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Entre la modernidad y la nostalgia: Edgar Neville en las revistas de humor

José Antonio Llera Ruiz






ArribaAbajo1. Una teoría del humorismo a la medida de un temperamento

Edgar Neville fue siempre un epicúreo, el perfecto caballero, un hombre-orquesta que hizo casi de todo: periodismo, novela, cuento, teatro, poesía y cine. Cuando a su amigo Mihura empezaba a fallarle la pierna, él llegó a jugar al hockey sobre hielo, antes de que la obesidad le hiciera sufrir tanto como Jardiel Poncela -flaco y colérico- sufrió los nervios que le torturaron toda la vida. Tenía un sentido reverencial del ocio y una idea de la felicidad que afinó durante la belle époque, por plazas de toros y tertulias en la Granja del Henar hasta la madrugada. «Trabajé sólo en lo que me gustaba, / y jamás hice esfuerzo extraordinario», presumía en un poema-epitafio. Podríamos decir que su ocupación fueron sus ocios, «obras de ingenio que alguien forma en los ratos que le dejan libre sus principales ocupaciones» (DRAE). Pues, como meditaba Ortega y Gasset, filósofo del raciovitalismo a quien trató y admiró, la infelicidad es un sentimiento que sólo aflora si «una parte de nuestro espíritu está desocupada, inactiva, cesante» (2004, II: 222), y pocas cosas le fastidiaban más que el aburrimiento y la monotonía. Segunda paradoja: terminó la carrera la Derecho casi sin darse cuenta y en 1928 se marchó a hacer las Américas como agregado diplomático en la embajada de Washington. Desde aquí pronto se trasladó a Hollywood para trabajar en la Metro Goldwyn Mayer de guionista y adaptador. Pero Neville fue un diplomático sui generis, casi siempre en la excedencia, que más bien practicó la politesse y la diplomacia sin horarios. Uno de esos momentos en que dio cumplida muestra de habilidad y disimulo fue en la inmediata posguerra, cuando se vio obligado a inventarse parte de su biografía con la intención de borrar su pasado republicano y adaptarse mejor a las circunstancias de los vencedores (Ríos Carratalá, 2005). El ingenio de un individualista aplicado a la vida. Andando el tiempo, las fabulaciones biográficas sobre actores y personajes célebres se convirtieron en uno de los divertimentos favoritos de sus compañeros de generación en las páginas de La Codorniz, donde también colaboró Neville.

En pocos escritores como en él se cumple con tanta exactitud aquel lugar común heredado del romanticismo y repetido en las poéticas de novecentistas y vanguardistas que define el humor como una actitud ante la vida. Para Edgar Neville el humorismo fue, en efecto, un traje cortado a la medida de su carácter. Sobre este tema dejó escritos dos artículos recogidos en sus Obras Selectas que merece la pena revisar: «Sobre el humorismo» y «El sentido del humor». Después de hacer un somero repaso de los maestros de su generación -Julio Camba, Wenceslao Fernández Flórez y Ramón Gómez de la Serna- advierte:

Pero no se crea que el humorismo es sólo una forma literaria: es algo más que ello: es una manera de ser, es un pasaporte, es una cédula, es una tarjeta de identidad. Hay personas con sentido del humor y personas que no lo tienen, y éstas son las dos castas sociales del momento, mucho más diferenciadoras que la antigua de ricos y pobres


(1969: 743-744).                


Vuelta, pues, a los orígenes fisiológicos del término, a la teoría humoral de Galeno. Neville hinchado de humor. Los ingleses hablan del sense of homour para referirse a la conciencia de sí, lúcida y sonriente; aquel que tiene sentido del humor posee una conciencia natural e intuitiva de su propio personaje (Escarpit, 1962: 28). Es un fenómeno estético y afectivo al mismo tiempo. La idea del humor es inseparable de una ética muy determinada que tiene que ver con la tolerancia y la benevolencia, con «la manera de entenderse entre sí las personas civilizadas», piensa el autor de El baile. Mihura lo expresó de manera semejante: «el humor es sólo una risa que ha ido al colegio» (2004: 1299). La muy particular geografía del humor que se saca de la manga Neville demuestra que lo que trata de describir está más allá de la simple jerarquía clasista: «[...] el andaluz, hasta el más pobre y el más inculto, es un hombre extremadamente civilizado, es el sentido irónico que tiene de la vida, la sonrisa exterior a veces sólo interior, con que escucha y mide todo lo que se le dice y la manera que tiene de acoplar su vida al medio a veces difícil en que se desenvuelve» (1969: 746). Fernández Flórez situaba también la esencia del humor en la sonrisa de la desilusión, en una ironía sentimental que se hace legible en términos de distanciamiento. No se olvide la guerra contra el patetismo decimonónico que lanzó al unísono toda la vanguardia, con el Ortega de La deshumanización del arte (1925) como teórico de campanillas.

La definición de Neville coincide con la caracterización que llevaron a cabo otros miembros del grupo como Mihura, que discriminaron entre la tradicional gracia festiva -verbal y mecánica como el chiste- y el humor nuevo, que tiende a una comicidad de situación y a lo que Ortega denomina «placer inteligente». Esta distinción se remonta a Aristóteles, quien en su Retórica alude también a varias especies de lo cómico e introduce un matiz sociológico: la ironía, que sería propia de los hombres libres, no debe confundirse con la chocarrería, «porque el irónico busca reírse él mismo y el chocarrero que se rían los demás» (III 1419b). Demos la palabra de nuevo a nuestro autor:

El humor es lo que tienen ciertas personas, sobre todo si han tenido el valor de enfrentarse con las cosas de la vida sin la sumisión a las ideas hechas, a los valores reconocidos y a los lugares comunes aceptados. El humor es ironía y a veces sátira, es creer a medias lo que los otros creen por entero, es respetar con reservas lo que los otros veneran incondicionalmente


(1969: 739).                


Esa lucha contra el tópico y el estereotipo no rozó en ningún caso la temática política ni antes ni, por supuesto, después de la dictadura franquista. Se concentró más bien en los vacuos rituales de la burguesía: el sofá malva de la sala rosa, los veraneos, las visitas y el huevo frito como símbolo de una visión del mundo convencional, falsaria y edulcorada. «Una de las grandes tiranías de la vida es lo usual, lo usual hace adinámico el espíritu. Lo usual hace palinosa la vida, la ha deformado», dictaminaba Gómez de la Serna en un madrugador artículo publicado, en 1909, en Prometeo. Y La Codorniz, hito del humor neovanguardista de posguerra, no hace sino prorrogar esa intuición horadando con la descomposición paródica todo tipo de clichés lingüísticos, proverbios y géneros literarios populares, restos de esa inteligencia caediza y perezosa que dimana de las idées reçues. Uno de los primeros relatos de Neville titulado «Capicúa» (Buen Humor, 8-III-1925) desarrolla este asunto a través de la caricatura de Don Pascual:

Aquel señor era un archivo de lugares comunes; todas las sentencias y todas las ideas de los novelistas y de los poetas del final del siglo XIX se hallaban recopiladas en él, y las sacaba a relucir de vez en cuando... Don Pascual tenía también frases propias; mas eran de la misma calidad que las de sus autores. Don Pascual decía a veces que «no se sabe lo que se quiere a las madres hasta que se las pierde». Otras veces aseguraba que «todo era según el color del cristal con que se miraba».


Pero lo que más me llama la atención en el bosquejo de definición nevilliano es la identificación entre humor e ironía. Tanto Gómez de la Serna primero como Mihura después desecharon la palabra por considerarla hija de la violencia y de la invectiva. La connotación positiva de la que se halla investida para Neville muestra una comprensión más compleja y verdadera del término. La retórica y la pragmática nos han enseñado que la ironía es una estrategia discursiva que puede amoldarse a intenciones diversas que abarcan desde un pathos agresivo hasta usos meramente lúdicos. Por otra parte, la riquísima teoría romántica emplaza la ironía en el territorio de la escisión del yo y el desdoblamiento. La alusión a la sátira, que configura un binomio junto con la ironía, me parece también muy interesante, puesto que Neville vuelve a desmarcarse de Ramón y de Mihura. Y lo hace mediante una locución adverbial de cantidad muy pertinente («a veces sátira»). La marginación de lo satírico se origina en las teorías del romanticismo alemán a través sobre todo de Jean Paul Richter, piedra de toque para los vanguardistas españoles, que no veían con buenos ojos el tufillo didáctico-moralizador. Su Introducción a la Estética (1804) contiene un párrafo de importancia capital que empareja al humorismo con la mirada universal sobre el mundo, mientras que relega a la sátira a lo particular. Vuelve a vislumbrarse el trasfondo moral del fenómeno: «Esta universalidad explica también la dulzura y tolerancia del humor para con las tonterías individuales, porque éstas, hallándose esparcidas entre la multitud, tienen menos fuerza y hieren menos; además, el ojo del humorista no puede desconocer su propia afinidad con el género humano» (1990: 97).

Tal vez el joven Neville que publicó la novela Don Clorato de Potasa en 1929 (está dedicada a Ramón, Chaplin y Belmonte) hubiera podido suscribir todavía todos los postulados de Richter. Sin embargo, el que redacta los dos artículos que estamos comentando es otro. La vena sainetesca y costumbrista que irá adquiriendo su humor, perceptible sobre todo en su cine, obturaba una anulación completa de la sátira, si bien ésta será interpretada siempre de forma laxa, pues el humor nevilliano, si raras veces llega a amonestar, nunca muerde.




ArribaAbajo2. Los ismos de Neville: prosa humorística en Buen Humor, Gutiérrez, La Ametralladora y La Codorniz


2.1. Ramonismo

Dirigida por el dibujante Sileno, Buen Humor será una de las lanzaderas del humor nuevo. Cubre todo el decenio que va desde el 4 de diciembre de 1921 hasta noviembre de 1931. Eran 28 páginas compuestas a tres columnas y se vendía a 40 céntimos. La portada y la contraportada, en papel de mayor calidad, se estampaban a cuatro tintas. Por ella desfilan humoristas como José López Rubio, Juan Pérez Zúñiga, Ernesto Polo, Enrique Jardiel Poncela o Ramón Gómez de la Serna que en su sección «Ramonismo» adelanta sus Gollerías y sus Caprichos. La parte gráfica también estaba cubierta de forma inmejorable por Bagaría, K-Hito, Herreros, Xaudaró, Tono y Mihura. Toda la vanguardia desprendía un intenso relampagueo humorístico. El astro mayor de ese fenómeno se reunía en Pombo con sus discípulos, entre ellos Edgar Neville, que entra a formar parte de la plantilla de colaboradores de Buen Humor gracias a su amigo López Rubio. Su primer relato, «El perdón» (25-XI-1923), anticipa algunas constantes de su obra posterior. Si bien es cierto que más de una vez regresa a los orígenes lustrales de la infancia -así sucede en Mi calle (1960), una de sus mejores películas-, muchos de sus cuentos se enmarcan en un tiempo futurista o posapocalíptico. En este caso, el doctor Wolf y la señorita Mayer son los dos únicos supervivientes del diluvio que había devastado el planeta. Mientras vagan por el mundo y se distraen con sus charlas eruditas se les aparece Dios, que les revela su verdadera identidad: «En efecto, la contraorden perdonando y volviendo a abrir la puerta del Paraíso a Eva y Adán, había sido dada y no cumplida por no haberlos podido ya encontrar». Esta anagnórisis nos lleva a un final donde prevalece la piedad sobre los personajes, muy frecuente en Neville: la inocencia o la bondad es lo que determina la posibilidad de una segunda oportunidad que invalida la idea trágica de destino. Recuérdese, por ejemplo, la vuelta a empezar de Mercedes en La vida en un hilo o el relato «José Sánchez», de temática bélica, donde la compasión acaba por deshacer el nudo irracional de la orden que unía al verdugo con su víctima.

Ramón fue como una gran piñata de metáforas y bajo la alfombra humorística traía camuflada nada menos que toda una epistemología, un modo de percibir el mundo, de hablarle, de escuchar sus formas y sus fuentes por lo menudo. En La sagrada cripta de Pombo le reprocha al discípulo su diletantismo con mucha elegancia: «Calavera del mundo y dado a la literatura, ¿cómo le podríamos explicar que la literatura necesita el asiento dedicado y puritano bajo toda apariencia de fiebre o periodismo». El diagnóstico de Ramón no estaba extraviado: Neville no era precisamente un estilista y en muchos de sus relatos, sobre todo en estos primeros años, se echa de ver demasiado apresuramiento en la escritura, aún muy impostada, sujeta a los mismos anclajes temáticos y compositivos. Era la prisa de quien quería vivirlo todo, sin tregua.

En el archivo de ABC, diario en el que Edgar publicó la necrológica de Ramón el 24 de enero de 1963, se conserva una foto que no me canso de mirar. Neville y López Rubio, en primer plano y en paralelo, cargan sobre los hombros con el féretro de Gómez de la Serna. El uno alto, como un Atlas inmenso, con el abrigo desabrochado, parece ir abriéndose paso entre los asistentes al funeral; sobre el otro, mucho menos corpulento, se inclina el ataúd. Con la mano derecha se agarra desconsolado al féretro por uno de los asideros dorados. Claro: Ramón, que tanto escribió sobre muertos, muertas y otras fantasmagorías, no podía entrar recto y horizontal a la fosa, sino curvo, torcido, ladeado, cojitranco. Así su literatura. Para cualquier autor lego que empezaba en el humorismo la prueba del nueve consistía en cómo desprenderse de la influencia del maestro, del peso que podía llegar a asfixiarlo. Neville lo caracterizó como «el buque nodriza». Aunque poco a poco fue logrando su manera, gran parte de su obra transpira un ramonismo declarado, desde sus primeras colaboraciones editadas en Buen Humor (1923-1926) o Gutiérrez (1927-1928) hasta las greguerías que aparecen en La Ametralladora (1938-1939) y en La Codorniz de los años cuarenta. En los cuentos que aparecen en las dos primeras, casi un centenar, se percibe la huella de géneros ramonianos de tipología narrativa como el capricho y la gollería. Lo absurdo se entrevera con la anécdota banal e ingenua y se acumulan personajes estrafalarios, oníricos, incongruentes.

Decía Augusto Monterroso que hay tres temas literarios: el amor, la muerte y las moscas. La protagonista de «La mosca viajera» (Gutiérrez, 9-VII-1927) es Dolly, una «mosca de sociedad». El argumento es mínimo: se lanza a la aventura de cruzar el Atlántico y al llegar a Europa se posa en la barbilla de un alabardero: «El imberbe, sorprendido, se miró en el espejo, de marco de peluche rojo, y allí se vio con la más hermosa mosca que jamás pudo soñar; como que era nada menos que la compasiva Dolly, que en un momento de inspiración había ido a posarse en la punta de aquella barbilla». Conocidos son los procedimientos de animismo y antropomorfización que impregnan las greguerías de Ramón, que enlazan con el pensamiento mágico y primitivo, descubriendo zonas inéditas de la realidad: «Las moscas hacen el gesto de lavarse las manos como diciendo: "¡Ah, nosotras no tenemos la culpa si somos contagiosas"». Neville, además de esto, juega con el sustrato metafórico de la lengua y recurre a la polisemia del término mosca (insecto/pelo). Nos recuerda así a la gollería ramoniana sobre aquella polilla tan hambrienta que tras comerse la tela de araña se come la «tela de juicio» (2001: 500). La personificación vertebra otro microrrelato aparecido en Gutiérrez: «Rehabilitación» (11-VI-1927). Es la historia de una estrella de mar que se reproduce por medio de unos granos de bicarbonato. De nuevo la narración adopta el punto de vista del animal marino: «Ella recordaba con una fijeza enorme los caracteres estampados en el bote de donde había salido la sustancia generadora. Pero no sabía leer, era analfabeta». El mar se transforma en una especie de patio de vecindad, con todo tipo de rumores acerca del origen de la descendencia, hasta que la estrella de mar logra instruirse y descifra los signos escritos en el bote de bicarbonato. Tiene lugar entonces la irónica revelación de la paternidad: «-Sí; parece que tuvo el desliz con un tal Doctor Perea». El desenlace presenta un giro hacia un lirismo que oscila entre la personificación y la belleza de lo inanimado: «Hasta que un día logró alcanzar la mayor distinción a que aspiran las estrellas de mar: una ballena se la colgó al pecho y la lució en una fiesta de noche».

Ramón declaró ser «el protector de las cosas». Este amor por los objetos, inherente al arte de vanguardia, es uno de los rasgos funcionales básicos de la greguería (Nicolás, 1988: 103-107). La mirada-lupa de Ramón se fija en objetos nimios, consuetudinarios o modernos, rastreando sus fisonomías, estilizándolos; es el suyo un ojo en diminutivo que todo lo imanta: la crisis de los troles, la tristeza de los solares en venta, los bastones, los estercoleros, las latas de sardina, las bigoteras, el hijo de los prestamistas, los ascensores, las señoritas afilipinadas, el lumbago... Infrarrealismo lo llamó Ortega en su ensayo sobre el arte deshumanizado. Un auténtico aleph encuadernado con pastas de hule. Asedia al objeto y lo hace visible en unos dibujos algo párvulos, con un plumín que parece de uña de gato. Neville, claro, sigue la estela: se apodera del papel carbón e imita los saltos mortales de Gómez de la Serna. Mihura, que dirige La Ametralladora en San Sebastián, incorpora a Neville a finales de 1938. Le pide que escriba una «Sección dedicada a explicar bien lo que es...». Con la intención de desautomatizar las severas definiciones del diccionario se incuban aquí auténticas greguerías extensas que firma como N o ENE, ilustradas con alguna fotografía que no viene a cuento. Este pastiche ramoniano abarca de todo: la gallina, la mecedora, la liendre, el cepillo, el diplodocus, la oveja... Su labor continuará en las páginas de La Codorniz. En el número 14 (7-IX-1941) aparece «La langosta»:

La langosta es una carroza del Carnaval de 1905, naufragada. No se sabe con qué intención fue colocada en el fondo del mar, que es un medio al que indudablemente no pertenece. Barroca de arquitectura, complicada de anatomía, no está hecha para andar entre trozos de periódicos y latas de sardinas, que es, si fija uno bien, lo que hay en el fondo del mar.

La langosta, desde luego, no era así al principio, pero se ha ido deformando a fuerza de aguantar las grandes presiones, lo cual demuestra que no está hecha para aquel medio.

Esos ojos tan saltones y a la punta de una caña, no es natural.

Pero qué le iba a hacer; a ella le echaron al mar, y como no sabe nadar, se fue al fondo. ¡Mala suerte!

La vida de la langosta es sencilla: se levanta por las mañanas, se pone a mirar de un lado para el otro y luego le anda a la arena con el bastón. Así le dan las ocho y cuarto de la noche, hora en que se duerme, y sueña en lo cara que se ha puesto [...].



Como advertía Gracián, el ingenio permite reunir dos realidades disímiles: la langosta es una carroza. La función de la metáfora no es tanto escamotear la realidad como atravesarla, merodearla, ensancharla, descubrir la sutura desconocida, el hilván perdido entre las cosas, la analogía perpetua. La cosificación se entrecruza con el procedimiento inverso de la antropomorfización, creando una imagen superpuesta a modo de arabesco: el crustáceo nos aparece en los párrafos siguientes como una dama ociosa, que hurga en la arena con una pinza que se ha transformado en bastón. Sigue después el inesperado bucle irónico contenido en la alusión a la carestía del manjar.

Ramón se reconocía un humorista macabrero, modalidad que también hallamos con frecuencia en los primeros cuentos de Edgar Neville. La tradición española es rica, desde Quevedo al cine de Berlanga. «El hombre que lleva un ataúd» (Buen Humor, 30-III-1924) es la historia de Nicanor, hombre jovial a pesar de su oficio: «Poco trabajo tenía y reducíase a llevar cajas de muerto a domicilio». En la prosa nevilliana se engasta alguna imagen greguerística para enfatizar el efecto extrañador e inquietante. Por ejemplo, la repentina humanización del ataúd: «La caja cabeceaba en el pescante como esos señores que dicen que no a todo por un tic nervioso». La comicidad de estos relatos suele recaer en el uso de la ironía de situación: siempre hay una víctima ingenua que no acaba de medir con justeza el alcance de sus palabras o de sus actos, que de algún modo se vuelven contra él. Es lo que ocurre en «El sillón Coonley» (Buen Humor, 13-IV-1924), una variante de la leyenda que atribuye a Guillotin, propagandista de la guillotina, haber muerto también bajo la cuchilla. John Coonley es un pequeño propietario en un pueblecito del condado de York, que desea salir del anonimato con lo que considera un invento digno de hacerle pasar a los anales de la historia: un sillón para ejecutar a los reos sin dolor. Sin embargo, todos los intentos de darle publicidad y de venderlo a los gobiernos fracasan. Sólo tiene éxito cuando prueba con su propia vida la fiabilidad del ingenio mecánico:

Para el día siguiente citó el inventor a todas las personalidades del pueblo. Las llevó ante su sillón y comenzó una conferencia elogiando sus condiciones de humanidad, elegancia y comodidad; después aseguró que por ser el aparato más rápido, era el que debió de implantarse en la nación; y, por fin, se sentó en el aparato y apretó el botón. Y el «Sillón Coonley» fue adoptado, porque funcionaba prodigiosamente.



En 1924 José López Rubio publica sus Cuentos inverosímiles. La verosimilitud era un valor a la baja para los vanguardistas, que buscaron la renovación y la ruptura del canon realista tanto en los temas como en la técnica narrativa. Si bien juega a menudo con la focalización, Neville no experimenta mucho con el narrador ni con el ritmo narrativo. Una de las pocas excepciones la constituye el micro relato titulado «La calumnia (cuento con discusión)» (Gutiérrez, 12-XI-1927). Los personajes vuelven a ser animales, pero a diferencia de la fábula, carece de didactismo. Lo más llamativo es el recurso de la digresión, que pulveriza la linealidad de la narración con el injerto de un diálogo metadiscursivo entre el narrador omnisciente y el lector implícito:

Aquel día Petra saltó al corral aún más tarde que el gallo. Era una gallina negra, flaca y chismosa.

(-Dice usted esas cosas de ella porque no está delante para defenderse).

-Bueno, cállese).

Petra traía...

(-¡Vaya cacofonía!)






2.2. Automovilismo

La greguería no siempre se encariña con lo pequeño. A veces lo mira de soslayo. Neville, de padre ingeniero, escribe en La Ametralladora (7-V-1939) sobre el Fiat Topolino, un pequeño coche de trece caballos y cuatro marchas que empezó a comercializarse al final de la década de los treinta. Si la langosta era un crustáceo que parecía una carroza, el Topolino es un barato utilitario que parece un crustáceo. Veamos esta burlona genealogía en la que triunfan la metáfora y la meiosis:

Es un pequeño crustáceo que corre por ahí desde hace poco. Al pasar junto a los charcos es cuando se reconoce si es o no mamífero; si le salpica a uno sí que lo es.

[...] El topolino actual se ha conseguido tratando a varias generaciones de centollos con aceite de hígado de bacalao.

Luego se le ha cruzado con el patinete, esto después de grandes esfuerzos, pues no había medio de que se gustaran, y de esta forma sencilla se ha obtenido este crustáceo del tipo de los anfibios, ya que resiste muy bien a la lluvia.



Naturalmente, el rango aristocrático de Neville no podía conformarse con un coche diminuto y pitufo. No. Él conduce un Packard descapotable azul y más tarde adquiere un Cadillac. También a Jardiel le encantaban los coches, como demuestran sus novelas y su teatro. Tono dilapidó sus ahorros en Hollywood para adquirir corbatas y automóviles flamantes. Álvaro de Laiglesia, el más snob, solía jactarse de su Ferrari y llegó incluso a conducir un coche anfibio. La generación anterior de humoristas, en cambio, mantuvo con el automóvil una relación más conflictiva. Julio Camba sólo tuvo en propiedad una maleta vieja y un fardo de revistas en lengua inglesa. Wenceslao Fernández Flórez satirizó el maquinismo y la moderna mitología del coche en El hombre que compró un automóvil (1932). Edgar traslada esta pasión por el volante a uno de los textos editados en Buen Humor: «Cuento de amor» (17-I-1926). La humanización de los protagonistas burla cómicamente las expectativas del lector: se nos relata el idilio entre la señorita Carmen Moncloa, vehículo que acaba de sufrir un pinchazo en la calle de Leganitos, y Especial. Véase el topos literario del sobrepujamiento reescrito a la luz de la fantasía vanguardista:

Por de pronto Especial era de último modelo, sus faros relucían más que los de cualquier otro coche, sus ballestas le daban una flexibilidad de movimientos que hacía que atravesase las calles peor empedradas con una gracia en el paso rodado que partía corazones. Además, aunque joven, se había hecho una sólida reputación: pasaban de treinta los atropellos que había realizado [...]. Esto le había valido venir retratado en todos los periódicos y revistas de la ciudad y que largos escritos se hubiesen escrito ocupándose de él. Se comprenderá, pues, cómo con estas circunstancias era natural las pasiones que había despertado en los tiernos cilindros de sus compañeras.



Se va tejiendo una visión paródica del género folletinesco, con episodio de celos incluido. Al final, omnia vincit amor, y Especial acude al rescate de Carmen Moncloa: «Así entraron en la cochera ante la mirada atónita y desesperada de Lista Guindalera y Atocha Callao, y desde entonces comenzó el idilio que al cabo de unos meses había de dar como tierno fruto de amor un pequeño Citroën». Neville vuelve sobre el asunto, pero esta vez en clave sarcástica. «Peatones» (Gutiérrez, 14-I-1928) es un artículo de opinión en el que se exalta, con negra ironía y una prosa algo alambicada, el dogma moderno de las cuatro ruedas:

Me dan pena los peatones; pero no porque los atropellen los automóviles, lo que al fin y al cabo es su obligación y función para la cual han venido al mundo; me dan pena porque después de larga observación los he descubierto interiormente; he conocido su espíritu atormentado. [...] Se trata, en efecto, de suicidas en potencia, de suicidas sin valor para suicidarse. Almas torturadas, van por la calle abstraídos con sus pensamientos amargos, y caminan inconscientes de cualquier itinerario, esperando la maza de la Providencia, en forma de camioneta, que venga a liberarles de este mundo.



Hay que retroceder algunos años para contextualizar como es debido estos textos de los años veinte. El 22 de febrero de 1909 Marinetti publica en Le Figaro el primer Manifiesto del Futurismo, donde afirma que un coche de carreras es más bello que la Victoria de Samotracia. Ramón Gómez de la Serna divulgó esta osada boutade en su revista Prometeo (núm. XX) y saludó jubiloso al nuevo movimiento: «¡Conspiración de aviadores y chauffeurs!». Un año después, el italiano envía a la revista «La proclama futurista a los españoles», y llega incluso a componer una «Canción del automóvil». El futurista Luigi Russolo trata de llevar la velocidad al lienzo en su Dinamismo de un automóvil (1911) y Giacomo Balla, con «Coche de carreras, estudio de velocidad» (1913) halla motivo de inspiración en el mismo tema. Sin embargo, en el lúcido Ramón la erótica del maquinismo está atravesada de thánatos; el giro de las turbinas oculta lo fatídico. Uno de sus caprichos, «Choque de trenes», lo expresa a las claras en la historia de amor imposible entre dos locomotoras: «Estaban cansadas de verse de lejos y de no verse en el vértigo de los cruces, cuando más cerca estaban; estaban cansadas de llamarse con pitidos, de desearse con nostalgia; y como el celo de las máquinas es mayor que el terrible celo de los elefantes y de los camellos, se habían querido montar, pero precisamente su celo, por lo terrible y lo impetuoso que es, es catastrófico y fatal» (2001: 317). Entre válvula y válvula, una calavera. Al igual que Fernández Flórez con su inquietante rebelión de los coches al final de El hombre que compró un automóvil, también Ramón crea su particular utopía negativa del maquinismo en una gollería en que los urbanitas son asfixiados por el humo. Cuando en 1931 publica Ismos sabe que el futurismo sólo es un pecado de juventud, un ave herida de muerte por el tiempo: «Todo es inadmisible y falso en esta religión, pues llega a decir Marinetti que la motocicleta es “divina”, inaguantable aseveración, pues la motocicleta es de lo más blasfemo que se ha inventado» (1975: 123). En realidad, a Ramón le tienta más la cacharrería inservible del Rastro y gusta siempre de espiritualizar cualquier relojería. Saldos, retales y totum revolutum de baúl antiguo comido por los ratones.

Algo había cambiado sin duda. Entre 1917 y 1928 tiene lugar la máxima floración del culto a la técnica en el ámbito de la lírica y de la novela (Cano Ballesta, 26ss.). En revistas como Grecia, Cervantes y Vltra se encarecen las conquistas del homo technologicus -trenes, aviones, trasatlánticos- en el seno de una ciudad cosmopolita que bulle al ritmo del jazz, el charlestón y el cinematógrafo. Rafael Alberti canta las excelencias de la bombilla, redacta un «Madrigal al billete del tranvía» y observa los mitos clásicos al trasluz de la modernidad. Venus también coge el ascensor. Por las mismas fechas en que Neville publica su «Cuento de amor», Pedro Salinas escribe «Navacerrada, abril», donde se poetiza la relación amorosa entre el sujeto lírico, conductor, y su automóvil: «Alma mía en la tuya / mecánica; mi fuerza, / bien medida, la tuya, / justa: doce caballos» (1981: 116). Más atrevido, el ultraísta Xavier Bóveda publica «Un automóvil pasa» (1919), plagado de onomatopeyas, y en el que es patente la antítesis entre lo nuevo y lo viejo: «Oú, oú, oú: / lentamente un automóvil pasa... / Oú, oú, oú: / el automóvil continuamente canta. / Y el motor / lo acompaña / retozón. / Trrrrrrrr / Trrrrrrrr / hay una luz ultravioleta, que ilumina / el interior del automóvil / donde la anciana que lo ocupa, / entre el y el trrr evoca / recuerdos suaves del pasado...».

A todo ello se añaden algunos datos sociológicos de interés, ya que a partir de 1925 se produce un gran aumento en la venta de automóviles, sobre todo de vehículos de importación -debido a la Grand Guerre, la mayoría de divisas están devaluadas frente a una peseta fuerte (Lage Marco, 2005: 146). En un artículo editado en El Sol (24-VIII-1930), Ortega critica la moral del automóvil en España, país de señoritos donde se usa el coche más por vanidad que por utilidad. El filósofo tenía auto propio, sí, y proclamaba su necesidad con ahínco, pero se bastaba con un vehículo corriente para recorrer los pueblos de Castilla. Edgar Neville le acompañó en alguna de esas excursiones, como recordaba en la necrológica de Ortega que publicó en ABC.

Llega un momento de resaca en que se enciende la luz de alerta. El progreso ya no es el depositario de la perfección, sino de la amargura y del horror, como habían avisado las poéticas simbolistas de principios de siglo. Amigo de Edgar, Federico García Lorca eleva un canto al dolor de la Naturaleza mancillada por el materialismo de la razón instrumental en Poeta en Nueva York (1929): «Hay un mundo de ríos quebrados y distancias insasibles / en la patita de ese gato quebrada por el automóvil» (2003: 205). Con Metrópolis (1927) Fritz Lang baña de sombras expresionistas los subterráneos de la ciudad, mientras que el Chaplin de Tiempos modernos (1935) enloquece entre ruedas dentadas. ¿Y qué ocurre con Neville? Considero que una película como El último caballo (1950) representa la impugnación de la modernidad a través de un pasado preindustrial, bucólico y arcádico, del mismo modo que la escena de los inventores del primer acto de Ni pobre ni rico sino todo lo contrario (1943), de Mihura y Tono, evidencia la parodia del maquinismo. Cuando ya es imparable la motorización del regimiento en el que acaba de licenciarse, Fernando Vallejo (Fernán Gómez) emprende una dura batalla para salvar de la muerte a su caballo Bucéfalo, al que quieren vender para que sirva de montura a los picadores de las plazas de toros. En la ingenuidad del personaje y en su bonhomía descansa la ternura de Neville, que nos ofrece una muestra más de happy end. Pisar a fondo el acelerador del Cadillac no evita la nostalgia dulzona por el coche de caballos. Neville fue un moderno, pero también, como recuerda López Rubio, «el más romántico de todos». Por eso no cayó en la trampa futurista de negar completamente el pasado.




2.3. Cubismo

El humor se asocia con frecuencia al uso de la perspectiva, al cambio del punto de vista. La pupila del humorista está agujereada como un tamiz: suma focos múltiples y variados, añade lentes cóncavas y convexas, se explaya en el contraste entre la apariencia y la realidad, junta las cejas o se divierte con la diplopía. En su prólogo a Ismos Ramón reflexionaba sobre este asunto:

El misterio de que una cosa literaria resulte es que estén bien hallados los ángulos... Todo estriba en saber apreciar qué ángulo es el interesante... [...] En cada asunto o escena hay que hallar el ángulo intencionado, lo que basta para el resto, lo que da a cala la novedad de cada episodio. Aquella costumbre antigua de cuadrar las cosas, de darlas desusadas de perspectiva o mostrarlas en políptico es una costumbre perniciosa que va contra lo nuevo


(1988: 111).                


No en vano Gómez de la Serna era consciente de la importancia del cubismo dentro de la vanguardia histórica. En 1915 había tenido lugar en la calle del Carmen de Madrid la exposición de Los pintores íntegros, primera presentación en la capital del cubismo. En ella participa Diego Rivera, quien retrata al creador de las greguerías y padrino de la muestra. Desde su fundación por Pablo Picasso y Georges Braque a principios del siglo XX, el cubismo no deja de plantearse los mismos problemas. Renuncia a imitar el objeto y aspira a construirlo con lo que el artista sabe. A la vez que se introduce la ruptura de la línea de contorno y la autonomía de planos, se acaba con la convención de la perspectiva renacentista. La focalización única es reemplazada por el simultaneísmo, que se manifestará en la técnica del collage pictórico y poético -Apollianaire o Huidobro-, así como en el lenguaje cinematográfico. ¿Qué otra cosa es la pintura aérea (aeropittura) del segundo futurismo sino una pasión por el enfoque en picado, por la perspectiva inédita? Desde la ventanilla en movimiento, el mundo nos revela su entraña cambiante y fragmentada. Así describe el narrador de Víspera del gozo (1926) de Pedro Salinas la visión desde el automóvil que tiene Claudio de su entrada en Sevilla. La ciudad parece una rápida sucesión de fotogramas, un calidoscopio que vibrara. La prosa hace un travelling:

La calle, inmóvil, pero poseída con la marcha del coche de una actividad vertiginosa y teatral, empezó a desplegar formas, líneas, espacios multicolores y cambiantes, rotos, reanudados a cada instante, sin coherencia alguna, y con idéntica rapidez y destreza con que muestra un prestímano los colorinescos objetos que le van a servir en su juego, más que para que el público los vea, con el malicioso propósito de que su rauda sucesión cree una imagen confusa y apta para cualquier engaño en la mirada del espectador. [...]. Todo lo que aprehendían los ojos eran fragmentos, cortes y paños de muros, rosa, verde, azul, y de trecho en trecho, como un punto redondo y negro que intenta dar apariencias de orden a una prosa en tumulto.


(apud Buckley y Crispin, 1973: 76).                


La realidad se somete a la ley del cilindro, el cono y la esfera. La frase es de Paul Cézanne, pero también podría haber sido de Tono o de Mihura, que despliegan en Buen Humor y en Gutiérrez un nuevo estilo de dibujo de base geométrica, alejado de la desfiguración caricaturesca que había dominado el humor decimonónico. Mihura, en el artículo que escribe en los años cincuenta para la Enciclopedia del periodismo de Nicolás González Ruiz reflexiona de modo parecido a Ramón, recalcando que lo que pretende el humor es que nos contemplemos «por un lado y por otro, por detrás y por delante, como ante los tres espejos de una sastrería, y descubramos en nosotros nuevos ángulos y perfiles que no nos conocíamos» (2004: 1301). Humor y cubismo: una epistemología de la visión. Ortega y Gasset se pronuncia acerca de las aportaciones del cubismo en su ensayo de 1924 «Sobre el punto de vista en las artes». Desde Cézanne la pintura comienza a pintar ideas: «Nótese cómo por un simple avance del punto de vista en la misma y única trayectoria que desde el principio llevaba, se llega a un resultado inverso. Los ojos, en vez de absorber las cosas, se convierten en proyectores de paisajes y faunas íntimas. Antes eran sumideros del mundo real: ahora, surtidores de irrealidad».

Como arte cerebral que es, no busca contentar al gran público, que generalmente lo rechaza con violencia porque no lo entiende. Es ésta la idea que Edgar Neville desarrolla en uno de los relatos incluidos en la colección Adán y Eva (1926). «El cubista» cuenta la historia de una transformación: el amigo de un pintor cubista que logra pintar cuadros de ese estilo después de mucha instrucción y paciencia. Su opinión sobre el arte moderno cambia rotundamente a partir de ese instante. La ironía situacional gravita esta vez alrededor de una intención didáctica, ya que es el neófito quien acaba por quejarse de la ignorancia de la portera, que se atreve a criticar su trabajo como antes había hecho él con el de su amigo: «Solo, cuando la espectadora se hubo marchado, se quejó de la incultura ambiente, de la incomprensión de las gentes y de la falta de sensibilidad» (1926: 97).

Si en la sátira menipea la perspectiva de ultratumba hace ridículos los afanes de los hombres y nos revela la distancia entre apariencia y realidad, el relativismo del humor se asienta a menudo en un atisbo poliédrico e inusitado. El humor de «El hijo de los Reyes Magos» (Gutiérrez, 7-I-1928), uno de los cuentos mejores de Neville, radica precisamente en la focalización ingeniosa, en la selección de una mirada infantil muy particular. Juanito de Oriente, hijo de los Reyes Magos, tiene motivos para preocuparse cuando se acerca la fecha del seis de enero: «Sus amigos mayores se reían de él, porque creía en los Reyes y en sus regalos. Ellos afirmaban que no había tales monarcas, que se trataba simplemente de los padres». El niño no soporta más las dudas y pregunta a sus progenitores:

Y Melchor, Gaspar y Baltasar afirmaban su fe ardientemente, tan ardientemente que al niño le quedaba la sospecha de que quisieran engañarle.

-¿En vuestros tiempos de niños había ya Reyes Magos?

Y ante esta nueva pregunta, los monarcas ensombrecían su rostro, al recordar aquella niñez la suya, sin esa ilusión.

-No, en nuestros tiempos no venían los Reyes a traer juguetes. Eran los padres.


Posteriormente, Don Clorato de Potasa (1929) nos ofrece un ejemplo delicioso en el que el perspectivismo se asocia con la metonimia del autor por la obra. En París, Clorato y Odette se divierten observando la ciudad con los ojos de escritores distintos:

-Hoy vamos a ver París como lo ve Morand -decían.

Y en seguida emprendían una marcha vertiginosa, fijándose en todas las cosas y tirando de la cinta que todas tienen, y que al tirar descubre su imagen definitiva. Otras veces se endosaban el punto de vista Proust; pero al poco tiempo tenían que dejarlo porque se detenían en una esquina y no llegaban a los sitios


(1969: 85).                


Más que el cubismo en sí, creo que a Neville le interesa reivindicar este estilo pictórico como sinécdoque no sólo de la vanguardia, sino también del humor nuevo. Uno de los pocos artículos de opinión que editó en Buen Humor -«Las masas. El gran público en los estrenos», 1-II-1925- aborda el tema de las relaciones entre el público teatral y el humor de minorías que trataban de dar a conocer las nuevas publicaciones. El texto traza el horizonte de expectativas de los años veinte y anticipa algunas conclusiones de La rebelión de las masas, así como los difíciles comienzos de ciertos autores de su generación como Mihura o Jardiel Poncela (éste se estrenará en las tablas poco después, en 1927, con Una noche de primavera sin sueño). Hay que tener en cuenta que cuando Neville escribe este artículo los escenarios están copados por Benavente, Arniches y los hermanos Álvarez Quintero. El moderno Neville no ahorra pullas contra el público ágrafo, zarzuelero y gregario que abarrota los patios de butacas y que no puede asimilar un arte que contraviene lúdicamente la mímesis clásica:

El Gran Público no sabe nunca lo que va a ver, no mira el cartel (quizás no sepa leer), y cuando va al teatro, pretende siempre escuchar una obra de tesis. Si en lugar de ello le presentan una obra de un humorismo fino, el Gran Público no se entera y dice: -¡Bah!, esto es inverosímil-. Con esto quise indicar su desencanto, pues sólo es capaz de apreciar lo verosímil. [...] El Gran público tiene la propiedad de recordar siempre el número exacto de pesetas y de céntimos que le ha costado su localidad, y ello es el gran argumento que aduce siempre.

[...] Al gran Público le molestan los novedades, desconfía, cree que se quieren burlar de él, no osa aplaudir, temiendo se lo echen en cara al día siguiente.





2.4. Costumbrismo

No contento con el apunte sociológico, Neville se cala sus anteojos de colores y comienza a esbozar la sicología de un tipo tan inadvertido como desconcertante: «El catarroso de los estrenos» (Buen Humor, 10-II-1924) es el retrato mordaz de aquel espectador que se singulariza porque no para de carraspear durante el espectáculo. La descripción finaliza con una intuición hilarante:

Será, alguna vez, un enviado del enemigo del autor.

Creemos más bien en que sea una institución, un ser imprescindible, al que todos odian, y el que asume todas las iras del público, desviándolas así del escenario.

Creemos que en la contaduría de los teatros, el día antes de los estrenos, al enviar las localidades de los críticos, hay una en que pone «Don Fulano de Tal. Catarroso tradicional».

Sólo así se comprende que no procedan a su expulsión en todas sus sesiones.


A semejanza de Ramón -madrileñista contumaz- y a diferencia de la mayoría de sus compañeros de grupo, se detecta en Neville una tendencia a la captación de ambientes y de tipos que se acrecienta en su cine de posguerra: Domingo de Carnaval (1943) y Mi calle (1960) son muestras fehacientes de ello. Plaza de Cascorro, menestrales, serenos, charlatanes, criadas, el Retiro... En «Las españoladas» (Buen Humor, 29-III-1925), Neville toca un tema tan noventayochista como el de la España negra, enlazando con la obra de José Gutiérrez Solana, otro pombiano ilustre, pintor de procesiones, toreros, osarios y prostitutas. En un tono irónicamente castizo, Neville es consciente de la pervivencia de la España eterna cuando la juventud clama por no perder el tren de la modernidad europea: «Sigue habiendo toreros, corridas de toros, asesinatos pasionales, ajusticiamientos a granel; el poder del clero sigue como siglo atrás; en Huesca hay personas que pretenden tener el demonio dentro de sí, y tratan de expulsarlo usando de los medios más pintorescos».

Si Mihura fue un soltero recalcitrante, Neville fue un hombre enamoradizo que se separó pronto de su mujer y cruzó el océano para seguir los pasos de Conchita Montes. Lo cierto es que ambos amigos tocan con asiduidad el asunto del noviazgo y del matrimonio. Tanto en Tres sombreros de copa como en La vida en un hilo se establece la misma dicotomía: una vida de rancias convenciones que aliena al individuo privándole de su libertad, y la utopía de una felicidad donde reina la imaginación, donde no hay lugar para la monotonía. Con todo, el desenlace de la obra de Mihura resulta mucho más pesimista y desesperanzado. Dionisio, hombre débil, es incapaz de romper la presión social que le conduce a la amargura, en tanto que para Mercedes sí existe una segunda oportunidad. Dionisio no tendrá más remedio que convivir en adelante con el huevo frito; Mercedes, sin embargo, arroja por la ventanilla del tren el reloj símbolo de su pasado junto a Ramón. «La novia» (Buen Humor, 2-XI-1924) cuenta la peripecia cómica de la búsqueda de pareja por parte del narrador-protagonista, que repasa los preceptos sagrados de la honesta señorita burguesa:

Hará que vaya a pasear por la Castellana por las mañanas. Me llevará al cine por las tardes, especialmente cuando haya películas italianas y dramas de amor, se empeñará en seguir la película y me preguntará qué me parece de vez en cuando. Merendaremos en Molinero alguna vez, cuando no en un gran hotel. Tal vez sus teatros predilectos sean Lara y el Infanta Isabel; su músico, Guerrero; su dibujante, Méndez Briga; su escritor, Pedro Mata, y su pintor Moreno Carbonero...


Tras el fracaso del safari amoroso, el relato se cierra con la traca irónica: «[...] y salí de allí decidido a buscar novia en alguna congregación religiosa, seguro de que me sería mucho más fácil». Tanto «El matrimonio: la boda» (Buen Humor, 7-VI-1925) como su continuación, «El matrimonio II: luna de miel y “la hora de la verdad”» (28-VI-1925), exponen con igual desenfado los inconvenientes y las incomodidades que genera el casamiento. Neville extiende su sátira contra la cursilería, pecado burgués par excellance en el que escarbará Ramón con su Ensayo sobre lo cursi (1934). Aunque la prosa de Neville no está equipada con el bisturí de un satírico sagaz, la prosopografía abunda en una temática que será recurrente en el humor codornicesco de la posguerra. Pero lo que mejor define esa sátira tibia y sin árnica es cada uno de los capítulos de La familia Mínguez (1946), que se irán publicando en La Codorniz a partir del 27 de julio de 1941. Neville pergeña un suave rapapolvo contra la conservadora clase media española, poniendo ante los ojos del lector sus mezquindades y fruslerías domésticas, que van desde la beneficios de la repostería hasta las murmuraciones contra la criada. Y todo ello regido por el deber inexcusable de las apariencias: «¡Para poderte mandar al colegio nos privamos de tener automóvil, hijo desnaturalizado!» (1967: 52-53). La escritura nevilliana ha ganado en precisión. El relato es bastante fluido, con pocas descripciones o digresiones, con un uso sintético y efectivo del soliloquio infantil que contrapuntea las acciones y diálogos de los personajes adultos. Don Eusebio es el probo oficinista atrapado en las redes de Doña Encarnación, ama de casa en el sentido literal. Es ella la que domina el espacio doméstico y se opone a casi todos los personajes. Su función actancial básica es la prohibición: arranca a Luisito del territorio de libertad de los juegos infantiles -el marido sitúa el suyo en el cabaret- y lo desplaza hacia el ámbito severo y codificado de la visita. Al cabo, asistimos a su dolorosa entrada en la adolescencia. En una acertada simbiosis entre ficción y realidad, Neville se hace eco del pasmo que experimentó cierto público burgués durante el estreno el 17 de diciembre de 1943 en el María Guerrero de Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario, apuesta por el humor incongruente al socaire del éxito de La Codorniz:

Allí no había ninguna mocita dicharachera ni ningún ingeniero que quisiera casarse con ella; allí no había tampoco frases profundas como las que anotaba después doña Encarnación en el libro de compras. Aquello parecía como si todos estuviesen locos, y el caso es que a veces los personajes decían unas cosas que a ellas no les chocaban porque las reconocían como frases suyas, y lo único que les extrañaba era que hacían reír a las gentes


(1967: 79-80).                


A principios de los años cuarenta, Neville tiene ya cierta experiencia en el mundo del cine: a El malvado Carabel (1935) y La señorita de Trevélez (1936), adaptaciones de la novela de Fernández Flórez y de la tragedia grotesca de Arniches respectivamente, se suma Domingo de carnaval (1943). En este contexto hay que situar el intento fallido de llevar a las tablas Producciones Mínguez S. A., sátira de las interioridades del séptimo arte que termina publicando en dos entregas en La Codorniz, y que después se transforma en la novela Producciones García(1956). En el prólogo, Neville vuelve a mostrarse en exceso benevolente con el objeto de su burla: «Es una sátira y las sátiras “pasan” si el objeto de ellas mejora, como ocurre, afortunadamente, en este caso» (5-VII-1942). Se nos presenta un mundo lastrado por los intereses comerciales, por la falta de profesionalidad y de compromiso; una atmósfera viciada por la perpetua chapuza con tal de contentar al capitalista obstinado e ignaro, que trata de imponer el argumento folclórico de toreros y flamenquerías calés, que tan manido será a lo largo de toda la dictadura. Se equivocaba Neville al afirmar en los años cuarenta que la plaga había remitido.




2.5. Parodismo

El arte nuevo ridiculiza al arte -Ortega dixit. Una de las características capitales de la vanguardia es sin duda la parodia, proceso lúdico de revisión, inversión y transcontextualización de un discurso determinado. Pensemos en el surrealismo o en el dadaísmo, en Picasso o en Duchamp. Entre los humoristas, Gómez de la Serna no fue lo que se dice un parodista neto: aunque hay remedos muy sutiles en sus obras, estaba tan entretenido en inventar modelos propios que no tenía ocasión de deformar los ajenos. Sin embargo, la parodia sí es una técnica fértil entre los humoristas del 27. Jardiel Poncela lo tenía muy claro cuando en el prólogo de Amor se escribe sin hache (1929) advierte que «las novelas de amor en serio sólo pueden combatirse con novelas de amor en broma». En efecto, con ella se desautomatizan y se trasgreden las convenciones de cualquier clase de género literario. Uno de los blancos preferidos de estos humoristas serán los excesos sentimentales de los folletines: La Codorniz será el banco de pruebas perfecto para tal fin. Tono y Mihura no se cansan de ridiculizar los clichés de los almibarados diálogos amorosos, escaldándolos con repeticiones vacías, insuflándoles digresiones irrelevantes, ensartándolos en la redundancia (Llera, 2003). También se divierten con la parodia de géneros teatrales entonces muy populares, como el sainete quinteriano, o siguen la horma creada por Pedro Muñoz Seca en La venganza de don Mendo (1918) a la hora de imitar las parrafadas del teatro calderoniano. El humor brota en abundancia cuando el texto se somete a la ceremonia de la confusión, con permanentes conductas incongruentes, argumentos disparatados e inesperados cambios de sexo de los personajes.

Antes de aliñar excelentes pastiches de greguerías, Edgar Neville disfruta licuando con la túrmix de su ingenio algunos géneros por lo que siente escasa simpatía, con un guiño perenne hacia el lector. Un ejemplo paradigmático de lo que digo es «El cuento para colegialas. Albertina y Benito (cuento blanco)» (Buen Humor, 23-XI-1924). Estamos frente a un remedo del sentimentalismo gazmoño de las novelas de Pérez y Pérez, plagada de niñas modelos que hacen crochet, hacendosas, recatadas. La cursilería se mezcla con la presencia de un narrador omnisciente muy moralizante, que mete baza didáctica a lo más mínimo:

En esto Albertina dio un suspiro, ¡ay! Y doña Adelaida, que así se llamaba la abuelita, le preguntó: -¿Qué te ocurre?, nieta querida, dímelo, ya sabes que te quiero como una madre desde que murió mi pobre hija.

Y por las mejillas de la anciana rodó una lágrima.

-No me ocurre nada, es que suspiro -dijo Albertina.

Albertina mentía, no suspiraba en balde; y no hemos de pasar más adelante sin afear la conducta de la joven, faltando a la verdad; pues hemos de recordar a nuestras lectoras, que es un defecto del que deben de apartarse siempre.



La fuga final de Albertina con su amante invierte cómicamente una de las constantes del género: «Por la noche no habían regresado a sus casas, y sólo se supo de ellos algún tiempo después, cuando se averiguó que estaban instalados en un hotel de Niza y que eran el escándalo de toda la Costa Azul». De parecido tenor es «Chipilín. (El cuento para las madres» (Buen Humor, 7-XII-1924), en que se parodia uno de los tópicos del folletín, que abusa de los argumentos lacrimógenos: el del niño abandonado en un portal y recogido por un sereno.

Bajtin, que se ha ocupado de la parodia dentro de su teoría de la carnavalesca en el Medievo y el Renacimiento, acuña el término de realismo grotesco para referirse a la transferencia al nivel material o telúrico de todo lo espiritual y elevado: «Casi no había un texto del Viejo o Nuevo Testamento que no hubiese sido transferido, por medio de transposiciones o alusiones, al lenguaje de lo "inferior" material y corporal» (1965: 82). Uno de las escenas del cine quizás paradigmáticas de este realismo grotesco que degrada modelos preexistentes investidos de seriedad es la cena de los mendigos en Viridiana de Luis Buñuel. Edgar Neville, tan dado a introducir a Dios y a los ángeles en muchos de sus relatos -pensemos en «Su único amigo», publicado en la Revista de Occidente-, ofrece en «La cena» (Buen Humor, 9-XI-1924) una versión burlesca del episodio bíblico. Reunidos los trece apóstoles, Pedro lee el menú: huevos a la Gethsemaní, filets de Sole, Bethania, cordero pascual, bombe pralinés, vinos, liqueurs, café, puro. El narrador ironiza sobre la superstición del número trece: «Y el maleficio fue fatal; días después asesinaban al Maestro en las circunstancias que todos sabemos. -¡Si hubiéramos sido catorce! -se dijeron los apóstoles». La reescritura paródica afecta a la misma clase de textos en «Moisés» (Buen Humor, 28-IX-1924). Se inyecta una fuerte dosis de coloquialismo al relato evangélico, y del contraste entre lo sagrado del hipotexto y lo vulgar surge el humor:

Se comentó mucho una excursión que hizo al Sinaí, y su enojo al encontrarse a su regreso con que se pueblo había organizado una verbena, y que cierto buey de oro (plata sobredorada) tenía gran aceptación. También se comentaron las leyes que trajo en unas tablitas y otras de sus cosas, como las denominaban los israelitas. Entonces Moisés se dedicó a la literatura, y, es claro, se murió de hambre.



Este afán por la estrategia deformadora y lúdica de la parodia continúa posteriormente en los textos publicados en La Ametralladora y en La Codorniz, como demuestra «Dalila y Sansón», publicado en este último semanario el 2 de agosto de 1942. La tragedia original se rebaja a una escena doméstica. La recodificación bufa pulveriza del patetismo. Pero no sólo se parodian obras o géneros de la tradición, sino que la técnica recae sobre el discurso periodístico mismo. K-Hito, el director de Gutiérrez, además de un buen caricaturista, fue un estimable parodista del lenguaje administrativo-burocrático. Gutiérrez, el personaje que da nombre a la cabecera, es un gris funcionario de la sección de incobrables que se pasa la vida redactando oficios. Fernando Perdiguero, brazo derecho de Álvaro de Laiglesia en la segunda época de La Codorniz y hoy humorista injustamente olvidado, será conocido por sus remedos del B.O.E. en la sección codornicesca «El Papelín General». Perdiguero también se mofó de los clichés estilísticos e ideológicos de cierta prensa coetánea, incluido el falangista Arriba. Sin embargo, muchos de los procedimientos ensayados durante los años cuarenta y cincuenta estaban ya consolidados antes de la guerra civil, como demuestra «El día de inocentes. Periódico diario, si el tiempo no lo impide» (Gutiérrez, 24-XII-1927) de Edgar Neville. Estamos frente a la parodia de secciones de la prensa diaria, condensadas en un microperiódico burlón en el que se desfigura el artículo de fondo, la crónica deportiva, los anuncios («1.000 pesetas rentan 25 diarias. Escribid al apartado 7.337, Burgos. Enviad sellos y alguna pesetilla») y los ecos de sociedad:

Ha sido puesta de largo a señorita de Troncoso. Bella, angelical, inocente, la deseamos un feliz arribo a la vida social.

Mimí Toncoso, sin la erupción que le salió este verano detrás de las orejas, estaba encantadora vestida por Fraçoise González, la acreditada modista. Vestía un traje de glacé que debía darle mucho frío, pero que era muy bonito. Recordaba mucho a uno de la misma tela y del mismo color que lucía su mamá, la señora de Troncoso, en las fiestas del año pasado; que, a su vez, recordaba un traje de la madre de ésta, por la casualidad de tener el mismo color y la misma tela.

La neófita bailó toda la noche con Pepín Villancos, y luego se marchó con él a ver el claro de luna.

En el momento de escribir estas líneas no sabemos si lo han visto a o no.

En resumen: una brillante velada.



En contra de lo que pudiera parecer, la parodia no trata tan sólo de destruir el texto parodiado, sino que existe un momento de mimo, de ahí que sea conservadora y subversiva a la vez. Si tomamos la obra de Neville en su conjunto, esa misma actitud ambigua es la que se transparenta con respecto a la vanguardia de sus años mozos: una distante proximidad, una especie de ironía desde dentro propia de un hombre afable que terminó mirando a su pasado porque nunca supo envejecer.








ArribaBibliografía citada

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