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ArribaAbajoColección de cortes publicada por la Real Academia de la Historia. Cuaderno 28. Cortes de Palencia de 1388


ArribaAbajoArtículo I

Es superfluo hablar de la utilidad de esta publicación, tan necesaria para conocer la historia de nuestras leyes y costumbres políticas, civiles y administrativas. Es imposible resolver, sin el auxilio de las actas de Cortes, un gran número de cuestiones, relativas a nuestra antigua constitución; y es de grande importancia para un pueblo libre conocer los límites que sus mayores pusieron a la autoridad pública y a la misma libertad, esto es, de que manera dieron solución al gran problema de la libertad y del orden, aún no bien resuelto todavía. Cuantos más datos se reúnan acerca de esta   —101→   importante materia, tantas más luces se adquirirán para la decisión. En nuestro entender deben darse gracias al sabio cuerpo que publica las actas de nuestras antiguas Cortes, por haber proporcionado a todos los hombres que gustan de instruirse, un gran número de materiales históricos, no asequibles hasta ahora sino a costa de mucho dispendio y solicitud; así como es digna del mayor elogio la constancia con que prosigue esta empresa, a pesar de las dificultades que ofrece en la época actual la falta de recursos.

El cuaderno 28 que acaba de llegar a nuestras manos contiene los ordenamientos hechos por el rey D. Juan I de Castilla en las Cortes de Palencia de 1388. Concurrieron a ella los tres Estamentos del reino; pues aunque en el preámbulo no se enumera el clero, en una de las peticiones se habla del Obispo de Calahorra y de los Arzobispos de aquel, como uno de los comisionados por las Cortes para tomar cuentas a los recaudadores de la real hacienda, y de estos como jueces en caso de ocurrir dificultades en la operación, lo cual parece indicar que el clero fue también convocado a dichas Cortes. Del Arzobispo de Santiago y del Obispo de Calahorra se dice expresamente que se hallaban en el Congreso.

Las peticiones procedieron solamente del cuerpo de procuradores del reino, pues se dice en el título: Capítulos que los procuradores de las villas e lugares de los regnos de nuestro Segnor el Rey presentaron a la su merced e en su presencia, e de los procuradores, e condes, e ricos homes, etc. Y en el preámbulo del segundo ordenamiento dice el mismo rey: Facemos vos saber, que estando Nos en estas Cortes, que agora fesiemos aqui en Palencia... nos fueron presentadas por los procuradores de las dichas cibdades e villas ciertas peticiones generales etc. A pesar de esto, no dejaron de pedir los procuradores del reino algunas ventajas a favor de la grandeza, lo que no es de extrañar en una época en que las autoridades populares estaban casi todas en poder de los nobles.

Las formas, pues, de estas Cortes fueron sumamente respetuosas y monárquicas, como en todas las del siglo XIV, en el cual se reconocía al rey como única fuente de legislación, y se le pedían las leyes como una merced; pero no nos acordamos de haber visto las actas de otras en que los procuradores del reino conociesen mejor su misión y la desempeñasen con más entereza.

Todos saben que el único fecho legal que reconocía en aquella época la autoridad del rey, eran los subsidios que las Cortes podían negar o conceder. D. Juan I, que se vio un momento dueño de casi todo Portugal, deshecho su poderoso ejército en la batalla de Aljubarrota, y obligado a volver fugitivo a Castilla tuvo que sostener una guerra larga, desventajosa y sin término contra su rival el Maestre de Avis, a quien los portugueses eligieron rey. Este, arrogante con la victoria, pero temeroso siempre de los derechos de su hermana Doña Beatriz, mujer de su competidor, suscitó contra Casilla al duque de Lancaster, príncipe de la sangre real de Inglaterra, que en defensa de los derechos de su esposa, hija de D. Pedro el Cruel, tomó las armas contra la dinastía de Trastámara, reinante en Castilla y auxiliado por los portugueses penetró en Galicia. Esta guerra se hizo con poca ventaja del duque, y no fue difícil persuadirle a que transigiese por una suma de dinero y por el casamiento de su hija Doña Catalina de Lancaster con el príncipe D. Enrique, hijo y heredero de D. Juan. El matrimonio se celebró en Palencia el mismo año de 1388, y el rey había reunido las Cortes para pedirles la cantidad que debía darse al duque.

Más parece que antes, sin autorización alguna, había exigido algunas cantidades para el mismo objeto: así a lo menos se infiere de la respuesta de los procuradores a la petición de subsidios. Su tenor es el siguiente: «primeramente, segnor, la cuantía de los francos que demandastes para pagar la deuda del duque de Alencastre, en esto vos fasen conciencia que si los avedes demandado, e non son pedidos, que sea vuestra merced de los non demandar otra vez; e si los demandastes e cobrados son e despendidos, dánvoslos e otorganvoslos en esta manera».

El sentido natural de estas palabras es, que el rey sin haber pedido aquel dinero a las Cortes le había sacado o demandado por contribuciones, aunque los procuradores, en señal de respeto, usan de la frase condicional: mas no por eso dejan de facer conciencia al rey, esto es, de darle un voto de censura, como se dice ahora, y de suplicarle que no lo vuelva a hacer otra vez. Sin embargo, le conceden la suma, si   —102→   está ya cobrada y expendida; pero bajo condiciones bastante severas. Su primera es, que no vuelvan a pasar por dicha suma los pueblos que ya han pagado en esta razón. Segunda, que los recaudadores y tesoreros del rey den cuentas de las cantidades recibidas por ellos desde las Cortes de Segovia, celebradas algunos años antes. Tercera, que la comisión creada para tomar las cuentas se componga de seis individuos que los mismos procuradores indicaren al rey. Cuarta, que si se ofrecían dificultades o disputas fuesen decididas por los arzobispos: parece que por esta frase se indica a los prelados de Toledo y de Santiago, muy poderosos en estos tiempos. Quinta, que la contribución fuese percibida en la clase de moneda que los mismos procuradores designaren. Sexta, que el rey prometiese bajo su palabra no distraer a otros objetos el producto de aquella drerama, y que nombrase seis hombres buenos para que le diesen el debido destino. Séptima, que si sobrase algo de las contribuciones, se aliviase en la misma cantidad al reino de sus gravámenes, faciéndole conciencia de cumplirlo así, y protestándole que en lo sucesivo llamase a Cortes según la costumbre de sus reinos. Octava, que sirviesen también para aliviar a los pueblos las ganancias de las casas de moneda. Novena, que se designasen sueldos a los comisionados para tomar las cuentas.

Tantas y tan severas precauciones, tomadas contra la propensión natural de los gobiernos a aumentar en cuanto les sea posible los ingresos en el erario, prueban dos cosas: la primera, que nuestra antigua Constitución, aunque altamente monárquica, pues los castellanos llamaban al rey su Señor natural, poseía sin embargo medios hábiles para enfrenar las demasías del poder, cortar los abusos y exigir la responsabilidad a los agentes del gobierno. Los procuradores hablaban con respeto; pero sin ocultar nada de lo que sentían. En la monarquía más libre de las que hoy existen en Europa se miraría como un lenguaje grosero e intolerable el de imponer condiciones al rey para darle subsidios. Pero en el sistema moderno no se hallan los monarcas en contacto inmediato con los cuerpos deliberantes como en nuestras Cortes antiguas. Esto era consecuencia necesaria de no conocerse todavía el poder ministerial.

La segunda consecuencia es que se habrían cometido en el siglo XIII grandes abusos sobre la imposición, cobranza y destino de las contribuciones. El cetro de Pedro el Cruel fue de hierro para todas las clases del Estado. Cayendo en manos de Enrique, su hermano y asesino, pero más hábil que él, no ofendió a la nobleza que había quitado la corona a Pedro; pero veja las clases inferiores del pueblo, tanto por los privilegios onerosos que concedió el nuevo rey a sus amigos, como por los impuestos que eran necesarios para pagar las sumas debidas a sus aliados y sostener la guerra contra Portugal. La nación lo toleraba todo acostumbrada al despotismo del reinado anterior. Juan I, hijo y sucesor de Enrique, príncipe bueno y generalmente amado, pero poco instruido en el arte de gobernar, permitió abusos y demasías con tal que le diesen dinero para levantar el grande ejército que llevó al degolladero de Aljubarrota. En las Cortes de Palencia de 1388 se restableció el orden y se censuraron y corrigieron las vejaciones de los reinados anteriores.




ArribaAbajoArtículo II

Los procuradores de estas Cortes dieron pruebas de patriotismo y de valor cívico, censurando el cobro de subsidios no pedidos, exigiendo la aplicación exclusiva de un impuesto extraordinario al objeto de su destino, provocando el examen de las cuentas atrasadas y protestando contra la omisión de la corona en convocar las Cortes.

Las demás peticiones de aquel Congreso no hacen mucho honor ni a sus sentimientos de justicia ni a sus conocimientos administrativos; bien que en lo segundo fue más disculpable que en lo primero. La economía era una ciencia desconocida en aquel siglo: la justicia es un sentimiento de todas las épocas y naciones.

Una de las peticiones es que se mande reducir al principal el pago de las deudas contraídas por los cristianos que habían tomado dinero a logro de los judíos. Fúndase   —103→   la petición en que los deudores, tanto por los daños sufridos, como por los tributos que tenían que pagar, hallándose en grande necesidad de dinero, recibían la ley de sus acreedores, y se veían obligados a otorgar cartas de debdo o pagarés, por el dos tanto o tres tanto que el principal.

Obsérvese que esta petición solo se hace contra los acreedores judíos, y no contra los acreedores cristianos, de cuya clase debería entonces haber muchos en las ciudades ricas y mercantiles de los reinos de Castilla. No puede menos de confesarse que los judíos, muy propensos a los contratos usurarios, aumentarían en gran cantidad la usura de los préstamos por la dificultad de la cobranza. Esta misma petición prueba cuán expuestos estaban sus capitales y sus beneficios lícitos en manos de los cristianos.

La respuesta del rey, aunque no tan injusta como la petición, es también contraria a los principios de equidad, y prueba que entonces se miraba como usura toda ganancia producida por el alquiler o arrendamiento del dinero. Dice en su respuesta a las Cortes que siempre que fuese probado, como se acostumbra probar legalmente entre cristianos y judíos, que el contrato fue usurario, que se pague solo el principal y no las usuras (aquí por usura se entiende cualquier interés del dinero aunque no sea exorbitante); que si se probase que el contrato fue de verdadera deuda sin usura, que se pague toda la cantidad contenida en la carta de deuda, y que si no se pudiese probar ni lo uno ni lo otro, se paguen solo las dos terceras partes de lo que diga la carta, pero con la obligación de pagar dentro de cierto término; pasado el cual, no gozarán los deudores de esta merced que les nos facemos a costa de los acreedores. El rey la limita a las deudas contraídas en el año de 1388 hasta el día de la fecha y en el anterior, guiándose en esto por un instinto ciego de justicia. Los deudores antiguos y morosos, retardando la paga por mucho tiempo, habrían causado a los acreedores incomodidades que era justo que satisficiesen, y después de concedido el privilegio (porque no se le puede dar otro nombre) no debían gozar de él los que contrajesen nuevas deudas.

Es indudable que tanto en la petición como en la respuesta influían el odio y la aversión general contra los judíos, únicos acreedores cuyos títulos de deuda se invalidaban en parte. Pero se nota mucho más el espíritu de fanatismo en los que pidieron, que en el que concedió con tales restricciones y formalidades que dan a entender haber concedido a disgusto suyo y violado la justicia por no luchar de frente contra la intolerancia. Sirva este ejemplo de advertencia a los que quieren acusar a los gobiernos de haber inoculado a los pueblos el odio fanático contra los de diversa religión.

Más justas son las mismas Cortes pidiendo que los jueces del rey no pudiesen citar a sus tribunales a los vecinos de otros pueblos sin ser antes demandados ante su propio juez; que no se observen los privilegios concedidos por el rey y por su padre D. Enrique a algunas personas para que no pagasen pechos, y que se confirmase la rebaja concedida por el rey a los vasallos de la corona de cuatro doblas en el servicio de aquel año. El rey respondió evasivamente a la primera de estas peticiones diciendo que lo consultaría con su consejo. En aquella época quería la corona avocar a la corte casi todos los negocios contenciosos del reino para dar más esplendor y autoridad al consejo de Castilla, que tardó poco en nacer. El privilegio de que se quejaban en la segunda petición, fue reducido a la contribución de las monedas, y la rebaja de que habla la tercera fue confirmada.

Se reconocen las preocupaciones económicas de aquel siglo en la petición que se hizo al rey para que no concediese las cartas y albalaes, en virtud de las cuales extraían del reino los agraciados con ellas oro, plata, cabalgaduras e ganados (en lo cual tenían razón por ser un privilegio abusivo), y para que nombrase alcaldes y guardas de sacas.

Quejáronse también los procuradores de que en «los regnos era gran fallecimiento de oro e de plata por los beneficios e dignidades que las personas estranjeras han en las eglesias de nuestros regnos, de lo cual viene a Nos grant deservicio; e otrosí que las eglesias no sont servidas segun deven, e los estudiantes nuestros naturales non podian ser proveidos de los beneficios que vacan por razon de las gracias   —104→   que nuestro sennor el Papa fase a los cardenales e a los otros estranjeros, por lo cual nos pedien por merced que quisiésemos tener en esto tales maneras como tienen los Reys de Francia e de Aragon e de Navarra que non consienten que otros sean beneficiados en sus regnos salvos los sus naturales».

Esta queja prueba hasta qué punto se extendía entonces la autoridad de la corte de Roma para el nombramiento de beneficios en el reino de Castilla, sumamente restringida después por los concordatos. La queja era tanto más justa, cuanto ya estaban en honor los estudios eclesiásticos en España, y podía haber hombres aptos para desempeñar el ministerio sacerdotal, como muy oportunamente advierten los procuradores; cuando en los tiempos anteriores a la fundación de la universidad de Salamanca el clero castellano era muy ignorante, y ofrecía a la corte de Roma un pretexto el más especioso para apoderarse de los nombramientos y agraciar con los beneficios de Castilla a los extranjeros.

El rey D. Juan I respondió a esta petición «que nos plasse ver sobre esto e ordenar e tener todas las mejores maneras que Nos podiéremos, porque los nuestros naturales ayan las dinidades e beneficios de nuestros regnos, e non otros estrannos algunos».

Los reyes de Castilla hubieran de muy buena gana abolido la costumbre introducida de los nombramientos a dignidades y beneficios hechos en Roma. El abuso de nombrar casi siempre a extranjeros, y la decadencia del poder temporal del trono pontificio cansada por los desórdenes del cisma de Occidente, proporcionaban ocasión favorable para adquirir en esta y otras materias una justa y debida independencia que al fin se consiguió; pero entonces de todos los estados que componían la Península española solo el reino de Castilla tenía los moros por fronterizos y peleaba con ellos; y como en esta guerra que se miraba como santa, y con motivo de ella, o tomándola por pretexto pedían bulas a Roma para recibir subsidios de los eclesiásticos, no se atrevían a disgustar aquella corte, de la cual más tarde o más temprano habían de tener necesidad. Este temor dictó la respuesta del rey a la petición de las Cortes: respuesta que nos parecería evasiva a no ser tan conforme lo que en ella se prometía a los intereses de la nación y de la corona, y si no viésemos que desde aquella época empezaron a emanciparse nuestros reyes de la sujeción a Roma en materia de nombramientos a beneficios eclesiásticos.






ArribaAbajoCuaderno 29. Cortes de Toro de 1369

El ordenamiento publicado en estas Cortes tiene la particularidad de que una parte de él consta, como en otros Congresos, de peticiones de los procuradores y de respuestas del rey, y otra de decretos y leyes del monarca dados por sí y ante sí, sin otra reserva que la de haberse querellado las Cortes de que non se cumplía la justicia como debía, y que los precios, trabajos y jornales estaban muy caros. Merecen examinarse con detención entrambas partes, porque dan mucha luz acerca de las costumbres y legislación de aquella época. No se debe olvidar que entonces se estaba reponiendo Castilla de la horrenda guerra civil entre D. Pedro el Cruel y su hermano D. Enrique de Trastámara. Este fratricida subió al trono, y con su firmeza y cordura calmó los ánimos, restituyó la paz al estado, y al reino la superioridad que antes tenía sobre las demás potencias de España.

Pero aún no se había restablecido el desorden interior originado del gobierno tiránico y desconcertado de D. Pedro, y de la anarquía que produjo la guerra. Buen   —105→   testigo son de ello las continuas y repetidas reclamaciones de las Cortes contra la mala administración de justicia, y la repetición de las mismas leyes dadas con frecuencia, mas no bien obedecidas, por el mismo Enrique II.

En las Cortes de Toro de 1369 concurrieron, según se dice en el preámbulo, la reina doña Juana, el príncipe heredero D. Juan, D. Tello y D. Sancho, hermanos del rey, y bastardos como él de D. Alonso el XI, el arzobispo de Toledo, al cual se da el título de Primado de las Hispanias, otros prelados, ricos-hombres e hijosdalgo, y los procuradores de algunas de las ciudades, villas y lugares; lo que indica que no se convocó a todos los procuradores de todas las ciudades de voto en Cortes: nueva prueba de que los Congresos solo se componían, y esto a arbitrio del rey, de los que él convocaba.

La primer ley o reglamento que se publicó en estas Cortes fue la del arreglo de justicia de la casa real, y su severidad manifiesta la grandeza de los crímenes que se cometían. Se impone la pena de muerte al que matare o hiriere en la corte o en su jurisdicción, igualmente que al que hurtare, robare o violare. Los que sacaren espada o cuchillo para pelear tendrán pena de mano cortada.

Lo absurdo de estas penas aplicadas a delitos tan diferentes en y sin especificar los grados de malignidad que pudiera haber en el delincuente, prueba con evidencia que se castigaba con ellas, no tanto el crimen, como la osadía de cometerlo a la vista del rey. Queríase infundir un gran respeto a la primera magistratura del estado, fuente de toda justicia, y no sabía hacerse sino agravando injustamente las penas. Acaso no había entonces otro medio moral de obrar con violencia sobre ánimos acostumbrados a las atrocidades pasadas; pero la humanidad repugna que se refrenen los delitos con atrocidades nuevas.

Basta para conocer la perversidad de costumbres en aquella época saber que había caballeros y hombres poderosos, los cuales cometían robos y violencias, y se retiraban para sustraerse a la justicia y gozar tranquilamente el fruto de sus maldades a los castillos y fortalezas, ya del rey, ya de los señores; y que era tanto el terror de los magistrados que fue necesario en este reglamento imponer penas a los alcaldes que no hiciesen pesquisas de estos crímenes ni persiguiesen a los malhechores. Y no solo en estas Cortes de Toro se tomaron disposiciones contra estas violencias; fueron delatadas en otros muchos Congresos de aquel siglo, y promulgadas leyes contra esta clase de crímenes. La repetición de la ley prueba siempre su ineficacia y la continuación de los actos criminales que reprime. Renuévase también en este reglamento la disposición de que los alcaldes del tribunal del rey pertenezcan a los diferentes provincias del reino, y que los de cada una entiendan en los pleitos y causas que provengan de ella.

Parece que se había introducido la costumbre de que los alguaciles del rey cobrasen diezmo de los embargos, testamentos y asientos; pues se prohíbe expresamente en este reglamento. También se prohíbe a los mismos alguaciles prender ni tomar prenda a los que trajesen a la corte cosas que vender, a no ser en virtud de sentencia del alcalde. Este fue un privilegio concedido al mercado del pueblo donde estaba el rey, y en favor de los que asistían cerca de su persona.

Uno de los artículos más importantes es prohibir que se sellasen con el sello de la puridad (esto es, por la vía reservada) las cartas de perdón, justicias, mercedes ni foreras, sino con el sello mayor o del reino. Las que llevasen el primer sello se declaran por nulas, y al que las sellase se le priva del empleo. El sello de la puridad con los abusos que se hacían de él convertía al gobierno monárquico en despótico. Parece que era costumbre firmar el rey y la reina las cartas de justicia o foreras; pues Enrique II manda: «los alvaláes de justicia o foreras que Nos e la Reina libráremos, que sean obedecidas e non cumplidas (frase que gustaba mucho a este monarca y que repitió en varias de sus leyes) mas que vayan al nuestro chanceller e a los nuestros oydores, e que les den sobre ello aquellas cartas que entendieren que son derechas».

Pero lo que nos parece más extraordinario es que la reina por sí sola podía dar alvaláes de mercedes y de perdones; pues hablando de esta especie de cartas, mandando que refrende las unas el tesorero y las otras el canciller, usa de estas expresiones   —106→   disyuntivas: otrosí, las alvaláes que nos o la reina diéremos etc.; y después: Otrosí, las alvaláes de perdón que Nos diéremos o la Reina etc.

Parece, pues, que la reina Doña Juana, mujer de Enrique II expedía cartas de mercedes y de perdón. ¿Fue esto peculiar a la citada reina por el amor que constantemente le profesó su marido, aunque no fue muy distinguido por su fidelidad conyugal, o bien hubo otras reinas que tuvieron igual autoridad? D. Enrique habla de ello como de una cosa usada en su siglo. Y si fue uso, ¿cuánto tiempo duró esta costumbre? No sabemos. Sea como fuere, vemos el ejemplo de la mujer de un rey que ejerce las dos atribuciones más bellas de la corona; el derecho de hacer mercedes y el de usar de clemencia. Es verdad que no podría hacerlo sino con beneplácito del marido; mas no consta en ningún documento este beneplácito.

Concluido el reglamento sobre la justicia, sigue otro cuyo objeto es nada menos que poner precio a todos los géneros que se vendían y compraban en España. Es una verdadera tarifa de posturas muy útil para hacer conocer la supina ignorancia del siglo XIV en la ciencia administrativa, y también para adquirir noticias estadísticas y eruditas sobre los principales artículos del consumo del reino y sobre sus precios. Establece posturas para los cereales y el vino así en la corte como en las provincias, haciendo excepciones en algunos puntos, sin duda por la mayor facilidad o dificultad del transporte.

Pasa después a poner precio a las telas para vestidos: notamos con admiración que todas eran importadas del extranjero, la mayor parte de ellas de Flandes, muchas de Francia, algunas de Inglaterra. Como sería absurdo decir que entonces no existían fábricas de paños y lienzos en España, podemos inferir que solo se puso precio a las telas de que usaban los cortesanos, o que se reservaron los géneros del país para la desatinada resolución de que hablaremos después. Pero siempre es cierto que la corte se vestía de telas extranjeras y traídas con un sobrecargo considerable por el precio del transporte de los puertos de Flandes.

A los regatones conocidos ya por este nombre en aquella época y perseguidos se les prodigaban con toda liberalidad los veinte y los cincuenta azotes por las infracciones a la tarifa.

Establécese después la del jornal de los braceros, la de los precios de los zapatos y de los cueros, la del trabajo de los alfayates o sastres, herreros, armeros, silleros, pellejeros, plateros, tejeros, precio de los bueyes, etc. Cuando se acabó la paciencia al redactor de la ley y vio el cúmulo inmenso de cosas que aún faltaban por valuar, se le ocurrió el mayor dislate legislativo que pudiera caber en una imaginación delirante, y fue dar poder y facultad a los comisarios que nombrase el rey para designar el valor que debían tener legalmente los objetos venales que no se enunciasen en el reglamento. Fácil es de ver que no habría entonces en España un oficio más lucrativo ni más solicitado que semejantes comisiones. ¡Y estas leyes se hacían a solicitud y con aprobación, o a lo menos con el consentimiento de las Cortes! ¡Y a su vista se vulneraban legalmente los derechos más sagrados de la propiedad del trabajo, tan sagrada por lo menos como la que más!

¿Qué decimos: los derechos de la propiedad y del trabajo? La seguridad personal y la libertad de industria fueron violadas para sostener tan desatinado reglamento. Convencido el legislador de que sus artículos, chocando con numerosos intereses individuales, sustraerían a muchos del ejercicio de sus profesiones, mandó por un otrosí que los que «ovieron e usaron fasta aqui de los oficios e mesteres sobredichos o de otros cualesquier que usen de ellos: e si por ventura no lo quisieren facer, que los nuestros oficiales los apremien por pena arbitraria». Todo corre parejas en el reglamento: la ignorancia económica, la violación de toda justicia, la destrucción de toda libertad. Tan cierto es que los pueblos ignorantes jamás se aprovecharán ni harán buen uso de las garantías políticas por extensas que sean. Porque solo de ignorancia acusamos a nuestro legislador. Sería una calumnia atribuir malas intenciones a aquel rey ni a aquellas Cortes.

Felizmente el reglamento no debía durar más que un año: creemos que se puso en práctica, porque han quedado tristes vestigios de él en las posturas de nuestros mercados que han llegado hasta nuestros días sin más utilidad que la de dar de comer   —107→   a los regidores hambrientos y desmoralizados, a costa de vendedores y compradores.

Las peticiones de las Cortes que están al fin del ordenamiento, son más juiciosas. En cuanto a las deudas de los judíos contra los cristianos se pidió prórroga a favor de los deudores y el rey la concedió. Otra de las peticiones demuestra un medio de que entonces se usaba para sustraerse al servicio de los gravámenes públicos, y era tomar el título de monedero del rey D. Enrique mandó hacer pesquisa de los monederos supuestos, esto es, que no trabajaban o trabajaban muy poco en sus casas de moneda.

La mejor de estas peticiones es «que los pesos e las medidas de todos los nuestros regnos fuesen todos unos». El rey mandó que se restableciese el reglamento de Alonso el Onceno sobre esta materia. Se ve, pues, que nuestros antepasados fijaron su atención en esta parte importante de la economía pública; pero las costumbres y la esperanza del fraude pudieron más que las leyes, y todavía es deseada la reforma.




ArribaAbajoCuaderno 30


ArribaAbajoArtículo I

Este cuaderno contiene dos documentos interesantes. El primero es el ordenamiento de prelados hecho en las Cortes de Toro de 1371, y las Cortes de Burgos celebradas en Burgos dos años después. Entrambos documentos pertenecen al reinado de Enrique II.

El ordenamiento de prelados se llama así porque se compone de las peticiones de los Obispos y monasterios, respondidas y otorgadas por el rey. La introducción es como sigue: «Sepan cuantos este cuaderno vieren como Nos D. Enrique, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, etc., por razón que en las Cortes que Nos fesimos en Toro, los arzobispos e obispos e procuradores de las iglesias e monasterios de nuestros regnos nos fesieron sus petisiones, a las cuales Nos respondimos de esta manera».

El tenor de esta frase da origen a una cuestión de historia constitucional. ¿Asistieron a estas Cortes los ricos hombres y los procuradores de las ciudades o no? Si asistieron, es evidente que no tomaron parte en la discusión; pues solo se mencionan las peticiones de los prelados y las respuestas del monarca. Si no asistieron, es prueba de que el rey componía a su placer el Congreso de todos tres brazos, de dos o de uno solo. Es fuera de toda duda que a estas Cortes de Toro asistieron procuradores de las iglesias y de los monasterios, cosa inusitada en los Congresos ordinarios.

En cuanto al hecho de la asistencia podía sostenerse que la frase en las Cortes que nos fesimos en Toro indica un Congreso plenario con asistencia de los tres estamentos. Más razon nos parece que tendría el que dedujese de la introducción que solo asistieron los eclesiásticos por la costumbre observada en los preámbulos de enumerar todas las clases que concurrían a las Cortes. Pero si concurrieron los otros dos brazos, su presencia fue completamente inútil para este ordenamiento, y esta ley se hizo como si no existiesen.

A cada nuevo cuaderno de Cortes que da a luz la Academia de la Historia, se fortifican más y más los siguientes hechos de nuestra historia política: primero, que la monarquía de León y Castilla fue en sus principios rigorosamente aristocrática hasta el siglo XI por lo menos: segundo, que desde el siglo XIII lo más tarde gozaba el rey de la potestad legislativa en toda su plenitud: tercero, que la libertad consistía en pedir leyes que los monarcas daban a trueque de subsidios: cuarto, que jamás hubo ley formal acerca de las personas o clases de que había de componerse el Congreso. La costumbre era que el rey convocase arbitrariamente. Es verdad que   —108→   las circunstancias le obligaban a convocar los que si no eran llamados podrían hacerle oposición en las cuestiones de subsidios.

No trata el ordenamiento que analizamos de ninguna de estas cuestiones, y esto nos persuade más de que solo asistieron eclesiásticos a estas Cortes, de Toro de 1371. Esta ley es relativa a las franquicias, libertades y fueros de las iglesias que solían violar los hombres poderosos en aquel tiempo. Iguales quejas e iguales ordenamientos hemos visto en otros cuadernos desde el reinado de Alonso XI; lo que prueba que los ricos hombres de Castilla no empezaron a afectar las costumbres tiránicas del feudalismo sino desde la sublevación de Sancho el Bravo contra su padre. Para tenerlos a su devoción les concedió alta prepotencia que costó mucho trabajo reprimir a Alonso XI. Aumentada después con la guerra civil entre D. Pedro el Cruel y su hermano Enrique II, se renovaron los mismos desafueros y las mismas leyes represivas hasta el reinado de Isabel la Católica, que abriendo a la nobleza de Castilla un nuevo sendero de gloria, tuvo el arte de someterlo al yugo de las leyes y de impedir que buscase medios de adquirir poder en las turbulencias y calamidades públicas.

La primer queja que dieron los prelados fue por la usurpación de la jurisdicción eclesiástica que hacían no solo los señores, sino también los oidores de las audiencias reales, avocando a sus respectivos tribunales, pleitos y cuestiones que pertenecían a la jurisdicción espiritual y temporal de los obispos, y también citando a los clérigos ante dichos tribunales y separándolos de sus jueces propios. El rey mandó que el derecho de la iglesia sea guardado; pero «les rogamos, añade, quel nuestro derecho e la nuestra jurisdicción la quieran ellos guardar». No pone esta cortapisa con respecto a las jurisdicciones señoriales.

La queja y la respuesta del rey manifiestan no solo el respeto con que se trataba entonces a los obispos (les rogamos, dice el legislador), sino que eran frecuentes las usurpaciones recíprocas de jurisdicción entre las autoridades civil y eclesiástica. Este conflicto, que en el día nos parecerá extravagante después de los concordatos celebrados entre los gobiernos y la corte de Roma para deslindar una y otra jurisdicción, y de los progresos que ha hecho la ciencia del derecho, debía ser muy común en el siglo XIV, en el cual comenzó la reacción contra el poder político del clero, tan grande en los siglos de la edad media. Pero la ignorancia subsistía aún, y el ataque y la defensa hubieron de traspasar con frecuencia sus justos límites, como sucede en todas las reyertas de jurisdicción.

Quéjanse también los prelados de que los señores impedían que se ejecutasen las sentencias de los tribunales eclesiásticos, tomaban y embargaban las tierras y rentas de las iglesias y monasterios, y echaban tributos a los clérigos contra derecho, y para que los pagasen los prendían, insultaban y aun atormentaban. El rey mandó cesar tales injusticias.

Los clérigos por privilegios antiguos estaban libres del servicio de aposentamiento, excepto en los casos de viaje del rey, reina o infante. El rey mandó guardarles este privilegio frecuentemente vulnerado. En cuanto a la queja de que los merinos entraban en los lugares de señorío eclesiástico, y de que los consejos ejercían la jurisdicción civil en dichos lugares contra los privilegios del clero, el rey mandó que presentasen dichos privilegios, y que las audiencias diesen órdenes conforme al tenor de ellos.

Otra petición manifiesta las costumbres del tiempo. Los hombres poderosos solían ir a las iglesias y monasterios con grande acompañamiento, y comer y beber lo que hallaban y robar hasta los ornamentos.

En la respuesta a la petición undécima está reconocido el principio de la proporcionalidad en el reparto de las contribuciones. Pero extrañamos encontrar esta petición entre las del clero, porque estando entonces exentos de pechos, más bien convenía a los pueblos y ayuntamientos quejarse de la desigualdad.

La última petición contiene una noticia muy curiosa, cual es la del arriendo de la pena pecuniaria debida por permanecer excomulgado. Por una ley de Alonso XI incurría en ella aquel sobre quien había caído sentencia de excomunión, si en el término de treinta días no daba satisfacción para que se levantase la censura. La multa   —109→   se aumentaba a proporción del tiempo que duraba el estado de excomunión. Los prelados dicen «que algunos arriendan las dichas penas, e confechan así los descomulgados por poco precio, e les quitan las dichas penas por ruego de algunos omes, e los alcalles o justicias que han a faser esecusion de las dichas penas, son remisos». He aquí una institución moral convertida en especulación realística. Es verdad que el origen del abuso se derivaba del derecho público de la edad media, según el cual quien no pertenecía a la iglesia, estaba fuera de la ley civil.




ArribaAbajoArtículo II

En las Cortes de Burgos de 1373, celebradas bajo el rey Enrique II, que forman el otro documento del cuaderno 30, se llama al Congreso en el preámbulo ayuntamiento. «Los procuradores, continúa, de las ciudades e villas e lugares de nuestros regnos que se ayuntaron connusco en el dicho ayuntamiento nos fesieron sus peticiones». Parece, pues, que solo asistió a estas Cortes el estamento popular.

En la primera petición se incluye la promesa general de guardar fueros y privilegios que no tuvo dificultad en hacer el rey; mas no accedió a la consecuencia que de ella deducían los procuradores: «e otrosí, que no pagasen emprestitos nin en otros pechos algunos los fijosdalgo, e caballeros, e escuderos, e duennas e doncellas de los nuestros regnos, porque non fuesen quebrantados los sus privillejos en el nuestro tiempo». Enrique II había establecido para subvenir a las necesidades del erario un empréstito forzoso, y mandado que todos lo pagasen sin excepción de privilegio o fuero.

La jurisprudencia de los procuradores a Cortes era muy natural y de buena lógica; porque si los privilegios estaban exentos de los gravámenes públicos, siéndolo el empréstito, no estaban obligados a pagarlo. Los principios del gobierno eran otros, y así el monarca respondió: «e a lo que dicen que los fijosdalgo, e caballeros, e escuderos, e duennas e doncellas que les fuesen guardados privillejos que non emprestasen, a esto respondemos que el empréstito non es pecho, ca todo ome es tenudo de emprestar, e demas que ge lo han de pagar, e por esto non se quebrantan sus privillejos».

Se ve, pues, primero, que los empréstitos forzosos, tan célebres en los últimos días del Directorio de la república francesa, son más antiguos de lo que algunos creen: segundo, que diciendo que no es pecho el empréstito, creyó el rey con esta mutación de nombre tener derecho para restringir el de los privilegiados: tercero, que creía a todos sus súbditos obligados a pagar el empréstito: cuarto, que la consideración del reembolso le parecía suficiente prueba de que, pidiendo prestado por fuerza, no infringía ningún privilegio.

Todo esto era absurdo en justicia y en administración. Pudo ser engañada la sencillez de aquellos tiempos con la variación de nombre y con la promesa de pagar para que se persuadiesen a que el empréstito no era una contribución, y a que podía el rey pedirla cuando quisiese y de quien quisiese sin autorización de las Cortes. Pero los progresos de la ciencia económica y la experiencia han hecho ver que todo empréstito ya forzoso, ya voluntario, es un verdadero gravamen para el pueblo. Así es que los gobiernos parlamentarios de nuestros días no reconocen en el trono la prerrogativa de hacer empréstitos sin anuencia y autorización del poder legislativo.

¿Y de dónde se deduce la máxima de que todo ome es tenudo de emprestar? El rey, según parece, quería establecer como principio que, si bien no estaban obligados los pueblos a pagar pechos y tributos sino cuando los votaban las Cortes, esta restricción no debía entenderse con los empréstitos. Este era un modo indirecto de hacer dueño al gobierno del haber de los ciudadanos y de barrenar la única garantía de libertad que existía entonces.

La promesa de pagar, que podía muy bien ser ilusoria, es la máscara con que se cubre aquella violencia. Pero aunque fuesen reembolsados los acreedores, ¿en qué principio de justicia cabe privarlos del uso de los capitales prestados y del   —110→   beneficio que con ellos podrían adquirir hasta la época del reembolso? Obsérvese que nada se habla del interés del empréstito, y es muy verosímil que no se le asignó: primero, porque en aquellos tiempos se hubiera tenido por usura: segundo, porque a haberlo asignado no desaprovecharía el rey esta razón plausible para disculpar su conducta cuando echó mano de otras visiblemente desatinadas.

La verdad es que Enrique II se hallaba escasísimo de dinero después de la cruel guerra civil que puso en su frente la corona, después de las mercedes onerosas al pueblo y al estado que hubo de hacer a los nobles que habían seguido su causa, después, en fin, de las cuantiosas sumas que pagó al cuerpo auxiliar francés que mandaba el célebre Dugueselin. Además de las necesidades corrientes del erario se vio en la necesidad de emprender una guerra dispendiosa, aunque feliz, contra Portugal. No podían aumentarse los tributos a los pueblos abrumados de las cargas ordinarias y enflaquecidos por la guerra. Recurrió, pues, al empréstito como un medio de salir del apuro. Sus razones eran malas; pero la necesidad del dinero era urgente y reconocida. Por eso se sufrió no solo el gravamen, sino también la pésima jurisprudencia con que se quiso justificar.

La petición XIII y su respuesta prueban la situación triste de la corona en aquella época. Los procuradores se quejan de haberse enajenado del señorío del rey muchos lugares, villas y ciudades, y pasado al dominio de los ricos hombres, caballeros, escuderos y ricas fembras, y piden que vuelvan a la corona, o lo que era lo mismo en aquellos tiempos en toda Europa, al imperio de la ley y del derecho común. El rey les responde: «fasta aqui non podimos escusar de faser merced a los que nos servieron (en la guerra civil contra su hermano D. Pedro). Promete para lo sucesivo observar el principio tutelar de la conservación de los bienes de la corona.

En otras peticiones se conoce el abuso que hacían de su poder los ricos hombres y demás privilegiados; echaban tributos arbitrariamente en las aldeas y arrabales de los pueblos realengos; pretendían que se extendiesen las franquicias y privilegios que gozaban a sus paniaguados (comensales); exigían el derecho de yantar y otros tributos de los vecinos de algunos pueblos realengos so color de que eran vasallos suyos, aunque domiciliados en sitios sometidos a la jurisdicción real; impedían en estos sitios el ejercicio de la justicia del rey, y procuraban introducir su dominio particular; en fin, se apoderaban de parte del territorio de las poblaciones pertenecientes al rey, fundaban en ellas fortalezas y exigían tributos, señaladamente de portazgos. El rey respondió lo más favorablemente que podía a estas peticiones, y se conoce en las respuestas el temor que tenía, cuando aún no estaba bien consolidada su autoridad, de chocar de frente con las pretensiones y demasías de los ricos hombres.

La petición IV se repitió en otras Cortes del mismo siglo y del anterior; porque los reyes solían enviar cartas y órdenes para que las mujeres se casasen con los hombres designados en dichas cartas. D. Enrique dijo en la respuesta que, según era notorio a todos, jamás había dado en esta materia cartas de orden, sino solo de recomendación. En Inglaterra en los mismos tiempos era el rey árbitro de las herederas nobles y ricas, huérfanas de padre, en cuanto a los enlaces. Era imposible que en aquella época de predominio feudal dejase de tener la corona alguna intervención en esta clase de contratos, que podía aumentar el poder y riquezas de los vasallos que se manifestaban hostiles al rey, o de los que eran sus servidores. En el día la ley o la costumbre de España es que los grandes casen en virtud de permiso real.

Concluiremos nuestras observaciones con la partición relativa al voto de Santiago. Los procuradores dicen «que en todos los tiempos pasados nunca le pagaron en algún lugar de nuestros regnos, salva en algunos lugares del regno de León que pagaban cada pechero que labrase con bues, seis celemines de pan e non otra cosa... e que nos pedían por mercet que pues en algunos de los tiempos pasados non se demandara, nin cojiera, nin pagara el dicho trebuto, que agora demandaban nuevamente el dicho procurador del arzobispo de Santiago, e dean e cabillo, que lo non oviesen... que Dios non quería que ninguno diese limosna contra su voluntad».

Estas palabras son terminantes, y si les hemos de dar entero crédito, deberá fijarse en el siglo XIV la introducción y generalización del voto de Santiago bajo la forma que   —111→   siguió después. El rey respondió a esta petición «que pues el pleito estaba pendiente en la audiencia real, que lo librent según que fallaren por derecho». En efecto los procuradores de Ávila se habían provisto ante dicho tribunal contra las pretensiones de la iglesia y arzobispo de Santiago. Esta petición es un nuevo dato que debe añadirse a tantos como se han reunido para resolver la célebre cuestión histórica del voto de Santiago.






ArribaAbajoCuaderno 31


ArribaAbajoArtículo I

Los documentos que contiene este cuaderno son el ordenamiento de Chancillería, hecho en las Cortes de Burgos de 1374, y otro hecho en las Cortes de Burgos de 1376 acerca de las deudas de los judíos. Ambos pertenecen al reinado de Enrique II.

El preámbulo del primero tiene la singularidad de no citar las Cortes, ni enumerar los que asistieron a ellas, ni seguir en la redacción de las leyes la forma ordinaria de peticiones y respuestas; de modo que a no decirse en el encabezamiento que esta ley de chancillería fue hecha en las Cortes de Burgos, se tendría más bien por un decreto real, que por un reglamento hecho en Cortes.

El rey dice en el preámbulo: «sepades que por razón que no fue dicho que algunos de los nuestros oficiales de la nuestra corte, e de las dichas cibdades e villas e lugares de los nuestros regnos, que usaban de sus oficios como non debien... de lo cuál se quejaron de ello algunos nuestros vasallos e otras personas, es la nuestra mercet etc». De modo que no se hace mención de quejas ni de peticiones de los procuradores de Cortes, como en otros ordenamientos. Solo se enuncia el abuso, sin nombrar ni calificar a los denunciadores. Después del preámbulo comienzan las leyes.

Este ordenamiento es muy a propósito para dar a conocer las costumbres diplomáticas de aquella época, y los medios de obviar los abusos que se habían introducido por el desorden de los tiempos anteriores. Los oficiales de chancillería, notarios y escribanos habían aumentado las tarifas de las cartas y alvaláes sobre lo que se pagaba por su expedición en tiempo de Alonso el Onceno, que dio también reglas en esta materia, y a cuyas resoluciones procuró D. Enrique arreglar las suyas.

Consta de este ordenamiento, que existió en Castilla la dignidad de Canciller, o guardasellos; pero nunca tuvo ni el prestigio ni la celebridad que en Francia, Inglaterra y Alemania, donde fueron siempre, y aún lo son en el día, grandes dignatarios de la corona. Consta también de la ley tercera que estaban arrendados los derechos de chancillería; pues se manda que solo el arrendador lleve cartas selladas, excepto en el caso de deber alguna cantidad al Canciller o a sus oficiales; en cuyo caso podrán estos sacar cartas cuyos derechos asciendan a la cantidad de la deuda, é non mas.

Después de algunas disposiciones muy minuciosas acerca del lugar donde había de sellarse y el sitio donde debía colocarse el portero de la cancillería, pasa el legislador a señalar la tarifa de los derechos de sello, correspondientes a cada especie de alvaláes: con cuyo motivo enumera estas diferentes especies; lo que hace este documento muy curioso para los que quieran estudiar la antigua forma de nuestra administración. Entre estas clases de cartas se refieren las de sueldo concedido por el rey, los alvaláes de tierras de caballeros, de merced otorgada o de quitación (esto es, de darse el rey por pagado de un servicio u obligación cumplida) de los privilegios y concesiones de villa, aldea o lugar a alguna persona (a estos alvaláes se exime de pagar derechos): de sobrecartas, que según creemos, eran las órdenes de reposición de alguna providencia anterior reconocida después por injusta; de tenencias concedidas por el rey; de rentas   —112→   reales, de perdón, de moneda, esto es, de servicio pecuniario pagado. Señala después los derechos que han de devengar los alguaciles y ballesteros del rey, de las cantidades que entregaren, ya de las rentas reales cobradas, ya a los acreedores mandados pagar por sentencia judicial.

La ley vigésima de este ordenamiento prueba que desde el tiempo de Alonso el Onceno por lo menos, regía ya el derecho pagado por el carcelaje a los carceleros: exacción que nos parece injustísima.

La cárcel se ha establecido para que la sociedad estuviese segura de que el presunto reo no se libraría de la pena que la ley ha señalado a su delito, si efectivamente es declarado culpable por la sentencia del tribunal. Pero hasta la sentencia no es delincuente, ni acreedor a ningún castigo. Sufre, es cierto, la pérdida de su libertad; mas no como una pena, sino como una precaución. Todo lo que agrave este sufrimiento, ya por sí bastante grave, es un acto de injusticia.

Supongamos que el preso resultase inocente en la discusión judicial, y que la sentencia lo declarase así, ¿quién podrá resarcirle el carcelaje, las esposas, los grillos, los cepos, la mansión en calabozos húmedos y fétidos y tantos otros medios que se han inventado para atormentar al que la ley aún no ha declarado digno de pena? Consta de una comedia de Cañizares (El falso Nuncio de Portugal) que en su tiempo por lo menos se daban cuatro cuartos por quitar los grillos al que salía de la cárcel. No sabemos la costumbre actual sobre esta materia, ni sobre otras relativas a las prisiones. Pero creemos que aún no ha hecho entre nosotros muchos progresos la ciencia administrativa en el capítulo de las cárceles.

Nosotros reconocemos el derecho de la sociedad a asegurar la persona del presunto; pero al mismo tiempo reconocemos y reclamamos del gobierno, representante de la sociedad la estricta obligación de no afligir más al preso de lo que exija aquel derecho». El gobierno debe pagar los ministros de la cárcel, sus gastos de construcción y reparación, y en fin, cuanto conduzca para lograr la seguridad. ¿Por qué se ha de exigir del preso el derecho de carcelaje? por ventura, ¿se ha aposentado por su voluntad en aquella mansión? Dirán que las cadenas, grillos, calabozos, etc. son necesarios para asegurarlo: pero ¿por qué? Porque no se ha tenido cuidado de construir las cárceles de manera, que sin dañar en nada a la salubridad de los tristes que han de habitarlas, fuese imposible de combinar y de ejecutar todo proyecto de evasión o de comunicar con los de fuera en los casos que la ley exige la incomunicación.

Bástale al encarcelado la pérdida de su libertad, la separación de su familia y de sus amigos, la ansiedad por el resultado del juicio, el enorme precio a que se le venden los menores servicios que se le hacen; mas no se aumente su aflicción. Sean a costa del gobierno, no a la suya, todos los medios de precaución que se tomen. Es un principio bárbaro, que si bien se ha borrado de los códigos, subsiste aún en la práctica, empezar a castigar al que aún no ha sido declarado culpable, desde el momento que entra en la prisión.

La ley XVIII de este ordenamiento trae la tarifa de los derechos que debían llevar los escribanos de las ciudades, villas y lugares por los documentos y escritos de diferentes especies. Se restablece el mismo arancel que había mandado observar el rey D. Alonso el Onceno, cuyo ordenamiento se inserta a la letra en dicha ley. Ya en aquel tiempo había escribanías y notarías arrendadas, y los arrendadores habían aumentado arbitrariamente los precios de las escrituras. Este abuso dio origen al ordenamiento del rey D. Alonso.




ArribaAbajoArtículo II

El segundo documento, publicado en este cuaderno, contiene las peticiones y leyes de las Cortes de Burgos de 1377, celebradas por el rey D. Enrique II. Este Congreso fue plenario; pues según el preámbulo, concurrieron a él condes, prelados, ricos hombres, hijosdalgo, y procuradores de las ciudades. De las personas de alta jerarquía, solo se citan el infante D. Juan, hijo primogénito del rey, y el marqués de Villena.

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Este documento ofrece la particularidad que de las leyes que se hicieron entonces y se comprenden en él, unas fueron a petición de las Cortes, otras se derivaron de la espontánea voluntad del rey sin excitación alguna. Las materias a que se refieren son las deudas de los cristianos a los judíos y moros, asunto que volvía muchas veces a las Cortes, como al Senado de Roma la abolición de las deudas de los plebeyos; la venta de los bienes de los merinos y de los ricos hombres; extracción de oro y de otros objetos fuera del reino; alcaldías de rentas; apelaciones a la justicia real. En muy pocas de estas leyes están observados los principios eternos y universales de justicia.

En la primer petición expusieron las Cortes que por la miseria de los tiempos anteriores muchos cristianos, deudores de los judíos, habían firmado en la obligación del pago cantidades mucho mayores que las recibidas; y que si se les constriñese a pagarlas quedaría la tierra yerma y miserable. El rey mandó que se rebajase la tercera parte de las deudas, y que las otras dos se pagasen a plazos bastante largos; que no gozasen de este beneficio los que no pagasen a los plazos concedidos; pero que en ningún caso fuesen valedoras las penas contenidas en las cartas de obligación para los casos de insolvencia. En la segunda ley, a petición de las Cortes, se prohibió toda usura a los judíos y moros. Estableciose también que si el acreedor aseguraba que toda la cantidad contenida en la escritura de obligación había sido entregada al deudor, se exigiese juramento a este, y en caso de jurar ser cierto lo que el acreedor decía, estuviese obligado a pagarlo todo sin quita alguna: ley absurda, como todas las que colocan al hombre entre su interés y la religión del juramento; y además inútil, porque el hombre, incapaz de jurar en falso, es también incapaz de defraudar a su acreedor. Por la petición XII se restableció la proscripción de seis años para las deudas de los cristianos a los judíos. Por la X, que no pudiesen los judíos ser mayordomos de ningún rico hombre, caballero, ni escudero. Por la XI, se releyó a los ayuntamientos de los pueblos de la pena de seis mil maravedís de omesillo, que pagaban antes, si no hallaban al asesino de un judío que se encontrase muerto en su jurisdicción.

El rey, de motu propio suyo, prohibió en las leyes 2.ª y 3.ª que ni los judíos ni los moros pudiesen hacer cartas de obligación por deudas contra cristianos; que ningún escribano pudiese dar fe de ellas; y en una nota, puesta al fin de este cuaderno de Cortes, añadió que no pudiesen hacerse dichos contratos ni aun con testigos: bien que en la misma nota se revocan estas leyes con respecto a los moros, menos odiosos entonces que los judíos.

Las leyes y peticiones anteriores muestran el estado social de aquella época. La masa de la riqueza territorial estaba, aunque muy mal repartida, en manos de los cristianos: la industria agrícola en las de los moros que vivían sometidos, y la comercial en las de los judíos. Estos eran necesariamente más ricos, por lo menos en metálico, y se hallaban más que los otros en estado de prestar a los cristianos, que generalmente tenían necesidad de numerarios: los propietarios, porque apenas alcanzaban sus rentas para el lujo de vanidad que tenían que sostener en la corte; los pobres, por las necesidades continuas que les acarreaba su situación, aumentadas con el estado de guerra perpetua contra los moros, y no pocas veces de guerra civil; y los ayuntamientos y órdenes militares, por los gastos continuos de armamento. La exactitud de los judíos en sus cuentas, que en ellos era una virtud necesaria, y más que todo, la facilidad con que anticipaban capitales al gobierno y a los señores, hizo que casi todos los empleos de hacienda pública y las tesorerías y mayordomías de los ricos hombres cayesen en sus manos. Reunieron, pues, por el comercio, por la administración de rentas y por sus préstamos grandes caudales. Eran despreciados: estaban condenados al ilotismo político y civil; pero poseían casi todo el comercio del reino.

Este estado de cosas duró hasta el siglo XIV. Entonces empezó a no ser profesión exclusiva de los castellanos la de las armas. Algunos se dedicaron a las artes: otros al comercio, aunque sin el conocimiento y la economía propios de los israelitas. Las deudas se aumentaron en las turbulentas minorías de Fernando IV y Alonso XI: empezaron a ser primero envidiados y poco después odiados los acreedores. Pidiéronse en las Cortes no una sola vez, rebajas de deudas. Alonso XI las concedió: los judíos, por la inseguridad del pago, aumentaron el interés del dinero prestado, y por tanto, la dificultad del pagamento, y el odio y la aversión universal contra ellos. Enrique II en   —114→   las Cortes de que damos cuenta en este artículo, privó de fuerza legal a los contratos de deudas de los judíos contra los cristianos. Nosotros consideramos como efecto de esta ley absurda la efervescencia del odio contra aquella infeliz nación, que se manifestó en los siglos XIV y XV en sediciones, tumultos y matanzas.

En efecto, aquella ley no impidió que los judíos fuesen ricos; pues el mismo Enrique que les prohibió ser mayordomos de los grandes señores, los conservó en la administración de las rentas reales, y además no podían quitárseles los beneficios que reportaban del comercio. Nada, pues, perdieron de su opulencia; pero no fueron ya prestamistas, porque mal se atreverían a prestar sin la garantía del pago, que la ley les había quitado. El pueblo miserable, fanático, y que hasta entonces los había tolerado, porque encontraba en ellos auxilio para sus necesidades, comparaba su propia miseria con la riqueza que suponía, y no sin razón, en una raza contraria además por su creencia religiosa. Empezó a excandecerse contra ella. A los homicidios particulares, que debieron hacerse más comunes después de suprimida en estas Cortes la garantía del omesillo, sucedieron los degüellos en masa y los saqueos de las juderías en las grandes ciudades, y llegó el furor a tal extremo, que los reyes católicos D. Fernando y Doña Isabel, monarcas firmes, pero prudentes, no hallaron otro remedio al espíritu de sedición que tomaba por motivo o por pretexto a los judíos, que expelerlos del reino.

Nosotros observamos que en los tiempos anteriores a la ley de Enrique II, los castellanos, sin ser menos fanáticos, sin despreciar ni odiar menos a los judíos como enemigos de la religión, nunca sin embargo los persiguieron ni les hicieron mal: antes bien vivían con ellos en buena armonía. Deben, pues, atribuirse el furor y los desórdenes posteriores a la ley que rompió el único vínculo social entre cristianos e israelitas, a saber: el auxilio que recibían los primeros de los segundos por medio de los préstamos.

La petición III de estas Cortes revela una costumbre tan extraordinaria como injusta. Los bienes de los deudores de la corona, después de apreciados, se vendían a las personas pudientes que el rey nombraba, y que no podían excusarse de comprarlos. Las Cortes piden que cese esta arbitrariedad y que se vendan a pública subasta. D. Enrique accedió a esto, pero añadió que en caso de no hallarse comprador voluntario que diese el precio conveniente, se obligase a comprarlos a los más ricos e abonados del pueblo.

Hízose también rebaja a las deudas del pan del año interior que había sido escasísimo, tanto que en él se había obligado al deudor de una carga de pan a pagar por ella seis cargas. El rey mandó que estas deudas se pagasen en dinero al precio que tenía el pan cuando se contrajeron.

Las leyes de la petición V y VI son más justas. La primera manda que los merinos no persigan sino en virtud de querella o en los casos infragranti. Por la VI promete el rey solicitar del Papa que no nombre para los beneficios del reino eclesiásticos extranjeros. La ley de sacas de la petición VII adolece de los vicios comunes a todas las de su especie. La más importante y justa de cuantas se hicieron en estas Cortes es la de la petición XIII. El rey toma bajo su protección a todos los vasallos de los señores que apelen a su tribunal. Este derecho de apelación ha existido siempre en España, y querían barrenarle los nuevos agraciados por las célebres mercedes enriqueñas, maltratando a los apelantes.





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ArribaAbajoCompendio de la historia romana hasta los tiempos de Augusto: por D. Manuel Silvela.- París, 1839


ArribaAbajoArtículo I

Esta obra fue escrita por un español instruido, a quien las tempestades políticas de nuestra patria arrojaron a países extranjeros, y fue escrita en una época en que ya podía juzgarse con imparcialidad el pueblo y la república de Roma. En el primer tercio del siglo XIX no eran ya de moda ni las ridículas declamaciones de Mercier contra el espíritu dominador de la ciudad del Tíber, ni la manía de tomarla así a ella como a Atenas por modelos de los gobiernos libres; manía que produjo el hermoso verso de un poeta francés del tiempo de la revolución:


¿Qui me delivrera des grecs et des romains?
Salgamos ya de griegos y romanos.



Los progresos del espíritu filosófico y el estudio de la historia, emprendido en nuestros días sin pasiones, han enseñado que no era muy de envidiar, y sobre todo, que no es aplicable en nuestras sociedades modernas la libertad de que se gozaba en las antiguas repúblicas, y que si Roma conquistó el mundo, este resultado fue producido por la necesidad y no por la elección.

El Sr. Silvela se hallaba, pues, en situación de juzgar mejor que los compendiadores de la historia romana que le habían antecedido; y así, su obra es mejor en nuestro entender que las que hasta ahora poseíamos de la misma clase; y creemos que tiene mucha razón cuando dice en el prólogo: «me queda la convicción íntima de que son peores cuantos (libros) conozco en su género».

Es obra original de un español, aunque impresa en país extranjero, y así debe reclamarla nuestra literatura. Es casi desconocida en nuestra patria: por eso nos creemos en la obligación de dar cuenta de ella y del resultado de nuestro examen y estudio. No es un compendio como el de Goldsmith: tampoco es una historia: es más bien un tratado sobre la historia romana, y estamos seguros que después de leído y estudiado se leerán y estudiarán con mucho fruto los historiadores romanos.

Empecemos por un punto que el Sr. Silvela examina con suma sagacidad, y es el de la potencia legislativa del pueblo romano. Todos convienen en que la ciudad, reunida en comicios, ejercía el poder legislativo; pero el autor cree con la autoridad de Dionisio de Halicarnaso y de Livio que su facultad en esta parte no fije omnímoda y absoluta hasta la ley del dictador Publilio Filón, por la cual se hicieron los plebiscitos obligatorios para todas las clases del estado. Dice, pues, que antes de esta ley los plebiscitos no obligaron a los senadores, y que en los primeros tiempos de la monarquía y de la república el Senado sancionaba y convertía en ley las determinaciones del pueblo: lo que es muy conforme tanto a las expresiones de los historiadores ya citados, como a la autoridad que Rómulo quiso depositar en el Senado, y a la que esta corporación aristocrática se abrogó cuando, expelidos los Tarquinos, cayó en su mano todo el gobierno de   —116→   la república. No somos de su misma opinión en cuanto a que se decidiesen en el Senado todos los negocios judiciales; pues en la célebre causa de Horacio el hijo, no se reconoció más autoridad que la del tribunal del rey y la del pueblo, al cual apeló aquel ilustre delincuente. Parece cierto que por la constitución de Rómulo, el supremo poder judicial, en los casos de apelación, residía en los comicios. Después los tribunos de la plebe lograron que se extendiese a los casos de primera instancia.

El Sr. Silvela toca, aunque levemente, uno de los puntos más importantes y menos conocidos de la constitución de Roma, cual es el de la composición del Senado. Sabido es que durante muchos años, este cuerpo, que era como el cimiento de la república, se componía de individuos de las familias patricias, y que su dignidad era hereditaria, vitalicia y exclusiva. Más aún así faltan muchas cosas por saber acerca de la manera de ser recibidos en el Senado los que tenían derecho para ello.

Parece, y el mismo autor lo cree cierto, que la constitución reservaba a los reyes el derecho de dar a las familias la dignidad senatorial, y de convertir los plebeyos en patricios. Rómulo nombró los cien primeros senadores; él o Tacio, rey de Cures, o los dos de común acuerdo eligieron los otros ciento de la nación sabina que se agregaron después de hecha la paz entre los dos pueblos; y Tarquino el antiguo el tercer ciento, que se llamó de las familias menores. El número de senadores quedó fijado a trescientos durante muchos años. Pero después de abolido el trono, ¿quién tuvo el derecho de nombrar para las plazas de senadores que vacasen por la extinción de alguna familia patricia? ¿fueron los cónsules, el Senado mismo, o el pueblo? ¿Y en este caso era preciso nombrar el nuevo senador de los colaterales de otra rama patricia, o era lícito elegirle de una familia plebeya? ¿Qué se hacía, en fin, cuando el censor degradaba a alguno de la clase de senador?¿Se dejaba su plaza vacante hasta que se restableciese en otro censo, cuando ya hubiese corregido su conducta, o bien no era permitido dejar vacas las plazas de dotación del Senado.

Otra dificultad ocurre combinando la teoría de la sucesión entre los romanos con los principios de la institución senatorial. Se sabe cuan sagrado era en aquella república el derecho de adopción. ¿Se extendía también a la dignidad de senador, de modo que un patricio adoptando a un plebeyo, le hacía heredero de su dignidad? ¿Quedaba privado de ella el hijo de un senador, si era desheredado o adoptado en una familia plebeya? Nada sabemos sobre estas cuestiones: la única noticia que se nos ha conservado es que los hijos de los senadores, antes de ser recibidos en el Senado, asistían a sus sesiones en calidad de oyentes y se les encargaba el más inviolable secreto.

Pero llegó en fin un tiempo en que la composición del Senado sufrió modificaciones más notables. En la larga lid que sostuvo la plebe contra el cuerpo patricial para que se la hiciese partícipe de las magistraturas de la república, hubo una especie de transacción en que los plebeyos cedieron el nombre y los patricios el poder. Estableciose que no se nombrasen cónsules, dignidad que los nobles querían exclusivamente para sí, sino tribunos militares con potestad consular, que fuesen en mayor número que dos (y tal vez llegaron hasta ocho) y que pudiesen ser nombrados los plebeyos para este destino. Al principio no lo consiguieron: el pueblo no se atrevía a nombrar personas no acostumbradas al mando, hasta que las sugestiones de los tribunos de la plebe y el mérito reconocido de algunos plebeyos consiguieron que se les pusiese al frente de la república.

Ahora bien, el nombre no hace al caso: los tribunos militares eran entonces la magistratura superior; pues ejercían la potestad consular; por tanto convocaban y presidían el Senado. Viéronse, pues, por necesidad al frente de esta corporación hombres plebeyos. ¿Eran tenidos por senadores? ¿Ejercían esta autoridad durante toda su vida? ¿La dejaban en herencia a sus hijos? Parece que sí, al menos si hemos de juzgar por lo que sucedió después cuando se abrieron a la plebe las puertas de todas las magistraturas en la última dictadura de Camilo.

Pero aún todavía quedan otras cuestiones no resueltas. Claro es que las dignidades de pretor urbano, de cónsul y de dictador traían consigo como un resultado necesario la entrada en el Senado. Pero ¿sucedía lo mismo con las preturas de provincia, la cuestura y la edilidad urbana? Tampoco lo sabemos.

Cuando después de los tribunados de los Gracos cesó el imperio de la ley, y empezó el de los procónsules; cuando los senadores dejaron de ser notados por la censura, y   —117→   empezaron a ser degollados y proscritos por los jefes de los partidos, no es tan importante ni tan difícil saber lo que sucedió. Mario, Sila, César y Augusto, después de mutilada aquella ínclita corporación por medio de las proscripciones, la restablecían con sus amigos y allegados. Esto se concibe fácilmente. Lo arduo es dar una historia completa y exacta de la ley política de Roma, relativa a la composición del Senado. No hemos querido omitir estas dudas, porque nada es sin interés de cuanto pertenece a una institución, desconocida en los pueblos del origen griego, y a la cual debió el romano la fisonomía peculiar, que ya en mal o ya en bien, le distinguió entre los pueblos de la antigüedad.




ArribaAbajoArtículo II

Vengamos ya a una de las materias mejor tratadas en este libro, a saber: el origen de la legislación política de los romanos, tan alabada por Dionisio de Halicarnaso, a cuyos ojos Rómulo no fue solamente un héroe, sino un sabio y casi un dios. El señor de Silvela cree que la mayor parte de estos elogios y de esta admiración es debida a los etruscos, pueblo de civilización más antigua que los romanos. «Comunicando, dice, los toscos y tirrenos en los siglos que precedieron a la fundación de Roma con los pueblos más sabios del Asia, el África y la Europa, el estado de su civilización no era inferior al que presentan estos diferentes pueblos en aquella época: si los romanos acudieron a los etruscos para las principales construcciones, con que adornaron la naciente capital del mundo: si de ellos tomaron, según Floro, las fasces y las curules, la pretexta y los ánulos, es decir, el orden jerárquico de la magistratura y sus insignias: si de ellos recibieron los auspicios y agüeros, es decir, casi todo el fondo de su religión... ¿por qué no nos será permitido, como conforme a todas las reglas de buena crítica, suponer que de los mismos etruscos recibieron los romanos una buena parte de cuanto en su organización social, su legislación y su política admiramos con razón en la historia de los primeros tiempos de esta ciudad famosa?...».

Esta reflexión tiene para nosotros mucha fuerza, y no podemos dejar de mirar a los romanos como los alumnos de los etruscos que les fueron anteriores en civilización. En cuanto a la organización política, la naturaleza ha impreso un mismo tipo para todos los pueblos que empiezan. Rey, Magnates y Pueblo: he aquí los tres elementos generales del poder en todas las naciones al empezar su carrera política; bien sea en los bosques de Germania, bien en los lagos del Norte-América, bien en los pensiles del Asia, o en los arenales de la Arabia. Esta es la forma de gobierno que sucede siempre a la primitiva y patriarcal, por la razón incontestable de ser la que más se le acerca.

Explica después el autor con mucha sagacidad el origen del espíritu belicoso de los romanos. «Tan difícil era que Rómulo hiciese admitir a los hombres de quienes se rodeó un despotismo sin freno, como imposible el que de repente estableciese entre ellos todas las instituciones y artes pacíficas de los etruscos, y con ellas el principio de prosperidad de su colonia naciente... Hombres cuyo título de adquisición era la fuerza, y que con ella debían procurarse mujeres, terreno, producciones del suelo y de la industria: hombres que por consiguiente no podían menos de ser un motivo de inquietud continua para sus vecinos, estaban reducidos por la necesidad de su situación a no dejar las armas de la mano, y a formar una asociación guerrera que debía ser enteramente exterminada, o acabar al fin por dominarlo todo».

Hablando del reinado de Numa, dice: «el sabio autor del Espíritu de las leyes no me ha parecido ni tan justo ni tan profundo, como lo es ordinariamente, cuando hablando de este príncipe se contenta con presentarle como muy a propósito para haber dejado a Roma reducida a una oscura mediocridad. En mi entender, el reinado largo y pacífico de Numa fue hasta necesario para que Roma dejase de ser y parecer un campo de batalla, una asociación pura de guerreros condenada por necesidad a perecer; y para que en las dulzuras de la paz se formase una generación nueva, que más accesible y manejable se prestase a la feliz transición que debía convertir el salteador en propietario, el bandido en soldado, el hombre violento y brutal en súbdito de la ley, en ciudadano...   —118→   Sin el dios Término y la Buena fe, Júpiter Estator no habría bastado a defender el capitolio...». Estas reflexiones nos parecen muy exactas: la fuerza sola no crea naciones, ni puede existir orden social sin creencias.

Son también muy atinadas las observaciones del autor acerca de la dictadura: «no vio el pueblo, dice, que el nombramiento de un magistrado revestido de todos los poderes era como la elección de un rey absoluto... No obstante, aunque el pueblo fue en el principio atraído artificiosamente a lo que no conocía, como el éxito justificó las ventajas de la institución, puede con razón decirse que la sostuvo la experiencia de su propia utilidad; y si bien por un lado esta utilidad, nunca desmentida hasta los últimos y más corrompidos tiempos de la república, es por decirlo así, una confesión, un claro testimonio de la insuficiencia, del peligro de los gobiernos populares, también por otra parte la historia de los dictadores, que reprimidos por la corta duración de su magistratura, jamás abusaron de su ilimitado poder, prueba la necesidad de que instituciones y leyes sabias refrenen la facilidad de abusar que lleva consigo un poder sin límites». En efecto la dictadura fue siempre saludable en Roma: dejó de estar en práctica cuando cesaron los peligros, ya de los enemigos exteriores, ya de las discordias intestinas; y cuando estas volvieron en los tribunados de los Gracos, no se pensó en recurrir a aquella antigua institución, que ya hubiera agravado el mal en vez de corregirlo. Habíanse pervertido las costumbres; y si se presentaban algunos varones, muy raros a la verdad, a los cuales pudiera haberse confiado sin peligro el poder absoluto, ¿qué podían emprender contra la dictadura de hecho que minaba los cimientos de la libertad romana, a saber; contra el proconsulado? Los hombres más virtuosos de los últimos tiempos de la república, los Metelos, los Catones, los Cicerones nada podían contra la prepotencia de los Marios, Silas, Pompeyos y Césares, elevados sucesivamente al poder por una clientela numerosa, ávida de dinero y turbulenta. Ya no quedaba ningún lugar para la virtud.

No hubo, pues, en aquellos aciagos días dictadura legal: el poder giraba de unas manos a otras a merced de la violencia y de la astucia, dejando en todo el imperio sangrientos vestigios de su ira. Es verdad que Lucio Cornelio Sila tomó el título de dictador; pero esta palabra nada añadió al poder de aquel hombre que había diezmado impunemente la república con sus tablas de proscripción. César tomó dos veces el mismo título, y le gozaba cuando fue asesinado; pero la primera había ya arrojado a Pompeyo de Italia, y la segunda ceñía los tristes laureles de Farsalia, de Tapso y de Munda. Estos dos hombres extraordinarios adoptaron un nombre que se hallaba consagrado en los fastos de su nación; pero no debieron a él, como los Camilos y los Fabios, ni su poder ni su autoridad.

Augusto, más cobarde y más precavido, aparentó respetar el ridículo decreto que dio el Senado después de la muerte de César, aboliendo la dictadura, y creyendo neciamente que se destruía la tiranía destruyendo las letras con que se escribe una palabra. El hijo adoptivo de este grande hombre quería mandar, bajo un título desconocido, a los antiguos romanos para que se ignorasen los límites de su poder; y así insistió en los dos nombres de príncipe y de emperador, que hasta él no fueron más que honoríficos, y que él convirtió en magistratura suprema. El de emperador o general victorioso era conocido de las tropas: el de príncipe, en el Senado. Así reunió la fuerza política y la militar, sin que ni él ni sus sucesores echasen nunca menos el título de dictador.

El Sr. Silvela parece creer que el Senado nombraba este magistrado y el pueblo confirmaba el nombramiento. Pero en los tiempos de Lucio Papirio Cursor no sucedía así. Según la narración de Tito Livio el Senado daba un decreto o senatus-consulto, por el cual declaraba que se debía nombrar dictador: mas quien había de nombrarle era uno de los cónsules, bien que el Senado le indicaba oficiosamente a quién gustaría que se eligiese. La ceremonia se hacía de noche y en silencio, como para indicar el de las leyes al crear un poder tan extraordinario, y el cónsul pronunciaba el nombre del elegido con la mayor solemnidad.

Es verdad que el célebre Quinto Fabio Máximo, cuya prudente circunspección salvó a Roma después de la rota del Trasimeno, recibió del pueblo la dignidad dictatorial; pero no en propiedad. Tito Livio dice que, muerto uno de los cónsules en la batalla,   —119→   estando ausente el otro, y no pudiendo enviársele mensajero ni carta por hallarse Italia ocupada por los ejércitos cartagineses, y no pudiendo el pueblo crear dictador, se recurrió a un arbitrio no usado hasta entonces, y fue que el pueblo creó por dictador a Quinto Fabio Máximo, y general de la caballería a Quinto Minucio Rufo. Los dictadores ordinarios creaban este lugarteniente: mas no se permitió su nombramiento a un dictador en comisión; y aún más adelante repartió el pueblo toda la autoridad entre el jefe y el subalterno: lo que no podría haber hecho con la dictadura en propiedad.

Parece, pues, que al Senado tocaba mandar por un decreto que se nombrase dictador; y a uno de los cónsules, el que designase el Senado, elegirle y crearle, sin más limitación que la de que hubiese de ser varón consular, o que hubiese ejercido el consulado: que el dictador así creado nombraba su lugarteniente con el título de general de la caballería; y que su autoridad no reconocía otros límites sino el de no poder salir de Italia y no tener más que seis meses de duración.




ArribaAbajoArtículo III

El Sr. Silvela cita la tercer dictadura de Mamerco el año de 329 de Roma, como hecha por el pueblo, en satisfacción de la injuria que había sufrido de los censores, degradándole poco antes hasta la clase de erario. Es verdad que en aquella ocasión el pueblo pidió a gritos la dictadura indignado contra los tribunos militares con potestad consular, derrotados por los veyentinos a causa de la desunión que había entre ellos. Es muy verosímil que los romanos designasen por dictador a Mamerco, el más esclarecido guerrero que tenía entonces la república; pero era tan grande en Roma el respeto a la parte ceremonial de las leyes, que no se atrevieron a nombrarle por no haber cónsules aquel año, hasta que los augures decidieron que podía ser nombrado el dictador por tribuno militar. Aulo Cornelio Coso, tribuno a quien había tocado el gobierno de la ciudad, fue quien nombró a Mamerco.

Refiriendo la muerte de Tiberio Graco, primer triunfo sangriento, primer víctima de la violencia brutal en las disensiones civiles de que fue teatro Roma, expone los pasos por donde esta república, corrompida por la victoria y la opulencia, pasó de la primera aristocracia exclusiva a la del mérito y de los servicios, y malogró esta reforma con la perversidad de las costumbres. Comparando una nobleza con otra dice: «a una nobleza virtuosa sucedió una nobleza rica que empezó a defenderse de diferente modo. La primera oponía sus virtudes y se defendía por el respeto: la segunda corrompió con su oro, armó el pueblo contra el pueblo y comenzó a querer suplir con el terror aquella augusta consideración que poco a poco iba dejando de inspirar».

Tiene mucha razón el Sr. Silvela en mirar la guerra social como una falta de política y de justicia en el Senado de Roma. Los campanos, samnites, marsos, daunos y ápulos peleaban al lado de las legiones romanas en todos los campos de batalla adonde los llevaba la política y la ambición de los dominadores del Tíber. ¿Con qué apariencia de justicia se negaba el derecho de ciudadanía en Roma a los que contribuían tanto como los romanos mismos, o quizá más, al engrandecimiento del imperio? Y ¿podía ser conveniente a los intereses del Senado una guerra en que toda la sangre que se derramase había de pertenecer a la república? ¿Y cuál era el delito de aquellos pueblos sino el deseo de ligar su suerte a la de Roma con más intimidad? ¿Qué daño podían hacer desterrados, por decirlo así, a las últimas tribus de ciudadanos? Roma les concedería muy poca intervención política en su gobierno; y sin detrimento del imperio ganaban ellos mucho con las prerrogativas y los derechos civiles inherentes al título de ciudadano romano.

Acaso no ha habido en los anales sangrientos de la historia ejemplo de guerra semejante, emprendida no con el objeto de conquistar o de defenderse, sino de perder la independencia propia por pertenecer a una nación extraña. Esta reflexión daba nuevas fuerzas a la solicitud de los aliados, y parecía justificarla aun a los ojos de los mismos romanos. Así es que fue emprendida con disgusto del pueblo, continuada sin tesón y concluida apenas se hallaron medios decorosos para hacer la paz con cada uno de los   —120→   pueblos, a quienes se concedió separadamente el derecho por que anhelaban. Esta fue la primer guerra en que el Senado romano cedió en la realidad, aunque dictó al parecer las condiciones del tratado. Fue también muy infausta porque en ella se ensayaron los guerreros de Italia a verter sangre de sus amigos y allegados en los campos da batalla. No tardaron en derramar la de sus conciudadanos y parientes.

Acomoda examinar si el Senado se dejó guiar por algún principio político para negarse a la extensión del derecho de ciudadanía, o solo por una oposición ciega y de instinto a las pretensiones de los tribunos de la plebe, que desde Cayo Sempronio Graco no habían cesado de prometer aquel derecho a los pueblos de Italia, y aun de concederlo a los que podían. El objeto de los tribunos era evidentemente aumentar en los comicios las masas populares sometidas a su influencia. Pero los senadores más perspicaces que ellos, más desapasionados y sobre todo más prudentes, pudieron conocer que extendiendo el territorio de la república, y aumentando con tanta amplitud el número de ciudadanos, era imposible conservar el régimen republicano.

La constitución del mundo civilizado era entonces como sigue. El imperio romano, esto es, el mando y dominio de los romanos se extendía desde la embocadura del Tajo hasta el Tauro, y desde los Alpes hasta el desierto de Libia; pero la república romana, esto es, la congregación de los señores del orbe estaba limitada con pocas excepciones al territorio de Roma. Así es que las formas de su gobierno podían conservarse republicanas mientras durase esta orden de cosas. Los demás pueblos sometidos con el título de aliados eran independientes en cuanto a su régimen interior. Pero extendiendo a Italia el derecho de ciudadanía (el cual, según era fácil de prever y según sucedió, no tardaría en propagarse a toda la extensión del imperio), ya era imposible, alteradas las relaciones del mundo con su capital, gobernarlo desde ella sin concentrar el poder en una sola mano. La república podía con sus ejércitos contener en la dependencia a los pueblos inferiores en fuerzas y en derechos; mas no podía gobernar a sus iguales. Ahora bien, el Senado romano no quería que la república se convirtiese en monarquía, primero; porque él mismo con esta mutación se convertiría de cuerpo soberano que era en un simple consejo de estado: segundo, porque las aristocracias conservan con más firmeza que las democracias el principio de libertad, que para ellas lo es también, de dignidad, de poder y de gloria.

No creemos tampoco que los Gracos, los Saturninos y demás tribunos que lanzaron la tea incendiaria en los pueblos aliados de la república, quisiesen el gobierno militar, único concentrado que era posible en Roma. Solo decimos que estos tribunos acalorados, deseosos de adquirir prosélitos, no previeron que solicitaban adquirirlos a costa de la libertad de su patria; pues nadie ignora que la extensión del derecho de ciudadanía fue una de las causas que aceleraron la época de la esclavitud. El Senado vio más lejos que los magistrados populares; mas no le valió, porque ya estaba escrito en el libro del destino y en el de la razón que era imposible que permaneciese libre una nación conquistadora y corrompida. La depredación del mundo debía ser espiada con la sangre y por la mano de los mismos depredadores.

Concluiremos nuestras observaciones acerca de esta obra, llamando la atención sobre el juicio que forma el Sr. Silvela del sanguinario Sila, juicio exactísimo y digno de un alma poseída de la más justa indignación al contemplar las atrocidades de aquel monstruo. Sin embargo, no nos parece igualmente justa su opinión acerca del autor del Espíritu de las leyes, que atribuyó a aquel célebre dictador miras políticas. En nuestro entender las tuvo, y no podía dejar de tenerlas un hombre de su temple y de su capacidad militar y política, bien que erróneas, como son todas las de todos los que emplean la proscripción como medio de gobierno. Más diremos en favor de nuestro autor: nosotros creemos que Sila se ocultaba a sí mismo la atrocidad de su instinto sanguinario, que era el verdadero móvil de sus acciones, con la idea, falsa sin duda, de que hacía un bien a la república. Mas no puede negarse que su objeto constante fue acabar con el espíritu sedicioso de los tribunos de la plebe, miserables agentes en aquella época de cuantos aspiraban al poder por medio de los trastornos, y concentrar toda la autoridad pública en el Senado. El más cruel de los tiranos abdicó la tiranía cuando creyó haber conseguido su fin. Decimos creyó porque no lo consiguió en la realidad, por la razón sencillísima de que eran ya incompatibles en Roma el orden y la república.

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La obra que hemos analizado nos parece muy recomendable, tanto por ser original española y estar bien escrita, como porque es en la que a nuestro parecer se desenvuelven con más filosofía las diferentes frases de la república dominadora del mundo.






ArribaAbajoTraducción de la Historia de la Revolución Francesa, de M. Thiers, hecha por D. Sebastián Miñano

La revolución francesa es uno de aquellos sucesos que hacen vivir a las naciones muchos siglos en pocos años. La velocidad con que se sucedieron las fases y escenas de este gran drama: el movimiento perpetuo de las pasiones políticas que agitaron el mundo desde el foco de la civilización: las situaciones extraordinarias e imprevistas: poderes colosales, levantados y caídos en breve tiempo: ejemplos de magnanimidad, de pequeñez y bajeza, de sublimes virtudes, de horrendas maldades: la más completa versatilidad en las ideas: la más terrible división en los ánimos y en los intereses: el caos en el mundo intelectual, en el moral y en el político: en fin, cuanto apenas se podría ver en los anales sangrientos de la historia antigua y moderna se halla reunido en la de algunos años que duró la revolución.

La historia de M. Thiers tiene ya una celebridad europea bien merecida. Además del estilo animado y nervioso con que está escrita, manifiesta en su autor el estadista profundo que sabe reconocer la causa y filiación de los sucesos, los intereses, aciertos y errores de los partidos, y el carácter político que cada época grabó en los hombres que dominaron en ella; porque aun el mismo Bonaparte fue esclavo de los acontecimientos mismos que parecía dirigir. En la revolución francesa los hombres fueron muy pocos: las cosas lo hicieron todo. Era imposible en 1792 que el poder dejase de caer en un demócrata exagerado y sanguinario, así como en 1799 nadie podía mandar sino un guerrero hábil y afortunado.

Decir que el magnífico cuadro formado por M. Thiers es de grande utilidad a las naciones y a los gobiernos sería decir una cosa harto trivial. Los documentos que presenta son admirables para conocer el manejo de los partidos, el efecto de las pasiones políticas: la hipocresía con que se afectan doctrinas para conseguir intereses: la facilidad en exagerar las ideas más útiles y justas; y el poder mágico de las palabras que sirven de bandera a la multitud, aunque cada uno de los que las proclaman las entienda de diferente modo.

Pero no es tan trivial decir que el cuadro de la revolución se ha presentado más bien para escarmiento que para imitación, mucho más cuando creemos haber reconocido en algunos hombres influyentes de las revoluciones de otros países cierta tendencia que tenemos por ridícula, a parodiar cuanto se hizo en la francesa. Cualquiera que lea con atención la obra de M. Thiers reconocerá fácilmente que la revolución se extravió casi desde sus mismos principios. Sea la culpa de quien fuere, esto no debe ser imitado. Todo el que evoca las pasiones populares sera víctima de ellas, y no solo él sino también la patria. Pero hay otra razón más para que no se admita en revoluciones el principio de imitación. Cada pueblo tiene diferente espíritu, diferentes ideas, diversa   —122→   posición. Y así, aun cuando nada hubiese reprensible en la revolución francesa, no pudieran ser aplicables sus pasos a los que diese en otra nación. Por ejemplo, la aristocracia de aquel país en el antiguo régimen tenía poder político sin prendas para gobernar; tenía orgullo sin las cualidades que pudieran disculparlo. La revolución la echó por tierra. ¿Deberá hacerse lo mismo en otro país donde la aristocracia, sin atribuciones políticas, sin derechos feudales, sin ofender a nadie con su altivez ha sido la primera en saludar el estandarte de la libertad? No lo creemos.

Apenas comenzó la revolución de Francia comenzaron también las empresas para escribir su historia. Los más conocidos de estos frutos verdaderamente prematuros son la obra de Fantin des Odoards y la de Los dos de la libertad. Pero era necesaria una previsión, superior a la humana para dar a los sucesos coetáneos su verdadero valor y alcance, y más cuando en aquellos tiempos de tiranía democrática se guardaría bien un escritor público de no manifestarse sucesivamente poseído de las pasiones que dominaban en las diferentes épocas. M. Thiers describió la revolución cuando ya estaba concluida, a lo menos en su efecto más notable, que fue la efervescencia de las pasiones populares. La revolución francesa terminó en Bonaparte, así como la de Inglaterra en Cromwell. La describió sin pasión de ninguna especie, con la imparcialidad propia de un filósofo, y con la sagacidad de un hombre de estado que sabe mirar los sucesos desde un punto de vista general.

Poco tenemos que decir acerca de la Traducción anunciada en el Tiempo del 5 de Mayo de 1840. El Sr. Miñano ha dado ya pruebas en varios de sus escritos, de estilo fácil, correcto y puro; sus relaciones con el ilustre autor de la obra original le permitirán enriquecerla con notas, así biográficas como políticas, que suban de punto el interés de la traducción, mucho más cuando a ella se añadan las de las Historias del consulado y del imperio del mismo autor, que no tardarán en ver la luz pública.

Las notas políticas han de recaer sobre el espíritu mismo de la obra; y con ellas puede el traductor ser muy útil a sus conciudadanos, mostrándoles los verdaderos principios de la libertad política, compatible con el orden, cuya ignorancia dio motivo a la tendencia lamentable y anárquica que tomó la revolución francesa, y que tomarán todas las revoluciones políticas cuando se conviertan en sociales.

Las notas biográficas tienen también un interés de primer orden bajo el aspecto moral. En ellas podrá verse de qué manera las pasiones políticas alteran el carácter de los hombres. ¿Quién, por ejemplo, podría adivinar antes del hecho que Danton, instruido, de condición suave, amable, y bien admitido en la sociedad culta, sería el autor de los horribles asesinatos, conocidos con el nombre de septembrizaciones? ¿O que Bonaparte, exaltado patriota y mal visto después del Termidor, por sus relaciones con el hermano de Robespierre, hubiese de ser algún día el restaurador de las instituciones monárquicas en Francia?

Nos es permitido, pues, que esperemos en la traducción anunciada una obra útil e interesante en todos tiempos; pero mucho más en las circunstancias actuales de nuestra patria y cuando tanta necesidad tenemos de las lecciones de la historia. Nosotros nos proponemos estudiarla tomo a tomo, y dar cuenta a nuestros lectores de las ideas que nos sugiera su estudio.




ArribaAbajoTratado del derecho penal, por M. Rossi, traducido al castellano por D. Cayetano Cortés. Tomo I.- Madrid, 1839


ArribaAbajoArtículo I

Esta obra es una demostración práctica del giro grave y verdaderamente filosófico que toman los estudios en nuestro siglo, muy diferente del que seguían en el pasado, cuando la sutileza de ingenio era tenida por filosofía y el sofisma sentimental por   —123→   análisis. Una cadena de verdades, en las cuales no se equivocan los corolarios como principios, ni las aplicaciones accidentales como objeto primario de los sentimientos, hacen de este precioso libro una de las producciones más importantes de la época actual.

Antecédele una introducción en que se refiere el origen y las diversas vicisitudes del derecho penal: describe el estado en que se halla en el día, lo que le falta para su perfección, los obstáculos que se oponen a ella y los medios de removerlos.

Después de describir rápidamente la influencia política y moral que ejerce en los pueblos la administración de justicia, establece como primer principio que todo sistema penal debe tener por objeto la conservación del orden moral entre los hombres; porque este orden es el primero y último fin de todas las instituciones políticas y sociales; está grabado en los sentimientos universales de la humanidad, y es conforme a las nociones que tenemos de la Providencia divina, ya por la razón natural, ya por la revelación. Por consiguiente, toda teoría penal que se funde sobre la utilidad pública o privada, sobre el cálculo mal o bien hecho de intereses, de placeres y de dolores, es necesariamente manca e imperfecta, y puede conducir, y ha conducido efectivamente a errores lamentables. A la verdad, la justicia es útil a los hombres; pero no es justicia porque es útil, sino es útil porque conserva el orden moral, porque obedece a las relaciones inmutables del mundo intelectual. No tomemos como principio lo que solo es consecuencia. La civilización material con sus intereses y comodidades no es un fin; es, solamente un medio para perfeccionar la existencia moral del hombre.

Describe después las relaciones del sistema penal con la civilización de los pueblos, y bosqueja filosóficamente los diferentes caracteres que ha tenido en las diferentes épocas y diversos grados de cultura. En la infancia de las sociedades, dice, casi se confunde el derecho de castigar con el derecho de defensa personal, que es esencialmente individual, transitorio y bestial en su acción. La venganza se mezcla también con la penalidad en estas épocas...

Pero en el segundo grado de la civilización cuando empiezan a desvanecerse los sentimientos y pasiones personales y a establecerse ideas de orden público, el carácter dominante de la justicia fue la reparación, no la expiación: tratose principalmente de satisfacer a la parte agraviada. De aquí el sistema de las composiciones por dinero, según el cual se valúan aritméticamente las ofensas hechas a los sentimientos más dulces o la satisfacción de los más enérgicos y peligrosos del corazón humano. Pero a lo menos era conocido el gran principio de que la administración de la justicia pertenece al poder social.

Los progresos de la civilización hicieron conocer la necesidad de conservar la tranquilidad pública, que es la condición necesaria de todos los bienes que goza la sociedad. Entonces se miraron los delitos, y señaladamente los políticos, como otros tantos atentados más o menos graves del individuo contra la comunidad. Esta idea rompió necesariamente la relación natural entre el delito y la pena; porque el delincuente, considerado como enemigo de todos, oprimido por la ira universal, por el temor de que quedasen impunes los atentados contra la seguridad común, por la necesidad del sosiego y por el espíritu de venganza, no fue a los ojos del legislador un hombre que debía expiar su maldad, sino una víctima que había de sacrificarse para escarmiento de los demás. Era preciso defender la sociedad, y no se creyó inútil ninguna precaución que contribuyese a hacer más segura la defensa. En esta época fue, pues, la ley pena cruel y caprichosa; confundió el delito con el pecado; añadió a la crueldad de los castigos formas ridículas; creó delitos imaginarios; se complació en los suplicios; atormentada con la insuficiencia de los medios que tienen los hombres para descubrir el delito, llamó al cielo en su socorro, e inventó el duelo, los juicios de Dios y el tormento.

«A nosotros, dice Mr. Rossi, que vivimos en el seno de una civilización más adelantada y profundamente progresiva, nos es fácil condenar desdeñosamente estos actos de una justicia penal inculta y semibárbara todavía». Pero al mismo tiempo añade que en vez de hacer la crítica del derecho penal de la edad media, deberíamos aplicarnos a corregir el de nuestros días, en el cual hay muchas cosas que las luces del siglo no pueden tolerar. Con este motivo entra en el examen de la legislación   —124→   criminal de los ingleses; critica la profusión con que en ella se prodigan la pena de muerte, la de azotes, la de confiscación, la atrocidad del suplicio de los traidores y otros vestigios de la rusticidad antigua. «Sin embargo, dice nuestro autor, cuando Samuel Romilly propuso sustituir una forma de ejecución capital menos atroz, su proposición fue desechada por setenta y tres votos de ciento y trece. El pueblo inglés no es por eso menos del parecer de Romilly, y en 1820 lo probó cuando el suplicio de Thistlewood10. Ahora todos saben que la ley no será cumplida y que no podría serlo; pero los sabios del parlamento, esos hombres graves que creen formalmente haber dado una excelente razón cuando han dicho: «nolumus leges Angliæ mutari» (no queremos que se muden las leyes de Inglaterra), prefieren dejar al verdugo el cuidado de mirar en su país por la humanidad».

Examina después el derecho penal que actualmente rige en Francia, más humano y racional que el del antiguo régimen, pero que se resiente del carácter violento del poder imperial que creó nuevas bastillas y restauró la confiscación: censura la división de los actos punibles en crímenes, delitos y contravenciones, porque el código la deriva, no de la culpabilidad de la acción, sino de la pena que se le impone: critica la dureza de las penas contra los cómplices, contra los destructores de la propiedad del estado, y la teoría de la muerte civil, «principio tan razonable, dice, como puede serlo la idea de suponer que lo que existe no existe, que un vivo es un muerto». Igualmente nota los defectos de los códigos de Suiza y de Prusia. Pasa después al examen de los códigos de procedimientos de estos diversos países, y observa con un tino semejante al de Montesquieu las ventajas e inconvenientes de sus disposiciones. El resultado de esta digresión es la necesidad absoluta de poner en armonía el derecho penal con la actual civilización de los pueblos.

No cree sin embargo que puedan hacerse notables mejoras de este derecho en los estados sometidos al gobierno absoluto, porque bajo este régimen han de ceder al recelo y a las sospechas del poder todas las consideraciones de la justicia. Su estrella polar es su seguridad individual, y se cura poco de las relaciones eternas del mundo moral. Lo mismo dice de los gobiernos demagógicos y revolucionarios, en donde no hay más principio de conducta en legislación, en diplomacia, en administración que el interés del partido dominante.




ArribaAbajoArtículo II

Dimos cuenta de la introducción de este libro en el artículo anterior: pasemos ya al examen del cuerpo de la obra. El autor empieza por buscar el origen del derecho de castigar, que es la cuestión fundamental de la ciencia. Sin ella su trabajo solo pertenecería al arte o la profesión del jurisconsulto.

Las condiciones esenciales que la conciencia y la razón universal de los hombres exigen del castigo para tenerlo por justo son dos: primera, que sea merecido: segunda, que sea impuesto por el superior. El mal que se causa al delincuente debe ser expiación   —125→   del mal que el delincuente mismo causó. Todos creen justo volver pena por maldad. Pero nadie puede imponer pena sino por el superior. Nadie censura al padre que corrige con el castigo las travesuras de su hijo: sería mirado con horror el hijo que hiciese mal a su padre, aunque este fuese delincuente.

Si buscamos, pues, el origen del derecho de castigar, no creamos haberlo encontrado, si es incompatible con estas dos condiciones: mal merecido e impuesto por la autoridad legítima, o no está íntimamente enlazado con ellas.

Pasa después Mr. Rossi al examen de los sistemas inventados para establecer aquel origen, y los divide en dos clases: primera, de los que lo buscan en la idea de la justicia: segunda, de los que lo deducen de la idea de la utilidad.

A esta segunda clase pertenecen, según él, los que infieren el derecho de castigar ya del de la propia defensa que el individuo ha cedido al cuerpo social, ya del que cada ciudadano tiene sobre sí mismo y que en caso se ser delincuente entrega a la comunidad en consideración de las grandísimas ventajas que logra perteneciendo a ella, ya del derecho de defensa que el poder social legítimamente constituido adquiere como cuerpo moral, ya del derecho a la reparación del mal causado por el agresor, ya en fin, de los resultados útiles y aun necesarios a la sociedad que produce el ejercicio de la justicia.

Todos estos sistemas prescinden altamente del sentimiento y de la idea de lo justo: su basa es la utilidad: el bienestar, el interés, el placer. «Al ver, dice, un partidario del principio del interés caminar al cadalso a uno de sus semejantes, su idea dominante es la necesidad del suplicio de aquel infeliz, para que los que lo imponen puedan trabajar, dormir, andar, en una palabra, gozar sosegadamente y sin temor alguno».

Después de destruir con sólidas y victoriosas razones, tomadas de lo más seguro que hay en el hombre, a saber, sus sentimientos, divide la cuestión en dos partes: el interés individual y la utilidad general.

En el sistema del interés individual no puede definirse de qué parte está la superioridad, si de la del reo o la del poder. Claro es que el interés del primero es mucho mayor que el del segundo. Al magistrado y a la sociedad no importa mucho que el delincuente se escape del suplicio: para el delincuente el derecho de escaparse es el más sagrado, si el derecho estriba en el interés. Además en este sistema el hombre no comete maldades sino errores de cálculo, y se le castiga por haber omitido en su especulación algunos elementos necesarios. En el suplicio expía su falta de habilidad o de previsión, no su infracción contra el orden moral. No se supone pervertido su corazón, sino equivocados sus juicios. Es cierto que en toda mala acción hay un yerro; pero ¿de dónde procede este yerro? ¿De inadvertencia? ¿de ignorancia? No: procede del perverso hábito de considerar todas las cuestiones bajo el aspecto que halaga más nuestras pasiones desenfrenadas, y de prescindir altamente de todo motivo virtuoso. Se comete el delito porque el hombre arroja de sí, como moscas importunas, todas las inspiraciones de la virtud. Pero si la virtud no es más que un cálculo bien hecho de interés, ¿por qué es general en los hombres la noción del deber y del remordimiento? ¿Es un crimen tan grande equivocarse? ¿Siente remordimientos el comerciante que, por haber errado un guarismo en el presupuesto de una especulación, pierde en ella en lugar de ganar?

Tampoco puede sostenerse el principio de la utilidad general, esto es, del mayor bien posible del mayor número de ciudadanos, si por bien solo se entienden los intereses y placeres materiales. Este principio excluye, como el del interés individual, todo sentimiento de justicia, toda noción de orden moral, toda máxima superior a la existencia física del hombre. No hay entre ambos sistemas otra diferencia sino que en el primero la unidad, esto es, el individuo es todo, y en el segundo es nada, y solo se atiende al número. Pero el número crea fuerza, no derecho. De la teoría de la mayor utilidad del mayor número, cuyo representante es siempre el gobierno, han nacido las juntas de seguridad pública, los juzgados excepcionales, las comisiones extraordinarias y los tribunales revolucionarios, ¿Cuál ha sido el motivo o el pretexto de esas creaciones monstruosas erigidas por la injusticia para oprobio e ignorancia de la especie humana? El bien público, la salud del estado, la seguridad. Salus   —126→   populi suprema lex esto. No: primero debe perecer todo el género humano antes que un inocente suba al cadalso. Un juez inicuo condenó a muerte al santo de los santos proclamando la atroz máxima: conviene que muera uno por todo el pueblo. Esta proposición fue verdadera en otro sentido más alto, pero no en el que él la pronunció. Robespierre, el mismo que después proclamó la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, cuando se trató de asesinar a Luis XVI prescindió de todas las máximas de justicia universal, y se contrajo a este horrible entimema: su muerte es útil a la revolución: muera pues.

Hay alguna cosa superior a todos los intereses materiales de los hombres, y esta cosa es la justicia, que no puede estar fundada sobre el bienestar del mayor número. Aunque la esclavitud doméstica sea utilísima a la agricultura, a las artes, a los placeres, al bienestar del mayor número, ¿dejará por eso de ser la ignominia de los pueblos donde está vigente? ¿Dejará de clamar nuestro sentimiento interior, no es justo tratar a mi hermano como una bestia?

El número no es más que una fórmula, dice el Sr. Rossi, inventada para evitar la repetición de la unidad, y nada puede añadir al derecho de un individuo; por tanto el sistema de la utilidad del mayor número viene a reducirse siempre al sistema del interés individual. Pueden resultar de uno y otro combinaciones más o menos bien entendidas de intereses coincidentes, opuestos o diversos; pero nunca obligaciones ni derechos: estos han de derivarse de un principio más alto que el bienestar material. La utilidad general puede y debe poner límites al derecho penal; pero nunca servirle de principio.

En efecto, no todas las infracciones del orden moral, aunque dignas de expiación, pueden ni deben ser castigadas por el legislador. La justicia eterna se extiende a todos, pero la humana no: su jurisdicción es más corta y se limita al orden social de un estado. Por consiguiente la sanción legal solo debe recaer sobre los actos que son contrarios a este orden. En este sentido y solo en él puede decirse que la utilidad general sirve de límite a la autoridad del legislador y del magistrado; mas nunca puede servirle de base.

Toda acción pecaminosa ataca el orden moral; ni todas pueden ser averiguadas y descubiertas sino solo aquellas que dejan vestigios del tránsito de la maldad, ni todas tampoco ofenden el orden de la sociedad, cuya conservación está a cargo del poder legítimo. Pero ahora no se indagan los límites del derecho de castigar, sino su fundamento.

Pasa después a probar que este fundamento no puede ser el derecho de defensa, ni individual, ni colectiva. La defensa individual cesa por su misma naturaleza cuando cesa la agresión o su peligro, y entonces es precisamente cuando comienza la acción de la justicia. La defensa colectiva no puede ser sino contra los agresores futuros, y en este caso la justicia no miraría el castigo del delincuente sino como un simple medio de aterrar a los que propendiesen a imitarle: así la justicia carecería de moralidad; y como los crímenes más atroces son los que se cometen con menos frecuencia aun en el estado extralegal, debería imponerse menos pena al parricida que al asesino. Este segundo delito es más temible para la sociedad que el primero, porque hay más asesinos que parricidas.

Todos estos sistemas, que convierten la justicia en un mero instrumento político, la falsean y degradan.

Después de refutar el sistema que supone al hombre en el estado natural con derecho a castigar a otro hombre que cometa una maldad, y el del convenio o pacto en virtud del cual den los individuos al poder social aquel derecho, deduce el derecho de castigar de la existencia del orden moral que nos revelan a un mismo tiempo nuestros sentimientos, nuestra razón y nuestra conciencia, combinado con la libertad, y por consiguiente la responsabilidad del hombre. Si podemos ser inocentes o criminales, ha de haber una justicia que premie nuestras buenas acciones y castigue las malas.

Pero el hombre es sociable por su naturaleza. El estado social es una obligación y un derecho para él. Pero la sociedad se compone de tres elementos: ciudadanos, leyes, poder; o en otros términos, estado, orden, autoridad conservadora: tres cosas   —127→   todas justas, porque todas se derivan del sentimiento social innato en el hombre.

Ahora bien, las relaciones que crea el orden social o son entre un estado y otro, o entre un estado y los individuos que le componen, o entre los individuos mismos, y estas relaciones o son de hostilidad, o de auxilio, o de indiferencia. De aquí nacen el derecho de la guerra entre los estados, derivado del derecho de defensa; el derecho de castigar de un estado o del poder que lo conserva sobre sus individuos que le hostilicen; y el derecho de decidir entre sus individuos cuando no estén acordes unos con otros.

El derecho de castigar se deriva, pues, de la justicia eterna que premia la virtud y castiga la maldad, aplicada con las restricciones convenientes al orden social, cuya existencia y conservación son necesarias para la perfección del hombre.




ArribaAbajoArtículo III

Todos los pueblos y naciones, sea cual fuere su creencia y su forma de gobierno, han admitido sin discusión el principio de que el mal hecho a la sociedad debe ser castigado por el poder conservador de la misma sociedad. Esta máxima ha sido reconocida por la razón universal del género humano, con anterioridad a toda teoría, a todo sistema filosófico, político o administrativo, señal cierta de que está grabada en los ánimos de todos los hombres. Mr. Rossi ha tenido el mérito de buscar su origen donde realmente está, que es en los sentimientos innatos del corazón, descartando los erróneos y débiles fundamentos que quiso darle la falsa filosofía del siglo XVIII. Repetiremos en compendio los raciocinios de nuestro autor para dejar bien fijas las ideas en esta importante materia.

El hombre tiene el sentimiento innato de lo justo y de lo injusto: luego existe un orden moral.

El hombre es inteligente y libre: luego conoce cuando se conforma y cuando se aparta de las leyes del orden moral.

Una de estas leyes es que el mal debe ser expiado. El hombre la siente y la reconoce; sin ella no herirían los puñales del remordimiento.

El hombre es sociable: luego reconoce la existencia de la república aunque solo sea patriarcal o de familia; reconoce la existencia de las leyes, es decir, el orden social, y reconoce la existencia de la autoridad pública encargada de conservar el orden.

El orden social no es, pues, otra cosa que el orden moral aplicado a la república: toda infracción del orden social debe ser castigada: ¿por quién? por la autoridad encargada de sostenerlo. Existe, pues, en el poder social derecho de castigar a los delincuentes sin que sea necesario buscar el origen de este derecho ni en la utilidad pública, ni en el estado anterior a la sociedad, estado que nunca ha existido, ni en ninguna convención humana. Este derecho se deriva inmediatamente de esta ley del mundo moral: el mal debe ser expiado. Tal es la teoría que desenvuelve el autor en el primer libro de su obra.

En el segundo comienza, digámoslo así, la ciencia cuyos cimientos ha echado en el anterior, y trata del delito. Da este nombre a la infracción imputable, capaz de ser estimada por la justicia humana e inevitable sin la sanción penal, de un deber útil para la conservación del orden público, y cuyo cumplimiento tienen derecho de exigir la sociedad o sus individuos.

En esta definición la infracción de un deber es el género, y las demás circunstancias son la diferencia que caracteriza la cosa definida.

Toda acción contraria al orden moral es infracción de un deber para con Dios, para con nosotros mismos o para con nuestros semejantes. Todas estas infracciones son pecados, pero no todas son delitos. El hombre es responsable de todas ante la justicia divina; pero la jurisdicción de la humana tiene límites más estrechos, designados por las demás partes de la definición, excepto la imputabilidad, que también es necesaria para constituir el pecado.

  —128→  

Después explica cada una de estas circunstancias. La primera es que la infracción del deber pueda ser estimada por la justicia humana; esto es: que el legislador antes de colocar una acción inmoral en el catálogo de los delitos ha de formar idea exacta del mal que se hace con ella a la sociedad, y compararle con los inconvenientes que puede producir su castigo. «Si los legisladores, dice Rossi, hubiesen tenido siempre presente esta... condición del delito social, no existirían muchas leyes en los anales del derecho criminal; entre otras no se encontrarían ciertas leyes relativas al desafío». Se ve, pues, que se adopta el principio de la necesidad y de la conveniencia; mas no para dar un fundamento, sino para señalar un límite al derecho de castigar. La justicia del hombre no puede tener tanta extensión como la del cielo, y debe terminarse donde cese la utilidad. Mas nunca puede recaer sino sobre acciones contrarias al orden moral: orden cuya existencia se niega en el sistema de los intereses materiales.

No ha de haber otro medio para evitar la infracción sino la sanción penal. Deberán, pues, excluirse del código penal las acciones reprensibles sometidas a la sanción natural como la intemperancia, o a la sanción religiosa como los malos pensamientos consentidos; las que el gobierno puede impedir por medidas gubernativas, como la mendiguez voluntaria; las que puede reparar la justicia civil, como la denegación de una deuda.

El deber infringido ha de ser útil para la conservación del orden público; pues esta utilidad designa el límite donde se separa el delito propiamente dicho de la inmoralidad. Aunque todo acto ilícito no deja de producir siempre algún daño a la sociedad, a veces es este daño tan corto que sería mayor el que produciría la aplicación de la pena. El legislador criminal no defiende el orden moral del universo, sino el orden público de la sociedad: es menester no olvidar en ningún caso esta distinción.

El deber violado ha de ser exigible o requerible, es decir; su violación ha de ser lesión de un derecho. Así la infracción de los deberes para con Dios o para consigo mismo no pertenece a la jurisdicción de la justicia humana. Los deberes religiosos infringidos no se colocan en la clase de los delitos, sino cuando comprometen el orden social; en este caso tiene derecho la sociedad a exigir el cumplimiento de aquellos deberes.

En fin, el derecho violado ha de pertenecer al cuerpo social o a sus individuos. De aquí nace la distinción de los delitos públicos y privados, que se deriva de la misma naturaleza de las cosas.

Nos hemos detenido tanto en las dos cuestiones del origen del derecho de castigar y de la esencia del delito, porque son capitales en la ciencia de la legislación criminal. La primera nos hace conocer la legitimidad de la justicia humana: la segunda los límites de su acción.

El resto de este primer tomo, aunque de suma utilidad para el legislador y jurisconsulto, no presenta un campo tan vasto al filósofo, aunque siempre llama la atención la sagacidad con que analiza nuestro sabio escritor todas las materias que trata.

En los capítulos siguientes de este segundo libro trata del mal producido por el delito y de la imputabilidad.

Mr. Rossi divide el mal en físico, moral y mixto. El primero no constituye delito. El hijo, que mata a su padre por casualidad y sin querer, no es parricida. Tampoco puede la justicia humana conocer de los actos que producen solo un mal moral; y el autor reserva para cuando trate de los actos internos y preparatorios la cuestión del que ha tomado una resolución criminal, persiste en ella y está próximo a ponerla en ejecución.

El mal mixto de moral y físico que el hombre se haga a sí mismo, como el suicidio y la mutilación, no pertenece tampoco a la jurisdicción humana, sino en el caso de que le haya hecho con intención de negarse a un servicio que la sociedad tiene derecho a exigir de él, como el soldado que se mutila por inutilizarse para la milicia.

Cuando el mal físico de la acción inmoral recae sobre otro individuo, es menester valuarle. Aquí entra el autor en una análisis larga y difícil en que nos es imposible seguirle, y de la cual resulta la división que hace de los delitos en cuatro clases, a saber: contra las personas, contra el cuerpo social, contra la propiedad privada,   —129→   contra la propiedad pública, y su subdivisión según la naturaleza de los bienes que atacan.

En los últimos capítulos trata de la imputabilidad, la cual se deriva de la moralidad del agente, esto es, de su inteligencia y de su libertad, y se agrava según el conocimiento que tenga de la ley moral, de la ley positiva, y según las circunstancias del hecho anuncien menos provocación y más reflexión para cometer el crimen.






ArribaAbajoTomo II


ArribaAbajoArtículo I

Este segundo tomo contiene la conclusión del libro II en que se trata del delito; el libro III que habla de las penas, y el IV y último donde se examina la naturaleza y caracteres de la ley penal.

En el tomo anterior se explicó la definición del delito por sus cualidades esenciales, su división en clases y su imputabilidad. Este comienza explicando los medios de justificación y disculpa la varia naturaleza de los actos que constituyen el delito, y de la participación en él: grandes y difíciles cuestiones, tanto en la teoría como en la práctica del derecho penal; pero que nosotros no podemos hacer más que indicar, dando, aunque imperfectamente, a conocer a nuestros lectores una obra tan importante.

Se justifica un acto, criminal en la apariencia cuando el agente al tiempo de cometerlo se halla en un estado tal que destruye toda su moralidad. Se disculpa cuando el estado en que se halla el agente le hace acreedor a la mitigación o a la exención absoluta de la pena legal. La justificación declara inocente al que obró el acto, como sucede al que mata a otro en defensa justa de su propia vida. La disculpa disminuye o aniquila la pena; mas no establece la inocencia moral del reo.

Las causas que justifican o disculpan el acto dañoso son: primera, la legitimidad del hecho: segunda, la ignorancia: tercera, el error: cuarta, la violencia. La causa de legitimidad justifica los actos del soldado, del agente de policía, del ministro de justicia que cumplen las órdenes legales de sus superiores y llenan un deber.

Pero ¿deben obedecerse sin excepción alguna todas las órdenes del superior? Esta es la gran cuestión de la obediencia pasiva, de que tanto se han valido las pasiones políticas en un extremo para afirmar el despotismo del poder, en otro para debilitar los vínculos del orden público.

M. Rossi demuestra que un inferior, por serlo no renuncia al sentido común, y que hay casos en que obedecer la orden del jefe sería renegar la inteligencia, como por ejemplo, si el coronel mandase al soldado matar a un niño de pecho que está durmiendo. La doctrina de la obediencia pasiva es, pues, incomprensible en moral. Es también absurda en la práctica; pues de ella se inferiría que el soldado puede asesinar al rey, si se lo manda su cabo de escuadra.

Distingue el autor tres órdenes de hechos: primero, los mandados por la ley aunque sea inicua; el ciudadano que la cumple no queda expuesto a responsabilidad penal: segundo, las formas que la ley establece para su cumplimiento; el inferior no es responsable cuando se le manda según dichas formas: tercero, los actos que la ley ha dejado a la libre voluntad del superior. Si este en casos de esta especie manda una cosa evidentemente criminal, el inferior que le obedezca tiene participación en el delito.

M. Rossi no se hace cargo de un argumento acaso el más fuerte que pueden objetar los defensores de la obediencia pasiva, y es: que «si el inferior se constituye juez de la legitimidad del acto que se le ha mandado, podrá a veces, por error o malicia, suponer ilegítimo lo que no lo es». Este argumento que milita con mucha razón en todas las ocasiones en que el ciudadano quiere constituirse a sí mismo acusador,   —130→   juez y verdugo, no tiene fuerza alguna en el caso presente. Su obediencia o desobediencia han de ser juzgadas primero en el tribunal de su conciencia, y después en el de la justicia humana. Ni ante el uno ni ante el otro podrá disculpar su inobediencia con el pretexto de que la orden fue inmoral, si efectivamente no lo fue.

Después de examinar y distinguir los efectos de la ignorancia, del error y de la violencia en la justificación o disculpa de las acciones humanas, pasa a analizar los diferentes actos que constituyen el delito. Su principio fundamental es este: la justicia humana no puede castigar sino cuando infiera con certidumbre moral de los actos exteriores la resolución interior de cometer el crimen. Solo entonces puede imputar el hecho criminal.

Empieza por distinguir los actos internos de los externos, y entre los externos los actos preparatorios de los de ejecución. En fin, la ejecución puede ser suspendida o frustrada.

En cuanto a los actos internos no pueden estar sometidos a la ley penal por la imposibilidad de conocerlos, mientras no los revele algún acto exterior. Por más probable que parezca, en circunstancias dadas, que se ha tomado la resolución de cometer el crimen, no puede existir ni la certidumbre moral ni la legal, porque no existe ningún acto externo de donde pueda inferirse.

Llámanse actos preparatorios del delito aquellos con los cuales el delincuente se pone en estado de hacer su obra de iniquidad; pero sin haberla comenzado todavía. Estos actos pueden ser o inocentes en sí mismos, o constituir otro nuevo delito; pero de ningún modo revelan la resolución de cometer el que con ellos se prepara. Se ha comprado el veneno: se ha echado en el vaso. Hasta ahora no se ha infringido ningún derecho: hasta ahora no se ha empezado la acción de envenenar. Luego los actos preparatorios no pueden ser castigados por la ley penal, y solo tiene la sociedad el derecho de aplicar las medidas preventivas de policía, si las encuentra capaces de prevenir el delito que los actos preparatorios pueden hacer que se tema o se sospeche. Solo pueden someterse algunos de estos actos que tienen una relación más íntima con el delito a la justicia criminal, imponiendo al acusador la obligación de probar por otros medios que existía la resolución de cometerlo. Las propuestas aceptadas o no aceptadas de cometer un crimen, las tramas culpables conocidas por palabras o por escritos están en este caso; pues por más relación que tengan con el acto criminal, no lo comienzan, sino lo preparan.

Actos de ejecución son aquellos en que empieza ya a atacarse un derecho. El vaso de veneno se presenta a la víctima: bébalo, o no hay tentativa de delito: ha comenzado el acto criminal y revela la intención del agente. Bébese el veneno y produce su efecto: he aquí el crimen consumado. El veneno no produce su efecto o no es bebido: he aquí el crimen frustrado. El envenenador antes de que se beba, movido de la piedad o del remordimiento o del temor, declara la traición e impide que se consume la catástrofe: he aquí el delito suspendido.

M. Rossi opina que la pena correspondiente a los actos sucesivos de ejecución debe ser correspondiente a la gravedad de ellos, esto es, tanto mayor cuanto más se acerquen a la consumación; pero, siempre menor que la del delito consumado. El delito suspendido por la acción voluntaria del actor no es ya delito, y no debe castigarse. Los actos ya ejecutados podrán ser delitos de otra clase y merecer castigo; pero no el que corresponde al delito que se quería cometer: en fin, el delito frustrado parece que merecería la misma pena que el consumado; pero «válgale también, dice el autor, al delincuente la buena fortuna de su víctima». Fúndase en que el reo en este caso no tiene que expiar los goces criminales que esperaba de su delito, y en que los hombres son muy indulgentes con el que no logró el mal que deseaba hacer.

Ninguna de estas razones nos parecen fuertes. Esa indulgencia no es moral; solo es producida por la alegría de que la víctima se hubiese salvado; y cuando los hombres están alegres no son muy severos. La expiación no recae ni debe recaer sobre los goces criminales mezclados siempre de angustias, que son su expiación en esta vida, sino sobre la infracción del orden moral que debe ser restablecido por la pena. Disparé   —131→   mi escopeta contra otro hombre a quien deseaba matar; el tiro no salió o se erró: tan homicida soy como si hubiera atravesado el corazón a mi enemigo.

Concluye este capítulo con la participación en el delito, la cual divide en codelincuencia (voz que será necesario admitir en nuestra legislación criminal) y complicidad, y censura los códigos que han confundido en una sola estas dos especies de participación.

Llama codelincuentes a todos los que han sido autores de la resolución criminal o de su ejecución. Establece, pues, tres clases de codelincuencia: los provocadores directos del delito que han sido autores de la resolución sin tomar parte en la ejecución; los que sin haber cooperado a la resolución han tomado voluntariamente parte en la ejecución, y los que han cooperado a la resolución y a la ejecución, llamados comúnmente autores principales. Cómplices son los que, sin ser autores de la resolución ni de la ejecución, han ayudado a una o a otra, o a ambas, física y moralmente. El autor señala con mucha exactitud el grado de responsabilidad que compete a cada clase de delincuencia o de complicidad.

Es excusado decir que nuestro autor refiere las muchas y variadas cuestiones que presenta su obra a los principios generales que sentó en el tomo I y que ya hemos expuesto. De ellos deduce todas sus conclusiones; y solo por haberlos visto mal aplicados, a nuestro parecer, nos hemos separado de la opinión de M. Rossi en la cuestión del delito frustrado.




ArribaAbajoArtículo II

El libro III de esta obra explica la naturaleza, efectos y cualidades de la pena. Después de su definición, el mal causado por el poder social al perpetrador de un delito, pasa el autor a explicar su fin. Este es el cumplimiento de la justicia social, la conservación del orden público. Cualquiera otro fin que se atribuya a la justicia humana en la imposición de la pena es secundario. Las tres condiciones esenciales de la pena legal son: primera, que castigue el mal con el mal: segunda, que castigue solamente al autor del delito: tercera, que lo castigue en proporción del derecho violado.

Son efectos de la pena la instrucción y el temor. Instruye a toda la sociedad, porque manifiesta inmediata e imperativamente las leyes del orden moral relativamente a sus aplicaciones al orden público. Aterra, ya al mismo delincuente, ya a los que se hallasen inclinados a imitarle. Previene, pues, los delitos, porque obliga a los hombres a estudiar y respetar el orden moral, y porque aterra a los que no quieren instruirse o tienen una perversidad superior a la instrucción.

Se ve, pues, que la utilidad de la pena es un corolario, no un principio de su esencia. El autor cita la enmienda del delincuente como un efecto más deseable que seguro del castigo. Con este motivo se extiende acerca del sistema penitencial de las cárceles, que hasta ahora, según M. Rossi, no ha producido resultados satisfactorios.

Otros efectos de la pena son: el sentimiento de seguridad que da al cuerpo social, y la satisfacción de la conciencia pública ofendida por el delito. Esta satisfacción procede del deseo del bien y de la conservación del orden que es general a todos los individuos de la sociedad.

Pasa después a la gran cuestión de la proporción entre la pena y el delito. Reconoce la imposibilidad de resolverla por el simple raciocinio, porque en las ciencias morales no hay un tipo, no hay una unidad como en las Matemáticas. Serían necesarios tres datos que no existen: primero, la ecuación entre un delito dado y su pena: segundo, la escala de relación de los delitos: tercero, la de las penas.

Recurre, pues, a la conciencia del género humano para aproximarse en cuanto sea posible a la verdad. «La relación, dice, que percibimos entre el mal moral y el padecimiento de su autor... en cada caso particular son hechos de conciencia, verdades sentidas e irrecusables» de intuición, como las llama más arriba. Por consiguiente aconseja al legislador que en esta parte procure estudiar el espíritu de la nación,   —132→   la historia del país, la estadística de las causas criminales para no contrariar la conciencia pública que siempre es el resultado de estos principios: primero, la mayor o menor energía del impulso criminal que varia según el grado de civilización: segundo, la mayor o menor probabilidad de que se cometa el delito: tercero, la gravedad del mal producido por él: cuarto, el peligro en que pone a la sociedad y el temor que inspira.

Las cualidades de la pena deben ser las siguientes:

Personales, esto es, deben recaer solamente sobre el autor del delito. Es verdad que toda pena produce efectos perniciosos a víctimas inocentes. Un reo condenado al último suplicio puede dejar en el desamparo a su mujer y a sus hijos. Pero no es la ley la que quiere este mal indirecto, sino el delincuente cuando se arrojó a cometer un crimen merecedor de aquella pena.

Morales, es decir, aquellas que no despierten pasiones en otros hombres, como la confiscación; ni se opongan a la enmienda posible del delincuente, como las infamantes.

Divisibles en cuanto sea posible para poder atender a las circunstancias atenuantes y agravantes, y al mayor o menor grado de la sensibilidad del reo.

Reparables o remisibles para el caso de la reposición de la sentencia o del uso del derecho de clemencia.

Instructivas y satisfactorias, esto es, deben tener analogía con la naturaleza del delito. Mas esta relación ha de ser intrínseca como la privación de derechos políticos al que ha usurpado cargos públicos, o la multa al reo de estafas; mas no material como sería quemar al incendiario, o dar veneno al emponzoñador.

Ejemplares, esto es, públicas, solemnes y que produzcan en el delincuente un mal que aterre a los que quisieran imitarle.

En fin, correctivas o capaces de producir la enmienda del reo o por temor o por convicción.

De estas cualidades las más esenciales a la pena son que sea personal, moral y ejemplar; porque por ellas se restablece el orden moral que violó el delito. Las otras condiciones son propias para corregir en muchos casos la falibilidad de la justicia humana, o para otros fines útiles a la sociedad.

Es llegado ya el caso de examinar las diferentes especies de penas contenidas en los códigos, y empieza M. Rossi por el examen de la pena capital.

Ante todas cosas debe averiguarse si es legítima, esto es, si el poder social tiene derecho de imponerla. El argumento de M. Rossi a favor de este derecho no tiene réplica. Esta pena ha sido impuesta por todos los legisladores; está escrita en todos los códigos, y se ha aplicado en todas las naciones. Ahora bien: todo el género humano puede haber estado equivocado y estarlo aun sobre una cuestión de física y de astronomía, no sobre un hecho de conciencia. El sentimiento universal de los hombres en sociedad da a esta el derecho de exterminar al parricida, al asesino, al envenenador. Nada puede oponerse contra este hecho que prueba el derecho por ser producto de la conciencia humana.

Vengamos al raciocinio. La vida, como todos los demás bienes del hombre, puede ser objeto de la penalidad, siempre que ofrezca materia a la expiación, es decir, siempre que conserve analogía y proporción con el delito. El padre de familias, que mata a un hombre por defender la vida de su hijo o el honor de su mujer, cumple una obligación. La justicia social cumple la suya, cuando impone la pena merecida por el delincuente, y no tiene otro medio de defender la sociedad.

No por eso niega el autor cuán grande abuso se ha hecho y cuánto se abusa aún de la pena capital. Desea como nadie que se borre de los códigos; pero antes se necesita que los progresos de la civilización moral de los pueblos hagan muy raros los crímenes que está destinada a castigar y prevenir.

Viniendo a las cualidades de esta pena se ve que es personal y ejemplar por el terror que inspira. En cuanto a su moralidad puede excitar pasiones muy funestas cuando se aplica mal. La pena capital impuesta al robo sin asesinato multiplica los asesinatos y disminuye los procesos de robo. El salteador, a quien la ley avisa que nada gana con respetar la vida del robado, tiene un fuerte incentivo para exterminar el   —133→   testigo de su crimen. Impuesta la misma pena a los delitos puramente políticos, da un grande impulso a la calumnia, a los furores de los partidos, a los aduladores del poder. M. Rossi cree que cuando un delito político no se complica con el asesinato, el robo y el incendio o algún otro crimen de una categoría diferente, no debe imponérsele el último suplicio. Esta opinión, contraria a la de Beccaria, que solo admite la pena capital en los delitos de estado, prueba la diversidad de principios de ambos publicistas. El primero se funda en la conciencia pública menos vulnerada por los crímenes políticos que por el asesinato, el incendio y el veneno. El segundo en la utilidad del orden político establecido. La pena capital es el máximo de las penas, y solo debe aplicarse a los más graves atentados contra la moral, y en los casos en que la sociedad exige la mayor represión posible.

La pena de muerte demasiado prodigada, mucho más si la precede mutilación u otro tormento, o si es lenta y terriblemente dolorosa, hace las naciones bárbaras y sanguinarias porque se acostumbran al espectáculo de ver sufrir al hombre. También producen otro efecto moral sumamente pernicioso, y es la impunidad de los delitos. Nadie se atreve a declarar, ni a acusar, ni a condenar cuando el resultado ha de ser llevar al delincuente al cadalso por un delito que la conciencia pública no cree merecedor de tanta pena.

No sucede lo mismo cuando la pena capital se impone por grandes atentados contra la humanidad. En estos casos es menester reprimir más bien que excitar la indignación del público, de los testigos y de los jueces. Entonces es la pena eminentemente ejemplar, y no pocas veces reconoce su justicia el mismo infeliz que ha de sufrirla. Cuando el delito está bien probado, el suplicio es merecido, y si se impone la pena de muerte pronto y sin crueldad, la sensación de terror saludable que experimentan todos es solemne y utilísima.

No siendo reparable ni remisible la pena de muerte, opina el autor que ninguna sentencia capital debería ejecutarse sin la previa revisión del poder que tenga la prerrogativa del derecho de clemencia.

Las demás penas corporales inferiores a la de muerte son inmorales. La intensidad de muchas de ellas depende del verdugo. Y en general imposibilitan en una nación bien morigerada, o cuando menos instruida y dotada del sentimiento del honor, la enmienda del delincuente, que ya estigmatizado por la ley, no podrá encontrar ni alivio ni trabajo, ni amor, ni amistad sino en hombres tan inmorales como él. La misma observación hace M. Rossi sobre las penas infamantes.

Pero contra estas hace otra objeción todavía más fuerte. El poder social no puede disponer del espíritu público para infringirlo como pena. La opinión que de un hombre formen sus conciudadanos no depende ni de la ley ni de la sentencia del juez; depende solo del juicio que formen de sus acciones y costumbres. La pena infamante está de más cuando el delito es de aquellos que suponen un alma bajamente inmoral, como el hurto, el daño hecho alevosamente, el falso testimonio, la calumnia. La pena infamante no produce su efecto cuando el delito inspira más horror e indignación que desprecio, o es producido por la exaltación de pasiones no reprimidas.

Trata después del encarcelamiento, que es la pena por excelencia en las naciones civilizadas; pues priva del bien de la libertad que es el mayor de los sociales. El autor entra en este capítulo en una larga discusión acerca del sistema penitencial de las cárceles, y expone excelentes ideas sobre esta materia, que actualmente llama la atención de todos los publicistas y filósofos.

Restan la multa y el destierro en sus diferentes especies. Proscribe muy justamente la confiscación y las multas exorbitantes que se acerquen a ella. Censura las multas que son parte alicuota del capital, poco onerosas para los muy ricos, y graves para los que son menos; y concluye a favor del establecimiento de un máximo y de un mínimo, y de la disminución de las multas por infracciones pequeñas. «Estas multas, dice, no deben ser penas, sino avisos».

La locomoción o la translación obligada del delincuente de un punto a otro la cree muy oportuna para los delitos puramente políticos, porque esta pena tiene analogía con el impulso criminal, esto es, con la ambición, y asegura la sociedad contra la turbulencia ulterior del delincuente.



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ArribaAbajoArtículo III

El cuarto y último libro de este tratado habla de la ley penal, su necesidad, formación y composición.

La justicia humana no castiga todos los actos inmorales, sino solo aquellos que infringen derechos exigibles y que no pueden sostenerse de otra manera sino por la ley penal. El derecho de castigar se funda en dos elementos, el delito y la necesidad de castigarlo. El primer elemento es conocido, fijo o invariable: el segundo puede admitir modificaciones. La ley penal es, pues, variable por su esencia misma; pues depende de la situación moral y de las circunstancias en que se halla la sociedad.

No hay cosa más inocente que pasearse de noche; pero el que prevea que por las circunstancias particulares de la ciudad su salida a aquellas horas ha de producir desórdenes, cometerá un acto inmoral, si a pesar de su convicción se pasea. Pero ¿podrá castigarle el poder social por aquella inmoralidad? No, si no existe una ley que lo prohíba; porque podrá responder, con verdad o sin ella: yo creía hacer una acción inocente. Y ¿quién le probará lo contrario no existiendo otro testigo que su conciencia individual?

Mas: aun cuando la inmoralidad del acto sea notoria y no pueda tergiversarse podrá decir el delincuente, si no hay ley: es verdad que he obrado mal; pero no creí hacer un gran daño a la sociedad, pues no ha prohibido esta acción. Y ¿quién lo probará que miente? M. Rossi añade a estos argumentos, que no tienen réplica, el del carácter preventivo que tiene la ley penal, para probar la necesidad de comprender en ella todos los delitos, especificando sus penas; y deduce el principio conservador a un mismo tiempo de la moral, del orden y de la libertad; a nadie debe castigarse sino por actos previstos en la ley. La equidad natural de los jueces y magistrados era buena para los tiempos primitivos de la civilización, en los cuales la única garantía era la probidad personal del que juzgaba y sentenciaba. Entonces no había leyes, sino usos: entonces se seguía en las sentencias el impulso de la conciencia pública, bien o mal interpretada. Ya hemos salido de aquellos rudimentos: ya es necesario que los oráculos de la conciencia los dé el legislador, y que sean explícitos, claros y terminantes.

Mas no por eso se crea que si es necesaria la promulgación de la ley que declara el delito, lo es igualmente la determinación de la cantidad fija de pena que debe imponérsele. «Los que así piensan, dice el autor, han hecho de cada ley un lecho de Procusto, donde tiene que acomodarse de grado o por fuerza cada caso particular». Es necesario que el legislador deje al juez la latitud competente, dentro de ciertos límites, en la especie de pena que corresponda a cada delito. Esta debe a la verdad designarse en la ley: porque ¿quién sin estremecerse dejaría al juez la facultad de elegir entre la pena de muerte y la de encarcelamiento, entre la deportación y la multa? Pero en las penas divisibles, señalados el máximo y el mínimo de ellas, puede y debe dejarse al magistrado la elección de la cantidad para ocurrir a los diversos casos y circunstancias que la ley no ha podido prever.

Examina después quién debe ser el legislador penal, y no duda en decidirse por los congresos representativos. En cierto grado de civilización podría un hombre instruido, independiente y de probidad formar buenas leyes civiles. La teoría de las obligaciones y derechos se funda en principios fijos e invariables, fáciles de aplicar a las nuevas combinaciones de intereses que sean creados por la sociedad. No así la ley penal, fundada en dos hechos, la conciencia y las necesidades sociales.

En cuanto al principio moral, atacado por el delito, corre tanto más riesgo de ser adulterado por las pasiones humanas, cuanto más se separe su examen de la conciencia pública y se reduzca a la individual. Pero prescíndase del peligro de las pasiones: supóngase al individuo, a quien se da el cargo de legislador, inaccesible a todo afecto que no sea el de la justicia: se caerá siempre en el inconveniente de introducir en la legislación penal del espíritu de sistema que pondrá sus conclusiones facticias en lugar de inspiraciones comunes de lo bueno y de lo justo. Un sectario del sistema de la utilidad solo calculará el mal material de las acciones. El que esté persuadido de la gran importancia del comercio   —135→   y de la industria para los progresos físicos y morales del hombre, dará una gravedad moral exagerada a los crímenes de falsificación, piratería y fabricación de falsa moneda. El que es muy religioso, traspasará probablemente los límites de la sociedad para invadir el territorio de las conciencias, y castigará los actos inmorales aunque no tenga el orden público necesidad de castigarlos. «Escójase, añade, al contrario un hombre de la escuela del siglo XVIII, y muy probablemente la religión se arrastrará cautiva a los pies de una política invasora, o a lo menos el culto exterior y sus ministros estarán faltos de protección». Esto en cuanto a la moralidad de la ley penal.

Y en cuanto a su necesidad ¿dónde está el hombre de estado, el filósofo profundo, el erudito laborioso que pueda jactarse de conocer todas las exigencias sociales, todos los hechos que las revelan, todos los sucesos que las demuestran, mucho más cuando estas exigencias son por su naturaleza variables? Para conocer el verdadero estado moral de la sociedad, que es uno de los dos elementos esenciales de la ley penal, es necesario el examen y la confrontación de muchos testimonios diferentes; y ni uno ni otro puede conseguirse sino en una asamblea legislativa suficientemente numerosa.

Después de explicar quién debe ser el legislador, pasa a explicar cómo debe hacerse la ley, y examina en primer lugar la cuestión de la codificación, esto es, si conviene para reformar la legislación penal formar un código completo de una vez, anulando todas las leyes anteriores, o bien hacer la reforma por medio de leyes parciales y sucesivas. El autor se decide por este segundo método, y solo cree aplicable el primero en un país falto de leyes penales, o cuya legislación criminal se creyese muy mala.

Pero si parte de la legislación es buena, sería un desatino derribar lo que existe, lo que ya está identificado con las ideas y costumbres del pueblo, solo por el gusto de formar un edificio de nueva planta, cuya base sea un sistema, y por consiguiente dé ocasión a graves errores, aun prescindiendo del notable daño de obligar a los jueces y abogados a estudiar una jurisprudencia nueva. Cuando se corrige una mala ley se alteran respecto a los casos que a ella se refieren, las doctrinas de los letrados: esto es fácil, y ningún jurisperito se quejará de ello. Pero altérese toda la legislación, aun en la parte que tiene buena, y habrán de aprender de nuevo su oficio.

Añádase a esto la dificultad, o por mejor decir, imposibilidad de que un Congreso legislativo concurra verdaderamente a formar un código entero. Una ley puede ser discutida, examinada bajo todos sus aspectos y votada en conciencia con conocimiento de causa. Un código no se adoptará nunca sino por un voto de confianza concedido al redactor y a la comisión.

Además, si el código civil puede hasta cierto punto ser eterno e inmutable, no así el código penal, sometido a las exigencias y necesidades sociales, esencialmente variables. En el concepto de hacer inmutable la obra, «son, dice, dos absurdos del mismo género un código y un diccionario de la academia». Confesamos que no hemos entendido bien esta comparación de M. Rossi. Es posible que el redactor de un código piense en hacer una obra muy duradera. Es una autoridad legítima; y sus decisiones tienen fuerza de ley, mientras no haya otra autoridad semejante que las derogue. No tienen ese carácter los diccionarios de las lenguas. Los cuerpos sabios que los publican consignan en ellos las decisiones del uso actual: «Quem penes arbitrium est, et jus et norma loquendi» y por consiguiente reconocen la autoridad superior del uso, la proclaman y son, por decirlo así, su poder ejecutivo. ¿Llega a desusarse o perderse una voz, corriente antes y admitida en el lenguaje? El diccionario advierte a los que quieran hablar bien el idioma, que aquella voz es desusada ya, o está anticuada. ¿Introdúcese en el lenguaje y en el uso de los escritores instruidos alguna palabra nueva? El diccionario la inserta, y explica su valor. ¿Se muda la significación de un vocablo? El diccionario lo avisa. Parécenos que es imposible a los diccionarios aspirar a la inmortalidad. No conocemos, pues, qué relación o semejanza tiene un libro sometido esencialmente al uso, la cosa más variable y caprichosa que hay entre los hombres, con un código cuya anulación no puede ser efecto sino del ejercicio posterior de la autoridad legislativa. Tampoco entendemos cómo puede ser ridículo el diccionario de un idioma. Por mal hecho que esté, siempre será necesario para los que quieran aprender aquella lengua, y utilísimo cuando menos para los que la sepan. Es verdad que solo dice que es ridículo en cuanto aspire a la inmutabilidad. Pero ¿cuál es el diccionario que tiene esa pretensión?

  —136→  

Los dos últimos capítulos de la obra explican lo que debe contener la ley penal, y cómo debe redactarse y componerse; cuál debe ser la latitud concedida al juez; cuándo conviene definir los delitos; cuándo no, y cómo deben redactarse los artículos relativos a la participación en el delito, a las circunstancias atenuantes y agravantes, justificación y disculpa.

No nos atrevemos a decir que hemos dado una completa descripción de esta excelente obra; pero sí que lo hemos procurado. Nuestra costumbre, cuando tenemos que dar cuenta de los libros de esta clase, es estudiarlos, meditarlos y escribir los pensamientos que ha dejado en nuestra alma. Otros seguramente harán mejor este estudio; pero a lo menos no será inútil indicarles nuestras ideas, que podrán después comparar con las suyas.






ArribaAbajoLibro de los niños, por D. Francisco Martínez de la Rosa.- Madrid, 1839

In tenui labor; at tenuis non gloria.



El cantor, dotado de una voz de grande alcance, hace mayor esfuerzo cuando tiene que reprimirla que cuando la desplega en toda su extensión. El insigne poeta, que supo conmover los más íntimos senos del corazón con los acentos lamentables de Edipo y con las heroicas calamidades de Zaragoza: el ilustre orador que ha ennoblecido la tribuna española con su varonil e independiente elocuencia: el sabio publicista, que ha examinado y expuesto las necesidades y tendencia de la época actual, abandona ahora el puñal de Melpómene, la lira de Píndaro, el punzón de Tulio y la pluma de Montesquieu, y reduce las dimensiones de su inteligencia a la estrecha capacidad de los niños, a quienes habla y a quines hace hablar, y la reduce con la envidiable facilidad que es el carácter distintivo de sus obras. Estamos persuadidos a que ninguna le habrá costado tanto trabajo como esta. Es fácil al que está dotado de genio poético elevar el tono a la altura de su imaginación: es fácil al hombre instruido y versado en las discusiones políticas y filosóficas, adoptar el giro, ya lógico, ya oratorio, que corresponda a la situación y al pensamiento. Sabe que habla a hombres, y que le han de entender. Pero expresar ideas morales y religiosas, es decir, de un orden altísimo, de manera que se hagan inteligibles a la tierna razón de los niños, y que estos puedan percibirlas por sentimiento, más bien que por raciocinio, es obra harto difícil, y que supone en el que la emprende y la desempeña debidamente un grande conocimiento del instinto moral del hombre, única facultad desenvuelta en la edad para la cual escribe.

La prosa y los versos contenidos en este librito, sin dejar de tener la dignidad correspondiente a sus argumentos, están dotados de la sencilla ingenuidad que es propia de la infancia. Pero dentro de este círculo tan estrecho, se descubren bellezas, capaces de ser sentidas por los mismos niños y de indicarles las ideas del buen gusto al mismo tiempo que las de la virtud; ideas que están más enlazadas entre sí de lo que generalmente se cree. Pueden servirnos de ejemplo algunos de sus proverbios, como este:


Dios al bravo mar enfrena
Con muro de leve arena.



Los epítetos bravo y leve forman un contraste que será fácil hacer conocer al niño de menor capacidad. Lo mismo podemos decir de otros proverbios en que la intención poética está tan bien expresada, que no es posible desconocerla. Tales son:


La gloria que el malo ostenta,
No es corona, sino afrenta.
—137→
Quien su cólera no enfrena,
Lleva en la culpa la pena.



Lo mismo hemos advertido en las demás composiciones poéticas. Véase sino esta estanza en el Himno a la Virgen Santísima:


Cándido como la nieve
Conserva mi corazón,
Y el alma sencilla y pura
Libre de vicio y de error.
Como del cielo el rocío
Caiga en mí tu bendición,
Y nacerán las virtudes
Como en el campo la flor.



Esta es la poesía del sentimiento candoroso: esta es la única de que es capaz la infancia.

En las redondillas, donde se describen las estaciones del año, hay más movimiento y adornos poéticos; pero el autor ha tenido buen cuidado de anteponer a cada romancito una breve exposición en prosa, con la cual el niño podrá muy bien comprender el sentido de los versos. Si en los del invierno dice:


Yo te descubro, Señor,
Cuando al son del ronco trueno
Abre la nube su seno
Y arde en vivo resplandor.

Ya antes ha leído en el discurso que antecede: las tormentas limpian la atmósfera de vapores pestilenciales, y a veces producen la benéfica lluvia, con que se refresca el ambiente y se fertiliza la tierra.

Las narraciones del nacimiento de Moisés y del sacrificio de Isaac están muy bien escritas, y sus asuntos bien elegidos; pero el Sr. Martínez de la Rosa conocerá fácilmente que faltan otras para completar el libro de los niños; y no extrañará que se espere de él la descripción del gran sacrificio, figurado en el de Abraham, y del nacimiento del gran Libertador, figurado en Moisés; y todo para el uso de la infancia.

Los últimos romances en que se da una descripción sucinta de España, cual pueden comprenderla los niños, son dignos del escritor patriota que quiere gravar en los tiernos ánimos de sus lectores el conocimiento y el amor de la patria.

Pero basta ya de análisis cuando se trata de una obra cuyo principal mérito no es literario, sino moral; y no consiste tanto en el acierto de la ejecución como en el objeto que se ha propuesto su autor. El Sr. Martínez de la Rosa proclama este gran principio social: el sentimiento religioso es la basa de la moral; y en su libro se descubre en todas partes la intención de ligar a este sentimiento las máximas más importantes y las virtudes más útiles al género humano. Ante este gran proyecto desaparecen, y deben desaparecer todas las pretensiones al mérito literario.

Nosotros nos atreveremos a dar algún desenvolvimiento a la idea que el autor no hizo más que indicar, porque no escribía un tratado de psicología, sino un prólogo para los niños.

En la tierna edad se desenvuelven y fortalecen casi simultáneamente tres instintos connaturales al hombre: el de su conservación y felicidad, el de la sociedad, y el de su dependencia del Ser Supremo e independiente. La generalidad de estos tres instintos, de estos tres sentimientos en todos los hombres de todas las épocas y pueblos, prueba que son innatos, es decir, que no los deben ni a la educación, ni a las preocupaciones, sino a su misma naturaleza.

Pero es muy diversa la energía de estos sentimientos en razón de la mayor o menor cercanía de sus objetos al hombre mismo. El de la felicidad es vivísimo: no lo es tanto   —138→   el de la sociabilidad: el religioso es más débil porque su objeto es invisible. Sin embargo, la razón nos dicta, cuando somos capaces de escucharla, que del tercer sentimiento penden los otros dos; porque él nos revela las leyes del mundo social, y lo que debemos hacer para ser felices nosotros mismos.

Siendo esto así, es necesario que la educación se anticipe, aún antes que la razón pueda extraviarse, a colocar el sentimiento religioso en el lugar que le corresponde, esto es, en el primero, y a hacer ver la dependencia que de él tienen todas las virtudes sociales, todos los medios de felicidad que se han concedido a la naturaleza humana. Es menester derivar de la religión y ligar con ella todos los afectos benévolos y expansivos, la detestación de todas las pasiones ruines y rencorosas, todos nuestros deseos justos, todas nuestras esperanzas legítimas.

Y esto es lo que a cada paso se nota en el libro de los niños. La idea de Dios domina en todas sus páginas; el amor del prójimo y los afectos dulces y sociales están unidos a ella, y la felicidad prometida a la virtud. Este orden de ideas honra al mismo tiempo el discernimiento y el corazón del Sr. Martínez de la Rosa; y coloca su libro en la clase de los que deben servir para la educación moral de la niñez.




ArribaAbajoColección de proyectos, dictámenes y leyes orgánicas, o estudios prácticos de Administración, por D. Francisco Agustín Silvela.- Madrid, 1839

El autor, diputado a Cortes en varias legislaturas, ha satisfecho en esta obra una de las más urgentes necesidades de la época presente, a saber: la de crear el gobierno, que puede decirse no existe en España. Tenemos a la verdad una Constitución, que ha or ganizado el poder, designado su centro, sus atribuciones, sus límites; pero ¿tiene el poder los medios y la fuerza necesaria para moverse dentro de esos límites y cumplir esas atribuciones? No: porque no existen leyes orgánicas que le pongan en contacto con las masas, y hagan su acción segura e indefectible. Tenemos a la verdad generales para el ejército; pero faltan oficiales y los cuadros están vacíos. Nuestra legislación municipal y provincial es un anacronismo: pertenece a otra época, a otras ideas, a otro sistema, en pugna con el de la Constitución de 1837: pugna que conocieron muy bien las Cortes constituyentes, y la consignaron en los artículos 70 y 71 del código fundamental.

Estas razones, tomadas de la excelente introducción de este libro, y que le sirve de alma, y la consideración de lo poco estudiada y conocida que es entre nosotros la ciencia de la administración, han movido al Sr. Silvela a presentar de una manera práctica las cuestiones que faltan aún por resolver en nuestra patria, y los principios sobre que debe girar su resolución.

Las cuestiones son cuatro, todas capitales para la existencia del gobierno, y así la obra está naturalmente dividida en cuatro partes. La primera es la de la administración municipal: cita la ley de 18 de Julio de 1837 sobre atribuciones municipales en Francia, a la cual antecede la ley de 21 de Marzo de 1835 sobre organización   —139→   municipal en el mismo reino, y el dictamen de la comisión sobre la primera de estas dos leyes.

La segunda es la de las Diputaciones provinciales: contiene el dictamen de la comisión especial sobre el proyecto de ley de organización y atribuciones de las diputaciones provinciales, leído en la sesión de 12 de Mayo de 1838 del Congreso de diputados de España, con el articulado de dicho proyecto de ley; las leyes de 10 de Mayo de 1838 sobre atribuciones, y de 22 de Junio de 1839 sobre organización de los consejos de departamento en Francia, y el dictamen de la comisión sobre la primera de estas dos leyes.

La tercera es sobre tribunales administrativos o consejos de provincia. Trae el proyecto de ley presentado por el autor al Congreso de diputados de España en 12 de Noviembre de 1838 con la exposición de los motivos.

En fin, la cuarta contiene el proyecto de ley sobre gobiernos políticos, presentado en la misma fecha al Congreso de diputados de España, con la exposición de los motivos, un artículo de un periódico de Madrid sobre la necesidad de suprimir las intendencias, la noticia de la visita del jefe político de Ávila a su provincia, y la instrucción a los subdelegados de fomento, del 20 de Noviembre de 1833.

Sigue después un apéndice con el proyecto de ley, presentado al Senado en 29 de Enero de 1839, sobre la creación de un consejo de Estado; al cual proyecto antecede el dictamen de la comisión sobre él, con el decreto de 18 de Setiembre del mismo año, reorganizando el consejo de Estado en Francia, y con un artículo sobre los ministerios y otro sobre las direcciones generales.

Tales son las materias que abraza este tratado práctico de administración. Las notas y explicaciones del autor contienen las doctrinas y principios pertenecientes a esta ciencia tan vasta e importante, como poco conocida entre nosotros. A mayor abundamiento trae al fin un prontuario de la legislación administrativa vigente, y una nota de los libros y autores que debe leer, estudiar o consultar el que quiera dar su voto con conocimiento de causa en las cuestiones gubernativas que aún están por decidir en España.

El Sr. Silvela reconoce la falta que hay en nuestra nación de buenos estudios administrativos. «A haberlo permitido nuestras fuerzas, dice en la introducción, hubiéramos emprendido escribir unos elementos de administración; pero desconfiando por una parte, y con sobrada razón, de nosotros mismos; y por otra persuadidos de que enmedio de la agitación de los ánimos los estudios puramente teóricos o especulativos consiguen rara vez fijar la atención, al paso que la captan no poco los de aplicación, hemos preferido formar una colección de proyectos y leyes explicadas por sus motivos». Esta segunda razón nos convence más que la primera; porque contra la modestia, aunque laudable, del autor militan las sabias y profundas observaciones diseminadas en toda la obra.

En la Introducción ventila la célebre cuestión de derecho público acerca de la elección de los magistrados presidentes de las municipalidades, concede influencia en ellas a los agentes responsables del gobierno, y disipa las objeciones de la opinión contraria. Su principal razón es que si el rey es el jefe del poder ejecutivo, no puede admitirse la existencia de una magistratura que tenga atribuciones ejecutivas y que sea al mismo tiempo independiente de la corona.

En el dictamen de la comisión francesa sobre la ley de atribuciones municipales, manifiesta el Sr. Silvela en una nota (pág. 46) no ser de la opinión del relator cuando atribuye a la municipalidad decidir sobre los gastos de reparo o construcción de las Casas Consistoriales. A nosotros nos parece, aunque el autor no da allí razón alguna, que estos gastos deben incluirse en la clase de obligatorios. No es decencia que una municipalidad carezca de domicilio: ni debe permitirse la ruina o el deterioro de los edificios públicos. La Cámara francesa opinó del mismo modo.

En el mismo dictamen (pág. 57) se opone en la nota segunda a la disposición de la ley francesa que atribuye a los consejos de prefectura el derecho de autorizar a los pueblos para intentar acciones en justicia. El Sr. Silvela manifiesta su opinión más adelante en la pág. 216 y siguientes, y es: que este derecho no perteneciendo al orden judicial, pues no hay actor ni reo en el caso de pedir licencia para pleitear, sino al principio de tutela y protección que debe el gobierno a todos los particulares y a todas las corporaciones, debe residir más bien en el jefe político, oído el tribunal administrativo, que en este mismo tribunal.

En la nota de la pág. 259, tratándose de la ley de gobiernos políticos manifiesta el Sr. Silvela preferir el título de Gobernador de provincia al de jefe político y al de gobernador civil. En efecto, el epíteto del primero estrecha mucho las atribuciones del jefe, que comprenden cuantas relaciones tiene el ciudadano con la sociedad, no solo en el orden político, sino en el económico, militar y civil. El de gobernador civil se refiere por el   —140→   contrario a esta última clase de relaciones y parece excluir las políticas, administrativas y económicas. El título de gobernador de provincia comprende todas sus atribuciones sin olvidar ninguna, y al mismo tiempo su jurisdicción, sin que puedan confundirse con la de los gobernadores militares, a quienes siempre se añade además de su epíteto propio el nombre de la plaza, distrito o territorio a que se extiende su gobierno.

Por una consideración semejante, esto es, por la exactitud de la nomenclatura quisiéramos nosotros que se suprimiese el epíteto constitucional que en nuestro lenguaje oficial tienen algunas autoridades como los alcaldes y ayuntamientos. ¿Puede existir alguna autoridad pública que no sea constitucional, esto es, que no deba su origen y sus atribuciones a la ley fundamental? No. Luego aquel adjetivo es una verdadera redundancia. Y ¿por qué se aplica a unas autoridades y a otras no? ¿Por qué no se dice ministro constitucional de la gobernación o director constitucional de caminos y canales, cuando estas autoridades se derivan de la misma fuente que todas, a saber: de nuestro código constitucional; sin ser posible que se deriven de otra parte? ¿Se teme que suprimiendo el epíteto sean menos respetadas las magistraturas municipales, pero obedecidas sus órdenes.? Nosotros creemos que no hay razón fundada para semejante temor.

Nos parece que no puede existir otro motivo justo de conservar aquel epíteto, sino el de distinguir los magistrados a que se aplica de lo que eran antes de las épocas constitucionales. Pero la misma razón habría para las demás autoridades del estado, y además sería insuficiente. Harto distinguirá la historia unas épocas de otras: los nombres no se imponen, por otra parte, para que sirvan de aviso a los historiógrafos, sino para caracterizar las cosas. Cuando se pronuncia la palabra alcalde, nadie ignora el origen y atribuciones de esta autoridad: ninguna nueva idea añade, ningún aumento da a su jurisdicción el adjetivo constitucional.

En la última nota de la pág. 315 establece el autor el orden en que deben discutirse y votarse las leyes orgánicas que nos hacen falta, y que son el objeto de estos estudios. La primera de todas es la ley de ayuntamientos, por constituir ellos la unidad primitiva del cuerpo social. A esta debe seguir la de diputaciones provinciales, múltiplo-facticio, pero necesario para la división del trabajo administrativo, acompañada de la de jefes políticos o gobernadores de provincia que le está íntimamente ligada.

Debería seguir a estas la del consejo de estado, si fuera cierta la opinión de los que quieren atribuir a los tribunales de justicia todas las materias contenciosas. Pero ya se ha demostrado antes con muchas y convincentes razones, que los negocios administrativos, sujetos a dudas y contestaciones, necesitan de tribunales especiales para su solución; y debiendo ser el consejo de estado el que juzgue en última instancia, es preciso constituir antes de él los consejos o tribunales administrativos de provincia. Porque «¿qué se diría, añade, de un legislador que empezase por crear un tribunal supremo de justicia, sin cuidarse, sin anunciar siquiera, sin pensar en la creación de juzgados de primera instancia ni de audiencias?»

El capítulo intitulado de los ministerios comprende no pocas páginas (desde la 321) todo lo que importa saber en esta parte, según el sistema que nos rige. Manifiesta el carácter ejecutivo de la autoridad real; de qué manera se ejerce este poder por medio de los ministros y cómo la responsabilidad de estos permite que permanezca ilesa e inviolable, material y moralmente, la persona del rey. Estas ideas, aunque comunes y hasta triviales para los hombres instruidos, deben sin embargo inculcarse y repetirse en favor de los que no tienen la competente ilustración.

Mas no son tan vulgares las observaciones del autor acerca de la importancia de la firma del ministro en los reales decretos; de los actos ministeriales, que se ejecutan por delegación, y que entre nosotros se caracterizan por la inútil frase: de real orden etc. de la iniciativa aparente y visible, que nunca es del rey: de la formación del consejo de ministros para los asuntos graves y de interés transcendental, y más que todo, de la importancia del consejo de estado, al cual puede apelarse, como sucede en Francia, de las determinaciones ministeriales. «En otra ocasión, dice, nos hemos lamentado de que las diputaciones provinciales resuelvan, sin ulterior recurso, asuntos que merecen o más bien que exigen una segunda instancia; y de que, abusando de esta inicua facultad, ejerzan un despotismo tanto más insoportable cuanto es menos ilustrado. Ahora en este lugar clamamos contra la tiranía ministerial que ni aun tiene, como ha tenido siempre   —141→   en España, el freno de cuerpos consultivos numerosos y respetables que ilustraban la razón del ministro o la conciencia del monarca. En este particular todo lo hemos destruido sin haber fundado nada. Cita en la nota, como ejemplo digno de imitación, el del marqués de Vallgornera, que suplió esta falta, siendo ministro de la gobernación, por medio de una junta consultiva que creó para aquel ministerio.

Trata después con la misma concisión de las direcciones generales de los ramos de cada ministerio, y refuta la opinión de los que las tienen por inútiles. Al contrario, cree el Sr. Silvela que siendo imposible reunir en un solo hombre los conocimientos especiales de todos los ramos de un ministerio; no siendo tampoco fácil aplicar la debida atención a los multiplicados expedientes de tan diverso origen y carácter, es conveniente que cada ramo de suficiente extensión e importancia tenga un director que despache con el ministro los asuntos de importancia; pero solo sea árbitro en aquellas materias y negocios que la ley le hubiese terminantemente confiado. El dogma de la responsabilidad ministerial lo exige así.

El autor concluye su obra, aconsejando el establecimiento de un código administrativo que esté en armonía con las luces del siglo y con los principios de libertad proclamados en nuestra ley fundamental y de una jurisprudencia administrativa, de que carecemos; pues las decisiones del antiguo Consejo de Castilla sobre estas materias, ni expresan los motivos, ni son siempre las mismas en casos idénticos.

Hemos estudiado esta obra, y nos ha parecido excelente y utilísima; y deseamos, aunque no lo esperamos, que su publicación inspire en todos los ánimos el amor al estudio de la ciencia administrativa, que en nuestro entender es la verdadera ciencia política. En efecto, si el objeto de esta es distribuir los poderes de tal manera que sean imposibles el despotismo y la anarquía, el de aquella es preparar al hombre por medio de la independencia doméstica, a gozar los frutos del orden y de la libertad; y cuando el hombre carece de esta independencia, cuando su industria y sus bienes están atacados por una viciosa administración, en vano se dirá que es libre en los códigos ni en los periódicos. Pero aún hay más.

La ciencia política tiene que considerar como un elemento necesario el espíritu, las ideas, las preocupaciones mismas, y en fin, los intereses de los ciudadanos. Lo que piensan o desean o necesitan muchos hombres debe ser estudiado, advertido y respetado, por el legislador político. De allí procede que acaso no hay cuestión alguna perteneciente a la política que no se haya hecho célebre en los anales del mundo por escisiones peligrosas, degeneradas frecuentemente en horrendas guerras civiles.

Las materias administrativas son de muy diferente índole. Su ciencia participa más del carácter de las ciencias exactas; sus raciocinios, versándose sobre objetos más materiales y sensibles que las teorías del poder, llevan consigo la convicción. Quitar trabas inútiles a la industria, facilitar los medios de comunicación, establecer reglas justas para las contribuciones de dinero y de sangre, dejar a la municipalidad y a la provincia el manejo de sus intereses locales bajo la vigilancia y protección del gobierno central, son cuestiones que todos entienden, que todos resuelven de una misma manera, excepto los que tienen interés en que se oscurezca la verdad. ¿Puede decirse otro tanto de las cuestiones políticas? No. Este año cumple medio siglo que la Europa se afana en sacar la verdad política del pozo de Demócrito. ¿Ha salido todavía?

Pero en compensación vemos que los dogmas de la ciencia administrativa son ya tenidos como ciertos e inconcusos, y aplicándose con felicidad al gobierno de los pueblos, han promovido los adelantamientos de la libertad política y civil, promoviendo la independencia individual, sin la cual son aquellos imposibles. Decimos individual, porque el objeto de la administración es establecer sobre sus verdaderas bases las mutuas obligaciones, los mutuos derechos del ciudadano y de la sociedad; y estas bases no pueden ser otras sino la igualdad de protección, la libertad de persona y bienes hasta donde lo permite la protección que debe el ciudadano a la sociedad, y la instrucción que debe darse a cada uno según sus necesidades. Sin estos principios no hay administración, no hay gobierno, no hay comunidad, propiamente dichas. Tan protegido debe estar el jornal del bracero como la heredad del propietario, como la caja del comerciante. ¿Cómo, pues, no es el principal objeto del estudio de la juventud y de los hombres de estado la ciencia que produce bienestar, libertad y orden?

  —142→  

Porque para nosotros son más interesantes las pasiones que la razón: porque nos agradan más las conmociones violentas que el tranquilo ejercicio de la inteligencia: porque en las cuestiones administrativas nada hay personal, nada que halague nuestras aversiones o simpatías, en fin, porque no se prestan ni a la bárbara intolerancia, ni a la nomenclatura, más bárbara todavía de los partidos.

Nosotros no esperamos felicidad para nuestra patria mientras no veamos que el objeto principal de las discusiones públicas y particulares, empleadas hoy exclusivamente en las cuestiones políticas, llega a ser el examen de las verdades relativas a la ciencia de la administración. En ellas y solo en ellas está nuestro verdadero progreso.




ArribaAbajoLecciones elementales de Astronomía, por M. Arago, traducidas por D. Cayetano Cortés.- Madrid, 183911

El autor de estas lecciones, explicadas en el Real Observatorio de París, es uno de los hombres más merecidamente célebres en Francia por sus conocimientos en las ciencias naturales y exactas; pero este Tratado Elemental de Astronomía no tiene por objeto enseñar completamente la ciencia de los astros, sino aficionar a su estudio las personas que componen la sociedad culta, haciéndoles ver su alcance y dominio, y el estado de perfección a que ha llegado en el día. Así que no hay que esperar en este libro el aparato de cálculos, ya algebraicos, ya numéricos, que son necesarios para resolver el gran problema que el cielo presenta a la tierra, a saber: dada la posición del observador, determinar el aspecto que ofrecerán a su vista los astros, y al contrario. El objeto del autor de estas lecciones no ha sido formar un astrónomo, sino indicar la importancia y los recursos de esta ciencia a los que no lo son. Esta obra elemental se asemeja a la de la pluralidad de los mundos de Fontenelle en el fin que se propone; pero es más metódica, más extensa y sobre todo más sabia. No se hallarán en ella tantas bellezas de estilo; pero se aprenderán más cosas y mejor.

Cuando la materia es fácil de entender y demostrar emplea M. Arago razonamientos rigorosos, como en la demostración del método que ha usado para determinar la magnitud de la tierra, las latitudes y longitudes geográficas, la aberración de las fijas y otros muchos elementos astronómicos; pero cuando el objeto de la lección es uno de aquellos que necesitan cálculos largos y difíciles, o combinaciones geométricas muy complicadas, como la demostración de las leyes de Keplero supuesto el principio de la atracción, o la teoría de los eclipses, o la de las órbitas planetarias o cometarias, entonces se contenta con enunciar los resultados, no sin indicar, aunque brevemente, el camino por donde han podido obtenerse. El mérito principal de estas lecciones consiste en presentar la ciencia en el estado en que ahora se halla a   —143→   un lector medianamente instruido en geometría, e incitar a los ánimos capaces del entusiasmo que inspiró a Ovidio cuando dijo


Felices animæ quibus hæc cognoscere primum
Et domos superas scandere cura fuit.




Feliz la mente que a la cumbre etérea
Osó subir:



a que emprendan el estudio de la Astronomía, que es entre todos el que más prueba la superioridad y la noble osadía de la inteligencia humana.

Empiezan estos elementos por una breve explicación de los instrumentos astronómicos, para la cual expone como preliminar necesario las leyes de la reflexión y refracción de la luz. Da después una idea del origen y progresos de la astronomía y de su aplicación a la náutica. Pasa a las voces y definiciones principales de la ciencia, examina los fenómenos del movimiento diurno y del propio de los planetas, y la manera de referir los astros a puntos y círculos de la esfera, como también la variación de los fenómenos celestes con respecto a la posición del observador en la tierra.

Trata particularmente de las estrellas fijas, de los planetas, de los cometas; de qué manera se han podido calcular las distancias de los planetas y cometas al sol y a la tierra; expone el verdadero sistema del mundo, y demuestra el movimiento diurno de la tierra por tres argumentos tomados, el primero de la naturaleza de la fuerza centrífuga, el segundo de la propagación sucesiva de la luz, y el tercero de la aberración de las fijas. Concluye con las relaciones que hay entre la atmósfera y las apariencias celestes, y la explicación de las correcciones del Calendario.

El traductor ha añadido notas físicas y astronómicas en varias partes de la obra, que nos han parecido muy sabias y oportunas, señaladamente la 7.ª en que explica el fenómeno de las interferencias en la luz.

M. Arago parece creer (pág. 17) la vuelta que los fenicios daban al África navegando desde el mar Rojo por el cabo de Buena Esperanza y por el estrecho de Gibraltar hasta la embocadura del Nilo, en cuyo viaje, dice, gastaban tres años. Esta es una cuestión de historia y de geografía antigua, que ha sido muy debatida entre los eruditos y los expositores de la Sagrada Escritura. Nosotros no creemos que pudieran hacer esta navegación en el corto término de tres años, cuando sabemos por Arriano que nos ha conservado el Periplo de Nearco, cuánto tardó este general de la armada de Alejandro el Grande en un viaje mucho más corto y en época en que la navegación estaba más adelantada. Para pasar desde la embocadura del Indo a la del Eúfrates empleó la armada macedónica más de seis meses. Además el Periplo de Hannon, cartaginés, solo llega, según la versión más seguida, hasta lo que hoy es Sierra Leona; por tanto se ha de hacer probable la circunnavegación de los fenicios, se ha de demostrar antes, como han asegurado algunos escritores sin probarlo, que la mitad meridional del África estaba entonces sumergida en el mar.

El traductor, al explicar en su nota (4) (pág. 248) la diferencia entre la latitud y longitud geográficas y las de los astros, parece atribuirla a que el Ecuador celeste no es un círculo fijo en el cielo estrellado, como lo es la eclíptica, y por eso, dice, se ha elegido esta para que hiciese el oficio del Ecuador. Pero debemos considerar que antes que se hubiese conocido el fenómeno de la mutación ni adoptado el movimiento de traslación de la tierra era practicado de los astrónomos el método de las longitudes y latitudes de los astros. Sugiriolo en nuestro entender; primero, la utilidad de marcar el movimiento del sol en el mismo círculo que describe aparentemente; segundo, la de conocer las alturas de la luna sobre el plano de dicho círculo; pues estando en él o muy próximo a él es cuando se verifican los eclipses; tercero, la de seguir el movimiento de los demás planetas en la eclíptica, de la cual se separan poco, para señalarle después con más facilidad en sus órbitas respectivas. Así vemos que los planetas se refieren ordinariamente a la elíptica cuando las estrellas fijas se refieren casi exclusivamente al Ecuador por medio de su declinación y ascensión recta, sin que obste para eso ni la mutación ni el movimiento annuo de la tierra;   —144→   pues es fácil corregir estos dos elementos astronómicos de mutación y aberración.

Por lo demás, la trigonometría esférica suministra medios para hallar la longitud y latitud de un astro, dadas su declinación y ascensión recta o al contrario: problemas que se reducen a una simple permutación de coordenadas circulares.

La definición de la Elipse (pág. 27) no nos parece exacta. Todo plano oblicuo a la base del cono se ha de cortar con ella si se prolonga. Si se quiso decir que no se corte con ella dentro del cono, tampoco es exacto. Un plano oblicuo a la base que tuviese con su circunferencia un punto común, haría también en el cono una sección elíptica. La mejor definición es: una sección del cono hecha por un plano oblicuo a la base, y que corte todas las generatrices.

Entre todas las lecciones nos han parecido más interesantes por las observaciones curiosas que contienen, la 9.ª en que trata de la tierra, y la 11.ª en que habla muy detenidamente de los cometas, y de la influencia que puedan tener o hayan tenido, estos cuerpos celestes de nuestro globo.

Concluiremos haciendo una reflexión que nos ha sugerido el estado actual de la civilización. Hay profesiones en las cuales es indispensable el estudio profundo de la astronomía; pero no hay ninguna persona culta a la cual sea lícito ignorar en el día hasta qué punto han llegado los descubrimientos de los sabios en una ciencia tan importante como encantadora, y mucho menos incurrir en los errores y preocupaciones vulgares acerca del movimiento e influencia de los astros. Para evitar aquella ignorancia vergonzosa y estos errores no menos ridículos, apenas conocemos un libro más a propósito que el del Sr. Arago; pues solo requiere algunos conocimientos, y aun esos no muy abstrusos, de aritmética y de geometría.




ArribaAbajoMecánica aplicada a las máquinas operando, o tratado teórico y experimental sobre el trabajo de las fuerzas, por el coronel D. José de Odriozola.- Madrid, 1839

El Sr. Odriozola completa con esta obra, fruto de sus viajes en los países extranjeros, las teorías estáticas que expuso en su Tratado de Mecánica impreso en Madrid en 1832. Decimos que el nuevo libro es complemento del anterior, porque en balde serían las doctrinas científicas si no hubiesen de ponerse en práctica, o si al ponerlas quedasen desmentidas; y nadie ignora ya que en las ciencias físico-matemáticas se prescinde en teoría de muchos elementos imposibles de apreciar por solas las combinaciones algebraicas, y que es preciso determinar valiéndose de la experiencia. En la mecánica sobre todo hay muy pocas fórmulas, o quizá ninguna, en las cuales no sea necesaria la introducción de un coeficiente numérico, cuyo valor no se halla sino en virtud de muchos y repetidos experimentos. Por eso la mecánica aplicada es una ciencia ya tan vasta y voluminosa, que uno solo de sus ramos, el del trabajo de las fuerzas en las máquinas, objeto de la obra que anunciamos, llena un tomo en 4.º de 400 páginas de letra no muy gruesa.

El autor presenta con mucha razón este libro como la ciencia dinámica de la maquinaria.   —145→   En efecto, la estática se contenta con el examen de las condiciones de equilibrio en las máquinas, tanto simples como compuestas. Pero raro es el caso de aplicación en que solo se quiera producir equilibrio: toda máquina tiene por objeto la producción de un movimiento en determinada cantidad y dirección. Por tanto las ecuaciones estáticas designan, cuando más, el límite del cual no pueden bajar las fuerzas que deben emplearse; pero si se ha de producir cierta cantidad de movimiento, son necesarias condiciones y ecuaciones dinámicas, es decir, que determinan el valor de las fuerzas que ha de ser superior a aquel límite, capaz del efecto deseado, y propio para consultar a un mismo tiempo a la utilidad y a la economía, ya del trabajo, ya del agua, vapor u otro agente cualquiera que se emplee en lugar de la fuerza humana.

El Sr. Odriozola, para hacer extensa la utilidad de su libro a los que se dedican a la práctica de la maquinaria sin haber penetrado los misterios de la análisis infinitesimal, expone primero las doctrinas de una manera clara, inteligible, pero sin demostraciones rigorosas, y probándolas solo por analogía, y después las reproduce bajo formas más sabias, pero solo accesibles a los que poseen aquella preciosa clave de los conocimientos matemáticos. Nosotros no podemos negar nuestro elogio a este doble trabajo. Bueno es, y aun de absoluta obligación en una obra de matemáticas, la demostración rigorosa de los teoremas; mas ¿debe privarse de los conocimientos teóricos al maquinista aplicado, al fabricante hábil, al práctico laborioso, solo porque le falten alas para elevarse a toda la altura de un geómetra consumado? No. Sería desconocer el interés mismo de las artes, en cuya aplicación y ejercicio interviene siempre un gran número de personas, a las cuales conviene instruir, si no es posible en los principios más abstractos, por lo menos en sus consecuencias inmediatas, y sobre todo en sus resultados. Para que un arquitecto describa una eclipse no es de absoluta necesidad que sepa demostrar la igualdad del eje mayor con la suma de los radios vectores en esta curva; y para que un marino haga uso de las tablas de la ecuación del tiempo, tampoco es necesario que sepa construirlas.

El autor comienza su obra por la definición esencial de toda ella, que es la del trabajo de una fuerza. Llámase así el producto de la fuerza por el espacio que hace correr en su dirección al punto sobre el cual se aplica. Esta cantidad de trabajo es por consiguiente proporcional al cuadrado de la velocidad, lo que dirime de una manera clara y luminosa la célebre y antigua cuestión sobre la valuación de las fuerzas, como demuestra el Sr. Odriozola en la nota de la pág. 67. Esta disputa da lugar a la absurda nomenclatura de fuerzas vivas y fuerzas muertas; sin embargo, los matemáticos han conservado la primera de estas dos denominaciones para denotar la cantidad de trabajo de una fuerza puesta en actividad y que produce un movimiento.

Apenas nos es lícito ya seguir al autor en sus especulaciones, de las cuales sería imposible que diésemos idea en un breve artículo ni aun a los lectores más instruidos en estas materias o más aficionados a ellas. Nos reduciremos, pues, a presentar la nota de los asuntos de que trata en las dos secciones de que consta la obra.

En la primera explica la ecuación que existe entre los trabajos de todas las fuerzas que obran simultáneamente sobre una máquina, y los medios de valuar el trabajo empleado, el perdido y el utilizado en cada caso, como también las fuerzas, las velocidades y los espacios: demuestra después rigorosamente por medio del cálculo integral la ecuación de las cantidades de trabajo, y las modificaciones que sufren estas cantidades en los cuerpos cuyas partículas están sometidas a reacciones mutuas, como sucede en los cuerpos elásticos, ya sólidos, ya fluidos. Concluye con la explicación de muchas voces relativas a las máquinas, y de los efectos de su diferente organización.

En la segunda sección aplica estos principios a la cantidad de trabajo de las diferentes potencias que se usan en la práctica, a saber: la fuerza del hombre; la de las bestias; la del agua, aplicada a las ruedas hidráulicas, ya verticales, ya horizontales, bien obre como motor, bien como resistente; la elástica del aire; la del viento; la del vapor del agua. Concluye examinando el trabajo de las fuerzas resistentes de las máquinas, como son la del rozamiento y la de la rigidez de las cuerdas.

  —146→  

Es ocioso advertir que cada uno de los artículos, que hemos citado, está escrito magistralmente y con toda extensión, no solo en la parte de las demostraciones analíticas, sino también en la de los experimentos prácticos, que sirven para determinar los coeficientes numéricos. Hay copiosas aplicaciones y muy importantes a todo género de máquinas y motores.

Esta obra es una prueba evidente contra los que creen inútiles para las artes y para la industria humana las sublimes especulaciones de las matemáticas. El raciocinio de los que así juzgan, (que no son pocos, ni hombres ignorantes, aunque sí en esta clase de estudios) se reduce a creer que en sabiendo los resultados de la teoría, poco importa que esta no se conozca. Eso podrá ser cierto tratándose de un mero manipulador. Pero si no hubiese sabios que perfeccionasen las doctrinas físicas y matemáticas, ¿qué adelantamientos podrían hacer las artes en la práctica? Este argumento es irresistible, porque lo confirma la experiencia. ¿Cuáles son los países en que la industria hace más progresos? Aquellos en que las ciencias exactas están en más estimación, y forman una parte esencial de la educación literaria.

Otros creen útil a la verdad el estudio de las matemáticas sublimes, pero aseguran que la mayor parte de sus teorías carecen de aplicación. Cuando vean en esta obra llena de integraciones, (operación la más difícil de la análisis) sus aplicaciones inmediatas a la valuación del trabajo perdido: cuando consideren que de una combinación algebraica depende el modo de hacer más o menos útil el trabajo de una máquina y de economizar tiempo y dinero, cosas tan apreciables en nuestro siglo positivo, conocerán con cuánta razón se dedican los geómetras a perfeccionar los métodos analíticos, y se convencerán de este gran principio: ninguna verdad hay que además del placer intelectual y sublime que produce su conocimiento, no sea útil prácticamente al género humano.

La materia de este libro es poco sabida en España, donde, que nosotros sepamos, no se ha publicado hasta la presente ninguna obra que trate de las máquinas en movimiento. Este es un justo motivo más para recomendarla, no solo a los que puedan tener necesidad de sus principios en la fabricación y uso de las máquinas, sino también a los sabios que hayan estudiado estas doctrinas en libros extranjeros, y que seguramente se alegrarán de verlas aclimatadas en nuestra patria.




ArribaAbajoTratado elemental de física por M. Despretz. Traducido al castellano, de la cuarta edición, y considerablemente aumentado por D. Francisco Álvarez, profesor de medicina y cirugía.- Madrid, 1839

Uno de los grandes inconvenientes de los tratados de física es la necesidad de aumentarlos continuamente en razón de los progresos rápidos y diarios que hace la ciencia de la naturaleza. Hemos visto sucederse con prontitud unas a otras a muy pequeños intervalos las obras de Munschenbroek, Nollet, Sigaud de la Fond, Brisson y Libes. Todos fueron muy célebres cada uno en su época: apenas son leídos ni aun consultados en el día. La física es una monarquía que hace grandes conquistas; pero los reyes duran poco. A cada nueva adquisición se hace preciso elegir nuevo monarca.

  —147→  

El Sr. Álvarez ha procurado, en cuanto le ha sido posible, prolongar la vida del tratado que da ahora a luz, traducido del francés. En primer lugar ha elegido por texto las lecciones dadas en el colegio Real de Enrique IV, por M. Despretz, uno de los profesores más estimables que florece en la actualidad, y físico de gran reputación: ha elegido además, como debía hacerlo, la edición más moderna de su curso, con las adiciones y rectificaciones que el autor ha tenido que hacer a las anteriores, en vista de los nuevos adelantos de la ciencia. En segundo lugar, al fin de la obra, ha añadido muchas observaciones y noticias físicas, sacadas de otros tratados, y que contribuyen a presentar la ciencia en su estado actual y cual puede presentarse en un tratado elemental.

Ninguna de las materias que componen en el día esta vasta enseñanza deja de estar explicada en este tratado; pues las que pertenecen a las ciencias astronómicas, hace ya mucho tiempo que no se incluyen en las obras de física. Es ya la astronomía una facultad demasiado extensa por sí, y se halla en un estado harto grande de perfección para subordinarla a otra. Debemos, pues, agradecer al Sr. Álvarez que en un cuadro de regular extensión nos haya presentado la masa actual de conocimientos que posee la inteligencia humana acerca de los cuerpos.

La obra empieza por la enumeración y distinción de las propiedades generales de la materia: continúa con la Mecánica, esto es, con la ciencia del movimiento en los cuerpos así sólidos como fluidos, y en cada artículo demuestra las leyes generales de la naturaleza, deducidas como corresponde a un físico, de los experimentos ilustrados con el auxilio del cálculo. Las máquinas y aparatos para hacerlos están descritos con suma claridad. Entre los fenómenos capilares el que más nos ha llamado la atención es el de la forma de hipérbola equilátera que toma el agua entre dos láminas de vidrio verticales que formen un ángulo muy agudo. Es muy notable que hallándose tan prodigadas, por decirlo así, en la naturaleza las demás curvas de segundo grado, sea tan rara la hipérbola que solo la hemos notado en este caso, y en la curva que describe el extremo de la sombra de un estilo durante el día.

A la Mecánica o Hidráulica sigue la teórica del calor, que por sí sola es ya una vasta ciencia con inmensas aplicaciones prácticas, señaladamente a la dilatación de los sólidos y rarefacción de los fluidos, tan necesarias de valuar en los instrumentos geodésicos y astronómicos y en los aparatos de la física. Se explican además con suma extensión los fenómenos del enfriamiento, de la conversión de los sólidos en fluidos y de los fluidos en vapores. Con esta teoría están ligadas las de la humedad del aire, y las del vapor, ya se le considere como un cuerpo sometido a las experiencias físicas, ya como un agente mecánico. Hállanse naturalmente en estos capítulos las descripciones y usos de las diferentes especies de termómetros, higrómetros, barómetros, máquina pneumática, bombas y máquinas de vapor.

Síguese el tratado de la electricidad en que concluye el primer tomo. Comienza el segundo con el del magnetismo, explicando las semejanzas de estas dos fuerzas misteriosas.

Sigue después la Acústica, o ciencia de los sonidos. Se demuestran las leyes generales de su velocidad, de su propagación y de su representación por números, de la cual dependen los elementos de la música. Concluye esta materia con la explicación de los órganos de la voz y del oído.

El tratado de Óptica comprende, además de las doctrinas ya conocidas hace tiempo, los fenómenos de la luz últimamente observados. Tales son, la determinación de las potencias refractivas de los gases, y de los índices de refracción de un gran número de sustancias sólidas: la explicación del fenómeno del espejeo, frecuente en Egipto, y que se ha observado algunas veces en el mar y aun en los lagos de grande extensión, la invención de los gariómetros y de las cámaras claras, el principio de las interferencias, o la oscuridad producida por la reunión de dos rayos luminosos en determinadas circunstancias, que es la más fuerte objeción contra el sistema de la emisión de la luz: las adiciones hechas en nuestros días a la teórica de la doble refracción, fenómeno observado por Bartholin y explicado por Huyghens; la invención de los mirómetros de doble imagen: la polarización de la luz y su aplicación al método de comparar las intensidades de las luces. Este ramo concluye por un tratado completo de la difracción.

El último de los ramos de física de este tratado es la Meteorología, que algunos   —148→   autores han omitido, con muy poca razón, en sus obras elementales. Los fenómenos que en él se observan y se explican, no solo se presentan a la vista de todos, sino influyendo más o menos en la abundancia o esterilidad de las cosechas y en la salubridad pública, son también objeto del interés, del terror, de la esperanza, y aun todavía de la superstición. Conviene, pues, enunciar sus causas; lo que basta para disipar los errores, y preocupaciones vulgares. Entre estos fenómenos es notable el de la caída de los aerolitos o piedras llovidas, así por la identidad de su composición con las masas de hierro aisladas, como por los sistemas inventados para explicar su existencia. ¿Son lanzadas por los volcanes de la luna o de la tierra; o bien proceden de algunos pequeños planetas, que hallándose en la atmósfera terrestre y girando con increíble celeridad, debida a su aproximación a la tierra, se inflaman rozando con el aire y caen por su pesantez? Tal es la cuestión que M. Despretz entrega a las especulaciones de los físicos. Más importante es, y lo menos curiosa, la investigación de la temperatura media en los diversos países del globo, y su comparación con las líneas de latitud y de las nieves eternas.

Concluye la obra con algunas adiciones, en las cuales el traductor ha procurado reunir las observaciones más recientes sobre las materias físicas, aun las que ya han sido conocidas y ventiladas por los autores antiguos. Por ejemplo, cita en cuanto a la divisibilidad de la materia, un artículo de Peclet, en que este autor concluye que la materia no es divisible hasta el infinito, esto es, no es indefinidamente divisible, pues división infinita es una contradicción en los términos. Donde hay sucesión no hay, propiamente hablando, infinidad, sino indefinición. Peclet trae como prueba la solución de la sal en agua en partículas tan pequeñas, que no las puede distinguir la vista, ni aun con el auxilio del microscopio más graduado. No sabemos por qué duda Peclet si entonces ha llegado o no la materia a su división infinitesimal, cuando esta es imposible. Pruébase muy bien la asombrosa divisibilidad de la materia: demuéstrase también que después de haber llegado a las partes más pequeñas, tienen estas todavía capacidad de ser divididas; pero el término de la divisibilidad está en la fuerza dividente de la naturaleza, que ha de reconocer forzosamente un límite del cual no podrá pasar. Es útil conocer este límite o aproximarse a él en las diferentes divisiones que producen en los cuerpos las fuerzas físicas o químicas.

Los conocimientos matemáticos necesarios para estudiar con utilidad esta obra no pasan de las nociones de aritmética, álgebra y geometría elementales; pues aunque trae fórmulas y cálculos diferenciales, es solo en las notas para demostrar los resultados del texto. Así se ha procurado extender la utilidad de este tratado al mayor número posible de personas.




ArribaAbajoNueva edición de las obras festivas, en prosa y verso, de D. Francisco Quevedo y Villegas


ArribaAbajoArtículo I

Tenemos a la vista la primer entrega de esta edición, que será preciosa, no solo porque estará adornada con 2.000 láminas, sino también porque ha de contener muchas piezas inéditas del autor, y ha de ser ilustrada con notas. Estas serán de D. Basilio Sebastián Castellanos; los grabados de D. Vicente Castello, y la edición dirigida por el artista D. Antonio Rotondo. La publicación de las obras festivas de Quevedo ha comenzado por el Sueño de las calaveras. El papel es excelente, la ejecución tipográfica esmeradísima, y las láminas representan muy bien aquellas imágenes ideales que   —149→   circulaban por la cabeza del autor cuando escribía, y fijan la vaguedad de sus rasgos morales o satíricos.

Debemos esperar que las notas serán importantes y curiosas para nuestra historia literaria, si hemos de juzgar por la noticia nada vulgar, que los editores nos dan en el prólogo sobre la Perinola, obra inédita de Quevedo, y de la respuesta publicada en Valencia en 1635, que dio Juan Pérez de Montalbán a la crítica que hizo el autor, de su Para todos.

Solo nos resta, pues, demostrar la importancia de esta edición y la oportunidad de su lujo, por el mérito del autor, que estudiado literariamente, es uno de los fenómenos más extraordinarios de nuestro Parnaso.

Don Francisco Quevedo fue uno de los literatos más instruidos de su siglo, y ha dejado en sus obras vestigios de sus extensos conocimientos así en las ciencias como en las lenguas sabias y en todo género de literatura. Esto en cuanto a sus estudios. Pero su condición le llevaba irresistiblemente al género satírico, único en que se distinguió: pues sus composiciones serias, ya en verso, ya en prosa, aunque muchas de ellas no carezcan de mérito, mal pueden compararse con las de los poetas y escritores del siglo anterior, ni aun con las mejores de su propio siglo. La celebridad de Quevedo es enteramente debida a sus escritos festivos.

Pero el talento de la sátira era el menos a propósito para la sociedad española de su tiempo, pundonorosa, incapaz de sufrir injurias, dispuesta siempre a vengarlas. Quevedo era mordaz; no podía refrenarse, cuando se le presentaba la necedad o el vicio, en describirlo con las armas del ridículo. Hubo, pues, de contentarse con exhalar su bilis contra las clases inferiores de la sociedad. De aquí tantos romances contra los valentones, rufianes, rameras y terceras: de aquí la descripción de sus ruines hazañas y de sus infortunios, que pinta constantemente risibles. Mas no siempre se contuvo en los términos de la prudencia: no siempre dirigió su ballesta satírica contra personas y clases, que no leían, o aunque leyesen, no inspiraban el temor de la venganza. Tal vez se atrevió a los jueces, a los ministros, a personas constituidas en dignidad; y su peligro en estos ataques era tanto mayor cuanto la convicción o la gratitud le habían hecho defensor acérrimo del célebre duque de Osuna, virrey que fue de Nápoles, y que después murió preso y desgraciado en su castillo de la Alameda. Puede decirse que sus elogios de aquel magnate contribuyeron tanto como sus sátiras a las calamidades y prisiones que sufrió.

Entre sus composiciones satíricas hay algunas en que imitó muy bien a Juvenal, a quien parecía estudiar con más gusto que Horacio, y enriqueció nuestro idioma con frases tomadas de aquel gran maestro. Pero no tardó en volar por sí mismo, y en formarse una elocución propia suya y exclusiva, tanto, que cuantos han querido imitarlo se han despeñado miserablemente. Dígalo D. Diego de Torres y Villarroel, que fue el que más se empeñó en asemejar su estilo al de aquel modelo, y solo consiguió fastidiar a cuantos lo han leído o tengan paciencia para leerle en lo venidero. Quevedo tiene este punto de contacto con Cervantes: no puede ser imitado.

Su estilo es indefinible. Por una parte parece que se presta a la crítica por sus equívocos, por sus alusiones frecuentemente oscuras, por sus hipérboles descabelladas, por sus pensamientos sucios u obscenos; pero cuando queremos examinar sus composiciones a la luz severa de la razón, entra la risa que excitan sus versos o su prosa, y el juez queda desarmado. Así tal vez el padre que quiere castigar una travesura de su hijo, convierte el enojo en risa, si la ha hecho el niño con chiste y donaire.

¿Quién puede analizar, ni por consiguiente definir su estilo? En cuanto al lenguaje, es puro, correcto, rigorosamente castellano; su versificación, fácil; su prosa, más cuidadosa del pensamiento que de la armonía. Pero la expresión es siempre original, inesperada, y no pocas veces profundamente moral, sin perder por eso nada de su facilidad. Nos hace reír más y de más buena gana que otros escritores; pero la risa que excita no es de benevolencia, sino cáustica y mordaz, como las frases que la excitan.

Esto es cuanto podemos decir del género de Quevedo. Solo falta que justifiquemos con citas nuestro juicio, resultado del estudio que hemos hecho de sus obras.   —150→   Un amigo nuestro, excelente literato, y que ha estudiado también cuidadosamente a este autor, da a su estilo el epíteto de grotesco, que nos parece bastante propio; porque así como a los adornos de esta clase en las bellas artes sería una necedad aplicarles los principios severos de las reglas, así es imposible también, cuando se lee a Quevedo, medirle por las reglas comunes de la literatura. «Pues dígase que es malo, como hizo el padre Bouhours con la canción:

Al infierno el tracio Orfeo etc».



Pero ¿cómo hemos de decir que es malo lo que nos hace reír, mal que nos pese, y a despecho de todas las reglas y preceptos? Solo podremos decir que pues nos agrada, algo hay en ello de bueno; y en efecto no es difícil encontrarlo y aun analizarlo según el principio común de aquellos preceptos y reglas, contra los cuales parece que peca el escritor.

Y en primer lugar diremos, que entre todos los géneros de obras literarias, la sátira es el que admite mejor la oscuridad y la sutileza. Pasajes hay en Juvenal que no es posible entender a la primera o segunda lectura, y no por alusiones a usos y costumbres de su siglo, ignorados de nosotros, sino por la concisión nerviosa de su estilo, y por el velo, a veces demasiado tupido, con que cubre sus pensamientos. Persio es un verdadero enigma que es necesario estar continuamente adivinando. Hay dos razones filosóficas para que la sátira sea más sutil y epigramática que los demás géneros: la complacencia del lector cuando le cuesta trabajo comprender el rasgo maligno y al fin lo penetra, y la especie de pudor con que es necesario cubrir ciertos vicios, aun cuando se proponen como víctimas al escarnio público. Esto en cuanto a las alusiones oscuras de que hace frecuente uso nuestro Quevedo.

En segundo lugar, no podía prescindir este insigne escritor del tono de la sociedad culta en su siglo. Sea que los escritores la corrompieron, o que ella corrompiese el gusto de los escritores, es indudable que el equívoco era uno de los recursos de la discreción. Quevedo, pues, usó de él, algunas veces con prudencia y felicidad: otras, no tanto. Pero ¿quién le culpará de haber hablado el idioma de su tiempo y de la sociedad que frecuentaba, mucho más cuando sacó de él tanto partido?

Estas dotes de su estilo, o buenas o disculpables en el género satírico, ni pueden ni deben tener lugar en el género serio. Mucho nos reímos cuando para dar a entender la nariz desmesurada de un hombre, dice:


«Érase un hombre a una nariz pegado
Las doce tribus de narices era»



aludiendo a la opinión vulgar de que los judíos son todos narilargos. Pero nos disgusta cuando en un soneto, para mostrar que las horas que pasan nos quitan parte de la vida, exagera la expresión hasta decir:


...«Sepultureras son las horas».






ArribaAbajoArtículo II

Basta leer algunas de las letrillas o romances satíricos de Quevedo, para conocer el modo ingenioso y original con que expresaba los pensamientos. ¿Quiere hacer burla de las exageraciones de los amantes cuando ponderan su pasión? Bástale una sola frase:


«Desde que os vi en la ventana
o dando o tomando el sol,
descabalé la asadura
por daros el corazón».



  —151→  

He aquí de qué manera describe la condición avara y rapiñadora de una tía, y además tercera:


«Dame nuevas de tu tía,
aquella águila imperial
que asida de los escudos
en todas partes está».



La metáfora consiste en el doble sentido de la palabra escudo, que puede ser de armas, o una moneda.

¿Trata de pintar la codicia de una mujer? Dice así:


«La morena que yo adoro
y más que a mi vida quiero,
en verano toma acero
y en todos tiempos el oro».



Si está resuelto a guardar su dinero de las manos de las harpías, y a no comprar con él un arrepentimiento:


«Vuela, pensamiento, y diles
a los ojos que más quiero,
que hay dinero.
    Del dinero que pidió
a la que adorando estás,
las nuevas le llevarás,
pero los talegos no.
    A los ojos que en mirallos
la libertad perderás,
que hay dineros les dirás;
pero no gana de dallos.
    Si con agrado te oyere
esa esponja de la villa,
que hay dinero has de decilla,
y que ¡ay de quien le diere!»



En esta última redondilla juega con el doble sentido de la voz ay Esponja de la villa es excelente perífrasis de una cortesana codiciosa y de nombradía.

Las tribulaciones que le causa la rivalidad de un ginovés, que entonces eran los comerciantes más ricos, las expresa así:


«A la que causó la llaga
que en mi corazón renuevo,
yo la quiero como debo
y un ginovés como paga.
    Ved en qué vendré a parar
compitiendo su poder,
haciendo yo mi deber,
y él haciendo su pagar.
    Mal en oponerme hago,
siendo de bolsa tan leve,
a quien ni teme ni debe,
yo que ni temo ni pago.
    ¿Cuál tendrá más opinión
con ella en la poesía
yo con una letra mía,
o él con dos de Besanzón?
    Mirad, pues, a quien oirá,
si en el reloj que regala,
—152→
mi mano es la que señala,
y la suya la que da.
    ¿Cómo la podré agradar
los deseos avarientos,
si voy a contarla cuentos
y él da cuentos a contar?
    Él da joyas yo billetes,
y andamos por los lugares,
él con dares y tomares,
yo con dimes y diretes».



No hay locución familiar en el idioma de que no se valga a favor del equívoco o de la alusión. En una de sus jácaras un condenado a galeras, dice:


«Envíanme por diez años
(sabe Dios quién los verá)
a que dándola de palos
agravie toda la mar».



Otro rufián preso, exagera así lo que ha dado que trabajar a la justicia:


«Los diez años de mi vida
los he vivido hacia atrás,
con más grillos que el verano,
cadenas que el Escorial.
Más alcaydes he tenido
que el castillo de Milán,
más guardas que el monumento
más hierros que el Alcorán,
más sentencias que el derecho,
más causas que el no pagar,
más autos que el día del Corpus,
más registros que el Misal,
más enemigos que el agua,
más corchetes que un gabán,
más soplos que lo caliente,
más plumas que el tornear».



Esta abundancia picaresca, que a los severos censores de las obras de ingenio podrá parecer excesiva, es el carácter especial de Quevedo en sus composiciones festivas. No la reprenderemos nosotros; porque además de manifestar la fecundidad de su ingenio, la clase de obras en que la emplea no merece la austeridad de la crítica. Todo el que hace reír, tiene razón.

Pero a lo menos, esta misma ingeniosidad de Quevedo nos manifiesta la diferencia entre su género y el de Cervantes. El autor del Quijote presenta a la imaginación los personajes y sucesos risibles, y los grava en ella, es un gran pintor y todo lo describe. No así Quevedo: sus chistes y sales excitan nuestra risa; pero nada se queda en la fantasía, ni es posible que se quede, porque su ridículo consiste en alusiones y equívocos. Esta es, si no nos engañamos, la causa de la justa preferencia que ha dado la república de las letras al manco de Lepanto. En cuanto a genio y talento no podremos decidir cuál es mayor, el del que nos agrada sin ofender la razón y el buen gusto, o el del que nos agrada las más veces a despecho de entrambos.

Citaremos en otro género su imitación del célebre pasaje de Juvenal contra Mesalina.


    ¿Cuándo insolencia tal hubo en Sodoma?
que en viendo al claro emperador dormido,
cuyo poder el mando rige y doma.
—153→
    La emperatriz tomando otro vestido,
se fuese a la caliente mancebía
con el nombre y el hábito fingido?
    Y en entrando, los pechos descubría
y al deleite lascivo se guisaba
ansí, que a las demás empobrecía.
    El precio infame y vil regateaba,
hasta que el tayta de las hienas brutas
a recoger el címbalo tocaba...
    Todas las celdas y asquerosas grutas
cerraban antes que ella su aposento,
siempre con apariencias disolutas.
    Hecho había arrepentir a más de ciento
cuando cansada se iba, mas no harta».



El texto de Juvenal es aún más obsceno; pero de aquella obscenidad que hace odioso y detestable el vicio, aunque la castidad de las lenguas modernas no la permitan.

Estos versos y otros muchos prueban cuán grande era el talento de Quevedo para la sátira clásica, sin necesidad de equívocos, ni juegos de palabras.




ArribaAbajoArtículo III

En las composiciones festivas de Quevedo en prosa se nota el mismo carácter que en las de verso, aunque usa con más sobriedad de los equívocos. Su estilo es nervioso y su sátira amarga. Tal vez en medio de la obra, que parece más jocosa, mezcla reflexiones morales o políticas, perfectamente desenvueltas, y muy originales. ¿Quién creyera, por ejemplo, encontrar en una obra satírica, cuyo título es tan bajo y trivial como el Entremetido, la Dueña y el Soplón, observaciones nuevas y muy juiciosas sobre el gobierno de Roma en los últimos días de la república, puestas en boca de César, quejándose de que le hubiesen asesinado? «Yo soy, dice, el gran Julio César. Bruto y Casio me mataron a puñaladas con pretexto de la libertad, siendo persuasión de la envidia y codicia de estos perros, el uno hijo y el otro confidente. No aborrecieron estos infames el imperio, sino al emperador. Matáronme porque fundé la monarquía, no la derribaron, antes apresuradamente ellos mismos instituyeron la sucesión. Mayor delito fue quitarme a mí la vida, que quitar yo el dominio a los senadores, pues yo quedé emperador, y ellos traidores: yo fuí adorado del pueblo en muriendo, y ellos fueron justiciados en matándome... ¿Estaba mejor el gobierno en muchos senadores que le supieron perder que en un capitán que lo mereció ganar? ¿Es más digno de corona quien preside en la calumnia y es docto en la acusación que el soldado, gloria de su patria y miedo de los enemigos? ¿Es más digno del imperio el que sabe leyes que el que las defiende? Este merece hacerlas, y los otros estudiarlas. ¿Libertad es obedecer a la discordia de muchos, y servidumbre atender al dominio de uno? ¿A muchas codicias y ambiciones juntas llamáis padres, y al valor de uno, tiranía? ¿Cuánta más gloria será al pueblo romano haber tenido un hijo que hizo a Roma Señora del mundo, que unos padres que la hicieron con guerras civiles madrasta de sus hijos? Malditos, mirad cual era el gobierno de los senadores, que habiendo gustado el pueblo de la monarquía, quisieron antes Nerones, Tiberios, Calígulas o Eliogábalos que Senadores».

Esta última reflexión prueba cuán bien estudió Quevedo la historia de Roma en los últimos sollozos de su libertad. Solo puede culparse la censura de Bruto, que no fue envidioso ni ambicioso, sino necio. Pero César, si se había de sostener el carácter que le da el autor, no podía hablar de otra manera.

En la composición intitulada la Fortuna con seso hay un gran número de reflexiones morales y políticas, en las cuales campea el buen juicio y la severidad de Quevedo. Tal vez están revestidas las sentencias graves y serias con el traje grotesco que solía dar a sus pensamientos satíricos. Hablando de los tiranos, cita la definición de Aristóteles. Es tirano quien mira más a su provecho particular que al común. Y continua Quevedo: «quien   —154→   supiere de algunos que no se comprendan en esta definición, lo venga diciendo y le darán su hallazgo».

De Luis XIII, rey de Francia, dice que no se limpiaba de privados. En efecto los tuvo toda su vida y no reinó un solo momento. Para burlarse de los títulos nominales del duque de Saboya se expresa así: «padece achaques de rey de Chipre, es molestado de recuerdos de Señor de Ginebra, y adolece de soberanía desigual entre los demás potentados». De un ministro recién elevado dice que antes de presentarse a recibir pretendientes se da un baño de cara de mármol. Moteja enérgicamente uno de los más grandes abusos que ha habido en la administración de la justicia criminal, a saber: la larga duración de los procesos si el reo tiene dinero, diciendo: donde el dinero acaba, el verdugo empieza. Concluiremos estas citas con una muy notable de la Fortuna con seso. Supone un potentado hablando con sus aduladores, a quienes dice: «Afligido me tiene la pérdida de las dos naves mías. En oyéndole se afilaron los aduladores de embeleco, y revistiéndoseles la misma mentira, dijeron unos, que antes la pérdida le había sido de autoridad y a pedir de boca, y que por útil debiera haber deseádola; pues le ocasionaba causa justa para romper con los amigos y vecinos que le habían robado, y que por dos les tomaría doscientas». ¿Quién no ve en este diálogo una trova mal disimulada de la manera con que el conde duque de Olivares anunció a Felipe IV la rebelión del duque de Braganza y la pérdida de Portugal, pidiéndole albricias por la ocasión que se le ofrecía de confiscar los estados del duque?

A más llegó aún la osadía de Quevedo en este pasaje. Prosigue así: «otros (lisonjeros) dijeron que ha sido en la pérdida glorioso su celo y lleno de majestad, porque aquel era gran príncipe que tenía más que perder». Sabido es que el sobrenombre de Grande que dio la adulación a Felipe IV, lo convirtió la sátira, justa en aquella ocasión, en ludibrio, diciendo que fue grande como un hoyo, por la mucha tierra que le quitan. ¡Ah Quevedo! si te hubieras contentado con tus jácaras y letrillas contra taberneros, escribanos, rameras y rufianes no hubieras pasado parte de tu vida en las prisiones o en el destierro.

En la primer entrega de la edición que hemos anunciado de las obras festivas de este escritor, empieza el Sueño de las Calaveras, visión fantástica, en que se supone que todos los muertos son llamados por orden de Júpiter al juicio de Radamanto. Está llena de la sal característica de Quevedo. Pondremos algunos ejemplos de ella.

«Lo que más se espantó fue ver los cuerpos de dos o tres mercaderes que se habían vestido las almas del revés tenían todos los cincos sentidos en las uñas de la mano derecha».

«Una dama, que había sido casada siete veces, iba trazando disculpas para todos los maridos».

«Un juez, que lo había sido, estaba enmedio de un arroyo lavándose las manos, y esto hacía muchas veces. Llegueme a preguntarle por qué se lavaba tanto, y díjome que en vida, sobre ciertos negocios, se las habían untado, y que estaba porfiando allí por no parecer con ellas de aquella manera delante de la universal residencia».

«Iba sudando un tabernero de congoja, y a mí me pareció que le dijo un verdugo: harto es que sudéis agua, y no nos la vendáis por vino. Uno de los sastres, pequeño de cuerpo, redondo de cara, malas barbas y peores hechos, no hacía sino decir: ¿qué pude hurtar yo, si andaba siempre muriéndome de hambre? Y los otros le decían (viendo que negaba ser ladrón) qué cosa era despreciarse de su oficio».

«Tras ellos venía la locura con sus cuatro costados, poetas, músicos, enamorados y valientes»

«Pilatos se andaba lavando las manos muy aprisa para irse con sus manos lavadas al brasero».

«Cayéronsele (a un maestro de esgrima) en el suelo por descuido los testimonios, y fueron a un tiempo a levantarlos dos Furias y un alguacil, y él los levantó primero que las Furias». En este pasaje hay dos rasgos satíricos: uno el de la ligereza de los alguaciles en recoger todo lo que contribuye a acriminar: otro fundado en el equívoco de la palabra testimonio».

«Pues enseño a matar, bien puedo pretender que me llamen Galeno, que si mis heridas anduvieran en mula, pasaran por médicos».   —155→  

«Enfadose el avariento, y dijo: si no he de entrar, no gastemos tiempo (que hasta aquello rehusó de gastar)».

Bastan estos ejemplos para conocer el carácter de la elocución de Quevedo. Habiéndose impuesto la obligación de ser siempre chistoso, sutil y mordaz, fue imposible que tuviesen igual mérito todas sus sales satíricas; pero es preciso confesar que casi siempre agrada aún a los lectores de gusto más severo. Sus expresiones gráficas, como azuzar, testigos, despreciarse de su oficio, vestirse las almas al revés, y otras muchas que él inventó, son al mismo tiempo que extraordinarias, ingeniosas y propias.