Como el asunto de este drama es una competencia entre rivales,
proporcionó naturalmente a su autor desplegar las
ideas y sentimientos caballerosos de su siglo. En ellos se
distinguían sobre todos D. Fadrique y D. Carlos.
Estos caballeros eran amigos; pero D. Fernando de Herrera,
padre de Doña Blanca, pide a Carlos que se interese
con D. Fadrique para que deje el obsequio de su hija que
daba escándalo, y concluye diciendo:
«pues lo ha de hacer el acero,
si vos, Conde, no lo hacéis».
El conde D. Carlos le responde:
«el intentarlo os prometo,
pero el conseguirlo no:
mas
esto solo fiad,
pues de mí os queréis valer:
que el marqués ha de perder
o su amor o mi amistad».
En cumplimiento de su promesa habla a D. Fadrique sobre
esta materia, y concluye así:
«Una de tres escoged,
o no amar a Blanca, o darle
la mano, o dejar de ser
mi amigo por ser su amante.
FADRIQUE
Primero que me
resuelva
en un negocio tan grave,
los celos de mi
amistad,
que al encuentro, Conde, salen,
me obligan
a que averigüe
mis quejas y sus verdades
¿Cómo
si de ajena boca
supisteis que soy amante
de Blanca,
no tenéis celos
de que de vos lo ocultase?
CARLOS
Porque los cuerdos amigos
tienen razón de quejarse
de que la verdad les nieguen,
mas no de que se la
callen:
y así de vuestro silencio
no he formado
celos; antes
os estoy agradecido:
que presumo que
el callarme
vuestra afición, fue recelo
de
que yo la reprobase,
porque no consienten culpas
las honradas amistades».
Fadrique condesciende con la solicitud
de Carlos, se presenta como pretendiente de Doña Inés,
su prima, y le manifiesta sus prendas y gracias. Doña
Inés le repone:
Ninguno de los dos amigos sabía que el
otro era su rival en la pretensión de Doña
Inés. Cuando llegan a saberlo querrían dejar
la empresa, mas ya les era imposible por haberse presentado
a ella públicamente. Resuélvense en competir
con nobleza sin ofender las leyes de la amistad, y así
lo cumplen. En un torneo celebrado en obsequio de Doña
Inés, llevan iguales premios los dos amigos, y se
dan mutuamente la enhorabuena. Carlos hace más: sabiendo
de su amigo que está enamorado de Doña Inés,
y viendo en ella indicios de que le correspondía,
se resuelve a enamorar a Blanca para dejar libre a su amigo
la que amaba.
Fadrique sabe por la revelación de
su criado, que Blanca le indispuso con Doña Inés,
atribuyéndole defectos falsos. Cuéntale este
hecho a Carlos, de quien ya sabía que amaba a la calumniadora;
pero siempre noble, siempre caballero, le oculta su nombre,
y solo dice:
«Una mujer me ha querido
con las faltas que escucháis
desacreditar.
CARLOS
Marqués,
daros pienso a Doña Inés,
pues vos
a Blanca me dais».
Y en efecto, habla a la engañada
dama, le enumera los defectos de que habían acusado
a D. Fadrique, le asegura que son falsos, y le dice en prueba
que él mismo fue el que los inventó para libertarse
de un competidor tan peligroso, y añade que lo hizo
«por vencerle y por vengarme
de vos; y ya que mi intento
conseguí, pues que la mano
que me ofrecéis,
no la quiero,
como noble restituyo
al marqués lo
que le debo».
Esta mentira en aquellas circunstancias puede
llamarse oficiosa; pues no tenía Carlos
—196→
otro medio
de convencer a Doña Inés de la falsedad, que
acusarse a sí mismo de ella.
Concluiremos este examen
con el siguiente diálogo entre Ochavo y Mencía.
OCHAVO
Y tú, enemiga, haz también
un examen, y si acaso
te merezco, pues me abraso,
trueca en amor el desdén.
MENCÍA
¿Bebe?
OCHAVO
Bebo.
MENCÍA
¿Vino?
OCHAVO
Puro.
MENCÍA
Pues ya queda reprobado,
que yo quiero
esposo aguado.
................................................
OCHAVO
...Si mi culpa ha sido
beberlo puro,
bien puedo
no quedar desesperado.
Aguado soy: que
aunque puro
siempre beberlo procuro,
siempre al fin
lo bebo aguado;
pues todo, por nuestro mal,
antes
de salir del cuero,
en el Adán tabernero
peca
en agua original.
Ruiz de Alarcón. Ganar amigos
Este poeta se ejercitó también en la comedia
heroica, tan del gusto de su siglo. Entre las que escribió
en este género sobresalen Ganar amigos o la que mucho
vale mucho cuesta, Los pechos privilegiados o nunca mucho
costó poco, y la amistad castigada. Comenzaremos por
la primera, que es la mejor de las tres, aunque todas tienen
el defecto general de demasiada complicación en la
fábula.
La acción de ganar amigos se reduce
al peligro de que escapa el privado de un rey, acusado calumniosamente
de un delito atroz, por haber procurado hacer bien y adquirir
amigos en todo el tiempo que gozó de su privanza.
El marqués D. Fadrique, valido de D. Pedro el Cruel,
perdona y salva a D. Fernando de Godoy, que había
muerto a su hermano en un desafío: impide la muerte
que el rey quería dar a D. Pedro de Luna por haber
violado el decoro de su palacio: gana a D. Diego de Padilla,
prometiéndole no volver a hablar a su hermana Flor,
causa de la muerte de su hermano, y haciendo que el rey le
favorezca.
Viose después calumniado y preso por un
delito, cuyo verdadero perpetrador era D. Diego; y tanto
este caballero como los otros dos favorecidos por el marqués,
se presentan a padecer por él: Padilla, como verdadero
delincuente; Godoy, como autor de la muerte del hermano que
la envidia achacó a D. Fadrique cuando le vio caído;
y Luna, ofreciéndose a sacarle de la prisión
y a quedarse en ella. El rey que escuchaba escondido la generosa
lucha de los cuatro, perdona a los delincuentes y vuelve
a su gracia al marqués.
Esta es quizá la comedia
mejor escrita y dialogada de Alarcón. La elocución
es siempre correspondiente a la nobleza de los sentimientos
que en ella se describen. La escena en que el marqués
quiere averiguar del matador de su hermano quiénes
y cuáles eran sus relaciones con Flor, es admirable.
Godoy hace alguna resistencia a declararse, y el marqués
le dice:
—197→
«Ved que me habéis agraviado:
pues dais en eso a entender
que os engendra mi poder,
y no mi valor cuidado.
FERNANDO
¿Cómo?
FADRIQUE
Clara
es la razón
en que este argumento fundo:
que
si las leyes del mundo
piden la satisfacción
como fue la ofensa, es llano
que cuerpo a cuerpo los
dos
debo vengarme, pues vos
matasteis así
a mi hermano.
FERNANDO
Es así.
FADRIQUE
Pues
si es así,
y que estamos hombre a hombre,
querer ocultarme el nombre
cuando os tengo a vos aquí,
y decir que de esa suerte,
si no os quiero perdonar
mi ofensa, pensáis librar
vuestra vida de
la muerte,
¿no es evidente probanza
de que pensáis,
que pretendo
saber quién sois, remitiendo
a otra ocasión mi venganza?
Pues si teniéndoos
presente,
pensáis que no quiero aquí
vengarme de vos por mí,
dais a entender claramente
que os pretendo conocer,
porque pueda en mi ofensor
lo que ahora no el valor,
hacer después el
poder».
D. Fernando, convencido por las razones del marqués,
le confiesa su nombre; pero en cuanto a Flor, dice:
«...lo primero,
pensad que jamás su honor
sufrió la
duda menor:
luego, como caballero
y galán,
me decid vos,
si dado caso que fuera
yo tan dichoso
que hubiera
secretos entre los dos,
¿diera el descubrirlos
fama
a mi honor, si es, según siento,
inviolable
sacramento
el secreto de la dama?
FADRIQUE
Pues si
callar os prometo,
el ser quien soy ¿no me abona?
FERNANDO
No hay excepción de persona
en descubrir un secreto.
En vano estáis porfiando.
FADRIQUE
Advertid
que con callar
me dais más que sospechar
que
podéis dañar hablando,
—198→
si al constante
desvarío
en que dais, de Doña Flor
os ha obligado el honor.
FERNANDO
No me obliga sino el
mío
ni temo que sospechéis
de su honor
por eso mal,
que sois noble, y como tal
la sospecha
engendraréis».
Irritado el marqués del silencio
de Godoy, se resuelve a arrancarle el secreto a estocadas.
Sacan las espadas, riñen, y el marqués triunfa,
y le pregunta lo que le ha pasado con Flor.
FERNANDO
Resuelto a callar estoy.
FADRIQUE
¿Qué os resolvéis en efecto,
si con la muerte os obligo
a no decirlo?
FERNANDO
Conmigo
ha de morir mi secreto.
El marqués elogia esta
noble determinación, le concede la vida y añade:
«Guardaos si viene a saberse
que fuisteis vos mi ofensor:
porque en tal caso mi honor
habrá de satisfacerse:
mientras no, para conmigo
no solo estáis perdonado,
pero os quedaré obligado,
si me queréis por
amigo».
Tales eran los sentimientos caballerosos de la época:
y si la venganza se miraba como permitida, era solo por no
sufrir el desdoro de que se dudase de la valentía.
La ilustración de nuestro siglo no ha podido acabar
con esta preocupación ni con el desafío, que
es su consecuencia inmediata; pero nuestra perversidad ha
destruido el respeto al honor de las damas, el sacrificio
de la vida a favor de la amistad y de la reputación:
en fin, casi todos los afectos generosos propios de aquel
tiempo. Sabemos más si se quiere: tenemos menos preocupaciones;
pero nos conducimos peor en las relaciones sociales. ¿Qué
se ha sustituido al culto que se tributaba entonces al valor,
al honor y al amor? El anhelo de la codicia y los tormentos
de la ambición.
Ruiz de Alarcón. Los pechos privilegiados
Este es el drama en que Ruiz de Alarcón desplegó
más conocimientos morales y políticos. Abunda
en excelentes principios, expresados con toda la dignidad
de la tragedia. Es menester leerlo todo para conocer el mérito
de la elocución, aunque no dejaremos de citar algunos
de los trozos que nos han parecido mejores.
No merece tal
elogio ni el plan ni la disposición de la fábula.
El interés que excita el primer acto se debilita notablemente
en los otros dos. D. Melendo, conde de Galicia, tiene dos
hijas, Leonor y Elvira. Rodrigo de Villagómez, infanzón
de León, ama
—199→
correspondido a la primera y ha tratado
con el conde que es su amigo, casar con ella. Alonso V, rey
de León, ama a Elvira, mas no para hacerla su esposa.
Quiere que su privado Villagómez le sirva de tercero
en su amorío, y el noble infanzón se resiste:
pierde así su gracia y valimiento.
Pero desde el
principio del segundo acto hasta el fin, a penas da un paso
la acción, a pesar de los muchos lances y episodios,
y de su buen estilo. Los sucesos posteriores hasta el desenlace
han de estar contenidos en los anteriores y en el carácter
conocido de los personajes, y de tal manera enlazados que
crezca a cada momento la curiosidad del espectador. Al fin,
Alonso casa con Elvira por no sufrir que diese su mano a
un D. Sancho, rey de Navarra, que la amaba, y vuelve a su
gracia a Villagómez; porque el pueblo y los grandes
de León murmuraban de su caída.
Es natural
que se pregunte la razón del título. Desde
la segunda jornada, sin ser anunciada ni esperada, se presenta
Jimena, montañesa de León, nodriza de Villagómez,
que adora a su alumno, y que siendo valiente y de muchas
fuerzas, le salva de un lance en que el rey quería
matarle. Cuando llegó el momento de la reconciliación,
Alonso V concedió a la casa de Villagómez el
privilegio de que gozasen nobleza las amas que diesen el
pecho a sus hijos. Alarcón en los últimos versos
de la pieza asegura que en su tiempo se conservaba este raro
privilegio en aquella familia.
La mejor escena es sin disputa
la segunda del primer acto, en que el rey declara a Villagómez
su amor, y le pide que sea su tercero. D. Rodrigo le responde
que Melendo no le negará su hija si se la pide por
esposa.
ALONSO
«¿En tan poco habéis creído
que me estimo, que os pidiera,
si ser su esposo quisiera,
el favor que os he pedido?
RODRIGO
¿Y en tan poca estimación
os tengo yo, que debía
presumir que en vos
cabía
injusta imaginación?
¿Y en tan
poco me estimáis
y me estimo yo, que crea
que para una cosa fea
valeros de mi queráis?»
El rey se disculpa con la violencia de su pasión.
Villagómez le replica que si puede vencerla para no
casarse con Elvira, ¿por qué no la ha de vencer para
no ofenderla? El rey le responde:
«Porque lo primero fundo
en buena razón de estado;
y en estar enamorado,
que es sin razón, lo segundo».
Villagómez hace presente al rey que en nada le manifiesta
más su amistad que en oponerse a su intento.
ALONSO
«Yo me doy por advertido
y del consejo obligado:
mas pues habiéndole
dado
con quien sois habéis cumplido,
determinándome
yo
a no tomarle, Rodrigo,
debe ayudarme mi amigo
a lo mismo que culpó.
............................................
RODRIGO
Señor, la mismo
razón
—200→
porque a mí me lo encargáis
hace, si bien lo miráis,
la mayor contradicción:
que si a Elvira puedo hablar
por ser amigo del conde,
con eso mismo responde
mi fe, que me ha de excusar:
pues ni yo fuera Rodrigo
de Villagómez, ni
fuera
digno de que en mi cupiera
el nombre de vuestro
amigo,
si solo por daros gusto
en un caso tan mal
hecho,
hiciera a un amigo estrecho
un agravio tan
injusto».
El rey continua instándole, añadiendo:
«y para que os reduzcáis,
advertid que es necedad
perder de un rey la amistad
por lo que no remediáis:
que para este fin, Rodrigo,
mil vasallos tendré
yo
sin dificultad: vos no
fácilmente un rey amigo».
Rodrigo permanece firme, el rey lo despide indignado, y
él exclama:
«¿Esto es servir? ¿estos son
los premios de la fineza?
¿los fines de la grandeza?
¿los frutos de la ambición?
¿de modo que la razón
no ha de ser ley, sino el
gusto?
¿y que cuando el rey no es justo,
quien conserva
su privanza
viene a dar cierta probanza
de que también
es injusto?
Pues no, no perdáis, honor,
la alabanza
más segura:
que ser privado es ventura,
no quererlo
ser, valor.
El privar es resplandor
de ajenos rayos prestado,
y es luz propia haber mostrado
que quiso más ser
Rodrigo
buen amigo de su amigo
que de su rey mal privado».
Semejantes a estas sentencias, hay otras muchas en el drama,
como llamar al ministro
«...del peso del gobierno
un lustroso ganapán».
O esta:
«El vulgo mal inclinado
siempre condena al privado,
—201→
siempre
disculpa al caído».
O bien:
«No se merece sirviendo,
agradando se merece».
Estos versos
los dice Villagómez al conde, pero sin decirle por
qué había caído de la gracia del rey,
y al despedirse añade:
«Pues sois mi mayor amigo,
y callo, debe de ser
imposible
declararme;
mas si sabéis discurrir,
harto os digo
con partir,
con callar y no casarme».
Diciéndole
el conde que le volverá a la gracia y a la privanza
del rey, le responde:
«Lo que pedís os permito;
si bien, Melendo, os limito
el volverme a la privanza:
la gracia sí me alcanzad:
que esta es forzoso que precie,
pues no hacerlo fuera especie
de locura o deslealtad:
pero el asistirle no:
porque si
Faetón viviera,
fuera necio si volviera
al carro
que lo abrasó».
Cuaresma dice que el hombre ruin,
elevado a alto puesto
«es un gigantón del Corpus
que lleva un pícaro
dentro».
Ramiro, sucesor de Villagómez en la privanza,
no tiene sus nobles sentimientos; dice que
«...las leyes
en las manos de los reyes
que las hacen, son de cera:
y que puede un rey que intenta
que valga por ley su gusto,
hacer lícito lo injusto
y hacer honrada la afrenta».
El rey aplaude a estas máximas
impías en moral y en política, como joven y
enamorado.
La situación del fin del primer acto es
sumamente teatral. El conde encuentra en su casa al rey y
a Ramiro, sin conocer al primero, y los acomete al frente
de su familia.
CONDE
Muera el aleve Ramiro.
RAMIRO
Perdidos somos, señor.
BERMUDO
Mueran.
ELVIRA
¡Ay
de mí!
ALFONSO
Teneos
al rey.
CONDE
¿Al
rey?
ALFONSO
Sí.
—202→
CONDE
El
rey sois,
aunque no lo parecéis».
Rasgo sublime,
y que como todos los de su especie encierra muchos pensamientos,
y anuncia gran vigor de ánimo en el infanzón
leal y pundonoroso, que al pronunciar estas palabras, deja
caer la espada.
Ruiz de Alarcón. La amistad castigada
Dionisio el menor, rey de Sicilia, debía la corona
a su primo Dion; pero enamorado de Aurora, hija de este héroe,
y no pudiendo refrenar su pasión, determina satisfacerla
a toda costa, y elige por tercero de su amorío, a
Filipo, que desterrado antes, se presentaba entonces en la
corte por vez primera. Filipo visita a la dama de parte de
su tío, y aunque ciego de amor cuando ve su hermosura,
cumple su comisión y es despedido con enojo. Había
además otros dos principales señores que la
amaban, Policiano y Ricardo (nombres, por decirlo de paso
muy poco griegos). El primero estaba tratado de casar con
ella, y Dion había dado su consentimiento: el rey
impidió este casamiento con varios pretextos. Ricardo,
sumamente leal a Dionisio, se aparta de su pretensión,
apenas sabe que el rey ama a Aurora.
Esta prefiere entre
sus cuatro amantes a Filipo: en una segunda conversación
con él (que forma la mejor escena de este drama) le
obliga a declararse. Filipo, traidor a la confianza del rey,
descubre a Dion la pasión criminal de su primo, pidiendo
en premio de su delación la mano de Aurora. Dion con
este aviso sorprende al rey que se había introducido
en su casa: hace ver a los principales de Siracusa, que había
citado al efecto, la maldad de Dionisio, le quitan la corona
y la dan a Dion, el cual premia con la mano de Aurora a Ricardo,
el único entre todos sus amantes que se había
conservado leal al rey depuesto. Verifícase el título
de la Amistad castigada en Filipo, a quien Dion envía
desterrado por haber preferido la amistad a él, y
el amor a su hija, a la fidelidad que debía a su rey.
El interés de este drama en la lectura no es muy
grande. Varias razones hay para ello. 1.º El protagonista
que indudablemente es Filipo, es un carácter nada
noble. Antes de ver y amar a Aurora, sugiere y aconseja a
Dionisio todos los medios posibles para lograr su pasión,
mas después que se ha enamorado de la hija de Dion,
no dificulta en hacer traición a la confianza que
el rey había depositado en él. 2.º Tampoco
es generoso en Aurora, a la cual se pinta tan altiva como
hermosa y discreta, decidirse a favor de un corazón
tan vil como el de Filipo, que pasa del papel despreciable
de tercero al odioso de traidor. 3.º La contradicción
que hay en la moral política de Dion al fin del drama;
pues censura y castiga la traición de Filipo a su
rey, cuando él no duda quitarle al mismo rey la corona,
y desterrarle, y si no le quitó la vida, fue por intercesión
de Aurora.
Resulta, pues, que en la comedia de la Amistad
castigada no es posible interesarse por ninguno de los personajes
principales, que es el mayor defecto que puede tener una
composición dramática. Solo hay una escena,
que es la última del acto segundo, que interese y
excite la atención, no tanto por el mérito
moral de los caracteres, como por el arte con que está
construida, y la vivacidad del diálogo.
Filipo, destacado
por Dionisio como tercero, vuelve a hablar a Aurora para
ver si se templaba su rigor contra el rey; pero como ya estaba
enamorado de ella, tiembla de hallarla menos dura. Aurora,
que desea verle amante y no tercero, finge alguna inclinación
a Dionisio.
«...aunque al lance primero
respondí con pecho airado,
—203→
no os espante que
haya obrado
el cuidado lisonjero
mudanza en mí,
conociendo
que no es ofender amar,
y que no es justo
pagar
a quien ama, aborreciendo.
.................................................
Mas, ¿por qué
busco razones,
Filipo, y satisfacciones
tan dilatadas
os doy
y me disculpo, al hacer
lo que venís
a rogar
disculpas pide el negar,
no las pide el conceder?
Al rey le decid...
FILIPO
¡Ay
cielos!
AURORA
Que le pago.
FILIPO
¿Qué
decís?
AURORA
Parece que lo sentís.
FILIPO
No señora (¡muerto soy!)
antes el gusto de ver
el que el rey ha de tener,
si tales nuevas le doy.
AURORA
¿De gusto mudáis color?
........................................
pues porque le deis cumplido
el contento y le tengáis,
pues lo que el suyo
estimáis
tanto habéis encarecido,
decidle
no solamente
que le estoy agradecida,
pero tan ciega
y rendida
al amoroso accidente,
que esta noche ha
de lograr
la licencia...
FILIPO
¿Qué
decís?
AURORA
Parece que lo sentís».
Filipo
se retira despechado, no pudiendo tolerar el tormento que
Aurora le daba para que confesase. Aurora le llama.
«¿Sin hablar os despedís?
¿Qué es esto? Volved, mirad,
Filipo, que no
es verdad
lo que he dicho.
FILIPO
¿Qué
decís?
AURORA
Que nada al rey le digáis
de lo que me habéis oído:
que fue fingido.
FILIPO
¿Fingido?
AURORA
Parece que os alegráis.
FILIPO
Parece que
no os ofende
el ver que me alegro yo.
AURORA
A ninguno
le pesó
de alcanzar lo que pretende.
FILIPO
¿Pues qué intento conseguisteis,
bella Aurora,
en este efecto?
—204→
AURORA
Ver declarado un secreto
que
encubrirme pretendisteis.
FILIPO
¿Qué secretos he
negado,
cuando serviros me toca?
AURORA
El que a pesar
de la boca
los ojos han confesado.
FILIPO
¿Pues qué
visteis en mis ojos
que a mis labios contradiga?
AURORA
Pena de que el rey consiga
remedio de sus enojos.
FILIPO
................................................
Notorio
agravio me has hecho
en responder falsamente
a lo
que la boca miente
y no a lo que siente el pecho.
AURORA
¿Luego es cierto lo que yo
de tu aspecto colegí?
FILIPO
¿Quieres que diga que sí?
AURORA
¿Y podrás
decir que no?
FILIPO
Diré lo que tu gustares.
AURORA
¿Es bien que yo aunque te amara,
primero me declarara?
FILIPO
¿Digo yo que te declares?
¿o pudo mi desvarío
prometerse por ventura
que ocultase tu hermosura
pensamiento en favor mío?
AURORA
¿Tan poco fías
de ti
teniendo tanto valor?
FILIPO
¿Luego estimarás
mi amor?
AURORA
¿Quieres que diga que sí?
FILIPO
Si nadie te mereció,
¿quién será
tan atrevido?
AURORA
Quien tan venturoso ha sido
que
se lo pregunto yo.
FILIPO
Según eso, Aurora, hablar
podemos claro los dos:
Yo te adoro.
AURORA
Gloria
a Dios,
que llegamos al lugar».
Este arte de preparar
una declaración amorosa contra la cual pugnan la timidez
por una parte y la altivez mujeril por otra, constituye casi
todo el mérito de Marivaux entre los dramáticos
franceses; pero se ve que un siglo antes lo ejercitó
muy perfectamente nuestro Alarcón. El manejo de Aurora
para arrancar a Filipo su secreto no sufriría objeción,
si el carácter del amante no le hiciese indigno de
la preferencia.
Citaremos otros versos del primer acto,
escritos contra los agentes provocadores de la policía,
que parece eran ya conocidos aunque no con este nombre. Dionisio,
viéndose rodeado de enemigos, encarga a Dion que se
finja agraviado y malcontento para que los desleales no tengan
dificultad en descubrirse con él; y le añade:
«Solo me resta advertiros,
Dion, que el fin a que mira
este engaño es conocer
la traición, no persuadilla:
porque si es cautela justa
la que el delito averigua,
—205→
no es justa la que ocasiona
a emprendello a la malicia.
Y así habéis de procurar
descubrir la alevosía
con medios tan atentados
y razones tan medidas,
que sin
irritar sepáis
quién es el que ya conspira;
mas no el que conspirará,
si vuestro favor le anima».
Ruiz de Alarcón. La prueba de las promesas
Alarcón escribió dos comedias de magia: La
prueba de las promesas y La Manganilla de Melilla. Esta última,
a pesar de su mérito en cuanto al estilo, es tan desatinada
en cuanto a la dirección de la fábula, que
no merece en nuestro entender un examen particular. Hay en
ella tramoyas, vuelos, escotillones y demás aparatos
de esta clase de comedias, inventadas más bien para
deleite de los ojos que del entendimiento.
Muy diferente
es La prueba de las promesas. Nada hay en ella de juego mágico.
No es más que un excelente apólogo, dirigido
a presentar una verdad muy triste, pero muy cierta: y es
lo poco que hay que fiar en las promesas de los hombres ni
en su gratitud por los beneficios recibidos, principalmente
si varia su situación y la fortuna los lisonjea.
D. Illan de Toledo es poseedor de la ciencia nigromántica.
D. Juan de Ribera, que deseaba instruirse en ella y tener
además un pretexto para introducirse en casa de don
Illan, porque amaba correspondido a su hija Blanca, le visita
y le suplica que le admita por discípulo; pues en
cuanto a sus pretensiones amorosas, no se atrevía
a hablarle de ellas por ser pobre. Como D. Illan se resistiese
a enseñarle, le instó, protestando a los cielos.
«que siempre vuestra ha de ser
mi hacienda vida y poder,
cuanto valgo y cuanto soy».
D. Illan, resuelto a probar
la verdad de estas promesas se manifiesta convencido, y propone
darle la primer lección. En tanto se presenta el criado
de D. Illan a decirle que ha llegado un caballo nuevo que
su hermano le enviaba. Bajan a verle, y D. Illan manda enjaezarle
para que D. Juan le pruebe, y entran en el estudio a esperar
que esté todo dispuesto para el paseo.
Desde este
punto empieza la operación mágica. Un correo
trae a D. Juan la noticia de haber muerto su hermano mayor
el marqués de Tarifa, un hijo de este, y otro hermano
segundo: de modo que D. Juan, que era el tercero, venía
a heredar aquel título, sus cuantiosas riquezas y
la grandeza de España aneja a él. D. Illan
fingiéndose admirado y complacido de esta mutación
de fortuna, le pide para un hijo suyo letrado el corregimiento
de Tarifa. D. Juan no sale bien de esta primera prueba, y
se disculpa con que destinaba aquel empleo al ayo que le
había educado; pero añade que habiéndose
él de partir a Madrid a besar la mano al rey, D. Illan
debía seguirle con su hija y familia, y que allí
emplearía todo su valimiento en procurar los aumentos
de su hijo.
En la segunda jornada es la escena en la corte.
D. Juan no cumple ni las antiguas
—206→
ni las nuevas promesas,
y además ingrato al amor de Doña Blanca, la
solicita ya, para esposa, sino como manceba, lo que irrita
a la noble hija de D. Illan, y pasa su afecto, aunque gradualmente,
a D. Enrique de Vargas, a quien su padre la destinaba. En
tanto, D. Juan granjeaba mucho lugar en el afecto del rey,
y entre los favores que recibió, uno fue el de dos
hábitos de órdenes militares para que los diese
a quien gustase. D. Illan le pidió uno para su hijo.
D. Juan se disculpó con que siempre se suponía
que esos hábitos se daban para los parientes. El maestro
de nigromancia calla, y para quitarle todo pretexto, le da
un libro de conjuros, bien que falsos, lo que podía
equivaler a muchas lecciones.
El rey, cada día más
prendado de D. Juan, le hace presidente del consejo de Castilla,
D. Illan solicita por memorial para su hijo una de tres plazas
vacantes de judicatura. No obtiene ninguna. Viene, pues,
en casa de D. Juan con su hija a despedirse de él,
quejándose de la falsedad de sus promesas: D. Juan
le responde con insolencia, y añade que harto hace
en no delatarle como mágico. D. Illan deshace el conjuro,
y al momento se hallan todos en el estudio de D. Illan en
Toledo; el mozo de caballeriza entra a avisar que ya estaba
el caballo pronto. El marquesado de Tarifa, el favor del
rey, la presidencia del consejo de Castilla, todo había
sido ilusión mágica, que pasó como en
un sueño, en el espacio de una hora. Nada había
sido cierto, sino el descubrimiento de la ingratitud y falsedad
del prometedor, que perdió así su amada y su
reputación.
Alarcón dice que tomó el
argumento de este drama del conde Lucanor; cita que no hemos
podido verificar por la rareza de este libro. Su mérito
está reclamando la reimpresión, así
como otros muchos del siglo XV y XVI, desconocidos aún
de nuestros literatos, y que yacen como tesoros sepultados
en el polvo de las bibliotecas.
D. José Cañizares
imitó la comedia de Alarcón en la suya intitulada
D. Juan de Espina en Milán. En ella es más
notoria la ingratitud del discípulo; pues en la ilusión
mágica, Espina, aunque no le enseña, le auxilia
para cortejar y hacerse querer de la duquesa de Milán,
vencer a sus rivales y enemigos, y ceñirse la corona
ducal dando la mano a la duquesa. La pieza de Cañizares
tiene el mérito de reunir al interés moral
de la de Alarcón el aparato teatral propio de las
comedias de magia.
Tristán, criado de D. Juan, elevado
a la clase de secretario suyo, imita su soberbia y su entonamiento,
aunque de una manera ridícula. Pertenece al género
satírico su escena con tres pretendientes, que vienen
a entregarle memoriales.
1.º
Merezca en esta ocasión,
que usted como quien es,
me ayude con el marqués.
TRISTÁN
¿Qué pide?
1.º
Una
comisión.
TRISTÁN
¿Qué?
1.º
Comisión.
TRISTÁN
Bien
está:
¿fuera de aquí?
1.º
En
Zaragoza.
TRISTÁN
¿Casado?
1.º
Con
mujer moza
y hermosa.
TRISTÁN
Negociará.
2.º
Para que una plaza alcance,
o el uno de estos oficios,
me dad favor.
TRISTÁN
¿Qué
servicios?
2.º
He escrito un libro en romance.
TRISTÁN
¿Qué?
2.º
En
romance.
TRISTÁN
Bien
está.
—207→
2.º
Y también fui traductor
de
uno italiano, señor.
TRISTÁN
Señor,
no negociará.
3.º
¿Qué hay de mi negocio?
TRISTÁN
Ayer
dijo el marqués mi señor,
que mostréis
vuestro valor,
si capitán queréis ser.
3.º
¿Pues no ha bastado mostralle
este talle, esta
presencia?
TRISTÁN
Acá tiene Su Excelencia
rocines de mejor talle.
3.º
Señor, si favor
me da
y negocio, le daré
de albricias mil
doblas.
TRISTÁN
¿Qué?
3.º
Mil doblas.
TRISTÁN
¡¡Negociará!!
Ruiz de Alarcón. La crueldad por el honor. El dueño
de las estrellas
Estos dos son los únicos dramas que escribió
Alarcón en el género y colorido trágico.
Son muy inferiores a los que en el mismo género escribieron
Calderón y Rojas, aunque siempre su elocución
es elegante y correcta, y se encuentran versos felicísimos.
Su talento principal fue para las comedias de costumbres,
en las cuales sobrepujó a todos los poetas dramáticos
de su tiempo.
La crueldad por el honor tiene por argumento
un hecho que cita Mariana en el libro XI, capítulo
IX de su historia. Alonso I el batallador, rey de Aragón,
pereció a manos de los moros en la batalla de Sariñena;
pero no habiéndose encontrado su cadáver después
de la refriega, esta circunstancia dio origen a la voz que
corrió en el vulgo, de que no había fallecido
de sus heridas, sino que curado de ellas, y avergonzado de
haber perdido aquella batalla después de tantas y
tan señaladas victorias, no quiso volver al trono,
y pasó a la Tierra santa a pelear contra los mahometanos,
olvidado de su reino y de su gloria.
Valiose de esta hablilla,
veinte años después, y en la menor edad de
Alonso II, rey de Aragón, durante las turbulencias
que se movieron por el fallecimiento de su padre D. Ramón,
«un cierto embaydor (son palabras de Mariana) que se hizo
caudillo de los que mal pensaban, con afirmar públicamente
era el rey D. Alonso... Decía que cansado de las cosas
humanas estuvo por tanto tiempo disfrazado en Asia. Su larga
edad hacía que muchos lo creyesen, las facciones del
rostro no de todo punto desemejables. Grandes males se aparejaban
por esta causa, si el embaydor no fuera preso en Zaragoza
y no le dieran la muerte en los mismos principios del alboroto:
este fue el pago de la invención y fin de toda esta
tragedia mal trazada». La de Alarcón, fundada sobre
ella, no tiene mejor traza.
Para ennoblecer al embaydor,
a quien da el nombre de Nuño Aulaga, le supone de
una familia ilustre, aunque pobre, y que siendo escudero
de Alonso el batallador, se halló a su lado cuando
pereció en Sariñena, se apoderó de su
anillo y sello real, y escapando de la acción, viajó
por países extranjeros, hasta que los tumultos de
Aragón le dieron ocasión para volver a su patria,
no tanto a usurpar el reino a favor de su semejanza
—208→
con
el rey difunto, como a vengar la ofensa que creía
haber recibido en el honor, de un caballero poderoso del
reino, a quien pensaba matar valido de la autoridad suprema
que efectivamente usurpó.
El mayor enemigo que tuvo
en su empresa fue su hijo Sancho Aulaga, que fiel a la reina
viuda Petronila, no se rindió a las caricias, a las
promesas ni a los consejos de su padre. Este por su parte
preparó la venganza de su agravio; pero ya tenía
la víctima entre sus manos, ya le había manifestado
quién era, para que no ignorase al morir quién
le mataba, cuando fue impedido y descubierto por otros personajes
que le habían escuchado. Preso y convencido de su
delito, fue condenado a muerte de horca. Sancho Aulaga, para
evitar el deshonor del suplicio, se introduce en la prisión,
le da un puñal para que se mate y le promete consumar
la venganza de su injuria; pero Nuño Aulaga se empeña
en no morir sino a manos de su hijo, para que tenga parte
en una acción hecha por evitar la deshonra pública,
y su hijo le complace, justificando así el título
de la comedia: La crueldad por el honor.
En la última
escena se descubre de la manera menos sucia que pudo el autor,
que Sancho no es hijo de Nuño, sino del enemigo de
este. Su madre estaba preñada de dos meses cuando
casó con Aulaga. Estas revelaciones tardías
no disminuyen el justo horror de la atrocidad, y solo sirven
para dar un barniz cómico de la peor especie a la
acción trágica, patibularia y desatinada que
sirve de argumento al drama. El único carácter
interesante es el de Sancho Aulaga, que colocado entre la
lealtad por una parte y el honor y la piedad filial por otra,
cumple con valor tan difíciles obligaciones; pero
el parricidio, aunque solicitado del mismo padre, no admite
disculpa alguna.
Hay en este drama unos versos muy notables,
censurando la antigua e impía máxima: si se
ha de delinquir, ha de ser por reinar.
«Si ser por reinar traidor
dijo que es lícito alguno,
fue cuando la tiranía
daba los cetros del mundo;
fue cuando idólatras pechos
no temieron ser perjuros:
fue cuando el vasallo al rey
natural amor no tuvo:
mas
hoy que la sucesión
les da derecho tan justo;
hoy
que el amor se deriva,
por legítimo transcurso,
de los padres a los hijos;
hoy que del cristiano yugo
a
cumplir los juramentos
obligan los estatutos,
¿cómo
por reinar podrá
decir que es lícito alguno
ser traidor?»
Difícil sería a un publicista
fundar mejor la diferencia entre las modernas monarquías
hereditarias, hijas de la ley, y los antiguos imperios del
mundo, adquiridos por la perfidia, la violencia o la sedición.
No hiciéramos mención de la comedia intitulada
el dueño de las estrellas, si no fuese por lo extraordinario
de la invención, en la cual se mezclan con recuerdos
de la historia de Esparta y con el célebre nombre
de su legislador, los sentimientos pundonorosos y las costumbres
y galanterías de la corte de Felipe IV.
Se sabe que
Licurgo se desterró voluntariamente de su patria,
con intención de no volver a ella, cuando hubo conseguido
que los espartanos jurasen observar sus leyes hasta que él
volviese. Alarcón añade, que aterrado por la
predicción de un astrólogo, huyó de
las cortes y de los palacios: pues según su horóscopo,
había de hallarse en tal aprieto con un rey, que o
le había de dar la muerte o había de perecer
a su manos.
—209→
Esta invención no se conforma mucho con
el nombre de sabio que tuvo Licurgo entre los griegos; pero
el autor la necesitaba para justificar el título del
drama.
Disfrazose, pues, de villano, compró una casa
de posadas en una población corta de la isla de Creta,
en donde permaneció desconocido, hasta que el rey
de aquel país, movido por un oráculo de Apolo,
hizo buscarle para confiarle el gobierno de su reino. Descubierto
por la industria de Severo, privado del rey, y conducido
a la corte, donde el monarca le puso al frente del gobierno,
se enamoró de Diana, hija de Severo, a la cual quería
también el rey, y casó con ella con beneplácito
del padre y la licencia del soberano, que tuvo aquel matrimonio
por favorable a los intereses de su amor. Una noche en que
se creía a Licurgo ausente de la corte, se introduce
el rey en su casa; encuéntrale el marido sin conocerle,
riñen, traen los criados luces, y Licurgo ve cumplido
el horóscopo; mas para manifestar que él, como
sabio, era dueño de las estrellas, se da la muerte
a sí mismo.
La elocución y el diálogo
dan interés a las diferentes escenas del drama; pero
lo desatinado de la catástrofe destruye todo buen
efecto: Infelix operis summa. Está llena la fábula
de incidentes, que cada uno de por sí llama la atención
del espectador, pero que carecen de un vínculo común
que los una. El bofetón que da Teon a Licurgo, creyéndole
un villano, y que venga al ofendido por los mismos medios
que pudiera un cortesano de Felipe IV, es un episodio completamente
inútil. Primero excita interés la determinación
que toma el rey de asociar a Licurgo al mando: después
la resistencia heroica de Diana a los deseos de un monarca
poderoso y además amado de ella misma. La pasión
de Licurgo a Diana, por más desatinada y aun ridícula
que parezca, si atendemos a los recuerdos históricos,
no deja de interesar: pero nada produce, sino un casamiento
no esperado de nadie. Alarcón en esta comedia se asemejó
a Lope de Vega, acostumbrado en casi todas las suyas a zurcir
escenas con situaciones interesantes pero mal ligadas entre
sí. No es así como están escritas la
Verdad sospechosa, Las paredes oyen, y La prueba de las promesas.
Ruiz de Alarcón. El tejedor de Segovia, primera y
segunda parte
Estas dos comedias, con las cuales concluiremos nuestros
estudios acerca de este insigne poeta, componen un verdadero
drama romántico, que podría dividirse en cuadros,
según la moda del día. Mas no es conforme a
ella en el desarreglo de las ideas morales. Su argumento
es la venganza que un caballero castellano toma de los calumniadores
y asesinos jurídicos de su padre, perseguidores suyos,
y uno de ellos seductor de su hermana.
Cuadro I. -La traición.-
Dos moros, disfrazados de cristianos, emprenden asesinar
al rey Alonso VI de Castilla. La guardia acude a tiempo,
huyen dejando caer unas cartas, y son perseguidos y despedazados
por los soldados. Pero el anciano Beltrán Ramírez,
que no podía seguirlos con tanta celeridad, encuentra
las cartas, las lee, y ve que son del rey moro de Toledo
al marqués Suero Peláez y a su hijo el conde
D. Julián, que se habían comprometido a favorecer
la empresa de los asesinos. El honrado Ramírez, hallándose
a solas con el marqués, le afea su delito, mas le
promete ocultarlo si se enmienda: se queda con las cartas,
y le da los sobrescritos. El marqués, dueño
de ellos, se los come para destruir este vestigio de su crimen:
y acusa a Beltrán ante el rey de la traición.
Sirve para dar viso de verdad a la calumnia hallarle las
cartas. El rey manda prenderle, confiscar sus bienes, recluir
a su hija, y cuando vuelve D. Fernando Ramírez, hijo
de Beltrán, y protagonista del drama, victorioso de
los moros, el premio que encuentra de su victoria, es ver
a su padre degollado.
Cuadro II. -La torre de San Martín.-
Los dos traidores, padre e hijo, fueron desde
—210→
entonces las
personas más favorecidas del rey, y se encargaron
de perseguir a Fernando, el cual se hizo fuerte en la torre
de San Martín de Madrid, con un amigo y un criado,
demoliendo una parte de ella, e impidiendo a cantazos que
nadie se acercase a la iglesia. Doña María
de Luján, doncella noble, huérfana y rica,
que vivía cerca, enamorada del indomable valor con
que se defendía Ramírez contra la multitud
de sus enemigos, se abrió paso por la noche hasta
él, acompañada de un criado de su confianza,
por medio de un subterráneo de su casa que comunicaba
con las bóvedas de la iglesia; le manifestó
quién era, su amor y su proyecto de libertarle, y
le llevó los víveres que necesitaba; porque
sus perseguidores habían resuelto hacerle morir de
hambre como a Pausanias.
Cuadro III. -El Tejedor.- El criado
de Doña María había sido tejedor de
lana en Segovia. Marchó a esta ciudad con su ama,
vestida humildemente como nuera suya. D. Fernando, después
de haber despedido con varios pretextos a su amigo y a su
criado, trocó sus vestidos con un cadáver reciente
y de su misma estatura, le desfiguró el rostro a puñaladas,
lo dejó donde pudiese ser reconocido, huyó
a Guadarrama cuyo cura le proporcionó otro traje aunque
humilde, y se presentó en Segovia como esposo de la
fingida Teodora, e hijo del criado Pedro Alonso, que ya tenía
establecida su fábrica de telares. Tomó el
nombre y la profesión del supuesto padre, y fue recibido
con aplauso de todos los de la carda, porque se aseguró
que era muy valiente y que venía de la guerra.
Cuadro
IV. -El bofetón y la cárcel.- La corte residía
a la sazón en Segovia. El conde Julián Peláez
a quien estaba confiada la reclusión de Ana Ramírez,
la había seducido, la tenía en una casa de
campo, entreteniéndola con varios pretextos para no
darle la mano; y entretanto, enamorado de la supuesta Teodora,
la requirió de amores. Su marido se opuso a que entrase
en su casa, el conde le dio un bofetón, y él
sacó la espada y le hirió. Fue preso y cargado
de grillos y cadenas. En la cárcel halló muchos
valentones que lo respetaban y querían por su intrepidez.
Pidió a uno de ellos que le diese una herida en la
cabeza, fingió que se la había hecho tropezando
y cayendo en una escalera, se le puso en la enfermería,
aunque con esposas, se mordió el artejo de un dedo
para sacarlas, y haciendo escalas de las sabanas de los enfermos,
huyó de la cárcel con todos los reos que quisieron
seguirle, y llevándose a su Teodora, se refugió
a la sierra de Guadarrama.
Cuadro V. -Los bandoleros.- Vivió
en ella tomando lo necesario para sí y los suyos,
cuyo número se aumentó hasta tal punto que
pudieron encastillarse en aquellas montañas. Un criado
antiguo suyo, sobornado para venderle, vino con otros asociados
a su intento, a unirse a su compañía, aprovechó
una ocasión en que estaba descuidado y solo con Teodora,
los maniataron y caminaron a Segovia. Llegaron de noche a
una venta, donde mientras los apresadores comían,
el Tejedor puso las manos en la luz del candil, quemó
las cuerdas que las ataban, quitó la espada a uno
de ellos, los acuchilló, desató a Teodora,
y huyó con ella; pero cargando gente, se le quebró
la espada, y se separaron en la fuga, bien que no mucho,
pues llegaron con poco intervalo de tiempo a la quinta del
conde, a cuya puerta se hallaba este, ya convalecido de su
herida. Teodora, viendo el peligro, finge cariño al
alevoso perseguidor, que quería matar a Fernando,
y le pide la espada para hacerlo ella misma. Tómala,
se la entrega a su esposo para que se defienda, y huye. Fernando
obliga el conde a encerrarse en su casa, después de
lo cual se reúne con Teodora y con sus compañeros.
Cuadro VI. -La venganza.- El Tejedor saca su hermana de
la quinta donde estaba, vuela a la del conde, se hace dueño
de su persona y de las de sus criados, le obliga a casar
con Doña Ana, a quien debía el honor, se queda
solo con él, le declara que es el mismo Fernando Ramírez,
a quien todos creían muerto, le enumera los agravios
recibidos, y los venga peleando con él cuerpo a cuerpo
y dándole la muerte. Marcha después con sus
bandoleros, convertidos ya en soldados, en defensa del rey
que llevaba lo peor en una batalla contra los moros; restablece
el combate, y da la victoria a su patria: pero encontrándose
con el marqués, le acomete, le rinde, le hiere mortalmente,
y le obliga a confesar delante de todos la calumnia de que
fue víctima su honrado padre. El rey le restituye
a su gracia.
Si hay alguna composición verdaderamente
romántica, esto es, novelesca, es la
—211→
fábula
del Tejedor de Segovia. Está llena de acción,
de movimiento y de interés. El lenguaje, aunque no
tan esmerado como en otras comedias de Alarcón, es
animado, vehemente, sobre todo en el papel de Fernando, cuyo
carácter emprendedor e impetuoso no se desmiente nunca.
Sirva de ejemplo este monólogo que dice cuando pone
las manos en las llamas del candil de la venta.
«Dadme favor, santos cielos:
que mientras hablan, dispongo
que el fuego de este candil
me dé remedio piadoso,
aunque me abrase las manos.
Elemento poderoso,
esfuerza
la acción voraz,
tú, que los húmedos
troncos,
los aceros, los diamantes
sueles convertir en
polvo.
¡Ah, pese a tu actividad!
Todo me abraso, y no rompo
los lazos: fuego enemigo
¿dante pasto más sabroso
mis manos, que estas estopas
que te suelen ser tan propio
alimento?... Ya estoy libre:
ahora si cuantos monstruos
de Egipto beben las aguas,
pacen de Hircania los sotos,
se oponen a mi furor,
los haré pedazos todos».
D. José Cañizares
Artículo I
Este autor dramático, que se considera como el último
de nuestro antiguo teatro, floreció a principios del
siglo XVIII, sin que hayamos podido deducir ni de sus comedias,
ni de alguna otra noticia histórica, la época
fija en que empezó y acabó de escribir. Solo
sabemos que pertenece a aquel periodo por la mención
que hace de las tragedias.
«según el francés
estilo»
esto es, en cinco actos, en su comedia del Sacrificio
de Ifigenia, y por algunas voces familiares, como agur, petimetre
y otras, introducidas en el lenguaje común después
del advenimiento de la casa de Borbón al trono de
España. El mismo hace alusión a la moda introducida
de aplaudir a los autores con las voces bravo, famoso, bueno:
pues habiendo dicho al auditorio, en el fin de la comedia
El más bobo sabe más,
«Y con dos palmadas solas,
quedan premiados y alegres
nosotros,
ingenio y obra,»
ya al acabar la segunda parte del Anillo
de Gijes, pone en boca del coro estos versos
—212→
«Pidiendo con voces
de liras y trompas,
en vez de palmadas
que expliquen el vitor,
perdones y aplausos
con frases
modernas
del bueno, famoso,
del bravo y el lindo».
Todos
estos indicios demuestran que floreció en la época
que hemos dicho. Sin embargo sus frecuentes alusiones a Calderón
y a los lances de las comedias de este insigne poeta, muestran
que no se cometería gran yerro en suponer que comenzó
su carrera a fines del siglo anterior. Es muy de notar que
ninguno de sus dramas recuerda circunstancias políticas
de su tiempo, ni aun por alusiones remotas: excepto quizá
la comedia Yo me entiendo y Dios me entiende, en la cual
parece que se quiere elogiar la conducta de los que habiendo
servido con honor al archiduque Carlos, pasaron después
de la ruina de su partido al de Felipe V; representando esta
grande disputa en la de Pedro el cruel y de su hermano Enrique
de Trastámara, que sirve de acción a aquel
drama.
Después de Cañizares se escribieron
algunas comedias en el género de Calderón;
mas ninguna de ellas ha tenido aceptación ni fama
en el teatro. Empezaron por una parte los partidarios de
Racine y Molière a desacreditar el género:
por otra a corromper la escena con sus composiciones estrambóticas
los Zavalas, Comellas y Trigueros, mientras adormecían
el auditorio Luyando y Moratín el padre: por otra,
la alteración completa de las costumbres inutilizaba
los medios y recursos dramáticos del siglo anterior,
y eran más análogas a los nuevos usos e ideas
las comedias y tragedias francesas, pocas veces bien traducidas.
Por todas estas razones debe mirarse a Cañizares como
el último poeta cómico del teatro español
que empezó en Lope de Vega.
Algunos quieren que se
le considere como eslabón intermedio que sirvió
para unir el género de Calderón con el que
después se adoptó imitado del teatro francés;
y se fundan en el conato que puso en describir caracteres,
que mejor pudieran llamarse caricaturas. Nosotros no lo creemos
así, y tenemos a Cañizares por calderoniano
puro. Su Dómine Lucas, su D. Laín de los Hechizos
de amor, su D. Lorenzo del Más bobo sabe más
no tienen sus tipos en el teatro francés, sino en
el D. Toribio Quadrilleros de Guárdate del agua mansa
de Calderón, en D. Lucas del Cigarral de Rojas, y
otros caracteres grotescos de nuestros antiguos dramáticos,
que no derramaban la sátira cómica en una nación
pundonorosa y colérica, sobre personajes que pudieran
tener retratos en la sociedad, sino sobre mamarrachos fingidos
a placer.
Cañizares no es solo calderoniano, sino
acaso el que imitó mejor la elocución, el arte
de versificar, y la disposición de la fábula,
que son propias del maestro. Es más fácil y
menos artificioso en los versos, menos decoroso en las sales,
pero más abundante. Sus comedias siempre interesan,
siempre agradan por el continuo y no inverosímil movimiento
de los personajes. Posee en sumo grado el arte de hacer reír,
aun con desatinos y necedades, y no perdona ni a equívocos
ni a conceptillos; pero ingeridos de tal manera, que parecen
el modo natural de hablar del interlocutor. Su diálogo
es frecuentemente vivo y animado como el de Moreto. Ni tiene
las intenciones dramáticas de este, ni la sal picante
de Tirso, ni las combinaciones ingeniosas de Calderón,
ni las gracias naturales de Lope. Pero su objeto es hacer
reír, y lo logra como ninguno. ¿Quién puede
refrenar la risa cuando ve a D. Lucas llevar por peto a un
desafío el árbol genealógico de su familia:
al mayorazgo de Granada deletrear mascullando el billete
que ha sorprendido a su mujer, o a D. Policarpo de Lara expresar
su necia pasión a la ilustre fregona?
Sus comedias
de figurón, que son las que más fama lo han
granjeado, son por lo regular de capa y espada, como las
de Calderón y Moreto; pero hay en ellas un personaje
ideal, necio, malicioso, estrafalario y botarate, destinado
a hacer reír al auditorio, a ser el juguete y la burla
de los demás, y a tener sin embargo una parte activa
en el enlace y desenlace de la fábula. Calderón,
Rojas y Moreto presentaron cada uno un carácter
—213→
de
esta especie; pero Cañizares supo diversificar esta
figura, y conservando el fondo de sus cualidades aparentes,
a saber, la extravagancia del lenguaje y de las ideas, variar
sus sentimientos morales y su capacidad intelectual.
El
Dómine Lucas es un estudiantón ridículo
y pedante, infatuado de su nobleza; pero D. Cosme de Anzures
de Yo me entiendo y Dios me entiende, encierra bajo expresiones
y modales estrafalarios, valor, sentimientos nobles, muy
buen juicio y no poca astucia.
D. Policarpo de Lara es un
joven mal educado, incapaz de honor, de valor, ni de delicadeza
en el amor; pero el D. Lorenzo del Más bobo sabe más,
mayorazgo travieso y botarate, despierta de su larga infancia,
apenas siente el aguijón de la injuria y teme perder
el amor de su esposa.
El D. Laín del Músico
por amor, es un animal avaro, glotón y descortés:
el D. Gerónimo Retuerta de una comedia, cuyo título
es Allá va ese disparate, pertenece a la misma especie,
y solo se diferencia en los incidentes de la fábula.
El barón del Pinel solo se diferencia de los dos en
su ridículo orgullo aristocrático, y en su
desatinado amor a una mujer casada, con el que estuvo a pique
de arruinarse a sí mismo y a una familia distinguida.
Al lado de los caracteres de figurón se ven otros
no tan recargados, aunque también ridículos,
dibujados con felicidad. En la ilustre Fregona introduce
una dama pedante y culta, imitada visiblemente de la Doña
Beatriz de Calderón en No hay burlas con el amor.
También es pedante, y además poeta, el D. Periquito
de Allá va ese disparate. El tío del Dómine
Lucas es un abogado que apenas sabe hablar otro idioma que
el de la curia y enamora en términos de proceso. Es
además fanático por la nobleza; y hay en Madrid
una tradición de que fue personaje verdadero, y que
Cañizares lo sacó al teatro por complacer a
amigos poderosos, alegres y mal intencionados. En la misma
comedia hay una Doña Melchora, tonta, mas tan aficionada
al matrimonio, que conduce a la par dos intrigas amorosas
para hacerse poderosa, según ella dice, logrando dos
casamientos. En el Músico por amor se introduce una
santurrona, capaz de amor, de celos y de ira.
Otras comedias
tiene Cañizares que sin ser de figurón, describen
un carácter. En Las cuentas del gran Capitán
este héroe y su amigo Diego de Paredes hablan como
dos españoles militares del siglo XVI, llenos de bizarría,
de valor y de gracia. El guapo Julián Romero y su
dama imitan el lenguaje y el arrojo de los valentones. No
hablamos de la heroica Antonia García, que no es más
que un robo hecho al insigne Tirso de Molina.
Pero el carácter
que Cañizares no robó a nadie, y que está
perfectamente descrito, es el de El Picarillo en España.
Federico Bracamonte, proscrito por el rey D. Juan II, se
introduce en su corte como un soldado de fortuna, se hace
amigo del condestable D. Álvaro, imita con al y sin
afectación los modales de palacio, enamora y cela
sin renunciar al título de pícaro que se había
dado a sí mismo, hasta que en fin, libertando al rey
de una violencia, se descubre y obtiene su perdón.
No dudamos en designar esta comedia como una de las mejores
de Cañizares.
Artículo II
Concluiremos la enumeración de los dramas de carácter
de Cañizares con la Vida del gran Tacaño, llena
de movimiento y de intriga: los diálogos son graciosísimos,
y las astucias para robar bien urdidas y ejecutadas. Muchos
de los incidentes son tomados de la novela satírica
de Quevedo que tiene el mismo título. Las dos damas
burladas por los rateros no pertenecen ya a la escuela de
Calderón; son codiciosas e incapaces de amor; porque
la una es imbécil, y la otra no ama en el mundo más
que a su perrita Tisbe, cuyo robo es uno de los incidentes
más cómicos de la pieza.
En cuanto a las comedias
heroicas, en que procura imitar el sistema de Calderón,
las más dignas de aprecio por el buen estilo, la versificación
y la gravedad de la sentencia, son También por la
voz hay dicha, en que imitó el Alcaide de sí
mismo de su modelo, y Por acrisolar su honor, competidor
hijo y padre. Esta última puede considerarse como
—214→
la segunda parte de la desdichada Estefanía de Vélez
de Guevara. Un hijo de Fernán Ruiz de Castro y de
esta infeliz víctima de los celos, se presenta a sostener
contra su padre en desafío público la inocencia
de su madre.
Cañizares no era aficionado al género
trágico. Sin embargo en el Sacrificio de Ifigenia,
tiene buenos versos y situaciones interesantes: mas ninguna
tomada de la Ifigenia de Racine. Mientras no parezca la que
con el mismo título escribió Calderón,
no se podrá decir si Cañizares le robó
mucho o poco. Nosotros nos inclinamos a lo primero, porque
muchos de los versos nos han parecido del mismo Calderón,
como estos de Aquiles, que resuelto a defender a Ifigenia
contra Agamenón, contra Grecia y contra los dioses,
dice a sus soldados:
«Que a mi real tienda llevéis,
banderas tendidas;
armas
en mano, tambor batiente,
formados como en batalla,
a la reina mi señora,
y a la que ya coronada
por
esposa de su rey,
besará los pies Tesalia:
mientras
el resto de toda
esa femenil bastarda
multitud, pues muda
sufre
como religión la infamia,
yo solo defiendo
el paso».
o estos de Agamenón.
«El orbe que oyó el estruendo
de las trompas y las
cajas,
ya de aquel susto primero
convalece en la tardanza;
juzgando, o que es guerra injusta
la que tierra, viento
y agua
resisten, o que el temor
de no conseguir la hazaña
es rémora a nuestro impulso,
es remo a nuestra venganza».
Si estos versos son verdaderamente de Cañizares,
debe confesarse que ninguno ha sido tan feliz como él
en imitar a Calderón.
Citemos algunos pasajes del
género propiamente suyo, que era el grotesco. El Dómine
Lucas en la exposición de la comedia de su nombre,
dice a D. Enrique, su amigo y conocido antiguo:
«Yo en la montaña
tengo una bonita hacienda,
a Dios gracias, que un
abuelo,
mi deudo por línea recta,
fundó
ciento y dos mil años
antes que Cristo naciera.
...Dejome
con calidad esa
renta
de que entre a gozarla yo
desde el día
en que me muera.
D. ENRIQUE
¿Desde que os muráis?
pues muerto
de qué os sirve?
D. LUCAS
Tengan
cuenta,
pues ¿cómo queréis que mande
que viva un hombre con ella,
—215→
si es hacienda de montaña
que hincha, pero no sustenta?
D. ENRIQUE
¿Pues cuanto
es?
D. LUCAS
Doce
ducados.
y tiene un censo de treinta.
................................................
El caso es que mi
nobleza
tan antigua que a diez millas,
huele a lo
rancio que apesta,
no permite que me entregue
todo
entero a quien no sepa
que es mujer tan recatada,
tan mirada, tan atenta,
tan noble y tan tarantán...
D. ENRIQUE
¿Qué es tarantán?
D. LUCAS
Es
discreta
frase con que yo me explico
dando a entender
que quisiera
mujer que no se asustara
de cajas ni
de trompetas etc.
En el Músico por amor D. Laín,
viendo a D. Carlos, hijo de su amigo, dice:
«D. Carlitos mío,
abrazadme, apretujadme,
oprimidme,
deshacedme,
que sois una viva imagen
de vuestro padre:
no he visto
semejanza semejante».
Y después
«¿A qué pensáis que he venido
con todos mis alifafes,
y esta cara de mastín?
CARLOS
¿A qué es?
LAÍN
A
medio casarme,
CARLOS
Extraña función será
boda tratada a mitades.
LAÍN
Tengo aquí
un correspondiente,
que giramos los caudales
igualmente:
y entre algunos
cambios que hay de parte a parte,
a letra sin ver, quería
una hija suya encajarme.
Yo, que para aceptar una
de ciento y cincuenta reales,
la doy ochocientas vueltas
y pillo la mosca antes,
vengo a ver el dote, que es
en lo que habrá
que repase:
que no hay rostro que sea feo,
como un
talego le lave».
En Yo me entiendo Dios me entiende entran
de noche el rey D. Pedro y su confidente D. Álvaro
en casa de D. Cosme, a enamorar a su futura esposa. D. Cosme
encuentra con ellos a oscuras, y les oye hablar, sin conocerlos,
de un risco y de un mármol que no pueden ablandar
ni contrastar y él dice para sí:
—216→
«¿Qué cosa en mi casa hay dura,
que estos quieren
madurarme?
y después, conociendo al rey,
«Honras me trae
el rey que a vencer durezas
viene a mi
casa?»
Artículo III
Veamos de qué manera forma los diálogos Cañizares
en materias algo más elevadas. Una mujer da la siguiente
queja al gran Capitán:
«Señor, aquí hay un soldado
que la palabra me ha dado
de casamiento.
GONZALO
Pasad
adelante.
MUJER
En
fuerza de esto
a mi obsequio le admití.
GONZALO
Y ¿es español?
MUJER
Señor,
sí.
GONZALO
Y ¿os engañó? Acabad presto.
MUJER
Tarda en casarse, y apura
mi tolerancia.
GONZALO
Señora,
¿con eso venís ahora?
pues acaso, ¿soy yo
el cura?
MUJER
Sois el virrey, y él está
en vuestra guardia.
GONZALO
¿Si
a fe?
Pues yo le arcabucearé
y después
se casará.
MUJER
¿Matarle? ¿por qué, señor?
GONZALO
¿No decís que os ha engañado?
MUJER
No señor; que él no ha tocado
al sagrado
de mi honor:
solo el casarse ha ofrecido.
GONZALO
Hablarais
para mañana;
pues pasósele la gana
de ser ya vuestro marido.
¿Qué le he de hacer
en rigor?
pues yo bien le puedo dar
orden para pelear,
no para tener amor».
El mismo Gonzalo de Córdoba
dice a su sobrino, que andaba entretenido en amores, y con
rivales:
«Pues
D. Juan,
¿vos aquí?
JUAN
Señor,
estaba...
GONZALO
Divirtiéndoos, ¿no es verdad?
aunque yo sienta la falta.
—217→
JUAN
Señor...
GONZALO
Ved
en lo que andáis,
que sois mi sangre.
JUAN
¿Yo?
en nada.
GONZALO
Cuidado con la cabeza,
que os enterrarán
si os matan.
(Vase.)
PELÓN
Eso yo me lo dijera.
JUAN
Hoy, por lo que ahora os contaba,
he tenido una
pendencia.
GARCÍA DE PAREDES
¿Y estabais
solo?
JUAN
Llevaba
a Pelón.
GARCÍA
¡Buenas
pechugas
de gallinas, si le asaran!»
En
el Picarillo en España hay el diálogo siguiente
imitando el estilo de los amoríos de palacio:
LEONOR
«He oído vuestra manía,
y mi condición me llama
a gustar mucho...
FEDERICO
¿De
qué?
LEONOR
De gentes extraordinarias.
FEDERICO
Pues ninguno le es, señora,
más que yo.
LEONOR
¡Qué
libre que habla!
...¿y tenéis
muchas
habilidades?
FEDERICO
No
faltan.
LEONOR
¿Cantar, danzar y tañer?
FEDERICO
La voz hoy, señora, es mala:
pero muchas malas
voces,
andando el tiempo, se aclaran.
LEONOR
¿Ya empezáis
como en misterio
a explicaros?
FEDERICO
Linda
gracia:
pues si entro desde hoy a andar
en terreros
y antesalas,
¿no queréis gaste conceptos,
preludios y extravagancias?
LEONOR
¡Jesús! gustaré
de vos
muchísimo yo...»
Y en el acto segundo
volviendo a encontrarse, dice:
LEONOR
«Ruido sintió la reina
en esta cuadra, y a efecto
de saber lo que es me envía.
FEDERICO
Yo bien decíroslo puedo:
pero no puedo
decirlo.
LEONOR
La implicación no entiendo.
..............................................
¿qué
he de decir a la reina?
FEDERICO
Que aquí ha pasado
un suceso,
y a un pícaro se ha fiado
que sabe
guardar secreto.
LEONOR
¿En todo?
—218→
FEDERICO
En
todo, señora:
y aun hasta en estar sirviendo,
pues sirvo sin esperanza.
LEONOR
Mucho estar de prisa
siento.
FEDERICO
¿Por qué?
LEONOR
Porque
os respondiera,
que si sois pícaro, eso
de
servir por servir solo
sin que lo sepa el deseo,
lo dejéis para quien sea
pícaro más
caballero.
FEDERICO
Mirad que me habéis picado,
que yo también puedo serlo.
................................................
LEONOR
Pícaro
sois, bien decís.
FEDERICO
Pues ya me iréis
conociendo,
y veréis que es más en mí
que lo pícaro, lo necio.
............................................
LEONOR
Pícaro sois,
pero sois
muy cortés y muy discreto.
FEDERICO
Agradezco la ironía,
perdonad si la penetro.
LEONOR
Ya hablaremos.
FEDERICO
¿Por
qué no?
LEONOR
Sois gracioso.
FEDERICO
Yo
lo creo.
LEONOR
A Dios.
FEDERICO
Él
vaya con vos.
LEONOR
(Aparte.)
¿Qué hay en este hombre encubierto
que dice lo que él recata?
Mas yo
¿para qué deseo
inquirirlo? -A Dios.
FEDERICO
¿Dos
veces
es despedís?
LEONOR
Es
que quiero
que sintáis el que me vaya.
FEDERICO
¿Pues para quedar muriendo
una vez no basta?»
Este
diálogo es el tipo del discreteo entre damas y galanes
de palacio, que habiendo empezado en el reinado de Felipe
IV, llegó a su perfección en la regencia de
Mariana de Austria, y cuyas tradiciones se conservaban todavía
en la época de Cañizares y de Zamora. El rendimiento
en los caballeros, y el desdén y la altivez en las
damas, que ocultaban a veces bajo aquellas apariencias sentimientos
más tiernos, eran el alma de la conversación
fina en el siglo de Calderón.
Zamora
Artículo I
D. Antonio Zamora, gentil hombre de la casa de S. M. y oficial
de la secretaría de Indias, fue uno de los últimos
poetas cómicos de la escuela de Lope y Calderón,
que la
—219→
acompañaron, por decirlo así, a su
funeral a principios del siglo pasado. En el prólogo
que escribió para el primer tomo de sus comedias,
dejó consignada su fidelidad a las tradiciones de
aquellos maestros, señaladamente del último:
mas aunque él no lo hubiera expresamente dicho, se
reconoce bastantemente tanto en la conducta de sus fábulas
como en su elocución, que para él no había
otro modelo que mereciese ser imitado sino el poeta favorecido
de Felipe IV. No carece a la verdad de mérito en la
disposición e interés del plan ni en la viveza
del diálogo, más correcto en lo primero que
Tirso y Lope, muy inferior a ambos en lo segundo, aunque
no despreciable; pero su estilo es pobre, sin calor, amanerado,
cuajado de metáforas gongorinas; en una palabra, no
imitó en esta parte sino los defectos de Calderón
o de su siglo.
La dinastía austríaca había
caído del trono, después de una guerra cruel,
con su rival la de Borbón; pero la variación
de familia real no causó mudanza alguna en las costumbres
ni en las ideas ni en los sentimientos nacionales. El valor,
el honor, el amor continuaban siendo las creencias y los
sentimientos habituales de la nación: y por consiguiente
tanto en palacio como en la capital eran agradables todavía
y se representaban con aplauso las comedias del siglo pasado.
Zamora que puso en el teatro la historia de la sorpresa de
Cremona, comedia visiblemente de circunstancias, la revistió
con todos los lances de amor, celos y desafíos que
pudieran haberlo hecho Lope y Calderón: y lo mismo
hizo en la Poucella de Orleans, tomada de la historia francesa,
y que escribió probablemente por complacer a sus jefes.
Lo mismo se nota en Cañizares, su coetáneo,
más independiente y que nunca trabajó piezas
sobre los asuntos corrientes. Con más genio cómico
y mejor estilo conservó cuidadosamente en sus dramas
el mundo caballeroso del siglo anterior.
Pero después
de estos dos ingenios no volvió por mucho tiempo a
aparecer en nuestra escena nada que anunciase el talento
y la animación de los tiempos de Lope, Molina, Calderón,
Alarcón y Moreto. El teatro antiguo falleció:
el nuevo aún no había nacido; y si la memoria
no nos es infiel, la Talía castellana yació
en continuo letargo desde Cañizares hasta Moratín.
Solo el Mardoqueo de Clímaco Salazar y la Numancia
destruida de Ayala interrumpieron con algunas escenas tolerables
y muchos buenos versos este largo sueño de la musa
dramática. Solo puede atribuirse a la ausencia absoluta
del genio: pues el pueblo no dejaba de concurrir con ansia
a las monstruosidades estúpidas de Martínez
y Camacho, de Moncin y de Rey, de Comella, Valladares y Zabala.
Además, nuestros sentimientos e ideas no habían
sufrido alteración; porque aún no habíamos
probado del árbol de la ciencia del bien y del mal,
que nos mostró más tarde la filosofía
material del siglo XVIII.
Entre las composiciones de Zamora,
las más conocidas y populares son dos: el hechizado
por fuerza y el Convidado de piedra. La primera es una imitación
o un modelo, porque no sabemos lo que efectivamente fue,
de aquellos caracteres grotescos, de aquellas caricaturas,
a que acostumbró Cañizares a nuestro auditorio,
y que no tenían otro objeto moral, ni aun dramático,
que el de hacer reír con los dislates y extravagancias
de los protagonistas ridículos. El D. Claudio de Zamora
es un clerizonte necio, ignorante, tacaño, apenas
capaz de la primer tonsura que solicita, y que por no renunciar
a una capellanía miserable, deja de cumplir una promesa
de casamiento que había dado. Persuádenle a
que en venganza la novia le ha hechizado, y que morirá
sin remedio si no se casa. Todos los incidentes de la pieza
están ligados a esta idea, que el autor desenvuelve
con chiste y facilidad. Es una de las comedias españolas
que hacen reír más en la ejecución.
El espectador se presta a todo lo que se le dice por no perder
la figura de D. Claudio que se introduce a escondidas en
el cuarto de la hechicera, con una alcuza en la mano, para
echar aceite en una lámpara, a cuya luz estaba ligada
su vida según las condiciones del encanto. ¿Quién
ignora los célebres versos
El
carácter miserable de D. Claudio se pinta al tiempo
de tomar la cuenta al vejete que tiene por criado.
PINCHAUBAS
«Cuatro cuartos de una carta.
CLAUDIO
No entiendo de esas; ¿pues tengo
yo de poner
de mi casa
el que al otro se le antoje
darme desde
allá las pascuas?»
Enfadado después con el
criado le insulta;
CLAUDIO
Es
un sisón;
y a no tener esas canas
hiciera que le bajasen
al calabozo del agua.
PINCHAUBAS
Nadie de los que he servido
me ha dicho tales palabras.
CLAUDIO
Pues yo soy uno,
y las digo.
PINCHAUBAS
Usté, si de mí se
enfada
me ajuste la cuenta.
CLAUDIO
Nolo.
PINCHAUBAS
Y en pagándome...
CLAUDIO
No
hay blanca.
PINCHAUBAS
Me iré con Dios.
CLAUDIO
¿Quién
le ha dicho
que gusta Dios de fantasmas?
Ya puede conocerse
por estas muestras la especie de ridículo que empleó
Zamora,
—221→
más dirigido a entretener con bufonadas que
a satirizar. El criado, confidente de Don Claudio, pidiéndole
este que le diese entrada en el aposento de la hechicera,
le dice:
«...Cuanto puedo
hacer si a tanto te arrojas,
es darte la llave y una
reliquia maravillosa.
CLAUDIO
¿Qué reliquia
es?
PICATOSTE
Un
hueso
del catalán Serrallonga.
CLAUDIO
¡Santo
mío!»
Dando cuenta de su enfermedad a un doctor,
dice que siente «un lapsus linguæ en el bazo»: expresión
que ha quedado como proverbial entre los graciosos y decidores:
Quiere comer contra el orden del médico.
DOCTOR
«Sosegaos:
y pues el hambre os irrita
concertémonos.
CLAUDIO
¿En
cuánto?
DOCTOR
En alguna consel villa,
agua
y chocolate.
CLAUDIO
¡Corcho!
DOCTOR
Pues sean dos higadillas
de pollo.
CLAUDIO
¡Poca
manteca!
DOCTOR
Pues ¿qué queréis?
CLAUDIO
Carne
frita,
y alborotaré la casa
si me bajan de
dos libras».
Encontrando después con la supuesta
hechicera la coge del brazo. Ella grita:
«¡Que me mata!
CLAUDIO
No
haré más
que romperte una costilla».
Artículo II
El Convidado de piedra es la misma fábula que creó
Tirso de Molina, que arreglaron a las formas del teatro francés
Tomás Corneille y Molière, y que reproducida
en todas partes como drama, como ópera o como baile
pantomímico, ha probado a la Europa, que el genio
español, incorrecto si se quiere y poco dócil
a las leyes del buen gusto, poseía en el siglo XVII
el instinto teatral, es decir, los medios de interesar vivamente
y conmover los ánimos con caracteres y cuadros originales.
Voltaire no sabía explicarse a sí mismo por
qué motivo interesaba la acción de esta pieza,
y lo atribuía al movimiento escénico (au fracas
de theatre) que reina en toda la fábula. Es muy extraño
que aquel hombre tan hábil en literatura atribuyese
a una causa tan pequeña, y que se halla en muchas
composiciones sin celebridad, un efecto tan grande. El autor
de Orestes no advirtió que en el drama de Tirso de
Molina se representaba nada menos que el principio de la
expiación, tan universal al género humano,
tan simpático con todos los sentimientos del corazón,
tan útil para amedrentar al malvado, tan necesario
para retener al justo.
De ahí nace todo el efecto
dramático de esta pieza. Satisface la primera necesidad
de nuestra alma: porque nos muestra un orden de cosas en
que la maldad recibirá su castigo,
—222→
y lo recibirá
de una manera análoga a la culpa. ¿Cómo no
ha de interesar al hombre ver a un poder invisible y misterioso
empleado en restablecer por medio de la pena el desorden
que causó el delito? D. Juan Tenorio muriendo a manos
de la estatua, erigida a la memoria del que quiso deshonrar,
y del que injurió después de haberle dado la
muerte, es la imagen del malvado, endurecido en el crimen
y en los vicios, que habiendo burlado la justicia humana,
no se escapará de la divina.
La comedia de Tirso
de Molina, aunque fue el original de que después se
sacaron tantas copias, no podía ya representarse en
nuestro teatro. Aunque se prescindiese de la irregularidad
de la acción, y de la falta absoluta de unidad en
el plan, no podía ya tolerarse, en tiempo de Zamora,
la excesiva licencia en los lances y en la elocución
que afeaba el drama de Tirso. Nuestro, autor se propuso reducirlo
a formas más decentes y a una acción mejor
conducida, y felizmente lo consiguió sin debilitar
la perversidad ideal del protagonista ni disminuir el interés
del último acto. En lugar de las escenas resbaladizas
de la pescadora y de la aldeana que burló D. Juan,
introduce otros amoríos cuya inmoralidad es menos
culpable, y añade al carácter de burlador los
rasgos de pendenciero y amigo de buscar los peligros. Hablando
con su criado de Doña Beatriz, a quien ha burlado,
dice así:
«y en cuanto a que salga
el hermano a la defensa
de su
honor, si acaso alcanza
a saber, que como a todas
di dado
falso a su hermana,
¿qué negocio? Pues acaso,
porque
es de los que recalcan
las jotas, y tuvo en Cádiz
el barco de la aduana,
¿no sabré yo, sin traer
estoque de más de marca,
la valona de muzeta
y el
sombrero de antipara,
darle con mis manos limpias
muchísimas
cuchilladas?»
En Tirso de Molina la estatua no pronuncia
más palabras que las necesarias para cumplir el orden
de la providencia. En Zamora da consejos a D. Juan: y la
escena en que le mata, es más animada, más
terrible que en el original. También es más
interesante el protagonista por el valor a toda prueba que
puso en él el nuevo autor. Arremete a los peligros,
sale al desafío con su contrario, no obedece la voz
del rey que manda cesar el combate, y se niega a dejarse
prender aun del mismo rey. En esta situación dice:
«De espada y rodela armado
de vos me hallo perseguido:
y si una esgrimo atrevido
de otra me valgo templado.
Si
al que pretendiere o ado
prenderme, con una ofendo,
con
otra de vos pretendo
librarme; pues en mi brazo,
cuando
con este amenazo,
con estotra me defiendo.
A otros amaga,
no a vos,
arma que ofensiva es:
y con vos habla después
la que cabe entre los dos.
Detrás de ella, vive
Dios,
—223→
mil pedazos me han de hacer,
antes que consigáis
ver
que acabando de reñir,
pude sin armas salir
de donde vine a vencer».
Ni el lenguaje ni la versificación
de este trozo son despreciables. Si a esto se junta el acto
de disponer la acción con bastante interés,
se verá que Zamora, aunque no pueda compararse con
nuestros principales poetas cómicos, merece sin embargo
un lugar distinguido entre los del segundo orden.
Otra de
sus comedias, D. Domingo de D. Blas, pertenece a la misma
clase de caricaturas que el Hechizado por fuerza; pero este
papel de figurón es de otra especie, y se parece más
al D. Cosme de la comedia Yo me entiendo y Dios me entiende
de Cañizares. D. Domingo, caballero, valiente, leal
y capaz de arrostrar una injusta persecución, por
no faltar a lo que debe a su rey, es sin embargo extravagante
en su lenguaje y en sus modales, siendo su manía principal
buscar en todas las cosas su comodidad. Va a dar una música
a su dama en litera: quiere reñir un desafío,
sentado en una silla: trata con suma cortesía a su
barbero, porque no se vengue
«Con la navaja en la mano».
en fin, lleva en el cuerpo de su criado a todas partes los
utensilios necesarios para improvisar una cena. Esta figura
está bien descrita, y no dudamos que produciría
efecto agradable en el teatro.
Sin embargo, no ha tenido
esta felicidad la comedia de Zamora, y lo atribuimos a una
gran falta que cometió el autor, imperdonable todavía
en su tiempo: y fue faltar al decoro y a las ideas caballerescas.
Hay en su drama un personaje, llamado D. Beltrán de
Alfaro, caballero distinguido de León, escaso de bienes
de fortuna, pero que sabía suplir esta falta con travesuras
no tolerables ni aun en un caballero de industria; pues no
contento con valerse de artificios para apoderarse de una
sortija que pertenecía a una prima de su dama, y de
su reloj de D. Domingo, forma el proyecto de robar a su suegro.
Semejantes gracias se alejan ya del género cómico
y se aproximan al patibulario. Lo peor es que en el drama
pasan por gracias: y el susodicho D. Beltrán, mitad
caballero y valiente, y mitad bufón y rufián,
es una especie de medio gracioso, lo que no le impide casar
con la hija de un señor muy ilustre, la cual a pesar
de que no desconoce sus defectos y juegos de manos, no por
eso deja de amarle: lo que es otra falta contra el decoro
teatral. No lo es menos el amor de Doña Constanza
a D. Domingo, que empezó por el interés, y
acabó por una verdadera afición.
Estas combinaciones
dramáticas debieron escandalizar a un auditorio acostumbrado
a no ver mezclarse en los caracteres de los caballeros y
damas ninguna pasión baja y ruin. Nosotros creemos
que hacían muy bien los espectadores en tener esa
delicadeza, y que nada se perdería en que ahora se
imitase su ejemplo. Pueden pintarse los grandes crímenes,
originados de grandes pasiones; sirven para aterrar y escarmentar.
El hombre vil no produce más efecto que asco y desprecio.
La vista de un león nos atemoriza, mas nos agrada;
y apartamos de un escuerzo los ojos.
Artículo III
Zamora no cultivó la comedia de intriga o de capa
y espada. Los sentimientos amorosos se hallan en su teatro
puestos en boca de príncipes de Epiro, Acaya, Chipre
y otros países griegos; en una sola, Siempre hay que
envidiar amando, introdujo los pastores de la Arcadia. Pero
bajo todos estos disfraces siempre se encubren los galanes
y damas de Calderón, aunque más exagerados
y alambicados que en este insigne poeta: y si bien acertó
en algunas de estas piezas a dar interés a su fábula,
insisten siempre sobre fundamentos tan débiles, que
el lector se indigna al llegar a la catástrofe de
haber
—224→
tenido por tanto tiempo suspensa la imaginación.
¿Quién ha de sufrir, por ejemplo, que en la comedia
de Castigando premia amor se le presenten mil lances de amor
y de celos, nacidos de equivocaciones, y fundados todos en
un oráculo de Minerva, que no es conocido hasta el
fin de la pieza? En la de Amar es saber vencer, el pintor
Protógenes, para triunfar del rey Nicanor y defender
contra él a Tebas, pinta el retrato de la dama del
rey en una pared que era necesario derribar para invadir
la plaza; y la ciudad de Cadmo se salvó porque no
quiso romper un amante el retrato de una hermosura.
Concluiremos
el examen de Zamora con el de su elocución, ya gongorina
cuando quiere elevarse, ya cuajada de equívocos y
de pensamientos afectados cuando quiere mostrar ingenio.
Por más sencillo que sea un concepto, como él
no lo diga de una manera algo oscura, no está contento.
Pueden servir de tipo de su estilo estos cuatro versos, que
canta el coro celebrando las bodas de Deifobo y Dorinda en
la pastoral Siempre hay que envidiar amando.
«Pues ya diste la herida, hijo de Venus,
rompa la cuerda
tu apacible estrago;
y sirva de coyunda en la guirnalda
el que sirvió de víbora en el arco».
El pensamiento
es claro: mas está expresado de tal manera que se
necesita un comentador para entenderlo. ¿Quién sirvió
de víbora en el arco, la flecha o la cuerda? Parece
que esta segunda, pues es la única que puede servir
de coyunda en la guirnalda nupcial. Y si la rompe el amor,
¿cómo ha de servir de coyunda? Y ¿cómo un estrago,
apacible o no apacible, rompe una cuerda? No carecía
Zamora de facilidad para versificar: pero el furor de parecer
profundo le hace ser trivialmente confuso. ¿Cuánto
mejor hubiera sido decir sencillamente, convierte la cuerda
de tu arco en guirnaldas para adornar las víctimas
que has herido?
Un pastor, que se había guardado
mucho tiempo de los peligros del amor, se halla en un instante
enamorado y celoso, y exclama:
«No, amor, no ha de ser: y pues
a los muros que al labrarse
gastó mi razón un siglo
ha abierto brecha
un instante,
por la boca de la herida
respiraré
los volcanes
del pecho, en cuyo alquitrán
aún
se hará pólvora el aire.
Muerte o favor pido
a amor,
que estoy celoso, y no cabe
más bien que
favor o muerte:
pues si con celos no saben
morir los hombres,
¿de qué
les sirve el nacer mortales?»
No nos disgusta
esta última hipérbole para ponderar la fuerza
de los celos; pues aunque el pensamiento está expresado
de una manera ingeniosa, ya hemos dicho otras veces que nunca
el delirio es mayor que cuando raciocina; pero la brecha,
practicada en los muros que tardó la razón
un siglo en labrar, transformada en herida por donde respira
el alquitrán del pecho que convierte el aire en pólvora,
ni es hipérbole, ni es raciocinio, ni es delirio de
la pasión, sino del talento sin gusto ni freno.
Talento,
sí; Zamora lo tenía, como lo manifiesta algunas
veces cuando quiere ser natural sin dejar de ser poético.
Una dama, animando a un amante tímido, le dice:
«No tanto desconfíes
de amor, que tal vez herido
de los embates del golfo
—225→
se deja mellar un risco».
Un
célebre pintor, contra quien está airado su
rey, le suplica así:
«...Mira
que es de príncipes invictos
alentar, no destruir
los genios, que de su siglo
pueden
ser vanidad».
Una princesa habla así al héroe
que ama, al volver de un combate:
«Mirándoos teñido en sangre
de enemigos, y
que adorne
la frente bruñido el yelmo
la mano airado
el estoque, etc».
En una canción pinta así
al amor:
¡Ay amado dolor! ¡ay dulce hechizo!
¿Cómo pareces
dicha, si eres peligro?
Y en otra parte,
«Descuidado pescador,
da al piélago tu barquilla;
que anda el amor en la orilla,
y menos peligro es el mar
que el amor».
Los siguientes versos tienen el verdadero
tono de la poesía lírica.
«Ya sacudiendo baja
la noche perezosa
de su negro cabello
las encrespadas ondas.
Del silencioso sueño
en
la apacible copa
brinda al orbe el halago
de su letal ponzoña».
Concluiremos estas muestras del estilo de Zamora, cuando
abandona el pícaro gusto de su tiempo, con el siguiente
himno de la comedia Castigando premia amor, dedicado a una
hermosura, que veneraban los pastores como simulacro de Venus.
«Nueva Venus hermosa,
que hoy nos amaneciste,
con dos soles,
que flechan
ardores apacibles:
De estos campos alegres
los tributos recibe,
y entre llamas de rosas,
incienso
de jazmines,
las perlas y corales
de los mares admite,
que el alba en conchas pule,
y el sol en luces tiñe.
Halagüeñas las ninfas
la corona te ciñen
con el mirto que crece
—226→
junto al árbol de Alcides.
De verdores y acentos
el maridaje escriben
las aves con
sus plumas
las ramas con matices.
Parece que te veo,
madre
de amor, en Chipre,
envidiando la copia
su original felice».
La Escuela de Comella
Sabido es que cuando Luzán escribió su Poética,
o por mejor decir, tradujo en castellano la de Aristóteles,
había ya perecido el teatro del siglo XVII que creó
Lope de Vega y perfeccionó Calderón. Por consiguiente
sus doctrinas no hallaron oposición alguna ni en teoría
ni en práctica. Las costumbres de la nación
no eran ya las mismas. El amor no era tan exaltado, ni los
celos tan furiosos, ni el respeto al bello sexo tan de obligación.
Ya no existían los mantos, a cuyo favor se disfrazaban
las damas, ni las conversaciones nocturnas por las rejas
de las casas y de los jardines, ni las músicas y cuchilladas
en la calle, ni las tercerías de los lacayos; ni los
demás usos en fin, que fueron para nuestros antiguos
dramáticos fuentes fecundas de incidentes y situaciones.
Una nueva sociedad nacía, semejante a la de París,
con todas las ventajas e inconvenientes de una comunicación
más libre, sin dejar de ser decente, entre los dos
sexos, idólatra siempre del valor y del honor, pero
que no creía ya ofendidos ni uno ni otro por las vicisitudes
de las pasiones amorosas.
Hemos dicho esto, porque no se
crea que Luzán destruyó con su libro nuestro
antiguo teatro. Al contrario, lo escribió porque ya
no existía. Cañizares, el mejor quizá
de los imitadores de Calderón, le sepultó en
su tumba a principios del siglo XVIII. Los principios del
humanista fueron adoptados; porque eran conformes al giro
que tomaban las costumbres. Es verdad que cuando se trató
de ponerlos en práctica, Montiano en la tragedia y
Moratín el padre en la comedia hicieron ensayos muy
infelices. Iriarte y Forner compusieron después algunas
piezas, no más que tolerables, hasta que apareció
en la escena Moratín el hijo, que llevó a su
mayor perfección nuestra comedia clásica; pero
antes de él solo vivía el teatro español
de traducciones del francés, entre las cuales hay
muy pocas buenas, y de composiciones de una nueva especie,
que trataremos de caracterizar si es posible.
Tales son
los dramas de Comella que llegó a fundar una especie
de escuela en el último tercio del siglo pasado y
de todos sus imitadores, estigmatizados en la célebre
pieza satírica del Café de Moratín.
Las obras maestras de este género son: La Esclava
del Negroponto, La Moscovita sensible, María Teresa
de Austria, Federico II, Carlos XII, que volvieron loco al
público, cuando se representaron por la primera vez.
Sobre todo, el héroe de Prusia con su sombrero sobre
las cejas, su caja de tabaco y sus chanzas a Quintus, era
la delicia de los espectadores.
Estas composiciones tenían
muy poca originalidad. El tipo de ellas era el melodrama
francés. Había siempre una familia virtuosa
perseguida por la desgracia, la traición y el hambre:
hombres alevosos, de pasiones siniestras, y de corazón
perverso y
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rencoroso, dispuestos a hacer mal; y príncipes,
que aunque se dejan engañar al principio con artificios,
generalmente mal tejidos, al fin conocen la maldad cuando
el diablo tira de la manta, y la castigan severamente.
En
las comedias de costumbres y de intriga (porque también
las produjo esta escuela) se nota la imitación de
nuestro teatro antiguo en cuanto a la aglomeración
de los incidentes, y la del teatro francés, por la
observancia de las tres unidades. Pero ni consiguieron enlazar
y desenlazar como Calderón, ni describir caracteres
con la verdad y profundidad de Molière.
No es menos
de notar la extravagancia de tomar casi siempre los argumentos
de las novelas o de las historias extranjeras. Acaso muchas
veces no hicieron más que traducir dramas del teatro
francés, inglés, italiano y alemán,
callando el hurto y vendiéndose por originales. Lo
cierto es que los personajes que se presentaban en la escena,
eran Sinham, Fronswill, Mechtal, Wolf, Tremull, Obstemberg,
y otros nombres extranjeros de la misma calaña, que
atormentaban las orejas españolas, y de los cuales
no perdonaban los actores ni aun la más despreciable
consonante.
Este género hibrida, nacido de la pobreza
ignorante que se dedicaba a surtir los teatros, es el peor
de cuantos ha tolerado y aplaudido nuestro paciente pueblo,
si se exceptúan los dramas románticos de la
época actual. Comella, Zavala, Valladares, Rey, Martínez
y consortes, sin instrucción, sin educación
literaria, y lo que es peor, sin genio, ni disposición
natural, nada podían hacer sino poner novelas o gacetas
en diálogos fríos y sin animación: o
cuando más, zurcir perversamente lances de comedias
españolas o extranjeras. No hay que esperar en ellos
sino caracteres atroces o necios pintados con almagre, situaciones
de indigencia, sentimientos vulgares y falta absoluta de
invención.
Al menos el buen lenguaje o los buenos
versos pudieran disimular tantas faltas. Mas no hay nada
de eso. Lo que más desconocían aquellos hombres
era el idioma castellano: y los versos que cita Moratín
en el Café, de la comedia supuesta del Cerco de Viena,
están mejor construidos que cuantos ha producido la
escuela de Comella. El autor del Viejo y la niña no
pudo imitar, por más que lo solicitó, la frase
llena de ripio, de bajeza, de impropiedad y de cacofonía
de los dramaturgos que condenaba a la risa pública.
Y en cuanto a la versificación, es siempre prima
hermana de la frase. En mal hora D. Tomás Iriarte
quiso, con la autoridad de Argensola, hacer de moda el estilo
rastrero y copleril de versificar, que era el suyo, y sobre
el cual rara vez acertó a elevarse. Al punto esta
turba de reptiles del teatro, escudados con el dictamen de
aquel humanista célebre y que merecía serlo,
quemaron a Garcilaso, a Lope y a Calderón, e hicieron
hablar a sus personajes el idioma de la conversación
más familiar. A la verdad no fueron cultos, como Góngora
ni equivoquistas, como Quevedo, ni disparatadamente hiperbólicos,
como Montalván y Monroy. Fueron cosa mucho peor; porque
renunciaron no solo al ingenio que brilla entre aquellos
defectos, sino también al sentido común, a
la nobleza, a la animación, a todas las dotes en fin
que deben caracterizar el lenguaje de las musas.
Solo presentaremos
una muestra de la manera de hablar y versificar de aquellos
dramaturgos. En 1790 se representó en Madrid una comedia
de intriga, intitulada los tres Mellizos, imitación
exagerada de los Menechmos de Plauto; pero no original española,
sino traducción de algún teatro extranjero,
que no se dijo al público cual era, aunque sospechamos
que fuese el italiano. El traductor, que quiso guardar el
anónimo con las siglas D. A. R. I., en una prevención
al amigo lector, que antecede a la pieza, nos da este hermoso
trozo de elocuencia:
«Solo pretendo enterarte de que este
rato divertido de dos horas ha conseguido dos cosas particulares:
la primera es haber entretenido al espectador sin una voz
que le dañe ni al alma ni al cuerpo, que en acciones
de esta clase se encuentran pocos; y la segunda un desengaño
para que reconozca todo ingenio que el que escribe hace lo
menos y el actor hace lo más». No sabemos que campea
más en este pasaje, o la estupidez de los pensamientos,
o la bestialidad de la expresión, o la falta de gramática,
o la vileza con que el autor mendicante adula a los cómicos
que le daban de comer. Por si nada de esto se mostraba en
prosa bastante claro, lo repite en los versos siguientes:
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«A pesar de las críticas rajantes,
a pesar de escritores
gali-hispanos,
y a pesar de malévolos pedantes,
y de otros enemigos inhumanos,
en tres mellizos tan extravagantes
han dado los actores (sin ser vanos)
a conocer que solo
su destreza
dará acción e interés a
cualquier pieza».
Los enemigos inhumanos y el paréntesis
sin ser vanos no se pagan con cuantos tronchazos se han tirado
desde Adán acá. Obsérvese el talento
con que se hace intervenir el honor nacional en la causa
del autor, llamando gali-hispanos a los que le dirijan críticas
rajantes.
Pues no son estos versos los peores que salieron
de aquellas plumas de avestruz.
Lo repetimos. Nada es peor
que la escuela de Comella, a no ser la que en el día
pugna por corromper los sentimientos humanos y la moral universal.
Los intereses que esta ataca son aún más importantes
que los del buen gusto literario.
De Moratín
Algunos han censurado al padre de nuestra comedia clásica,
de que toda su fuerza cómica está en el lenguaje
y no en los pensamientos: todas sus gracias, dicen, consisten
en los oiga! pues ya, y... y otras expresiones familiares,
de que están llenas sus comedias. Hemos oído
esta acusación a personas muy instruidas, y que por
otra parte no podían tener ningún motivo de
odio o de emulación para formar un juicio tan severo.
Hay efectivamente, no un motivo, sino un pretexto para semejante
acusación; y es la superioridad de Moratín
en el manejo del idioma. Lo menos que podemos decir de él
es que nadie le aventaja en las dotes del lenguaje, en la
pureza, en la elegancia, en la corrección de la frase,
en la sobriedad de los adornos. Así no es mucho que
se haya fijado la atención sobre el excelente uso
que supo hacer de las expresiones familiares del habla castellana,
y desconocido la fuerza de sus combinaciones cómicas,
que es la prenda principal en el género que escribió:
mucho más, cuando en ella es visiblemente inferior
a Molière, y por consiguiente a nuestro Moreto, el
más vigoroso de cuantos poetas cómicos han
escrito.
Pero la perfección con que Moratín
escribía el castellano, no es motivo para desconocer
en él cualidades más elevadas que las de un
mero hablista. El juego dramático de sus comedias
está lleno de vigor: y basta para demostrarlo la inevitable
risa que bien representadas arrancan al espectador, el cual
no se ríe seguramente por los monosílabos arriba
citados, ni por los demás donaires del lenguaje. Estos
pueden contribuir a la viveza de la expresión; pero
si el pensamiento no es cómico, todos los chistes
del idioma no lo harán capaz de excitar la risa.
Hemos meditado muchas veces sobre lo que César llamó
vis cómica, y cuya falta censuró en Terencio
llamándole medio Menandro. Nosotros traducimos aquella
expresión latina por la de fuerza o vigor cómico;
pero se ha definido muy poco su naturaleza. Nos tomamos,
pues, la libertad de exponer nuestras reflexiones en esta
materia.
Como la poesía cómica tiene por objeto
presentar los defectos y vicios de los hombres bajo el aspecto
más propio para que exciten nuestra risa, y nos corrijamos
de ellos por el temor de excitar la ajena, parece que la
fuerza cómica debe consistir esencialmente
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en el
arte de buscar el punto de vista más ridículo
de las acciones y de los personajes viciosos. Ahora bien,
si examinamos en general cuales son las cosas que excitan
nuestra risa, veremos que en todas ellas entra como elemento
esencial e imprescindible la contradicción. Por ejemplo:
nadie se ríe del jornalero que va a su trabajo con
un vestidillo pobre, mal calzado y la capa rota o desmelenada;
pero todos se reirán del joven rico que se presente
en el paseo o en el baile con desaliño y sin la elegancia
propia de su clase. La mesa humilde del artesano que reparte
a sus hijos el mezquino sustento, adquirido con el sudor
de su frente, lejos de ser ridícula, es respetable;
pero ¿qué diríamos de un banquete, a que se
hubiesen convidado personas de alta jerarquía, y que
adoleciese de escasez, de malos manjares, de pérfidos
vinos, o de desabridos condimentos?
Y ¿cuál es la
causa de la ridiculez en los dos casos que hemos citado?
No otra sino la contradicción entre la acción
y el principio social que ha debido dirigirla. Donde no hay
esta contradicción, cesa la ridiculez.
Examínense
una por una todas las comedias de Molière, que es
mirado con razón como el poeta cómico que ha
desentrañado más filosóficamente el
ridículo de las acciones viciosas, y se verá
que toda la ridiculez de sus personajes consiste en la contradicción
que hay entre lo que hacen, y lo que debían hacer,
o el fin que se proponen, o lo que se debía esperar
de ellos. El celoso, que a fuerza de precauciones y sospechas
acelera el mismo mal que quiere evitar: el avaro que envía
a la cocina a beber un vaso de agua a su hijo, acometido
de un accidente: el cortesano que persigue al que ha censurado
sus versos, después de haberle pedido que los censure
en toda libertad; en fin, las mujeres que renuncian a los
hábitos y amabilidad de su sexo por merecer la ridícula
fama de sabiondas, ¿qué son sino seres contradictorios?
Y ¿existe una fuente más copiosa de ridiculez que
la inconsecuencia? Y ¿qué es la inconsecuencia sino
una contradicción?
El poeta, pues, que sepa describir
las inconsecuencias de los vicios y defectos humanos, será
verdaderamente cómico, y su vigor será tanto
mayor, cuanto con más claridad y energía presente
estas contradicciones.
Admitido este principio, nos parece
que sería injusto negarle a Moratín una gran
dosis de fuerza cómica, o un conocimiento bastante
profundo del corazón y de la necedad de los hombres.
¿Quién no se ríe de la sandez de D. Eleuterio
en la comedia nueva, que busca como un medio de subsistencia
lo que solo debe hacerse por los estímulos de la gloria,
que carece de todo lo que es necesario para ser buen poeta
dramático, que tiene para escribir sus composiciones
el auxilio de su mujer, y que fía en las palabras
y en el reloj de un pedante famélico y petardista?
¿Se podrá decir que solo los chistes del lenguaje
son los que nos hacen reír en la representación
de esta pieza? No. La recta combinación de los caracteres
y de la fábula, dispuesta perfectamente para que resalte
la necedad del protagonista y sea castigada, es lo que excita
la risa del auditorio. Otro tanto podremos decir de la Mojigata,
en la cual además hay una intención profunda,
y tal, que (no tememos decirlo) no se hallará otra
semejante en todo el teatro de Molière. La virtuosa
Inés queda por casar al fin de la comedia, y la hipócrita
recibe la mano del esposo destinado a su prima. Pero este
esposo es D. Claudio, hidalgote necio y contaminado con toda
especie de vicios; así la justicia dramática
exige que se le entregue la culpable, y que la inocente quede
libre de su vínculo tan odioso.
El Sí de las
Niñas, aunque tiene caracteres y costumbres muy bien
retratados, no se presta tanto al ridículo. Las figuras
de la niña y de su amante excitan interés y
no risa. D. Diego resarce con su noble y pronta resolución
y con la dignidad de su estado que sabe sostener, la consecuencia
de creer posible ser amado a su edad y de persuadirse a que
el corazón de una joven bella pudiera estar vacío
y reservado para él. El único carácter
ridículo de esta comedia es Doña Irene con
sus tres maridos, con su parentela y con el furor de dominar
las inclinaciones de su hija.
El Sí de las Niñas
es más bien una comedia de intriga que de carácter.
D. Carlos es un amante de Calderón, tal como lo puede
sufrir el siglo presente. Al mismo tipo pertenece el Leonardo
del Barón.
Una cosa muy notable en todas las producciones
de Moratín, excepto la primera, es
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que concluyen
en una escena de ternura, más propia del drama sentimental
que de la comedia; pero traída con tanto arte, y tan
bien preparada, que no se siente el tránsito del ridículo
al serio, ni de la risa a las lágrimas. La razón
y la virtud corrigen siempre en los dramas de este insigne
poeta lo que han pecado el vicio y la locura. Así
producen dos efectos morales: el de ridiculizar a los malos
y necios, y el de hacer amables a los sensatos y virtuosos.
Las comedias de Moratín no se representan ya... tanto
mejor: con eso las cogerá más a deseo la generación
que empieza.