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Entretenimientos de un prisionero en las provincias del Rio de la Plata

Tomo I

Luis María de Moxó y de López



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ArribaAbajoPrólogo

Presento al público estos ensayos literarios, que me sirvieron de útil entretenimiento poco tiempo ha, cuando estuve confinado en varios puntos de las Provincias del caudaloso rio   —II→   de la Plata. Testigo entonces de la desastrosa guerra, que sufren todavía aquellos paises, mi espíritu y mi corazon padecian intensamente; y solo esta ocupacion me proporcionaba algunos intervalos de distraccion y contento: en cuyos momentos de libertad perdida, cual otro Ateniense me consideraba menos desgraciado, cuando aun me quedaba franca la entrada al Templo de las Musas. Tan cierto es, como dice Ciceron, que las letras son un consuelo en la adversidad; y ya sea en la próspera, ó ya en la contraria fortuna forman siempre la felicidad de la vida.

¿Y como podia dejar de tener fatigado de continuo el pensamiento y despedazado el corazon con deseos insaciables de duelo y de lágrimas, viendo arder al rededor de mí la pavorosa y tremenda hoguera de la guerra intestina y civil en la que los dos partidos, ambos igualmente queridos de mi corazon, semejantes   —III→   á los dos hermanos enemigos de la Tebaida de Racine se traspasaban mútuamente el pecho con las espadas? al ver bullir los campos y los despoblados en impías y crueles parcialidades? los que pertenecian á una misma familia: los que profesaban un mismo culto: los que hablaban un mismo idioma darse mutuamente nombres odiosos? armarse el padre contra el hijo: el hijo embestir al padre: el hermano derribar al hermano: el amigo acechar al amigo, y hasta la jóven esposa, desdeñándose de tener sujeto el cuello á un yugo, que antes de la revolucion le pareció muy suave, preparar en secreta el veneno contra su jóven marido?


...En quo discordia cives
perduxit miseros....

Tal era entónces, y tal es todavía el estado tan doloroso como triste de aquellas, en otro tiempo, deliciosísimas riberas. Vivirá eternamente esta ominosa guerra en la historia   —IV→   de las desgracias de los pueblos, con mas razon que las facciones azul y verde del imperio de Justiniano: los Guelphas y los Givelinos de Italia: los Wighs y los Toris de Inglaterra, y las facciones de Guise y Montmorenci de Francia.

Pero volviendo á mi propósito, podrá parecer á alguno de los lectores, que para asunto de estas disertaciones debia yo haber elegido otras materias análogas á las circunstancias del tiempo y lugar en que se escribieron; mas, detenido allí en clase de prisionero, no tenia la libertad necesaria para tratar de aquellos sucesos como convenia: ni habria logrado así el fin con que emprendí estas tareas, para facilitar alguna tregua á mis penas; antes bien las habria dado mayor intension y fuerza; porque diré ¿que himnos compondriamos, ó que poemas cantariamos que no estubiesen llenos de lastimeras memorias,   —V→   y que á cada cláusula no respirasen en profundísimos ayes y tristísimas endechas el llanto y la compasion?

Me era pues forzoso ocuparme de otros asuntos; y así me dediqué principalmente á dar una idea mas puntual y espresiva del carácter é índole de aquellos indios, cual no se ha tenido hasta ahora; y esta fué casi mi única intencion; pero como el genio de todos los pueblos salvages es tan parecido: como las naciones paganas tienen entre sí tantos puntos de contacto, y tanta semejanza sus ritos y costumbres: al hablar de los indios de Méjico y del Perú he podido hablar tambien, no solo de los sencillos, amables y virtuosos otaitinos, sino de los bárbaros, crueles y desnaturalizados zelandeses y otras naciones antropófagas; y la idolatría de aquellos indios me ha dado ocasion igualmente de recordar circunstancias memorables de los antiguos   —VI→   griegos y romanos. No he descuidado tampoco conforme me ha venido mas á mano, el vindicar á nuestra España de las infinitas injurias y maliciosas sátiras con que muchos escritores estrangeros han intentado envilecerla, tales como Montesquieu y Rainal, Paw y Marmontel.

En cuanto al estilo he puesto diligencia y cuidado en darle toda la claridad posible en razon de que no se habla para otra cosa que para darse á entender sin dificultad. He procurado pues que fuese fácil y dulcemente fluido, sin usar de frases simétricas y relimadas, con las cuales, y á fuerza de preceptos, como dice el erudito D. Nicolas de Azara1, solo se logra echar grillos á las lenguas, que con la prudente libertad y el ejercicio   —VII→   se enriquecen, se pulen, se suavizan y se hacen mas armoniosas, y mas manejables para tratar cualquier asunto.

No por ostentar erudicion he añadido muchas y á veces largas notas, que algunos tendrán por supérfluas ó menos necesarias. Sé muy bien, que en todas las cosas lo accesorio debe servir á lo principal, y que lo ocioso es fealdad en vez de hermosura; pero el mismo objeto y fin con que escribia, tal cual le manifiesta el título de la obra, me daba bastante licencia para distraerme á veces en algun punto de que se hiciera mencion casualmente, y para espaciarme en él cuanto quisiese, y aun mas de lo que era menester y convenia.

Finalmente he disertado sobre cosas y materias que no son aun bien conocidas, y merecen serlo: acordándome que el modelo de   —VIII→   la verdadera gloria segun la espresion de Plinio2 consiste no solo en hacer cosas dignas de escribirse, sino tambien en escribir cosas dignas de leerse. Y aun que otros lo hayan practicado antes que yo con pluma bien cortada y muy feliz suceso, he dicho sin embargo con Corregio: Ed io anche son pittore.





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ArribaAbajoDisertacion primera

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ADVERTENCIA

En agradecida memoria del difunto Arzobispo de Charcas D. Benito Maria de Moxó, tio mio, debo hacer presente: que para algunas de estas disertaciones, y en especial la de la idolatria esceptuando sus notas, me ha servido mucho cierto manuscrito que me legó S. I. de varias cartas que sobre cosas de Méjico escribió aquel tan desgraciado como ilustre Prelado con el título de Cartas mejicanas: coleccion que se habria ya dado á la prensa, á no estimarse oportuno hacerlo con union de las que escribió tambien y tituló Cartas peruanas, y quedaron entre otros papeles suyos en Charcas, que se procuran con mucha diligencia. Algunas de las estampas que adornan la presente Obrita son sacadas del muy abundante y rico museo que poseia dicho Señor, y debe de ecsistir aun en aquel Arzobispado, si no le ha destruido tal vez la guerra civil, si no le ha consumido y devorado la funesta tea de la discordia: de esta terrible y perniciosa hija de Jupiter, como dice Homero, cuyo solo empleo y ocupacion es de hacer daño. Finalmente, para la descripcion de lo que concierne y toca á la historia natural, he seguido al Diccionario geográfico-histórico de América, despues de haberme cerciorado por mi mismo de la verdad de sus noticias.

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ArribaAbajoDisertacion sobre el suicidio

No vemos nunca en las historias (escribe un célebre Filósofo del siglo prócsimo pasado) que los romanos se matasen sin motivo; pero los ingleses se matan sin que se pueda imaginar alguna razon que á ello les determine: se matan en el seno mismo de la felicidad. Este acto era entre los romanos efecto de la educacion; entre los ingleses lo es de una enfermedad; participa del estado físico, de la máquina, y es independiente de toda otra causa.

«Hay apariencias de que dicha enfermedad es un defecto de filtracion del jugo nérveo. La máquina, cuyas fuerzas motrices se   —10→   hallan á cada momento sin accion, decae de su energía: en tal estado el alma sin sentir ningun dolor encuentra cierta dificultad en su ecsistencia. Y como el dolor es un mal local que nos lleva al deseo de verle cesar, asi el peso de la vida abrazando toda nuestra ecsistencia y no dejándose sentir en ningun lugar particular nos mueve al deseo de poner término á esta misma vida.

»Es claro que las leyes civiles de algunos paises han tenido razon para deshonrar al suicida; pero en Inglaterra no hay mas motivo para infamarle que para castigar los efectos de la demencia.»3

Me parece, que Montesquieu da aqui muy lejos del blanco de la verdad. (a) No puedo resolverme á creer, que la accion con que un hombre se quita violentamente la vida: accion tenida por tan infame en todos los paises civilizados, en Inglaterra sea solo efecto de una enfermedad ó del estado físico de la maquina del cuerpo. Entre las naciones modernas no se hallará quizá ninguna, en la que   —11→   haya habido tantos suicidios. Asentar, pues, como mácsima incontestable, que en aquella populosa isla, el mencionado crímen no depende de ninguna causa moral, y sí de varias causas físicas que no estan sujetas á nuestra voluntad, es en mi juicio pretender disminuir considerablemente el horror que inspira á cualquier hombre sensato una accion detestada como de una voz, por todos los pueblos aun por los mas bárbaros y salvages, y proscrita igualmente por la religion revelada y la natural (b).

Las pasiones humanas, no menos que las virtudes, estan enlazadas entre sí, y se dan mutuamente la mano. No podemos ser indulgentes con ninguna en particular sin añadir por lo mismo casi igual grado de fuerza á las demas. Desengañémonos: la puerta que abramos para favorecer á una determinada pasion, no podremos cerrarla cuando queramos; antes bien se quedará abierta, mal que nos pese, para el ejercicio y provecho de todas las otras pasiones.

Este pues es un nuevo motivo para que yo desapruebe seriamente la proposicion de Montesquieu. Sé muy bien, que en todos los   —12→   paises del mundo ha habido algunos infelices, que oprimidos por el peso del dolor, de la infamia, ó de la indigencia, y creyendo ya su pena incapaz de alivio y remedio, han perdido poco á poco el uso de la voluntad y del juicio; han cesado de ser hombres antes de morir, é impelidos por la intensa y loca imaginacion de sus males y desgracias, han llegado al estremo de quitarse con sus propias manos la vida. Confieso que estas miserables víctimas de una profundísima melancolía merecen mas pronto lástima que castigo, y que sin faltar al amor debido á la humanidad, puede todavía un filósofo regar con lágrimas sus sepulcros, y esparcir sobre ellos, cuando no guirnaldas de flores, á lo menos algunas ramas de verde mirto y de triste y solitario ciprés. Pero trazar con Montesquieu la apología de todos los suicidas de una gran nacion, en donde por desgracia nunca ha sido raro este atrocísimo crímen: decir á secas que en Inglaterra no hay mas razon para reprimir tan enorme esceso, que para castigar los efectos de la demencia: hablar de este modo, repito, es en mi concepto lo mismo que soltar la rienda á las pasiones, derribar uno de   —13→   los diques mas fuertes que las detiene, y dejar que corran desapoderadamente por donde quieran é inunden en poco tiempo la sociedad. En efecto, si nos esforzamos á escusar á tantos suicidas con solo dar á entender, que lo han sido únicamente, porque la máquina de su cuerpo estaba cansada de sí misma, y sufria un cierto peso de la vida que les llevaba al deseo de verla fenecer, y que por lo tanto no merecen que se les castigue: ¡que armas tan fuertes é invencibles ofrecemos á todos los malvados! No habrá ya delitos; no habrá ya crímenes que no parezcan inocentes.

La tentacion, el estímulo, el deseo violento bastará para justificar cualquier esceso por grande que sea. El filósofo Hegesias habrá tenido mucha razon para asegurar4 que ningun delito debia castigarse; pues segun él, nadie le comete libremente, sino instigado de una perturbada imaginacion. Roberck compuso un libro bastante voluminoso para probar que le era permitido quitarse la vida; y luego que le pareció haber establecido   —14→   este pretendido derecho, se dió la muerte á sangre fria, y con la misma tranquilidad con que habia deliberado por tanto tiempo sobre esta horrible empresa. La buena filosofía declarará siempre, es verdad, que su atentado fue ecsecrable, y que su nombre no debe manchar mas tiempo sus fastos. Pero ¿qué importa? El principio sentado por el metafísico francés le defenderá y pondrá á cubierto. Porque ¿quien nos estorbará decir que el peso de la vida y el deseo de verla fenecer fue el que puso en las manos de Roberck el agudo puñal con que finalmente se la quitó?

Yo discurro sobre este punto de una manera muy opuesta. La naturaleza, segun mi modo de pensar, ha inspirado al hombre tan grande horror de la muerte, y un deseo tan vehemente de la conservacion de su sér; y por otra parte la accion de quitarse con violencia la vida, es á los ojos de la razon tan bárbara y abominable, y es al mismo tiempo tan repugnante á los sentimientos de justicia, que naturaleza fijó con caracteres eternos en nuestros corazones, que no puedo absolutamente imaginar, como nadie, á no habérsele vuelto del todo el juicio, sea capaz de matarse   —15→   con sus propias manos, cuando no le arrastre hácia tan espantoso abismo, ó bien el poder casi irresistible de una estremada pasion ya manifiesta, ya oculta, ó bien un necio é indómito capricho sostenido por los vanos sofismas del ateismo. Mucho tiempo ha que creo, que si ecsaminásemos á la luz de una buena crítica las verdaderas causas porque tantos hombres de diferentes naciones se han dado la muerte, las hallariamos sin duda en la corrupcion del corazon (c) y en los desvaríos del entendimiento; cosas que no bastan en ninguna manera para borrar la fealdad de semejante delito. Esta opinion mia sobre un asunto tan grave y de tanta consecuencia, pide que la apoye y sostenga, como voy á hacerlo al instante con breves y sólidas reflecsiones.

Admírase nuestro Filósofo de que los ingleses, segun él dice, se matan en el seno de la felicidad. Pero, pregunto: ¿disfrutan ellos realmente de las ilusiones de su pretendida dicha al tiempo de ejecutar una accion, que no es menos estraña que ecsecrable? Yo no puedo pensarlo. Me persuado al contrario, que la violencia de alguna pasion, que   —16→   abrigan ocultamente en su seno, les trae de antemano inquietos noche y dia, y sin que nadie lo repare envenena sus mas dulces y sabrosos deleites, y apenas les deja sosegar interiormente por un solo instante. ¿Quien ignora en efecto que muchos, aun en medio de los bienes de que les han colmado con mano liberal naturaleza y fortuna, viven los mas despechados y los mas desabridos hombres de todo el universo? Oh! si arrimásemos á estos infelices la brillante antorcha de la filosofía, ¡que compasion nos causarian! Veriamos, como dice elegantemente el Poeta,


Che i lor nemici
Anno in seno, è si riduce
Nel parer á noi felici
Ogni lor felicita.

¡Tan grande, tan estremado, tan funesto y despótico es el furor de las pasiones! Su cruel imperio empieza por la halagüeña apariencia de un suave sueño que adormece poco á poco todas las potencias de nuestra alma; de un fresco y apacible céfiro que nos lleva navegando por entre riberas deliciosísimas, en las cuales todos los objetos, todas las circunstancias se reunen para lisongearnos. Pero   —17→   apenas las mencionadas pasiones han echado raices en nuestro corazon, cuando á esta agradable perspectiva, á este breve y engañoso descanso se ven suceder terribles, continuas é internas luchas que nos ponen en contradiccion con nosotros mismos; trastornan y destruyen del todo la armonía que reinaba antes entre las dos sustancias distintas del alma y cuerpo; nos vuelven duros, caprichosos y estravagantes; arruinan nuestra salud; abrevian nuestros días; y tal vez tanto nos fatigan y aprietan, que no pudiéndonos ya sufrir, llegamos en el esceso de nuestro furor á destruir y despedazar con nuestras propias manos la débil aunque hermosa máquina de nuestro cuerpo. Este es el natural progreso de las pasiones, cuando no permitimos que la religion y la razon las contengan y repriman con el debido freno.

Tengo para mí que estos mismos son los pasos que ordinariamente siguen todos aquellos que al cabo se precipitan á ser suicidas; y que en efecto dieron muchos de los que, segun Montesquieu, se vieron en Inglaterra matarse á sí propios en el seno de la felicidad. Se dirá, quizá, que estas reflecsiones son   —18→   muy generales; lo confieso, pero son verdaderas, y las sirve de arrimo la constante esperiencia de todos los siglos y de todas las naciones. A mas de que una proposicion tan vaga, como lo es esta de Montesquieu, no sufre ser rebatida sino por otras de la misma especie.

Pero pasemos todavía mas adelante. Creo tambien que el ateismo es el hediondo charco de cuyas aguas impuras bebieron casi todos los modernos suicidas. El ateismo es efectivamente la doctrina mas á propósito para inspirar mácsimas crueles y atroces, y despojar al hombre hasta del mas mínimo sentimiento de humanidad. El ateismo es el que quita toda la fuerza á las leyes primitivas y eternas, y las borra enteramente del corazon. Él es el que rompe todo freno, desata todas las pasiones, y produce aquella absoluta igualdad y libertad que se considera no menos funesta para la sociedad en general, que perniciosa para el bien particular de cada individuo. Por último, él es el que suelta todos los lazos que unen al hombre con sus semejantes, y desecha asimismo toda relacion de aquel con el Sér supremo.

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No debe pues estrañarse que el hombre que ha adoptado esta fatal doctrina, el hombre que se mira ya á sí propio como único centro y fin de todas sus acciones, y que no pone ningun término ó límite á los soñados derechos de su alvedrío, se deje llevar sin resistencia por las pasiones, y que cuando se canse de vivir eche mano tranquilamente de una pistola, ó de un puñal, y se traspase el corazon, ó se haga saltar el casco. Todos los sofismas del S. Preux de Rousseau, aunque tan artificiosos y sutiles, no hubieran bastado, por sí solos para hacerle caer en esta desatinada resolucion. Refiere Ciceron, que el filósofo Hegesias, de quien hemos hablado arriba, se puso muy de intento á persuadir en la corte de Egipto lo mismo que despues de muchos siglos procuró hacer Roberck en la de Inglaterra; quiero decir, que cada uno tiene derecho á matarse cuando le parezca que la vida es un peso insoportable; y añade que las mácsimas del filósofo griego cundieron tanto en breve tiempo que fue menester que el Rey Ptolomeo le prohibiese absolutamente enseñar semejante doctrina, á lo menos en la escuela; porque eran muchos los   —20→   que despues de haberle oido, se daban la muerte. Este hecho confirma mi última observacion. Hegesias era Cyrenaico, y por lo mismo lo eran tambien sus discípulos. La moral que profesaba esta secta era tal que llevaba en pocos rodeos al ateismo; porque no solo colocaba la felicidad en el deleite, como Epicuro, sino que confesaba sin rebozo, que por deleites entendia los mas groseros y torpes. Descuidaba tambien enteramente la perfeccion del alma, y ponia todas sus miras en que el cuerpo estuviese, por decirlo asi, nadando siempre en un mar de placeres. Por último establecia, como sello de su impiedad, la asercion, de que lo justo y bueno no se distingue por naturaleza de lo malo é injusto, sino solo por ley y por costumbre: mácsima evidentemente falsa y en sumo grado perniciosa; y como dijo Ciceron, es una ceguedad, una locura capaz de trastornar la sociedad, y de confundir entre los hombres todo derecho y justicia5; pero que no por eso ha dejado de hallar en nuestros dias, y   —21→   en nuestra Europa, muchos y muy distinguidos partidarios.

¿Quien pues en vista de esto no reconocerá que una moral en todo conforme á la del griego Hegesias, una moral nacida del ateismo, como de una amarga y venenosa raiz, pudo muy bien haber dado el principal impulso á muchos de aquellos suicidas de que habla Montesquieu? Esta moral basta asi mismo para multiplicar iguales atentados, siempre que en una nacion se hace de moda entre alguna clase de gentes el cometerlos; porque entonces, como advierte sabiamente un famoso Escritor moderno, ya no se necesita de los rebatos del despecho, de la rabia y del furor: y muchas veces el solo capricho, la vanidad y el orgullo son suficientes para que los espíritus de un cierto temple se determinen, á sangre fria, á cometer tan horrible esceso.

La historia romana corrobora la verdad de este pensamiento. Ella nos hace ver como en los dias felices de la República apenas se halló en Roma un ciudadano que se diese la muerte, aunque estuviese acosado de los mayores desastres é infortunios. Régulo   —22→   volvió á Cartago (d): Postumio pasó por debajo de las horcas caudinas (e): Varron recibió los obsequios del Senado despues de haber perdido por su temeridad cincuenta mil hombres6. Hostilio finalmente consintió sin murmurar en ser entregado por los feciales á la discrecion de nuestros Numantinos (f). Nadie podrá decir con fundamento, que estos grandes hombres amaban demasiado la vida, ó no hacian caso de la infamia. Lo que si debe decirse, es, que cuando ellos florecieron, no habia llegado todavía el tiempo en que el lujo asiático corrompió las costumbres de la capital del mundo (g), y dejó entrar en ella la moral epicúrea, ó mas bien la cirenáica, que introdujo consigo, como siempre, todos los vicios, é hizo que muchos ciudadanos, sin tener ya ningun miramiento por las venerables leyes de sus mayores, por su propio honor, ó por la utilidad de la patria, no reparasen en ser viles homicidas de sí mismos.

Habrá alguno tal vez que nos oponga aqui   —23→   el ejemplo de Bruto y de Caton. Es fácil dar salida á este reparo. Caton y Bruto, diremos no eran epicúreos ni ateos; pero eran estóicos, y quitándose la vida, no en el seno de la felicidad, sino en medio de la ruina de su idolatrada república, no hacian mas que poner por obra los dogmas de su secta (h). Caton en el trastorno de aquella última noche, mientras hacia embarcar en el puerto á los senadores y á varios de los principales vecinos, sin embargo de la cruda borrasca que traía muy alborotado el mar, mientras daba las órdenes y providencias que ecsigia el caso, mientras recomendaba su hijo á los amigos, y mientras veía que César con su ejército victorioso se acercaba á marchas forzadas á las puertas de Utica: se puso á leer por dos veces, con semblante al parecer tranquilo, el profundo y elegante diálogo de Phedon. Mas ¿quien no repara que concurriendo entonces tantos incidentes á perturbar interiormente su alma, no pudo entender con claridad los escelentes preceptos que para casos semejantes da Sócrates en aquel sublime escrito? Si se ecsaminan á mas de esto las conversaciones que aquel general romano tuvo en   —24→   los últimos momentos con sus familiares y con los filósofos Apolonio y Demetrio, no podrá menos de echarse de ver, que su principal móvil era, á la sazon, un secreto orgullo y vanidad, tan conforme con las mácsimas que habia seguido toda su vida. Es muy conocida, y en cierto modo aplaudida de todos los sabios, la reflecsion que hizo César sobre el particular; pues apenas hubo entendido el fin trágico que acababa de tener su rival, cuando esclamó con mucha entereza: Te envidio, ó Caton, la muerte, ya que tú me envidiaste la gloria de conservarte la vida. Pero en cuanto á Bruto puede asegurarse, que sus pocos años y el ejemplo reciente de su suegro le perdieron, de modo que sin tener ánimo para esperar á que se acabase de decidir del todo la batalla, se mató á sí propio, y dió consigo al través con los últimos recursos y postreras esperanzas de la patria (i).

Lo que he dicho hasta aqui (j), basta en mi juicio para que imaginemos, cuales habrán sido las verdaderas razones, porque muchos ingleses se quitaron la vida en el seno mismo de la felicidad, sin que recurramos, como Montesquieu, á las causas físicas (l).

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Puede que me engañe el amor propio, y que las reflecsiones que llevo espuestas no sean del todo ecsactas; pero no podrá negarse á lo menos, que tengo de mi parte á los sabios legisladores de Inglaterra, los cuales siguiendo el ejemplo de los griegos (m) y otras naciones antiguas, notaron de infames á los suicidas y les impusieron una pena muy semejante, á la que les señala Sócrates en el libro cuarto de las leyes de Platon. ¿Y como, pregunto, lo hubieran asi establecido, si hubiesen pensado, que ninguna causa moral seria jamas parte para determinar á sus paisanos á cometer un crímen tan horrible?

Podria aqui poner fin al presente discurso, si solo tratase de impugnar el estravagante dictámen de Montesquieu. ¿Pero como será dable que yo arrime la pluma sin decir antes dos palabras de los indios, esto es, de la nacion singular que me rodea mientras escribo estas reflecsiones: de la nacion menos conocida de los filósofos, y mas digna de serlo: por ultimo de esta nacion, cuya suerte interesa vivamente toda la sensibilidad y ternura de mi alma? Seré muy breve.



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ArribaAbajoDiferencia de los suicidas de Europa á los de América

La virtud y el vicio son sin duda de todos los climas y paises. Pero una constante y nunca desmentida esperiencia ha acreditado demasiadamente, que el vicio, que es el que degrada la dignidad nativa de nuestra alma, y oscurece y empaña su divino esplendor, se estiende sin embarazo alguno por donde quiere: echa en cualquier terreno profundas raices; y sin necesitar del menor cultivo ó beneficio, crece y se propaga con vigor y rapidez increible, cubriendo con su tétrica y venenosa sombra inmensos paises. La virtud al contrario, sin embargo de ser tan conforme á nuestro divino origen y nobleza, se mantiene casi siempre en un continuo desaliento y desmayo. Semejante á ciertas flores de unos estambres en estremo delicados, el mas leve soplo basta para marchitarla y hacerla perder el esquisito y finísimo matiz de su natural colorido. Parecida tambien por otro respecto á una lámpara, que alumbra en medio de las   —27→   tinieblas de la noche, la que se apaga muy pronto, si no se tiene cuidado de subministrarla de continuo el debido pábulo; y aun asi, se la ve á ratos lucir con languidez.

Nadie, pues, debe estrañar que en los ángulos mas retirados del mundo se encuentren los mismos vicios, que infestan los lugares mas conocidos y frecuentados; y que en el particular las naciones mas montaraces y salvages poco ó nada se distingan de las que son mas cultas y civilizadas. No hablemos ahora sino del suicidio. Este horrible crímen, como hemos visto, sigue ordinariamente á la desoladora corrupcion del lujo; al desmedido y ciego orgullo de la ambicion; y á los locos desvaríos y sofismas de una metafísica impía, y desnaturalizada. Sin embargo, el suicidio ¿quien lo hubiera imaginado? se halla de tiempo inmemorial establecido entre los indios de Méjico y del Perú, los cuales aunque tienen algunos débiles impulsos de ambicion, no saben absolutamente lo que es lujo, y estan muy lejos de entregarse á los estériles y vanos teoremas de nuestra moderna metafísica.

Pero hay dos muy notables diferencias de los suicidas de Europa á los de América.   —28→   1.ª En Europa, son harto frecuentes los suicidios en las grandes poblaciones, especialmente en las cortes mas opulentas y civilizadas, y rara vez acontecen en las aldeas y lugares pequeños donde se disfruta la tranquila y agradable soledad de los campos. Al contrario, en la América son rarísimos en las ciudades; y no dejan de verse de cuando en cuando en los yermos y en los páramos. 2.ª En Europa se matan los ambiciosos cortesanos, los ciudadanos cultos, y los metafísicos que presumen de mas sagaces é ilustrados. En América se matan solo los sencillos pastores de los Andes, los groseros labradores de las Pampas, y los toscos peones de las minas.

¿Y cual será, pregunto, la causa de tan grande variedad? A mí me parece que debe colocarse en el carácter melancólico de los indios que tanto les distingue de las demas naciones del orbe. La melancolía es en efecto la pasion dominante de estos naturales. Cuerpo débil, aire triste, modales tímidas, pasos lentos, genio indolente y perezoso, propósitos caprichosos é inconstantes, y sobre todo una estraña apatía, que apenas cede á ningun estímulo, forman la imágen moral y física del   —29→   indio, ya sea mejicano ó peruano. Se puede decir en general, que todas sus acciones, todas sus palabras, sus proyectos y empresas estan siempre marcadas con el sello de la melancolía. ¿Qué cosa mas triste, por ejemplo, que la mayor parte de sus danzas nacionales? Poco tiempo ha que asistí á ellas en el pequeño y antiquísimo pueblo de Atacama, situado en la cordillera de los Andes; las estuve observando con la mayor atencion y curiosidad, y me acuerdo que á poco rato sentí me enternecia, derramé algunas lágrimas y me retiré del concurso llena la cabeza de no sé que ideas lúgubres, que se presentaban confusamente y de tropel á mi imaginacion. Lo misino me ha sucedido en otros lugares y ocasiones.

¡Que diferencia entre estas patéticas danzas y los bulliciosos bailes y cantares de los aldeanos de mi patria Cataluña, ó de Vizcaya, en las tardes de los dias festivos, en los que presiden la amable risa, la halagueña alegría, el placer, el contento y la lisongera y dulce esperanza! Al contrario ¿quien oye aqui jamas solo media hora con ojos enjutos el celebrado yaravi que es la cancion favorita de los peruanos? Los infortunios del amor   —30→   ó de la suerte sugieren la materia de la composicion: el luto y el llanto inspiran los modos y tonos de la música: la flauta y el arpa los ejecutan, interrumpiendo por intervalos su tierna armonía las agudas interjeciones, los irresistibles ayes del dolor; y la escena es ordinariamente el campo raso cubierto de infinita arena; la hora, la alta y silenciosa noche; y la decoracion única del teatro, la bóveda inmensa del cielo, y la luz pálida de la luna y de las estrellas. Pero dejemos estas consideraciones para otro lugar mas oportuno, en que podamos proponerlas y analizarlas con la debida estension, y volvamos, en tanto á añudar el hilo de nuestro discurso.

La profundísima y penetrante tristeza, que conforme va referido, caracteriza á estos indios, es la fuente y escondida raiz de donde brotan los pocos suicidios que aqui se cometen. En Europa este crímen mana las mas veces, como de una fuente cenagosa é inmunda, de la avaricia, del orgullo, de la ambicion y de los sofismas de la impiedad. Alli se ve nacer el suicidio en el seno del fausto y de la opulencia: aqui en el seno de la miseria y mendiguez.

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Es fácil, pues, inferir de lo dicho, porque en América, al revés de Europa, se cometen los suicidios en los yermos y en los despoblados. El indio que vive en las ciudades se agita y mueve de continuo, quiera ó no quiera. Los objetos se cambian cada instante á su vista, y envian al alma mil distintas impresiones, que llaman su atencion, y la tienen mal de su grado como embelesada. Y si alguna vez la tristeza, resistiendo poderosamente á todos estos estímulos, tiende su fúnebre manto sobre la imaginacion y el espíritu, cerrando el paso á la reflecsion y al discurso: la religion repara y previene todos estos daños, acudiendo prontamente con sus risueñas promesas y dulcísimos consuelos.

Todo sucede de un modo muy diverso al pobre salvage que apacienta su miserable ganado en medio de los espantosos desiertos de una y otra América, en cuyas tan silenciosas soledades apenas una que otra vez se oye el eco de la voz apostólica y paternal de los misioneros. Se ve, pues, el morador de aquellos montes abandonado á sí mismo, sin que le sostenga ninguno de los muchos y poderosos ausilios, que la sociedad ofrece á los demas   —32→   hombres. El grito agudo de los ligerísimos guanacos y vicuñas (n), el silvido de las venenosas culebras como el tayá (o), el cascavel (p), y el boa (q) y el bramido horrible de los tigres y leopardos, del cibolo (r) y famacosio (s), rompiendo por intervalos el aire, le llenan de un melancólico pavor. Los corpulentos y ancianos árboles, y los humildes y secos arbustos agitados por el viento causan un triste murmullo, y forman, no sé que patético contraste con el grave estruendo de los presurosos torrentes, que se precipitan á lo lejos de la cima de un peñasco, y el de un caudaloso rio que atraviesa la llanura y pugna incesantemente por romper sus márgenes demasiado estrechas. A este lúgubre cuadro añaden las últimas pinceladas los riscos, los derrumbaderos, los montes movedizos de arena que el aire transporta de una á otra parte; las masas monstruosas de granito, sobre las cuales la vegetacion de los trópicos, aunque tan robusta, nunca alcanza á desplegar la verde alfombra de la menuda yerba; y finalmente los altísimos picos, tan antiguos como el mundo, que se empinan en distintos puntos de la gran cordillera, y van á perderse   —33→   entre las nubes mas elevadas.

Herida por el cúmulo de todos estos objetos la delicada imaginacion del indio salvage se acalora sobre manera, y se sustenta de estraños y perniciosos fantasmas; no cesando de levantarse del fondo de aquella melancólica escena unos vapores tétricos, que en poco tiempo eclipsan la escasa claridad de su razon. Los dias de la vida se le hacen pesados: la brillante luz del sol le causa tedio: busca y desea con ansia envolverse en las frias sombras de la noche; y cede y se rinde de buena gana á las soñadas amenazas de la muerte, que le va tirando cada vez mas del funesto dogal.

«Cuando en los lugares yermos, dice el cultísimo y sabio Arequipeño doctor Unanue, se repara que algun pastor se aparta á menudo de sus compañeros, que ama el retiro y la soledad de la noche, interrumpiendo su silencio con los aires tristes de la flauta y sus ayes: esta conducta indica que aquel solitario va á espatriarse para siempre de sus hogares, ó á suspenderse de un lazo. El remedio de este mal es la flagelacion; porque la irritacion que los latigazos causan sobre la cutis, renueva   —34→   la accion de la vida, y cesa la debilidad y sus efectos perniciosos. Acuérdome, continúa, haber leido que para impedir en las islas de Barlovento los frecuentes suicidios que ejecutan los negros africanos, volviendo la punta de la lengua, y tapando la respiracion, proyectó un francés hacerlos pedazos á azotes, luego que aparecian algunos indicios de este intento. Los negros cuando se ahogan, creen van á parar á su suelo patrio, y los azotes eran para que teniendo vergüenza de aparecer maltratados delante de sus paisanos, no pensasen en visitarles. Con los indios no se necesitan estos castigos: son de fibra delicada é irritable, y con algunos latigazos se animan y llenan de alegría, olvidando las ideas funestas.» Hasta aqui el mencionado filósofo; cuyas observaciones sobre el clima de este pais, y sus influencias en los seres organizados acaban de ver la luz pública con singular complacencia de cuantos aman la amena y útil literatura; y escitarán luego que lleguen á Europa el aplauso general de los inteligentes.





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ArribaAbajoDisertacion segunda

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ArribaAbajoDisertacion sobre la música

Apenas hay un hombre medianamente erudito que no sepa que atenienses y lacedemonios (a), y en general todos los antiguos y mas famosos pueblos de la culta Grecia, hicieron en sus instituciones políticas muy singular aprecio de la música. Pero pocos son los que dan en el blanco de esta que á muchos parece estraña paradoja. Los mas se dejan ir con la corriente del vulgo, no deteniéndose en analizar las ideas que en otro tiempo se solia comprender bajo la sencilla denominacion de música. Yo, para quitar en adelante toda duda, procuraré esplicarlo aqui, no con largo razonamiento sino con breves palabras;   —38→   y despues de haber manifestado tambien sucintamente que en el sentido que se la da ordinariamente entre nosotros, era entre los griegos una parte muy considerable de la educación, propondré algunas observaciones en órden á la música de estos indios, quiero decir, los de Méjico y del Perú.

Digo, pues, que esta voz música tenia en el diccionario de los filósofos y legisladores griegos un sentido mucho mas universal; pues, segun ellos, significaba no solo la ciencia que enseña las propiedades de los sonidos, sino tambien la educacion moral y literaria. En efecto, la educacion literaria y moral es un arte que se parece no poco á lo que en idioma vulgar entendemos por música. Porque sirviéndose con primoroso y utilísimo artificio de los afectos y pasiones naturales del alma, y reduciéndolas todas en comun y cada una en particular á su debido tono y proporcion, produce al fin la mas suave, la mas noble y divina armonía (b).

Asi á lo menos pensaban, asi se esplicaban los antiguos griegos, especialmente cuando escribian sobre la política. Seria cosa ciertamente muy fácil apoyar esta verdad con el   —39→   testimonio uniforme de varios sabios de aquella doctísima nacion; pero bastará citar aqui uno, quiero decir, el inmortal Sócrates, á quien no solo el Oráculo de Delfos, sino tambien el universal sufragio de mas de veinte siglos, ha elevado á la gloria de ser respetado como el primer ciudadano y el primer filósofo de la Grecia.

Tomemos, pues, en las manos el célebre y elocuentísimo diálogo llamado Phedon, y oigamos atentamente lo que maestro y discípulo, Cebes y Sócrates, van á conferir entre sí en órden á la música. Muchos son, dice el primero, los que me preguntan, ó Sócrates, acerca de las fábulas de Esopo que tú has puesto en verso, y del himmo que has trabajado en honor de Apolo; y entre ellos Eveno se manifestaba ayer muy deseoso de saber ¿á que fin desde que has venido á la cárcel te has dado á versificar, no habiéndolo antes hecho nunca? Si Eveno, pues, vuelve á preguntarme sobre lo mismo, que sí preguntará, quisiera me dijeses ¿qué es lo que deberé responderle? -Respóndele, ó Cebes, la verdad: que no lo hago porque le tenga envidia ó para igualarle en su arte, que   —40→   aun cuando yo lo pretendiera no me seria fácil, sino para procurar por distintos medios y caminos dar cumplimiento á ciertos sueños que tuve en tiempos pasados. La cosa sucedió de este modo. Me acontecia muchas veces representárseme no sé que vision, que bien que se me ofreciese en distintas formas y figuras, me repetia siempre las mismas palabras: Sócrates, decia, aplícate á la música y trabaja en ella. Yo entonces me daba á entender que lo que se me aconsejaba y mandaba no era otro que lo que ya me hacia, y que el repetirme con tanto ahinco que trabajase en la música, era solo para que lo ejecutase con mas brio; asi como los espectadores dan voces alentando á correr á los que ven que de suyo lo hacen con la mejor gana y ligereza. Se me representaba pues que la filosofía, á quien daba yo entonces todo mi tiempo, era en realidad la mas perfecta música. Mas ahora que he sido sentenciado, y que solo la presente solemnidad de Apolo impide que muera (c), he juzgado que debia dedicarme tambien á esta otra especie de música, que es la popular: por si acaso era esto lo que en efecto me mandaba   —41→   el referido sueño. Porque me ha parecido que en este caso seria mas seguro no irme de acá sin haber hecho algunos versos, siquiera para dar cumplimiento á la obligacion que el sueño me imponia. Y esto es, ó Cebes, lo que podrás contestar á Eveno.

Hasta aqui el mencionado diálogo, cuyas espresiones no dejan la mas ligera sombra de duda sobre lo que propuse al principio, esto es, que en el diccionario de los filósofos y legisladores griegos la voz música tenia las mas veces un sentido metafórico, y significaba todo el hermoso cúmulo de nociones é ideas que comprende en sí la perfecta y cabal educacion de un ciudadano.

Hablemos ahora, aunque de paso, de la otra especie de música á la que Sócrates llamaba popular; pues tambien de ella hacian mucho caso, como es notorio, los políticos mas graves y los filósofos mas sublimes de la Grecia (d).



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ArribaAbajoEntre los griegos era una parte muy considerable de la educacion

Un Escritor moderno, cuyos frecuentes descuidos nos ponen en la precision de citarle muy á menudo, asegura con su acostumbrada confianza que no se debe decir que la música inspirase la virtud7, pues seria proponer una intrincada paradoja que nadie es capaz de descifrar (e). Yo, á la verdad, aunque infinitas veces me he trasladado con la imaginacion y el pensamiento ya al encantador teatro de Atenas, ya á las llanuras de la pequeña villa de Olimpo, para asistir á las representaciones y juegos que se daban en uno y otro lugar, no he podido sin embargo formarme una idea clara de la perfeccion á que los griegos condujeron su música (f). Pero no por eso dejo de persuadirme que era muy grande, y que en lo patético llevaba mucha ventaja á la moderna música   —43→   italiana. No quiero estenderme aqui en especulaciones vanas que de nada servirian. Se trata de un hecho público en otro tiempo, aunque al presente oscurecido y casi olvidado por la enorme diferencia de nuestros actuales usos y costumbres. Y asi no debemos en manera alguna valernos de raciocinios metafísicos y abstractos; sino producir testimonios abonados que nos den la debida luz, y disipen los vanos sofismas que podria sugerirnos nuestra profunda ignorancia en el particular.

Me contentaré, pues, con nombrar á Platon y Aristóteles, cuyas obras andan en manos de todos. Estos grandes hombres que conocian tan perfectamente el espíritu de su siglo, la cultura de su nacion y los resortes que la buena filosofía emplea para introducir en el espíritu humano las verdades mas útiles, eran de dictámen que la música de que vamos hablando, esto es, la que Sócrates llama popular, debia formar una parte muy considerable de la educacion moral. Porque pertenece, dicen, á la imitacion de las costumbres de los hombres; y una imitacion tal, que no hay arte que pueda representarlas tan   —44→   al vivo. La pintura misma comparada con ella es un arte mudo y sin vida, pues solo alcanza á desplegar delante de nuestros ojos las señales de nuestras pasiones, delineadas groseramente sobre el lienzo por medio de los colores y de las sombras; cuando la música al contrario se vale de imitaciones tan perfectas, que nos hacen ver y tocar, por decirlo asi, las pasiones mismas. ¿Y quien puede disputar á la música semejante palma, pregunta Aristóteles? No es acaso evidente que la ira, la moderacion, la fortaleza, la templanza, con los vicios opuestos, y en una palabra, cuanto pertenece á las pasiones y costumbres, todo lo imita ella, todo lo espresa de una manera conforme al natural? (g)

Es inútil producir aqui mas autoridades. Todos los antiguos son en este punto de un mismo parecer. Todos levantan á lo sumo la fuerza increible de la música en remedar las costumbres buenas ó malas, y en mover ó calmar las pasiones. No solo los amables atenienses, no solo los risueños moradores de los amenos prados de Caico y de las fértiles y hermosas riberas de Meandro, sino tambien los austeros y durísimos esparciatas hubieron   —45→   de ceder como los demas á la divina é inesplicable magia de la música. Bien lo conoció Licurgo, cuando con tanto esmero y prolijidad arregló todo lo que pertenecia al ejercicio de esta arte verdaderamente encantadora. Bien lo conocieron asimismo los otros reyes, sus sucesores, los cuales nunca dieron batalla alguna sin que primero mandasen entonar la celebrada cancion del combate, cuyos acentos encendian en el pecho de aquellos bravos guerreros el amor de la patria, el deseo de dejarla completamente vengada de sus enemigos, y la resolucion de derramar, si fuese necesario, toda la sangre de las venas antes que arrojar cobardemente las armas que ella les habia entregado para su gloria y defensa (h). Bien lo conoció por último aquel famoso General que, viendo á sus batallones perseguir con brutal encarnizamiento á las huestes enemigas ya derrotadas y fugitivas, mandó á sus músicos que mudasen de repente el primer modo en otro mas halagüeño y suave: y con solo esto, sin dar ninguna otra orden ni desplegar los labios, logró en pocos instantes infundir en el ánimo de los acalorados vencedores, á manera de un precioso bálsamo, los   —46→   sentimientos de clemencia y humanidad; hacer que espontaneamente envainasen sus sangrientas espadas, y salvar la vida de muchos millares de hombres (i). ¡Triunfo por cierto gloriosísimo para la antigua música, y solamente comparable con otros de la misma especie, que sabemos consiguió en distintas ocasiones la antigua elocuencia! Pero dejemos ya este punto, pues solo podriamos aqui hablar de paso en argumento tan grave, sin apurar el fondo á este misterio.

Yo estoy muy persuadido que quien meditare atentamente sobre las autoridades, sucesos y reflecsiones que llevamos insinuadas, no graduará en manera alguna de escesivos y desmesurados los elogios que se daban en otro tiempo á la música: no juzgará por frívolas y de poca importancia las varias constituciones y decretos que los legisladores griegos de mas fama dejaron establecidos para su arreglo y uso: no estrañará que Platon diga claramente8 que la prefectura de la música es uno de los empleos mas considerables en cualquier   —47→   bien ordenada república. Con todo, á fin de dejarle mas y mas convencido, haré que oiga de nuevo á Aristóteles.

El que se deleita ó entristece, dice este profundo político9, con la representacion fingida de alguna cosa, está ciertamente muy cerca de concebir iguales afectos por la cosa misma. No debe pues dudarse que la música, en la cual campea una imitacion tan perfecta de las costumbres ó buenas ó malas, es poderosa para inspirarnos poco á poco y como insensiblemente todos los vicios y todas las virtudes. No puede asegurarse tanto, ni con mucho, de la pintura y escultura. Sin embargo quisiera yo, añade, que nuestros jóvenes se acostumbrasen á contemplar y ecsaminar con preferencia á todas las demas, las obras de Polygnoto ú otros autores semejantes. Y asi en cuanto á la música, concluye, deberian ellos con mayor razon dedicarse únicamente á la que es capaz de hacerlos mejores.



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ArribaAbajoObservaciones sobre la música de los indios

PRIMERA OBSERVACIÓN

No solo las naciones cultas y civilizadas, sino tambien los pueblos salvages han sido en todos tiempos aficionados á la música. Cuando la Grecia era todavía una region bárbara, sin artes, sin comercio, sin leyes y sin costumbres; cuando no se habian aun dejado ver en su hermoso horizonte los primeros albores de la filosofía y demas ciencias que despues tanto la ilustraron, ya la música estendia por en medio de aquellas selvas y valles el eco de sus melodiosos acentos. Sus groseros moradores la escuchaban con gusto: hallaban en ella la espresion natural de sus pasiones; y seducidos poco á poco por las amables insinuaciones de tan dulce sirena, se iban disponiendo á la feliz revolucion de su cultura. Salian, pues, mas á menudo de la oscuridad de sus cavernas, no ya para disputar á las fieras el alimento escaso que ofrecian   —49→   los árboles, ó para encarnizarse con el mas ligero pretesto contra sus vecinos, sino para disfrutar de la brillante luz del sol; para respirar el aire embalsamado de la mañana; para contemplar el vario y delicioso cuadro que la primavera desplega en los montes, en los prados y en las selvas; para oir el incesante y blando gorgeo de los pintados pajarillos, y sobre todo para buscar la compañía y conversacion de otros hombres, con cuyo poderoso lenitivo sentian menos los males y trabajos á que estaban de continuo espuestos, y las privaciones á que les sujetaba su propia situacion.

Tal y tan grande como este es el prodigio que los antiguos filósofos y poetas atribuyeron á la música, á fin de espresarnos que ella ha nacido para suavizar y templar las costumbres demasiado violentas de los hombres, y que sus atractivos llegan á domar el corazon y el alma de los mismos salvages (j). No quisieron ciertamente darnos á entender otra cosa los primeros que pintaron á Anfion y Orfeo con una lira en la mano, este rodeado de tigres y leones que estaban pendientes de su voz, y aquel arrastrando sin mas fuerza   —50→   que la de su dulce consonancia y armonía los peñascos con que pretendia edificar las murallas de Tebas (l). ¿Y que mucho, dice Metastasio10, que la música ejerza su poder hasta en las naciones salvages, cuando no le desconocen ni los tiernos niños, los cuales aunque no han llegado todavía al perfecto uso de los sentidos, sin embargo al suave encanto de la música suspenden el llanto, olvidan sus temerarios caprichos, y se quedan blandamente adormecidos en el regazo de sus madres? (m) ¿Qué mas? El reo tendido en el lóbrego calabozo, el esclavo afanado noche y dia en las penosas tareas que le ha impuesto su amo cruel, buscan en vano un alivio, y solo le hallan en la música. Ella hace que uno y otro pierdan de vista sus grillos y cadenas y la horrible perspectiva de su desgracia.

¡Sente fra i pie sonarsi i ferri, é canta!

He apuntado estas reflecsiones, para que el europeo que leyere el presente papel no   —51→   dificulte en creer lo que voy á decirle acerca de la estraordinaria aficion que estos indios tienen á la música. Yo no creo en efecto que ninguna otra nacion, ya sea antigua ó moderna, le haya sido tan apasionada. En esta parte poco ó nada se distinguen los mejicanos de los peruanos. Ambos pueblos impelidos por el irresistible impulso de su genio recurren incesantemente á la música para darle lugar en casi todos los actos públicos y privados de sus pequeñas repúblicas, y en los acontecimientos prósperos ó adversos de la fortuna; funciones de los sagrados templos, cultos sacrílegos y clandestinos de los indios, alegres concurrencias y juntas en los dias festivos, pompas fúnebres, movimientos sediciosos, gritos de alarma, saqueos de haciendas y ranchos, violentos y furiosos ataques de batallas, en una palabra, todos los negocios importantes de paz y guerra se celebran entre ellos al son, ya armonioso, ya terrible, de sus voces é instrumentos.

El indio, como todas las demas naciones salvages, es en estremo indolente y perezoso. Ninguna cosa fija su atencion, ninguna le interesa. Es verdad que sus sentidos se afectan   —52→   quizá con mas viveza que los nuestros; pero tambien lo es que estas violentas impresiones son de muy poca duracion, y apenas llegan al alma, cuando se confunden, se borran y destruyen unas á otras como las olas en la orilla del mar. Un gran Naturalista ha dicho que la muger comparada con el hombre parecerá, generalmente hablando, un niño por razon de su natural inconstancia y ligereza. Yo creo que lo mismo y con igual propiedad puede afirmarse de todos los indios americanos en comun, respecto de los otros pueblos del mundo antiguo, especialmente de los que habitan en Europa. El indio ama y aborrece con singular vehemencia. Engañado por las apariencias esteriores corre en pos del mas frívolo objeto: le busca, le pide y solicita con ansia; pero en el primer instante de la posesion le abandona y olvida arrojándole de sí con el mayor desprecio. Esta imágen de estrema volubilidad se ve asimismo impresa en todas las acciones de su vida. Y á este debe atribuirse, y no á falta de capacidad, que hayan sido tan lentos sus progresos en las artes mas útiles, como la agricultura, la metalurgia, la escultura y otras semejantes. La   —53→   ventaja que podria resultarle de su esmero en cultivar dichas artes, no le compensaria la pena y disgusto que habria de sufrir aplicándose por mucho tiempo á un solo objeto.

Estas reflecsiones parece, lo conozco, que me desvian insensiblemente de mi intento; pero no es asi: antes bien deseo yo que mi lector tienda por otro momento la vista hácia este pequeño retrato del carácter moral de los indios, para que conozca mejor, conforme lo insinuaba arriba, cuan grande y poderosa es su inclinacion á la música; pues rompe y destruye un dique al parecer insuperable, quiero decir, la asombrosa y estúpida indolencia de su genio que triunfa de todas las otras pasiones, obligándolas á detenerse, ó mudar de direccion en la mitad de su carrera.

El indio se dejaria morir de hambre, si para cojer su maiz hubiese de afanarse por espacio de muchas semanas; iria enteramente desnudo, si las palmas de los montes y las totoras de las lagunas no le ofreciesen una materia tan flecsible y tersa con que tejer en un abrir y cerrar de ojos sus esteras, ó bien las fieras de los bosques no le dejasen en la   —54→   mano el precioso despojo de sus tupidas pieles. Por último, viviria continuamente al cielo raso y descubierto, si las inumerables cañas de los pantanos y las ramas y cortezas de los árboles no le proporcionasen el construir en un solo dia la miserable choza que le ha de defender de los ardientes rayos del sol y de la húmeda y helada sombra de la noche.

Es, pues, evidente que el indio quiere permanecer á toda costa desocupado, y que el ocio forma su suprema felicidad. Solo la música, segun deciamos, es la ocupacion favorita que lejos de incomodar su profunda indolencia y pereza, la lisonjea y halaga. Los indios que cultivan las haciendas de los españoles solicitan á cada paso licencia para celebrar en sus rancherías los bailes y danzas propios de su nacion. No suelen atreverse los amos á negársela, porque este desaire produciria infaliblemente el desaliento y desmayo de los gañanes y pastores, ó lo que seria mucho peor, su terrible cólera y despecho. Los indios que se alquilan en la ciudad para ocuparse en diferentes labores y ejercicios, en llegando el sábado ecsigen la paga de sus servicios mucho antes que se ponga el sol; y asi que la han   —55→   recibido, se juntan con sus compañeros, van por algunos frascos de su idolatrado pulque, ó de chicha, y chinguirito (n); y animados con los ardores de uno y otro licor, pasan cantando y bailando toda la noche, el siguiente domingo, y aun á veces la mayor parte del lunes, volviendo solo á sus antiguas tareas cuando han consumido enteramente su corto caudal, y la hambre y la sed empiezan otra vez á estimularles y poner en movimiento los resortes de su alma medio aletargada. Finalmente los indios, que colocados á grandes distancias de las ciudades mas opulentas viven con mayor libertad y anchura, se entregan sin miramiento alguno á su loca pasion por el baile y la música: citaré un solo ejemplo.

Habrá como dos años que, viajando por el Perú, hube de hacer alto en un pueblo de indios bastantemente considerable. Le atraviesa un rio caudaloso, cuyas márgenes estaban cubiertas de árboles frondosísimos y siempre verdes, tales como el cotopriz (o), el ceiba (p), el lucuma (q) y el pilco (r), y adornadas de palmas con el pie verde y liso, y una especie de lentisco que destilaba mucha almáciga   —56→   en gotas blancas y transparentes, y varios otros arbustos y yerbas de increible frescura. Los campos y montes vecinos participando igualmente de su benéfica humedad, producian tambien infinita yerba; y la tierra volvia con usura de dos y trescientos por uno, el poco maiz que se la confiaba. Sin embargo, apenas habia quien pensase en la agricultura que le hubiera fácilmente procurado toda suerte de abundancia. El único cuidado que se tomaban aquellos moradores era enviar al monte algunos muchachos que les trajesen plátanos (s), guayabas (t), chirimoyas (u) y otras frutas semejantes, y echar al rio dos ó tres anzuelos de caña para coger otros tantos pequeños, pero sabrosos, bagres (v), de que abunda: y hecho esto, se sentaban en el suelo con las piernas cruzadas; cogian una flauta ya de barro ya de madera, se ponian á tocar, y embelesados con su tosca armonía, permanecian inmobles en esta postura seis, ocho y mas horas. Varios misioneros de Marañon y del Orinoco me han referido lo mismo en orden á las tribus que habian recorrido en sus viages y en cuya compañía habian vivido largos años. Y por lo que   —57→   mira á los del Paraguay, de cuya policía tanto se ha hablado y escrito, bien sabido es cuan amigos hayan sido siempre del canto y armonía, y como los coros de músicos que servian á sus iglesias sobresalian entre todos los de una y otra América, y merecian entrar en competencia con los de la misma Europa.

Finalmente, por comprender en una sola palabra lo poco que me queda por decir: ¿quien habiendo observado con reflecsion las costumbres y usos de estos paises, dejará de reparar que el indio se vale de cualquier pretesto ó causa para entregarse á los dulces atractivos de la música que tanto recrean su corazon? Los obsequios que dirigen á los grandes personages, y los cultos que tributan á los santos de su particular devocion, les parecerian unas ceremonias frias y de ningun mérito, si la música no les diese vida y aliento. ¿Que objeto de mayor ternura para los indios mejicanos, que su celebrada Vírgen Guadalupana? En todas las estaciones del año salen de distintos lugares del reino numerosas bandadas de indios, hombres y mugeres, que emprenden penosos viages con el único fin de visitarla personalmente: entran estos peregrinos   —58→   en el respetable y augusto santuario; y despues de haber permanecido por algunos instantes puestos de rodillas delante de la amada Imágen, toman asiento en los bancos que están á uno y otro lado de la riquísima crujía11, empiezan á tañer varios instrumentos músicos, á cuyo compás y son patético, y tierno mueven las indias sus pies y manos, ejecutando varias danzas que se conoce son de un carácter absolutamente original. Esto mismo he observado y visto tambien en las iglesias del Potosí, principalmente en la grande fiesta del Corpus. Y no me pareció esto un esceso de condescendencia hácia los indios en los que cuidan allí del decoro y magestad del culto divino, como es probable que lo parecerá á muchos de mis lectores. Seamos mejores críticos, y dejemos de pretender medirlo todo segun nuestras ideas y costumbres: no queramos ciegamente juzgar de los movimientos é impulsos interiores que conmueven el alma de un salvage, por los que agitan la nuestra en iguales circunstancias.

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SEGUNDA OBSERVACIÓN

La imaginacion pronta y fuerte, el corazon sensible y tímido, y en una palabra, un sistema nervioso sumamente fino y que se escita con la mayor facilidad, es el origen de la asombrosa inclinacion que, conforme hemos visto, tienen estos indios á la música. Estas mismas causas hacen tambien que la música afecte con suma energía sus ánimos, y sea uno de los mas poderosos resortes para encender ó calmar sus pasiones. Tiempo ha que varios filósofos han observado que las naciones salvages poseen un grado mucho mayor de sensibilidad que los pueblos civilizados. Yo tengo por muy ecsacta esta observacion; y me parece cierto que la cultura de nuestras ciencias y artes, al paso que nos ha sacado de la primitiva barbarie y ferocidad, ha entorpecido en algunos puntos la vivacidad natural de nuestro espíritu, y ha secado, digámoslo asi, la preciosa y divina fuente de donde manan las dulces emociones de la amistad, de la franqueza, de la mutua confianza é ingenuidad que tanto admiramos en los personages, ya   —60→   sagrados ya profanos, de los tiempos heróicos. Nosotros verdaderamente tenemos mas delicadeza y finura en la espresion; pero ellos tienen mas fuerza y actividad en el sentimiento. Nosotros iluminamos nuestras ideas y pensamientos con los brillantes colores de la elocuencia, ó las envolvemos con los sutiles teoremas de la metafísica: ellos, al contrario, se contentan de manifestarlos sin el menor artificio y estudio, con las efusiones espontáneas y patéticas del corazon. No quiero apurar mas la comparacion, y vuelvo á mis indios.

Repito que nada hay tan capaz de dar impulso á sus pasiones como la música: ninguna cosa mas activa para escitar en su alma toda suerte de movimientos, ora sean las tiernas y suaves sensaciones de la tristeza, del respeto y del agradecimiento, ora los rebatos de la ira y de la venganza. He dicho en otro lugar que los lacedemonios sentian encenderse en su pecho el furor marcial al entonar la cancion del combate, cuando teniendo ya las armas en las manos iban á embestir los escuadrones enemigos (x). Lo mismo puntualmente sucedia á nuestros indios; con la sola diferencia de que la llama producida   —61→   en ellos era infinitamente mas activa, y se parecia á la de un volcan que arroja de su cima rios de fuego, se echa sobre los campos vecinos, y arrolla, arrebata y destruye cuanto se opone á su precipitado curso. Hernan Cortés será siempre un buen garante de esta verdad. ¡Cuantas veces se vió á pique de perecer él y su ejército dentro de las murallas del palacio de Motezuma, donde los mejicanos le tenian estrechamente sitiado! ¡Y cuan cerca estuvo de verse sumergido con sus soldados en las aguas de aquella gran laguna en la noche aciaga de su retirada! Él mismo confiesa en una carta escrita al emperador Cárlos V que en aquel conflicto le pareció que todos sus esfuerzos eran inútiles, y que los prodigios de valor y prudencia apenas bastaban para contener el ciego entusiasmo de los indios acalorados con el ronco estruendo de los caracoles, de los tambores y otros instrumentos sagrados y militares que resonaban incesantemente en medio de la oscuridad y de las tinieblas.

Varias circunstancias particulares y principalmente la fuerza de nuestras armas ha obligado al fin á los indios á que recibiesen con docilidad el suave yugo de la dominacion española;   —62→   pero no por eso dejan de repetirse de cuando en cuando escenas semejantes en distintos puntos de una y otra América. En las llanuras del nuevo Méjico: en las pampas del Sacramento y de Buenos Aires, y en las riberas del Marañon y rio Norte, se oye á veces repentinamente la cancion del combate; y nuestras centinelas se replegan á toda prisa, sabiendo que dentro de un momento los temibles puelches y apalaches se les echarán encima con la ferocidad y presteza de tigres ó leones.

La música escita asimismo en estos naturales otra clase de sentimientos muy distintos, pero no menos análogos á su genio y costumbres. Bien sé que se cree comunmente que el alma de los indios rara vez se deja ablandar por los suaves afectos de la ternura, de la devocion y del agradecimiento; pero esta opinion, ó mas bien, semejante paradoja no tiene mas fundamento que el orgullo y la ignorancia. Engreidos algunos filósofos con la aparente riqueza de su saber é ilustracion, miran á los salvages como individuos de otra especie, desdeñándose de acercarse á ellos para ecsaminarles con la debida atencion, aunque   —63→   con todo eso tienen la ridícula vanidad de hablar en tono magistral y decisivo de sus costumbres, de su carácter, de sus leyes y de sus estilos; de cuyas dos fuentes salen los infinitos errores que se han esparcido en Europa sobre el particular.

Antes de salir de mi patria solo conocia á los indios por las infieles pinturas que habia hallado en varios libros de los mencionados metafísicos, y de algunos viageros modernos: ahora les conozco porque en mis dilatadas peregrinaciones los he visitado en sus propias chozas; he asistido á sus juntas; he tomado parte en sus negocios é intereses, y les he ecsaminado y preguntado con el persuasivo y penetrante idioma del cariño y de la amistad. A la luz de esta esperiencia se han ido mudando poco á poco los colores de la insinuada pintura, que conservaba en mi imaginacion, y todo el retrato ha cambiado enteramente de aspecto. Los indios me han parecido unos hombres verdaderamente racionales, y he descubierto en el fondo de su alma la raiz de todos los bellos sentimientos que adornan la nuestra. Uno de estos, como insinuabamos arriba, es la espresiva ternura, la respetuosa   —64→   piedad y el sincero agradecimiento.

Palafox, que habia pasado tantos años en compañía de los indios, no tuvo reparo de escribir que en este punto igualaban y aun quizá aventajaban á los europeos. Yo he observado lo mismo; pero aqui solo hablaré de los efectos que en el particular hace en ellos la música, y de su grande fuerza para escitar en las almas de los indios las mas dulces sensaciones, á cuyo efecto terminaré ya esta disertacion con un hecho muy insigne.

Es bien notorio que las primeras tentativas que se hicieron para convertir á los naturales del Paraguay fueron del todo infructuosas. Los zelosos misioneros que descubrieron aquellas grandes provincias no lograron otro consuelo que el de regarlas con su sangre. Varios quedaron muertos en medio del desierto, otros se retiraron hácia la antigua ciudad de la Asuncion, y el padre que habia sido gefe de todos fue hallado, pasados algunos meses, puesto de rodillas encima de un peñasco, teniendo á sus pies abierto el breviario, las manos cruzadas, el pecho atravesado con una aguda lanza, y lo restante del cuerpo medio comido de los gallinazos. Sus   —65→   hijos y compañeros se animaron con la vista de tan sagrados despojos: su muda elocuencia les habló al corazon, y determinaron conquistar todo aquel pais aunque fuese á costa de sus propias vidas.

A dicho fin, pues, ya mejor instruidos del genio de sus bárbaros moradores, idearon el siguiente plan, inspirado á un tiempo por la caridad y la filosofía, y que tuvo un écsito aun mas favorable de lo que se atrevian á prometerse. Los misioneros, sentándose á los dos lados de las canoas y piraguas, cantaban alternativamente los himnos y salmos de la Iglesia, mezclando por intervalos á sus voces la armonía de algunos instrumentos que traian á propósito. Los remos herian en tanto blandamente las tranquilas aguas: los pequeños barcos abrian con suavidad un camino por en medio de la corriente; y el eco repetia en las vecinas riberas los dulcísimos acentos de la música sagrada. Los salvages salian del centro de sus bosques para oirla, y se dejaban ver por las cimas de los montes: sus pasos eran al principio tímidos y lentos; pero poco á poco atraidos por el nuevo encanto de nuestra música, dejaban ya entrar en sus corazones   —66→   una especie de confianza; bajaban á la orilla, y se acercaban mas y mas á sus afables huéspedes. La noche sola daba fin á la tierna escena, que se renovaba sin falta á la mañana siguiente, y siempre con mejores esperanzas de parte de los misioneros, y de parte de los indios con señales mas claras de una inquieta curiosidad que se parecia mucho á la benevolencia y al afecto. El número de estos se aumentaba por momentos: llenaban la costa; seguian á pie por espacio de muchas millas el curso de nuestras embarcaciones, y daban á los santos cantores unos aplausos cada vez mas vivos y repetidos.

Finalmente los intrépidos misioneros saltaron en tierra sin esperimentar ninguna oposicion: plantaron luego una alta cruz: despues de haber permanecido por breve rato en respetuoso silencio, rompieron otra vez el aire con los tonos alegres y patéticos de su música: tomaron al mismo tiempo en la mano un verde ramo: le estendieron hácia los indios como en muestra y prenda de los sentimientos pacíficos con que iban á visitarles: llamaron á los caciques: les regalaron y acariciaron con aquel irresistible cariño que acompaña   —67→   siempre á la verdadera caridad: manifestaron en seguida las mismas amorosas disposiciones á todo el pueblo, y lograron dentro de poco que ellos mismos les convidasen de comun acuerdo á dejar para siempre los barcos, á ser los padres y oráculos de la tribu salvage, y establecerse en medio de sus ranchos.

¡Que origen tan glorioso para la famosa mision del Paraguay, de cuyos progresos y varia fortuna habria infinito que decir, si este fuese lugar conveniente!

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ArribaAbajoDisertacion tercera

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ArribaAbajoDisertacion sobre la antigua y moderna antropofagía de varias naciones americanas

«Todas las primeras relaciones de la América, escribe Voltaire, no hablan sino de antropófagos. Se diria al oirlas que los americanos comian hombres tan comun y generalmente, como nosotros comemos carneros. El hecho mejor aclarado se reduce á un pequeño número de prisioneros que fueron comidos por sus vencedores en lugar de serlo por los gusanos.»

Esta atrevida asercion me dará abundante   —72→   materia para el presente escrito; pues hallo dos cosas en dicho párrafo que no puedo absolutamente pasar en silencio. La primera, que diga Voltaire con tanta presuncion y osadía que los americanos en tiempo de su gentilidad apenas podian llamarse antropófagos, y que es cierto que solo comieron uno que otro prisionero. La segunda, que hable asi á sangre fria de un estilo tan bárbaro, tan monstruoso, tan horrible y tan opuesto á los primeros y mas puros sentimientos del corazon, que son el fundamento de la sociedad humana y de nuestra comun felicidad; pues desde el momento en que empieza á despuntar la razon, y aun antes, nos inclinan é impelen á amarnos mutuamente, á buscarnos unos á otros, y á considerarnos en cierta manera como miembros de un mismo cuerpo.

De estos sentimientos que la naturaleza inspira, y que ni las pasiones, ni la contraria costumbre pueden jamas apagar, nace asimismo el horror estremado que casi todas las naciones profesan á los caníbales ó antropófagos; siendo muy difícil hallar quien, no digo sea capaz de mirar con ojos tranquilos como un hombre se come á otro hombre,   —73→   pero ni aun pueda oir la relacion circunstanciada de tan detestable escena sin conmoverse todo de pies á cabeza. Esta regla es muy general, pues comprende á doctos é ignorantes, y no sufre mas escepcion que la de varios pueblos salvages y la de ciertos filósofos muy modernos. Por lo que Voltaire, que se miraba y aplaudia á sí mismo como el principal corifeo de esta clase de sabios, no contento de hablar friamente de aquel atroz estilo, se esfuerza en cierta manera á disculparle. Todo ello, dice, se reduce en sustancia á que los indios se comian algunos pocos prisioneros en lugar de dejarlos comer por los gusanos.

En vista pues de esto, me detendré con bonísima gana sobre el presente punto, á fin de precaver las funestas impresiones que la lectura de dicho párrafo podria hacer en el ánimo de ciertos jóvenes, que tan fácilmente se dejan seducir por los brillantes sofismas de la moderna metafísica. Otra causa tambien no menos poderosa me mueve con vehemencia á tomar esta resolucion; quiero decir, el amor de nuestra comun patria, á la cual cierta clase de eruditos estrangeros tiene tanta   —74→   ojeriza, y cuya gloria se eclipsaria en gran parte si fuese verdad lo que pretende Voltaire.

Porque ¿quien ignora que una de las cosas de que mas se precia nuestra generosa nacion, es, no el haber conquistado con casi solo un escuadron de soldados españoles este dilatadísimo continente, sino el haber suavizado las costumbres de sus moradores? el haber disipado poco á poco la espesa niebla de los errores y preocupaciones de su idolatría? el haberles quitado de las manos las envenenadas saetas que eran antes el ordinario instrumento de sus implacables y crueles venganzas? y sobre todo, el haber hecho cesar enteramente los copiosos rios de sangre humana que corrian dia y noche al pie de las aras de Vitzilipuztli y de otros infinitos ídolos; y haber quitado para siempre de la mesa de Motezuma y de sus caciques aquellos infames platos de carne humana, que se apetecian como el bocado mas delicado y sabroso de los banquetes; aquellos platos que eran mas dignos de las arpías y furias de los antiguos poetas, que de hombres racionales?

Digo pues en primer lugar, que en mi   —75→   concepto todas, ó casi todas las naciones de América eran antiguamente antropófagas. Un número infinito de observaciones confirman esta verdad. Cuando los españoles desembarcaron en estas riberas hallaron aquel estilo universalmente introducido; bien que con algunas diferencias, conforme al grado de civilizacion á que habian llegado los pueblos que aqui habitaban.

Aun actualmente hay en la América septentrional varias naciones antropófagas; pues lo son la mayor parte de las que, ó no recibieron nunca nuestras leyes, ó despues de haberlas adoptado por un poco de tiempo sacudieron su yugo para volverse á la vida salvage. A estos indios se les llama comunmente, mecos ó bravos, no para significar su valor é intrepidez, como lo ha dicho equivocadamente Mr. de La-Perousse en la relacion de su viage, sino mas bien para espresar sus costumbres bárbaras y feroces, asi como decimos bravo á un tigre ó á una hiena, y en sentido metafórico, á un monte inculto y muy fragoso. Es gran fortuna que estas naciones no formen sociedades numerosas, siendo su ferocidad la que las impide multiplicarse mucho;   —76→   no de otra manera que entre los cuadrúpedos la clase de los leones, de los tigres y de los lobos es muy poco abundante respecto de la de los bueyes, de las cabras y otros animales mansos.

No por eso pretendo dar á entender que todos los indios mecos ó bravos de la America septentrional sean antropófagos; sino que hay aun entre ellos varias tribus que todavía conservan tan detestable costumbre. No pocos viageros, internándose incautamente hácia el norte por regiones y desiertos desconocidos, han corrido con este motivo el mas inminente riesgo. En la misma costa occidental del seno mejicano se ha visto alguna vez renovarse esta horrible escena, y los náufragos europeos ser degollados y comidos por los indios, que observando de lejos su naufragio, habian bajado precipitadamente de los montes para salirles al encuentro al tiempo de saltar en tierra. En las márgenes de los rios que bañan las regiones mas septentrionales, se repiten con mas frecuencia semejantes atrocidades, de las que Chateau-Briand ha hecho una pintura sumamente elocuente y patética en su obra del Genio del cristianismo.

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Tambien hay antropófagos en el otro departamento, quiero decir, en esta América meridional. Sus inmensas llanuras y pantanos se hallan á trechos poblados por unos salvages indómitos, que comen sin el menor remordimiento ni escrúpulo la carne de sus enemigos; bastando para ser enemigos, segun los principios de su moral y política, no ser de su pueblo, ó atravesar con una pequeña canoa alguno de sus rios y lagunas, aunque se haga esto sin ningun proyecto hostil. El Sr. Pinto, que fue embajador de Portugal en Londres por los años 1773, solia contar como hallándose de gobernador en la provincia de Matogroso, una india vieja habia tenido la desvergüenza de confesarle que habia comido varias veces carne humana; que le gustaba muchísimo, y que la comeria de nuevo con estremada complacencia si se la ofreciesen, sobre todo si fuese del cuerpo de algun tierno niño.

Otro ejemplo mas reciente ofrece el viage del célebre Baron de Humbold, el cual navegando con su compañero Mr. Bompland por el rio Guaviar y Maipure, no pudo elevarse como deseaba hasta las fuentes del Orinoco,   —78→   porque le obligó á retroceder mas que de paso el justo temor de una tribu antropófaga que habita por aquellas cercanías. A estos ejemplos pueden añadirse otros muchos tomados principalmente de las relaciones de distintos misioneros no antiguos, ya que tanto los desprecia Voltaire, sino modernos y aun muy posteriores á la época en que, segun el filósofo francés, se aclaró mejor el hecho de la pretendida antropofagía de los americanos que tanto se habia ponderado en otro tiempo.

Pero para ceñirnos mas al presente asunto, no digamos nada de todos aquellos ejemplos, y hablemos solo de los mejicanos. ¿Como, pregunto, podrá negarse que estos eran verdaderos antropófagos cuando Cortés se adelantaba con su pequeño escuadron hácia aquella capital? Es verdad que la corte de Motezuma habia llegado entonces á un grado bastante alto de cultura y civilizacion: pero tal y tan tiránica es la fuerza de la costumbre, especialmente en las naciones semibárbaras é idólatras, que aquel estilo de suyo tan detestable é inhumano permanecia aun arraigado fuertemente en medio de una nacion   —79→   que empezaba ya á conocer las artes y las ciencias; que habia adoptado en otros puntos unas prácticas y usos muy racionales, y que tenia leyes de distintas especies que respiraban singular prudencia y moderacion.

El Monarca indiano, no obstante su estraordinario talento, toleraba y aun favorecia en gran manera este estilo. Las amistosas reconvenciones de Cortés, por las cuales afectaba la mayor estimacion y aprecio, no bastaron para hacerle mudar de conducta. No solo continuaba en sacrificar hombres á Vitzilipuztli y otros dioses, sino que su mesa se cubria asimismo muy á menudo con la carne de aquellas infelices víctimas. Cedió finalmente Motezuma en este último punto, esto es, en no comer de la carne sacrificada, pero cedió con gran repugnancia; cedió cuando conoció que estaba prisionero en nuestro cuartel, y cuando vió que seria temeridad ecsasperar demasiadamente aquellos soldados de quienes dependia la seguridad de su propia persona.

Pero mientras el Monarca mejicano tomaba mal de su grado esta forzosa resolucion, no por eso se dejaba de sacrificar en la ciudad,   —80→   y casi á vista de nuestros españoles, un gran número de cautivos; no por eso se dejaba de despedazar al pie de las aras sus miembros, cuando todavía humeaban; no por eso se dejaba de repartir su carne como cosa sagrada entre aquellos inmundos sacerdotes, entre los grandes de la corte y las cabezas principales del pueblo.

Mas estas víctimas cuya carne se comia en Méjico, dirá alguno, eran en muy corto número; y asi tiene razon Voltaire. Quien hace este reparo, responderé yo, ó no habla de buena fe, ó no está ni aun medianamente instruido en la antigua historia mejicana. Porque ¿en que juicio cabe negar que los mejicanos habian llegado en este punto al mayor esceso de barbarie y crueldad? No es cierto por ventura que aquellos indios hacian consistir la magnificencia y ostentacion de sus fiestas, ya fuesen ordinarias ya estraordinarias, en el mayor número de prisioneros ó esclavos que sacrificaban? No se sabe igualmente que á estas fiestas, á estas grandes solemnidades tan apetecidas y concurridas, seguian siempre los convites y banquetes, en los que nobles y plebeyos, hombres y mugeres, viejos y niños   —81→   comian con sumo placer la carne de aquellas víctimas, especialmente ¡me horroriza el decirlo! las piernas, muslos y brazos que se tenian por el bocado mas sabroso, arrojando lo restante al fuego ó reservándole para alimento de las fieras que se mantenian en Chapultepec y en otras quintas reales?

Lo que mas en esto me admira es que toda una gran nacion, cual era la mejicana, se complaciese en estos sacrificios tan detestables é inhumanos; y que en la hora de su ejecucion, no solo los soldados que en la guerra se habian familiarizado con la muerte y carnicería, sino tambien las delicadas doncellas y las madres de familia mas compasivas se esforzasen á acercarse al altar lo mas que fuese posible; se apiñasen al rededor del ara; mirasen con suma curiosidad como los ministros del templo tendian y apretaban sobre ella el cuerpo desnudo de la víctima; oyesen con singular deleite los desesperados gritos y bramidos que esta daba en los últimos instantes de su vida; fuesen testigos de sus violentísimas convulsiones; le viesen abrir el pecho con un cuchillo de pedernal; y finalmente le viesen arrancar el corazon,   —82→   que el gran sacerdote con la mano derecha levantada sobre las cabezas de los concurrentes manifestaba sin perder tiempo á todo el pueblo, para que le reconociese palpitante, y para que en este funestísimo momento, lejos de estremecerse, hiciesen resonar el aire con infinitas aclamaciones de estraordinario júbilo y alegría.

Tambien me maravilla y suspende en estremo que los mismos que habian sido espectadores de una escena tan trágica, tuviesen valor pocas horas despues para regalar su paladar con la carne de aquellas víctimas que habian visto destrozar de un modo tan atroz: y sobre todo, que hasta las mismas mugeres, que reciben de la naturaleza un genio mucho mas tierno y delicado que los hombres, pudiesen resolverse á manchar su boca con semejantes manjares sin que la memoria de tantos horrores, que su imaginacion debia representarlas con la mayor viveza, las hiciese caer en el abatimiento y desmayo. Me sorprende finalmente... pero no sigo adelante, porque es preciso tener una alma del temple de la de Voltaire y de algunos otros filósofos que han querido ser sus discípulos,   —83→   para poder acabar la pintura de semejantes atrocidades sin conmoverse en gran manera, y sin que el horror de lo que se pretende espresar haga caer la pluma de la mano.

No tiene duda que el que considerase todo esto antes de haber hecho muchas y muy profundas meditaciones sobre la índole del corazon humano y la fuerza de las pasiones fomentadas por la supersticion, se persuadiria que unos escesos tan bárbaros, como los que acabamos de referir, solo era posible que se cometiesen en el fondo de los bosques mas solitarios, y por algunos pocos individuos parecidos en su ferocidad á los cíclopes de Homero;pero que no era dable tubiesen lugar en una nacion que hubiese salido ya de la primera barbarie, y viviese reunida en sociedad bajo unas mismas leyes y á la sombra de un gobierno, fuese cual fuere.

Sin embargo, quien discurriese asi sobre el particular guiado por un raciocinio tan probable, no tardaria en desengañarse al mismo paso que iria adelantando en el difícil conocimiento de lo que es el hombre, y llegaria por último á descubrir que no puede ni debe colegirse que los mejicanos fuesen unos   —84→   verdaderos salvages porque cometian tales atrocidades. En efecto, la historia de la especie humana presenta no uno sino muchísimos ejemplos de naciones civilizadas que se entregaron por dilatado tiempo, y por repetidas veces, á otros escesos que en la realidad no eran menos bárbaros (a).

Y para insinuar aqui solo uno que es muy insigne, léase lo que Justo Lipsio dice de los gladiadores que se daban en Roma en las fiestas públicas y privadas; ó mas bien, sin ser necesario detenerse á leer aquellos escritos, tiéndase un rato la vista por las finas y ecsactísimas estampas que les sirven de esplicacion y adorno, y se verá como hasta las mismas vírgenes vestales se complacian en mirar en el anfiteatro de Roma como los gladiadores se degollaban unos á otros ó se dejaban desollar por las fieras, sin mas motivo ni objeto que el de divertir al pueblo. Se verá tambien que tan distantes estaban aquellos miserables de escitar la compasion del público, que sucedia muchas veces que apenas alguno de ellos caia mortalmente herido cuando saltaba otro á toda prisa, no á socorrerle sino á beber la sangre que salia caliente de sus heridas,   —85→   y esto delante de todos los espectadores; ó tal vez tambien cuando alguno de estos desgraciados caia muerto en la arena despedazado por una pantera ó herido con las agudas astas de un ciervo, ciertos enfermos corrian á bañarse en su sangre y á humedecer con ella sus labios ardientes. Se verá por último otro acto, digámoslo asi, de la misma tragedia, pero todavía mas horroroso que los dos antecedentes; quiero decir, la sangre de los gladiadores correr sobre las mesas de los Grandes mientras se estaba en ellas celebrando algun suntuoso banquete, y salpicar á menudo las manos y la cara de los convidados. Y lo que hay en esto mas digno de notarse es que á todos esos y otros semejantes epectáculos se daba en Roma el comun nombre de ludi (b), que viene á ser juego ó entretenimiento. Tal era en el fondo la barbarie de aquella nacion que dominaba al mundo; que habia adoptado las artes y leyes de la Grecia, y que se preciaba de tratar con tanta humanidad á todos los demas pueblos. Pero no hay que estrañarlo, porque ni la depravacion del corazon humano ni la supersticion conocen ó han conocido jamas límite alguno.

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Volvamos ahora á nuestros mejicanos. Es inegable que sin embargo de lo mucho que habian adelantado en la civilizacion, eran verdaderos antropófagos. Es tambien inegable que su delito en este punto no se reducia á comer un cierto número de prisioneros, como lo pretende Voltaire; pues consta que en todo el imperio mejicano, y mas que en ninguna otra parte en su capital, no se cesaba de sacrificar víctimas humanas, ya con uno ya con otro pretesto, cuya carne se distribuia inmediatamente despues, segun queda dicho, entre el príncipe, el sacerdote y los asistentes.

El último Motezuma hacia alarde de sobrepujar á sus ascendientes en esta especie de magnificencia, aunque tan bárbara y tan mal entendida. Era este cruel espediente un ardid de su fina hipocresía. Creia que bañando muy á menudo las aras de los dioses con la sangre de sus enemigos, el pueblo que asistia y tomaba tanta parte en dichas fiestas le tendria por un monarca muy religioso, y por lo mismo miraria como justas cuantas guerras y conquistas emprendiese. Motezuma lograba igualmente por dicho medio otra ventaja no menos grande, porque distraidos sus   —87→   vasallos con estas aparentes representaciones de grandeza y poder, y pasando de unos en otros regocijos y espectáculos, no sentian tanto el peso de las cadenas con que les oprimia, ni cuidaban de oponerse á sus ideas en estremo ambiciosas y tiránicas (c).

Estas y otras semejantes causas contribuyeron á que el ecsecrable estilo de sacrificar víctimas humanas, que tan conforme era al gusto del pueblo de Anhahuac, llegase en su capital á lo sumo de la abominacion. Pero no solo se aumentó escandalosamente el número de dichas víctimas en Méjico, sino que creció á proporcion como era regular en todas las principales ciudades del imperio. Motezuma desde lo alto del solio daba este ejemplo fatal á todos sus pueblos; y es claro que los cortesanos empleados en el gobierno de las provincias y ejércitos no podian dispensarse de imitarle. Cundia tambien esta peste por los caciques tributarios, que eran muchos y poderosos. La adulacion y la vanidad les empeñaban á repetir muy frecuentemente en sus dominios unas escenas que, sobre ser tan análogas á su cruel supersticion, aumentaban la idea de la fuerza de sus   —88→   armas, tenian gustosamente entretenidos los soldados en los cortos intervalos de la paz, y lisonjeaban en gran manera al emperador y á los magnates de la corte.

Es, pues, muy cierto que el feroz maquiabelismo y la detestable hiprocresía hacian derramar casi incesantemente en estas amenísimas regiones arroyos de sangre humana, antes que se apoderasen de ellas los españoles, y antes que por una parte la vigilancia y energía de los magistrados, y por otra las tiernas y caritativas persuasiones de los misioneros, pusieron fin á dicha práctica, no menos perniciosa que horrible. Y este beneficio debe reconocerse por uno de los mas señalados y provechosos que nuestra nacion ha hecho en particular á este inmenso continente, y en general á toda la humanidad. El amable y benéfico espíritu de la religion de Jesucristo, que los españoles introdujeron en este pais, fue el que desterró en pocos años aquella bárbara costumbre, que ademas de destruir los cimientos de la sociedad humana, era tan contraria al aumento de la poblacion (d).

Yo no me atreveré á decir á punto fijo   —89→   cuantos eran los hombres á quienes se mataba aqui inhumanamente sobre las aras; porque sé que en esto hay diferentes opiniones. Pero no tendré reparo de asegurar que su número escedia á lo que hubiera podido jamas imaginarse en Europa. El Sr. Zumarraga, sugeto tan respetable por su carácter y veracidad, y tan amado de los indios por la estremada bondad de su corazon, escribe que en solo la ciudad de Méjico se sacrificaban anualmente veinte mil hombres. Acosta dice que habia dia en que las víctimas muertas en varias partes del imperio bastaban para completar el espresado número. Es difícil hallar escepciones que oponer á estos dos testigos tan calificados, y que casi pudieron tocar con la mano la verdad de lo que refieren.

Consiento sin embargo en que no se admitan estos cálculos; pero quiero que á lo menos se me conceda que el espresado número de veinte mil no podrá reputarse en manera alguna escesivo, si en él se comprende, no precisamente las víctimas que se sacrificaban todos los años en solo Méjico segun el cómputo del Sr. Zumarraga, ó las que   —90→   perecian en ciertos dias muy clásicos en varias provincias de la dominacion mejicana conforme á la cuenta del P. Acosta; sino las que morian anualmente á manos de los sacerdotes, asi en la corte de Méjico, como en la vasta estension del imperio. Este cálculo parece en efecto moderado á Clavigero, á quien no creo que nadie recuse como sospechoso de parcialidad contra los indios. Concilia ademas en cierto modo todos los otros dictámenes, y asi se le puede dar sin riesgo la preferencia.

Quede pues establecida como una opinion muy problable que las anuales víctimas humanas no pasaban de veinte mil. ¿Quien, pregunto, aun supuesta dicha limitacion, no se maravillará y horrorizará de tanta crueldad? Quien dejará de conocer que esta práctica tan bárbara hubiera bastado por sí sola para convertir con el tiempo la mayor parte de estas regiones en otras tantas espantosas soledades y desiertos? Y esto que digo es tanto mas constante, cuanto que no puede dudarse, en primer lugar, de que el número de los mencionados sacrificios se aumentaba prodigiosamente en ciertas circunstancias   —91→   ó solemnidades estraordinarias, como sucedió en la dedicacion del templo mayor de Méjico; y en segundo lugar, que este mismo estilo y costumbre incitaba de continuo á los mejicanos á que soplasen por todas partes el fuego de la guerra, para tener asi pretesto y ocasion de hacer muchos prisioneros, y recojer innumerables víctimas con que regalar á sus dioses.

No faltará quizá alguno que se esfuerce á disminuir la atrocidad de aquellos sacrificios, suponiendo con Voltaire que las víctimas que se hacian morir sobre las aras no eran sino unos prisioneros, á quienes los mejicanos segun el antiguo derecho de gentes podian impunemente matar. Ningun derecho, le dirémos, ha autorizado jamas para dar la muerte á los enemigos que solo toman las armas para defenderse de sus injustos agresores; mucho menos á darles la muerte despues de haber cesado del todo el ardor del combate; y mucho menos aun á darles una muerte tan cruel. Sin embargo, ¡ojalá fuese cierto que estos indios solo hubiesen degollado con tanta inhumanidad á sus prisioneros de guerra! A lo menos habria el consuelo de   —92→   pensar que en los intervalos en que el imperio estaba en paz, cesaban aquellos ecsecrables sacrificios.

Mas ni tampoco esto puede decirse. La supersticion y vanidad de la corte mejicana no sufria que en tiempo alguno, fuese de paz ó de guerra, se disminuyese considerablemente el número de víctimas humanas que se destinaban á los altares. Cuando faltaban prisioneros, ó se corria con este solo motivo á las armas y se embestia á las provincias vecinas, ó se recibia de ellas, ya en tributo ya mediante cierto precio, un competente número de esclavos, que asimismo se enviaban con igual crueldad á los templos, cuyas aras debian manchar en breve con su sangre. Es tambien cierto que en otras ocasiones y en ciertas solemnidades, aunque no les faltase ninguno de los dos espresados recursos, echaban mano para el propio efecto de los tiernos é inocentes niños, quienes por ningun motivo podian provocarles á ira ó venganza, antes bien debian escitar en gran manera su compasion.

De lo dicho, pues, hasta aqui debe concluirse que es diligencia inútil y trabajo perdido   —93→   querer escusar en este punto á los indios mejicanos. La soberbia y ambicion que habian heredado de sus antepasados les hacia crueles y feroces. La rapidez de sus conquistas habia aumentado esta misma genial ferocidad, que la religion no destruia, sino que apoyaba con todas sus fuerzas. Los progresos que habian hecho en las artes, en la civilizacion y en las ciencias no eran poderosos de mudar estas pésimas disposiciones de su ánimo; y sin las armas invencibles de los españoles y las dulces persuasiones y consejos de los misioneros, es muy probable que aun actualmente se repetirian con el mismo empeño todos los dias las horribles escenas que acabamos de describir.



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ArribaAbajoComer carne humana no es una accion de suyo indiferente, como lo han pretendido algunos filósofos, sino un atentado horrible y opuesto á las mácsimas mas sencillas de la razon

Voltaire, cuando habla con tan escandalosa indiferencia y frialdad de la antropofagía de los antiguos mejicanos, parece que toma partido á favor de aquellas naciones feroces, y las quiere poner á cubierto de las amargas invectivas que les dirigieron con este motivo los primeros cronistas de América. Dichos historiadores, escribe este filósofo frances, ecsageraron demasiado segun su costumbre; pues bien mirado, toda la culpa de los indios se reducia á comerse un corto número de los prisioneros muertos en la guerra, en lugar de dejarles devorar por los gusanos. ¿Y qué es esto, sino hacer en cierto modo la apología de los antropófagos, ó   —95→   caníbales que todas las demas naciones, sean instruidas ó ignorantes, tanto abominan? Sin embargo, con esta desvergüenza se atreve á hablar un escritor que á cada paso asegura á sus lectores que el amor de la humanidad en general es el que le estimula y mueve á escribir, y se queja que sea tan difícil hallar este amor y este zelo en los historiadores modernos; pues que entre tantos como ha tenido la Francia no se ve uno solo que haya tomado por divisa el Homo sum, humani nihil á me alienum puto.

La autoridad, los sofismas, y sobre todo el estilo y elocuencia de Voltaire han alucinado y pervertido, asi en este punto como en muchos otros, á varios filósofos, que á no padecer estos frecuentes estravíos merecerian sin disputa un general aprecio; y entre los cuales bastará sin duda citar uno, que en la muy erudita relacion de su viage impresa pocos años ha, dice espresamente que la accion de comer carne humana, por mas que la educacion pueda inspirarnos un contrario gusto, es ciertamente indiferente en sí misma. Contra esta proposicion estravagante voy á hacer, pues, algunas reflecsiones,   —96→   con el fin de que nuestros jóvenes, que empiezan ya á dedicarse con ardor á la amena literatura, hallen en ellas una especie de antídoto contra los ponzoñosos sofismas de aquellos metafísicos modernos.

El uso de comer carne humana es por sí mismo tan detestable y tan contrario á las mácsimas mas sencillas de la razon y á aquellos comunes sentimientos é inclinaciones que caracterizan y distinguen nuestra naturaleza, que nos cuesta al principio algun trabajo creer que haya en ningun ángulo del globo un pueblo bastante feroz para adoptar semejante práctica y costumbre. Es difícil por cierto persuadirnos que el hombre pueda llegar jamas á tal grado de depravacion; y si hemos dado finalmente asenso á lo que nos han referido sobre el particular los viageros europeos, ha sido solo despues de habernos presentado pruebas y documentos absolutamente incontestables.

En efecto, cuando el capitan Cook aseguró en la relacion de su primer viage, que los habitantes de la nueva Zelanda eran verdaderos antropófagos, se vió luego universalmente contradicho é impugnado de sus propios   —97→   paisanos los ingleses, los cuales no hicieron caso de las razones en que apoyaba aquella asercion, mirándolas como unas conjeturas muy equívocas, y que podian haber nacido únicamente de la sorpresa y novedad.

Fue menester que el mismo Cook se resolviese en su segundo viage á presenciar una de aquellas escenas abominables, á fin de poner en claro este punto. Se hallaba aquel célebre viagero fondeado en el canal de la reina Carlota, cuando un oficial llevó á bordo la cabeza de un jóven zelandes, cuyo cuerpo segun toda apariencia habia sido comido poco antes por los indios.

La vista de esta cabeza todavía ensangrentada llenó de indignacion al capitan Cook; pero haciéndose cargo que el mal ya no tenia remedio, y deseando por otra parte ser testigo de un hecho de que tanto se dudaba en Europa, preguntó á los zelandeses que estaban acaso en la fragata, si comerian de buena gana aquella cabeza? Todos respondieron á una que sí, y que era bocado delicioso. Consintió, pues, á que se cortase un pedazo de la mejilla y se pusiese en las parrillas; el cual apenas estubo un poco asado,   —98→   cuando una de aquellos caníbales se le tragó con estraordinaria voracidad, demostrando al propio tiempo con gestos muy espresivos el singular deleite que le causaba. Toda la tripulacion se halló presente á este lance; y Mr. Pickersgill, que era quien por un clavo habia comprado dicha cabeza, la depositó á su vuelta en Londres en el gabinete de Mr. John-Teunter miembro de la sociedad Real.

Pero no tardaron aquellos naturales en dar á los ingleses otra prueba, todavía mas auténtica y palpable, de su estremada ferocidad; pues pocos dias despues cuando ya la Resolucion se habia hecho á la vela, se comieron á Mr. Rowe y otros diez entre marineros y soldados, que el capitan Tourneaux habia enviado á tierra á recoger algunas yerbas antiscorbúticas para el uso de su corbeta.

Sin estos dos hechos, y otros no menos atroces que se publicaron luego, no se creeria aun en Londres que los nuevos zelandeses fuesen en realidad antropófagos, por mas que lo hubiese asegurado un hombre tan verídico y puntual como Cook. ¡Tal y tan   —99→   grande es la repugnancia que, conforme queda dicho, tenemos todos á persuadirnos que haya hombres tan absolutamente bárbaros y desnaturalizados, que lleguen á alimentarse de la carne de otros hombres!

Pero este horror no proviene por cierto de nuestra refinada cultura ó de los usos moderados y blandas costumbres en que nos hemos educado, sino antes bien de un sentimiento general inspirado por la misma naturaleza.

Consúltese en efecto la historia antigua y moderna, y se verá como el espresado horror ha sido comun á casi todas las naciones. La misma fábula ofrece mil señales de esta verdad. Yo estoy persuadido de que al pintarnos Homero y Virgilio con colores tan feos la imágen de los cíclopes del Etna, no tuvieron mas motivo que la suma aversion y odio que griegos y romanos profesaban desde tiempos muy antiguos á los caníbales. La descripcion de la cueva de Caco que se lee en el libro octavo de la Eneida, y la vida de Teseo escrita por Plutarco, ofrecen igualmente huellas nada equívocas de este mismo odio. ¿Y que otra cosa dan á entender muchas   —100→   de las anécdotas que se refieren acerca de los antiguos titanes y gigantes? Podrian, pregunto, estas rídiculas consejas haberse esparcido por casi todas las naciones del mundo, y hallarse envueltas, digámoslo asi, en la mayor parte de las mitologías, como en realidad se hallan, sino hubiesen nacido de una raiz comun; quiero decir, de la estrema aversion que todos los hombres tienen y han tenido siempre naturalmente á los antropófagos?

No sirve reproducir aqui los sofismas de nuestros metafísicos. Es inegable que el mas débil grado de cultura basta para que un pueblo sienta y esprese con energía la mencionada aversion. Cuando Pizarro conquistó el Perú, ya habia algunos siglos que aquellos naturales adoraban, como una divinidad tutelar, á su primer Inca, porque habia desterrado enteramente de aquellas provincias los usos abominables de los caníbales. En la isla de Otahiti se da aun hoy una especie de culto á la memoria de dos hermanos, que en cierta época muy antigua se coligaron para esterminar con inminente riesgo de sus vidas á dos Tachecais ó antropófagos, los cuales   —101→   bajaban á menudo de las montañas á matar los pobres é indefensos isleños, cuyos cadáveres se llevaban luego á sus chozas para que les sirviesen de alimento. Esta historia, que los sacerdotes de Otahiti contaron á Mr. Anderson, podrá muy bien no ser mas que una fábula; pero esta, aun siéndolo, probaria del mismo modo el horror con que los otahitinos miran ya de tiempos sumamente remotos la barbarie ecsecrable de los caníbales, que no pocos escritores europeos quieren ahora persuadirnos que nada tiene en sí de reprensible.

El propio Mr. Anderson nos ofrece otro ejemplo memorable de esta especie. Habia este sabio naturalista desembarcado en la pequeña isla de Watercoo, juntamente con los señores Góre y Burney, llevando en su compañía al célebre Omai para que les sirviese de intérprete. La vivísima curiosidad de ecsaminar y observar á los cuatro viageros, tan diferentes de los hombres que habian visto hasta entonces, movió á aquellos naturales á detenerles como en rehenes por espacio de algunas horas. Omai, no sabiendo á qué atribuir aquella especie de violencia, y   —102→   advirtiendo que allí cerca preparaban con gran prisa un horno, les preguntó, no sin inquietud, si por ventura hacian aquella diligencia para asarle á él y á sus compañeros, y comerselos despues conforme al estilo de los habitantes de la nueva Zelanda? Esta imprudente pregunta causó la mayor estrañeza á los isleños. ¿Es acaso este vuestro estilo? le respondieron prontamente, manifestándole con el tono de la voz su horror é indignacion. Sin embargo, los que se horrorizaban é indignaban de que hubiese formado contra ellos semejante sospecha, eran unos pobres salvages medio desnudos que acababan de salir del fondo de sus bosques, y que estaban aun bien lejos de haberse elevado al grado en que se halla nuestra cultura y civilizacion. Conocian no obstante, sin haber concurrido en nuestras escuelas, toda la fealdad y perversidad de la práctica favorita de los caníbales: ¿unde nisi intus monstratum? diré aqui con el poeta.

Finalmente, no puedo pasar en silencio otro hecho que no es menos insigne ni menos á propósito que los antecedentes. Cuenta Cook que estando fondeado en Tongataboo,   —103→   que es la metrópoli de las Islas de los amigos, nombró en distintas ocasiones y en presencia de un numerosísimo concurso á otra isla no muy distante llamada Teagee, á la que él habia arribado en su primer viage, y reparó que cuantas veces pronunciaba dicho nombre, otras tantas todos los que le oian desde el Rey hasta el último tonton ó criado acudian prontamente á cubrirse el rostro con ambas manos. No sabia, dice, á qué atribuir al principio un estilo tan estraño y repetido con tanta uniformidad y constancia. Pero despues vine á averiguar que los habitantes de Teagee son antropófagos; y que nuestros huéspedes con aquel espresivo gesto pretendian demostrarme el grande horror y odio que les tenian por dicho motivo.

¿Que mas pruebas se necesitan para colegir con la mayor evidencia que no es la educacion, sino la naturaleza, la que nos inspira tanta aversion á los caníbales? Sin embargo, óigase todavía otro caso insigne tomado igualmente de la relacion de Cook. Bastará este caso, no solo para acabar de poner en claro mi proposicion, sino tambien para   —104→   llenar de rubor á todos los metafísicos que pretendieren vanamente combatirla.

Cuando á bordo de la Resolucion pasaba la atroz escena que poco ha hemos referido, se hallaba presente, entre los muchos espectadores, un jóven indio natural de Bolabola llamado Edidéo, á quien el comandante ingles habia embarcado consigo en Ulietéa. Vió, pues, este jóven con estraña admiracion como los ingleses cortaban con un cuchillo un pedazo de la carne que todavía conservaba la mencionada cabeza. Vió con no menor sorpresa como le ponian sobre las parrillas y asaban. Vió finalmente como le daban á un zelandes que habia manifestado un vivísimo é impaciente deseo de poseerle. En cada uno de estos actos se aumentaba y crecia visiblemente la congoja interior de nuestro indio, como era fácil conocerlo por el movimiento inquieto de los ojos, por el color demudado de su rostro, y por la tension violenta de todo el cuerpo. Pero asi que reparó que el zelandes que habia recibido aquel pedazo de carne humana se le comia con brutal voracidad, y que los ingleses lo miraban y se lo permitian sin darle el merecido   —105→   castigo, y aun sin reprenderle; la vista de tan inesperado y odioso espectáculo le hizo, escribe Cook, quedar del todo inmoble, como si se hubiese transformado en una estatua de horror. Su agitacion se pintó en todas sus facciones de una manera que es imposible describir. Vuelto despues en sí, derramó un arroyo de lágrimas; y continuó mucho tiempo llorando y dirigiendo vivos reproches á los indios, tratándoles de hombres despreciables, y diciéndoles que no era ni seria jamas su amigo. Habló tambien del mismo modo al europeo que habia cortado el pedazo de carne, y no quiso en manera alguna aceptar el cuchillo que habia servido para dicho efecto. ¡Tal fue, concluye Cook, la indignacion de Edidéo contra esta abominable costumbre!

Mr. Forster describe tambien circunstanciadamente el mismo lance. Edidéo, dice, no pudo sufrir mucho tiempo la vista de esta escena. Antes bien se retiró á la cámara de popa, y allí se entregó enteramente al abatimiento y esceso de su dolor. Fuí á verle y le hallé todo bañado en lágrimas. Me habló largo rato de los desgraciados padres   —106→   de la víctima, que él habia visto comer. Este indicio nos dió la mejor idea de su corazon. Su, perturbacion duró muchas horas, y en lo sucesivo nunca nos recordó este acontecimiento sin alterarse.

Asi nos habla á veces la naturaleza, valiéndose de un sencillo salvage para darnos las mas sublimes é importantes lecciones, y para espresarnos con una elocuencia irresistible cuales sean las primitivas inclinaciones del corazon humano que nosotros con nuestra pretendida cultura y civilizacion hemos sufocado en gran parte. El amable Edidéo merecia sin duda ser considerado en aquel momento como un Pitágoras, ó un Sócrates. Sus gestos, sus lágrimas y sus espresiones, en las que no se reconocia la menor afectacion, demostraban mejor que el mas estudiado y limado discurso, que el hombre ha nacido para vivir en sociedad y union con los otros hombres: que su principal gloria consiste, no en perseguir y hollar á los demas individuos de su especie, sino en favorecerles y amarles; y que la ternura y compasion es uno de los sentimientos mas nobles de su alma. La estraordinaria perturbacion y conmocion de   —107→   aquel ingenuo isleño, vuelvo á repetir, rebate y destruye completamente la opinion de aquellos metafísicos que miran como cosa en sí muy indiferente la costumbre de comer carne humana, y como un puro efecto de la educacion ó mas bien, segun dicen ellos, de la preocupacion, el horror y odio que nosotros profesamos generalmente á tan atroz uso y estilo. Por brillantes que sean los sofismas de estos filósofos, no podrán nunca alucinar á los hombres juiciosos y mucho menos á los verdaderos sabios, los cuales vivirán siempre muy persuadidos de que la naturaleza, cuando se la pregunta como debe, confiesa de un modo muy claro é inteligible, que ha dado al género humano, por valerme de la espresion de Juvenal, un corazon sumamente blando, y que la ternura que se manifiesta á veces espontáneamente con las lágrimas es el sentimiento que mas le honra. Hæc nostri pars optima sensus.

No fue solo Edidéo quien manifestó tener tanto horror á los caníbales zelandeses. Otros paisanos suyos dieron en varias ocasiones pruebas no menos ciertas de la misma sensibilidad. Cook escribe que en su primer   —108→   viage vió infinitas veces como el indio Tupia, que entendia y hablaba el idioma de aquellos naturales y que por esta razon era mirado de ellos con particular cariño, se esforzaba con todo el calor y esmero posible á demostrarles cuan abominable é injusta era la costumbre de comer carne humana. Un gran número de zelandeses, añade aquel célebre viagero, le escuchaban siempre con suma atencion, aunque no observé jamas que quedasen satisfechos de sus argumentos, ni que toda su retórica bastase á persuadirles.

Omai, paisano de Tupia, aunque muy inferior á él en luces y talento, dió no obstante muestras de poseer un alma no menos sensible. Entró de improviso una mañana en la cámara del propio Cook, y presentándole al gefe de los caníbales que tres años antes se habian comido diez hombres de la tripulacion del capitán Tourneaux, le habló con esta elocuencia verdaderamente sólida y enérgica: He aqui Kakoora, dijo, mátale. Y dicho esto se salió afuera. Mas habiendo vuelto á entrar poco despues y viendo al facineroso todavía en pie, esforzó la voz, y con   —109→   tono de indignacion: ¿Porque, continuó, no le matas? Tú me asegurabas que en Inglaterra ahorcan al hombre que ha muerto á otro hombre. Este bárbaro mató diez, y tú no quieres darle la muerte, aunque la mayor parte de sus paisanos lo desee! aunque esto sea justo!

Pero dejémonos ya de ejemplos. Es muy conocido el modo de pensar que tienen en este punto todos aquellos salvages que no están del todo corrompidos, y cuyas costumbres ofrecen aun la imágen, bien que no poco desfigurada, de la primitiva sencillez. La estraña opinion que impugnamos no hallará jamas lugar entre ellos; pues está evidentemente contradicha por la voz de la naturaleza, y solo puede lograr aplauso entre ciertos metafísicos de los últimos siglos ó entre sus discípulos, esto es, entre unos filósofos europeos que apenas se dignan nunca seguir los caminos trillados por los demas: que tienen antes bien la vanidad de abrirse nuevas sendas, y de imaginar y promover sobre cualquier materia, aunque sea de política y moral, sistemas que les adquieran reputacion y fama de hombres de grande ingenio y talento;   —110→   sin reparar en el daño que causan de continuo á la sociedad, y sin echar de ver que ellos mismos, á fuerza de tanto sutilizar, se contradicen muy á menudo, metiéndose en un laberinto del que es casi imposible que acierten á salir.

No hablemos aqui sino de lo perteneciente á nuestro asunto. Ya hemos visto cuan absurda y falsa sea la opinion de aquellos filósofos. ¿Pero puede haber otra, pregunto, que, sea mas contraria á la buena moral? Puede haber otra que mas se oponga á los intereses de la humana sociedad? No por cierto: porque la tranquilidad y seguridad general de nuestras vidas se funda principalmente en el horror que todos los hombres tenemos desde la niñez á las muertes violentas y homicidios. Este saludable horror hace que vivamos sin inquietud en medio de nuestros semejantes; que el vecino no desconfie de su vecino, ni el forastero de su huésped; y que cuando llega la noche, se oscurece el aire, y se confunden todos los objetos, nos entreguemos sin el menor recelo al dulce sueño, aunque nos hallemos á la sazon rodeados de hombres que no conocemos; pues estamos bien   —111→   persuadidos que aquel sentimiento tan enérgico de la naturaleza velará en nuestra defensa, si es lícito esplicarme de esta manera.

En efecto, aquel horror que se halla igualmente en todos los hombres antes que las pasiones y los malos ejemplos le hayan pervertido del todo, sufocando enteramente las inclinaciones y sentimientos espontáneos del corazon: aquel horror, repito, es el que detiene tan á menudo la mano del asesino, con mucha mas fuerza que podria hacerlo el temor del cadalso. Muchos hombres se hallarán sin dada que hagan poco caso de faltar á los deberes mas sagrados y de esponerse á la pena capital; pero no se encontrará uno, yo lo aseguro, que cuando se determine á ejecutar el primer asesinato no tiemble todo de pies á cabeza al tiempo de levantar el puñal para meterle alevosamente en el corazon de otro hombre inocente é indefenso. Buena prueba de ello nos ofrece el ver que aunque nuestras leyes amenazan con un mismo castigo á los salteadores y á los homicidas, es muy corto el número de estos respecto del de aquellos. El hombre malvado   —112→   que pasa dias y noches en una emboscada para sorprender y despojar al incauto viagero, raras veces forma el proyecto deliberado de esperarle para quitarle la vida: de modo que regularmente es menester que halle ó tema hallar una resistencia vigorosa en su contrario para resolverse á cometer un tan grande atentado.

No niego que el tiempo y la costumbre llegan de tal modo á endurecer el corazon humano, que se encuentran alguna vez asesinos de profesion. Pero estos malvados, que nunca son en gran número, tienen que luchar antes mucho tiempo con los sentimientos de la naturaleza que les inclina á la ternura, y con las continuas y enérgicas reprensiones de la razon que les amonesta á gritos como los hombres son todos hermanos, y como no deben mancharse los unos con la sangre de los otros. Finalmente logran reprimir aquellos sentimientos y acallar aquellos gritos; pero su victoria está bien lejos de ser completa. En los momentos de quietud y sosiego en que el hombre, quiera ó no quiera, entra en sí mismo, no dejan nunca de levantarse del fondo de su alma los crueles   —113→   remordimientos, que con una fuerza irresistible perturban sus deleites, y le llenan de rabia y despecho: siendo este en realidad aquel terrible azote que los antiguos poetas pusieron en manos de las furias (e). Tales y tan poderosos son los efectos del natural horror de que vamos hablando.

Y no parezca que estas últimas reflecsiones forman aqui una digresion fuera de intento; pues al contrario, nada hay tan á propósito para demostrar cuan perniciosa es la opinion que impugnamos. El horror que todos los hombres tienen naturalmente al homicidio es, como hemos visto, uno de los mas firmes fundamentos que aseguran nuestra tranquilidad, y que hacen reinar la confianza y seguridad en nuestras numerosas sociedades. Pero si los hombres llegasen á familiarizarse con la muerte: si en lugar de esconder en la tierra como en el seno de nuestra comun madre los cuerpos de los difuntos, les retuviesen é hiciesen pedazos para cebarse con su carne: si por último se persuadiesen, segun lo pretenden tantos filósofos, que la violentísima repugnancia que esperimentamos en nuestro interior al ver las mesas   —114→   de los caníbales cubiertas de aquellos miserables despojos, y mucho mas al verles alargar la mano para llevarlos á su boca, no es un aviso de la naturaleza, sino un puro efecto de la costumbre y educacion ¿en qué vendria á parar la sociedad humana?

Los hombres en esta suposicion, se harian primero insensibles, y luego crueles y atroces. Descuartizar el cadáver de otro hombre seria para ellos una accion tan indiferente, como lo es para nuestros cocineros desplumar un pájaro ó desollar un conejo. El homicidio y el asesinato perderian poco á poco á sus ojos todo lo que tienen en sí de ecsecrable. El mismo interes que basta para cometer un robo, bastaria entonces para ejecutar una muerte alevosa, y se llegaria á quitar la vida á un hombre con solo aquel frio remordimiento con que se le suele privar tan á menudo de sus bienes. Finalmente, para decirlo todo en una palabra, los pueblos ó las tribus ya medio civilizadas se convertirian en una gavilla de asesinos que no dejarian nunca las armas, y saldrian á la guerra con el propio intento y fin con que nosotros vamos á la caza.

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Esta observacion que no es mia, sino del sabio ingles Hawkesworth, recibe abundante luz y grande peso de lo que dice Cook en su tercer viage acerca del genio y carácter de nuestros zelandeses, que son verdaderos caníbales ó antropófagos. Estos le habian parecido al principio una nacion dotada de inclinaciones inocentes y de costumbres muy sencillas y suaves, particularmente cuando la cancion del combate no escitaba en ellos aquel feroz y ciego entusiasmo que es tan comun en todos los salvages. Pero despues de la catástrofe del capitan Torneaux, ecsaminándoles mas de cerca y con mayor cuidado, conoció cuanto se habia engañado, no pudiendo dudar que su venganza les llevaba al último esceso de inhumanidad. Si hubiese creido á mis huéspedes, escribe, no hubiera quedado en tan vasto pais hombre á vida; pues no solo me proponian que matase al gefe Kakoora, á quien aborrecian, sino que igualmente cada pueblo, cada tribu y cada rancho de cuantos visité, me pedia con grandes instancias que esterminase y aniquilase la tribu, rancho ó pueblo mas vecino. ¡A tal grado de ferocidad habian llegado   —116→   aquellos caníbales! De lo que es fácil colegir como el bellum omnium adversus omnes de Hobbes, en lugar de ser el estado natural del hombre, es al contrario el estado á que este se precipita infaliblemente cuando ha sufocado los sentimientos primitivos y naturales del corazon.



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