impidieron atenderla personalmente y decidió venderla al citado Francisco del Canto (18-VII-1605), el inventario demostró la cuantía y la calidad de sus implementos. Tenía letras de diversos diseños y tamaños, con las matrices destinadas a efectuar las fundiciones que le permitieran mantener el buen estado de las que usaba en las impresiones; ramas de hierro, chicas y grandes, para acomodar y ajustar los moldes tipográficos; dos prensas; cajas para ordenar los tipos; utensilios para fabricar tinta y para echarla sobre las formas; e inclusive tablones sobre los cuales se mojaba el papel antes de la impresión, y cordeles de los cuales se colgaban los pliegos ya impresos. Además, letras ornamentales, de bronce y madera; «frisos» o cenefas; estampas religiosas y figuras, con las brochas y los colores que se empleaba para iluminarlas. Y en esa prolija lista de los implementos que poseía aquella histórica imprenta cabe destacar dos menciones: 1ª, «matrices del romance de Antonio Ricardo»; y 2ª, «matrices del canto grande en que fundí el salterio y no llevan pauta porque las corté de madera». Son dos menciones muy precisas y reveladoras, pues permiten inferir: 1º, la exactitud de las hipótesis formuladas en torno a los trabajos mediante los cuales subsistió el diligente turinés antes de que fuera autorizado el funcionamiento de la imprenta; y 2º, la afinidad artística que aplicó el diseño de tipos, así como a la impresión de estampas y naipes policromados, y aun de un salterio que la bibliografía no ha registrado y en el cual habría utilizado planchas xilografiadas por su propia mano.

Las «separatas» extractadas de ediciones mayores y la posible impresión de algunos pliegos de vida efímera, así como la mencionada edición del salterio, definen las oportunas soluciones que dio Antonio Ricardo a las posibilidades y los problemas del arte gráfico. Pero otras circunstancias de su actividad denotan su espíritu de empresa, pues no se limitó a satisfacer las solicitaciones de trabajo que conducían a la percepción de un pago metálico; a veces retuvo un conveniente número de   —37→   ejemplares de las obras impresas, para ponerlas a la venta y obtener el precio pactado; o asumió de modo pleno las obligaciones propias de un editor a fin de vender los ejemplares mediante la gestión de libreros o de algunos comerciantes que viajaban por el país. Y fácilmente se comprende que gracias a esa diversidad de tratos sorteaba la estrechez del mercado local, al par que procuraba la continuada actividad de su taller.

Con aptitudes tan complejas y coherentes, el fundador de la imprenta limeña desarrolló una labor señera, en tanto que sus impresos coadyuvaron a fortalecer y propagar la cultura de la dominación hispánica. Continuó el programa evangelizador del III Concilio Limense, en cuanto favoreció la comprensión y el estudio del habla nativa mediante la publicación de tres obras básicas: Arte y vocabulario en la lengua general del Perú llamada quichua y en la lengua española (1586), aparecido anónimamente pero autorizadamente atribuido al jesuita Pedro de Torres Rubio por los eruditos José Toribio Medina y Rubén Vargas Ugarte; Symbolo Catholico indiano (1598), compuesto por el franciscano Luis Jerónimo de Oré y juzgado como un valioso auxiliar para la catequesis; y Vocabulario en la lengua general llamada quichua y en la lengua española (1604), compilado por el agustino Juan Martínez de Ormaechea, quien recogió en sus páginas «algunas cosas que faltaban» en los anteriores repertorios lingüísticos. Además, las constituciones que hizo el inquisidor Pedro Ordóñez y Flores, para su observancia en el Monasterio de la Santísima Trinidad (1604); y el sermón pronunciado por Pedro Gutiérrez Flores en el auto de fe efectuado el 13 de marzo de 1605.

Paralelamente, sirvió a la difusión de las disposiciones legales que iban encuadrando los alcances del estado colonial, pues a continuación de la famosa Pragmática sobre los diez días del año (1584), imprimió el Aranzel real de la alcabala (1592) que Felipe II ordenó cobrar en las indias; las Ordenanzas (1594) que dictó el virrey Marqués de Cañete para remediar los «daños y agravios» que los corregidores inferían a los indios; y una serie de doce ordenanzas promulgadas por el virrey Luis de Velasco (1603) para regular el trabajo de yanaconas y mitayos, y evitar que los indios fueran oprimidos. Hizo posible la exposición orgánica de las normas que a través del tiempo determinaron la jurisdicción institucional, como se advierte en las Constituciones y ordenanzas de la Universidad y estudio general de la Ciudad de los Reyes del Perú (1602); en la Curia Philipica donde... se trata de los juicios mayormente forenses, eclesiásticos y seculares (1603), y cuyas páginas denotan la versación procesal de Juan de Hevia Bolaños; y en el Tratado que contiene tres pareceres graves en derechos... sobre... servicio personal y repartimiento de indios (1604), escritos por el franciscano Miguel de Agia después de visitar las minas de Huancavelica y comprobar la inhumanidad de las condiciones de trabajo que allí cumplían aquellos, pero enderezado a reconocer la procedencia de tal situación debido al dominio real sobre los pueblos conquistados. Por añadidura, de sus prensas salieron dos manuales: uno de gramática latina (1594), que fray Julián Martel compuso para enseñarla a los novicios agustinos; y otro, que Juan de Belveder consagró a las Reducciones de plata y oro de diferentes leyes y pesos (1597), para facilitar las transacciones mercantiles. Y cabe destacar que también imprimió las más tempranas   —38→   expresiones de la madurez alcanzada por la literatura americana, a saber: Arauco Domado (1596), el vibrante poema épico debido a Pedro de Oña, estudiante del Colegio Mayor de San Felipe y San Marcos; la Miscelánea Austral (1602) y la Defensa de Damaas (1603) que en sus temas y su estilo reflejan la adhesión de Diego de Ávalos y Figueroa a los gustos de la escuela italiana. E inclusive dos pliegos de carácter noticioso (1594), que merecen ser inscritos entre los antecedentes de las gacetas coloniales y del periodismo moderno, pues proporcionan información palpitante en torno a la temida y desventurada incursión del pirata Richard Hawkins en el Mar del Sur: la relación hecha por Pedro Balaguer de Salcedo, correo mayor del Perú a quien el virrey García Hurtado de Mendoza confió la dirección de la armada enviada contra el enemigo, y la carta que éste envió a su padre desde su cautiverio. En conjunto, una clara y multifacética presentación del momento que vivía el país, y de la esforzada sobreposición a la rutina determinada por el dominio colonial.

En sus días crepusculares, Antonio Ricardo pudo contemplar con satisfacción el trabajo que mediante su imprenta rindió a la sociedad peruana. Quizá no se cumplieron jamás los anuncios de su esposa sobre el viaje que esperaba emprender, para volver a cobijarse entre sus brazos. Y volcose en la ascesis, que en forma significativa se extendió entre los requerimientos del III Concilio Limense y la impresión de un sermón inquisitorial. Pero recordando siempre a su nativa y lejana ciudad de Turín, pudo alentar el orgullo de haber sido el primer tipógrafo limeño; y de haber seguido la tradición de los Manucio, aquella famosa familia de impresores venecianos a quienes animó un virtuoso humanismo, y que hicieron del libro un objeto de aplicación artística y un recurso propicio para la popularización de la cultura. Aquejado al fin por la edad y la soledad, optó por retirarse del trabajo activo, por ser su más constante amigo y su más devoto auxiliar, dio facilidades a Francisco del Canto para que pudiera adquirir la asendereada imprenta (18-VII-1605); e invocando ensueños y recuerdos, murió el 18 de abril de 1606. Según su última voluntad, al día siguiente fueron sepultados sus restos en la iglesia de Santo Domingo.


Referencias

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RADICATI DI PRIMEGLIO, Carlos, El centenario de la imprenta en Lima. Antonio Ricardo pedemontanus. Nuevos aportes para la biografía del introductor de la imprenta en la América Meridional, Lima, Instituto Italiano de Cultura 1984, 77 p. IL.

VALTON, Emilio, Impresos mexicanos del siglo XVI (incunables americanos), Estudio bibliográfico con una introducción sobre los orígenes de la imprenta en América, México, Imprenta Universitaria, 1935.

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