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Entre la renovación estética y la renovación política. Políticas del modernismo en Rubén Darío, Leopoldo Lugones y Manuel Ugarte

Natalia Bustelo






Introducción

Hacia fines del siglo XIX, se registra en el continente una vigorosa renovación de las producciones literarias para la que Rubén Darío, uno de sus protagonistas más destacados, acuña tempranamente la expresión de «modernismo»1. En cuanto a la Argentina, es la presencia del propio poeta nicaragüense en la pujante ciudad de Buenos Aires entre 1893 y 1898 la que alienta esa renovación estética entre los jóvenes escritores que, en su mayoría, provenían de los nuevos sectores medios y se habían radicado en la capital con el objetivo de encontrar un público más amplio para sus producciones. Rivalizando con la matriz positivista, que tiende a prevalecer entre las elites intelectuales ligadas al poder político y económico, y con la ya masiva literatura de folletín, que circula entre los sectores populares, los jóvenes que se reúnen en torno de Darío se muestran partidarios de la belleza y la intuición estética como formas privilegiadas de conocimiento del mundo. Con ello esbozan la incipiente escisión entre «cultura científica» y «cultura estética» que recorre las primeras décadas del siglo XX, y dan nacimiento a la primera «reacción antipositivista» ante los efectos indeseados de la modernidad (Terán, O. 2008, 29).

Pero varios de esos participantes de la bohemia porteña no sólo asisten a las tertulias literarias que organiza el vate nicaragüense en los cafetines porteños, sino que además forman parte activa de agrupaciones ligadas a las políticas contestatarias, que a partir de la llegada masiva de inmigrantes europeos circulan profusamente en la ciudad. E incluso esa fracción de la joven bohemia elabora discursos que intentan una continuidad entre las nuevas formas estéticas, asociadas al tipo de intelectual moderno, y el reclamo social y político del socialismo y el anarquismo.

Sobre el vínculo entre arte y política, Real de Azúa, en su ya clásico artículo «Modernismo e ideologías» de 1977, ha puesto de relieve la relación siempre compleja que guardan las formas artísticas y las formulaciones ideológicas y, más específicamente, los diversos ideales que, sin articularse en una ideología, habrían convivido en el «modernismo hispanoamericano»2. Estos ideales -que tuvieron una desigual resonancia entre sus simpatizantes- son resumidos por el crítico uruguayo con las etiquetas de «juvenilismo», «antieconomicismo», «latinoamericanismo», «idealismo», «elitismo» e «hispanismo» correlativo al «antiyanquismo». En lo que concierne a la reacción antiburguesa, Real de Azúa concluye que no es fácil «establecer a qué sector preciso de la estructura social apuntaba (si es que a alguno apuntaba) el ya referido rechazo modernista al proceso de reificación y despersonalización que el capitalismo que irrumpía estaba promoviendo» (1986, 25).

Varios años antes, Dardo Cúneo había esbozado los rasgos ideológicos de la fracción «politizada» del modernismo. Tomando como corpus los escritos tempranos de Leopoldo Lugones, Roberto Payró, José Ingenieros, Macedonio Fernández, Manuel Ugarte y Alberto Gerchunoff, inscribía sus producciones en una variación local del «romanticismo social» francés. El grupo de escritores locales habría tomado las orientaciones generales del movimiento francés (esto es, la denuncia del mundo injusto y feo del burgués) para converger en el plan de «exaltar la vida frente a las convenciones sociales y estatutos económicos que la oprimen o reprimen, mas este rebelde gesto romántico que produce esta ciudad europeizada de fin de siglo argentino no tiene posibilidad de soñar con edades doradas, ni asociarse a leyendas antiguas. [...] Son románticos a nombre de una visión de porvenir, a nombre de las energías potenciales de América» (Cúneo, D. 1955, 22). Por su parte, David Viñas ubicó a varios de esos escritores en la «extrema izquierda», y en el breve apartado «Izquierda, insularidad y equívocos» (1964, 302-307) recordó, de modo señero, sus distintos desplazamientos políticos.

Más recientemente, Marcos Olalla ha propuesto retomar el último proyecto de Raymond Williams para precisar el rasgo antiburgués de esos jóvenes que conformaron la «izquierda modernista» (Olalla, M. 2010). Aquí la visión de porvenir subrayada por Cúneo es interpretada, antes que como el rasgo de un peculiar romanticismo político, como el elemento que identifica a esos artistas con el «modernismo de tendencia social» que el teórico británico descubre en los movimientos culturales europeos de fines del siglo XIX. Los rasgos definitorios del «modernismo europeo» serían el énfasis en la creatividad, el rechazo de la tradición y, en especial, la autoidentificación con lo antiburgués.

Así definido, el Modernismo se divide política y simplemente, y no sólo entre movimientos específicos sino incluso dentro de ellos. Al seguir siendo antiburgueses, sus representantes, bien escogen la valoración antiguamente aristocrática del arte como reino sagrado por encima del dinero y el comercio, bien las doctrinas revolucionarias, en vigor desde 1848, que lo consideran la vanguardia liberadora de la conciencia popular. Mayakovsky, Picasso, Silone, Brecht son sólo algunos ejemplos de quienes se encaminaron a un apoyo directo al comunismo, y D'Annunzio, Marinetti, Wyndham Lewis, Erza Pound, de aquellos que eligieron el fascismo, dejando que Eliot y Yeats hicieran en Gran Bretaña e Irlanda su embozado y matizado pacto con el anglocatolicismo y el crepúsculo celta.


(Williams R. 1997, 55; destacado nuestro)                


Varias investigaciones, entre las que se destacan las de Ángel Rama (1985) y Julio Ramos (1989), han señalado las diferencias entre la configuración cultural latinoamericana y la europea. Seguramente la diferencia más significativa sea que la modernidad contra la que reaccionan los artistas europeos es para los artistas latinoamericanos una configuración deseada y un proceso imprescindible para la organización de la vida colectiva. Sin embargo, veremos en los apartados siguientes que el carácter incipiente de la racionalización de las prácticas sociales y culturales del continente no impidió a los artistas ubicados en Buenos Aires emitir diversas quejas «contra el cálculo burgués del mundo» que Williams descubre como elemento común a los artistas europeos de fin de siglo.

En la escena local, la actitud antiburguesa de los modernistas no constituía un gesto innovador. Pero si en un intelectual consagrado de la generación anterior como Miguel Cané ella se traducía en el lamento ante el proceso de modernización y en el intento de preservar la «república posible» (esto es, el régimen conservador de notables)3, en cambio, en los miembros de la «Joven América» la reacción antiburguesa no produce una clara impugnación del proceso de modernización. Más bien, los nuevos escritores conciben su producción intelectual como abiertamente enfrentada a lo burgués pero, al igual que en el espacio europeo, el significado de ese término oscila entre una acepción restringida al ámbito artístico y una más amplia que abarca también la impugnación de la organización socioeconómica de la burguesía y los conecta con las políticas contestatarias.

Más precisamente, mientras Darío tiende a proponer una reacción antiburguesa ligada exclusivamente al plano estético, la acepción de «antiburgués» asociada a las doctrinas revolucionarias es adoptada por los jóvenes artistas que en 1894 participan de la fundación del Partido Socialista Obrero argentino y de su transformación, dos años después, en el Partido Socialista argentino (PS). Entre esos artistas se encuentran los pintores Eduardo Schiaffino y Ernesto de la Cárcova y los escritores Ingenieros, Lugones, Ugarte y Payró. En un doble gesto antiburgués (artístico y político), esos estetas reconocerían en el socialismo el movimiento capaz de superar históricamente el mundo burgués y de lograr la realización total de la libertad que la burguesía restringía al plano económico -según declaraba el noveno de los trece principios de la Declaración de Principios redactada por Juan B. Justo en 1896 y cuya aprobación marca la fundación del PS4.

En las páginas siguientes, partimos de la función ordenadora de los significados del término «burgués» en relación con el arte para reconstruir, a partir de la lectura de las intervenciones de Darío, Lugones y Ugarte, la disputa por la «política del modernismo» que se desarrolla desde fines del siglo XIX.




Rubén Darío o la tendencia subjetiva del modernismo

Y el poeta: -Señor, no he comido.

Y el rey: -Habla y comerás.

Comenzó: -Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He tendido mis alas al huracán; he nacido en el tiempo de la aurora; busco la raza escogida que debe esperar con el himno en la boca y la lira en la mano la salida del gran sol. [...]

Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros lamidos, ni en el excelente señor Ohnet. ¡Señor! El arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone los puntos en todas las íes.


Darío, R. «El rey burgués». 1887                


Rubén Darío (quien desde agosto de 1893, motivado por las mayores posibilidades de la gran metrópolis, reside en Buenos Aires) despliega una intensa actividad dirigida a reformar los temas y las formas literarias consagradas. Además de difundir sus producciones al interior de los círculos literarios oficiales por excelencia, esto es el Ateneo de Buenos Aires y el diario La Nación, busca modificar los parámetros estéticos y los criterios vigentes de consagración del letrado a través de la resignificación de hábitos culturales, como la lectura en voz alta, la creación de revistas propiamente literarias, la producción y recepción de libros de poesía de los jóvenes escritores y el establecimiento del café como institución literaria (Rama, A. 1985, 118-119).

Esta propuesta tiene una gran eficacia en la reconfiguración del campo letrado y específicamente en la aparición de la figura del intelectual artista (Zanetti, S. 2008, 527), pero también Darío es quien consigue que las diversas prácticas de actores heterogéneos se liguen, de modo duradero, a una imagen identitaria. A través de una serie de textos publicados en los primeros años del siglo XX, difunde una representación del modernismo que aún mantiene cierta vigencia: éste consistiría -según declara en una temprana publicación de 1901- en un movimiento estrictamente literario que, guiado por la nueva poesía francesa e inglesa, independiza la literatura del continente respecto de la española. En su preocupación por la forma, la nueva generación de poetas y prosistas locales habría logrado emerger entre «murallas de indiferencia y océanos de mediocracia» para expresar la fuerza viva del continente. La cita in extenso permite una aproximación bastante precisa a la operación que realiza Darío en su construcción de la identidad modernista:

En América hemos tenido ese movimiento antes que en la España castellana, por razones clarísimas: desde luego, por nuestro inmediato comercio material y espiritual con las distintas naciones del mundo, y principalmente porque existe en la nueva generación americana un inmenso deseo de progreso y un vivo entusiasmo, que constituye su potencialidad mayor, con lo cual poco a poco va triunfando de obstáculos tradicionales, murallas de indiferencia y océanos de mediocracia. Gran orgullo tengo aquí de poder mostrar libros como los de Lugones o Jaimes Freyre, entre los poetas; entre los prosistas, poemas, como esa vasta, rara y complicada trilogía de Sicardi. Y digo: esto no será modernismo, pero es verdad, es realidad de una vida nueva, certificación de la viva fuerza de un continente. Y otras demostraciones de nuestra actividad mental -no la profusa y rapsódica, la de cantidad, sino la de calidad, limitada, muy limitada, pero que bien se presenta y triunfa ante el criterio de Europa-: estudios de ciencias políticas, sociales. Siento igual orgullo. [...] Nuestro modernismo, si es que así puede llamarse, nos va dando un puesto aparte, independiente de la literatura castellana, como lo dice muy bien Rémy de Gourmont en carta al director del Mercurio de América.


(Darío, R. 2003, 4-5)                


Las etiquetas de «indiferencia» y «mediocridad» ofrecen a Darío la posibilidad de extremar las distancias entre su estética y el ambiente intelectual en el que ella se desarrolla. A su vez, el énfasis en el poeta y su actividad propiamente literaria conjura la posible escisión del movimiento en las divergentes ideologías que impregnan las nuevas producciones literarias. Construyendo una pertenencia grupal más acá de los ideales de justicia, Darío se preocupa por caracterizar a los modernistas como una joven aristocracia que cultiva la belleza. Un ejemplo de esa condena a lo burgués desde una perspectiva exclusivamente estética la ofrece el siguiente escrito temprano:

Juntar la grandeza o los esplendores de una idea en el cerco burilado de una buena combinación de letras; lograr no escribir como los papagayos hablan, sino hablar como las águilas callan; tener luz y color en un engarce; aprisionar el secreto de la música en la trampa de plata de la retórica; hacer rosas artificiales que huelen a primavera, he ahí el misterio. Y para eso, nada de burgueses literatos, no de frases de cartón [...] Pocos se preocupan de la forma artística, del refinamiento; pocos dan -para producir la chispa- con el acero del estilo en esa piedra de la vieja lengua.


(Darío R. 1991 [1888], 1-2; destacado nuestro)                


Frente a esos «literatos burgueses» que no atienden a la forma, Darío proclama que en la subjetividad excéntrica y antiburguesa del artista se encuentra la cultura, subjetividad que presenta, con todos sus matices, en la galería de artistas e intelectuales que componen Los raros (1896). Asimismo, la doble operación de diferenciación y cohesión interna en la que el imaginario aristocrático ocupa un rol central se descubre en Historia de mis libros (1909). Allí Darío se vale de la idea de un «artista del talento» para evocar su estadía porteña como una «ardua lucha intelectual que hube de sostener, en unión de mis compañeros y seguidores, en Buenos Aires, en defensa de las ideas nuevas, de la libertad del arte, de la acracia, o, si se piensa bien, de la aristocracia literaria. [...] No contaba, pues, sino con una 'elite', y sobre todo con el entusiasmo de la juventud, deseosa de una reforma, de un cambio de su manera de concebir y de cultivar la belleza» (Darío, R. 1991, 142-143).

La imagen de una «lucha intelectual por la aristocracia literaria» condensa la abarcativa tarea que deben realizar los modernistas: se trata de una disputa que no sólo tiene que lograr la instauración de nuevas ideas artísticas, sino también -como lo propone el trágico destino del poeta de «El rey burgués»5- una modificación del lugar del arte en la sociedad. Los nuevos escritores necesitan resolver la difícil relación entre vocación, dinero y destino del artista. Más precisamente, deben eliminar sus conflictivas marcas materiales en las que están involucrados el pluriempleo, las penurias económicas y la inexistencia de un público y un mercado de literatura que les permita vivir de sus libros. Y para comenzar a eliminar en el plano simbólico esas marcas, Darío propone la asimilación de lo material a la mediocridad burguesa y el enaltecimiento de las virtudes del espíritu. Estas virtudes son las que señalarían el nacimiento de una «aristocracia» signada por la libre y cultivada singularidad del espíritu del artista6. Y el nicaragüense sitúa la libertad del artista en un plano estrictamente espiritual, plano que despoja a la belleza de los reclamos de justicia. Puesto que, según Darío, la especificidad del arte radica en el hecho de ser la expresión íntima de una subjetividad refinada; el artista, para merecer el nombre de tal, debe liberar su alma de las ataduras de las escuelas literarias y de los principios irrevocables7.

Pero el llamamiento a la libertad encierra, a la vez, una clara advertencia: la liberación del «tesoro personal» nada tendría que ver con esas ataduras materiales que son el blanco de ataque de socialistas y anarquistas. Más bien, el nicaragüense se muestra convencido de que la «eterna protesta del artista contra el hombre práctico y seco, del soñador contra la tiranía de la riqueza ignara» (Darío R. 1991, 138), que él había puesto en escena en «El rey burgués», pierde su vigor al asociarse con los asuntos materiales en los que se involucran los militantes de izquierda.

Es que la atenta custodia de la libertad espiritual antiburguesa, que en cuestiones artísticas conduce a proclamar una «estética acrática», en cuestiones políticas lleva a un idealismo escéptico que decreta una olímpica indiferencia en lo que respecta a las políticas antiburguesas. Explicitando una vez más su opción por una imagen aristocratizante del arte, sostiene en 1907 en El canto errante:

Existe una elite, es indudable, como en todas partes, y a ella se debe la conservación de una íntima voluntad de pura belleza, de incontaminado entusiasmo. Mas en ese cuerpo de excelentes he ahí que uno predica lo arbitrario; otro el orden; otro, la anarquía, y otro aconseja, con ejemplo y doctrina, un sonriente, un amable escepticismo. Todos valen. [...] Y a los jóvenes, a los ansiosos, a los sedientos de cultura, de perfeccionamiento, o simplemente de novedad, o de antigüedad, ¿por qué se les grita: «¡haced esto!», o «¡haced lo otro!», en vez de dejarles bañar su alma en la luz libre, o respirar en el torbellino de su capricho?


(Darío R. 2003, 18, destacado nuestro)                


Aunque el nicaragüense no sostiene allí explícitamente que las nuevas formas artísticas no puedan ligarse a una determinada posición política, al aclarar que cualquiera de ellas «vale», traza una prudente distancia entre el ámbito artístico y el político. El artista se reconoce exclusivamente en la capacidad de expresar de modo inmediato «la luz libre» de su alma, «el torbellino de su capricho». La política, en cambio, se inscribe en el arte como una elección puramente subjetiva que no alcanza a afectar el tesoro excepcional que «el cuerpo de excelentes» ofrece a la sociedad, a saber la «conservación de una íntima voluntad de pura belleza, de incontaminado entusiasmo». Así, el arte expresaría, en primer término, lo subjetivo -«el anarquismo en el arte base de lo que constituye la evolución moderna o modernista»8-, mientras que lo social, la tendencia política del artista, sería un fenómeno mediato que el juicio estético puede pasar por alto.

Como han señalado numerosos críticos, el énfasis rubendariano en el subjetivismo y el elitismo imprime un fuerte impulso a la constitución de un campo literario que aspira a regirse por reglas autónomas respecto de lo social. Con la estetización del espacio interior, Darío traza un ámbito propiamente artístico que recorta el juicio contra el burgués a su dudosa condición de «literato». Pero, a pesar de que estas definiciones del arte y del modernismo buscan ser sumamente inclusivas, ellas no consiguen pasar por alto algunas de las diferencias que separan a los nuevos artistas. Mientras que la identificación del ambiente intelectual con la mediocridad burguesa y la imagen aristocratizante del artista son retomadas por otros modernistas, la estetización de la crítica social no puede ser aceptada por esa «izquierda modernista» que pretende ligar la belleza, proclamada por Darío, a los ideales de justicia enarbolados por el socialismo y el anarquismo. En el ámbito de las artes plásticas, esas disidencias se reflejan en el intento de difundir las ideas socialistas realizado por una pintura que renueva las artes plásticas como Sin pan y sin trabajo (1894) de Cárcova9, una figura en quien ya Darío encontraba un socialismo similar al que reconstruiremos en Lugones:

Hay en Ernesto de la Cárcova un dandy y un socialista. Su dandismo me lo explico por la pasión por lo suntuoso y bello: la decoración personal debía estar, a mi entender, considerada como una de las Bellas Artes. Su socialismo, revelado por la tela vigorosa y valiente Sin pan y sin trabajo, tiene, por origen -así como en el caso del poeta Lugones- el odio innato en todo intelectual al entronizamiento del mercantilismo imbécil, del gordo becerro burgués fatal a los espíritus de poesía y de ensueño.


(junio, 1896, reproducido en Almanaque Sud-americano año 1897, 260)                


Si en el ámbito de las letras, como sugiere la cita, Lugones es uno de los portavoces más visibles de un modernismo ligado al socialismo revolucionario, Alberto Ghiraldo ocupará un lugar destacado entre quienes conectan el modernismo con el anarquismo (Olalla, M. 2010). Por otra parte, veremos que Ugarte es quien se propone reformular el modernismo socialista para cuestionar el aristocratismo artístico, registrado tanto en Darío como en Lugones, y ligar el arte a un socialismo progresivo que, sobre todo desde 1903, tiene en Justo a su máximo ideólogo local.

Un elocuente registro de esta temprana pugna por el modo de precisar el carácter antiburgués del modernismo lo ofrece la nota con que Darío presenta a Lugones en la escena porteña y el comentario que de ella realiza el joven escritor socialista Mario Centore a su par Ingenieros en una carta privada. En «Un joven socialista»10, Darío le concede a Lugones el puesto de representante conspicuo del modernismo pero no sin ironizar sobre la adhesión del joven al socialismo:

La revolución social -Erre, Ese, como dicen entre ellos los afiliados- es para él un deseado advenimiento. Es un fanático, es decir, un convencido inconquistable, al menos por ahora que está su sangre ardiendo en su estación de entusiasmos y de sueños. [...] Ese socialista, o mejor ese anarco tiene el santo respeto del arte y narices que huelen el mufle a través de las más perfumadas alcorzas. He leído sus versos y sus prosas. ¿Qué decir de ellos? Que tiene el pecado original de los árboles jóvenes. Hay exceso de savia en esa producción. No ha llegado aún el tiempo de la poda. Cuando llegue, ¡qué otoño después de esta primavera! [...] He dicho que es, ante todo, un revolucionario; y un revolucionario completamente consciente. Él sabe por qué sigue los pabellones nuevos. Con Jaimes Freyre y José A. Silva, es entre los «modernos» de lengua española, de los primeros que han iniciado la innovación métrica a la manera de los «modernos» ingleses, franceses, alemanes e italianos.


(2003, 88-89)                


Al tiempo que introduce a Lugones en el mundo literario, el poeta nicaragüense expone en qué consiste su estética acrática. Ella juzga la subjetividad libre que se expone en los versos, más allá del intento de prolongar el arte en la revolución social, al que sugiere inscribir en un perdonable «pecado original de los árboles jóvenes». Pero otro es el parecer del joven que en noviembre de 1897 escribe a Ingenieros desde Valparaíso:

«Un poeta socialista», el juicio-presentación de Darío me ha hecho por eso sonreír íntimamente, cuando (no ciertamente entre líneas) lo leí en El Tiempo, el diario bonaerense. En ese juicio, el poeta socialista, sol naciente, hace una sombra densa al poeta burgués -porque Darío, con su alto Arte y todo, es un burgués- y hay mucho de gloria refleja de la luz que es esa sobra sobre la bondadosa gravedad del crítico que hace de padrino.


(Centore, M., reproducido en Tarcus, H. 2011, 111)                


Lugones, quien seguramente se había anoticiado de estas líneas a través de su amigo Ingenieros, podría haber encontrado un renovado aliento para su «alto Arte antiburgués». Pues, aunque no cuestiona la filiación literaria que lo une al vate nicaragüense, por entonces desoye la advertencia respecto de la distancia entre modernismo y política, y durante un breve período insiste en comprometer la libertad de sus pensamientos con un socialismo antiestatista11. Llevado por esa insistencia, en abril de 1897, contando con veintitrés años, funda junto a Ingenieros La Montaña, un periódico quincenal que, además de difundir esa vertiente socialista, fomenta la reflexión local sobre la relación entre las nuevas formas artísticas y la política revolucionaria12. La Montaña se erige, entonces, en rivalidad silenciosa a la espiritualización del arte proclamada por Darío, pero sobre todo por la Revista de América (fundada y dirigida por el nicaragüense junto al joven poeta boliviano Ricardo Jaimes Freyre durante 1894), que había declarado en su primer número: «Ser el órgano de la generación nueva que en América profesa el culto del Arte puro, y desea y busca la perfección ideal; ser el vínculo que haga una y fuerte la idea americana en la universal comunión artística»(«Nuestro propósito». En Revista de América. 19/08/1894, N.º 1, 1).

En cuanto a Ugarte, un testimonio temprano de las diferencias con el modernismo rubendariano lo ofrece el mismo Darío, cuando en el prólogo a las Crónicas del bulevar (1902) de Ugarte ironiza sobre las inquietudes socialistas y democratizantes del joven al que apadrina en el espacio parisino:

Hemos asistido juntos a reuniones socialistas y anarquistas. Al salir, mis ensueños libertarios se han encontrado aminorados... No he podido resistir la irrupción de la grosería, de la testaruda estupidez, de la fealdad, en un recinto de ideas, de tentativas trascendentales [...] Y, sin embargo, Ugarte, convencido, apostólico, no ha dejado de excusarme esos excesos, y se ha puesto hasta de parte del populacho que no razona, y me ha hablado de próxima regeneración, de universal luz futura, de paz y de trabajo para todos, de igualdad absoluta, de tantos sueños. Sueños.


(Prólogo a Crónicas del bulevar, cit. en Olalla, M. 2010, 89)                





La izquierda modernista. El Lugones de La Montaña y la versión democratizante de Ugarte

«Si el ideal del artista es ser libre, ¿cómo no desear la libertad para los demás?».


Manuel Ugarte, «Rubén Darío. España contemporánea». En El país. Buenos Aires, 10 de julio de 1901                


«[...] el Arte, sintiéndose agonizar bajo el régimen de la burguesía republicana y demócrata, busca horizontes nuevos, y se propone encontrarlos en nuestros principios de libertad, únicos que pueden dar al Arte vida intensa y luminosa».


Comentario de los redactores de La Montaña al manifiesto fundacional de la Colonia de Artistas                


El individualismo del artista y la «repugnancia hacia las multitudes» que Ugarte reprocha en su reseña de 1901 a España contemporánea de Darío (a quien no duda en caracterizar como «el artista que ha sacudido más hondamente la literatura americana» y con quien mantiene una intensa amistad) también es imputable a los directores de La Montaña. Sin embargo, el proyecto de éstos puede ser leído como un «modernismo de izquierda» que intenta poner en continuidad el criticado ideal rubendariano de la libertad del artista con los principios de libertad socialista, defendidos tanto por Lugones e Ingenieros como por Ugarte. Más allá de las críticas que veremos que éste realiza al aristocratismo estético del que participan Lugones e Ingenieros, es el mismo Ugarte quien retrospectivamente recuerda los ideales compartidos entre los tres jóvenes:

José Ingenieros, Leopoldo Lugones y yo fuimos los primeros que dimos en Buenos Aires jerarquía intelectual a la idea socialista, los primeros que bajamos del cenáculo a la plaza pública para intervenir en el mitin, hablo del 1900 -más bien antes que después- me refiero a una época en que los escritores se recluían en 'torres de marfil' y en que obrar de tal suerte parecía el mayor de los disparates.


(Ugarte, M. 1947, 159-160)                


Además de participar en los mítines del PS, Ingenieros y Lugones dan jerarquía intelectual a la idea socialista a través de La Montaña, el primer periódico porteño que se reconoce en la tradición de las publicaciones socialistas consagradas a la doble misión artística y social, a una «campaña contra el justo medio burgués» (La Montaña. N.º 3, 1/5/1897, 70) que abarca la renovación de la cultura, así como de la política13. Para promover esa doble misión, entre otras cosas, los redactores reproducen «El noviazgo rojo» del simbolista francés Jean Ajalbert. Este breve texto, que lleva como encabezado «Arte y revolución», relata el modo en que la juventud se abre camino entre los viejos defensores del mundo actual para casarse finalmente con la amada Prometida:

Era simplemente la juventud anhelando las soñadas alianzas en su noviazgo de los futuros tiempos... Y no era en verdad tan nebulosa la literatura, tan indecisas las aspiraciones de aquellos jóvenes por todos comprendidos hoy día. Sólo que no querían escucharlos. ¡Y su torre de marfil tenía maravillosos balcones, pero no hacia el ocaso sino hacia la aurora; no hacia el ayer sino hacia el mañana por donde debía llegar la virgen ideal del porvenir!... ¡La Prometida es bella y sus dedos finos y su mano blanca harán el gesto supremo de la redención sobre este mundo todavía bárbaro, sobre este mundo de dolor y de iniquidad!


(La Montaña, n.º 4, 15/5/1897, 91)                


Esa juventud que se compromete por un mundo sin dolor e iniquidad también se esboza en «Areópago del dragón rojo», un texto publicado en La Montaña n.º 6 que lleva la firma de un elocuente «Víctor E. de Rozas», seudónimo que probablemente encubra la pluma de Lugones14. Confirmando el proyecto de los «jóvenes románticos locales» de hacer coincidir belleza y justicia, referido por Cúneo, sostiene Rozas-Lugones que «la juventud argentina debe inspirarse en tan hermosos ejemplos [de la juventud tedesca], demostrando al Mundo ya la Humanidad que es capaz de encerrar en su pecho sentimientos de amor para los oprimidos y épicos entusiasmos por todo lo Bello, lo Justo, lo Ideal» (La Montaña. N.º 8, 15/07/1897, 186). A pesar del modernismo escéptico de Darío, arte y revolución aparecen aquí enlazados por la simultánea sensibilidad hacia los oprimidos y hacia la unidad platónica de la belleza, la justicia y la verdad.

Si bien son reconocibles en los textos de La Montaña las simpatías hacia el «arte social» frente al «arte por el arte» y el periódico declara emprender una «doble misión» artístico-política, es recién con la propuesta de Ugarte que ello alcanza una formulación que se erige en explícita oposición al modernismo rubendariano. En efecto, optando por un gesto inclusivista (que tiene su expresión más manifiesta en la elección de un poema de Darío para inaugurar la sección «Arte, Filosofía, Variedades»), los redactores prefieren proponer sus variaciones del modernismo sin un abierto enfrentamiento; así sostienen que no tomarán partido en «ese asunto tan debatido en la capital francesa» (La Montaña. N.º 5, 1/6/1897, 119), pero a continuación aclaran pertenecer a un «suelo que recién se inicia en los misterios sagrados del Arte y del Socialismo, y que en día no lejano será deflorado por las viriles energías de la Revolución» (Ibid.; destacado nuestro).

Y una de las vías de acceso a esos «misterios sagrados» será la ridiculización de la moral burguesa desde un discurso que no sólo reformula el modernismo rubendariano, sino también el socialismo gradualista ligado a la Segunda Internacional. El «periódico socialista revolucionario» -según reza el subtítulo de La Montaña- es el vocero de la corriente de opinión izquierdista «antiautoritaria» que conforman los directores junto a otros jóvenes al interior del recientemente fundado PS y que se caracteriza por una fuerte defensa de los elementos antiestatistas y libertarios característicos del discurso anarquista (Falcón, R. 1986-7, 369-370; Tarcus, H. 2007, 412-417)15. La intransigencia con que esa corriente asume la reacción antiburguesa se había hecho visible por primera vez en 1896, cuando durante el congreso fundador del partido, sus promotores logran, contra el parecer de Justo, que el último punto de la Declaración de Principios prohíba posibles alianzas con partidos burgueses y descarte la vía parlamentaria para la toma del poder. Justo recién revierte este principio en el Segundo Congreso partidario de 1898, momento en el que empieza a operar la «hipótesis de Justo» a la que adherirá, no sin tensiones, Ugarte hasta 191316.

Por otra parte, mientras Justo (director y principal orientador de la línea editorial de La Vanguardia) coloca la «cuestión obrera» en el centro de la denuncia socialista y asume la figura del intelectual-pedagogo, los directores de La Montaña, en cambio, proponen la mediocridad moral de la burguesía como el eje de la denuncia socialista y legitiman, desde las coordenadas del elitismo modernista, la figura del artista como guía revolucionario. En especial, son los artículos de Lugones los que proponen al intelectual modernista como aquel que, en tanto encarna el espíritu cultivado y antimaterialista modelado por Darío en sus tertulias, no sólo es la figura radicalmente opuesta a la de los inmorales representantes de la elite política argentina, sino también es un tipo de trabajador cuya peculiar producción guía al pueblo en su emancipación de la vulgaridad y vileza del orden burgués. Esta imagen del intelectual modernista, que será revisada por Ugarte, se halla también en su primer libro de poesías, Las Montañas del oro (1897), sobre todo en la «Introducción», donde el joven cordobés se presenta como el poeta que oficia de interlocutor entre Dios (los principios de belleza y justicia) y el pueblo al que debe despertar a su destino histórico.

El intento lugoniano de ampliar la cuestión obrera más allá de lo económico es manifiesto en el provocador artículo que abre La Montaña n.º 3, «La fiesta del proletariado»17. El joven poeta se separa del economicismo y parlamentarismo defendidos por el «intelectual socialista tradicional» (ligado a la demanda de la Segunda Internacional de leyes protectoras del trabajador y prototípicamente encarnado en la escena local primero por German Avé-Lallemant y luego por Justo) para señalar que «la verdadera significación del movimiento que en este día se hace sentir a la faz de todos los pueblos» consiste en una protesta socialista que abarca no sólo la tiranía económica, sino sobre todo las tiranías de la República, la Religión, el Ejército, la Patria, el Estado y la Familia (La Montaña. N.º 3, 1/5/1897, 62). En la extensión de la protesta, el poeta Lugones elude el reclamo que ocupa el lugar central para los socialistas ligados a la Segunda Internacional, a saber «la jornada de ocho horas», una referencia que también había faltado en su poema «Implacable» pronunciado al cierre del acto socialista del 1° de mayo de 1896 y reproducido en La Vanguardia, en su número de ese día.

Por otra parte, la versión socialista del modernismo tramada por Lugones también se advierte en sus juicios sobre las cuestiones estéticas. Entre ellos, en la nota en que se encarga de la polémica pieza teatral La casa paterna del escritor alemán Hermann Suderman. Allí afirma que la repulsión moralista del crítico de La Nación hacia ese «drama socialista» muestra el criterio heterónomo utilizado por los burgueses para juzgar el arte; y en un gesto típicamente modernista, propone eliminar de las cuestiones estéticas la variable de las «buenas costumbres» para comenzar a valorar lo artístico según la «novedad»:

El ciudadano Enrique Freixas -tal es su nombre- no ha entendido a Suderman y aun se encontraba imposibilitado para entenderlo. Primero porque en cuanto a dramas no conoce sino los españoles, muy malos por cierto desde Calderón acá; y segundo, porque es un galápago, incapaz de abrir el caparazón a nada que importe un progreso o una originalidad, a nada que salga del catecismo de las Buenas Costumbres y de la ridícula mojigatería burguesa.


(La Montaña. N.º 2, 15/4/1897, 51)                


Pero si bien la reacción antiburguesa en que Lugones apoya sus afirmaciones puede ser compartida por Darío -e incluso en la descripción lugoniana Freixas se asemeja a ese «rey burgués» dueño de bienes artísticos que es incapaz de gozar-, las diferencias entre Darío y Lugones se hacen evidentes en otros juicios estéticos que el joven despliega en el periódico. Por ejemplo, en el N.º 8 de La Montaña los redactores concluyen la reseña de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales18 (de la que Ugarte había propuesto entre 1895 y 1896 una versión local) criticando un rasgo que, desde la mirada de Darío, señalaría más bien una virtud. Se afirma allí que se trata de un selecto material literario que es, en este género, de lo mejor que se publica en América, para inmediatamente después consignar que la publicación «no aborda, o lo hace con deficiencia, las importantes cuestiones sociales que preocupan al mundo intelectual» y terminar declarando que «Quien ama el Arte debe defender al Socialismo» (La Montaña. N.º 8, 1/7/1897, 201)19.

Una nueva formulación del «modernismo socialista» se advierte en «La moral del arte», la única nota que lleva la firma de Lugones en La Montaña N.º 5. Retomando la crítica modernista al conformismo artístico del burgués, el joven exalta allí la figura del artista como «el misionero de Dios [que] debe renunciar a toda vergüenza baja, y sobre todo a los escrúpulos convencionales del moralismo», como el hombre «violentamente libre», una subjetividad revolucionaria que se extiende al plano social. Asevera:

... el burgués ha pensado siempre lo mismo. Sólo hay una excepción a esto: que cuando ya no puede pensar más, digiere. De aquí esa incontenible pasión de perpetuidad característica del vulgar: moral eterna, religión eterna, propiedad eterna, comercio eterno, imbecilidad eterna. [...] El artista está obligado a sublevarse contra todo esto, a proclamar el más intransigente neronismo intelectual. La forma más elocuente de la protesta es, a mi entender, la crueldad con el obtuso. [...] El ataque debe ir, pues, contra lo lícito. Si no permaneceremos girando hasta la consumación de los siglos en la vileza de la normalidad.


(La Montaña. N.º 5, 1/6/1897, 118)                


Al igual que en «La fiesta del proletariado», Lugones declara su antieconomismo colocando en el mismo nivel el ataque socialista a la moral, la religión, la propiedad, el comercio y la «imbecilidad» burguesas. Asimismo, el artículo avanza en la ampliación y reestructuración de la cuestión social a partir de una jerarquización cuyo vértice se encuentra reservado al artista modernista. En efecto, Lugones no se refiere al obrero, sino al artista como el único que, en principio, «está obligado» a reaccionar contra «la pasión de perpetuidad característica del vulgar»: a diferencia del resto de la sociedad, el artista cuenta con los elementos intelectuales para vislumbrar la inmoral y obtusa normalidad contra la que se emprende la revolución.

Pero el acto político reclamado permanece en una fuerte imprecisión, pues aclara el mismo artículo que el compromiso con una liberación material no implica, de ningún modo, relegar a un segundo plano la esfera subjetiva. Junto a la afirmación revolucionaria, defiende el idealismo creativo propuesto por Darío, pues sostiene: «La lógica está dentro de mí mismo y soy el único que puede cambiarla. De ahí la negación del pudor social» (La Montaña. N.º 5, 1/06/1897, 118). Y señala que el artista certifica su condición de tal en el despliegue de lo que para los parámetros burgueses es un «inmoral» mundo interior. Es más, unos números después, en «Epítome de psicología IV», el joven muestra que el despliegue del mundo interior del poeta reconoce pocos límites, pues puede desplegarse hasta desconocer incluso las ataduras de los principios socialistas. En ese diálogo imaginario entre la pantufla aristocrática, la escoba democrática y el autor, el «periódico del socialismo revolucionario» permite al artista ironizar sobre la causa socialista y esbozar una graciosa defensa del gesto aristocrático, resumida en el siguiente fragmento: «Yo odiaba formidablemente a las chinelas aristocráticas. Barrer las calles para que ellas no se manchen de inmundicia, me decía; ¡Qué infamia! Y ahora vengo a saber que mientras yo las maldecía, ellas se ocupaban por su parte, con todo ahínco, en llenar de callos los importunos pies de sus dueñas» (La Montaña. N.º 12, 15/09/1897, 282)20.

La irónica propuesta de revisar el odio a lo aristocrático que propone Lugones podría sugerir al movimiento socialista local la reflexión sobre los múltiples modos de formular la crítica al orden burgués, y con ello la posibilidad de incluir el acto estético vanguardista en la política revolucionaria. Pero el fuerte aristocratismo y revolucionarismo que caracterizan el socialismo de La Montaña impiden que la propuesta estética sea retomada por el PS, en el que comienza a primar el realismo pedagógico que defiende Justo y que recién hacia 1905 consigue una versión modernista afín al socialismo de la Segunda Internacional con la formulación de Ugarte de un «arte social».

En cuanto a los avatares de La Montaña, si bien la criticada elite gobernante reconoce y sanciona la audacia de la publicación con una onerosa multa y la orden de retirar de circulación el segundo número, aquella no consigue el saludo del proletariado argentino. Lejos de devenir su heraldo, no retiene las primeras simpatías de los socialistas -por lo demás, reacios a las doctrinas estéticas y con una incipiente organización aún incapaz de financiar a sus artistas21-, ni consigue demasiados seguidores entre los artistas. Así, aunque Lugones e Ingenieros aún no desisten de esas ideas, el periódico desaparece a fines de 1897 por falta de recursos económicos. Al año siguiente, ambos forman parte del grupo de redactores de una revista identificada con una versión subjetivista del modernismo: Lugones es responsable de la sección «Letras francesas» e Ingenieros de «Letras italianas» en El Mercurio de América que dirige Eugenio Díaz Romero, siguiendo la inspiración rubendariana22.

Entre los factores internos que condicionaron el fracaso de La Montaña, se encuentra seguramente el intransigente elitismo artístico de los editores. Éstos se preocuparon por una expresión disruptiva que no consignó la posibilidad de una revisión ante el desinterés o la incomprensión del «pueblo» (identificado con los socialistas y los artistas, y opuesto a la «muchedumbre democrática»). Más bien, frente a las bajas ventas la publicación reclamó un mayor número de suscriptores y abrió la sospecha sobre la vulgaridad no sólo del burgués sino también del pueblo. Respecto del elitismo estético, Rama ha advertido, refiriéndose al grupo modernista en general, que la autoimagen de verdaderos artistas los condujo a asignarse la determinación de la belleza, la eticidad y la autenticidad de la vida, y a desestimar, como el protagonista de El enemigo del pueblo de Ibsen (1882), la aceptación de los demás como criterio de verdad: «Esta minoría dentro de la sociedad, junto a la rotundidad con que abrazaron su verdad, dando como prueba de ella, no la aceptación de los demás sino la rigurosa aprobación de la conciencia individual, los asimiló al modelo de uno de los orientadores de la modernización internacional, el noruego Henrik Ibsen» (Rama, A. 1985, 135; destacado nuestro).

En ese sentido, si la elite modernista ha de devenir la conductora de la revolución socialista, La Montaña debería atender al modo en que la libertad espiritual del artista, que en principio se encuentra a igual distancia de cualquier posición política, puede articularse con los asuntos materiales y especialmente con la praxis socialista, sin que la vulgaridad de lo material la contamine. Pero es la exclusividad de la «aprobación de la conciencia individual» la que parece, por un lado, obturar la reflexión sobre las difíciles mediaciones entre el excelso espíritu del artista y la condición cultural del pueblo23, y por otro, posibilitar el deslizamiento de los discursos y las prácticas de los editores del periódico socialista hacia un elitismo social que produce grandes tensiones al interior del movimiento socialista.

En efecto, al artista de La Montaña no le costará descubrir el refinamiento del espíritu en la aristocracia política, como muestra Lugones en el «Saludo» de El Tiempo (11/07/1896) que dirige al duque de los Abruzzos y que motiva el pedido de expulsión del partido; o bien, reconocer en el pueblo esas cualidades mediocres y vulgares que conducen al artista a reaccionar contra el burgués, como lo insinúa la nota «La solidaridad obrera» que firman los dos redactores (La Montaña. N.º 5, 01/06/1897, 119-120) o como lo explicita Ingenieros en «La paradoja del pan caro» (La Montaña. N.º 12, 15/09/1897, 286-288). Y a estas declaraciones se suman los polémicos gestos extravagantes ostentados por Ingenieros cuando aún se reconoce socialista24.

En la polémica desatada por la breve nota que Lugones dirige al duque español, se descubre esbozado el socialismo aristocrático con el que vimos que su figura intelectual se distancia tanto de La Vanguardia como del modernismo rubendariano. Además de declararse, en tanto socialista antiburgués, dispuesto a besarle la mano al duque, Lugones retoma equívocamente los preceptos de Darío sobre la libertad espiritual, ya que vincula el socialismo con el carácter libre del espíritu. Justamente esa libertad ilimitada que exhibe Lugones motiva a Risso a alarmarse y pedir que el poeta sea expulsado del partido:

¿A dónde vamos a parar con estos ataques a la libertad de pensamiento en un partido sostenedor de todas las libertades?

La libertad! Oh, la libertad! La gran palabra sonora y elástica! ¿Pero qué querrá sostener Lugones? ¿Que uno puede militar en el Partido Socialista y divulgar ideas contrarias al socialismo? Tampoco existe tal partido sostenedor de 'todas' las libertades.

El socialista se ha formado justamente para abolir, entre muchas cosas, la libertad de explotar la fuerza de trabajo ajena.


(La Vanguardia, 08/08/96)                


Este debate ofrece la oportunidad a Justo de hacer explícita su distancia con el poeta. Cuando Lugones le pide su parecer sobre la expulsión, el líder del PS mantiene el gesto inclusivista que predomina en los primeros años del partido no sin señalar el «error teórico» que engloba el aristocratismo artístico: «Creo que el artículo del compañero Lugones sobre el príncipe de los Abruzzos, aunque encierra ideas completamente reñidas con nuestra teoría, no da argumento para la expulsión del autor del seno del Partido, como en general no la da ningún error que no sea de carácter práctico» («A la dirección de La Vanguardia». En La Vanguardia, 01/08/96).

Dejando de lado los posibles análisis sobre las tensiones al interior del movimiento socialista local25, aquí nos interesa destacar que el deslizamiento de La Montaña desde el aristocratismo artístico hacia un elitismo social no constituye un mero rasgo local. Más bien, se trata de una posibilidad abierta por la ubicación del arte en la sociedad moderna, es decir, de uno de los modos de prolongar en la sociedad el desprecio hacia lo vulgar que impregna la autoimagen del intelectual-artista, y que Williams registró para el espacio europeo. En cuanto a la escena argentina, es Ugarte quien más claramente advierte el deslizamiento aristocrático de los modernistas e inspirado en el socialismo de Jean Jaurès intenta una nueva versión que evite el aristocratismo. En efecto, partiendo de reconocer tanto las nuevas estéticas como la figura moderna del artista, el joven Ugarte -antes de colocar en el centro de sus inquietudes intelectuales la cuestión del antiimperialismo- busca borrar el desdén por el pueblo que tiñe la autoidentificación aristocrática del escritor, y al borrar ese desdén realiza un gesto que alienta la democratización tanto del socialismo que defendían Lugones e Ingenieros como del campo intelectual y los temas literarios.

La primera intervención de Ugarte en ese sentido es la fundación a fines de 1895 de La Revista Literaria, pues allí el joven toma partido a favor de la nueva literatura y critica los temas poco anclados en el espacio local preferidos por Darío26. Pero es unos años después, cuando Ugarte asiste en París a las conferencias de Jaurès, que descubre nuevos elementos para precisar su malestar con lo que calificamos como la versión subjetivista del modernismo. Así, en mayo de 1900 envía al periódico porteño El Tiempo «El arte nuevo y el socialismo», una breve reseña de una conferencia de Jaurès que en 1902 es recopilada en Crónicas del bulevar, el segundo libro publicado por Ugarte. Sobre todo en esa crónica, el joven difunde en el espacio porteño la necesidad de democratizar el acceso al arte de los sectores populares, así como el rol clave de la juventud literaria y la multitud en la democracia social del porvenir, cuestiones sobre las que ya recordamos las referencias irónicas de Darío en su prólogo a las crónicas27.

Más allá de esta obra, es en la encuesta sobre el estado de la literatura que publica en 1905 en La Nación (aparecida con leves modificaciones en Las nuevas tendencias literarias de 1908) y en las palabras a los lectores de El arte y la democracia, también de 1905, donde las diferencias son volcadas en un proyecto de contornos más precisos. En las primeras páginas del libro, aquél formula una frase (convertida hoy en la más célebre de su obra) que condensa su rechazo del literato y «el arte puro», y su defensa del escritor. Luego de aclarar que el escritor debe ser tanto un promotor de las nuevas corrientes estéticas como un militante político, precisa: «Enamorado de las letras, que son quizá mi razón de vida, pero enemigo del 'literatismo', entiendo que en nuestras épocas tumultuosas y febriles el escritor no debe matar al ciudadano» (Ugarte, M. 1905, V; destacado nuestro).

El compromiso del escritor y ciudadano Ugarte con el PS tiene una manifestación explícita en la conferencia «Las ideas del siglo» que pronuncia al regresar a Buenos Aires en 1903 luego de su prolongada estadía en París y reproduce en El arte y la democracia. Ese compromiso se evidencia también en la participación de Ugarte como delegado argentino en el Congreso de la Internacional Socialista de 1904 en Ámsterdam28 y en el de 1907 en Stuttgart. En cuanto a la formulación una «vertiente social del modernismo», recuerda en Escritores iberoamericanos del 1900 (1941) que si bien Lugones, Ingenieros y él fueron los escritores preocupados por lo social, sólo él «concretó la tendencia hacia el arte social en dos libros, editados en la Colección Sempere de Valencia: El arte y la democracia y Las nuevas tendencias literarias». Y a continuación ofrece una reinterpretación de su antiguo proyecto combinando las razones del fracaso con las fuertes críticas que desde 1913 lo separan del PS:

Lejos de toda especulación y hasta al margen de la doctrina misma -que sólo aceptábamos en cuanto se conciliaba con nuestro nacionalismo fundamental-, nos animaba el deseo de romper las aguas estancadas de una política torpemente conservadora, que sólo giraba alrededor de «personalidades» cuyo mayor defecto era precisamente la falta de personalidad. A los ismos endémicos, soñamos sustituir aspiraciones sanas y superiores, encaminadas al bien común, acercando la vida local a la temperatura evolucionada de Europa, para cuajar realmente una patria. No necesito decir que fracasamos a raíz de incidentes desprovistos de enlace entre sí, pero derivados del mismo ambiente subalterno, los tres tuvimos que alejarnos del partido, sin abandonar, desde luego, el programa de reconstrucción, más idealista que partidario, que nos llevó a luchar desinteresadamente.


(Ugarte, M. 1947, 160)                


La identificación de la propuesta de Ugarte como una alternativa a la estética rubendariana aparece reforzada cuando se atiende a que a principios del siglo XX Sempere, la editorial que distribuye las dos obras de Ugarte, era la encargada de difundir a los pensadores «avanzados» en España y América Latina a muy bajos costos, constituyéndose en una verdadera biblioteca obrera (Tarcus, H. 2004, 332). Asimismo, un indicio de que esa rivalidad era publicitada por sus contemporáneos lo ofrece el artículo que el joven modernista Ricardo Sáenz Hayes escribe para la revista parisina Les Documents du Progrès29 y que puntea en una carta enviada a Ugarte: «1) Consideraciones sobre las sociedades latinoamericanas en formación. 2) El simbolismo y el decadentismo reflejados en América. Rubén Darío. 3) La reacción a esa tendencia, el arte social. Manuel Ugarte. Y un bosquejo rápido sobre pintura, escultura, etc.» (París, 23/20/1908 y París 7/11/1908, citado en Prislei, L. 1999, 341)30.

Si bien en notas más tempranas se advierte la propuesta de Ugarte de reconciliar al escritor con el pueblo, así como de profundizar la orientación democratizante del arte, es hacia 1905 que la modificación del imaginario aristocratizante del arte que hallamos en Darío y Lugones es articulada en la propuesta de un «arte social». E incluso Ugarte recuerda que la posición que asume al año siguiente en el prólogo a Trompetas de órgano, del poeta español Salvador Rueda, produce «un paréntesis de batalla» en su amistad con Darío (Ugarte, M. 1947, 107). Citemos in extenso ese prólogo:

Ser poeta es percibir y traducir en ensueño la esencia y la savia de la Naturaleza y del yo interior. [...] El Poeta debe ante todo ser franco, ser altruista y sentir las palpitaciones del medio en que se desarrolla. No decimos que tenga forzosamente que dar voz a los sentimientos momentáneos y locales, o que deba convertirse en un instrumento dócil, librado al capricho de la colectividad. En muchos casos, puede oponerse a las corrientes ciudadanas o adelantarse a ellas. Pero siempre en el límite de lo que alcanzan sus percepciones agudísimas, dentro de lo normal. Porque el poeta es, a pesar de todo, humano y sólo recurriendo a la disimulación o cediendo a un desequilibrio lamentable, consigue hacerse una vida de museo, interesarse por cosas extrañas, apasionarse por detalles exóticos y ponerse al margen de la especie.


(recopilado bajo el título «Ser poeta», en Ugarte, M. 1978, 258-260; destacado nuestro)                


Ugarte no niega aquí el especial talento del artista, pero lo relativiza doblemente. Primero, porque al incorporar el «traducir» como rasgo definitorio del poeta, arte y público no pueden ya escindirse; segundo, porque inscribe el espíritu refinado del artista en un medio, específicamente dentro de la especie humana. En ese sentido, sostiene más adelante respecto de los «poetas rebuscados»:

Si descubrieron algunas vetas secundarias, desconocieron totalmente el verdadero origen de las intuiciones y pasaron por el mundo como ciegos, sin sospechar los cabrilleos del Sol. Que es en la Naturaleza y en la Humanidad, donde están las raíces del infinito y que sólo al aire libre y a luz plena pueden florecer las grandes rosas de la belleza inmortal.


(Ugarte, M. 1978, 259)                


La reivindicación de la naturaleza y la humanidad en el arte convoca no sólo a una inspiración mundana del espíritu del artista, sino también a formas simples de ese arte. Para Ugarte, la indiscutida admiración de las muchedumbres a los grandes artistas (Homero, Dante, Goethe, Shakespeare, Byron, Schiller y Hugo) es la prueba de que el arte debe abandonar su «tendencia orgullosa», o bien su «desdén afectado ante la opinión»:

La poesía, como el mar y como los crepúsculos, puede llegar hasta el corazón de todos los hombres. [...] los que saben ser grandes, sin dejar de ser sutiles, los verdaderos condensadores de ensueño, las altas cumbres de la Humanidad, han alcanzado siempre un prestigio indiscutible y han grabado su nombre en la memoria de las razas.


(Ugarte, M. 1978, 259)                


Esta interpelación contra el artepurismo y el aristocratismo del arte que embanderaría Darío (quien hacia comienzos de la década del diez vuelve a ser su compinche de la bohemia parisina) es también el tema central del ensayo «Las razones del 'Arte Social'», un texto programático que en 1907 es rechazado por La Nación31 y que al año siguiente es seleccionado por La Vanguardia como parte de su Almanaque socialista y publicado por Ugarte en sus Burbujas de la vida (una voluminosa recopilación de artículos que cuenta con una breve entrevista a Jaurès en la que el «leader de los demócratas» responde sobre la posibilidad de una guerra europea). En ese escrito, Ugarte afirma sin más: «no hay aristocracia del talento. Lo que hay es aristocracia de Academia y todos sabemos que de estas doctas asociaciones están casi siempre excluidos los que más valen» (Ugarte, M. 1908, 142).

Aunque Ugarte dirige su manifiesto a los artistas, y no al pueblo como lo hacía La Montaña, propone, al igual que la prosa lugoniana, una continuidad entre la reacción contra la vulgaridad de las nuevas tendencias estéticas y la acción política socialista:

Todos los escritores que predican la excelsitud del arte retórico y aristocrático, sin mezcla de inquietud contemporánea, han hecho, sin desearlo quizá, obras que son, en cierto modo, una propaganda, en favor de determinada modalidad de vida. [...] Y las declamaciones puramente teóricas que formuláis en momentos de malhumor contra la vulgaridad del mundo en que vivís no son más que confirmaciones de vuestro estrecho parentesco con él; porque, si en realidad, os molesta esa mentada vulgaridad, ¿qué es lo que os impide luchar por modificarla? ¿O sois acaso como esas doncellas temerosas que lloran porque se han advertido una pulga, sin atreverse a quitársela de encima?


(Ugarte, M. 1908, 132-133)                


Reconocida la ineludible politicidad del lenguaje literario, Ugarte propone sacudirse la «pulga de la vulgaridad» con una nueva articulación entre belleza y justicia que, en abierta filiación con las expresiones francesas, propone llamar «arte social». Y esta articulación revisa decididamente esa imagen de la montaña que, desde el primer libro de poesía de Lugones, se había tornado emblema de la nueva literatura:

Todo verdadero escritor es una montaña. Desde su cumbre, coronada con sol y abofeteada por los vientos, se ve, se oye y se domina todo. Su obra refleja el borbotar de una generación, de una época y de una humanidad, con todas sus pasiones, sus iras y sus ternuras, enroscadas alrededor de un ideal vasto capaz de fascinar y retener a los hombres. Los que se refugian en detalles, en destrezas de estilo y en rarezas enfermizas son como los que, no pudiendo entrar al teatro, se contentan con sentarse a la puerta del mismo. Pero el Escritor (con mayúscula) ha sido siempre una sensibilidad colocada en el vértice de los conflictos de su tiempo y su obra una enciclopedia de las ideas del siglo en que fue concebida. Por eso es que, sin cobardía y sin jactancias, debemos tener los jóvenes la temeridad y la altivez de ensayar nuestras fuerzas antes de declararnos vencidos.


(Ugarte, M. 1908, 137)32                


En contraposición a Lugones, aquí el artista es concebido ante todo como miembro de la humanidad; su talento se inscribe en un horizonte común a las multitudes y a «las ideas del siglo» que Ugarte había escuchado en París de boca del socialista independiente Jean Jaurès. Y es en la simultánea aceptación de las nuevas estéticas y de la advertencia sobre la ineludible «misión del escritor» que esboza una versión social del modernismo que se distancia de la propuesta por Lugones, en tanto aquél rechaza enérgicamente el imaginario aristocrático que en Darío y Lugones era el criterio de legitimidad de la práctica artística. Su reemplazo del socialismo aristocratizante por un socialismo gradualista (que se inscribe, en un principio, sin conflictos en la «hipótesis de Justo») suma al vínculo entre belleza y justicia buscado por Lugones e Ingenieros, una tercera variable: el interés y la comprensión del pueblo33. Y esta variable no puede más que introducir una significativa modificación en la «izquierda modernista», pues expone el insuficiente criterio de verdad de La Montaña, a saber, esa «rigurosa aprobación de la conciencia individual» que los modernistas habían encontrado de modo ejemplar en el protagonista de El enemigo del pueblo de Ibsen -y sobre la que volverá Ingenieros en 1913 en El hombre mediocre-.




Encrucijada entre arte y política

La atención sobre el modo en que busca operar Darío en la construcción del modernismo permite trazar ciertas diferencias con la propuesta que formula el joven Lugones -abandonada hacia comienzos del siglo XX-, pero también con la de Ugarte -defendida durante un periodo más extenso-. Las modificaciones realizadas por Lugones y Ugarte sobre la reacción antiburguesa del modernismo rubendariano pueden precisarse a partir de la atención a la ambigüedad del término «burgués» señalada por Williams respecto de los movimientos europeos. Aunque tanto Darío como Lugones se proclamen miembros de una «aristocracia literaria» y prevalezca entre ellos un sentimiento de pertenencia común, sus discursos y prácticas señalan dos imágenes de artista alternativas: la del dandy que se coloca más allá de las posiciones políticas, que esboza Darío, y la del radical antimercantil, seguidor de las políticas revolucionarias de 1848 y 1873, que asume fervientemente el joven Lugones. Esto es, mientras Darío defiende una libertad asociada a lo espiritual y enfrentada a la mediocridad burguesa, en La Montaña la afirmación del gesto libre del artista moderno inscribe esos mismos rasgos en la corriente política que reclama «materialmente» por esa libertad desde un impreciso acto político antiburgués, identificado con el socialismo revolucionario y guiado por el artista modernista.

El imaginario aristocratizante y los nuevos hábitos culturales que proponen Darío, Lugones y varios de los jóvenes escritores, convergen en la configuración moderna del ámbito intelectual34. Y una de las consecuencias más controvertidas de ese proceso es la relación mediada que comienza a tejerse entre arte y política, brecha que las vanguardias artísticas del siglo XX -radicalizando el gesto antiburgués modernista- buscarán superar. Pero ya antes de la aparición de las vanguardias, en la escena local se alza la pluma de Ugarte para recusar el aristocratismo que comparten esas dos imágenes de artista rivales, así como los peligros de la mediación entre arte y política.

Además de no reflexionar sobre la mediación entre el talento revolucionario del artista y el pueblo real, Lugones realiza una afirmación rotunda del genio artístico que impide que la incomprensión del receptor cuestione las estrategias revolucionarias. Frente al elitismo social hacia el que se desliza ese planteo, Ugarte propone partir de la aceptación de las nuevas estéticas y de la figura moderna del artista, pero relativizar la imagen aristocratizante del arte, para así lograr un equilibrio entre la intención vanguardista de crear el público y hacer la revolución, por un lado, y las estrategias para llegar al pueblo en tanto receptor concreto de esa intención, por el otro.

El fracaso de un proyecto como el de La Montaña habría propuesto una disyuntiva a quien quisiera seguir identificándose como artista o bien mantener al pueblo como interlocutor, relegando el lugar distinguido del artista en el socialismo y, sobre todo, la radicalidad del lenguaje, o bien buscar un nuevo interlocutor que sí esté dispuesto a legitimar la figura del artista como miembro de la aristocracia del arte.

Esta última alternativa se advierte en los vínculos que Lugones tiende con la elite gobernante, especialmente en sus conferencias de 1913 sobre el poema «Martín Fierro» y su versión ampliada de El Payador (1916), aunque aquella ya está decidida en 1903 cuando pronuncia su «Conferencia política», donde defiende públicamente la candidatura presidencial de Manuel Quintana35.

La primera alternativa, en cambio, es la que Risso le propone a Lugones en 1896 cuando critica su «socialismo acrobático», y la que rigió en el momento de aceptar a los artistas en el PS. En disputa con Lugones, sostiene aquel en La Vanguardia:

Para enseñarle al pueblo -si por pueblo se entiende la clase obrera- hay que empezar por despojarse de lo superfluo, es decir, dejar de lado toda pedantería y hablarle en el lenguaje llano y sencillo que él puede entender. No ir a las reuniones a buscar aplausos con frases altisonantes, sino a enseñar algo útil. [...] La frase, el estilo y otras yerbas aromáticas, son cosas muy buenas, pero siempre según la aplicación que se les da.


(La Vanguardia, 09/08/1896)                


Como vimos, no será Lugones sino Ugarte quien -en un recorrido no exento de conflictos- decida transitar esta opción cuando a comienzos del siglo XX se distancie del aristocratismo artístico y del antiparlamentarismo de La Montaña, y proponga esa vinculación entre las nuevas tendencias estéticas y un socialismo orientado a la educación popular.






Bibliografía

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