Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —117→  

ArribaAbajoCuatro clases en que pueden cómodamente dividirse los antropófagos ó caníbales antiguos y modernos

Todos los caníbales ó antropófagos de que tenemos noticia pueden cómodamente distribuirse en cuatro distintas clases; y esta sencilla division será en gran manera útil, asi para ilustrar este punto de historia tan controvertido, como tambien para dar á entender de que modo algunos salvages que en épocas remotísimas habian sido con todo rigor antropófagos, se fueron poco á poco y casi insensiblemente apartando de tan atroz costumbre, hasta dejarla del todo, ó moderarla y suavizarla cuanto les pareció bastante para acallar los amenazadores gritos de su propia conciencia.

Como esta division es nueva, ruego á mis lectores que la ecsaminen con singular cuidado   —118→   y con severa crítica; pues por lo mismo que no he encontrado de ella el menor indicio en ningun autor antiguo ni moderno, no puedo proponerla sino con cierta desconfianza.

La primera, pues, de dichas cuatro clases contiene la mas detestable especie de caníbales, que eran sin duda los que no siendo impelidos de ira, rabia, despecho ó venganza, sino solo del brutal deseo de cebar y satisfacer su voraz y horrible gula, mataban desapiadadamente á otros hombres.

La segunda, que ciertamente es mucho mas numerosa, comprende unos caníbales ya algo menos feroces que los primeros; porque los de esta clase no se ceban sin distincion, como los de la otra, con la carne de cualquier hombre, sea quien fuere; sino con la de solos sus enemigos, ya hayan quedado muertos en la batalla, ya hayan sido cogidos vivos. En el primer caso el inhumano banquete se celebra por lo comun con gran grita y algazara, en el propio lugar donde se ha dado el combate, y antes que se haya secado la sangre de que estan teñidas sus macanas y puñales. En el segundo caso puede diferirse con mayor barbarie para otro lugar   —119→   y tiempo, á fin de que le haya de regalar y engordar á los prisioneros, ó mas bien de llamar á los viejos, á las mugeres y á los niños que como gente inútil para un ataque se habian retirado á los montes ó algunos otros puestos muy seguros.

La tercera clase, asimismo un poco mas humana ó menos atroz que la segunda, comprende á los que tienen ó tenian la costumbre de llevar sus cautivos á las aras aun estando en vida, presentarles á los sacerdotes, ofrecerles por su mano á los dioses como otras tantas víctimas, hacer que los degollasen sin compasion en presencia de un numerosísimo concurso, y despues de haber derramado su sangre al rededor del altar y haber consumido con el fuego, ó de otro modo, una porcion escogida de sus miembros, distribuirse entre todos lo restante para comérselo en uno ó muchos banquetes.

Finalmente, la última y sin comparacion alguna la mas moderada de todas, es la de aquellos que cuando determinan aplacar la ira y saña de sus ídolos con alguna víctima humana, lo primero que hacen es matarla fuera del recinto sagrado: la llevan   —120→   despues y regularmente al cabo de pocas horas al templo, donde la colocan encima del ara para que los sacerdotes pronuncien sobre el difunto algunas oraciones é imprecaciones: luego la cortan alguna pequeña parte del cuerpo, que es la que señala su ritual, la presentan á la persona mas distinguida del concurso en ademan de convidarle á que se la coma á nombre de todos; y sin llegar á verificar esto, dan con otras muchas y no menos supersticiosas ceremonias sepultura á todo el cadáver. Estas son las cuatro clases á que, segun mi dictámen, pueden fácilmente reducirse todos los antropófagos ó caníbales que hasta ahora conocemos.

Los que hemos colocado en la primera no aseguraré yo que hayan ecsistido nunca realmente en ningun pais del mundo nuevo ó antiguo; pero no deben omitirse, porque en las mas célebres fábulas y aun en algunas cosmogonías hallamos hecha de ellos muy frecuente mencion. En efecto, Caco y Polifemo, tales como nos les representan Homero y Virgilio, eran dos caníbales de esta clase. Tambien parece que lo eran varios de los titanes y gigantes, á cuyos famosos hechos   —121→   alude tan á menudo la mitología de los griegos. El poeta Moschion, por ejemplo, piensa que las leyes de algunos pueblos antiquísimos mandaron que se sepultasen debajo de tierra los difuntos, y que los viageros esparciesen polvo ó arena sobre los cadáveres que acaso encontrasen, á fin de que con estas acciones religiosas se ocultasen á los ojos de los hombres las señales abominables de la prístina voracidad.


Ne darentur conspici
Abominanda signa pastus pristini.

No solo los mitologistas griegos y latinos hacen mencion de dichos titanes y gigantes, sino que tambien se conservan aun hoy en memoria por las supersticiosas tradiciones de varios pueblos de este nuevo continente. Los indios de Manta y de Puerto viejo en el Perú mostraban en tiempo del P. Acosta un pozo hecho de piedras de gran valor, y se esforzaban en persuadir á los forasteros que aquella memorable obra habia sido fabricada por unos hombres de una corpulencia monstruosa y de una ferocidad sin límites, los cuales   —122→   habiendo desembarcado, no sé cuando, en aquellas playas y habiéndolas profanado con infinitos y muy enormes crímenes, habian sido al fin abrasados y consumidos por un fuego que bajó del cielo.

Por lo que respecta á los mejicanos, es cierto que sus primitivas historias daban á entender que de la otra parte de la Sierra nevada hallaron los tlascaltecas ocupado el pais por ciertos gigantes á quienes vencieron y desbarataron, no valiéndose de la fuerza sino del ardid y de la disimulacion. El mismo P. Acosta para probar la ecsistencia de los referidos gigantes dice lo siguiente:

«Estando yo en Méjico el año 1586 encontraron un gigante de estos enterrado en una heredad nuestra, que llamamos Jesus del Monte, y nos trajeron á mostrar una muela que sin encarecimiento seria bien tan grande como un puño de un hombre, y á esta proporcion lo demas, lo cual yo ví y me maravillé de su disforme grandeza.» Si este célebre historiador no padeció en el particular alguna ilusion causada por la inesperada novedad, no tiene duda que semejante hallazgo debia mirarse como un riquísimo   —123→   tesoro, y que fue mucha pereza no poner mayor cuidado en conservar y transmitir á la curiosa y erudita posteridad aquel rarísimo esqueleto. Sin embargo, lo mas probable es que Acosta y sus compañeros se equivocaron, y que la referida muela no era sino de elefante, como lo es una mucho mas enorme y muy bien petrificada que yo he visto y se encontró nueve años ha en las cercanías de la mencionada hacienda. Pero no quita que todas aquellas oscuras fábulas y tradiciones que acabamos de insinuar, me inclinen á creer que en distintos puntos de la tierra y en siglos muy apartados hubo efectivamente no pocos salvages que eran con toda propiedad caníbales ó antropófagos de la primera clase.

En cuanto á la segunda, es cosa averiguada y fuera de toda disputa que pertenecen á ella varias naciones, no fabulosas sino ecsistentes aun en el dia de hoy. Entre estas deben nombrarse primeramente los nuevos zelandeses que tan á menudo han sido visitados por los europeos, á quienes por eso no han dejado de comerles algunos compañeros, con harto mas tino y felicidad que el Cíclope de Ulises. Cook tuvo fuertes sospechas de que   —124→   á los nuevos zelandeses debian añadirse los habitantes de algunas islas del mar pacífico; bien que, en orden á los del archipiélago de Sanduwich, asegura el capitán King que esta sospecha no tardó en desvanecerse. En la misma clase parece que se debe colocar á distintos salvages del norte de esta América meridional, á una ú otra tribu del Brasil, y señaladamente á aquella Nacion que habita no lejos de las fuentes del Orinoco, de cuya estraordinaria ferocidad tuvo noticia el P. Gumila y que poco hace, segun se indicó ya, hizo retroceder al célebre Baron de Humbold, desbaratando enteramente el proyecto que llevaba de elevarse á mayor altura y penetrar á todo riesgo con su inseparable compañero Bompland por aquellas espantosas soledades.

Los mejicanos, que con el ejercicio y práctica de la religion cristiana se han hecho ya tan humanos y afables, se hallaban tres siglos ha comprendidos en la tercera clase de caníbales de las cuatro que dejamos establecidas. Este es un punto de historia que no se puede tergiversar en vista de las pruebas que he alegado antes de ahora. La cultura y civilizacion de aquel pueblo en otros   —125→   varios ramos no habia aun vencido enteramente su innata ferocidad que habian heredado de los antepasados, y que sus continuas y grandes conquistas en tan ameno pais habian quizá hecho subir de punto, ofreciéndoles naturalmente la idea de que eran de una casta muy superior á la de todos sus vecinos.

Contribuia tambien infinito, como se ha dicho ya, á mantenerles en este orgullo y barbarie su propia religion; pues en lugar de inspirarles el espíritu de moderacion y dulzura, soplaba de continuo en sus corazones el fuego destructor de la arrogancia, de la venganza y de la crueldad.

Asi como es el carácter mas noble del verdadero culto hacer que sus principales solemnidades esciten en los concurrentes sentimientos muy tiernos de paz, de agradecimiento, de respeto y de amor, con que el alma se tranquiliza, se fortalece y consuela: asi por el contrario era propio de las fiestas supersticiosas de los gentiles acostumbrar al pueblo á las escenas mas horribles, y producir en las almas aquella funesta dureza que es la principal y mas temible de sus enfermedades.   —126→   Un mejicano que oye ahora el alegre repique de las campanas de su parroquia, salta, salta, digo, de contento y de júbilo; y saliendo fuera de su choza, batiendo con gran prisa un tambor, y soltando al aire algunos brillantes cohetes, convida á sus parientes y amigos á que vayan con él á rendir el debido homenage á la soberana Reina de cielo y tierra, ó como ellos dicen, á la Madrecita de su corazon. Esto hace ahora un mejicano convertido. Pero sus abuelos muy al reves, conmovidos en semejantes circunstancias por el bronco y horrísono estruendo de los caracoles en que soplaban los crueles sacerdotes de Vitzilipuztli, corrian sin pérdida de tiempo á la plaza mayor para desollar á sus indefensos cautivos, abrir y registrar con los ojos y con las manos sus entrañas sangrientas y su corazon palpitante, y repartirse despues aquellos miserables despojos para regalo de sus mesas.

Una nacion tan culta, como lo era sin duda la mejicana en tiempo de Motezuma, no hubiera querido ciertamente envilecerse á tal estremo haciéndose caníbal, si la supersticion no hubiese tendido su oscuro velo sobre   —127→   aquella detestable costumbre, predicando en alta voz que el comer la carne de los enemigos ó cautivos despues de haberlos ofrecido solemnemente á los dioses para aplacar su cólera ó darles gracias por los beneficios recibidos, era á todas luces una accion digna de alabanza y una sagrada ceremonia de su idolatría.

Por último, en la cuarta y postrera clase de caníbales debe ponerse á los otahitinos y quizá á toda la amable nacion que ocupa los tres archipiélagos llamados de la Sociedad de los Amigos y de Sanduwich. Mr. de Bougainville fue el primero en publicar esta censura contra los habitadores de Otahiti. Sin embargo, el capitan Cook en los dos primeros viages que hizo á dicha isla nada vió que le diese fundamento suficiente para asentir á semejante acusacion. La vida tranquila de aquellos naturales; sus costumbres y usos domésticos, y la estraordinaria afabilidad con que le habian recibido y hospedado, le hacian pensar que el Viagero frances podia muy bien haberse engañado. Pero en el tercer viage conoció que este engaño ó equivocacion recaia en él y no en Bougainville. Las conversaciones   —128→   del indio Omai durante la travesía le inspiraron esta desagradable sospecha, la que á pocos dias de haber dado fondo en la bahía de Matavay, una de las de Otahiti, llegó á ser conviccion y evidencia.

En efecto, el Comandante ingles asistió en persona á un sacrificio humano que el rey Otoó, condescendiendo con los deseos de su almirante general Towha, ofrecia á los dioses para implorar su favor contra la vecina isla de Eimeo, á la que habia determinado embestir con una poderosa escuadra. Este sacrificio era de la especie de los que, conforme hemos esplicado arriba, pertenecen á la clase mas humana ó menos cruel de los caníbales. La víctima preparada para dicho efecto era un hombre de la ínfima raza del pueblo. Cook no fue testigo de su muerte, porque la habia mandado ejecutar de antemano Towha por sus criados y segun el estilo del pais, esto es, á pedradas.

Al dia siguiente cuando Otoó y su corte, de que hacia parte nuestro ilustre Viagero, desembarcaron cerca de Attahooroo, que era el templo ó morai donde debia celebrarse la ceremonia, ya el cadáver del infeliz mancebo   —129→   estaba colocado dentro de una pequeña piragua (f) puesta en la orilla del mar y á muy corta distancia del espresado morai. El asiento distinguido que ocupaba Cook al lado del Príncipe le proporcionaba la ventaja de registrar á satisfaccion cuanto pasaba. Vió, pues, como de allí á pocos minutos los sacerdotes y otros ministros condujeron delante del templo la víctima, que habian primero cubierto con hojas de cocotero (g), con renuevos tiernos de plátano y con varias pequeñas ramas del aguay (h) y del maiten (i). Vió como los mencionados ministros se colocaron en derredor de la víctima, y sentándose unos y quedándose en pie otros, pronunciaron distintas oraciones durante las cuales iban quitando uno á uno de encima del cadáver todos los referidos adornos que probablemente eran otros tantos emblemas. Vió como quedando ya la víctima del todo descubierta y de manifiesto, se acercó á ella uno de los principales sacerdotes, le arrancó el ojo izquierdo y algunos cabellos, y habiéndolo envuelto todo con una verde hoja lo presentó al Rey, encargándole que abriese la boca; pero sin meterle dentro de ella el horrible   —130→   bocado, le volvió otra vez al altar y le juntó con lo restante del cadáver. Qué mas? Vió, por último, como despues de otras muchas y no menos supersticiosas ceremonias, cavaron en el suelo un hoyo de dos pies de profundidad en el que arrojaron finalmente la víctima, cubriéndola hasta el nivel regular con tierra y piedras.

Este inesperado y triste espectáculo acabó de convencer á Cook que sus amigos y huéspedes se dejaban dominar por una crueldad y barbarie, de la que nunca les hubiera creido capaces. La notable ceremonia de ofrecer al Rey el ojo izquierdo de la víctima previniéndole al mismo tiempo que abriese la boca, y sobre todo, el dar como daban á esta parte del sacrificio el nombre de regalo del gefe, ó comer el hombre, manifiesta bien claro que antiguamente solian los otahitinos, como los mejicanos, devorar en sus banquetes los restos de las víctimas que habian ofrecido en los altares. Pero como ya entonces, y tal vez algunos siglos antes, habian dejado aquella práctica tan atroz y solo comian de la víctima humana en un sentido metafórico, no podia con todo rigor llamárseles   —131→   caníbales; á los cuales, no obstante, este bárbaro rito no dejaba de acercarles y asemejarles en gran manera.

Quedó atónito Cook, pero lo que mas le afligió en aquella ocasion fue sentirse obligado á pensar que dicha institucion abominable se repetia muy á menudo, y no ceñia su poder tiránico dentro de los estrechos límites de Otahiti, sino que se habia esparcido ya por la vasta estension de casi todas las islas del mar pacífico; pues se acordó que hallándose en Tongataboo (que es la metrópoli del archipiélago de los Amigos, asi como Otahiti lo es del de la Sociedad) cuando se celebraba en ella la ceremonia de instalar al Hijo mayor del Monarca en los honores de príncipe heredero, le aseguraron aquellos isleños que en el curso de dicha solemnidad sacrificarian diez víctimas humanas. De lo que, añade el propio Escritor, es fácil colegir cuanta será la muchedumbre de sus asesinatos religiosos.



  —132→  

ArribaAbajoConclusion

Lo dicho hasta aqui no habrá podido menos, á lo que imagino, de escitar en el lector á un mismo tiempo dos impresiones igualmente fuertes: de dolor la una, y la otra de pasmo é indignacion. Porque no dudo primeramente que habrá sufrido mucha pena y congoja al ver que la especie humana, la cual por las bellas y preeminentes calidades que ha recibido de mano de su benéfico Criador debe colocarse al frente de todos los séres que contiene este mundo visible, llevando por su divina y privativa facultad de discurrir y de amar una ventaja casi infinita sobre los animales, aun sobre los que son mas perfectos: la especie humana, digo, que es de suyo tan capaz de los mas nobles y sublimes sentimientos, haya venido á envilecerse y degradarse hasta el estremo de ser antropófaga ó caníbal: estremo á que apenas han llegado nunca los brutos que se gobiernan por solo instinto. En efecto, yo no tengo noticia de ningún   —133→   animal que se cebe con la carne de sus semejantes, sino es que quiera afirmarse esto de las focas, que abundan tanto en las bahías y peñascos del cabo de Hornos é islas de Juan Fernandez, en atencion á que observaron los célebres viageros del siglo pasado que cuando alguna de dichas focas, sintiéndose gravemente herida, pretendia zambullirse en el mar para librarse de los cazadores, otras muchas focas se la echaban al instante encima y la devoraban en un abrir y cerrar de ojos.

Pero yo juzgo que si este hecho singular se ecsamina con la debida advertencia, se hallará que no puede formar escepcion á la regla general que acabamos de insinuar. Porque se deduce de las mismas relaciones, en primer lugar, que los numerosos rebaños de dichos anfibios constan de dos especies bien distintas y que no es fácil equivocar; pues los individuos de la una tienen al doble mas corpulencia que los de la otra. Y en segundo lugar, que nunca las focas que pertenecen á una misma especie se embisten entre sí de aquel modo tan cruel; y que al contrario lo que realmente sucede es que cuando á un   —134→   individuo de los de la especie primera, á la que D. Antonio Ulloa da el nombre de leon marino (j), le empieza á manar mucha sangre de alguna herida y pretende ocultarse debajo del agua, los de la especie segunda que le observaban atentamente desde la vecina ribera, saltan tras él inmediatamente y le desuellan entre todos, sin darle tiempo para guarecerse.

Pero sea de esto lo que fuere, lo cierto es que ninguno de los animales mas bravos y carniceros que hemos podido observar á satisfaccion, ha imitado ó igualado nunca la fiereza de los caníbales. Vemos, por ejemplo, que un lobo acosado por el hambre despedaza al primer hombre que encuentra; y si acierta luego á dar con otro lobo igualmente hambriento, los dos se disputan con indecible rabia la presa, abriéndose mutuamente grandes y profundas heridas, sin ceder á veces ni apartarse hasta que uno de ellos ó ambos á dos caen muertos en el propio lugar de la lucha. La misma escena ofrecen á menudo los osos y los tigres; pero no se ha visto ni se ha oido decir jamas que ningun tigre, oso ó lobo se haya bebido la sangre   —135→   y haya comido la carne de otro individuo de su especie, ni aun en aquellos primeros momentos de furor que acompañan de ordinario á la victoria. Pero esta ferocidad, á que se resisten hasta los animales mas montaraces, es inegable que se halló antiguamente y se halla aun en el dia de hoy en varias naciones antropófagas esparcidas por el vastísimo continente de América y por las islas del mar pacífico; como lo evidencian las muchas y muy claras pruebas de que abundan las páginas que anteceden. Y este convencimiento es el que, segun decia, me figuro que habrá causado al lector no poca afliccion.

Mas á este justo y natural sentimiento, que hace mucho honor á su corazon, habrá en breve sucedido otro muy distinto de asombro y enojo contra algunos filósofos muy modernos, los cuales lejos de manifestar que miran las ecsecrables costumbres de los caníbales con aquel horror que inspira naturalmente la humanidad, toman á cargo su apología y defensa, diciendo sin rubor que es mucha ligereza pretender juzgar y condenar á los demas hombres porque no tienen   —136→   nuestras sensaciones ni nuestras ideas; y que si á nosotros las preocupaciones de la cultura y civilizacion nos hacen detestar tanto el estilo de comer carne humana, no por eso debemos olvidar que este uso considerado en sí mismo es una accion del todo inocente; y que ademas esos caníbales tan injustamente odiados pueden en otros varios puntos escitar la envidia de las naciones civilizadas y darlas lecciones de conducta y moderacion. Causa á la verdad grande asombro y fastidio al mismo tiempo, oir semejantes desatinos de boca de unos hombres á quienes se honra en Europa y fuera de ella con el título respetable de sabios. Y en efecto, ¿quien podrá ver sin maravillarse y conmoverse tanta confianza, tanto desenfreno y tanta vanidad?

Que la accion de comer carne humana no es de suyo indiferente, sino un atentado horrible y opuesto á las mácsimas mas sencillas de la razon, y que la naturaleza ha impreso en lo íntimo del corazon del hombre un grande horror á los antropófagos, creo, sino me engaña mucho el amor propio, haberlo demostrado con evidencia. Pero si insistieren   —137→   aun los mencionados filósofos; si se empeñaren en desconocer estas verdades y la causa de semejante horror y aversion, pregúnteseles todavía: ¿porque todas las naciones entierran los cuerpos de los difuntos con pompa, con aparato y solemnidad religiosa? porque todos los hombres, miran con cierto respeto y veneracion sagrada á los sepulcros? Allí, les diremos con Chaetaubriand, se ve con una especie de placer invencible como la vida está unida á la muerte: allí la naturaleza humana se manifiesta superior al resto de la creacion, y descubre y declara sus altos destinos. Los animales destituidos de razon ¿tienen acaso algun cuidado por sus cenizas, ni por los huesos de sus padres? ¿De donde nos viene pues, les preguntarémos, la poderosa idea que tenemos de la muerte? Nosotros, les contestarémos con el citado Escritor, reverenciamos las cenizas de nuestros mayores porque una voz muy íntima y secreta nos dice que todo en ellos no está aun concluido; y que esta misma voz es la que ha consagrado el culto fúnebre en todos los pueblos de la tierra, quienes están igualmente persuadidos de que el sueño de la muerte no   —138→   es por siempre duradero sino mas bien una transfiguracion gloriosa. Véase pues, les dirémos, en esta general idea, en esta firme y segura conviccion otra causa no menos poderosa del horror que naturalmente causa á los hombres el homicidio y la antropofagía.

Los filósofos, dice Mr. de La-Perousse, piensan ó afectan pensar en orden á los salvages, de un modo muy diferente del que espresan las relaciones que envio á Francia. Ellos componen sus libros en un rincon de su chimenea; pero yo que hace treinta años que estoy navegando, soy testigo ocular de las injusticias, de la mala fe y picardía de esos pueblos, á los cuales se nos quiere pintar por tan buenos porque se hallan, segun se afirma, muy cerca del estado natural. Esto escribe aquel ilustre y desgraciadísimo Viagero. Y algunas páginas mas adelante, habiendo tomado la pluma al salir de la funesta bahía de Maouna, en donde los isleños acababan de asesinar á su digno compañero Mr. de Langle y á otros varios franceses, añade con mayor vehemencia: Estoy mil veces mas encolerizado contra los filósofos que tanto ecsaltan á los salvages, que   —139→   contra los salvages mismos que tan gran daño y perdida me han ocasionado. Esta última invectiva es á la verdad muy fuerte, pero es tambien muy justa y debida.

Mas ¿qué podrá decirse cuando se presente un escritor muy célebre, quien despues de haberse valido de todas las razones posibles para defender y disculpar la cruel antropofagía de los nuevos zelandeses, desconfiando justamente de la docilidad de su lector, procura distraerle fijándole de repente la atencion en otro objeto que por su novedad y circunstancias borre de su ánimo, ó á lo menos le disminuya en gran parte, las impresiones de indignacion y de odio que empezaba quizá á concebir contra aquellos bárbaros isleños? Este es Mr. Forster el hijo, quien en la erudita relacion de su viage al polo austral, de que ya arriba hicimos mencion, se esplica con estas formales palabras: La accion de comer carne humana, por mas que la educacion pueda inspirarnos un gusto contrario, es ciertamente indiferente en sí misma... La repugnancia que esperimentamos de comer un hombre muerto ¿no será por ventura efecto de la educacion, puesto   —140→   que no sentimos ningun remordimiento de privarle de la vida en una guerra injusta? ¿No se han visto acaso pueblos civilizados cometer en medio de los caníbales acciones mas atroces que la de comer carne humana? Un nuevo zelandes cuando mata y come á su enemigo, es menos abominable que un español que por diversion arranca un niño del pecho de la madre y le arroja á sangre fria al suelo á fin de que sirva de alimento á sus perros. Y luego que nuestro Escritor ha proferido estas indecentes espresiones, muy indignas ciertamente de un hombre bien criado, para acabar de conmover á sus lectores esclama, no sin grande énfasis, con los dos versos tan sabidos de Horacio:


Neque hic lupis mos nec fuit leonibus
Nunquan nisi in dispar feris.

Yo hubiera querido poder pasar aqui en silencio el nombre del Dr. Forster, porque no me gusta censurar á los que como él han hecho servicios tan importantes á las ciencias. Pero motivos muy poderosos me obligan á hablar sin disimulacion. Primeramente, el natural   —141→   amor que tengo y debo á mi Patria, á la que calumnia aquel célebre Ingles de un modo ofensivo en todo estremo, comparando los españoles que conquistaron la América, con los modernos caníbales de la nueva Zelanda. Y que digo comparándoles? cuando es cierto que los deprime y abate tanto, que llega á decir que las acciones de aquellos fueron mas atroces y abominables. En segundo lugar, la sátira tan mordaz que nos dirige Mr. Forster no se halla en alguno de estos papeles efímeros que se echan á volar incesantemente en Europa con el único fin de entretener y divertir al público, y luego se sepultan en un perpetuo olvido, sino al contrario en un escrito que, segun toda apariencia, pasará á la mas remota posteridad; pues se lee dicha sátira en el segundo viage de Cook, libro que no solo permanecerá por muchos siglos, sino que andará siempre en manos de cuantos amen la geografía náutica, y deseen instruirse á fondo en el carácter y costumbres de las naciones salvages. Haré pues dos ó tres observaciones sobre aquel indecente párrafo, pero procuraré usar de toda la posible moderacion.

  —142→  

Y asi repito en primer lugar lo mismo que he insinuado arriba, esto es, que viendo Mr. Forster cuan mala causa era pretender disculpar la antropofagía de los nuevos zelandeses, echó mano de un ingenioso ardid muy recomendado para tales lances por los que tratan del arte oratoria. Desenvolvió improvisamente delante de sus lectores el horrible cuadro de la crueldad española; con lo que se lisonjeó que la indignacion que estos concebirian contra nuestros paisanos de Europa, les haria olvidar en breve la que empezaban á sentir contra aquellos feroces isleños. No puedo creer que haya sido otra realmente la intencion del Doctor ingles. Porque si hubiera tenido ánimo de hablar, no como orador ó poeta, sino como filósofo, hubiera sin duda suprimido aquella atroz y mal fundada injuria, ó la hubiera reservado para otra mejor ocasion. Y á fin de demostrar esto mas claramente, concédase por un instante que nuestros conquistadores de América llegaron á aquel horrible grado de inhumanidad. ¿Que consecuencia querrá sacar de ahí Mr. Forster? ¿Pretenderá por ventura demostrar con semejante hecho que la repugnancia que   —143→   nosotros esperimentamos de comer un hombre muerto, es quizá efecto de una preocupacion? ¿Pretenderá que la accion de comer carne humana, por mas que la educacion nos inspire un gusto contrario, es ciertamente indiferente en sí misma? Pero aquel sabio naturalista es demasiado buen lógico para no echar de ver cuan absurdas serian tales ilaciones.

Se propondrá pues persuadirnos á lo menos que no debemos mirar con horror á los nuevos zelandeses aunque sean caníbales, en atencion á que los españoles cometieron, tres siglos ha, una accion todavía mas bárbara que la de cebarse con la carne de los enemigos muertos. Si este es en efecto el único fin y blanco á que tira, tenemos la respuesta en la mano. Le harémos presente que no es buena defensa decir: los nuevos zelandeses no merecen reprension ó no la merecen muy grande, pues ha habido otros pueblos peores que ellos; porque como advirtió muy á propósito el Poeta: Nil agit exemplum litem quod lite resolvit.

Ademas, si hemos de conformarnos con las reglas de una acendrada y juiciosa crítica,   —144→   ningun género de comparacion ó cotejo podrá entablarse en el particular entre los nuevos zelandeses y los españoles. Ya he dicho que quiero conceder por un instante que sea cierto el hecho que se cita; y supongo que hubo realmente en el ejército de Cortés soldados que sin mas objeto que el de divertirse arrojaron á sus perros el tierno infante que, como los otros militares puestos por Rafael de Urbino en su incomparable pintura del martirio de los inocentes, habian arrancado con estrema violencia del pecho de su madre. Pero ¿en que consideracion cabe comparar este acto, bien que tan atroz, con la antropofagía de los mencionados isleños?

Aquellos pretendidos españoles eran, segun se supone, tan solo algunos militares, que sin orden, sin licencia, sin consentimiento ó noticia de sus gefes se abandonaron á su feroz brutalidad. Las leyes generales de su nacion y las particulares de su milicia estaban tan lejos de autorizar su barbarie, que por solo este hecho, y aun por otros mucho menos crueles, les hubieran declarado merecedores del último suplicio. Por otra parte, nuestra   —145→   santa religion, que todos aquellos soldados profesaban públicamente, les amenazaba por lo mismo con toda una eternidad de penas, y fulminaba contra ellos los terribles anatemas de que hace uso únicamente para castigar los crímenes mas atroces. De manera que si aquella detestable tragedia llegó realmente á representarse, fue solo una accion de algunos individuos sumamente depravados, y en ella no tuvo ni pudo tener parte alguna, ni aun la mas mínima, ni nuestra religión, ni nuestra nacion.

¿Podrá acaso asegurarse lo mismo de la antropofagía de los nuevos zelandeses? ¿Se dirá que solo uno que otro isleño era antropófago, pero que la nacion entera se mantenia pura y libre de semejante delito? que la nacion le miraba con horror, al mismo tiempo que la religion entregaba á la ecsecracion pública á los que le cometian? No, sino todo lo contrario. Cuando por ejemplo el gefe zelandes Kakoora hubo dado la muerte á Mr. Rowe y á otros diez ingleses en el canal de la reina Carlota, mandó inmediatamente que se hiciesen pedazos los miserables cadáveres, y se abriesen sin pérdida de   —146→   tiempo hornos en el suelo para asarles al uso del pais. Pocos instantes despues se sentó sobre la verde grama en medio de sus guerreros, y empezó con ellos á devorar los abominables manjares sin la menor señal de remordimiento y escrúpulo, antes con muchas muestras de estremo gusto y complacencia. Los sacerdotes igualmente, lejos de tener asco á dichos platos, comian como los demas y espresaban su satisfaccion y júbilo, entonando de cuando en cuando alegres cánticos, y mezclando sus escandalosos gritos y aplausos con la comun algazara. Estas crueles escenas, que los nuevos zelandeses han repetido siempre que les ha venido á mano, demuestran con la mayor evidencia el feroz carácter de toda su tribu. Al contrario, el decantado hecho de los soldados españoles de Cortés, dado que fuese verdadero, nada absolutamente probaria contra nuestra nacion, ni podria tampoco dar bastante fundamento á Mr. Forster para esclamar como esclamaba tan enfáticamente: ¿No se han visto acaso pueblos civilizados cometer en medio de los caníbales acciones mas atroces que la de comer carne humana?

  —147→  

Pero lo bueno es que yo dudo mucho, y me parece que todo hombre sensato debe dudar, de la autenticidad de semejante hecho. Es él en sí tan improbable y absurdo, que ninguno que esté acostumbrado á discurrir y calcular, puede darle asenso sin mucha repugnancia. En efecto, ¿quien creerá que unos europeos, por bárbaros que se pinten, llegasen á hacerse en tal grado sordos á los sentimientos de humanidad que son comunes á todos los hombres, aun á los mas salvages? quien creerá, digo, que formasen el inaudito proyecto de alimentar á sus perros con los cuerpecitos de aquellas inocentes criaturas, que las madres tenian fuertemente apretadas contra su seno? y esto sin ser poco ni mucho provocados por venganza, por ira ó despecho, sino movidos y estimulados del solo deseo de divertirse, pour son amusement, como escribe el Traductor frances? Este proyecto y esta ejecucion ecsigen un fondo tan grande de insensibilidad y barbarie, que no puedo concebir como quepa en el corazon, no diré de un español, pero ni aun de un hotentote, de un caribe ó de un apache, aunque se suponga fiero y desnaturalizado cuanto se quiera.

  —148→  

Pero ya estoy viendo lo que van á responder los defensores de Mr. Forster. Me señalan con la mano el famoso libro de Fr. Bartolomé de las Casas, como dándome á entender que quieren oprimirme y reducirme á silencio con el peso de tan grande autoridad. Pero se engañan mucho. Yo estoy bien enterado de la estraordinaria celebridad que ha logrado en todos tiempos aquel escrito. Sé que franceses, ingleses, alemanes y holandeses le han alabado y aplaudido como á porfía. Tampoco ignoro el motivo: porque ¿como se puede ocultar que toda aquella ridícula y afectada veneracion de tantos estrangeros nace de un mismo y único principio, esto es, de las infinitas ecsageraciones é hipérboles con que Las Casas pondera la crueldad verdadera ó falsa de los españoles en América? Sin estas ecsageraciones é hipérboles, el pequeño libro de Fr. Bartolomé no hubiera pasado nunca los pirineos y los alpes, y se estaria como tantos otros acabando y consumiendo con el polvo y polilla en un oscuro rincon de algunas de nuestras bibliotecas.

La mayor parte de los escritores estrangeros   —149→   que he dicho, son filósofos y críticos; y no dejan de conocer cuan perjudicial es á la verdad toda ecsageracion y ponderacion, y que al contrario la sencillez y moderacion de un autor son los mejores y mas seguros garantes de su buena fe. Pero en nuestro caso olvidan estos señores toda su crítica y filosofía. Un misionero, dicen para sí, un obispo español hace las mas negras y horribles pinturas de la inhumanidad de muchos de sus paisanos que conquistaron la América. No importa que las mas de sus aserciones sean improbables y rídiculas, y que varios de sus cálculos contengan errores sumamente groseros. El libro, tal como es, servirá no poco para infamar y desacreditar á una potencia marítima, á una nacion poderosa y rival. Prescribe, pues, la política que se traduzca, reimprima y publique en todas las lenguas cultas de Europa, para que asi se haga universal y ande en manos no menos de los ignorantes que de los doctos.

Yo no dudo que esta idea se presentó espontaneamente al espíritu de algunos de los escritores que he insinuado; y que bastó para empeñarles á tomar con tanto ardor   —150→   bajo su proteccion el referido libro de Fr. Bartolomé. Citaré aqui solo un ejemplo; pero muy reciente, y por lo mismo mas digno de admiracion. En un libro que salió á luz en Europa muy pocos años hace, y que en tan poco tiempo se ha reimpreso ocho ó nueve veces, se leen las siguientes espresiones, que procuraré traducir con toda fidelidad: «Los conventos, dice, situados en los Andes ven de lejos ponerse llanas é iguales las ondas del grande Océano ó mar pacífico. Un cielo transparente rebaja el círculo de sus horizontes tanto sobre la tierra como sobre los mares, y parece encerrar el edificio de la religion dentro de un globo de cristal. Los rayos verticales del sol hieren los hielos de los montes, que brillan como una eterna iluminacion sobre el templo del Señor. La flor capuchina borda con sus cifras de púrpura los sagrados muros: el llama atraviesa el barranco por encima de un puente flotante de enredaderas, y el infeliz peruano viene á rogar al Dios de Las Casas

No quiero nombrar al autor de estos rasgos poéticos, porque le profeso particular   —151→   afecto; pero no debo disimular como el gusto de dejarse ir con la corriente de los escritores de su nacion, los cuales se aprovechan de cualquier pretesto para satirizar á la nuestra, fue segun parece el que le sugerió aquellas espresiones, que aunque muy elocuentes, son poco conformes con la verdad. En efecto, ¿donde estan esos conventos que describe aquel sublime filósofo? ¿En que lugar, en que sitio de la dilatadísima cordillera que corre sin interrupcion desde el fondo del istmo de Panamá hasta la punta mas meridional del cabo de Hornos, se hallan esos edificios de la religion que logran de una perspectiva tan magestuosa y agradable? En cuanto á mí lo ignoro; y lo que únicamente sé, es que las pendientes mas altas de los Andes, donde se descubren á lo lejos las inmensas llanuras del Océano pacífico, permanecen del todo despobladas, sin sufrir mas habitadores que los llamas, guanacos y vicuñas, ni cubrirse jamas con otros vegetales que con las varias especies de gramíneas, entre las cuales se levantan á trechos algunos débiles aunque muy útiles arbustos. Sé tambien que los religiosos   —152→   que llevados del ardiente zelo de las almas pasan á tan remotos paises, no van á esconderse en las mas apartadas soledades y desiertos, como los monges coptos de Egipto; sino que al contrario se acercan cuanto les es dable á los pueblos y rancherías, para poder acudir con prontitud y provecho á las varias necesidades de sus prójimos.

Pero ¿á que fin cansarnos en el particular, cuando es tan probable que aquella patética pintura se hubiera omitido totalmente, á no habérsele ofrecido á su autor la proporcion de terminarle con una pincelada tan injuriosa para nosotros, en la que representa al infeliz peruano trepando por entre tantas fragosidades para apartar la vista de sus imaginarios tiranos, buscar asilo entre los inocentes y compasivos solitarios, y tener el consuelo de rogar en el silencio de un páramo al benéfico Dios de Las Casas? No habrá dudado el autor que esta enfática conclusion le mereceria el elogio de un gran número de lectores; porque bien sabe que la mayor parte de los que leen un libro de historia ó de crítica, se dejan conducir mas pronto por la imaginacion que por la razon;   —153→   y que la sátira, cuando ademas de ser picante está preparada con alguna finura y delicadeza, es siempre, digámoslo así, un bocado muy sabroso para ciertos paladares.

Volvamos ahora á lo que habiamos empezado á insinuar acerca de la autoridad que se merece el testimonio de Fr. Bartolomé alegado por el Dr. Forster. Digo pues otra vez, que dicho testimonio no basta en mi concepto para dar fundamento y hacer creible un hecho de suyo tan estraordinario, y tan fuera de toda humanidad. No quiero manchar el papel levantando sospechas contra la fama de aquel insigne Misionero. Supongo en él, aun considerado precisamente como escritor, toda la pureza de intencion posible. Pero nadie me negará que se dejó enteramente arrebatar de su zelo contra varios de los conquistadores españoles; y que esta ligereza, este descuido, ó llámese como quiera, le hizo dar casi siempre muy lejos del blanco de la verdad, y fue causa de que llenase su libro de patentes errores y de todo punto inescusables.

Recórranse sino conmigo no mas de tres ó cuatro páginas de este libro tan famoso.   —154→   Véase, en primer lugar, como hablando de la provincia de Talisco refiere que en ella habia pueblo que se estendia por siete leguas poco mas ó menos. Véase tambien el capítulo en que trata de la isla de santo Domingo, donde él habia sido religioso. De este capítulo bastará leer tan solo las dos ó tres líneas que dicen como en dicha colonia hay hasta veinte ó veinte y cinco mil rios que manan de una misma sierra ó cordillera, y que todos ellos son riquísimos en arenas de oro, como otros tantos pactolos. Ni los griegos aunque tan aficionados á las fábulas, escribe con mucha gracia D. Juan de Nuix, llegaron á fingir nunca veinte mil rios de leche y miel, y á hacerles manar todos de una misma montaña. Pásese ahora al capítulo de Goatemala, y deténgase la risa, si puede ser, al oir que la divina justicia destruyó la referida capital con tres diluvios, uno de agua, otro de tierra, y otro de piedras mas gruesas que diez y aun veinte bueyes.

Finalmente, pues no es justo que perdamos el tiempo en leer y escuchar inepcias, tómese razon por mayor del número de indios que mataron los españoles en solos treinta   —155→   y ocho ó cuarenta años. Pero este será trabajo perdido, no siendo posible que se saque ninguna suma en limpio; pues nuestro Misionero afirma con grande aseveracion, ya que dicho número no pasó en todo de doce millones, ya que llegó á quince, ya que no fueron solos quince en realidad sino veinte, ya que fueron veinte y cuatro, ya por último que pudieron muy bien ser no menos de trescientos. De manera que en su cálculo vacilante é incierto añaden millones á millones, con el mismo poco miramiento y escrúpulo que si fueran simples unidades. Tal es en el particular, no puedo disimularlo, la ecsactitud y puntualidad de Fr. Bartolomé, por la que será fácil echar de ver la estimacion y crédito que se merece en semejantes materias su tan decantado testimonio.

Pero se me replicará que los hechos que acabo de referir, los sabia aquel célebre Misionero no mas de por haberlos oido contar á otros; pero que vió con sus propios ojos el caso atroz que cita el Dr. Forster, y que asi en eso á lo menos no pudo caber en él equivocacion ó engaño. ¿Qué responderé á esta instancia, habiendo determinado arrimar,   —156→   como en efecto he arrimado, las victoriosas y oportunas armas que me ofrecian dos escritores igualmente ilustrados, esto es, Don Juan de Nuix y el inca Garcilaso? Contestaré sin embargo (y espero no se lleve á mal), contestaré con el famoso Sancho del Cervantes, que la tal vista pudo tambien ser de oidas.

En efecto, un hombre poseido de un zelo tan desmedido, como era sin duda el de Fr. Bartolomé, está muy á peligro de errar, no solo en lo que oye sino en lo que ve ó le parece ver. El zelo es una pasion del ánimo, que aunque nazca de un tronco mas sano que los que hacen brotar la mayor parte de las otras pasiones, se asemeja sin embargo á ellas en que cuando es demasiado vehemente y no se anivela con la prudencia, degenera de virtud en vicio, y con facilidad ciega los ojos del entendimiento, tan necesarios para juzgar con imparcialidad de las cosas, y mucho mas para obrar y escribir con tino y acierto. Si el zelo de nuestro Misionero padeció ó no este esceso, es inútil probarlo ahora con razones, porque los frutos que dió luego de sí este zelo no tardaron en descubrir la amarga raiz de donde procedian.

  —157→  

El inca Garcilaso que conoció personalmente á Fr. Bartolomé, asegura12 que de este zelo indiscreto nació la guerra civil que, á manera de lava arrojada por un furioso volcan, desoló en poco tiempo inmensos paises, abrasando y destruyendo cuanto encontraba al paso. Tantas muertes, tantos robos, tantas tiranías y crueldades que afligieron en aquella funesta época á todo el Perú en un espacio ó estension de mas de setecientas leguas de largo, no tuvieron apenas, segun Garcilaso, otro principio que el zelo imprudente de aquel Misionero. Las ardientes, dice, y vivas declamaciones del Sr. de Las Casas y sus informes y relaciones ecsageradas en demasía, y algunas veces falsas, pero cubiertas siempre con el velo de la humanidad y religion, arrastraron tras sí el piadoso ánimo del emperador Cárlos V. y de algunos de sus ministros; y no dieron lugar á que se escuchasen y siguiesen los consejos moderados y sabios del cardenal D. García de Loaysa, quien habia gobernado muchos años las indias y   —158→   por su gran prudencia y discrecion nunca fue de parecer que se aprobase lo que Fr. Bartolomé proponia.

Permítaseme ya soltar la pluma y salir de golpe de tan enfadoso asunto, repitiendo por último lo que con tanto juicio observó Solis13, que este Prelado solicitaba entonces el alivio de los indios; y encareciendo lo que padecian, cuidó menos de la verdad que de la ponderacion; y que no faltaron ya en su tiempo historiadores que le convenciesen de mal informado en varias enormidades que dejó escritas contra los españoles.

  —159→  

imagen





  —160→  

ArribaAbajoDisertacion cuarta

  —161→  

ArribaAbajoDisertacion sobre el bárbaro uso de sacrificar víctimas humanas, establecido entre algunas naciones cultas del antiguo continente

El mas bello tratado de paz, escribe Montesquieu, de que nos habla la historia es, á lo que creo, el que Gelon hizo con los cartagineses. Quiso que aboliesen la costumbre de sacrificar sus hijos. ¡Cosa admirable! Despues de haber hecho huir en el mayor desórden á trescientos mil cartagineses, ecsigia una condicion que solo era   —162→   útil á ellos; ó, para decirlo mejor, estipulaba por el género humano14.

El padre de la historia, Herodoto, cuenta15 en pocas palabras y muy por encima esta estraordinaria y raras veces vista derrota, que sufrieron aquellos opulentos y ambiciosos africanos. Diodoro Sículo la pinta al contrario con todas sus circunstancias, se detiene en cada uno de sus principales lances, y espresa en esta sustancia el tratado lleno de moderacion y equidad que el Rey de Sicilia acordó con los vencidos. Gelon, dice, recibió con mucha humanidad á los embajadores de Cartago, les concedió la paz que le pedian con lágrimas, y se contentó con ecsigir que la república le pagase dos mil talentos de plata y que erigiese en su capital dos nuevos templos, en los cuales se colocasen y pusiesen á vista del público otros tantos ejemplares del referido convenio. Añade que los mencionados embajadores, no solo aceptaron con gusto estas condiciones, sino que presentaron   —163→   ademas una corona de oro de cien talentos á la muger de Gelon llamada Damareta, cuyos buenos oficios les habian sido en estremo útiles, y habian contribuido eficazmente á que lograsen un despacho tan favorable.

Me maravillo de que Diodoro, historiador grave y diligente, no diga aqui ni siquiera una palabra de que Gelon obligase á los cartagineses á abolir la costumbre de sacrificar sus hijos; mas no por esto pretendo censurar la proposicion de Montesquieu, pues se ve que la apoya Plutarco en dos distintos lugares16.

Mr. Barbeyrac da á entender que en fuerza de este tratado dejaron realmente los cartagineses ó mas bien suspendieron por algun tiempo aquella atroz costumbre, pero que volvieron á ella en menos de un siglo; pues escribe espresamente que habiendo sido desechos de nuevo por Agatocles, otro tirano de Sicilia, miraron esta desgracia como un   —164→   castigo del cielo á causa de la interrupcion de sus antiguos sacrificios de víctimas humanas, cuyo uso renovaron entonces con tal fuerza que subsistió despues tanto como su ciudad17.

Yo no suscribo á semejante opinion: antes bien creo que, sea lo que fuere de lo estipulado por Gelon á favor de la humanidad, este pacto que hace tanto honor á su corazon no tuvo nunca efecto alguno, que es lo mas probable, ó le tuvo solo por muy pocos años.

Es cierto que viéndose los cartagineses estrechados sobremanera por Agatocles, y creyendo que el vencedor vendria sin tardanza á poner sitio á la ciudad, su bárbara supersticion, acalorada con unos sucesos tan funestos é inopinados y con el comun sobresalto y temor de su total ruina, les sugerió la idea de que semejante desastre podia muy bien ser producido por la implacable cólera de Saturno su dios tutelar: no ciertamente por haber interrumpido la inmemorial costumbre   —165→   de sacrificarle víctimas humanas, sino por no haberlo hecho en el modo que convenia y como lo habian practicado siempre sus mayores.

Decian ellos que antiguamente los principales ciudadanos de la república ofrecian á aquella divinidad sus hijos mas queridos; pero que en los últimos tiempos se habian hecho y seguian haciéndose en esto muchos fraudes: porque bien sabido era que varios particulares compraban clandestinamente algunos niños, los criaban en su casa como si fuesen hijos propios, y en calidad de tales los enviaban despues al solemne sacrificio.

Esto repetian aquellos sacerdotes, y esto publicaban con frenético entusiasmo por toda la ciudad, en la que por colmo de desgracia habia entonces un gran número de tiernas é inocentes víctimas destinadas, segun el infame ritual, á ser pasto de las voraces llamas en una fiesta popular que no estaba lejos. Determinó pues el Senado que se recibiese una rigurosa y ecsactísima informacion sobre el verdadero origen de aquellos niños, y se halló que algunos de ellos no   —166→   eran en efecto hijos de los que los habian entregado como suyos. Esto bastó para armar el fanatismo con el mas horrible furor: se escogieron desde luego, de entre la principal nobleza, hasta doscientos muchachos: otros trescientos, en los cuales recaia quizá la sospecha del fraude insinuado, se presentaron espontaneamente conducidos ¡quien lo creyera! por sus propios padres; y estas quinientas infelices víctimas fueron despedazadas y hechas cenizas en un mismo dia y debajo de una misma ara.

Esta sencilla relacion que he entresacado del libro veinte de las historias de Diodoro, no me permite, segun he dicho arriba, adherir al dictámen del Sr. Barbeyrac. Pero ya que se ha tocado este punto, que es uno de los que mas pueden interesar á una alma sensible, me permitirá el lector que me detenga todavía para hacer algunas reflecsiones sobre esta inaudita barbarie é inhumanidad de los cartagineses y otras naciones antiguas que se cree fueron mas civilizadas, y que sin duda en otras materias manifestaban tener mácsimas mas suaves y humanas.

  —167→  

El horrible cuadro que la imparcial historia desplega en el particular á nuestros ojos puede, bien observado, contribuir no poco para conocer á fondo el corazon del hombre y para causamos una dulce complacencia, viendo cuanto, por lo que toca á este punto, hemos mejorado de costumbres y estilo. El viagero que, sentado en un alto y solitario peñasco, contempla desde su cima como una deshecha borrasca agita y enfurece sobremanera las olas del mar, y cubre el pie del monte de destrozos, se alegra tal vez interiormente, no porque no le interesen las desgracias agenas, sino porque se considera libre y seguro de tan temible peligro.

Si es verdadera la persuasion comun de que la feroz práctica de ofrecer á los dioses víctimas humanas tuvo su origen en la Siria, y que desde allí se comunicó, á manera de un contagio, al África y á la Europa; no podrá negarse que los fenicios hicieron con solo esto mas daño á todas las naciones donde alcanzó su comercio, que les acarrearon de beneficio y provecho con su pretendida civilizacion y cultura.

  —168→  

Lo que parece inegable es que siendo Cartago la principal colonia de Tiro, debió á su metrópoli el uso de aquel detestable rito; pero tambien es cierto que fue Cartago mucho mas tenaz que Tiro en conservarle, y que en crueldad y barbarie llevó mucha ventaja á sus mismos maestros. Hallo en Quinto Curcio una prueba evidente de esta verdad. El grande Alejandro, dice, amenazaba con su ejército victorioso á la ciudad de Tiro, á la que ya quedaban pocas ó ningunas esperanzas de defenderse, de modo que habia enviado á Cartago todas las mugeres y todos los niños y jóvenes de poca edad para librarles del furor y venganza del enemigo. En tan estremado conflicto hubo algunos que propusieron seriamente al Consejo que se renovase el rito antíquisimo y olvidado por muchos siglos, sacrificando á Saturno un niño que fuese hijo de padres libres; pero los ancianos, por cuya prudencia se gobernaba entonces la república, se opusieron fuertemente á este proyecto, y lograron que por aquella vez la horrible y desnaturalizada supersticion no sufocase los tiernos sentimientos de compasion y humanidad   —169→   que todos los hombres tenemos indeleblemente grabados en nuestro interior18.

Por el contrario los cartagineses, como se ha insinuado antes, no olvidaron jamas ni dejaron de practicar dicha costumbre. Curcio escribe que duró hasta la entera destruccion de Cartago. Tertuliano asegura que no cesó hasta los tiempos de Tiberio19; y algunos otros autores añaden que cuanto hizo aquel emperador no bastó para impedir que volviesen á usarla, siempre que pudieron hacerlo á hurto de los magistrados: tan profundas raices habia echado en aquel pueblo la mas impía de todas las prácticas falsamente llamadas religiosas.

Pero si ella sola basta para probar la barbarie é inhumanidad de los cartagineses, el modo y aparato con que ejecutaban dicho sacrificio les daba la preeminencia entre los pueblos mas crueles y feroces de todo el mundo.

La estatua de su dios Saturno, que era de bronce, alargaba y estendia una y otra mano, inclinándolas de modo que todo lo   —170→   que se ponia sobre ellas iba á rodar en un instante al suelo. Al pie de esta estatua habian cavado un hoyo muy ancho y profundo, en el cual encendian una grande hoguera al tiempo de celebrarse el detestable sacrificio: iban pues los sacerdotes á tomar las tiernas víctimas de los brazos mismos de sus madres, las cuales (me horroriza el referirlo) con los mas lisonjeros y fementidos halagos procuraban en lo posible acallar su interesante llanto, que hubiera conmovido hasta las fieras indómitas de aquellos inmensos y abrasados arenales20. Los sacerdotes hacian inmediatamente la vana ceremonia de poner aquellas desgraciadas víctimas en manos de Saturno, de donde como hemos indicado iban á parar en un abrir y cerrar de ojos al centro de la grande hoguera, cuyas llamas las reducian luego á cenizas, mientras todo el pueblo renovaba en alta voz sus votos y oraciones por la felicidad de sus armas y comercio. ¿Que idea se habria formado   —171→   de la divinidad este pueblo feroz, pregunta Plutarco21, pues la suponia capaz de ecsigir y apreciar tales víctimas (a)? ¿Los titanes y los gigantes, que fueron enemigos declarados de los dioses, cuando hubiesen triunfado del cielo, hubieran acaso establecido en la tierra unos sacrificios mas abominables?

Yo no hallo ciertamente en toda la historia antigua ningun hecho que pueda compararse con esta inhumanidad de los cartagineses, sino es el estilo de los druidas, de quienes se sabe que por pública ley tenian ordenados sacrificios de esta misma especie, persuadidos, como dice César, de que no se puede aplacar la ira de los dioses inmortales en orden á la conservacion de la vida de un hombre, sino se les hace ofrenda de la vida de otro hombre; y que formaban á veces de mimbres entretejidos ídolos colosales cuyos huecos llenaban de hombres vivos, y pegando fuego á los mimbres   —172→   rodeaban de llamas á aquellos infelices, obligándoles á rendir el alma entre los mas atroces tormentos22.

No solo Mr. Chevreau, sino tambien varios modernos han querido contarnos mil maravillas de la pretendida sabiduría de los tales druidas; mas cuando yo considero, diré con Leibnitz23, que ellos quemaban y hacian morir á los hombres solo para honrar á su dios Hesus, y que costó no poco trabajo y tiempo á los romanos abolir dicha costumbre, creo muy desmedidos semejantes elogios. Pero déjense á parte los druidas, cuyos anales están cubiertos á nuestra curiosidad con el velo impenetrable de tantas fábulas. ¿Quien no se admirará en estremo al ver que los mismos tan celebrados romanos: los mismos romanos, digo, que se esforzaron con tanto esmero á desterrar del África y de las Galias aquella detestable supersticion, no repararon en sacrificar varias veces víctimas humanas? ¿Quien no se llenará de   —173→   asombro al leer en Tito Livio24 que en la plaza mayor de Roma habia un lugar destinado para estos sacrificios? (b) ¿Y qué se pensará de la humanidad de aquella famosa nacion? ¿Que concepto se tendrá de la magestad y equidad de su senado y de sus padres conscriptos, cuando se reflecsione que hasta el año de seiscientos cincuenta y cinco de la fundacion de Roma, en que fueron cónsules Eneo Cornelio Léntulo y Publio Licinio, Crasso, no se prohibió que se manchasen con sangre humana los sacrificios que se ofrecian á nombre de la república á los dioses inmortales25?

Y aun despues de este Senatusconsulto, Julio César el dictador, Julio César que tantos progresos habia hecho en la filosofía y en las bellas letras, Julio César que tanto se gloriaba de su clemencia y de su amor al género humano; mandó sin embargo, á lo que cuenta Dion, degollar y sacrificar á dos hombres en el campo Marcio, valiéndose del ministerio de los pontífices y del Salio.

  —174→  

No puedo disimular aqui dos cosas que me causan muchísima satisfaccion: es la primera el haber registrado los puntos de este disforme cuadro, sin haber hallado representados en ninguna parte de él á nuestros antiguos españoles. Yo no me atreveré por cierto á asegurar que en el continuo y familiar trato que tuvieron por largos años con fenicios y cartagineses, no se les pegó, ni en la vida pública y social ni en la doméstica y privada, ningun estilo que oliese á tan monstruosa barbarie. Sin embargo, ecsige no solo la equidad sino la rigurosa justicia, que cuando no se produzcan otros monumentos que prueben lo contrario, continuemos siempre en honrarles con este distinguido elogio.

Me complace sobremanera, en segundo lugar, el poder en cierto modo defender á estos pobres indios que me rodean actualmente, de una sangrienta acusacion que les hacen tres siglos ha varios escritores europeos poco críticos ó, lo que es peor, poco compasivos. Refieren estos con escrupulosa y ridícula ecsactitud el número de víctimas humanas que los Motezumas sacrificaban todos   —175→   los años en su corte de Méjico. Añaden que en la del Cuzco, que lo era de los Incas, no obstante su ponderada humanidad, se veia de cuando en cuando representada igual y en el fondo no menos trágica escena. Y sobre estos dos solos datos, de los cuales el último es bastante incierto y dudoso, levantan un proceso interminable de calumnias contra los primitivos habitantes de una y otra América, pintando su carácter moral con los mas feos colores, y esforzándose en demostrar que su estupidez, ferocidad y desnaturalizada supersticion les hacen dignos del desprecio universal de todos los hombres.

La breve disertacion, que vamos á terminar, es su mejor apología. Porque ¿como, pregunto, podrá ningun filósofo maravillarse de que unos pobres salvages colocados en los últimos ángulos del mundo se dejasen seducir por los aparentes sofismas del fanatismo, cuando tantas otras naciones que se reputan por muy cultas y civilizadas hicieron lo mismo? Fenicios, cartagineses, griegos y romanos mancharon no pocas veces las aras de sus dioses con arroyos de sangre humana. ¿Quien, pues, estrañará que lo propio practicasen nuestros   —176→   americanos? Las ciencias, las bellas artes, el comercio, la marina y las tres nobles artes formaron en Tiro, en Cartago, en Roma y en Atenas otros tantos emporios de sabiduría y de buen gusto: con todo eso no pudieron desterrar enteramente de su recinto aquel abominable rito, ¿y habrá quien pretenda que las débiles luces que brillaron por intervalos en Méjico y en el Cuzco debieron haber logrado este dificilísimo triunfo, y que el no haberlo conseguido es la prueba mas convincente de la estremada corrupcion y barbarie de sus naturales? Pero ¿para que es cansarme? Un modo de discurrir tan desatinado y tan contrario á las reglas de la buena lógica, no merece que nos detengamos seriamente en impugnarle.





  —177→  

ArribaAbajoDisertacion quinta

  —179→  

ArribaAbajoDisertacion sobre la capacidad que tienen los indios para formar ideas abstractas y generales

Entre los sabios estrangeros que han escrito sobre el carácter físico y moral de nuestros indios, merece sin disputa la primacía el doctor Robertson, docto y erudito escoces y bien conocido en el mundo literario por su historia de las dos Américas.

En el contesto de esta obra de Robertson se distinguen á cada paso muchas y muy ciertas señales de su natural candor é ingenuidad,   —180→   y muy pocas ó casi ningunas de aquel espíritu de partido que tanto se complace en esparcir nubes y oscuridad sobre la historia antigua y moderna de todas las naciones, y especialmente sobre la de las dos Américas. D. Juan de Nuix advierte, con singular juicio, en el prólogo de las Reflecsiones imparciales, que el Doctor escoces no debe ser puesto en la lista de los filósofos del dia, ni tampoco en la de los escritores enemigos declarados de España; y que al contrario por ciertos respectos debe ser contado entre los historiadores mas escelentes del último siglo.

Lo único que le echa en rostro, y yo no debo disimular, se reduce á que no siempre tubo bastante esfuerzo y ánimo para resistir á la tentacion, verdaderamente halagüeña, de inventar y decir algo de nuevo y de grangearse el concepto de profundo metafísico y moralista, por un medio tan fácil como es el sembrar á trechos en el discurso ó narracion ciertas reflecsiones rápidas, atrevidas y brillantes, aunque poco sólidas y fundadas solo en un ingenioso sofisma. En estas ocasiones, dice Nuix, es cuando Robertson   —181→   se olvida á sí mismo, y cuando por querer seguir la nueva y peligrosa senda abierta por los modernos filósofos, abandona el ancho y seguro camino que lleva al descubrimiento de la verdad, y casi deja de ser historiador. Yo no me atrevo á adoptar del todo esta crítica, porque me parece un poco dura. No puedo negar, ademas, que en el elocuente y doctísimo libro de las mencionadas Reflecsiones imparciales se hallan á veces estas pequeñas tachas nacidas de un zelo demasiado ardiente y que su autor no siempre podia reprimir. Pero unos defectos tan ligeros no disminuyen ciertamente el verdadero mérito de dicho libro, al que en mi concepto no se ha hecho todavía ni en España ni fuera de ella la justicia que se merece.

Volviendo ahora á Robertson, solo hablaré aqui de la pretendida incapacidad de los indios en orden á formar ideas generales y abstractas; incapacidad contradicha por una infinidad de hechos constantes, cuyo uniforme testimonio ó no consultó nuestro Filósofo con madura reflecsion, ó le pareció que podia disimularlo. He creido que este error   —182→   merecia un particular ecsámen; porque si se dejaba pasar incautamente, bastaria él solo para dar fundamento á muchas consecuencias en estremo perniciosas, cual seria por ejemplo la de que los indios son incapaces de distinguir por sí mismos el bien del mal, y la virtud del vicio, y que carecen de los sentimientos naturales de vergüenza, de rubor, de honor, de remordimiento y de justicia. Y entonces se habria de confesar que apenas tienen la mas leve apariencia de derecho para ser contados entre los individuos de la especie humana; y que por lo que toca á sus facultades intelectuales, en poco ó en nada se aventajan á algunos animales muy perspicaces, como el elefante, el castor, el hurangutan y otros: error monstruoso, que Robertson pretende sin motivo atribuir á los primeros conquistadores y misioneros de la América: error, que nuestros mayores desaprobaron del modo mas auténtico, como lo manifiestan aun hoy sus escritos; pero error, que aquel sabio Escoces se espone sin repararlo á introducir, pues no echa de ver que se desprende naturalmente de los mismos principios que sienta: error, por último, que haria   —183→   lícito en cierta manera, no solo el decantado suplicio de Atahuallpa y la prision de Motezuma, sino tambien la servidumbre y esclavitud absoluta de todos estos naturales.

Los otros errores de Robertson son en mi concepto muy ligeros, si se comparan con este. Y ademas, como su historia de América es una obra muy util y llena de investigaciones en estremo apreciables, deben perdonarsele aquellos descuidos ó equivocaciones, que no son de mucha consecuencia:

Tamquam si egregio inspersos reprendas corpore nævos.

Ecsaminemos pues únicamente si los indios son en realidad incapaces de formar ideas generales y abstractas, como parece darlo á entender el Historiador escoces, dejándose arrastrar en este punto por la autoridad de varios filósofas de su tiempo.

Yo creo que el mas débil destello de la razon humana hasta para que aun las naciones mas bárbaras tengan esta facultad, sin que las negras y espesas nubes que la ignorancia difunde sobre el entendimiento de un   —184→   salvage le quiten del todo esta capacidad, ó le impidan absolutamente su uso ó ejercicio. Si todos los esfuerzos de un salvage no fuesen suficientes para formar una idea general ó abstracta, no podria conservar, como conserva, la menor apariencia del gobierno doméstico. Su choza seria antes bien la imágen del caos. No habria en ella ningun orden ni arreglo: todos mandarian, todos querrian ser obedecidos; y sin embargo nadie obedeceria, nadie seguiria otra voz que la de sus pasiones ciegas y brutales.

Estoy firmemente persuadido que el principal fundamento de la sociedad humana es el discurso y la reflecsion; y tengo para mí que si los hombres no lograsen de esta distinguida ventaja, vivirian apartados unos de otros en los bosques, y estarian muy lejos de reunirse en tribus ó naciones. Admitida una vez aquella suposicion, por rídicula y estravagante que sea, no tendria duda que el verdadero estado natural de la especie humana seria entonces tal como nos le pintan Hobbes y Rousseau, con la sola diferencia que este estado duraria siempre y el hombre no llegaria nunca á civilizarse.

  —185→  

Vemos en efecto que este es el único motivo porque los animales que están esparcidos por toda la superficie del globo no forman jamas entre sí especie alguna de sociedad. Van donde les lleva su instinto, que siempre es uno mismo en cada especie sin aumentarse ni disminuirse: les gobierna solo el interés puramente individual, y no hacen la menor atencion al de sus semejantes. El hijo, por ejemplo, se separa de sus padres luego que ha adquirido la fuerza y tino suficiente para procurarse el alimento necesario, y desde aquel instante pierde todos los sentimientos del respeto y amor filial. Sus padres hacen por su parte lo mismo; y pasado el corto tiempo de la procreacion y educacion, el macho se va de un lado, la hembra de otro, dividiéndose quizá para no volver á verse en toda la vida, y no acordándose mas de los estrechos lazos que les habian unido. Esto es lo que sucede generalmente en todos los animales. Si un instinto mas perfecto, unas costumbres mas suaves, un plan de operaciones mejor combinado, y una constante actividad y energía que se nota en varias especies, singularmente de insectos,   —186→   parecen oponer algunas escepciones á dicha regla, esta ilusion se disipa muy pronto con solo arrimar á aquellos animales privilegiados la brillante antorcha de la filosofía; pues entonces, ecsaminándolos con mayor cuidado, se ve que su modo de conducirse no depende de otro resorte que de un muy fino instinto, y se conoce que cuantas apariencias ofrecen de sociedad son falaces y aparentes.

Digo todo esto porque me parece que es uno de los mayores disparates que han podido imaginar nuestros filósofos el privar á ciertas tribus de salvages de la facultad de formar ideas generales y abstractas. La reflecsion y el discurso ponen sin duda una barrera inmensa entre el hombre y el bruto. Esa ingeniosa cadena ó escalera por donde la naturaleza sube ó baja de un ser á otro ser, pasando por gradas ó eslabones casi insensibles, debe colocarse solo entre los muchos brillantes delirios que la nueva filosofía ha producido. Buffon demostró con mucha solidez que la referida cadena no podia servir al intento, porque para elevarse del animal mas perfecto al hombre mas grosero y salvage, es preciso saltar de golpe un espacio infinito.

  —187→  

Si no queremos pues dar en la estravagancia de decir que los salvages son mas bien una especie de monos que verdaderos hombres, debemos concederles á todos indistintamente la reflecsion y el discurso, y por consiguiente la capacidad de formar ideas generales y abstractas; sin las cuales es claro que no puede haber nunca discurso propiamente tal, ni reflecsion que merezca este nombre. Locke, que niega á los brutos la facultad de abstraer, les niega asimismo la de discurrir sobre ideas generales; aunque añadiendo que alguna vez discurren sobre ideas particulares. Pero Condillac ha demostrado que esta última asercion debia mirarse como un paralogismo; y que las acciones de los brutos que parecian producidas por la reflecsion, eran solo el resultado de una imaginacion de que ellos no podian en manera alguna disponer.

Ademas ¿no tienen todos los salvages un idioma que es comun en su tribu, y de que se sirven de continuo en el trato ya público ya doméstico, para comunicarse mutuamente sus deseos y pensamientos? Le tienen ciertamente, segun lo confirman á una cuantos   —188→   descubrimientos se han hecho hasta ahora en el mundo antiguo y moderno. ¿Como pues puede negarse del todo, ni aun á las naciones mas bárbaras, la facultad de abstraer y de generalizar las ideas? ¿Puede por ventura ignorar un mediano metafísico que todo idioma, tosco ó limado, áspero ó suave, abundante ó escaso, supone siempre un considerable cúmulo de ideas generales y abstractas? ¿Puede ignorar que si las bestias no han creado jamas un verdadero idioma, no ha sido por falta de órganos proporcionados, pues algunas los tienen al parecer tan perfectos como nosotros, sino porque son incapaces de generalizar y abstraer? ¿Puede ignorar, finalmente, que cuando un niño empieza á servirse con alguna propiedad de palabras que equivalgan á estas ú otras semejantes, hombre, casa, árbol, ave, pescado, ya ha hecho en su mente una abstraccion y ha formado una idea general? Y sobre todo ¿puede ignorar que esta operacion previa del entendimiento es absolutamente indispensable para que muchos hombres juntos busquen y fijen de comun acuerdo ciertos sonidos articulados, y los establezcan como otros tantos   —189→   signos de determinadas ideas? Pero ¿para que probar una cosa tan evidente?

Las varias naciones que ocupan en nuestro globo desde tiempo inmemorial puntos muy apartados, y á quienes ó unos vastos desiertos ó un inmenso golfo de mar separan de todos los pueblos civilizados, podrán distinguirse de estos por el color de su tez, por la proporcion mas ó menos perfecta de sus miembros, por la robustez ó debilidad de su complecsion, por la altura ó pequeñez de su cuerpo y por otros accidentes de esta clase; porque es inegable que las referidas variedades dependen en gran parte del influjo del clima, del modo de vivir y de la naturaleza y calidad de los alimentos. Pero por grandes que se imaginen aquellas diferencias, las facultades intelectuales son y serán siempre esencialmente y en su raiz unas mismas en todas las naciones y pueblos que comprende la especie humana. Y lo que únicamente se podrá afirmar con verdad en el particular es que el plan sencillo y uniforme á que un salvage arregla su vida, su poco trato y comercio con los demas hombres, y su estrema y perpetua ociosidad é indolencia,   —190→   son la causa única de que apenas haga ni imagine hacer uso alguno de dichas facultades: mientras por una razon contraria las naciones civilizadas las perfeccionan mas y mas teniéndolas en continuo ejercicio.

Digo esto hablando solo en general, porque sé que en esta parte hay tanta diferencia entre las mismas naciones que se suelen reputar en Europa por salvages, que me parece una injusticia y una falta de crítica darlas á todas sin distincion un nombre tan ofensivo; pues al paso que unas envueltas en su ignorancia se resisten obstinadamente á todo proyecto de mejora, otras van sacudiendo poco á poco sus antiguas preocupaciones, y se aprovechan mas y mas cada dia de la escasa luz que su situacion nada ventajosa las permite alcanzar. Y ¿cuantas veces se ha visto que su constancia y paciencia en el particular ha vencido dificultades casi insuperables, enriqueciendo las artes y la política con descubrimientos que pudieran hacer honor á cualquier nacion europea, y que en efecto han sido adoptados en el antiguo continente? Sin embargo, nosotros no cesamos de llamar salvages á todas aquellas tribus antiguas y   —191→   modernas, con el mismo altanero orgullo con que en otro tiempo los griegos y romanos llamaban bárbaros á todos los demas pueblos.

Si el Dr. Robertson hubiera tenido presentes estas reflecsiones que son por otra parte tan obvias, es muy probable que hubiera dejado de suscribir al ridículo sistema de la degeneracion de los americanos; pues no le arrastraba hácia aquella opinion el interes que se descubre en Mr. Paw. A lo menos hubiera Robertson puesto muchos y grandes límites al mencionado sistema, y no hubiera caido en la estravagancia de resolver que una nacion tal como la de los mejicanos carecia de capacidad bastante para formar ninguna idea abstracta ó general.

Una ligera atencion sobre el floreciente estado en que se hallaba al tiempo de Cortés el idioma de aquellos indios, hubiera sido suficiente, segun pienso, para desengañar del todo al Filósofo escoces. Le hubieran hecho sin duda entonces mucha fuerza los elogios con que hablan de la lengua mejicana los primeros misioneros y demas escritores de aquel siglo, los cuales en este punto deben   —192→   tenerse por testigos muy abonados. Y aun cuando Robertson hubiese hecho poco caso del testimonio uniforme de tantos historiadores; no obstante con solo hacerse recitar y esplicar, como lo he hecho yo, algunas poesías compuestas en idioma mejicano, hubiera ya mudado de concepto: y en lugar de escribir conforme ha escrito que aquel idioma es áspero y muy escaso, hubiera al contrario manifestado su complacencia de hallarle abundante, dulce, armonioso, y mucho mas limado de lo que se imaginan comunmente los sabios de Europa.

Lo dicho hasta aqui seria suficiente sin duda para que se viese á todas luces cuan estravagante y errónea sea la opinion del Doctor escoces; mas como este punto es de tanta consecuencia, segun ya he insinuado, apoyaré mi proposicion con otras razones todavía mas fuertes, sacándolas de los muchos progresos que hicieron los indios en la astronomía y geometría, del estado brillante á que condujeron su aritmética, y del uso atinado que hicieron de la escritura geroglífica y simbólica.

Confieso que este pensamiento no es nuevo,   —193→   y sé que se han servido de él Gama, Clavígero y uno ó dos de nuestros antiguos historiadores. Sin embargo espero añadirle mayor fuerza, desenvolviéndole mas de lo que se ha hecho hasta aqui, y dando á conocer algunas ilaciones claras y naturales que pueden fácilmente sacarse por este medio para destruir la mencionada paradoja. No hablaré aqui sino de los mejicanos, cuyos anales y monumentos son mas generalmente conocidos.



  —194→  

ArribaAbajoLos indios mejicanos conocieron de tiempos muy remotos la astronomía y geometría

En primer lugar recordaré á Robertson como estos naturales no solo conocieron de tiempos muy antiguos la geometría y astronomía, sino tambien que hicieron en el particular progresos mucho mayores de lo que debia esperarse de unos hombres que están todavía tenidos por salvages. Le diré, en segundo lugar, que bien sabe él cuan difícil y aun imposible es dar un solo paso hácia aquellas ciencias sin el ausilio de las ideas generales y abstractas.

No pretendo por eso persuadir que los mejicanos fuesen unos geómetras ó astrónomos capaces de entender las sublimes lecciones de un Newton ó de un Lalande. Estoy muy lejos de aprobar semejante delirio. Lo que sostengo es que el grado aunque imperfecto de civilizacion á que habian llegado aquellos indios al tiempo de la conquista, habia ya disipado en gran parte su primera ignorancia, y les habia proporcionado algunas luces y nociones   —195→   en orden á aquellas dos ciencias.

Que esto sea asi, no es menester probarlo con noticias dudosas ó con escritos de autores poco conocidos, porque lo está publicando con voz harto clara é inteligible el célebre monumento de antigüedad mejicana, que se encontró en una escavacion hecha en el año 1790 siendo virey de Nueva España el Sr. Conde de Revillagigedo. Este apreciabilísimo monumento que es, como todos saben, una gran piedra que tiene en la superficie varias figuras muy bien labradas, se conserva todavía en uno de los ángulos de aquella plaza mayor, no lejos del lugar donde se encontró. El populacho, que en todas las partes del mundo es ignorante y bárbaro, viendo esta estraña piedra sin custodia alguna se ha divertido muchas veces en mutilar las mencionadas figuras y diseños, cuya significacion y objeto no podia alcanzar. Pero los sabios no cesan ni han cesado nunca de mirar esta piedra con el mayor asombro y respeto, considerándola como un documento original de los aventajados conocimientos astronómico y geométricos que poseian en otro tiempo los mejicanos.

  —196→  

Y en efecto, para hablar primero de lo que respecta á la geometría, es muy cierto que sin tener aquellos indios á lo menos una mediana nocion de los principios mas sencillos de esta ciencia, era absolutamente imposible que hubiesen ideado nunca ni aun el primer diseño ó bosquejo de dicha piedra, en la que vemos señalados tantos círculos concéntricos, tantos radios que atravesando por en medio de dichos círculos y saliendo de distintos puntos de su periferia van á parar por línea recta al centro comun, y tantos triángulos de varias especies que se corresponden unos á otros con bellísima proporcion. Lo que mas admira es que en todas estas figuras científicas, no solo se nota á primera vista una escrupulosa ecsactitud, sino que ecsaminándolas una á una con todo el rigor de las reglas, no se echa de ver en ellas la menor falta ó descuido.

Esta misma piedra es tambien un testimonio muy auténtico de que los mejicanos sus autores se habian adelantado mucho en la ciencia del movimiento y revoluciones de los astros. Ella es una espresion fiel de su calendario tan arreglado y perfecto en todas   —197→   sus partes, que algunas naciones de las que se llaman hoy civilizadas no hubieran podido en aquel tiempo producir otro calendario que se le igualase. Ella presenta un medio tan luminoso y sencillo en orden á la distribucion del tiempo en los grandes períodos que formaban de cincuenta y dos años cada uno, y en el año civil que componian de diez y ocho meses de á veinte dias, que no puede dejar de reconocerse que estas ideas eran el resultado de inumerables y muy repetidas observaciones hechas en las estrellas y en los planetas, especialmente en el sol y la luna.

Estas observaciones les llevaron como de la mano á imaginar una especie de reloj solar, del que se hallaron tiempo ha muchos vestigios en el famoso cerro de Chapultepec, donde los Motezumas tenian un vistoso y ameno parque para la caza, un gran jardin de plantas para el uso de la medicina, y un suntuoso palacio ó quinta para su recreo.

En una pues de las voluminosas peñas que componian dicho cerro, se descubrió en el año de 1775 un plano horizontal en que estaban señalados de relieve y con toda precision   —198→   los puntos solsticiales, el equinoccial y los dos polos de norte y sur. Habia tambien grabada con particular inteligencia una como cinta que tenia lugar de meridiana: de manera que era evidente que los mejicanos por medio de aquel ingenioso aunque tosco reloj habian logrado saber donde empiezan y acaban las cuatro estaciones del año, y donde debe fijarse el momento verdadero del medio dia. Pero estas piedras, que debian haberse guardado con el mayor esmero, fueron pocos dias despues hechas pedazos para servir en la fábrica de ciertos hornos que se estaban á la sazon construyendo al pie de aquel mismo cerro: inutilizándose de este modo un hallazgo tan inesperado é importante, y del que los sabios de este pais hubieran sacado sin duda muchas luces para aclarar una parte considerable de las antigüedades mejicanas.

Añudemos ahora el pasado razonamiento. Seria fácil demostrar con la mayor evidencia que estos indios supieron de geometría y astronomía tanto como era posible que supiese entonces una nacion del nuevo continente, y tanto y quizá mas de lo que supieron en los siglos bárbaros la mayor parte de los pueblos   —199→   del continente antiguo. Pero D. Antonio de Leon y Gama ha tratado este punto, despues de Clavígero y Boturini, con tal acierto y prudencia y con tanta y tan esquisita erudicion y claridad, que me parece que los filósofos mas decididos y resueltos en deprimir á estos indios no podrán en adelante quitarles y ni aun disputarles dicha gloria. Léase, ruego, la disertacion que publicó aquel sabio Criollo mejicano en 1792, y se verá si tengo ó no razon para hacer esta especie de pronóstico. Solo pues me falta concluir como de esta misma singular inteligencia de los mejicanos en lo tocante á la astronomía y geometría se deduce con cuan poco motivo les negó Robertson que tuviesen ideas generales ó abstractas. Porque ¿como es posible, pregunto, que hubiesen acertado á formar con tan fina proporcion los círculos y triángulos que se ven repartidos por la superficie de la mencionada piedra, sin tener anticipado conocimiento ó idea de lo que es un triángulo y un círculo? Un hombre por ignorante que sea, un niño que apenas sabe articular una palabra formará tal vez sobre la arena con la punta del dedo un círculo, un triángulo   —200→   ú otra figura semejante, sin saber lo que hace, y por efecto de una mera casualidad; un artífice vulgar copiará materialmente dichas figuras aunque ignore su valor y sus partes esenciales: pero nadie podrá jamas formar ó esplicar á otro un plan tan bien combinado de varios círculos y triángulos como es el que se repara en nuestra piedra, sino tiene primero en su espíritu la idea clara y distinta de cada una de aquellas figuras geométricas. Y dicha imágen, dicha idea que solo representa un círculo ó un triángulo prescindiendo de este ó del otro, ¿no es acaso con toda propiedad lo que los filósofos llaman idea abstracta? no es tambien una idea general, puesto que su analísis solo dará aquellas calidades precisas que todos los círculos ó todos los triángulos deben tener, y por las que entre sí no se distinguen en manera alguna? Es esto tan cierto, que no permitirá seguramente Robertson que yo me detenga en probárselo.

Tampoco necesita de pruebas lo que he asegurado de la necesidad de ideas generales y abstractas para saber algo de astronomía por poco que sea. Los teoremas mas triviales de esta ciencia son en sí tan complicados   —201→   y dependen de tantas y tan delicadas observaciones, que no es dable en manera alguna, no digo formarlos, pero ni aun entenderlos si primero no se ha adquirido algun conocimiento de lo que es armonía, distancia y proporcion: conocimiento que segun creo nadie me negará sea abstracto y general. Y asi tambien deberá con toda razon concedérseme que teniendo como tenian los mejicanos inteligencia no vulgar, sino mas que mediana, de varias verdades de la astronomía, poseian igualmente un caudal muy crecido de ideas generales y abstractas, diga lo que quiera nuestro Filósofo escoces.



  —202→  

ArribaAbajoReflecsiones sobre la aritmética de los antiguos mejicanos

Grandes son á la verdad los elogios que la aritmética ha merecido en todos tiempos, y el justo aprecio y estimacion con que han hablado siempre de ella los hombres mas sabios. En efecto, es muy difícil nombrar otra invencion del ingenio humano que haya proporcionado tantas y tan universales ventajas como la aritmética. Algunos filósofos, mas ociosos que eruditos, han disputado entre sí con calor si debia ser elevada á la alta dignidad de verdadera ciencia, ó mantenida al contrario en un grado un poco mas bajo, esto es, en el de las artes liberales. Dejemos á dichos señores el cuidado de resolver esta duda, ya que á ellos les parece ser de tanta importancia; y entretanto confesemos todos de buena fe que la aritmética ha contribuido infinito á sacar las naciones bárbaras del estado salvage, y á conducirlas y encaminarlas poco á poco hácia la civilizacion. Confesemos tambien que si los hombres no tuviesen absolutamente   —203→   ningun conocimiento de los números, seria esto una señal bien clara de que se hallaban todavía envueltos en una suma ignorancia y estupidez, y que eran tan débiles las luces de su entendimiento que apenas bastaban para que echasen de ver las inmensas utilidades que se siguen á todos de buscarse unos á otros y de vivir reunidos en sociedad. La miserable situacion de los hombres seria entonces puntualmente la misma que era en tiempos remotísimos la de los primeros habitantes de la Grecia; los cuales, á lo que dicen Platon y Diodoro Sículo, vivian como aislados en profundas cavernas, de donde no salian sino para disputar á los animales un alimento grosero y á veces nocivo.

Los descubrimientos modernos confirman esta misma conjetura. En las varias visitas que se han hecho á los isleños del mar pacífico se ha notado siempre que las tribus mas cultas, como la de Otahiti, la de Ulietea, Midleburg y en general todas las que ocupan los dos vastos archipiélagos de los dos Amigos y la Sociedad, saben contar y combinar los números con mucha mayor perfeccion que los salvages de la Nueva Holanda   —204→   y Zelanda y los naturales de otras islas que están en la parte opuesta, quiero decir, muy al norte; los cuales por lo comun viven en la mayor barbarie separados en pequeños grupos ó pelotones, conservando prácticas y costumbres por todo estremo estravagantes, embistiéndose y degollándose mutuamente por cualquier vagatela, y comiendo sin horror y sin el menor escrúpulo la carne de otros hombres.

Es pues una verdad de que ya no puede dudarse que las naciones salvages, al paso que se van civilizando, van tambien aumentando sus luces en lo que respecta á la aritmética, porque va creciendo al mismo paso la necesidad que tienen de estos ausilios para mil distintos objetos de su economía pública y privada. Y asi me parece que en vista de esto podrá establecerse sin dificultad, casi como un acsioma, que el estado en que se halle la aritmética de una determinada nacion, que se supone va saliendo ya de su barbarie, será una medida muy segura con que se pueda conocer la estension de sus luces, y sus verdaderos adelantamientos en la civilizacion.

  —205→  

Segun esto aquel Salvage que, para pedir al capitán Cook de parte del Cacique de la isla en que estaba fondeado que desembarcase veinte y dos soldados de marina, no supo como espresar este número, sino presentándole otros tantos fragmentos de hojas que para el efecto habia cuidadosamente escondido en el seno, debia considerarse como un individuo de la especie humana, cuyas facultades intelectuales estaban todavía en su infancia, para esplicarme de esta manera, aunque no en aquella estremada estolidez que se repara en las tribus absolutamente bárbaras. El mismo juicio deberá formarse tambien de los primeros araucanos ó de las naciones que vivian á mediados del siglo último en los espesos bosques ó en las orillas de las inmensas lagunas del Canadá, si es verdad, como se refiere, que sus gefes á fin de pasar la voz de guerra de un estremo á otro de aquellas soledades, y declarar el dia que habian fijado para echarse improvisamente sobre los europeos, sus molestos huéspedes, enviaban á todos los ranchos unos hacecitos de flechas ó de varas muy delgadas, previniendo á sus moradores que cada dia quitasen del monton   —206→   una de dichas varas ó flechas, y que el dia en que correspondiese arrojar la última acudiesen todos á realizar la proyectada irrupcion y ataque. Este estraño espediente no deja de probar en sus inventores una cierta combinacion de ideas, que supone precisamente luces y reflecsion; pero al mismo tiempo el tosco método de contar el número de dias que habian de mediar hasta el repentino combate, hace ver sin duda que dicha reflecsion y dichas luces apenas habian llegado á aquella débil aurora que abre la puerta por donde el entendimiento humano empieza á cultivarse.

De esta puerta al contrario, de esta primera entrada por la que el hombre se encamina aunque al principio muy lentamente hácia la civilizacion, debemos persuadirnos que estaban todavía sumamente lejos aquellas otras tribus de indios que, apartadas de todo comercio y comunicacion, no sabian contar ni los pocos muebles de sus chozas ni aun los dedos de sus pies y manos, pues lejos de llegar su guarismo al número veinte, no pasaba del cuarto ó del quinto, sin alcanzar la mas mínima idea de su multiplicacion ó division.   —207→   Al lado de dichas tribus debe colocarse el pueblo de que habla Mr. de La Condamine en la página 67 de su relacion. Cree este autor que toda la aritmética de dicho pueblo solo se reducia á los números 1, 2, 3. Y yo me inclino á lo mismo, supuesto que no tenian otra voz ó signo para espresar el mayor de los referidos números, que el término verdaderamente bárbaro y en estremo embarazoso de poellarrarorincourac. Otro viagero llamado Juan de Leri da mucho peso á la mencionada conjetura del Astrónomo frances; pues afirma que habiendo visitado á los tupinarabes, nacion muy conocida por su estremada ferocidad y barbarie, se aseguró por sí mismo como no podian en manera alguna contar mas arriba de cinco. Finalmente, Mr. Locke escribe en el libro segundo capítulo 16 de su Ensayo filosófico que habia hablado con ciertos americanos que eran absolutamente incapaces de contar como nosotros hasta mil, de cuyo número no tenian ninguna idea distinta aunque podian contar muy bien hasta veinte. Sobre lo que observa Condillac que no era mucho que los mencionados americanos no tuviesen idea de un número tan alto, pues hubieran   —208→   asimismo esperimentado muchísima dificultad para entender lo que es el número veinte y uno, y mucho mas para darle nombre; porque careciendo de las proporciones que el cálculo facilita á la invencion, hubiera sido para ellos una empresa muy ardua el proponerse enriquecer su aritmética con un nuevo signo.

Debe pues confesarse que la aritmética de todas las naciones que acabamos de nombrar era en sumo grado diminuta é imperfecta; y que como los conocimientos del espíritu del hombre se dan mutuamente la mano y guardan entre sí una cierta correspondencia, la civilizacion y cultura de dichas naciones no podia menos de hallarse igualmente en el mayor atraso.

En efecto era asi. Porque no obstante que aquellos pueblos americanos estaban sumamente distantes unos de otros: no obstante que vivian en climas no solo diferentes sino opuestos: no obstante que unos se acercaban mas al norte, otros al sur y otros estaban debajo de la línea: en fin, no obstante que unos se habian establecido en las costas, ya orientales ya occidentales, de este inmenso continente;   —209→   otros ocupaban sus pampas y desiertos, y otros se hallaban esparcidos y como perdidos en las vastísimas llanuras del grande Océano ó mar pacífico: sin embargo, todos estos pueblos podian equivocarse y confundirse entre sí, y considerarse como uno solo por lo que respecta á su civilizacion. Todos han ofrecido sucesivamente al viagero europeo el triste espectáculo de una nacion grosera, bárbara, salvage, y en la que solo se veia una inteligencia y capacidad sumamente limitada.

De suerte que si el Filósofo escoces, para probar la pretendida degeneracion del talento de los americanos, hubiera citado únicamente las mencionadas tribus y pueblos, pudiera en algun modo sufrirse; pero que envuelva en esta misma acusacion á los mejicanos, cuya civilizacion y cultura se hallaba en general no poco adelantada y en algunos puntos habia hecho progresos considerables, es cosa que no se le debe disimular y que á lo que yo entiendo choca con los principios mas sencillos de la buena metafísica.

Porque á la verdad si Robertson hubiese asimismo ecsaminado á fondo la aritmética mejicana, ¿que sorpresa le hubiera causado hallar   —210→   en ella un sistema muy sencillo y muy bien ideado, por el cual era sumamente fácil á estos naturales elevarse desde los números mas simples á los mas compuestos, y sacar con toda claridad y precision muchos de los resultados que ofrecen sus varias combinaciones? que sorpresa no le hubiera causado ver que los mejicanos se servian en sus giros y comercio del número ocho mil con la misma soltura y facilidad con que los indios de Locke usaban del número veinte, y los de La Condamine y de Leri de los números 3 ó 5? Pero lo que mas le hubiera admirado á Robertson habria sido hallar en el cálculo de estos pueblos pruebas incontestables de que habian adoptado, no solo la progresion décupla que es tan natural, no solo los números concretos, sino tambien los que se llaman propiamente abstractos.

Por último, hubiera acabado de subir de punto su asombro y suspension al descubrir que habian imaginado señales muy distintas de las principales progresiones del referido cálculo, el cual no necesitaba mas que de los números dígitos ó de tres ó cuatro palabras ó figuras simbólicas para estenderse á todas   —211→   las cantidades posibles: en lugar de que los indios de Locke, cuando se les precisaba á hablar de algun número que pasase de veinte, se veian en un estraño embarazo y no tenian otro recurso que el de enseñar los cabellos de su cabeza para dar á entender en general una gran multitud que ellos no podian contar.

Todo esto hubiera podido averiguar el Dr. Robertson sin mucho trabajo y dificultad. Pero menos dificultad y trabajo halló sin embargo en desentenderse de semejantes bagatelas, y en aumentar su historia con dos ó tres capítulos en que, siguiendo la corriente de los nuevos filósofos, aseguró á la faz de toda Europa que las tribus de estos indios, aun comprendiendo los mejicanos, solo presentaban una clase de hombres degenerados, especialmente en el talento; porque se repara en ellos, dice, una tan corta capacidad intelectual, que puede muy bien asegurarse no ser suficiente para que formen ninguna idea verdaderamente abstracta ó general.



  —212→  

ArribaAbajoLos antiguos mejicanos usaron no solo de la escritura geroglífica, sino tambien de la simbólica y de caracteres arbitrarios ó de pura convencion

Me propongo probar ahora en último apoyo de mi proposicion, que los antiguos mejicanos usaron no solo de la escritura geroglífica, sino tambien de la simbólica y de caracteres arbitrarios ó de pura convencion. Conozco que esta proposicion tiene un cierto aire de paradoja; y en efecto debo de confesar que es muy contraria á la opinion no digo de Mr. Paw, de quien haria el lector sin duda muy poco caso, sino de otros autores muy graves, tales como Walton y Kirker: el primero en los prolegómenos de la Biblia poliglota, y el segundo en su eruditísima obra del Œdipus ægiptiacus.

En cuanto al Dr. Robertson, habla con tanta ambigüedad sobre este punto, ya inclinándose á la afirmativa ya á la negativa, que no es fácil adivinar cual sea realmente su dictámen. Lo que á mí me parece es   —213→   que por una parte los testimonios auténticos que se citaban á favor de los mejicanos no le permitian negar que se hubiesen conocido aqui los tres mencionados géneros de escritura: que por otra parte no se atrevia á confesarlo por no haber de admitir las ilaciones que era fácil colegir contra su propio sistema en orden á la capacidad intelectual de los indios; y que asi, deseoso de salir como pudiese de tan estraño embarazo, acudió al espediente tan usado por varios filósofos antiguos y modernos de echar mano de palabras y espresiones oscuras, que le defendiesen igualmente de los tiros y ataques de uno y otro partido.

Aunque esta estratagema no deja de ser reprensible, todavía no me disgusta tanto, como la confianza y en cierto modo la ligereza de los otros dos autores, esto es, de Kirker y de Walton (permítaseme esta indispensable crítica), los cuales sin ecsaminar á fondo ni curarse de saber de raiz esta materia, y apoyados únicamente en un testimonio tan dudoso como el de Purchás y Tevenot, establecieron por cosa muy cierta y averiguada que en las pinturas de nuestros mejicanos   —214→   no se reconocia el menor rastro de símbolos ó geroglíficos. El mismo amor propio que nos precipita á juzgar y afirmar temerariamente en algunos asuntos, nos obliga en otros á disimular nuestro interior convencimiento. En este último caso contribuimos tal vez á retardar los progresos de los conocimientos humanos; pero en el primero nos esponemos evidentemente á derribar y destruir las verdades mas bien fundadas y mas importantes.

Por grande, pues, que sea el concepto que hablando de antigüedades se merecen Kirker y Walton, su testimonio no debe en manera alguna arredrarnos. Muy al contrario: debemos oponerles, con entera seguridad de quedar victoriosos, otros testimonios de mucho mayor peso por lo que respecta á la presente materia, quiero decir, el de Acosta, de Valadés, de Torquemada, del infatigable y eruditísimo Sahagun, de Sigüenza, de Eguiara y de Boturini. Todos estos autores afirman, de comun acuerdo, que aunque los mejicanos no habian llegado á aquel grado de curiosidad y delicadeza que vemos en los chinos y japones, no les faltaban por eso geroglíficos   —215→   y caracteres significativos, con que figuraban cuanto querian. Y ¿quien, pregunto, osará negar que autoridad por autoridad, y testimonio por testimonio, mucho mas asenso se merece el de tantos escritores que vivieron no pocos años en medio de estos indios y que pudieron cerciorarse por sí mismos de sus artes, ritos y costumbres, que no el de aquellos dos, bien que grandes hombres, los cuales escribieron en Italia y en Inglaterra, no lo que ellos vieron sino lo que otros les contaron?

Pero no me quiero prevalecer de tan gran ventaja. Como se trata aqui de un hecho público, me parece que para su decision debemos consultar únicamente la historia y la esperiencia. Atendamos, pues, no tanto á lo que dicen los promovedores de uno y otro partido, cuanto á los fundamentos que dan á su opinion.

Y empezando por Walton y Kirker, es muy cierto que no tienen otro apoyo que el de las pinturas mejicanas enviadas por el primer Virey de Méjico al emperador Cárlos V. y de las cuales Samuel Purchás docto ingles público una copia en el tomo 3º de su coleccion:   —216→   copia que debe ser mirada, segun buena crítica, no como primera sino como única, en atencion á que es la sola que se cotejó con el original, pues las que se hallan en el tomo 2º de los Viages curiosos de Tevenot y en el Œdipus ægiptiacus de Kirker, no son mas que una repeticion fiel de aquella: aunque no debia decir repeticion fiel, habiendo notado los eruditos que el Editor frances se tomó en el particular las mismas libertades que suelen arrogarse á menudo varios traductores de su nacion.

Y asi, no hablando ahora sino de la copia de Purchás, confieso que pueden sacarse de dicha coleccion algunas noticias bastante apreciables, y que por lo mismo los amantes de la historia mejicana debemos estar muy reconocidos al zelo del erudito ingles Henrique Spelman, que fue quien promovió mas que nadie la publicacion de las mencionadas pinturas. Pero no por eso debemos disimular, en primer lugar, que ninguno de los sabios ingleses que tuvieron parte en este negocio entendia con perfeccion y ni aun quizá medianamente, el idioma mejicano, ni habia podido observar de cerca las prácticas y estilos   —217→   de estos indios, y que por lo mismo debian hallar embarazos y dificultades insuperables siempre que pretendian penetrar el verdadero sentido de las sobredichas pinturas.

Debemos decir, en segundo lugar, que esta propia ignorancia ó mas bien esta falta de esperiencia fue la causa de que trocasen ú omitiesen inocentemente, y acaso sin echarlo de ver, algunas circunstancias que á ellos les parecerian pequeñas ó indiferentes, pero que eran en realidad muy útiles, por no decir necesarias, para la cabal inteligencia de lo que en aquellos lienzos se representaba. Es necesario ademas advertir que la espresada copia de Purchás se sacó no en bronce sino en madera, y al parecer por grabador muy poco hábil, pues las láminas son en estremo toscas y groseras. Y ¿quien duda que esta circunstancia debió de contribuir no poco á hacer dicha copia menos conforme al original? Lo cierto es que Boturini, que tanto estudio y cuidado puso en enterarse á fondo de las antigüedades mejicanas, despues de haber ecsaminado prolijamente por sí mismo un gran número de pinturas originales, y despues de haberlas cotejado una y muchas veces con las   —218→   copias de Purchás y Tevenot, se lamenta mucho de los grandes defectos de que se ven manchadas dichas dos ediciones, ejecutadas la una en Londres y la otra en Paris. Cuando no lo dijera Boturini, bastaria para el efecto compararlas con las que el Sr. Lorenzana dió á luz el año 1770; sin embargo de que ni aun estas últimas pueden pasar por copias del todo perfectas.

Se colige pues fácilmente de todo lo que acabamos de decir, cuan poco firme sea el único apoyo en que estriba la opinion de Walton y de Kirker. Una sola copia de las antiguas pinturas mejicanas, y esta tan imperfecta como hemos visto que lo era la de Purchás, no puede dar fundamento á ningun sólido y estable raciocinio.

Pero concédase si se quiere que la referida copia es en todas sus partes muy conforme al original, y repítase otra vez que aquellos dos célebres Autores, con estar tan versados en los arcanos y misterios de la historia antigua, no hallaron en las mencionadas pinturas ningun rastro y señal de geroglífico ó símbolo. ¿Qué se sigue de ahí? que no los hay en realidad? No; sino que ni Kirker   —219→   ni Walton tuvieron la dicha de descubrirlos. Diráse que eran ambos unos críticos y unos anticuarios famosísimos. Lo eran sin duda: mas ignorando ó no estando completamente instruidos del idioma, de los usos y de las costumbres de los mejicanos, carecian de la principal llave para llegar á descifrar completamente la significacion recóndita de algunas de dichas pinturas.

Si á mí que estoy escribiendo esto, me presentasen ahora una hoja de los antiguos manuscritos chinos, diria con verdad que no echo de ver en toda ella cosa que pueda asegurar que es una especie de símbolo ó geroglífico; al mismo tiempo que otro medianamente instruido en la dificilísima lengua de Confucio, no solo los veria, sino que penetraria sin gran trabajo su verdadero sentido.

Tiendo muchas veces los ojos, dice Mr. Paw, por las pinturas mejicanas de Purchás y Tevenot: leo y vuelvo á leer la interpretacion que está al lado; y por mas que me canse, no logro nunca convencerme de que dicha interpretacion no sea puramente arbitraria. Una de las estampas me ofrece, por ejemplo, ocho figuras. Si he de dar asenso á   —220→   la interpretacion, dichas figuras representan otros tantos reyes ó emperadores que gobernaron sucesivamente en Méjico; pero si he de decidirme por lo que veo, me parece que igualmente pueden significar ocho concubinas de Motezuma, que los ocho pretendidos reyes. A esto responde con mucha gracia Clavígero: Mr. de Paw está poco ó nada versado en las antigüedades mejicanas. Aguarde, pues, á que yo que soy mejicano vaya á Berlin á esplicarle las pinturas de mi patria, y hacerle ver su ecsacta correspondencia con la mencionada interpretacion, y entretanto tranquilice su ánimo guiándose en el particular por el juicio de los inteligentes.

Es tiempo ya de que terminemos definitivamente tan reñida disputa. Convengo pues en que ni Paw, ni Walton, ni Kirker dieron jamas con algun símbolo ó geroglífico mejicano que pudiese llamarse propiamente tal, y que tuviese á lo menos una remota y débil semejanza con los famosos geroglíficos y símbolos de los egipcios. No debemos estrañarlo: porque ninguno de dichos tres sabios puso nunca el pie en esta América. Pero ¿qué responderémos á Acosta cuando afirma no solo   —221→   que los mejicanos eran prácticos en aquellas dos especies de escritura, sino que por este medio conservaban aun gran noticia y memoria de sus antiguallas? pues este doctísimo misionero, que es el padre de la historia natural y moral del Nuevo Mundo, tuvo mucho trato con los indios y habla en el particular como testigo de vista. ¿Qué responderémos á Sigüenza, á quien el célebre indio D. Juan Ixtlilxochitl legó en su testamento las muchas y preciosas pinturas de esta especie que él habia heredado de sus progenitores los reyes de Tezcuco? ¿Qué responderémos sobre todo al eruditísimo Sahagun, quien por orden de Cárlos V. se dedicó á averiguar con estraordinario esmero este importante punto de la historia antigua; vivió mas de 60 años entre estos indios; ecsaminó una infinidad de monumentos de su historia; aprendió su lengua con suma perfeccion, y compuso un diccionario completo en el que ademas de desenvolver todos los fundamentos y raices de la lengua mejicana, comprende su geografía, su historia natural y política, y los ritos y dogmas de su absurda religion? ¿Qué le responderémos, digo, cuando se esfuerza tanto   —222→   á esplicarnos un gran número de los símbolos y geroglíficos mejicanos, que se habian conservado hasta su tiempo parte en las ruinas de templos y palacios, parte en los archivos públicos, y parte en las casas de los indios principales ó caciques? ¿Qué le responderémos cuando repite é inculca esta misma esplicacion en otra grande obra que trabajó con el título de Historia general de la Nueva España?

Las reflecsiones que insinué al principio y los testigos que acabo de citar, son sin duda suficientes para probar que los antiguos mejicanos usaban con frecuencia de geroglíficos y símbolos. Me persuado tambien que hubieran bastado para que Walton y Kirker, como hombres tan sinceros é ingenuos, se diesen por del todo convencidos. Sin embargo me guardaré bien de asegurar otro tanto de Mr. Paw, pues conozco que no habrá nunca razon ni evidencia que le saque de su dictámen; y veo que llega á tal grado su confianza, que no tiene reparo en decir que las pinturas mejicanas de Purchás son las únicas, á lo menos en materia de historia, que pudieron escapar de las llamas encendidas por   —223→   los antiguos misioneros y por el primer obispo de Méjico D. Juan Zumarraga, á quien con aire de desprecio y mofa da el nombre de Sumarica y bárbaro.

Pero sin hacer ya mas uso de la autoridad de tantos y tan abonados testigos, procuraré acabar de poner en claro dicho asunto, valiéndome de algunas otras reflecsiones y razones que tienen para mí y creo tendrán para cualquiera muchísimo peso.

Supuesto, pues, que he de probar con razones de todo punto evidentes, que los mejicanos usaron de figuras geroglíficas y simbólicas, será bueno hacer desde luego dos ó tres observaciones que, aunque un poco generales, esparcirán mucha luz sobre esta materia.

Sea la primera: que ninguna nacion de indios llegó por sí sola á conocer el uso de las letras ó verdadera escritura. Es fácil probar esta proposicion. Acosta cita en su apoyo todos los pueblos de indios que en su tiempo se habian descubierto en uno y otro mar, quiero decir en el atlántico y el pacífico. Y nosotros podemos confirmarla asimismo con el ejemplo de otras tantas tribus que se han ido reconociendo sucesivamente en los dos siglos y   —224→   medio que han corrido desde aquel célebre historiador hasta nuestros dias. Ningun pueblo, ninguna tribu, ninguna nacion de indios tiene derecho para pretender que se la esceptue de aquella regla ó acsioma general. Ni los cultos mejicanos y peruanos en lo antiguo, ni los amables é industriosos otahitinos en lo moderno, presentaron jamas documento alguno que contradijese ó pusiese en duda la verdad de nuestra asercion; antes bien, por mas diligencias que hicieron en el particular sus descubridores, no acertaron á ver el menor indicio de que aquellos pueblos usasen ó hubiesen usado nunca de figuras ó caracteres que pudiesen llamarse letras y mereciesen el nombre de verdadera escritura.

En efecto, la invencion de la escritura pide un grado de civilizacion y cultura á que las mencionadas naciones no habian podido aun elevarse cuando recibieron la primera visita de los europeos. Los progresos de un pueblo al empezar á salir de su barbarie son en estremo lentos. Necesita á veces del largo espacio de dos ó tres siglos para poder dar un solo paso hácia la civilizacion; porque es muy cierto que las preocupaciones mas   —225→   fuertes siguen ó acompañan siempre á la mas profunda ignorancia, y que por lo mismo hay en el espíritu de todas la naciones bárbaras una cierta fuerza de inercia que se opone á cualquiera suerte de mudanza, por provechosa que sea.

Pero contraigámonos mas á nuestro asunto, y digamos que una nacion absolutamente salvage y cuyo género de vida se acerque mas al de las bestias feroces que al de los hombres civiles y racionales, mientras permanezca en este estado no pondrá ninguna atencion en buscar medios para fijar los sonidos fugaces de la voz. Digamos, igualmente, que otra nacion que fatigada de su propia barbarie se esfuerce á disipar poco á poco las tinieblas en que estaba envuelta, tendrá en el particular una conducta muy diferente. Apenas descubrirá los primeros albores de la civilizacion y cultura, cuando echará de ver el grande y continuo embarazo en que la tiene no saber como perpetuar sus pensamientos y como comunicarlos á las personas ausentes. Conocerá, pues, que le es del todo indispensable idear algunos signos propios para el efecto. Sin embargo, no podrá   —226→   menos de tardar muchísimo tiempo en llevar al cabo una empresa tan superior á su corta esperiencia y á las débiles luces de su entendimiento. Finalmente su imaginacion le sugerirá el proyecto de dibujar groseramente aquellos objetos que le convenga dar á conocer; y un carbon, un pedazo de piedra calcarea ó de pizarra podrán muy bien servirle, de lápiz y de pincel para realizar semejante ensayo.

Con efecto, yo creo que la cosa pasó asi realmente en las naciones bárbaras que lograron en algun modo civilizarse. Me persuado tambien que de ahí proviene el verdadero origen de la pintura, sino en todos los pueblos del mundo, como parece que lo piensa Condillac, á lo menos en la mayor parte de ellos. El estraordinario trabajo que hubiera habido de costarles la referida invencion se disminuyó mucho por los felices esfuerzos que anteriormente habian hecho á fin de proporcionar alguna perfeccion á su lenguaje. Este, como todos saben, era en estremo figurado; porque impelidos los salvages de un vivísimo deseo de comunicarse mutuamente sus ideas, habian echado mano sin repararlo de las metáforas   —227→   mas atrevidas, conduciéndoles y en cierta manera obligándoles el propio instinto á acompañar las referidas metáforas con gestos sumamente espresivos. La pomposa retórica de que usan aun en el dia casi todas las naciones de indios, su violenta declamacion, la sencillez de su música, si asi puede llamarse, y el estilo y plan de sus danzas pantomímicas, manifiestan bien claro que lo que acabo de decir no es una mera conjetura.

Es asimismo muy cierto que del mencionado lenguaje en que dominaba tanto la imaginacion y en que no menos se hablaba á los ojos que al oido: de este lenguaje, repito, á una pintura tosca y grosera formada con la mano habia tan poca diferencia, que el paso de aquel á esta le pudieron ejecutar los salvages sin gran pena ó dificultad. Asi vemos que son muchas las tribus y naciones de indios, ya del continente ya de las islas, que por sí mismas y careciendo de la ayuda y ejemplo de los europeos, llegaron á este grado de civilizacion. Pero vemos tambien que las mas se detuvieron y pararon en llegando á dicho grado, por faltarles industria, fuerzas ó voluntad para seguir adelante:   —228→   mientras otras pocas venciendo grandes obstáculos hicieron rápidos progresos, adoptando usos y costumbres mas suaves; dieron algun impulso á la agricultura y artes; pulieron y simplificaron el idioma, y lograron elevar su escritura del grosero estado de una mal delineada pintura ó bosquejo al artificio verdaderamente ingenioso de los geroglíficos y símbolos. Se verá como en el corto número de estas naciones privilegiadas, no solo se comprenden, sino que sobresalen y campean nuestros mejicanos. Pero antes de probarlo quiero continuar aqui mi segunda observacion que será muy breve.

Digo, pues, que he reparado como muchos se valen de las voces geroglífico y símbolo como de dos palabras sinónimas. Es esto ciertamente un abuso. Cada uno de dichos términos tiene significacion muy distinta, y el servirse indiferentemente de los dos puede ocasionar no pocas equivocaciones. Ser á un tiempo pintura y señal ó índice de alguna cosa, constituye propiamente el geroglífico. De lo que es fácil inferir que todo símbolo es geroglífico, pero no puede decirse al contrario que todo geroglífico sea símbolo; pues   —229→   este ademas de ser signo y pintura, tiene la particularidad de representar una cosa por medio de otra, no como quiera, sino empleando ó propiedades y atributos poco conocidos, ó partes y miembros de diversos animales unidos entre sí de un modo estraño, y á primera vista caprichoso. Hablando en general puede asegurarse que los símbolos solo se aplicaban antiguamente para representar los dogmas y misterios de la religion, ó algunos otros arcanos que la política queria igualmente tener secretos y reservados: y que al contrario los simples geroglíficos servian para los asuntos comunes y cuya noticia era conveniente difundir y conservar en todas las clases del pueblo.

Oigamos sobre este particular á Condillac ó mas bien al célebre Warburthon, cuyo voto en estas materias merece sin duda singular aprecio. El embarazo que causaba la inmensa mole de los volúmenes ó libros sugerió, dice, el proyecto de que se emplease para significar muchas cosas una sola figura. Este fue el primer grado de perfeccion que adquirió el método grosero de comunicar y fijar las ideas por medio de una especie de   —230→   pintura. Se usó de él en aquellos tiempos de tres maneras, las cuales si consultamos la naturaleza misma de la cosa parecen haber sido inventadas de grado en grado y en tres épocas diferentes. El primer modo consistia en escoger la principal circunstancia de un determinado sugeto para representarle todo entero. Dos manos, por ejemplo, colocadas en dos opuestos puntos, teniendo la una un arco y la otra un escudo, figuraban con bastante propiedad una batalla. El segundo modo, imaginado ya con mas arte, consistia en sustituir el instrumento real ó metafórico de la cosa á la cosa misma. Asi pues un ojo puesto en parte eminente y despejada, ofrecia la idea de la ciencia infinita de Dios; y una espada desnuda representaba, bien que de una manera algo vaga, un tirano. Finalmente el tercer modo, y mucho mas perfecto que los dos antecedentes, se reducia á significar ó dar á conocer una cosa, sirviéndose de otra que se le pareciese por alguna semejanza ó analogía; bastando tan poco para el efecto, que muchas veces no se tuvo reparo en pintar una serpiente como imágen del universo, y las pequeñas y brillantes manchitas   —231→   de su piel como figuras de las estrellas que adornan de noche el firmamento. Sigue despues Warburthon esplicando las varias mudanzas que sufrió en distintos tiempos y en diferentes pueblos la escritura geroglífica y simbólica, y como por su medio se llegó á inventar el alfabeto propiamente dicho, y que tanto ha contribuido á estender y perfeccionar los conocimientos humanos. Pero lo poco que he copiado hasta aqui es ya muy suficiente para nuestro propósito.

En efecto, las juiciosas y breves observaciones del metafísico ingles desenvuelven, por decirlo asi, delante de nuestros ojos el cuadro de los primeros progresos que hicieron en el particular muchas naciones, tanto del mundo nuevo como del antiguo. El método ideado por ellas para comunicar sus pensamientos á los ausentes, y aun para transmitirlos á la mas remota posteridad, no pudo menos de ser á los principios sumamente grosero y embarazoso; pero se fue perfeccionando poco á poco á proporcion de lo que las mismas naciones iban ganando cada dia en cultura y civilizacion.

El primero de los tres modos de que acabamos   —232→   de hablar lleva ya mucha ventaja sobre la simple pintura de que se habia usado anteriormente, quiero decir, cuando las mencionadas naciones apenas empezaban á salir de su primitiva barbarie. El segundo es asimismo mucho mas ingenioso y espedito que el primero; y supone, sin ser posible otra cosa, un cúmulo mas que mediano de combinaciones y reflecsiones. Pero el tercero es tan abstracto y metafísico, que solo puede ser parto de una nacion que ha establecido despues de prolijas meditaciones la teoría de la política y religion á que pretende arreglarse. Que esta teoría sea buena ó mala, que sea sencilla ó complicada, que esté ó no sujeta á gravísimos inconvenientes, que por último disipe ó favorezca la supersticion y los errores del vulgo, poco ó nada importa para el caso; pues basta que una nacion haya llegado al punto que hemos dicho, para asegurar sin temor de errarlo, que la misma ha aprendido á pensar y discurrir no solo sobre las cosas sensibles y que se dejan ver y tocar, sino sobre cosas puramente ideales.

Falta pues ya manifestar como los mejicanos se elevaron con efecto á este punto, y   —233→   que su escritura no se contenia en los estrechos límites de una simple y tosca pintura, como pretenden los que siguen á ciegas á Mr. Paw; sino que se estendia igualmente al uso de los verdaderos geroglíficos y símbolos en el modo que acabamos de insinuar. Nada hay tan fácil como demostrar la verdad de esta proposicion; porque con lo que hemos dicho se ha allanado ya el camino y se han apartado todos los tropiezos.

Es bien sabido que el ídolo Telzcatlipuca como lo llama Acosta, ó Tescatlipoca segun escribe Clavígero, era uno de los objetos mas sagrados para los mejicanos. Le veneraban como el dios de la penitencia, de los jubileos y perdon de los pecados, de las sequedades, hambres, esterilidad y pestilencia; y por lo mismo acudian á implorar su protección, ó á suavizar y desarmar su ira en los lances muy apurados y de mayor riesgo. Es notorio, igualmente, que entre los galanes atavíos que adornaban aquella estatua y la hacian mas respetable á los ojos de sus superticiosos adoradores, sobresalian en particular los siguientes: en la mano derecha tenia el ídolo cuatro saetas; en la izquierda un mosqueador   —234→   ó abanico de preciosas plumas verdes, amarillas y azules, que salian de una chapa de oro reluciente muy bruñido, tanto que parecia espejo; y por último, de la coleta de los cabellos que le ceñia una cinta de oro pendia por remate una oreja asimismo de oro, en la que se veian pintados unos humos á manera de nubes. No eran solos estos los atavíos del espresado dios; habia muchos mas, pero los omito porque me bastan los que acabo de insinuar.

Y empezando por aquellas cuatro saetas que tenia el ídolo en su mano derecha, no me negará nadie que se las habian puesto los mejicanos para significar el castigo que por los pecados daba á los malos. Dígaseme pues ahora ¿si en este uso y en esta aplicacion de las saetas no parece que se descubre con toda claridad un verdadero geroglífico y un verdadero símbolo? Yo asi lo creo; y me persuado que pertenece á la segunda especie de las tres que nos ha esplicado Warburthon, Telzcatlipuca era, segun se ha advertido, el dios de la hambre y de la pestilencia, que tantos estragos y muertes causan en los pueblos. Poner pues en la mano de aquel ídolo algunas   —235→   saetas con el único fin de declarar este pensamiento ó idea, era ciertamente sustituir el instrumento metafórico de la cosa á la cosa misma. Homero en los primeros versos de la Ilíada pinta con este propio geroglífico ó metáfora la grande pestilencia que sufrió el ejército de Agamemnon acampado delante de las murallas de Troya. Apolo, dice el Poeta, ofendido sobremanera por el desprecio con que se habia tratado á su sacerdote Chrises, sacó de la aljaba una saeta y la disparó contra aquel numeroso ejército; y al instante hombres y animales empezaron á caer muertos unos encima de otros, sin que se pudiese adivinar la causa de una desgracia tan imprevista y funesta. No solo Homero se valió de dicho geroglífico ó metáfora: la usaron asimismo los demas poetas griegos aun en siglos muy posteriores, pues solian decir cuando alguna persona habia fallecido de repente, que las saetas de Apolo le habian muerto, si era hombre; y si muger, las de Diana. Estos modos de pintar y hablar se celebran en los griegos como una prueba clara de su ingenio, y de la viveza y delicadeza de su imaginacion. No podemos pues sin   —236→   una notoria injusticia dejarlos de admirar igualmente y aun mucho mas en los mejicanos. Pero pasemos adelante.

Telzcatlipuca, que era el dios de la pestilencia y hambre, lo era tambien del jubileo y perdon de los pecados. Esta consideracion le hacia mas y mas venerable. Un dios puramente justiciero y vengativo, un dios del todo inecsorable á los ruegos de los afligidos, no hubiera sido nunca el objeto del culto de una nacion tal como la de los mejicanos. Le hubiera mirado al contrario esta nacion como un genio cruel, mas propio para escitar el terror que el amor, y á quien era inútil ofrecer víctimas y sacrificios. Querian pues los mejicanos que á la severa rectitud de su justicia añadiese la amable blandura de la compasion y misericordia. Por esta causa cuidaron de ponerle por remate de la cinta de oro bruñido, que hemos dicho, una oreja asimismo de oro con ciertos humos á manera de nubes. Los sacerdotes y ministros del ídolo advertian muy á menudo al pueblo como los referidos humos ó nubes significaban las oraciones y súplicas de los pecadores, que el dios nunca dejaba de oir cuando acudian á él en el   —237→   modo que era debido. Este último hecho tomado de la mitología mejicana es tan cierto y tan auténtico, que me parece que careceria de toda razon y buen discurso el que se atreviese á negarlo.

Pero ¿quien tampoco sino es faltando á todo buen discurso y razon podrá no reconocer en este mismo hecho todas las señales de un verdadero símbolo, esto es, de un geroglífico que tiene ya toda la posible perfeccion? ¿Quien al leer estas líneas no se acordará de algunas metáforas sublimes que se repiten tantas veces en los divinos libros para espresar una idea que no puede negarse es semejante á esta? Las oraciones de un corazon afligido suben, dice la sagrada Escritura, hasta el pie del trono de su divina Magestad, como el humo se levanta derecho por la atmósfera. Las súplicas y ruegos de un pecador, añade en otro lugar, convencido de su miseria semejan una coluna de suave incienso que derrama en la presencia del Altísimo un olor sumamente agradable. Todas estas ideas son ciertamente muy elevadas; pero no tanto, que con la sola razon natural no las hubiesen como entrevisto algunas   —238→   naciones idólatras, y entre otras la mejicana.

Si un pintor pues representase estas mismas ideas en un lienzo por medio de un pincel ¿no diriamos que ha formado un hermoso y muy instructivo geroglífico y símbolo que tiene una significacion recóndita, y habla mas á los ojos del alma que á los del cuerpo? Si esto es asi, ¿como podrémos negar un elogio semejante á los autores de la mitología mejicana? Diráse acaso que dicha mitología era en todo estremo supersticiosa y absurda. No tiene duda. Pero esto no quita que en medio del confuso laberinto de sus errores se hallase una que otra verdad. La idolatría pudo anublar la razon natural, mas no oscurecerla del todo. Los destellos de la luz divina penetran de cuando en cuando hasta el abismo profundo en que las pasiones y los delitos han precipitado á los pueblos infieles, asi como el resplandor brillante de los relámpagos disipa tal vez por un momento las tinieblas de la mas desecha tormenta.

Diráse tambien que los pintores y escultores mejicanos solo acertaban á formar diseños muy groseros. Sea enhorabuena: no es este lugar acomodado para entrar en semejante   —239→   disputa. Pero ¿qué querrá colegirse de un tal reparo? No es lo delicado del pincel ó del buril lo que constituye la naturaleza del geroglífico perfecto y en que los sabios tengan mucho que alabar, aunque las imágenes que grabemos ó pintemos pequen contra las reglas del dibujo. Las figuras de los famosos obeliscos egipcíacos, que tanto adornan la nueva Roma, no siempre se conforman ecsactamente á dichas reglas; y no por eso los anticuarios mas sabios dejan de admirarlas, no por eso dejan de tenerlas por otros tantos verdaderos emblemas ó símbolos.

No es mi ánimo amontonar aqui todas las demas pruebas que me ofrece la misma mitología mejicana: pero no debo omitir que la reluciente chapa de oro bruñido que Telzcatlipuca tenia, segun queda insinuado, en la mano izquierda, significaba que Dios veia todo lo que se hacia en el mundo; y que comparar la ciencia divina á un limpio y terso espejo, para dar á entender que nada hay absolutamente que pueda escondérsele, nada que no se presente delante de sus ojos con toda distincion y claridad, es ciertamente usar de una semejanza tan propia, tan ingeniosa   —240→   y tan elevada, que no creeriamos la hubiesen podido nunca imaginar los antiguos mejicanos, si por otra parte no estuviesemos tocando como con la mano la autenticidad del hecho referido. Y ¿cuantos mas podria producir que no son ni menos auténticos ni menos adaptados para demostrar la verdad de mi proposion, esto es, que los mejicanos usaron con no poco tino y acierto de verdaderos geroglíficos y símbolos?

Me reasumo pues, y digo: que si estos indios conocieron el uso no solo de los geroglíficos vulgares, sino tambien de los verdaderos símbolos y de caracteres arbitrarios ó de pura convencion: si elevaron la aritmética á un punto muy alto de perfeccion: si adquirieron noticias bastante ecsactas de la astronomía y geometría; se sigue como consecuencia necesaria que tuvieron la capacidad bastante para formar ideas generales y abstractas.