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Entretenimientos de un prisionero en las provincias del Río de la Plata

Tomo II

Luis María de Moxó y de López



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ArribaAbajoDisertación séptima

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ArribaAbajoDisertación sobre la extraña y violenta propensión que estos indios tienen aún a la idolatría

Voy a hablar ahora de un asunto que por su novedad o importancia me parece muy digno de ser examinado con particular diligencia y esmero, es a saber, de la extraña y violenta propensión que tienen estos indios a la idolatría; o como ellos suelen alguna vez explicarse confidencialmente, de la inclinación por extremo fuerte que les lleva a mantener a cualquier riesgo la inmemorial costumbre de todos sus antepasados. Propondré pues primeramente mis conjeturas sobre la existencia de la expresada inclinación o propensión. Pero he dicho mal mis conjeturas, porque   —4→   no lo son en realidad, sino observaciones muy repetidas, muy exactas, y tales que apenas admiten la más leve duda. En segundo lugar explicaré mi modo de pensar por lo que toca a las varias causas de donde nace esta inclinación, o que a lo menos influyen y han influido siempre sobremanera para que se conservase y conserve todavía con una constantísima uniformidad, sin embargo de los infinitos estorbos y poderosísimos diques que no hemos cesado de oponerla a todas horas desde la conquista.

Pero debo antes advertir muy seriamente que de ninguna manera es mi ánimo comprender a todos los individuos de esta nación, entre los cuales me consta que hay hombres de singular probidad, y de una fe tan sencilla y sólida que no tiene que ceder a la de los más celosos europeos. Además, como este punto es de tan extremada importancia en sus principios y consecuencias, no quiero tampoco que se dé a mis teorías y raciocinios el mismo peso y estimación que a los hechos y experiencias. Porque podrá muy bien suceder que aunque éstas sean del todo ciertas, o a lo menos sumamente fundadas, los raciocinios   —5→   y las ilaciones sean al contrario poco seguras porque no he observado, aun bastantemente a estos naturales; o porque me falta la debida instrucción en sus diferentes idiomas; o porque cuando se trata de materias tan oscuras y difíciles como ésta se corre gran riesgo de perder el verdadero camino, extraviándose por alguna senda de buena apariencia, del mismo modo como acontece tantas veces en esta y la otra América o los que emprenden atravesar sin guía un bosque muy espeso y poco frecuentado. Supuestas pues estas dos prevenciones que me han parecido absolutamente necesarias, paso a demostrar que en estos pobres indios, aunque viven tanto tiempo ha rodeados de cristianos existe todavía una violentísima propensión a extravagante culto de los ídolos que adoraron tan ciegamente sus mayores.

¿Quién no admirará que después de casi tres siglos que estos indios, a lo menos los que viven en los contornos e inmediación de las capitales, han sido convertidos a la fe de Jesucristo y reunidos a la Iglesia católica, conservan sin embargo un gusto y una afición tan extremada por las detestables prácticas   —6→   de su antigua idolatría? Es éste ciertamente un hecho tan fuera de lo que pudiéramos imaginar, que sin duda serían poquísimos los que le darían entero asenso si mil tristes experiencias no le confirmaran. Sé muy bien que no faltan sujetos más que medianamente doctos, quienes no sabiendo a que atribuirlo se acogen a la decantada rudeza de estos pueblos. Pero en mi dictamen no es esto deshacer, es cortar el nudo; y para evitar un inconveniente o dificultad, despeñarse en otra mayor.

La ponderada incapacidad de estos naturales no tiene ni ha tenido nunca otro fundamento que la ignorancia o avaricia de algunos europeos. Conocer a fondo los salvajes, dice el P. Lafiteau,1 no es tan fácil como vulgarmente se piensa. Son innumerables los viajeros que con solo haber desembarcado una o dos veces en sus costas y haber entablado con ellos un trato sumamente superficial, se dan a entender que se hallan muy instruidos en todo lo que mira al sistema de   —7→   su absurda religión y de su débil política, y huta en lo que respecta a los usos o costumbres de su vida privada y doméstica. Vueltos a Europa no pierden instante para comunicarnos todos estos bellísimos, en la apariencia, y utilísimos descubrimientos. Imprimen luego las relaciones de sus viajes; y como desde el punto en que el público había visto el prospecto, la inquieta curiosidad natural a todos los hombres le había puesto en grande expectación, dichas relaciones logran al principio sin despacho y aplauso. Pero ¿qué sucede después, quiero decir, al cabo de uno o dos años? Que sosegado el primer entusiasmo, y volviendo a leer a sangre fría las mismas relaciones, apenas entre diez o doce falsedades se descubre una sola verdad; y entones empieza a ser en todos general el deseo de que otro viajero más observador o menos precipitado se embarque de nuevo para ir a corregir los descuidos de los que precedieron. La primera perspectiva o apariencia que se ofrece a nuestros ojos cuando entramos en un país desconocido, es siempre poco segura; y en semejantes lances el temor de errar debiera hacernos más cautos y circunspectos   —8→   en nuestros juicios. Si los que escribieron en distintos tiempos sobre lo físico y moral de los salvajes, hubiesen tenido presente esta sencilla y muy verdadera máxima, no hubieran publicado seguramente tantas paradojas en orden a la imaginaria incapacidad intelectual de estos pueblos (a).

Y a la verdad, después de cuanto hemos observado anteriormente sobre este punto no es necesario valerse de largos razonamientos para dar una idea ventajosa del talento que han recibido los indios de manos de la naturaleza: talento del que pudieran haberse recogido frutos muy preciosos si se hubiese cultivado mejor, o por decirlo con más propiedad, si no estuviese abandonado en manos de la extrema pereza e indolencia que es tan común a todas sus castas. No tienen estos indios seguramente en materias de religión aquella sutil metafísica que el Barón de La Hontan atribuye con muy torcidos fines al salvaje de su diálogo; pero están asimismo, y ha estado siempre sumamente lejos de aquella profunda estupidez que en concepto de algunos autores mal informados les vuelve incapaces ya de creer las verdades de nuestra religión, ya   —9→   de arreglar su conducta a las máximas austeras del Evangelio.

¿Quién no ve además que la capacidad para recibir la fe no depende del mayor o menor talento, de la mayor o menor penetración y agudeza, y en una palabra, de unas disposiciones naturales más o menos felices? No: en nada de esto consiste la idoneidad para el Reino de los cielos, de que habla Jesucristo. La religión cristiana tuvo por primeros apóstoles y misioneros unos hombres muy ignorantes y sencillos. Lo fueron también los primeros fieles, de los cuales no obstante se sirvió Dios para la grande obra del establecimiento de la fe, haciéndonos ver por este medio que la reforma del género humano no una empresa que solamente podía conseguirse con la fuerza omnipotente de la gracia. Lo mismo a proporción sucedió en los siglos posteriores y aun sucede al presente. En toda la india oriental se predica tres siglos ha el Evangelio a aquellas naciones idolatras. El sudor de los misioneros, aunque contradichos y perseguidos casi de continuo por el odio y celo de los príncipes gentiles, no deja de hacer fértiles para la religión unas   —10→   tierras que le habían sido antes tan ingratas (b). Son muy numerosas las conversiones: pero se ha reparado siempre que por un bracma que viniese a inclinar la cerviz debajo del suave yugo, podrían contarse a centenares los parias que con ingenua voluntad le habían buscado y reconocido. Con todo eso es incomparable la ventaja que en punto de instrucción y talento llevan aquéllos a éstos. Porque los primeros son los sabios de su nación, los depositarios de la tradición y los intérpretes de la ley: y los segundos no son sino unos pobres y groseros pescadores que forman la última y más despreciable casta del pueblo. El P. Charlevoix, que escribió con tanto tino y buen gusto la historia de las Antillas, dice lo siguiente en el libro V: Como el Evangelio lleva consigo una luz penetrable, su claridad disipó finalmente las tinieblas que el nacimiento, la prevención, el odio y las violencias y escándalos de los cristianos le oponían en el corazón de los isleños; y se les vio con asombro, particularmente después de la venida de los religiosos dominicos, pedir el bautismo con transportes increíbles.

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No es pues la supuesta rudeza y estupidez de los indios la que estorba los progresos del Evangelio en una y otra América; porque el cristianismo es la religión de todos los hombres no sólo de los grandes y sabios, sino también de los humildes y pequeñuelos: religión que para echar raíces en nuestra alma solo necesita del poder victorioso y dulce de la gracia. Y si las disposiciones naturales de cada individuo sirven de algo en el particular, como en efecto sirven atendido el curso ordinario de la Providencia, estas disposiciones son muy distintas de lo que se figuran filósofos. Una cierta blandura y suavidad de genio: un ánimo dócil y humilde: un corazón sincero, tierno, compasivo y sobre todo enemigo de la mentira y amante de la verdad, son (¿me atreveré a explicarme así?), son como los batidores que allanan y preparan el camino de Israel. Al contrario, el orgullo que inspira tan comúnmente la ciencia humana la confianza que infunden las luces y el talento: el inmoderado deseo de brillar y ser aplaudido como un genio superior a los demás: esta vana opinión y amor propio que el aplauso y celebridad no dejan   —12→   casi nunca de engendrar; y el altanero desprecio que asimismo infunden de todo lo que entre ciertos filósofos se llama vulgo: éstas y otras semejantes disposiciones del ánimo son las que verdaderamente trastornan y desbaratan aquel camino le siembran de precipicios y le hacen intransitable.

Cuando pues fuese cierta la cortedad o rudeza intelectual de estos indios, ésta no les haría incapaces del Evangelio. Pero la insinuada cortedad es muy ponderada y exagerada. El celoso P. Acosta se quejaba ya hace más de dos siglos de esta falsa opinión que defendían algunos de sus paisanos. Quiero copiar aquí sus propias palabras porque no las puedo leer sin enternecerme. «Se tiene, dice, comúnmente a los indios por gente bruta y bestial y sin entendimiento, o tan corto que apenas merece ese nombre. De este engaño se sigue hacerles muchos y muy notables agravios, sirviéndose de ellos poco menos que de animales y despreciando cualquier género de respeto que se les tenga: que es tan vulgar y pernicioso error, como lo saben bien los que con algún celo y consideración han andado entre ellos y visto y sabido sus secretos y avisos,   —13→   juntamente el poco caso que de todos ellos hacen los que piensan que saben mucho que son de ordinario los más necios, y más confiados de sí. Esta tan perjudicial prosigue, no veo medio con que pueda mejor deshacerse que con dar a entender el orden y modo de proceder que estos tenían cuando vivían en su ley; en la cual aunque tenían algunas cosas de bárbaros y sin fundamento, pero había también otras muchas dignas de admiración, por las cuales se deja bien comprender que tienen natural capacidad para ser bien enseñados, y aun en gran parte hacen ventaja a muchas de nuestras repúblicas.» Hasta aquí el P. Acosta, cuyo crédito se halla tan sólida y universalmente establecido que hasta Mr. Paw, con ser tan enemigo de americanos y españoles, da a su historia natural y moral, de las indias el glorioso epíteto de obra excelente. Pudiera también añadirse oportunamente a su testimonio respetable, el de otros muchos y muy clásicos autores, que el abate Clavígero ha extractado2 con singular puntualidad: pero bastará   —14→   solamente indicar que Zumárraga, escribiendo el año 1535 al Capítulo general de su Orden, dice expresamente que los indios mejicanos tienen bastante ingenio, y que les ha cabido en suerte una alma buena. Quiero también recordar que Garcés, en su carta latina dirigida al papa Paulo III, por los años de 1536, informa a su Santidad cómo los tlaxcaltecas vecinos y rivales de los mejicanos poseen un entendimiento claro y despejado, y que en los niños de aquella nación se repara una grande viveza, celeridad y vigor en hacerse cargo de lo que se les enseña, ya sea en lo tocante a las artes mecánicas, ya en lo perteneciente a la instrucción y a las letras; de modo que puede decirse que en esta parte aventajan a los españoles de la misma edad. Y todo esto asegura Garcés en aquel gravísimo escrito que lo sabe no de oídas como quiera, sino por haberlo visto y tocado él mismo varias veces en el largo espacio de diez años continuos; y se manifiesta tan íntimamente persuadido de esta verdad, que hablando en calidad de obispo al Jefe supremo de la iglesia no repara de acomodar al intento las propias palabras de que   —15→   usó san Juan para cimentar la autoridad de su Evangelio: Os escribo, dice, beatísimo Padre lo que he visto, lo que he oído, y lo que he tocado con mis manos: quod vidi, quod audivi, et manus nostrae contrectaverunt. Y si alguno, añade, sostuviese lo contrario, crea V. B. que lo hace o de puro ignorante o porque en la pretendida incapacidad de estos naturales desea encubrir y colorear su propia pereza e indolencia.

Quiero finalmente que mis lectores reflexionen por un rato cuanta estimación y aprecio se merecen las dos autoridades que acabo de citar. Zumárraga y Garcés fueron, como es bien notorio, dos prelados sumamente respetables por su celo y prudencia: vinieron ambos a esta América muy poco después de la conquista: registraron ambos a satisfacción los monumentos de las artes nacionales, monumentos que entonces estaban todavía en pie, y no como ahora unos del todo arruinados y otros medio caídos; y como por parte las leyes españolas no se habían aun introducido y arraigado sólidamente en este país, ambos fueron espectadores y testigos de los últimos restos de su antigua policía,   —16→   costumbres y gobierno. Y sobre todo escribieron ambos de los mejicanos y tlaxcaltecas, no en Berlín como M. Paw, o en París como Montesquieu y Raynal, o en Londres como Robertson, sino en Tlaxcala y en Méjico, rodeados día y noche de los mismos indios de cuya capacidad y talento firmaron un retrato fiel y exacto, y a quienes observaban y cuidaban con aquella vigilancia, desvelo y cariño con que el buempastor cuida y observa sus ovejas; cuyas apreciables ventajas son muy suficientes para dar a su uniforme testimonio uno de los puntos más levantados de certeza moral. Agrégase también el hallarse ambos dotados de unas luces nada vulgares; a lo que Garcés, que había sido educado en la escuela del doctísimo Antonio de Nebrija, añadía en particular el brillante adorno de las letras humanas: divisa que se distinguieron todos los discípulos de aquel famoso restaurador de la literatura española.

Quedemos pues desde ahora firmemente persuadidos de que estos indios por parte de la naturaleza tienen al presente la misma capacidad para ser cristianos, que tuvieron en los siglos de oro de la Iglesia otros pueblos   —17→   tanto o más ignorantes que ellos, como por ejemplo, los escitas, los getas, los sarmatas, los tártaros, y por no hablar de otros infinitos, los habitantes de la célebre península que termina por el medio día en el cabo de Comorin. Todas estas naciones que acabo de nombrar abrieron los ojos para conocer la ceguedad en que la idolatría las había como sumergido, y reconocieron y adoraron humildemente al amable Redentor del género humano. Hecho admirable, y de que sin embargo no puede dudarse: ¡tantos y tan abonados son los testigos que le aseguran! Léase la segunda apología de san Justino, y se hallará que en el largo catálogo de los pueblos convertidos comprende a muchas tribus de salvajes, sin olvidar las que llevaban una vida vagamunda atravesando con sus carros por en medio de inmensos desiertos, no fijándose nunca, antes bien andando siempre de un lugar a otro. Léanse, los preciosos fragmentos que nos quedan de san Ireneo, y se hallará como este grande hombre asegura que así como en todo el universo no hay más que un Sol, así de un extremo del mundo al otro se veía en su tiempo la misma   —18→   luz de la verdad. Léanse por último las obras de Tertuliano, de Orígenes y de Arnobio, y se acabará de entender como para Jesucristo no hay distinción de griego y de bárbaro, y como cualquier ministro del Evangelio debe con san Pablo creerse deudor no menos de los hombres más groseros e ignorantes que de los más ilustrados y sabios. Podía, lo conozco, haber sido más breve y sucinto; pero cuando me engolfo en asuntos de esta especie, confieso que por mucho que me esfuerce a ceñir mi discurso, no lo consigo; pues la pluma sigue entonces casi únicamente, los impulsos del corazón.

Tiempo es ya, pues, de proseguir mi principal intento, y de manifestar que muchos de estos indios no obstante de haber recibido al nacer el santo bautismo: no obstante de haber hallado establecida en su pueblo de tiempos muy antiguos la religión católica: no obstante de asistir constantemente en su parroquia en los días señalados, y participar de los divinos misterios: muchos, digo, o son aun verdaderamente idólatras ni más ni menos que lo fueron sus antepasados en el reinado de los Motezumas, o propenden e inclinan tanto   —19→   hacia aquel detestable culto, que su sistema religioso presenta a los ojos de quien le observa con la debida inteligencia y reflexión una confusa y extravagante mezcla de luz y de tinieblas. No amontonaré al propósito un gran número de hechos, y me contentaré con hacer mención de aquellos cuya autenticidad me parece más bien probada.

Primero: No hace muchos años que en lo alto de uno de los cerros que se levantan a espaldas del famosísimo Santuario de Guadalupe, se conserva todavía un insigne monumento de la antigüedad mejicana. Consistía este en ciertas figuras o jeroglíficos grabados de relieve en una gran peña que aparece. Este monumento con el que existe aún a cincuenta y cinco leguas del Cairo en la montaña de Babaín, que el P. Sicard copió de su mano viajando, por el alto Egipto, y del que nos dio poco después una relación tan circunstanciada y erudita: cuyo monumento representaba un sacrificio ofrecido al Sol, el cual puede llamarse en cierto modo la deidad favorita de todos los gentiles, así del antiguo como del nuevo mundo. El monumento   —20→   americano no sabré yo decir lo que determinadamente significaba; pero aseguraré, sin embargo, que como el de Egipto pertenecía a la religión. Y esto lo infiero no sólo de la costumbre general en la mayor parte de las antiguas naciones idólatras, y de otros vestigios de esta especie que todavía se conservan esparcidos por varios lugares de las dos Américas, sino igualmente y aun con mayor certeza del incidente que voy a referir.

Algunos eclesiásticos repararon como los indios que iban y venían por una calzada que pasa por muy cerca de dicha colina, así que llegaban a ponerse fronteros del mencionado monumento, se detenían de repente, y mirando a todas partes por ver si había quien les observase solían hacer algunas reverencias, inclinación de cuerpo y otros gestos, como que adoraban alguna cosa. Esta feliz observación excitó al mismo punto el zelo y la curiosidad de aquellos dignos ministros. Se acercaron pues a la peña, y vieron que al pie de los jeroglíficos o grotescas figuras habían dejado los indios algunas ofrendas de frutas, como de aguacate (c), badea (d) o banano (e), no sé cuantas velas de cera, y una copita   —21→   de incienso (f) de anime y copal (g) que todavía humeaba. Repitieron en diferentes días con mucho disimulo la expresada observación, y hallaron siempre lo mismo que la vez primera. No pudiendo ya dudar de que aquellas representaciones servían de cebo a la superstición de los naturales, y de que su vista dispertaba y encendía en sus corazones la innata propensión que tienen a la idolatría, comunicaron su pensamiento con el Arzobispo el cual mandó que al instante fuesen borradas aquellas imágenes, ya que servían de tan perjudicial tropiezo a los indios de los contornos. Se ejecutó luego dicha orden; pero no por eso dejan aun de distinguirse en la superficie de la referida peña ciertas huellas o lineamientos que muestran bien claro como allí hubo algún grabado o escultura aunque no bastan para dar ni aun una idea confusa de lo que en realidad contenía.

Segundo: A una extremidad de la llanura de Toluca frente el cerro de las cruces, y a unas catorce leguas de Méjico, se levanta un famoso volcán, cuya altura perpendicular excede en muchas toesas al Pico de Teyde   —22→   o Tenerife. Las faldas de dicho monte, como formadas en gran parte por ríos sucesivos de lava que conforme saben todos corre con extraordinaria violencia, tiene llenos los poros de aire muy enrarecido y no se enfría y consolida sino poco a poco y a fuerza de mucho tiempo, deben por lo mismo estar y están efectivamente agujereadas con infinita concavidades o cavernas, de ellas grandes y de ellas medianas.

Me ha contado pues una y muchas veces un grave Religioso, natural de la mencionada ciudad de Toluca, que siendo muchacho solía con otros compañeros de su edad ir a menudo a una de las cuevas que quedan referidas: que todos juntos acostumbraban entrar dentro a registrar lo que había, bien que dejando en la puerta uno o dos que les sirviesen de centinela para no ser descubiertos de los indios; y que se acuerda como en el fondo de la cueva había una especie de muñeco puesto encima de un pedruscón, y como rara vez dejaban de encontrar en el suelo y al pie de la estatuita ya tortillas de maíz, ya velas de cera ordinaria, ya frutas, ya incienso, ya otras cosas semejantes, que todas eran   —23→   manifiestas señales del culto infame a que se entregaban los indios al favor de aquella oscuridad y retiro. He sabido después, por conducto igualmente seguro, que en la plaza de la propia ciudad se han vendido no pocas veces figurillas de ídolos o como ellos les llaman embuegues; las cuales tenían con impenetrable disimulo escondidas dentro de las cargas de fruta en los días de teanguis o mercado.

Tercero. El tercer hecho que voy a referir confirmará los dos que anteceden, y les añadirá un peso y autoridad que ciertamente no tendrían por sí solos, no porque no sean puntuales y auténticos, sino porque este último fue y es aun notorio en todo Méjico. En efecto, nadie hay allí que ignore que en el año 1790 se descubrieron casualmente dos grandes fragmentos de antigüedades mejicanas en el mismo suelo que ocupaba el suntuoso templo de Huitzilopochtli demolido por los españoles, después del día memorable de 13 de agosto de 1521, en que a nombre de Carlos V tomaron posesión de esta ciudad. Pocos serán los vecinos de ella que se hayan olvidado del descubrimiento de dichos dos   —24→   fragmentos, porque la curiosidad atrajo al instante a la plaza mayor un numeroso concurso de personas ya doctas ya ignorantes, las cuales quisieron tener la satisfacción de examinar de cerca unos fragmentos que la pública voz aseguraba ser de tanto precio. Lo eran ciertamente, pues el uno podía mirarse como la verdadera llave del calendario mejicano, y el otro como un excelente compendio de lo que la mitología asimismo mejicana comprendía de más singular, de más caprichoso, de más complicado y hasta entonces menos inteligible. Añadíase a esto que los dos juntos y cada uno en particular presentaban a los eruditos la mejor prueba que podía desearse de los considerables progresos que había hecho esta nación indiana en orden a las ciencias y a las artes, especialmente en la geometría, en la astronomía, en la escultura y en la mecánica.

Pasando pues ahora en silencio cuanto pertenece a uno de dichos dos monumentos, esto es, a la célebre piedra, que según el eruditísimo Gama, y se ha manifestado ya en otro lugar, sobre ser una especie de reloj solar muy artificioso, contiene mucha parte de los   —25→   fastos mejicanos; digo que el otro monumento consistía en una estatua colosal de piedra muy dura y compacta. Estaba toda ella cubierta de la cabeza a los pies de varias y extrañas labores con singular esmero ejecutadas, y que no podían menos de excitar la admiración de quien reflexionase cuan débiles y cuan imperfectos eran los instrumentos de que se servían estos indios cuando fabricaron dicha estatua, esto es, antes de la llegada de los europeos. Pero todo este primor y toda esta rara habilidad, que no podía menos de suponerse en los artífices del expresado coloso, no eran parte para que considerado por entero dejase de parecer muy monstruoso y horrible. Gama atribuye esta deformidad a que el referido monumento, aunque representaba principalmente a la gran diosa de los mejicanos llamada teoyaomiqui, expresaba también por medio de varios jeroglíficos a otros muchos dioses; porque era de aquel pueblo idólatra adorar en una diferentes deidades, especialmente aquello que conforme a su mitología contribuían a un mismo fin o tenían entre sí alguna otra analogía y relación.

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El ilustre Crítico a quien acabamos de citar publicó una descripción muy circunstanciada de esta estatua, acompañándola de cuatro figuras o estampas, de las cuales las tres representan el ídolo por entero, esto es, visto de frente, de espaldas y de perfil; y la otra expresa su planta o plano inferior, que no es menos curioso ni menos digno de atención que todo lo restante; pues en este plano se ve grabada con gran propiedad la imagen del dios Miztlanteuhtli, que era el Plutón de los mejicanos, quiero decir, el señor y juez supremo del infierno. Este, como personaje tan grave y terrible, tenía separadamente templo propio donde los indios iban diversas veces a presentarle ofrendas, ya en su nombre ya en el de sus parientes o amigos difuntos. Pero no por eso dejaron de delinear su figura en la mencionada estatua, que era a manera de un compendio de todas las ideas supersticiosas de esta nación cruel y guerrera en orden al destino futuro de las almas y a la muerte, ya natural ya violenta, de los ciudadanos y cautivos, ora expirasen en el campo de batalla defendiendo la patria con las armas en la mano, ora diesen el último   —27→   suspiro sobre la fatal ara arrojando a borbollones, por el pecho abierto toda la sangre de las venas para aplacar la saña de unos dioses que no eran los protectores benéficos de la especie humana, sino sus mayores tiranos.

Mucho más habría que decir sobre la significación de los infinitos jeroglíficos que se hallan distribuidos por la superficie de la enorme piedra; pero para nuestro intento es muy suficiente lo que se ha apuntado. Y así lo único que me queda que añadir es que se reconoce, tanto en el todo de aquel coloso como en cada una de sus partes principales, una semejanza harto notable con los ídolos de los calmukos zungoras, que el abate Chappe de Auteroche describió en el tomo primero de su viaje a Siberia, especialmente con los que hizo grabar en las estampas 23 y 24 que se hallan al fin del expresado volumen.

El virrey conde de Revillagigedo, que era un señor lleno de celo por todo lo que podía contribuir a la gloria de la Nueva España, y al adelantamiento de las ciencias, no queriendo que un monumento tan precioso sufriese la suerte que han tenido tantos otros   —28→   de los cuales apenas queda ya el menor vestigio, mandó que se trasladase desde luego a la real Universidad, así para que se conservase por más largo tiempo, como también para que con el oportuno auxilio de los exquisitos documentos que existían entonces en aquella biblioteca, se pudiese ilustrar y dar a conocer a toda la república literaria.

Esta utilísima orden tuvo el debido y pronto efecto en lo perteneciente a la ideada traslación. La estatua se colocó al cabo de pocos días en uno de los ángulos del espacioso patio de la Universidad, donde permaneció en pie por algún tiempo; pero al fin fue preciso sepultarla otra vez debajo de tierra por un motivo que nadie había previsto. Los indios, que miran con tan estúpida indiferencia todos los monumentos de las artes europeas, acudían con inquieta curiosidad a contemplar su famosa estatua. Se creyó al principio que no se movían en esto por otro incentivo que el del amor nacional, propio no menos de los pueblos salvajes que de los civilizados, y por la complacencia de contemplar una de las obras más insignes de sus ascendientes que veían apreciada, hasta de los   —29→   cultos españoles. Sin embargo se sospechó luego que, en sus frecuentes visitas había un secreto motivo de religión. Fue pues indispensable prohibirles absolutamente la entrada; pero su fanático entusiasmo y su increíble astucia burlaron del todo esta providencia. Espiaban los momentos en que el patio estaba sin gente, en particular por la tarde cuando al concluirse las lecciones académicas se cierran una a una todas las aulas. Entonces aprovechándose del silencio y de la soledad que reina en la morada de las musas, salían de sus atalayas o iban apresuradamente a adorar a su diosa Teoyaomiqui. Mil veces volviendo los bedeles de fuera de casa y atravesando el patio para ir a sus viviendas sorprendieron a los indios, unos puestos de rodillas y otros postrados delante de aquella estatua y teniendo en las manos velas encendidas, o alguna de las varias ofrendas que sus mayores acostumbraban presentar a los ídolos. Y este hecho, observado después con sumo cuidado por personas graves y doctas que se quedaban, a propósito escondidas detrás de las columnas de la galería de arriba, obligó a tomar, como hemos dicho, la resolución de meter   —30→   nuevamente dentro del suelo la expresada estatua, cuya vista volvía a encender en los indios convertidos su mal apagada pasión a la idolatría.

Otras naciones de Europa quizá no hubieran sido en el particular tan escrupulosas; pero la piedad española con razón se hizo un deber de quitar tan funesto escollo en que la fe demasiado débil y tierna de estos naturales podía fácilmente estrellarse.

Este motivo es muy sólido, digan lo que quieran ciertos extranjeros que tienen por una bagatela el que sus esclavos o colonos profesen esta o aquella religión, y dejen o abracen el cristianismo cuantas veces se les antoje: palabras con que acabo de ver afeada una página de cierto libro moderno, por otra parte muy apreciable. Además, la providencia de que vamos hablando se ejecutó de modo que no perjudica en manera alguna a la razonable curiosidad de los eruditos. Porque, como la mencionada estatua está a muy corta profundidad de la superficie del suelo y solo la oculta a la vista una ligera capa de tierra, es muy fácil ponerla de manifiesto siempre, y así efectivamente se hizo poco ha   —31→   en presencia del célebre viajero barón de Humbold.

Los tres hechos que hasta ahora he referido para probar que estos indios, no obstante de nacer y criarse en el seno de la religión católica propenden de un modo extraño a la idolatría, sin duda son muy dignos de admirarse; porque se cree generalmente en España que los idólatras americanos se han retirado ya de los países cultos y sólo se dejan ver en ciertas montañas muy bravas, en las inmensas llanuras de los pampas, en las orillas de los ríos más apartados, y en algunas costas de uno y otro mar donde no han tremolado jamas las banderas europeas.

Los tres mencionados hechos, repito, convencen de lo contario, y presentan señales muy claras de que el fuego de la idolatría hace aun considerables estragos en este bello país; y bien que obligado a reconcentrar y esconder sus llamas por la despierta vigilancia de los pastores y ministros, no deja de cuando en cuando de humear aun en los contornos de las más grandes y más cultas poblaciones.

Pero otras pruebas quedan todavía mucho   —32→   más luminosas y expresivas, sin que ninguna sospecha a manera de nube o celaje intercepte o debilite ni por un solo momento su resplandor. Tengo a la vista una copia auténtica de ciertas diligencias jurídicas que se practicaron en el año 1803 en el Provisorato de Méjico sobre el objeto de que tratamos. Las he examinado y pesado con cuidado, y puedo asegurar que están aniveladas con las reglas de una crítica sumamente juiciosa, y con una balanza moral en extremo fina: de modo que del tejido de todas sus partes resulta infaliblemente la certeza y demostración.

Pero lo que hay de más particular en este proceso, y se lee con asombro, es que estos indios no sólo saben ser idólatras viviendo en medio de los españoles, sino que siéndolo tienen bastante maña y astucia para venderse por muy buenos católicos: cosa que parece exceder los límites del corto talento que se les supone ordinariamente. Véase pues, una especie de fenómeno que ningún europeo que no hubiese observado muy de cerca a estas gentes sería capaz de imaginar. Véase como un pueblo de indios que situado   —33→   a cuatro o cinco leguas de aquella corte, rodeado por todos lados de villas, de lugares y de quintas o haciendas de españoles, y celado día y noche por un párroco que le recordaba de continuo las máximas de la religión y le obligaba en cierto modo a practicarlas, no fue jamás católico aunque lo pareció siempre; y al contrario por el largo espacio de los tres últimos siglos mantuvo constantemente y sin la menor interrupción el culto exterior del paganismo casi con el propio aparato de ceremonias con que le había usado en tiempo de Motezuma. Ha sido tal la sagacidad de este pueblo, ha sido en esta parte tan fina y tan bien combinada su política, que ha logrado deslumbrar a todos sus vecinos y aun a sus propios pastores; y solo por una feliz e impensada casualidad se descubrió hace diez años el impenetrable secreto que casi por trescientos había sabido tener oculto. La breve y puntual historia que voy a referir de este raro acontecimiento merece por varios respectos toda la atención.

Ya he dicho que el mencionado pueblo está situado a unas cuatro leguas de la capital y en un paraje de los más habitados que   —34→   tienen sus contornos. El pueblo no es muy grande; y desde tiempo inmemorial pertenece a la nación otomí, menos culta y civilizada que la mejicana. Sus vecinos han conservado con el mayor esmero las antiguas costumbres y su primitivo idioma. Casi en todos los lugares de la gran llanura, cuyo centro ocupa Méjico, se hallan mezclados indios y españoles, mestizos (h) y mulatos (i). Solo en el referido pueblo no pudo jamás introducirse esta confusión o mezcla. Todos sus moradores fueron constantemente otomíes, y no permitieron nunca que ningún español, ningún mulato o mestizo, ningún mejicano o indio de otra casta se fijase dentro de sus límites. El viajero que quería atravesarlos se veía obligado a ejecutarlo sin detenerse; porque si la noche le sorprendía antes de salir fuera del pueblo, no hallaba otro acogimiento que el de la cárcel donde se le encerraba hasta el rayar del alba, y aun muchas veces se le aseguraba con prisiones. El alcalde indio buscaba siempre algún pretexto para suponer que su huésped era persona sospechosa, y que mientras no amanecía debía tratarle con aquella precaución.

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Todas las otras máximas de su política muy conformes a esta costumbre insociable. Una de las leyes más prudentes y útiles de nuestro excelente código indiano es sin duda la que ordena que en todos los lugares grandes, y hasta en las rancherías un poco considerables, haya escuela donde se enseñe a los niños de uno y otro sexo la lengua castellana. Esta saludable providencia ha producido y produce mil ventajas en todas las partes, donde se ha ejecutado. Sólo los indios del expresado pueblo no recogieron ninguna; porque nunca se pudo conseguir que la diesen entero y cabal cumplimiento. El español que se les puso para maestro se vio desatendido y aun ultrajado, y sus lecciones fueron del todo inútiles; pues los indios no consintieron que sus hijos frecuentasen la escuela: ¡tal era la aversión o para decirlo mejor, el odio que profesaban o todo lo que sabía a extranjero!

Ninguna cosa les gustaba, ninguna merecía su aprecio, sino los estilos bárbaros de sus mayores. La vida y gobierno doméstico era enteramente uniforme en todas las familias del pueblo: lo era también el modo   —36→   de vestir. Los indios que viven o en los arrabales de la capital o en las poblaciones inmediatas, generalmente hablando, visten muy mal y con muy poca limpieza: sucediendo en el particular una especie de fenómeno político que en otros países podrá mirarse como paradoja. Es en efecto una cosa sumamente natural que los que moran en el campo sean tanto más curiosos y limpios, ya en lo que toca a los muebles ya en lo que pertenece a los vestidos, cuanto más cerca viven de su corte o metrópoli: y así sucede puntualmente en toda Europa, donde el lujo y fausto de las grandes capitales obra casi siempre en los lugares, villas y ciudades subalternas en razón directa de su distancia. Pero aquí acontece todo al revés; pues los indios que están esparcidos en las provincias de tierra adentro usan de un traje muy aseado respecto de los que viven en los alrededores de la inmensa y opulentísima Méjico. No es de este lugar averiguar las causas de que procede tan raro fenómeno, y solo debo decir que el traje de los indios otomíes del insinuado pueblo se distinguía entre los de todos sus vecinos por una cierta   —37→   aspereza y rusticidad que era como su propia insignia.

Tan singular tenacidad en conservar su idioma nativo y sus antiguas máximas y costumbres, debe parecer mucho más extraña considerando que aquellos moradores pasaban muy poco tiempo reunidos en sus hogares; pues su oficio era y es aun en el día salir al monte a cortar leña o hacer carbón y luego llevarle a la capital: de manera que se puede asegurar que más trato y comunicación tenían con los españoles que con sus propios paisanos. Sin embargo de esto, nada absolutamente habían tomado de nuestros estilos, de nuestras artes y de nuestra civilización; antes bien, después de casi tres siglos de frecuentar diariamente la gran Metrópoli y de atravesar de continuo por sus calles y plazas, se mantenían montaraces, y salvajes en el mismo grado y aun quizá en un punto más alto que antes de la conquista.

Este es el retrato moral y en mi sentir muy exacto de aquel pueblo idólatra, según el estado y situación en que se hallaba poco ha. Para sacar dicho retrato he tenido continuamente delante de los ojos el proceso   —38→   de que hice mención, y que continuaré extractando en todo lo que resta todavía que decir sobre este punto.

Felizmente le había cabido a este pueblo un Cura que miraba a todos sus feligreses con el cariño y ternura de verdadero padre. Viendo su gran rusticidad no omitía diligencia alguna para enseñarles, doctrinarles y desbastarles. Había puesto escuela de lengua castellana para los niños de ambos sexos, a quienes procuraba que a más de enseñarles a leer, escribir y contar, se les infundiesen poco a poco las verdades fundamentales de nuestra moral, esperando que la cultura de aquellas tiernas plantas redundaría en beneficio y provecho universal de todo el pueblo. La terquedad de los indios inutilizó, conforme hemos dicho, todo este plan: y un tal contratiempo confirmó no poco las vehementes sospechas que tenía el Cura de que entre sus parroquianos había muchos gentiles. Pero por más diligencias que practicó para averiguar determinadamente quienes eran no pudo nunca lograrlo.

Los vecinos se juntaban en la iglesia a las horas señaladas, asistían a los divinos oficios   —39→   y hacían todos los demás actos de religión en que se suele ejercitar a estos indios en las feligresías rurales. El Cura les predicaba los domingos en lengua otomí, haciéndoles ver palpablemente cuan absurdo era el culto del paganismo. Todos parecían prestarle una atención regular, y nadie manifestaba incomodarse de la que oía. Hacía todavía más el celoso Ministro. En ciertos días clásicos, y especialmente en el de la purísima Concepción de nuestra Señora que es la madre y patrona universal de españoles e indios, convocaba a todos sus feligreses en la plaza que está delante del templo: arrojaba al suelo los ídolos que había podido extraer de las muchas cuevas de que abundan los vecinos montes; y haciendo avanzar algunos niños que tenía prevenidos les mandaba que pisasen con el mayor desprecio aquellas detestables figuras hasta reducirlas a menudo polvo y mezclarlas con un montón de basura. Esta escena parecía que había de alborotar a los espectadores idólatras. Pero muy al contrario, la presenciaban con extraña y estúpida indiferencia, sin dar la menor señal de aplauso o de desaprobación. Diez y nueve   —40→   años hubo de permanecer el Cura en tan cruel incertidumbre; de la que probablemente no hubiera salido nunca si una casualidad, que puede llamarse feliz, no hubiera de repente levantado el telón, para explicarme así, y descubierto lo interior del teatro, haciéndole ver que todo su pueblo a excepción de cinco o seis personas era y había sido siempre idólatra.

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PROSIGUE EL MISMO ASUNTO

El culto de los pueblos idólatras, especialmente el de los salvajes, se presenta a la discusión de los sabios modernos cubierto de tal oscuridad, que la vista más perspicaz sólo puede registrar a bulto, digámoslo así, los objetos que se le ponen delante; pero sin alcanzar nunca a distinguir y discernir bien uno de otro. Es efectivamente muy difícil conocer a punto fijo que idea se formaban los gentiles de la naturaleza y excelencia del supremo Ser, o del padre de los dioses como ellos le llamaban: que virtud atribuían a las deidades inferiores o subalternas a las cuales acudían ordinariamente en sus necesidades, pretendiendo ablandar y suavizar su cólera con sacrificios las más veces sangrientos; y por último, cual era en el particular el verdadero espíritu de su mitología. Dichos puntos están en el día enredados de tal   —42→   modo, ya por la suma escasez de monumentos, ya por la excesiva distancia de los tiempos, ya finalmente por la absoluta diferencia de costumbres, que algunos eruditos después de haber pretendido con mucho empeño descifrar este laberinto, confesaron ingenuamente que era muy ardua la empresa y que tenían poquísima esperanza de haberla terminado con felicidad.

Lo que, pues, aquellos ilustrados críticos dijeron en orden al paganismo de los griegos y romanos, eso mismo y con mucha más razón digo yo ahora de la religión supersticiosa de los indios. ¿Quién presumirá de poder penetrar y seguir sin tropiezo las confusas o intrincadas sendas que su mitología parece señalarnos? ¿Quién será capaz de referir uno por uno los nombres de todos sus dioses? ¿Quién dará puntual razón de las varias formas y figuras con que les representaban por medio de la escultura y pintura (j), ora en lienzos de pita y maguey, ora en barros de distintas especies, ora en piedras grandes y pequeñas, cuales finas y preciosas y cuales toscas y groseras? Y ¿quién nos explicar los diversos atributos que aplicaban a estos dioses   —43→   y las infinitas transformaciones que en ellos suponían? El libro llamado Teoamoxtli, que además de contener los fastos de la nación mejicana comprendía una especie de ceremonial o ritual, era el que podía darnos abundante luz. Pero este volumen precioso pereció en la última entrada de Cortés, así como innumerables otros monumentos de antigüedades mejicanas, las que con tan multiplicadas y sensibles pérdidas se cubrieron casi repentinamente de una oscuridad poco menos que impenetrable (k).

Los hechos sin embargo que referiré, y de cuya autenticidad me he bien convencido, despedirán de sí un cierto esplendor a propósito para dirigir nuestras observaciones sobre el sistema religioso de los antiguos mejicanos. No es posible, lo confieso, rasgar enteramente el velo que nos oculta este sistema; pero a lo menos al favor de dicha luz, aunque tan débil, podremos adelantarnos algunos pasos más, y con ella entrever algo de lo infinito, que queda por descubrir: con cuya esperanza voy a anudar otra vez el hilo de la narración comenzada.

Digo, pues, que en el pueblo tantas veces   —44→   mencionado había cinco o seis personas de una misma familia las cuales se habían librado de aquel fatal contagio en que sus paisanos estaban lastimosamente sumergidos. Pertenecía a este tan corto número una mujer que tenía por marido un idólatra de los más resueltos. Este la participó cierto día como le iban a llegar de Toluca algunos ídolos que pensaba poner interinamente en el oratorio doméstico, y que a la noche inmediata él y sus parientes y amigos trasladarían con la debida pompa y acompañamiento a una cueva que había preparado para este efecto. La hizo presente que siendo ella su mujer legítima debía asistir a la fiesta del recibimiento de los referidos ídolos, la que se ejecutaría aquella tarde después del crepúsculo con el aparato acostumbrado de música e iluminación. Nada respondió la mujer, aunque con la tristeza del semblante manifestó bien claro su desaprobación. Llegaron los ídolos: se llenó de gente la casa, y se dio principio a las ceremonias supersticiosas en las que no tornó ella ninguna parte; antes bien corrió a esconderse en un apartado rincón, y por más que se lo pidieron no quiso entrar   —45→   en el oratorio desde que le vio profanado con un culto tan inmundo. Al rayar de la mañana siguiente se presentaron otra vez sus hermanas políticas, y quisieron ser las primeras en doblar la rodilla delante de los mencionados ídolos, en incensarles, encenderles velas y ofrecerles flores y frutas del país. Propusieron con grande ahínco a la expresada mujer que hiciese otro tanto a su ejemplo: porfiaron largo rato, añadiendo a los ruegos fuertes amenazas. Al fin viendo que todo era inútil porque ella se mantenía firme en que los ídolos no eran dioses ni santos y que por consiguiente no merecían tan rendidos homenajes, impelidas a un mismo punto de ciega rabia y despecho, arremetieron a ella, y favorecidas del propio marido de la paciente, la molieron en tanto extremo a puros golpes que temió con razón no habían de parar hasta verla muerta. A los sentidos lamentos con que se quejaba, acudieron su madre y abuela, que también eran católicas. Tomaron partido como era regular a favor de la hija y nieta: más fue en vano, pues no tardaron en experimentar ellas mismas igual y aun mayor violencia, no sólo de parte de sus parientes   —46→   sino también del alcalde, del fiscal y otros principales sujetos del lugar; los cuales tratándolas a grandes voces de embusteras y revoltosas las hicieron dar crueles azotes, y pusieron de una vez presos a los cinco o seis católicos que hemos dicho; esto es, a las mujeres en la casa del fiscal, y a los hombres en la cárcel pública bien amarrados.

Con todo eso no se amansó su furor, antes bien como si fuesen unos tigres indómitos soltaron del todo la rienda a su bárbara venganza y crueldad, sin reparar en que la cebaban con unas víctimas no solo inocentes sino también indefensas y desamparadas. Del mismo modo que las fieras, con quienes las acabo de comparar, se valieron del silencio y oscuridad de la noche para poner en ejecución el grande atentado que meditaban. Cuando los campos vecinos estaban enteramente desiertos: cuando dormían tranquilamente todas aquellas personas que hubieran podido desbaratar su proyecto, sacaron fuera del pueblo a dos de las tres mujeres que hemos dicho, esto es, a la madre y abuela, y las llevaron o más pronto las arrastraron una legua lejos, hasta llegar a la cima de un despeñadero   —47→   cuyo pie baña un río bastante caudaloso. Allí después de haberlas molido nuevamente a puñadas y bofetones, se prepararon para echarlas al agua donde infaliblemente hubieran perecido. Ellas entonces viendo tan cercana su muerte imploraron la clemencia de sus perseguidores, con tantos a ayes, con tantas lágrimas y gemidos, que lograron que se retirasen sin ejecutar tan inhumana sentencia. Las pobres indias viéndose finalmente libres y solas se acogieron a una choza medio derribada que no estaba lejos, donde esperaron que acábase de pasar la noche; y así que amaneció, aunque apenas podían tenerse en pie, probaron de volver a su casa a la que con gran trabajo, y como suele decirse tropezando aquí y cayendo allí, llegaron al cabo de algunas horas. Los hombres salieron también de la cárcel. Aquella mañana, porque sus enemigos no pudieron echar mano de ningún especioso pretexto para mantenerlos presos por más tiempo. Pero puesto que había cesado tan desecha borrasca, duraba todavía la marea sorda amenazando a las cinco o seis victimas con riesgos no menores que el pasado. Andaba inquieto y alborotado todo el pueblo:   —48→   trataban a los pretendidos reos como enemigos declarados de la república; y les hacían entender que no tardarían en pegar fuego a sus casas y a sus milpas, envolviéndoles quizá a ellos mismos en las llamas.

Este bárbaro encarnizamiento, que por su extrema y precipitada violencia rompió todas las barreras de la hipocresía y disimulación tan natural a estos indios, y a cuya sombra los vecinos de aquel pueblo habían ocultado sus grandes crímenes por el largo espacio de casi trescientos años: este feroz encarnizamiento, vuelvo a repetir, fue el que descubrió la detestable superstición que tan profundas raíces había echado en el referido lugar, y que no habían derribado o arrancado nunca, por más que se lo hubiesen imaginado, ni los celosos misioneros que de cuando en cuando habían ido a regar con sudores y lágrimas aquel campo tan estéril en donde la cizaña y otras malas yerbas habían prevalecido y sufocado enteramente el buen trigo. Los cinco o seis indios cristianos, viéndose en el gran conflicto que acabamos de pintar, se acogieron a su ordinario asilo, quiero decir a su párroco de cuyo cariño y bondad tenían tantas   —49→   pruebas: le rogaron encarecidamente que como su padrecito y como sacerdote de Dios (estas fueron puntualmente sus expresiones) les amparase y defendiese, y le declararon lo que pasaba realmente en el pueblo, asegurándole que todo él era idólatra, y que no tenía de cristiano más que la engañosa apariencia que el respeto por nuestras leyes y gobierno les obligaba, mal de su grado, a conservar: que hombres y mujeres, viejos y niños daban incesantemente culto a los falsos dioses, y que se animaban unos a otros a mantener tan perjudicial superstición, pretendiendo que, más que todo se perdiese, no podían dejar la inmemorial costumbre que de mano en mano les habían comunicado sus antepasados.

Esto refirieron aquellos buenos indios a su celoso Pastor, añadiendo para disculparse que su natural cortedad y un cierto terror pánico no les había permitido hasta entonces desplegar los labios sobre el particular, aunque no dejaban de entrever que Dios quizá no aprobaría este silencio. El Cura, habiendo alabado su honrada determinación de no encubrirle nada de cuanto supiesen, les consoló   —50→   y alentó en gran manera, diciéndoles que estuviesen de buen ánimo, que todo se remediaría sin el menor estrépito, y que entretanto les pondría a ellos en parte donde no pudiesen ofenderles sus enemigos. Hecho esto, escribió al Provisor de indios contándole circunstanciadamente cuanto había ocurrido, y solicitando la conveniente providencia. Entonces fue cuando por orden de aquel Magistrado se empezó a formar la sumaria de que hemos hecho mención: y entonces fue también cuando en el progreso de ella se averiguaron con toda certeza y claridad las cosas que voy a apuntar todavía extractadas con muy escrupulosa puntualidad y cuidado.

Primera: Se supo pues primeramente que en los contornos del lugar y aun dentro de su recinto había varias cuevas en las que los moradores daban adoración a sus ídolos. Unas estaban en la margen opuesta del abundoso río que pasa no lejos, y fertiliza con sus corrientes y mantiene siempre verdes todos aquellos prados. Otra estaba en el centro de la cañada que empieza a correr por el norte, asimismo a muy corta distancia del pueblo. Había otra igualmente en la loma que se levanta   —51→   al lado de la iglesia, y otras en otros diferentes sitios; pues uno de los testigos del proceso declara que aunque él había visitado hasta diez de dichas cuevas, sin embargo no las había visto todas. Pero la que más campeaba y sobresalía era la que estaba en la alta peña: que desde la empinada cumbre de un majestuoso cerro domina por largo espacio las llanuras y quebradas de los alrededores. A esta cueva miraban los indios con especial respeto, llamándola no sé con qué motivo el Buen año; y como la descubrían continuamente, ya estuviesen en el monte como solían las más veces cortando leña o haciendo carbón, ya en la huerta o en el campo ocupados en las varias labores de la agricultura, tenían dicha vista por un felicísimo agüero; y era por lo mismo aquella especie de oratorio el blanco principal a donde encaminaban sus votos y oraciones. Aumentaba la veneración de esta cueva el pertenecer a todo el pueblo en común cuando al contrario las demás eran otras tantas posesiones de varios particulares conservándose cada una en la correspondiente familia y pasando de padres a hijos desde tiempo inmemorial.

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Es muy digna de notarse aquí la semejanza de estas cuevas con las capillas de los dioses penates que tanto papel hacen en la historia de las primeras familias romanas. La diferencia que hay de unas a otras es que aquellas se hallaron por lo general en los ángulos más apartados y solitarios de los campos y estas estaban colocadas en lo interior de las viviendas a manera de nuestros oratorios domésticos. Pero yo me persuado que la insinuada diferencia solo empezó a tener lugar después de la conquista de este país por nuestras armas; y que si los indios sacan ahora fuera de las cabañas a sus deidades tutelares, lo hacen de puro miedo que tienen de ser descubiertos. También merece particular atención la circunstancia de haber establecido estos naturales su principal adoratorio o su cueva de Buen año en la cima de un alto cerro. Porque ¿quién no verá en este estilo una analogía bien clara y expresa con la supersticiosa costumbre de varias naciones idólatras del antiguo continente, como por ejemplo con la de los cananeos, a quienes tan a menudo reprende la sagrada Escritura, y a quienes no obstante no dejaron   —53→   de imitar los israelitas en distintas ocasiones?

Segunda: Se supo en segundo lagar que en todas las mencionadas cuevas se daba culto a los ídolos, ofreciéndoles como en sacrificio varios frutos y otras cosas de poca importancia. Y aunque dichos actos religiosos se repetían en todo tiempo según la oportunidad y exigencia, se averiguó sin embargo que había ciertos días señalados para celebrarles con mayor sosiego y solemnidad. El tiempo de Pascuas era preferido para este efecto entre todos los demás, y me parece que lo hacían porque como son fiestas de alegría y regocijo universal, se les cela menos y tienen más libertad y anchura para vaguear por donde quieren sin dar de sí alguna sospecha.

Además de las Pascuas habían con singular sagacidad escogido otros días no menos oportunos. Hay allí dos santuarios a que tienen los indios singularísima afición. Está el uno a catorce leguas, y el otro a solas tres millas de Méjico. El más cercano goza la advocación de nuestra Señora de Guadalupe, y su fama le hace ser muy conocido. El otro que es el más distante se llama del santo Cristo de Chalma; y aunque poco o nada conocido   —54→   de los europeos, logra entre los indios comarcanos no menos celebridad que el primero. Por Navidad y Pentecostés suele ser allí tan grande el concurso, que los cerros inmediatos se cubren enteramente de hombres, mujeres y niños: de modo que de noche cuando cada familia apareja su cena, no parece toda aquella eminencia sino una enorme pira encendida. Es tal el gusto que manifiestan aquellos naturales por dicha peregrinación, que han sido inútiles cuantas diligencias se han practicado para contenerla dentro de los límites razonables.

La otra que hacen todos los años en el mes de diciembre a la insigne y devotísima Colegial de Guadalupe es aun, si cabe, más frecuentada que la de Chalma; y son tantos los que acuden entonces de todas partes, y tan ardiente el deseo que manifiestan de ver y adorar de cerca la pintura de la Virgen, que los canónigos les ceden por espacio de ocho días toda la iglesia a fin de que en ella puedan libremente satisfacer su piedad, añadiendo a las ceremonias sagradas ciertas exterioridades y demostraciones que, aunque a nosotros nos parecen en extremo precipitadas   —55→   y tumultuosas, como son por otra parte tan conformes al gusto de su nación y a sus comunes sensaciones e ideas, les conmueven extraordinariamente y les hacen derramar muy tiernas lágrimas.

Pero ¿qué cosa hay tan santa y enderezada a fines laudables y honestos de que no abuse la depravada naturaleza nuestra? Esos mismos anuales cultos, que para una infinidad de indios son sin duda un incentivo poderoso que excita en sus almas la más dulce confianza en el objeto sagrado de aquel culto, sirven a muchísimos otros indios, como servían a los del pueblo de que se va hablando, a manera de capa y velo con que cubrir y fomentar su infame apostasía. En efecto, casi todos los testigos, que se examinaron en el consabido proceso aseguran unánimes ser costumbre inmemorial en sus paisanos cuando volvían de Chalma o de Guadalupe ir a las cuevas de los ídolos, y ofrecerles sus sacrílegos homenajes presentándoles las mismas velas, las mismas flores y el mismo incienso que habían afectado comprar y coger para aquellos dos famosos santuarios.

Tercera: Se averiguó en tercer lugar que   —56→   fuera de las supersticiosas solemnidades que acabamos de decir, que podían llamarse comunes a todo el pueblo, había otras varias fiestas que hacían los particulares cuando se les ofrecía oportunidad para ello; cuando les sucedía o temían que les viniese alguna desgracia o infortunio; o por último (y esto era lo más frecuente) cuando el jefe de una familia principal había adquirido por compra, donación o de cualquier otro modo alguna imagen o figura de ídolo que le pareciese digna de ser colocada en la cueva de que era dueño. De este último género de fiestas ya arriba apuntamos algo; pero la cosa merece ser referida con mayor individuación.

Decimos, pues, que cuando un indio determinaba celebrar alguna de las insinuadas fiestas avisaba de antemano a sus parientes y amigos, expresándoles en que día y hora le habían de acompañar en su casa para recibir con el debido decoro a ciertos ídolos que estaba esperando por momentos. El plazo era por lo regular al apagarse el crepúsculo de la tarde; a fin de que con las tinieblas de la noche quedasen más fácilmente cubiertas sus maldades. Cuando pues empezaba a oscurecer   —57→   iban acudiendo los convidados, no juntos sino a la deshilada para mayor disimulo. El dueño de la casa les recibía con singular agrado y con estudiadas expresiones de urbanidad; porque todos estos indios son muy zalameros, y en sus visitas y demás concurrencias observan un ceremonial todavía más largo y enfadoso que el de ciertos pueblos cultos de Europa. El ruido de un mal templado tambor y el parlero chillido de dos o tres chirimías era el aviso de que los ídolos venían ya muy cerca del pueblo. A dicha señal se reunían todos los concurrentes en el oratorio, que alumbraban con varias velas y farolitos, abriendo de par en par la puerta. Semejante demostración no podía causar a nadie que acertase a pasar por delante la menor sospecha, porque es esta una costumbre muy usada entre los indios católicos de modo que un español que hubiese oído aquella música y visto aquellas luces, hubiera creído probablemente que los moradores de la casa festejaban a su modo alguna imagen de la Virgen o de otro santo de su particular devoción. Introducidos los ídolos en el expresado oratorio, se cerraba al punto la puerta y cesaba   —58→   la música; pero nada se tocaba en la iluminación. Inmediatamente todos los presentes hombres y mujeres iban uno a uno a ponerse enfrente de aquellas figurillas: las besaban doblando en señal de reverencia una rodilla hasta llegar al suelo: las ofrecían incienso del país en unas copitas de barro, y por último, las presentaban diferentes ofrendas como pan de mezquite (l), raíces de ñame (m), mamei (n), piña (ñ), tortillas de pimienta (o), fruta de molle (p) y sobre todo jarros de pulque y chinguirito, que son las bebidas fuertes con que ellos se embriagan. Y, ciertamente que no debe de extrañarse este obsequio; porque, como dice muy bien Aristóteles, los hombres cebados con los seductores atractivos del vicio, y degradados por el desenfreno y corrupción de las pasiones, no pudiendo, ya elevarse a la imitación de la Divinidad, han intentado abajarla hasta ponerla, digamoslo así, en su propio nivel y hacer a los dioses semejantes a ellos.

Concluida en esta forma la primera parte de la fiesta, se apagaban las luces del oratorio, y se daba principio a la segunda parte,   —59→   estando ya muy cerrada la noche. Yo no describiré esta otra escena, porque no podría hacerlo sin poner delante de la imaginación unas pinturas muy desagradables para todas aquellas personas que miran los nobles y delicados sentimientos del pudor como uno de los dones más preciosos con que la naturaleza ha adornado exclusivamente al hombre; solo diré que el segundo acto de aquella fiesta era conforme a las máximas generales de la gentilidad. Máximas generales, repito, porque se asemeja en este punto la conducta actual de los idólatras americanos con la que tuvieron en otro tiempo los gentiles del mundo antiguo, aun aquellos que se preciaban de muy cultos y civilizados.

En efecto, es cosa muy sabida que a las más de las fiestas de la religión pagana se seguían inmediatamente los banquetes, en los cuales aunque la celebridad se hubiese consagrado a otros dioses, presidían casi siempre Baco (q) y Venus; a cuya halagüeña sombra los mayores excesos se vestían de una apariencia religiosa con que pasaban a los ojos del numeroso concurso por acciones indiferentes y hasta en cierto modo dignas de aprecio (r).   —60→   No citaré para apoyo de esta verdad a Luciano, porque no se diga que el deseo de hacer más picantes y mordaces sus sátiras le llevó a infinitas exageraciones. Pero ¿qué me responderán cuando oigan al mismo Platón, el más grave de todos los filósofos, proscribir la borrachera y asegurar que es cosa vil y detestable, a no ser en las ocasiones en que la costumbre ordenaba beber con exceso en honor de Baco?3 ¿Qué me responderán cuando en la lista de los inmortales establecimientos hechos en Atenas por el gran Solón, hallen un templo dedicado a Venus prostituta?4 La Grecia, exclama Bossuet, la Grecia estaba llena de templos erigidos al amor deshonesto, mientras el amor conyugal no tenía uno sólo en el país (s)!

Vuelvo ahora a mis indios, los cuales embebidos y transportados por su loca alegría y algazara no solían levantarse de la mesa hasta que ya amanecía. El día siguiente se pasaba en repetir las mismas incensaciones, genuflexiones y ofrendas que en la noche   —61→   anterior, con la sola diferencia de guardar mayor circunspección y silencio, a fin de que el demasiado ruido o el extraordinario concurso no excitasen la atención de los españoles, especialmente del párroco. En esto llegaba por último el momento de trasladar los ídolos a las cuevas, que había de ser el postrero acto de toda la función. Aguardaban ordinariamente a que diese la una de la mañana; y en esta hora en que el sueño es más dulce y fuerte que en ninguna otra, en esta hora en que los sentidos como pasmados por una especie de encanto no envían al alma ninguna impresión, salían ellos del pueblo con gran recato y paso ante paso, hasta que llegaban a parte donde no podían fácilmente ser vistos ni oídos. Encendían entonces muchas velas: mandaban de nuevo a los músicos que tocasen: echaban incienso en las copas; y dividiéndose en dos alas proseguían con grande alegría su camino. La procesión entraba finalmente en la cueva: se colocaba en lugar acomodado y con muchas y profundas reverencias a los ídolos: renovábanse otra vez delante de ellos las demás señales de adoración que hemos dicho; y después de haber   —62→   esparcido por el suelo y al pie del altar diferentes ofrendas, se deshacía enteramente la junta regresando cada uno por su camino.

A esta fiesta, que conforme queda advertido no tenía tiempo ni día determinado, daban estos indios el nombre de remuda de ídolos; y así veo que se llama siempre en el consabido proceso, como queriendo significar que el objeto de la referida celebridad era retirar y abandonar los ídolos antiguos que había en una cueva y dejar en su lugar otros. Pero yo dudo muchísimo de que esta interpretación, aunque tan valida, sea conforme a la verdad. Mis razones son las siguientes:

Primera: Los pueblos idólatras miran siempre con singular veneración las imágenes o figuras que sus ritos supersticiosos han consagrado; y ordinariamente tanto más, cuanto tienen de antiguas, y cuanto más tiempo hace que ocupan sus templos, aras o adoratorios. Esta proposición es tan cierta que en mi sentir no necesita de pruebas.

Segunda: No sabemos que los primitivos mejicanos mudasen ninguno de los infinitos ídolos que adoraban. Sabemos antes bien lo contrario.   —63→   Vemos además que el hombre se siente naturalmente inclinado a profesar cierto género de respeto a todo lo que es antiguo. ¿Quién creerá que los adivinos y sacerdotes mejicanos ignorasen la existencia de esta inclinación, o dejasen de abusar de ella a favor de sus pretendidos dioses?

Tercera: Nuestros modernos idólatras conservaban con la mayor tenacidad los estilos y prácticas supersticiosas de sus abuelos, sin apartarse de ellas ni un solo punto. Todas las páginas del mencionado proceso no respiran otra cosa. Los testigos repiten mil veces que sus paisanos se manifiestan adictos a los sobredichos estilos y prácticas, porque son una costumbre inmemorial de todos sus antepasados; y que así en sus juntas privadas se exhortan unos a otros a mantenerla, aunque se pierda el pueblo, aunque a ellos les quiten la vida.

Cuarta: He visto y tenido en la mano muchísimos ídolos castizos (páseseme esta expresión para darme mejor a entender;) he visto igualmente no pocos ídolos de remuda. Es preciso ser ciego para no distinguir unos de otros. Los primeros llevan consigo el claro sello de la antigüedad: en los segundos se descubre   —64→   al instante lo reciente de su fecha. Aquellos son trabajados ya en tezontle o piedra de lava, ya en otras piedras más o menos preciosas, ya en barro de diferentes especies: estos al contrario consisten por lo común en bagatelas, como en muñequitos que sirven de juguete y entretenimiento a los niños y se venden públicamente en los mercados, en retazos de papel de maguci o pita, unos sin cortar y otros cortados muy groseramente con las tijeras, en desperdicios de vidrio, en granito de cuarzo cristalizado, en pedazos de corozo (t) y en mil semejantes fruslerías.

Quinta: En los Últimos párrafos del proceso se refiere que después que todos aquellos indios apóstatas se habían reconciliado con la iglesia, un día estando todos juntos según costumbre en la plaza frontera del templo para despedirse de los Misioneros que habían sido sus catequistas, estos con el Cura les pidieron muy encarecidamente que registrasen de nuevo sus casas, y que si todavía quedaban en ellas algunos ídolos les trajesen luego para reducirles como era justo a menudo polvo. Entonces, dice, algunos ancianos se ausentaron por un rato de la asamblea, y volvieron   —65→   con más figuras esculpidas en piedras de diversa estructura de las anteriores. ¿No podría haberse sacado de tan insigne acontecimiento la consecuencia a mi parecer evidente que estos ídolos esculpidos en piedra y de diversa estructura eran los únicos verdaderos?

Pero si así debemos juzgar, replicará alguno, ¿qué habremos de decir o imaginar que serían los ídolos que se habían presentado antes? El reparo es muy justo. Digo, pues que serían unas imágenes o representaciones de los verdaderos ídolos: serían unos talismanes ideados por sus sacerdotes y hechiceros: serían unas figurillas como las que hacían en Roma las Sagas en tiempo de Horacio, y que este poeta describió con tanto primor en una de sus más bellas sátiras: serían... podrían ser mil otras cosas, cuya explicación no es de lugar, porque debemos ahora proseguir la empezada e interesante narración de lo que se descubrió en el progreso de nuestra historia.

Sexto: Se averiguó pues, en sexto lugar, que nuestros indios idólatras tenían en extrema veneración a ciertos hombres que eran a un mismo tiempo sacerdotes, curanderos y adivinos. La reunión de estos tres títulos y el   —66→   ejercicio de sus correspondientes funciones les granjeaba muy grande autoridad; de modo que apenas se ideaba y ejecutaba cosa en el pueblo, que no fuese por su consejo, dirección o influjo. Como curanderos daban recetas no sólo para los hombres sino también para los animales. Es excusado decir que estos remedios se fundaban más pronto en un arbitrario y desatinado capricho, que en alguna razonable teoría o en las luces y desengaños adquiridos por una larga experiencia. Porque nadie ignora que la medicina de semejantes embusteros nunca ha tenido más apoyo que la superstición. Puede leerse con singular provecho lo que dice sobre el particular el P. Gumila en la historia del Orinoco; lo que cuenta Lafiteau en su libro de las costumbres de los salvajes, y por último lo que refieren los capitanes Cook y King. De las varias y puntuales noticias recogidas por todos estos insignes escritores y viajeros se evidencia como en orden al presente punto los idólatras de la América meridional se parecen extremadamente a los de la septentrional, y unos y otros a los isleños del Océano pacífico, tanto a los que están poco apartados de este continente como   —67→   a los que viven en las mayores distancias.

Por lo que respecta a nuestros curanderos mejicanos, aunque es innegable que no eran menos supersticiosos y extravagantes que los de las demás naciones que acabamos de nombrar, no por eso debe privárseles de una alabanza que tienen seguramente bien merecida. Un ligero examen de la eruditísima obra del Dr. Hernández basta para convencernos que estos indios habían observado muchas plantas útiles, y las habían aplicado con harto tino y acierto a varias enfermedades, cuyo nombre les habían dado después, diciendo por ejemplo el cilma patli o medicina de mujeres, el palancapatli o medicina de llagas. La misma viola verticillata o violeta estrellada, cuyas excelentes virtudes para un gran número de dolencias peligrosas descubrió y explicó muy por menor D. Vicente Cervantes en un elocuente discurso pronunciado el día 3 de junio de 1799 en el jardín de aquel real Palacio, al dar principio a sus lecciones de botánica: esta misma yerba tan estimable, que iguala y aun quizá deja atrás a la famosa ipecacuana del Brasil y de Cartagena de Indias: esta yerba finalmente, cuyo uso ha extendido poco ha por   —68→   Nueva España dicho Cervantes con singularísima ventaja de la medicina: esta misma yerba, repito, era ya conocida por los antiguos mejicanos bajo el nombre de xochipitzachac, y se servían de ella como de un poderoso y benigno catártico, mezclándola por cocimiento con el mucilago de zarzaparrilla.

Traería aquí otros infinitos ejemplos de esta especie si fuesen necesarios, y si los sabios botanistas europeos no confesasen ya de buena fe que en lo que toca a ciertos descubrimientos utilísimos del reino vegetal siguieron a los mejicanos, sino como maestros, a lo menos como guías y conductores. De este cúmulo de conocimientos, debidos casi siempre a la casualidad y rara vez a la curiosa y atenta observación, se formó poco a poco una especie de medicina empírica, que era todo el caudal de los profesores de la corte de Motezuma tan elogiados por Solís: caudal que, pasando de padres a hijos a manera de un rico depósito, se conserva todavía en gran parte entre estos naturales, y contribuye singularmente a acrecentar la reputación de los curanderos, a quienes según decíamos tanto veneraban los consabidos indios idólatras.

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Pero aquellos salvajes eran no solamente curanderos sino también sacerdotes. Se infiere esto con toda evidencia de las declaraciones que se hallan continuadas en el proceso. A ellos estaba reservado todo lo que pertenecía al culto y veneración de los ídolos. Ellos eran los que recibían las ofrendas, y los que las ponían con sus manos al pie de las estatuas. Ellos eran también los que dirigían y arreglaban las procesiones que arriba quedan descritas. Ellos eran asimismo, los que en dichas procesiones llevaban las detestables imágenes; y finalmente los que las colocaban en la correspondiente cueva o adoratorio, y después de haberlas incensado y colmado de presentes ponían fin a la sacrílega ceremonia, diciendo en alta voz los circunstantes que ya podían volverse a sus casas. No se hubiera nadie imaginado jamás que en un pueblo que no dista de la capital más de cinco leguas existiesen aun en el día sacerdotes sumamente parecidos a los que trescientos años ha sacrificaron tantos soldados de Cortés y estuvieron a pique de sacrificar a Cortés mismo al infame ídolo Huitzilopoztli. Pero todavía es más digno de maravilla lo que voy a decir.

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Aquellos inmundos ministros, a manera de los profetas de Baal5, se herían con lancetas y sacaban mucha sangre. Las lancetas eran o de púas de maguey, o de la piedra llamada en lengua tarasca tzinapo y entre los litologistas obsidiana. La sangre la derramaban tanto en obsequio de los dioses como para merecer más y más el aura popular, poniendo delante de los ojos de sus paisanos este testimonio de su austera penitencia. Y ¿podrá creerse que todavía hacen lo mismo punto por punto los modernos sacerdotes idólatras de estos indios? Debe sin embargo creerse, porque he visto entre las varias curiosidades de un museo6 no solo muchas de las expresadas lancetas, sino también un pliego de papel manchado con infinitas gotas de sangre ofrecida poco ha por aquellos sacerdotes a dos extrañísimos ídolos que igualmente están en aquel museo: ¡tanta como esa es la maña que se dan estos naturales por conservar a cualquier riesgo lo que ellos llaman costumbre inmemorial de todos sus antepasados! Y no ha contribuido   —71→   poco a mantener entera dicha costumbre en medio de tan grandes dificultades, contradicciones y estorbos, el celo fanático y ridículo entusiasmo de unos ministros que, vendiéndose por hombres inspirados, a más de ser curanderos, y sacerdotes como hemos dicho, hacían también el oficio de adivinos.

Había efectivamente en el expresado pueblo varias personas que ejercían las funciones anejas a uno y otro cargo, y a quienes por esta doble razón miraban sus paisanos con particular respeto. Y aunque todos ellos eran en cierto modo iguales, había sin embargo uno que sobresalía y campeaba entre los demás. Nunca hablan de él los testigos (y hablan muy a menudo) sin darle esta suerte de elogio. Pero no he pedido averiguar si dicha preeminencia la disfrutaba por razón de su ministerio, al que podía muy bien estar unido el honor de primer sacerdote, o se la había granjeado insensiblemente con ser más hábil que sus compañeros, o en fin la debía sólo a sus muchas canas. Yo me inclino a esto último, porque hallo en efecto que era muy anciano y conocido entre los suyos con el nombre de viejito. Tiene además la mencionada conjetura un   —72→   grande apoyo en la historia de casi todas las naciones idólatras. No obstante, me abstendré de tomar resolución en el particular; pues me expondría a caer en una equivocación de la que tal vez otros sacarían diferentes ilaciones o falsas o poco fundadas, como sería por ejemplo decir que los modernos idólatras mejicanos conservan aun aquel género de jerarquía que sus mayores establecieron desde tiempo inmemorial en su sistema religioso.

Lo que sí aseguraré, sin temor de errar, es que todos los sacerdotes adivinos del expresado pueblo se jactaron de mantener una comunicación intima y secreta con los ídolos o embueques; y de ser los intérpretes por cuyo medio declaraban aquellos falsos dioses su voluntad. Les creían los demás paisanos sobre su palabra, y les consultaban por lo mismo muy a menudo. El motivo y modo con que lo hacían era el siguiente: aquellos indios miraban a sus pretendidas deidades no como un numen benéfico y amigo de los hombres, sino como un tirano que exigía continuos y a veces muy penosos homenajes y sacrificios por solo su gusto y capricho.

Le imaginaban armado siempre de flechas   —73→   envenenadas que disparaba infaliblemente contra sus adoradores al menor descuido i olvido que estos tuviesen. Su justicia era una pasión, cruel que, como no se templaba nunca con la bondad y compasión, excluía el tierno y dulce amor, y sólo producía un terror pánico, un miedo, extremadamente servil.

Cuando pues un indio se veía en una grande aflicción, como en la muerte o enfermedad de su mujer, de su hijo, de su pariente o amigo: cuando se le empezaba a perder o deteriorar la cosecha: en una palabra, cuando experimentaba o le amenazaba algún mal, el que fuese, creía sin poner en ello la menor duda que el infortunio no tenía más origen ni causa que la desapiadada venganza de sus dioses. En esta ocasión, corría despavorido a alguno de los mencionados adivinos, suplicándole encarecidamente que le dijese de qué estaban enfadados los embueques. El consultante tenía la libertad de elegir el adivino a su gusto; pero no podía valerse de otro instrumento y órgano para averiguar el impenetrable y misterioso secreto. El consultor le oía siempre con afectada gravedad, mandándole que volviese el día siguiente, que en el entretanto   —74→   tendría cuidado de preguntar sobre el caso a los ídolos. Se presentaba de nuevo el indio a la hora que se le había mandado, y no sin temblar de pies a cabeza. Entonces el adivino, tomando el tono de la indignación y de la cólera, ¿cómo, le decía, o por qué vienes a consultarme? ¿Debo yo acaso pagar tus delitos? Esta noche se me han aparecido en sueños los embueques; pero, con rostro airado y con un duro látigo en la mano. En vano procuré calmar su furor. Como representaba tu persona y me esforzaba a ser tu medianero, me trataron con extrema violencia, me molieron a golpes: pasaron y volvieron a pasar sobre mi cuerpo, y se retiraron por fin dejándome tendido en la cama y medio muerto, y mandándome que te dijese que todos tus males te sucedían porque no les llevabas velas, flores, tamales (u), tortas de yuca (v), incienso u otras ofrendas como lo practicaban todos tus antepasados. También me mandaron que te asegurase de su parte que si no te enmendabas, luego te castigarían más y más hasta matarte a ti y a tu mujer, a tus hijos y a tus bestias. Restituido el indio a su casa contaba punto por punto a los suyos lo que le había acontecido,   —75→   ponderándoles las amenazas de los embueques y remedando la voz, las contorsiones y todos los demás gestos del orador adivino. Seguíase a esto ordinariamente el celebrar dentro de breves días una de las fiestas y procesiones supersticiosas que ya hemos descrito, terminando la tragedia como siempre con detestables sacrificios, con indecentes bailes, con borrachera y toda suerte de lascivia: obsequios muy gusto de tan impuras deidades.

Lo dicho hasta aquí me lleva como por la mano a hacer las siguientes reflexiones. La condición de la depravada naturaleza nuestra que hace al hombre ambicioso, inconstante y ligero, esa misma le tiene en una continua inquietud y curiosidad por lo que ha de acontecer. No haciéndose cargo de que su ciencia debe estar precisamente encerrada dentro de unos límites muy estrechos, todo lo escudriña, todo lo quiere saber; y lo que sucede es que en lugar de enriquecerse con nuevos descubrimientos, se desvía más y más de la verdad, y despeñándose continuamente de un error en otro, cae por último en lo más profundo: de la ignorancia o de la barbarie. La luz da la razón, basta para discernir aquellos   —76→   objetos cuyo conocimiento nos es o del todo necesario, o sumamente útil por la relación íntima que tienen con nuestro modo de existir ya físico ya moral. La prudencia es asimismo otra luz muy suficiente para manifestarnos la manera con que nos hemos de servir de dichos conocimientos, evitando en nuestra conducta mil opuestos escollos que nos serían igualmente perjudiciales.

En vista de esto el hombre sabio se gobierna siempre con extrema circunspección. Juzgando que este mundo es para nuestra alma, como decía el gran Verulamio, una especie de caverna muy oscura y rodeada de infinitos precipicios, se adelanta lentamente y paso ante paso, sin atreverse a abrazar o repeler ningún objeto que primero no haya examinado a la luz de aquellas dos resplandecientes antorchas. Cuando pues esta luz empieza a faltarle, cuando las tinieblas aumentan en tal extremo que le es imposible disiparlas, entonces lejos de pretender continuar temerariamente su camino, se para de repente y confiesa con sinceridad su flaqueza e ignorancia. Pero el hombre, imprudente y vano se porta de un modo muy opuesto. Irritado de los mismos estorbos que   —77→   encuentra por el camino de la verdad, hinchado de necio orgullo, impelido por una curiosidad extravagante e inútil, no se detiene nunca, corre velozmente de una a otra parte, entra por sendas impracticables, se extravía, abandona y pierde de vista sus guías, sigue cualquier falso resplandor; y engolfado finalmente en un intrincado laberinto donde no halla salida, es el juguete del error, de la mentira, de la impostura y hasta de la más grosera superstición.

Y ¿de qué origen, pregunto, sino de este provino que unas naciones tan cultas como lo fueron la griega y la romana, creyesen en sus arúspices, en sus augures, en sus sacerdotes y hechiceros? ¿De qué origen sino de este nació en el mundo antiguo la astrología judiciaria y la magia, a cuyas dos ciencias vanas se entregaron tantos hombres por otra parte eruditísimos? Y para acabar de una vez, ¿qué otro principio sino este fue causa de que Sócrates, el mayor héroe de Atenas, el filósofo más ilustrado de cuantos produjo el paganismo, tuviese la flaqueza de alegrarse con el elogio que le dio la Sacerdotisa de Apolo, tuviese la debilidad de aconsejar seriamente a su querido   —78→   discípulo Xenofonte que consultase el Oráculo de Delphos para saber si le convenía o no ir a la corte del joven Ciro (x)?

No tenemos pues motivo, si bien se considera, para ponderar tanto la rudeza de estos indios en vista de su absurda superstición. No tenemos motivo para despreciarles y tratarles de hombres brutales y de cortísimo entendimiento porque su culto nacional presenta a nuestros ojos tantas ridiculeces, tantas contradicciones y extravagancias. No tenemos tampoco razón para reírnos de ellos porque se dejaban ciegamente conducir y gobernar en los asuntos más graves por el dictamen de sus adivinos y agoreros. Nada de esto, vuelvo a repetir, nos da bastante fundamento para mirarles como una raza de hombres degenerados y que por su estolidez no merecen ningún aprecio. Los filósofos europeos, que desde su dorado gabinete contemplan con tanto orgullo estos pobres salvajes, debieran considerar que ellos mismos, si hubiesen nacido algunos siglos antes, hubieran ofrecido incienso a Júpiter, y hubieran doblado la rodilla delante de la estatua de Juno o de Minerva. Ríanse cuanto quieran: no por eso dejaré de decir que si Paw, si Raynal si   —79→   Montesquieu, si Marmontel hubiesen sido contemporáneos de Milcíades, de Camilo, de Solón, de Fabio Máximo, de Alejandro o de Licurgo, hubieran para la resolución de sus dudas recurrido a los libros de las Sibilas, a las entrañas de las víctimas, al vuelo de los pájaros, o a las respuestas equívocas que daba desde la trípode el fanatismo. Si este y otros semejantes estilos nos parecen ahora tan ridículos, si creemos que envilecen la nobleza de nuestra alma y degradan en cierto modo la Divinidad; agradezcamos este desengaño, no a los progresos de la filosofía, sino al benéfico influjo de la revelación.

Porque, ¿cómo podrá negarse que cuando Jesucristo vino al mundo los hombres más doctos se hallaban envueltos en una crasísima ignorancia en cuanto a ciertos puntos que son las bases principales de la moral?, ¿Quién no se llena de asombro al acordarse que Varrón llegó a contar, hasta poco menos de cuatrocientas opiniones diferentes, en orden a la esencia y naturaleza de la felicidad a que el hombre puede y debe aspirar en esta y en la otra vida? Y sin embargo es evidente que de elegir bien o mal entre estos pareceres depende   —80→   enteramente, no sólo la seguridad interior del alma, sino el acierto de casi todas sus resoluciones y el arreglo de los planes que cada uno va formando para su vida pública y privada. La luz pues del Evangelio fue la que fijó estas incertidumbres, la que hizo desaparecer estas dadas, y la que disipó estas tinieblas. Yo ciertamente soy uno de los que aprecian y estiman con más sinceridad así las bellas letras como todas las demás ciencias humanas, en cuyo cultivo he empleado gran parte de mi vida. Me parece muy justo que el género humano profese un vivo reconocimiento a la memoria de aquellos sabios que en los tres siglos últimos no han cesado de ilustrarle. Yo mismo he añadido mil veces con singular complacencia mi particular homenaje a unos aplausos tan bien merecidos; pero mil veces igualmente he deseado que a la frente de esos sublimes libros de moral y de metafísica se grabase el célebre dicho de Tertuliano: Que más sabe ahora, de la Divinidad y de las verdaderas reglas de conducta un humilde artesano y un sencillo y rústico gañán, que no sabían en otro tiempo un Platón, un Sócrates o un Pitágoras.

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CAUSAS DE LA VIOLENTA PROPENSIÓN DE ESTOS INDIOS A LA IDOLATRÍA.

El paganismo, considerado con relación a este país me parece como un río inmenso que trae sus corrientes de muy lejos, perdiéndose su manantial entre la oscuridad e incertidumbre de sus primitivos anales: este río inundaba tres siglos ha todas estas hermosas provincias sin que quedase ni un solo palmo de tierra que no estuviese cubierto de su cieno mundo. Viendo esto los españoles que acababan de desembarcar en la costa de Zempoala, tomaron al instante la generosa y heroica resolución de salvar a estos naturales, arrancándoles del profundo abismo en que estaban sumergidos. Sin embargo, sus primeras tentativas fueron de poco, o ningún provecho; porque siguieron el impulso de un celo demasiado ardiente, en lugar de arreglarse a los consejos moderados y sabios de la prudencia. Los diques   —82→   con que se pretendió detener a la idolatría sólo sirvieron para irritarla, y reunir y acrescentar más y más su actividad. Clamaron los sacerdotes de Huitzilopoztli que el dios de la guerra mandaba a sus mejicanos perseguir a fuego y a sangre a unos extranjeros que con tanto descaro hollaban las divinidades protectoras del imperio, y hacían mofa de su antiquísimo culto. Estos gritos del fanatismo encendieron de nuevo el fuego de la discordia y desesperación con mayor violencia que nunca, y faltó poco para que desbaratasen y arruinasen enteramente los planes de Cortés. Fue menester por cierto toda la habilidad de un gran general, toda la experiencia de un soldado veterano, y toda la imperturbable presencia de ánimo de un héroe, para que Cortés y su pequeño ejército no pereciesen en la aciaga noche de la famosa retirada, a la que con mucha propiedad se dio entonces el nombre, que todavía conserva, de noche triste.

Montados los mejicanos en sus ligeras canoas y ocupando la dilatada extensión de las calzadas por donde había de desfilar el reducido escuadrón, cubrían por todas partes a sus enemigos de una nube de, dardos y de piedras. Peleaban   —83→   en medio de la oscuridad como rabiosos tigres. Nada se les daba quedar sepultados debajo de las aguas de la laguna, como dejasen vengados a sus dioses. Los españoles que no pudieron seguir a su Jefe y saltar a la ribera opuesta, imploraron en vano la clemencia de los vencedores. El entusiasmo de la superstición sufocaba los sentimientos de la humanidad. Los infelices europeos fueron entregados inmediatamente a los sacerdotes gentiles, y arrastrados luego a las aras que bañaron al momento con su sangre, abierto el pecho según costumbre con un cuchillo de pedernal, y arrancado el corazón y ofrecido a los ídolos como el holocausto más agradable. Nuestro afligido ejército acampado por algunas horas en las inmediaciones de Cuyoacan para recoger los dispersos que lograsen salvarse al favor de las tinieblas, veía centellear las hogueras encendidas en lo alto de los adoratorios de la capital, en donde se sacrificaban aquellas desgraciadas víctimas: oía la bárbara algazara de los sacerdotes, de los nobles de la corte, y de todo el pueblo, mientras herían su imaginación los tristes y agudos gemidos que daban los soldados españoles al tiempo de expirar   —84→   en manos de tan crueles ministros. Tan cierto es lo que decía poco ha que las primeras tentativas con que se procuró desterrar de este país la idolatría fueron de poco o ningún provecho, por haberse dejado llevar tal vez de un celo algo indiscreto, aunque perdonable en unos hombres cuya única profesión eran las armas.

Finalmente apoderados los nuestros de la vastísima Metrópoli, y rendidas a la dominación española las soberbias águilas7 del imperio mejicano, se mejoró y perfeccionó mucho el antiguo plan de operaciones, especialmente en lo tocante a la religión (y). Cortés, que poseía un entendimiento despejado y que amaba sinceramente a los indios, no tardó en hacerse cargo de que debía moderar y reprimir los ardientes estímulos de su piedad. Su misma experiencia le enseñó que el contemporizar un poco con los idólatras, y el no manifestar un absoluto desprecio de sus ritos, de sus ceremonias y de sus costumbres, era el medio más   —85→   eficaz para que estos naturales perdiesen el horror y odio que habían concebido de nuestra religión, la empezasen poco a poco a amar, se dejasen persuadir y como encantar por la suavidad y dulzura de su divina moral; y finalmente la abriesen el corazón y la abrazasen, no por temor, sino por afición y buena voluntad.

Añadiose a esto la llegada de varios misioneros que el mismo Cortés había solicitado de España, y que eran hombres dotados de paciencia y caridad eminente. Añadiéronse los sabios reglamentos, leyes y ordenanzas que le enviaron de la corte. Añadiose por último el nombramiento de respetabilísimos prelados, en especial de los dos obispos Zumárraga y Garcés, que dejaron con gusto su patria y abandonaron todas las comodidades humanas para venir corriendo a ser los padres y pastores de estos pobres salvajes. Desde entonces si no se puso fin a todos los descuidos y desaciertos, porque esto es imposible en los principios de las grandes empresas, a lo menos se disminuyó considerablemente su número. Las conversiones fueron infinitas, tanto que el citado Sr. Zumárraga y el célebre misionero Fr. Martín de Valencia escribieron en el año de 1531, aquel   —86→   al Capítulo general de su Orden, y este a su Comisario general, que solos los religiosos de san Francisco llevaban ya bautizados en la Nueva España más de un millón de indios8.

¿Quién podrá leer los anales de aquellos tiempos sin llenarse de una dulce complacencia? ¿Quién verá sin enternecerse como el célebre joven tlaxcalteca llamado Cristobalito derramaba con muestras de indecible alegría toda la sangre de sus venas para sellar con ella el bautismo que había recibido por mano de nuestros misioneros? ¿Quién no se sentirá interiormente trasportado de los afectos más vivos que la sincera piedad inspira al alma, asistiendo con la imaginación a otro espectáculo semejante que se representó muy luego en el propio lugar? Porque corría el año 1527 cuando este incomparable Niño sacrificó su vida con tanta constancia; y al cabo de dos años, esto es, en el de 1529 Antonio Xicotencal, nieto del intrépido guerrero que peleó tantas veces con Cortés, colmó con su heroica muerte la gloria de su ilustrísima familia matizando   —87→   con la preciosa sangre del martirio los infinitos laureles militares que había heredado de sus antepasados. El ejemplo del amo llevó tras sí a un pajecito suyo, asimismo de muy tierna edad y no menos fervoroso, de quien el historiador Torquemada hace distinguida mención9 y dice que se llamaba Juan.

De este modo la república de Tlaxcala, después de haberse hecho tan famosa por su constante fidelidad y amor a los españoles, se granjeó por la generosidad y firmeza de su fe un lugar muy esclarecido en los anales de la Iglesia mejicana. La religión y la patria deberán pues hasta la más remota posteridad conservar una viva memoria de los importantes servicios que la merecieron, y no dejarán nunca de mirar con harto sentimiento y dolor que un pueblo por tantos títulos respetable, un pueblo tan querido de nuestros monarcas, un pueblo favorecido, con tantos privilegios y exenciones por las mismas leyes que nos gobiernan, haya decaído tanto que en el día de hoy apenas se descubre en él la más ligera   —88→   sombra de su primitiva grandeza. Una gran parte de la ciudad se ve arrasada y destruida enteramente por las avenidas de un río que contribuía antes con sus aguas a hacerla más cómoda y deliciosa, la otra parte compuesta de casas medio caídas, y de las groseras y toscas cabañas de varios indios de la ínfima condición, en medio de estos escombros levantad a la espaciosa habitación de algunos ricos hacendados que podrían fácilmente mejorar la causa pública distribuyendo con equitativa economía lo sobrante de sus bienes, cuando ahora la debilitan y oprimen con el peso enorme de la usura (z). Las calles donde por dos veces se hicieron a nuestro ejército los brillantes honores del triunfo, y donde el grave Senado tlaxcalteca presidido por el anciano Magiscatzin salió con grande majestad y aparato al encuentro de nuestro General victorioso, desiertas ahora y solitarias, o frecuentadas por unos moradores cuya miseria y desnudez desmentiría la nobleza de sus tan ilustres ascendientes si de otro lado no lo acreditaran, además de la voz constante de la fama, los irrefragables documentos que todavía existen en su archivo, y los sepulcros de los expresados mártires que   —89→   se conservan en el templo de la Parroquia, aunque no con aquel esplendor y distinción que era justo y merecían.

Vuelvo ahora a lo que decía en orden al feliz suceso que tuvo entonces en estas provincias la predicación del Evangelio. Apenas hubieron calmado un poco los bullicios de armas y rumores de guerra, cuando se disiparon en gran parte las sombras y tinieblas de la idolatría. Los obispos Zumárraga y Garcés, asistidos de varios misioneros, contribuían infinito a tan inesperada revolución. Su celo era muy ardiente: su caridad sin límites: su aplicación infatigable, y eminente su prudencia y habilidad en dirigir tan arduo negocio. Olvidados del esplendor y grandeza de su dignidad, o por decirlo mejor, persuadidos que nunca serían en realidad tan grandes como cuando más se humillasen a ejemplo de los apóstoles, dejaban con indecible gusto su palacio para ir a buscar los idólatras en cualquier parte donde estuviesen, sin arredrarles jamás ni la aspereza de los caminos, ni la fiereza de los animales que entonces poblaban estos bosques, ni la molestia y peligro de tantos ríos, lagunas y pantanos, ni por último   —90→   la insalubridad del clima, que en lo que se llama aquí tierras calientes suele ser tan fatal a los europeos. Todo lo despreciaba, todo lo vencía el deseo de servir a la religión y animar y consolar a estos naturales. Hablaban a los indios con la mayor dulzura: tomaban un verdadero interés en todos sus infortunios o calamidades, les prestaban de buena gana y con rostro apacible y alegre todos los auxilios que dependían de su arbitrio, intercedían y mediaban por ellos con el magistrado, acariciaban mucho sus tiernos hijos, tomándoles en los brazos y regalándoles con aquellas cosas que conocían ser más del gusto de ellos y de sus padres; en una palabra, eran los protectores y padrinos de toda la tribu, a quien cubrían con su autoridad como un impenetrable escudo en las ocasiones en que la ambición o la avaricia de algunos europeos pretendía eludir con varios pretextos el freno saludable de las leyes para abusar de la ignorancia y sencillez de los indios. Entonces era cuando aquellos respetabilísimos. Prelados se valían de todo el influjo, representación y poder que les daba su alta dignidad. Rompían el silencio en defensa de sus amados neófitos y catecúmenos, echaban   —91→   en cara a los cristianos viejos su poca virtud y humanidad; les hacían ver cuan horrible cosa sea escandalizar con depravadas costumbres, a los pequeñuelos todavía débiles y flacos, y trastornar los caminos derechos del Señor, como decía san Pablo al mago Climas.

Por último, si sus amorosas exhortaciones eran desatendidas si las violencias y vejaciones continuaban, y la borrasca lejos de sosegarse iba por instantes encrudeciendo; entonces con voz sonora y fuerte elevaban sus quejas y lamentos al trono, bien seguros de que nuestros monarcas las oirían con interés por el tierno y muy compasivo cariño que profesaban a estos sus vasallos. La dulce persuasión, la amable sencillez, y aquella respetuosa libertad que respiraban todas las cláusulas de sus escritos, eran como un suave lenitivo del ardiente celo que las había dictado; y esta apreciabilísima circunstancia contribuyó sin duda a que tuviesen tan favorable y pronto despacho.

No lo han olvidado estos naturales; antes bien conservan aun muy viva su memoria, aunque se hayan pasado tantos años. Los indios   —92→   que viven actualmente en las cercanías de las dos grandes ciudades de Méjico, y Puebla, y que son los descendientes de aquellos antiguos neófitos, pronuncian con singular respeto el nombre de Zumárraga y de Garcés, poniendo a ambos prelados en el número de sus más insignes bienhechores. Y ¿qué diré de los indios del vecino, reino de Mechoacan? ¿Cuán grande, cuán extraordinario es el reconocimiento que profesan a su primer obispo el venerable D. Vasco de Quiroga que murió en el año de 1556? ¿No es cosa que causa asombro ver que después de dos siglos y medio no se ha entibiado, todavía en los corazones de aquellos naturales el antiguo afecto hacia su grande amigo y protector? ¿qué hablan de Quiroga como si le estuviesen aun mirando y oyendo? ¿qué cuentan la historia de los increíbles favores que le debieron sus antepasados, como si ellos mismos hubiesen sido testigos de estos remotísimos sucesos? Las indias de Mechoacan, dice Clavígero, parece quieren que sus hijos mamen en la leche estos tiernos sentimientos. Uno de sus principales cuidados así que empiezan a despuntar en ellos los primeros albores de la razón, es nombrarles muchas veces   —93→   al tata don Vasco, y enseñarles a menudo, su retrato para que se acostumbren de buena hora a distinguirle. Ya más grandecitos, les entretienen largos ratos pintándoles la felicidad que disfrutó su nación bajo la sombra de un prelado tan amable; acabando ordinariamente esta agradable narración con asirles de la mano, llevarles delante de una imagen suya, y doblar con ellos la rodilla hasta tocar el suelo en señal de íntima estimación y reverencia. La historia de las naciones cultas ¿presenta por ventura otro ejemplo de un reconocimiento tan antiguo, tan sincero y desinteresado? No lo creo, a lo menos no me ofrece ahora ninguno mi memoria.

Con todo eso hay escritores que se atreven a decir que estos indios no reconocen nunca los beneficios que se les hacen; y aun llegan a asegurar que sus almas no son capaces de este sentimiento, el más noble sin duda entre los que honran la especie humana. Yo me acuerdo de haber leído en distintos libros esta insolente proposición, la que me causó un grave escándalo aun cuando no había puesto el pie fuera de Europa. Me pareció que hablar así era pretender degradar a   —94→   estos pobres naturales de un modo sumamente injurioso; pues no sólo se tiraba a tratarles de puros salvajes, sino también a confundirles con las varias especies de monos de que abundan los bosques de su patria. No me podía en efecto figurar o imaginar que hubiese en todo el mundo alguna casta de moradores tan en extremo montaraces que no distinguiesen el amigo del enemigo, y que manifestasen la misma insensibilidad por los grandes beneficios que por las mayores injusticias.

Esto pensaba antes de salir del antiguo continente, antes de ver a estos indios. ¿Qué será después de haberles tratado? Yo soy y seré siempre testigo de la cariñosa gratitud con que estos naturales corresponden a los beneficios que se les hacen. No niego que son por lo regular muy desconfiados, y que esta pasión les hace no pocas veces parecer desagradecidos. Cualquiera no obstante podrá convencerse de que esta desconfianza y recelo es un efecto natural y casi inevitable del contraste y choque de su rudeza e ignorancia con nuestras luces y con nuestra refinada civilización, o tal vez de la mala fe que han experimentado en sus tratos con nosotros. Me he   —95→   asegurado de esta verdad viendo por repetidas experiencias que cuando los indios conocen que nada tienen que temer por parte de quien les favorece, entonces no hay género alguno de demostración con que no procuren acreditarle su fina y sincera correspondencia.

No se crea, ni se dé nadie a entender que esta y otras reflexiones en que he dejado espaciar mi pluma, de nada sirven para el asunto de que vamos tratando. No es así ciertamente. Estas que parecen digresiones encierran en mi concepto una de las principales llaves por donde los que han de tratar con estos indios pueden adquirir conocimientos sumamente importantes para saberse conducir. Lo he dicho ya, y no me canso de repetirlo. La dulzura, la afabilidad, la prudente condescendencia, la compasión, las palabras blandas, el tierno cariño nunca desmentido por acciones contrarias o dudosas, el semblante alegre, las limosnas repartidas con tino y acierto, y dadas no para librarse de la importunidad sino como un testimonio de benevolencia y como una prueba de los paternales sentimientos del corazón, han sido, son   —96→   y serán siempre los medios eficaces y seguros para que estos pobres nacionales pongan la debida confianza en sus ministros, les busquen, les consulten, les amen, dejen sus antiguas supersticiones, y lejos de esconder y sepultar debajo de tierra sus infames ídolos, les descubran ellos mismos y entreguen de bonísima gana.

Añádase a esto el regalar y acariciar a los niños en presencia de sus padres, tomarles alguna vez en los brazos sin disgustarse de su desaseo, visitar en persona sus chozas y escuelas, enterarse por menor de los progresos de cada uno, alabarles y repartirles algunos premios para que les sirvan de estímulo, y para que llevándoles a sus casas su vista y su posesión cause una imponderable complacencia a toda la familia. Añádase igualmente el manifestar grande aprecio y estimación de sus antigüedades, el hablarles a menudo de la nobleza y valor de sus antepasados, elogiar su rara habilidad, así en la construcción de suntuosos edificios como en la perfección de varias labores finas, y maravillarse de que hubiesen podido concluirlas a satisfacción careciendo del hierro y acero y no teniendo más que   —97→   instrumentos muy débiles; por último, no decir nada delante de ellos que pueda redundar en desprecio de sus estilos y costumbres, ni aun en lo tocante a la primitiva superstición.

Así debe hablar, así debe obrar el que pretenda persuadir a estos indios. Ha de ganar su corazón y su voluntad, antes que su entendimiento. No son ellos tan salvajes como muchos se imaginan; pero séanlo enhorabuena; con todo eso el amor, la afabilidad y blandura debieran ser las principales bases y los más poderosos resortes de la elocuencia que empleásemos para convencerles y atraerles a nuestro partido. El amor es una pasión casi irresistible, y por esto es comparado con mucha propiedad a la muerte; porque así como ningún hombre se libra de pagar este común tributo, así tampoco nadie hay, ora sea civilizado ora salvaje, que no sienta y experimente en sí mismo la increíble fuerza y poderío del amor. Todos los vicios y todas las virtudes nacen de tan inagotable manantial. Los dos principales arroyos que salen de esta fuente lo abrazan todo, y siguen una dirección opuesta según es contrario el impulso que reciben ambos al   —98→   empezar a correr. El uno nos lleva a la felicidad, el otro nos encamina a la miseria y desdicha. Las imágenes del primero son al principio ásperas, angostas, desagradables y cubiertas de zarzas y espinas; pero ensanchándose poco a poco su cauce, paran en un amenísimo y delicioso prado en donde el alma queda dulcemente embriagada de toda suerte de deleites. Al contrario el segundo, habiendo atravesado por floridos campos poblados de infinidad de árboles cargados de frutos de un suave pero engañoso sabor, llega casi improvisamente a un horrible estrecho, en el que redoblando las corrientes su funesta actividad, arrastran con espantosa furia a los navegantes y les precipitan de golpe en unos derrumbaderos y abismos de donde no les queda esperanza, alguna de salir.

La suerte pues buena o mala de todos los particulares depende de la calidad y fuerza de amor; y se puede asegurar, en cierta manera, que el hombre no se rinde nunca sino a esta pasión. El que pretende que los salvajes o los indios forman excepción a esta regla, les ha observado ciertamente muy mal. No niego, que a veces se ha de usar con ellos   —99→   de un tono firme y resuelto, y aun inspirarles temor; pero esta medicina, semejante a los eméticos y otros estimulantes muy fuertes, les será inútil y aun dañosa sino se usa con extrema precaución. Es preciso que en semejantes lances para quitar al temor una cierta calidad maligna que tiene a menudo, se le añada y mezcle una buena dosis de amor. El terror sólo sirve de poco, dado que no haga daño. El amor es infinitamente más activo; y de él y no del temor, deben esperarse las resultas más favorables en cualquiera ocurrencia. El miedo del cadalso, por ejemplo, detiene frecuentemente la mano de un homicida que iba a sacrificar a un inocente; pero el amor es el único que puede mudar la inhumana fiereza de su corazón en blandura y suavidad. El miedo del látigo, del cepo, de la cadena, obliga al esclavo a no tocar en la hacienda de su amo, y a reprimir los ímpetus del despecho y de la venganza cuando le reprende o castiga; pero la afabilidad y cariño de un amo prudente hace incomparablemente más; pues vuelve al esclavo de enemigo en amigo, como lo acreditan infinitos ejemplos antiguos y modernos. Por último, las armas europeas,   —100→   el cañón, el mortero, el buen orden de la infantería, y el ímpetu repentino y desolador de la caballería, son muy suficientes para llenar de asombro y espanto a los salvajes, y para ponerles en precisión de que dejen libres las costas, entreguen sus fortalezas, sus ciudades, sus minas y tesoros, y vengan ellos mismos a poner la cerviz debajo del yugo extranjero; pero ¿qué armas ni qué fuerza, pregunto, sino la del amor basta para calmar sus temores, para desvanecer sus desconfianzas, y para inspirarles la estimación, el respeto y la benevolencia hacia sus nuevos dueños? Sobre todo ¿qué armas ni que fuerza, sino ésta, puede alcanzar el mayor, el más útil y difícil triunfo, esto es, que los salvajes se aparten de la religión de todos sus antepasados para abrazar la de los conquistadores, y truequen de buena gana las halagüeñas prácticas de la idolatría por las virtudes, sólidas y austeras del cristianismo?

La gran dificultad que se ha hallado siempre en convertir a las naciones gentiles o paganas, suele vulgarmente atribuirse a que el primer fundamento de nuestra religión es la unidad de la naturaleza divina, y el de   —101→   la idolatría la pluralidad de los dioses, de lo que resulta que siendo estos dos principales artículos tan opuestos y contrarios entre sí, lo sean igualmente ambos cultos, de manera que no sólo el cristiano mire con cierto horror al idólatra, sino que también el idólatra tenga por impío al cristiano, huya de su trato y compañía, y no le dé oídos cuando pretende desengañarle de sus errores. Es menester pues mucho tiempo, mucha sagacidad y mucha diligencia a fin de que un misionero logre quitar tan grande embarazo, y abrirse un camino expedito y seguro para la ejecución sus proyectos. Sin aquel impedimento y tropiezo apenas habría nada que vencer, y la religión triunfaría fácilmente de la superstición en todos los países del mundo; pues ninguna de las demás trincheras de que podrían servirse los idólatras sería capaz de resistir, ni por un solo momento, a la luz viva y penetrante del Evangelio.

Esta es, como decía, la opinión vulgar. Y aunque algunos hombres doctos la tengan por harto probable, a mí me ha parecido siempre muy falsa. La necesidad de un supremo Dios y señor es tan clara, tan evidente y   —102→   tan conforme a la razón natural, que apenas se hallará pueblo alguno tan bárbaro y salvaje que a su modo no la reconozca. Las demás nubes de la idolatría han oscurecido más o menos esta verdad, según las varias épocas y países; pero nunca y en ninguna región han logrado ocultarla del todo. No examinemos ahora los gentiles del mundo antiguo porque no pertenecen al presente argumento: ciñámonos sólo a los americanos. ¿Quiénes más idólatras que estos naturales en tiempo de la conquista? ¿Qué pueblo o que nación hubo jamás tan adicta al culto de sus falsos dioses?

¿En qué ciudad se veían tantos templos con sagrados al demonio, como en Méjico? ¿En qué otro lugar corría con tanta abundancia al pie de los altares la sangre inmunda de víctimas humanas? Y ¿dónde era tampoco más crecido el número de los sacerdotes destinados a la veneración de los ídolos? Sin embargo, este pueblo tan pervertido y ciego no había aun desconocido enteramente la existencia de un Espíritu o de un Ser más perfecto y eminente, no sólo que todos los hombres, sino también que todos los dioses. El entendimiento, el corazón, la vista del sol, de la luna y de   —103→   las estrellas, la amenidad de la primavera, la fertilidad del otoño, el curso de los ríos y de las fuentes, el canto melodioso de los pájaros, la constante duración del mar y de las grandes lagunas, la uniforme correspondencia de los vientos, del calor, y del frío en las diferentes estaciones del año; y para encerrarlo todo en una sola palabra, la admirable y divina armonía del universo le enseñaba aquella verdad con voz bastante clara e inteligible.

A más de esto, la antigua tradición de dicho dogma, aunque desfigurada y oprimida con el confuso sistema de un extravagante politeísmo, había no obstante conservado algunas chispas de luz, y por todas estas razones dice San Pablo, hablando en general de los gentiles, que eran inexcusables en no reconocer a su bienhechor, porque Dios nunca se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien del cielo, dando lluvias y tiempos favorables para los frutos, llenando nuestros corazones de mantenimiento y alegría10. Y el insigne   —104→   misionero José de Acosta, tratando en particular de los mejicanos y peruanos, añade que los que predican el Evangelio a estos indios no hallan mucha dificultad en persuadirles que hay un supremo Dios y señor de todo, y que este es el Dios de los cristianos y el verdadero Dios11. Cree no obstante Acosta que, aunque tenían los mejicanos esta noticia de Dios, carecían de vocablo propio para nombrarle; pues no se halla, dice, en lengua de Méjico nombre que corresponda a este, Dios; como en latín corresponde Deus, y en griego Theos; por donde los que predican o escriben para indios usan el mismo nombre de nuestro español, Dios; acomodándose en la pronunciación y declaración a la propiedad de la lengua india. De estas dos observaciones de nuestro Historiador apruebo con sumo gusto la primera; pero no puedo dejar de maravillarme mucho de la segunda.

Es en efecto muy extraño que un Autor tan instruido en las cosas de estos naturales   —105→   asegure que en lengua de Méjico no hay vocablo propio para nombrar a Dios; cuando sabemos todos que no sólo le hay, sino que le ha habido siempre, y que el tal vocablo es Teotl, nombre sumamente parecido al Theos de los griegos; y aun digo mal sumamente parecido, pues es exactamente el mismo, no añadiéndose la t y l en la voz mejicana sino como una pura terminación. Con todo, no debe en manera alguna culparse a los primeros misioneros por no haber usado de la palabra nacional Teotl cuando predicaban o escribían para indios. Fue muy prudente precaución, porque debían temer que a dicha voz unían estos naturales una idea no del todo pura y limpia; pues sabían por el capítulo diez y siete de los Hechos de los apóstoles, que los areopagitas de Atenas, con ser unos hombres tan graves, habían colocado la ara del Dios desconocido entre los simulacros de Minerva, de Marte y de otras no menos detestables deidades; y no ignoraban tampoco que los emperadores Incas ofrecían sacrificios al Sol y a otros ídolos en el mismo templo que habían consagrado a Pachacamac, esto es, al Criador del cielo, y de la tierra.

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En vista pues de cuanto queda dicho me parece evidente que la pertinaz resistencia de estos indios en no querer rendirse a las razones de nuestros misioneros, y la violenta propensión que conservan hacia los usos y costumbres de su antiguo culto, aun después que se han convertido y bautizado, no proviene principalmente del dogma fundamental de la unidad de Dios, que nosotros creemos y ellos niegan, sino de la índole misma de la idolatría que es tan opuesta al genio de la religión cristiana, si puedo explicarme así; pues en ésta sólo se habla de privación, y en aquella se suelta libremente la rienda a las más halagüeñas pasiones. Yo aplicaré a los americanos lo que Bossuet escribe de los gentiles en común. Este imperio, diré, había envejecido en la idolatría; y encantado por sus ídolos se había hecho sordo a la voz de la naturaleza que gritaba sin cesar contra ellos.

¿Qué mucho, pues, que sea menester una fuerza más que humana para despertar a estos pobres indios de su profundo letargo, y hacer que abran por fin los ojos del alma y reconozcan al verdadero Dios? Los dulces y seductores sueños de la idolatría ocupan de continuo   —107→   su imaginación, y tienen embelesados todos sus sentidos y potencias; y así la luz brillante de la verdad debe incomodarles, y es preciso que entonces sientan en su espíritu una impresión semejante a la de un hombre que sale de un oscurísimo calabozo si los rayos ardientes del sol hieren improvisadamente sus ojos.

Son estos indios en extremo aficionados a los deleites. La borrachera y la lascivia tienen para ellos un extraordinario atractivo; porque sobre servicios tan agradables a nuestra naturaleza corrompida, respecto de estos moradores ejercen una fuerza incomparablemente mayor, pues toman su corriente de muy atrás, habiéndolos heredado de sus padres y abuelos, y mirándolos como el mejor lenitivo de los males y privaciones de la vida (ll). Nada expresaré aquí del desenfreno a que se entregan en orden a la deshonestidad. En cuanto a la embriaguez sólo diré que vemos todos los días como cuando un indio se halla en una grande pesadumbre corre luego a alguna pulquería o vinatería, que son los lugares donde se vende el pulque, la chicha y chiringuito, y allí no cesa de beber hasta que da consigo en   —108→   el suelo no pudiendo su celebro resistir a la vehemencia de aquellos licores. Lo mismo con cortísima diferencia sucede cuando experimenta sensaciones muy vivas de alegría, de lo que será fácil imaginar cuál es su conducta en lo perteneciente al otro vicio que no he querido describir.

No debe pues buscarse otra causa más poderosa que esta, así de la extremada repugnancia que tienen estos indios en abrazar de veras el cristianismo, como de la violentísima inclinación que muchos de ellos conservan por la idolatría, aunque se honren con el nombre de cristianos. La religión de estos indios es la religión del deleite; el baile, las farsas más indecentes y la borrachera misma forman una parte esencial de su culto. El amable pudor que la naturaleza parece haber dado a la virtud como un baluarte muy firme, de ningún lugar está más desterrado que de las fiestas y solemnidades que los indios idólatras consagran a sus falsos dioses. Y para que ningún remordimiento se levante jamás a perturbar la común alegría y algazara, su teoamoxtli o ritual tiende un velo sagrado sobre la fealdad de tan enormes excesos, santificándolos   —109→   con el ejemplo y la vida de los mismos dioses. ¿Cómo pues un pueblo acostumbrado desde la más remota antigüedad a estas abominables prácticas podrá olvidarlas de repente? ¿Cómo podrá oír con gusto que le hablen de abrazar una religión tal como la cristiana, esto es, una religión casta, severa y enemiga de los sentidos?

En el capítulo 24 de los Hechos de los apóstoles se refiere un acontecimiento que los misioneros y demás ministros de estas naciones idólatras no deben perder de vista. San Pablo había sido enviado de Jerusalén por el tribuno Lisias a Félix que era gobernador general de toda la Judea. Este Magistrado romano cobró especial afición al Apóstol desde la primera audiencia, conociendo que cuanto le objetaban los ancianos del Sinedrio era una mera calumnia. Al cabo pues de pocos días él y su mujer Drusila le concedieron otra audiencia privada. San Pablo hizo un enérgico razonamiento sobre la fe en Jesucristo, y al principio fue escuchado por los dos consortes con muestras de verdadero gusto. Pero como prosiguiese disputando de la justicia, de la castidad y del juicio que   —110→   ha de venir, se espantó el Gobernador idólatra de modo que no pudo sufrir oírle hablar más largamente sobre lo que tanto le afligía: y así le interrumpió y despidió, diciéndole resueltamente que se fuese que ya le volvería a hablar en otras ocasiones.

No dudemos, pues, que la causa principal de que estos indios se manifiesten tan en extremo apasionados por su antigua idolatría, es la misma que hizo que el Gobernador de quien acabamos de hablar se quedase idólatra, sin embargo de lo mucho que le supo decir San Pablo. Y ¿qué otra causa sino esta arrastró tantas veces al pueblo de Israel a la más detestable impiedad? Estaban los judíos acampados al pie del monte Sinaí recibiendo todos los días innumerables y clarísimos beneficios de la liberal mano de Dios. Un desierto inmenso les separaba de sus antiguos opresores y tiranos. Moisés les ponía continuamente delante de los ojos esta grande e inesperada felicidad, exhortándoles a ser agradecidos a aquel buen Señor a quien únicamente la debían. Quitad, les decía de en medio de vosotros toda suerte de ídolos. Nuestro Dios es muy celoso de su honra, y no quiere que dividáis   —111→   vuestro corazón entre él y aquellas infames deidades que adoran los demás pueblos. Su diestra omnipotente ha sepultado poco ha debajo de las olas del vecino mar, y a vuestra vista, a ese innumerable ejército de idólatras que pretendía reducirnos otra vez a la antigua y durísima esclavitud. ¡Hijos de Jacob! sed fieles al Dios de vuestros padres y viviréis siempre; yo os lo aseguro en el seno de la tranquilidad y de la paz. Así les habló varias veces Moisés sin lograr persuadirles. Estaban ausentes de Egipto con el cuerpo, pero su imaginación iba y venía incesantemente de aquel país donde habían seguido sin rubor la dulce pendiente de las pasiones. Estas eran sus verdaderos ídolos a quienes adoraban en secreto, habiéndoles erigido un altar invisible dentro de su propio corazón. Por este motivo, y no porque les pareciese increíble el dogma de la unidad de Dios, hicieron fundir el becerro de oro mientras Moisés estaba en lo alto de la montaña cercado de una espesa nube. El pueblo, dice la Escritura, se sentó a comer y beber con exceso; y luego hombres y mujeres, viejos y niños se levantaron a bailar alrededor de su nuevo dios.

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Desde este momento su indiferencia y desagradecimiento fue estremado. Olvidaron todos los favores y sólo pensaron en divertirse. No sabemos, se decían unos a otros, no sabemos que le ha acontecido a este Moisés que nos sacó de Egipto. Me abstengo de citar otros ejemplos semejantes, que cualquiera podrá recoger a manos llenas sin salirse de la historia del mismo pueblo.

Así pues, volviendo ahora a mis indios, no puedo menos de repetir una y mil veces que el que quiera curarles de la violenta propensión que tienen a la idolatría, debe ante todas cosas procurar que poco a poco vayan dejando la costumbre de embriagarse y aprendan a ser sobrios y castos. Se les han de quitar las ocasiones de uno y otro vicio en cuanto sea posible; y si para esto fuere necesario a los principios alguna severidad, podrá usarse de ella, con tal que se hermane con la dulzura y el cariño. Conozcan los indios, que si no se les permite el antiguo desenfreno y licencia, no es para incomodarles o disminuir sus deleites, sino para que les disfruten, mejor gozando de una salud perfecta, amándose recíprocamente, viviendo en profunda paz y   —113→   sosiego, sin riñas, sin odios, sin venganzas, rodeados de sus mujeres e hijos, y gustando en su compañía de todas las dulzuras de una vida racional.

Estas lecciones y estos consejos son tan conformes a la razón natural, que hasta las naciones más salvajes tarde o temprano se rendirán, como se les propongan e inculquen con el arte, con la mansedumbre, con la constancia y paciencia que el verdadero celo inspira. ¡Cuántos pueblos del antiguo continente se han convertido por este medio! La fuerza de las armas les hubiera hecho más indómitos y feroces; pero la dulce persuasión de la palabra y del ejemplo ablandó y suavizó paulatinamente sus costumbres hasta mudarles en cierta manera la naturaleza. Y si alguno dudase de esta verdad, tienda le ruego la vista por los florecientes reinos de Suecia, de Dinamarca y de Rusia; y después de haber admirado su actual ilustración y cultura, acuérdese de lo que eran sus moradores, no diré en tiempo de los griegos y romanos, sino en el primero y segundo siglo de la era cristiana. Pero sea de ello lo que fuere, aseguro de nuevo, en cuanto a estos indios, que   —114→   si se logra algún día disminuir su pasión hacia los dos vicios capitales de que he hablado, se verá como al mismo paso se enfría la inclinación que tienen ahora por mantener o renovar el culto abominable de los dioses. Se adoraba a Venus, decía Bossuet, porque los hombres se dejaban dominar por el amor sensual, y amaban su poder. Baco, el más alegre de todos los dioses, tenía altares porque se abandonaban los hombres, y por decirlo así, sacrificaban a la alegría de los sentidos más dulce y más fuerte que el vino. Un ministro prudente y celoso recogerá y destruirá sin gran dificultad todas las imágenes de los falsos dioses que estos indios todavía conservan con tanta vigilancia y cuidado en el fondo de las cuevas y en otros lugares solitarios, con tal que tenga la dicha de ahuyentar la otra especie de ídolos que mantienen y adoran en su corazón.

Pero no es sólo el amor de los placeres y el desenfreno de las costumbres lo que mantiene en nuestros indios esa violenta propensión a la idolatría, contribuye también a lo mismo otra causa principal que no creo sea muy conocida. Esta causa ¿quién lo imaginara?   —115→   es un vehementísimo miedo que estos naturales tienen al demonio. El origen de este terror parecerá poco menos que inexplicable; pero no puede ponerse en duda su existencia, por más que algunos, fiándose en observaciones muy superficiales, digan y sostengan en alta voz lo contrario. En efecto, he oído afirmar a varios eclesiásticos que estos idólatras mostraban siempre y en todo la misma insensibilidad e indolencia, que en vano se les hablaba del cielo y del infierno, pues ni deseaban lo uno, ni temían lo otro; y por último, que no había más estímulos para despertar y poner en movimiento su alma estúpida sino la impresión inmediata de un bien o de un mal presente. Para asegurarme de esta que ellos calificaban de verdad innegable, me decían que les había sucedido mil veces exhortar a sus indios a que detestasen sinceramente los pecados de que se confesaban; que para lograrlo se habían valido de todas aquellas razones que les parecieron más proporcionadas a su corta capacidad, pero que no habían sin embargo recogido ningún provecho por la increíble indiferencia, de sus penitentes, los cuales cuando se les preguntaba, por ejemplo,   —116→   si volverían a embriagarse, solían estar un largo rato suspensos, y rompiendo luego el silencio, , respondían resueltamente, volveré: ¿por qué he de engañar? -Pero como vuelvas, no irás al cielo.- Es verdad, padre. -Pero, hijo mío, al fin te llevará el demonio y te sepultará en un horno inmenso de voraces llamas que te atormentarán, sin consumirte por toda la eternidad.- Y si Dios lo quiere así padrecito, ¿qué hemos de hacer? Satisfechos, añadían, los penitentes con tan absurdo sofisma se levantaban de nuestros pies sin perder ni un solo instante su ordinaria tranquilidad.

Hay mucho que decir sobre estas relaciones. Yo me persuadí desde el principio que los hechos eran ciertos, tal concepto me han merecido siempre las personas que me los contaron. Pero acercándome cada día más y más a los indios para observar mejor su carácter nacional, y formarme una idea clara de sus opiniones en orden a la religión, he venido en convencerme de que las consecuencias que se pretendían deducir de los referidos acontecimientos son por la mayor parte falsas, especialmente en lo que toca a no temer estos   —117→   indios al demonio; pues es constante que, lejos de mirarle con absoluta indiferencia como se supone, le tienen al contrario un extremo terror, el cual influyendo a veces con demasiada fuerza en los humores del cuerpo llega a debilitar considerablemente su salud. Y este ridículo terror que heredan los hijos da los padres, y que la educación doméstica y las infinitas supersticiones, ya públicas ya privadas, aumentan y suben mucho de quilates, es en mi concepto, conforme acabo de insinuar, uno de los más copiosos y perennes manantiales de donde nace la funesta adhesión de estos indios a la idolatría. Voy a demostrarlo.

Los testigos que se examinaron en la sumaria de que tanto uso he hecho hasta aquí, declaran a una voz que si ellos y los demás vecinos del pueblo habían ofrecido tantos sacrificios a los ídolos o embueques de las cuevas, esto había sido porque según la persuasión general de todos sus paisanos dichos embueques podían más que Dios, pues eran más corajudos, y que esta persuasión, sobre venirles ya de sus padres y abuelos, la confirmaban todos los días sus sacerdotes o adivinos, amenazándoles con la terrible venganza   —118→   de aquellas deidades si eran remisos y flojos en su culto. No hay en el particular la más leve sombra de oposición entre las mencionadas declaraciones, aunque los testigos sean de diferente sexo y edad. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes dicen exactamente una misma cosa. Todos ponderan el extraordinario y en su dictamen irresistible poder del demonio. Todos convienen en atribuir a su indomable rencor las enfermedades, las muertes desgraciadas, las malas cosechas, las inundaciones, el hambre, la peste, las viruelas desoladoras, y otros semejantes acaecimientos. ¿Quién pues dudará que esta funestísima preocupación sea la que les hace tan tímidos y pusilánimes, obligándoles a recurrir a cada instante a sus supersticiones y hechicerías?

El ejemplo de las demás naciones idólatras acaba de poner en claro este descubrimiento. Léase, por no detenerme en citar a otros autores menos conocidos, léase digo lo que escribe Lafiteau en orden a la iniciación de un piaya o adivino caribe; y se verá que las teurgias de estos salvajes llevan consigo el mismo sello que los oráculos de los antiguos paganos, tales como nos les pintan no sólo los   —119→   poetas, sino también los historiadores y filósofos. Estallidos horribles en los alrededores del templo o adoratorio, el suelo temblando debajo de los pies, huracanes que parecen abatir los árboles del bosque sagrado, negras nubes acumuladas sobre la cabeza, espeso humo, ladridos de perros, y en medio de tanta confusión y desorden los asistentes sobrecogidos y atónitos de terror, y la pitonisa o el sacerdote agitados y casi despedazados por violentísimas convulsiones, erizados los cabellos, pálido y demudado el semblante, y temblando todo el cuerpo; este es, repito, el sello general con que se dan a conocer los vanos prestigios y visiones de los idólatras antiguos y modernos. ¡Qué diferencia entre estas visiones y la que tuvo en el monte el santo profeta Elías cuando Dios se le manifestó enseguida de un suave y fresco vientecillo que alentaba el verdor y frescura de los árboles, aplacaba las olas del mar poniendo su superficie tersa como la de un cristal, llenaba el corazón de mil dulces sensaciones, y en una palabra, alegraba y daba nueva vida a toda la naturaleza! Non in commotione Dominus, sed in spiritu aurae lenis Dominus. Ni la   —120→   superstición ni la religión pueden jamás desmentirse. El carácter de la primera es el miedo y pavor; el de la segunda el amor y la esperanza, de la cual se desprende la siguiente observación muy importante.

Los actuales idólatras mejicanos creen que el demonio ejerce un poder tiránico sobre los hombres, sin ser capaces de señalar ninguna razón de un hecho tan extraño. Solo dicen que el demonio es muy corajudo, que es lo mismo que en extremo cruel y vengativo. En lengua del país se da a este espíritu inmundo el nombre de tlacatecolotl, voz compuesta de dos palabras, tlaca que equivale con corta diferencia a persona, y tecolotl que significa búho, ave aborrecida de casi todas las naciones, y que pasa entre los idólatras mejicanos por símbolo o ministro del demonio.

Pero yo me inclino a creer que el miedo que tienen los indios al demonio no tiene por único objeto el librarse de los infortunios que les puede causar en esta vida; sino que se extiende a los males todavía mayores con que les puede atormentar después de la muerte. Me lleva a pensarlo ver que entre los dioses mejicanos había uno que se llamaba Mictlanteuhtli,   —121→   voz que significa literalmente el Señor del infierno: ver que su templo era conocido con el nombre de Talxicco, que vale lo mismo como si dijéramos en las entrarías u ombligo de la tierra: ver la grande y clara analogía que hay entre este ídolo su y mujer Mictecacihuatl, y el Plutón y Proserpina de los griegos y romanos; ver por último (y esto es lo que me hace más fuerza) que la imagen del mencionado ídolo, que se conserva muy bien grabada en el plano inferior de la célebre estatua de la diosa Teoyaomiqui existente en aquella real Universidad, tiene alrededor del vientre un gran círculo de llamas muy encendidas, como las tienen igualmente varios ídolos de los calmukos zungoras, conforme se describen en la obra del ábate Chappe d'Auteroche. Y no deja de admirarme que D. Antonio de León y Gama, escritor tan erudito y puntual, no haya hecho alto en esta particularidad, en la que se descubre un resto tan apreciable de la antiquísima tradición, así de la inmortalidad del alma, como de la suerte infeliz que cabe a los malos en el otro mundo.

Pero tiempo es ya de poner fin a este escrito;   —122→   y así sin querer entregarme por ahora a ulteriores investigaciones en orden al sistema religioso de estos naturales, me contentaré con asegurar que el prototipo o ejemplar de sus ídolos era el demonio, y no Dios. Al demonio dirigían sus votos y sacrificios, por ser como ellos decían muy corajudo. Al demonio levantaban templos, consagraban sacerdotes y dedicaban estatuas y pinturas en todas las ciudades. El Rey del cielo y de la tierra, el Padre de todos los dioses, el supremo Teotl, no recibía ningún género de homenaje en la vasta extensión del imperio mejicano, ni en lugar alguno veía representada su imagen, o porque estos indios, habiendo llegado en este punto al extremo de depravación posible, no se curaban de implorar la protección de un Señor que es de suyo sumamente bondadoso y compasivo; o porque (y esto es lo más verosímil), semejantes a los impíos del libro de Job, se daban a entender que Dios estando abismado y reconcentrado, digámoslo así, en su propia felicidad, se había desprendido enteramente de las cosas de acá abajo, a las que paseándose Él todo el día por encima de los ejes y polos del cielo, no se dignaba de   —123→   dar jamás ni una sola mirada. Circa cardines coeli perambulat, nec nostra considerat. El sofista Porfirio, reducido y estrechado sobre manera por los invencibles argumentos de algunos santos Padres, hubo de hacer esta ingenua confesión12 en orden a los gentiles de la erudita antigüedad. Y yo me persuado que tenemos harto fundamento para asegurar lo mismo de estos idólatras. Por lo que se ve con cuanta razón, dijo David13, que todos los dioses de los gentiles son demonios, pero que él Señor hizo los cielos.

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ArribaAbajoDisertación octava

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ArribaAbajoDisertación sobre el verdadero sentido en que decía famoso Ginés de Sepúlveda que los indios naturalmente esclavos

Son muchos los escritores extranjeros que hablan, así de nuestra conquista de América, como del modo con que tratamos en lo antiguo y continuamos tratando hasta el presente las numerosas naciones y tribus de indios que rodean de todas partes estas colonias. Pero pocos de estos filósofos, imitando la noble ingenuidad y amable modestia de un Platón o de un Sócrates, más bien que la licencia perjudicial y atrevida de Bayle o de Voltaire, dirigen sus raciocinios o investigaciones al descubrimiento   —128→   de la verdad; y más bien acostumbran cubrirla y ocultarla no pocas veces bajo el aparato pomposo de misteriosas sentencias y brillantes declamaciones. Sé muy bien que en esta parte de la historia de nuestro país, como en la de todas las naciones, se leen tal vez algunos hechos singulares que, a manera de borrones, la oscurecen y afean. Y como yo no apruebo ninguna defensa hecha a expensas de la justicia y de la razón, no me empeñaré nunca en disculpar los excesos y descuidos que merecen ser reprendidos. Pero confieso ingenuamente que no puedo ver con paciencia que estos verdaderos excesos y descuidos se exageren de propósito, y que se finjan impunemente otros nuevos sin más motivo ni objeto que el de deprimirnos y escarnecernos. Este modo de pensar es el que me he puesto ahora la pluma en la mano, y el que en ciertos lugares de mis anteriores escritos me ha hecho tal vez prorrumpir en quejas un poco fuertes contra las sátiras y sarcasmos de algunos extranjeros. Pero me tranquilizo, con la esperanza de que ningún lector juicioso reprenderá estos movimientos espontáneos   —129→   y casi indeliberados de indignación. Porque, ¿qué hombre de honor pretenderá que deba quedarse uno con toda su sangre fría mientras está viendo que se aja y desprecia tan injustamente el honor nacional?

No se me oculta que muchos de estos escritores enemigos de España han proferido en groseras y tan indecentes invectivas, y las han escrito con tanta ligereza que no merece que nadie se tome la pena de impugnarlas directamente. Pueden servir de ejemplo las reflexiones de Marmontel sobre los Incas. Sé muy bien que este libro ha logrado grande aplauso en Europa; pero ¿qué necesidad hay de refutarle cuando es tan claro, que quitándole los adornos postizos de elocuencia con que le engalanó su Autor, no queda de él otra cosa sino un despreciable tejido de errores palpables y de manifiestas y groserísimas contradicciones? Los Incas de Marmontel pasan en el Perú por una novela elegante, aunque llena de ponzoña; del mismo modo que en el Canadá se lee el famoso diálogo del Barón de La Hontan como un romance ameno, pero inverosímil y en sumo grado malicioso. Lo que acabo de afirmar de Marmontel   —130→   puede aplicarse con más o menos propiedad a casi todos los demás escritores anti-españoles.

Uno hay que no debo ciertamente confundir en dicho número. Este es ¿quién lo creyera? es, repito, el célebre Montesquieu, del cual debemos igualmente maravillarnos y quejarnos en atención a que, deseando ser tenido por filósofo tan grave y por tan profundo político, haya no obstante tratado de nuestras cosas de América con una animosidad y con un desprecio tan extravagante, que sólo se podría tolerar en alguno de esos autores efímeros y superficiales que él manifiesta despreciar tanto en el Espíritu de las leyes.

Quiero, pues, detenerme un breve rato en impugnar a este Autor, por la mucha estimación y celebridad que logran en algunas partes de Europa sus escritos. Yo estoy sin duda muy distante de aprobar los desmedidos y estudiados elogios de Mr. D'Alambert; pero me consta que no son pocos, aun en nuestra península los que creen o a lo menos aseguran como él, que Montesquieu fue un filósofo lleno de sinceridad y buena fe: que fue el hombre de todos los países: que fue   —131→   en la política lo que Descartes en la filosofía; y por último, que fue un autor que por sólo el libro del Espíritu de las leyes tiene ya bastantes títulos para ser amado de todas las naciones, y para tomar un asiento distinguido en el inmortal templo de la fama14.

Voy, pues, a presentar a este grande hombre, a este crítico tan respetable por su sinceridad, a este sublime e imparcial político trasformado de repente en satélite de los nuevos filósofos, y no desdeñándose de imitar su pueril osadía contra España. Son en realidad muchos y muy ridículos los cargos con que se ha dignado honrarnos aquel austero e inflexible presidente, y que ha esparcido con singular disimulo en varios capítulos de su obra favorita; pero yo he elegido no más de dos que propondré aquí separadamente.

¿Sea, pues, el primero el que se lee en el capítulo 18 del libro 8? del citado Espíritu de las leyes. Hablando Montesquieu en aquel   —132→   lugar de los caracteres propios de una monarquía, dice lo siguiente con su acostumbrado tono de oráculo: «Nadie me cite a España. Su ejemplo prueba más bien lo que yo digo. A fin de guardar para sí la América, hizo lo que nunca ha hecho él mismo despotismo: destruir los antiguos habitadores.» Sancte, dirá alguno, quis non haec Jupiter, exclamat, simul atque audivit? Con todo eso no me pondré yo ahora a impugnar seriamente esta primera calumnia. Ella es de suyo tan atroz y tan poco merecida, que me parece debería bastar para que todas las naciones cultas lejos de sentirse obligadas a amar a Montesquieu, como lo pretende Alambert, le mirasen al contrario, con un género de desconfianza, por no decir de indignación y enfado. Porque a la verdad, no deducir ninguna, prueba de lo que se afirma en perjuicio del buen nombre y honor de toda una gran nación, es a cuanto puede llegar el exceso, de la impudencia y descaro ¿Quién duda, pues, que aquella infundada cuanto terrible calumnia será para quien bien lo mire como una mancha que nada podrá jamás borrar, y que en el concepto de la justa posteridad, no sólo eclipsará   —133→   toda la hermosura del Espíritu de las leyes, sino que afeará también en algún modo el carácter moral y honrado de su Autor?

En efecto, los principios de justicia y de equidad escritos con caracteres indelebles en nuestra alma, y aprobados de consuno por todos los hombres civilizados y salvajes, nos enseñan que es una acción fea y despreciable infamará alguno sino cuando además de precisarnos a ello alguna causa sumamente justa, podemos citar testigos muy abonados. Nada pues añadiré yo aquí en orden al bárbaro y maquiavélico proyecto, que Montesquieu atribuye tan maliciosamente a nuestros mayores, acusándoles de que temiendo que sus inmensas conquistas en el Nuevo Mundo a la larga vendrían a escapárseles, digámoslo así, de entre las manos; determinaron hacer de las dos Américas, antes que esto sucediese, un solo y vastísimo desierto.

¡Qué vergonzoso es para un orador, dice Cicerón, acusar a otro de un crimen que éste puede rechazar fácilmente con un solo: No hay tal; con el que, como si le echase, un tapa boca, le obligue a que calle y confiese, con su silencio lo inconsiderado e injusto   —134→   de la pretendida acusación! Y ¿qué se dirá, pregunto, si esto propio sucediese, no a un orador, sino a un filósofo; y no a un filósofo cualquiera, sino a quien como Montesquieu asegurase de sí mismo que había empleado veinte años continuos en averiguar y examinar la historia civil y política de todas las naciones en particular, primero que desplegase los labios para hablar del espíritu general de las leyes? Sólo, pues, al referido primer cargo diré con Robertson: Que por el honor del género humano, debe observarse como en ninguna época ha habido nación tan bárbara, que deliberadamente y con entero conocimiento formase jamás un proyecto tan execrable como lo hubiera sido el que el Autor del Espíritu de las leyes parece atribuir a los conquistadores de la América.

El segundo cargo que nos hace Montesquieu se halla en el capítulo tercero, libro quince de la citada Obra; y se reduce a decir que nuestra corte intentó despojar a los indios recién conquistados de su natural y primitiva libertad: en lo que parece que Montesquieu se contradice a sí mismo, pues conforme acabamos de ver dejó escrito en el capítulo   —135→   diez y ocho del libro octavo, que el verdadero proyecto de España había sido destruir los primitivos habitantes de América, a fin de quitarles de una sola vez y para siempre todos los pretextos y motivos de rebelión. Sin embargo no me atreveré a dar a entender que esta contradicción merezca en mi concepto ser reprendida o criticada. Porque los apasionados de aquel Autor no dejarán de salir al encuentro con el libro de Alambert en la mano, y harán ver, no sin una maligna sonrisa, que el ingenio sublime de Montesquieu no se contradice nunca, sino que a veces se retira y oculta de intento en una cierta oscuridad. Pero lo que parecerá oscuridad al vulgo de los lectores, no lo es, añadirán, para la clase de aquellos que el ilustre Autor tuvo a la vista. Además la oscuridad voluntaria no puede llamarse oscuridad. Nuestro gran político, habiendo de presentar de cuando en cuando unas verdades cuya manifestación directa y absoluta hubiera podido chocar sin algún fruto, tuvo la prudencia de envolverlas; con cuyo inocente artificio las ocultó de aquellos a quienes hubieran sido dañosas, y las dejó   —136→   descubiertas únicamente para los sabios. Pasando pues en silencio éste que en realidad parece gran defecto, digo que el segundo cargo que nos hace Montesquieu, bien que, en sí no sea tan fuerte y atroz como el primero, en el modo y circunstancias lo es quizá mucho más. Y a fin de que se vea que lo digo con fundamento, procuraré según mi costumbre traducir fielmente sus palabras que son las siguientes: «López de Gama dice que los españoles hallaron cerca de santa Marta algunas canastas donde los naturales tenían sus tesoros y provisiones. Consistían éstas en cangrejos, cigarras, limazos y langostas. Los vencedores formaron de ello un crimen a los vencidos. El Autor, prosigue Montesquieu, confiesa que sobre esto se fundó el derecho que hacia a los americanos esclavos de los españoles; además de que fumaban tabaco, y no se hacían la barba a la española. «Montesquieu, valiéndose aquí tal vez de uno de aquellos inocentes artificios que tanto celebra Alambert, no expresa quienes fueron los que levantaron sobre tan débiles cimientos el imaginario derecho de reducir a esclavitud a los americanos. ¿Se atribuirá, pues, aquella enorme falta de   —137→   raciocinio a los jurisconsultos, de nuestra corte, a los militares y aventureros que conquistaron aquella provincia, esto es, la de santa Marta? Nada absolutamente responde. Montesquieu sobre el particular a los lectores vulgares; pero en cuanto a los sabios, se descubre y manifiesta lo suficiente para que echen de ver que la mencionada acusación no tanto debe dirigirse contra algunos particulares, cuanto contra toda la nación española. Porque luego de haber referido aquellas memorables expresiones, que según dice, copió del tomo 13 de la Biblioteca inglesa, sin detenerse un solo momento a examinar la verosimilitud o falsedad del hecho, y sin dar tiempo para que se reflexione cuán fuera de camino va el decir que un gabinete de Europa se valiese de motivos tan frívolos y pueriles, cuando tenía a mano otros muchos infinitamente más plausibles; prorrumpe de repente en esta gravísima sentencia: Los conocimientos, dice, granjean al hombre una condición dulce y blanda: la razón lleva a la humanidad, a la que sólo las preocupaciones nos hacen renunciar.

Estoy seguro de que este tono firme y   —138→   decidido con que se explica Montesquieu es el que ha contribuido más que otra cosa a seducir algunos eruditos, los cuales deslumbrados por la aparente brillantez de su estilo, no han considerado que en asuntos de tanta importancia no se debe nunca mirar a la autoridad y fama del escritor o crítico por grande que sea, sino a las razones y testimonios en que funda lo que asegura o escribe. Yo, pues, que no amo sino la pura verdad, y que no obstante de las injurias con que nos honra el Filósofo francés. Te agrego de buen corazón a los que aplauden su extraordinario talento; apuntaré aquí con la mayor ingenuidad lo que pasó realmente tanto en América como en España en orden a hacer o no esclavos a los indios.

Y lo que afirmo, en primer lugar, es que los dos Reyes católicos ya desde el principio de nuestros ruidosos descubrimientos en las islas de América, manifestaron cuán particular cariño les merecían estos naturales; pues mandaron expresamente que no sólo fuesen libres, sino que gozasen iguales y aun mayores privilegios que los demás vasallos, quiero decir, los españoles. Añado que este constante   —139→   amor y cariño no se desmintió nunca. Quedan todavía en el Código americano algunas constituciones de aquellos dos Monarcas, de las cuales es fácil colegir como en medio de continuos y gravísimos negocios nunca perdían de vista a estos naturales; y que su amor les sugería incesantemente nuevos medios con que ponerles al abrigo de todo ataque y opresión. Bien sabido es aquel riguroso decreto que expidió la reina doña Isabel para que los pobres americanos que Colon había llevado a España fuesen sin pérdida de tiempo restituidos a sus hogares: y podemos ahora asegurar con toda confianza que si el digno real Esposo de aquella compasiva Princesa quitó al cabo de algunos años el mando de la América al General italiano, no lo hizo de puro desagradecido, interesado o celoso, como lo supone Robertson, sino porque llegaron finalmente a sus oídos desde santo Domingo, Puerto Rico y Jamaica muy repetidas y sentidas quejas de la desmedida dureza y poca humanidad con que aquel famoso Jefe trataba a estos remotos isleños.

Pero tal es la suerte de las grandes monarquías especialmente de las que tienen colonias   —140→   opulentas in regiones muy distantes de la metrópoli, que sin embargo del heroico desvelo de unos Príncipes tan humanos no dejaron de cometerse ya en su tiempo varios excesos contra la libertad de los indios; porque primeramente sus decretos, bien que tan ejecutivos, perdían algunas veces su fuerza en la distancia, como dice elegantemente Solís, al modo que la flecha se deja caer a vista del blanco, cuando se aparta sobradamente del brazo que la encamina. Y a más de esto sabemos que la codicia ha sido en todos tiempos, lo mismo que es ahora, quiero decir, una pasión halagüeña y dulce en la apariencia, pero en el fondo indómita y feroz: una pasión que se irrita comúnmente y toma incremento en razón de los mismos obstáculos que se la oponen, y que como pueda, rompe todos los frenos con que la religión y él gobierno pretenden en vano reprimirla.

No se busque, pues, otro origen de las verdaderas tropelías que se cometieron en unas islas tan apartadas de España, y en cuyas riberas y montañas veían los conquistadores brillar incesantemente el funesto resplandor del oro y de la plata.

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Jamque nocens ferrum ferroque

nocentius aurum

Prodierat: prodiit bellum, quod

pugnat utroque.

De una parte aquellas riquezas produjeron en el ánimo de no pocos aventureros y militares su más ordinario efecto, que es fomentar y enardecer el vehemente deseó de ir adquiriendo siempre nuevos tesoros. Y de otro lado la escasez de noticias y la confusión inevitable en todos los primeros descubrimientos y entradas: un cierto espíritu de anarquía que nunca deja de llevar tras sí cualquier conquista por moderada y justa que sea; y sobre todo, como he dicho, la inmensa distancia en que aquellas recientes colonias se hallaban de la metrópoli, facilitaron varias veces a los pobladores europeos un atrevimiento y una impunidad que indudablemente fue muy perjudicial al bien de aquellos isleños. ¡Pobres indios!, permítaseme exclamar de este modo: ¡la grata fertilidad del suelo patrio, que para otros es un manantial inagotable de prosperidad y dicha, era para vosotros origen de grandes   —142→   desgracias! Ricos con los bienes que la naturaleza os ofrecía a manos llenas y sin ningún trabajo, la criminal avaricia de algunos molestos huéspedes os arrancaban de vuestras solitarias chozas, obligándoos a buscar con el sudor de vuestro rostro ese mismo oro que vosotros con tanta razón despreciabais, porque el desenfrenado lujo de los pueblos civilizados no había aun inundado vuestro país (a). ¡Pobres indios!, vuelvo a repetir: teníais a la verdad en España no se diga un amo, sino un padre, quien de lo alto de su augusto trono, cubierto recientemente de palmas y laureles, tendía a menudo la vista y las manos hacia vosotros, y cuidadoso e inquieto por vuestra suerte formaba instrucciones, promulgaba leyes y aplicaba diferentes medios para prevenir o suavizar vuestros males. Pero ¿de qué os aprovechaba esto por entonces, si el interés y osadía de algunos de vuestros huéspedes dejaba en gran parte burlados los amantes desvelos de tan benéfico Monarca y de sus celosos ministros? Pero volvamos a nuestro asunto.

¿En qué juicio cabe atribuir a nuestra corte unos excesos que nacían únicamente de la codicia de algunos particulares? Éstos, teniendo   —143→   a la sazón en las manos unas armas victoriosas, viéndose esparcidos a pelotones en el fondo de inmensos bosques o de interminables cordilleras y llanuras, y considerándose a dos mil leguas de distancia de los tribunales, se imaginaban que podrían libremente y sin temor de ser descubiertos contentar una pasión que, como la ardiente sed de un hidrópico, es de suyo insaciable, y sólo se deja vencer por la constante y porfiada resistencia. Así piensan comúnmente los hombres de cualquiera nación o país, cuando despreciando los amables consejos de la religión y no haciendo caso de las voces de la humanidad y del honor, se dejan llevar ciegamente por los estímulos de las pasiones; y así en efecto pensaban y obraban, no lo debemos negar, algunos de los que vinieron a estas islas en compañía de Colón.

Pero nuestra corte, pregunto ¿qué parte tenía en estos excesos? Los mismos particulares que los cometían procuraban ocultárselos con igual esmero y vigilancia, que un reo de pena capital se esconde, huye y evita por todos los modos posibles el encuentro de aquellas personas que le presentarían, quisiese o   —144→   no quisiese, delante del magistrado. Pasó, pues, mucho tiempo sin que en España se pudiesen saber de raíz los atentados que algunos pobladores cometían en las islas del seno mejicano. Finalmente los lamentos de los infelices que padecían, allí una opresión violenta llegaron a oírse indistintamente en nuestra península. Pero ¿fueron acaso los mismos indios, fueron los escritores extranjeros los que llevaron hasta el pie del trono estas tristísimas y justísimas quejas? No ciertamente. Había aún en el corto número de aquellos aventureros, pobladores y militares algunos a, quienes la codicia no había podido seducir. Había aún en tan pequeño escuadrón algunos españoles que, conforme escribe el Inca Garcilaso trataban a los indios como a sus propios hijos: españoles dignos verdaderamente de este nombre, pues no habían decaído de la noble generosidad y clemencia de nuestros mayores. Ellos, pues, fueron los que tomaron a su cargo la defensa y protección de aquellos naturales; tanto levantaron el grito, que lograron llegase a fijar la atención de nuestros soberanos, de sus ministros y de toda la nación.

Y ¿no es verdad que a la primera noticia   —145→   que tuvo D. Fernando el Católico de estos inesperados crímenes, se enterneció sobremanera su corazón, viendo que la religión y la causa pública habían tenido que ceder al desmedido interés y antojo de los particulares? ¿No es verdad que en aquel mismo momento empezó con singular energía a tomar las providencias que le parecieron más oportunas para oponer un poderoso dique a tantos males? ¿No es verdad que esta misma tan inquieta y extraordinaria eficacia con que sin la menor dilación quiso acudir al consuelo de los indios y en jugarles con su real mano las lágrimas, ofreció, según decíamos arriba, un especioso pretexto a algunos críticos extranjeros para que le tratasen de poco, agradecido a Colón, quien le había dado, conforme ellos dicen, nada menos que el imperio de un Nuevo Mundo? Y ¿no es verdad, finalmente, que los pocos españoles inconsiderados o crueles que había en las islas de América vieron luego su conducta impugnada, afeada y desacreditada en todo extremo por sus propios paisanos de Europa? Pues si esto sucedió así como en realidad sucedió, y no pueden negarlo los que tanta ojeriza tienen a España; ¿quién, pregunto   —146→   de nuevo, quién sino un escritor cegado enteramente por un extravagante espíritu de partido se atreverá a echar en rostro aquellos excesos a toda nuestra nación?

En cuanto a mí, aseguro que no puedo, contemplar las varias escenas pertenecientes a este punto y ejecutadas en aquel tiempo, ya en España ya en América, sin irme insensiblemente tras la opinión del erudito abate D. Juan de Nuix, quien cree que la misma, humanidad de los españoles es una de las razones porque ha sido infamada nuestra nación por algunas plumas extranjeras; mientras se ha pintado, a los demás europeos, que tienen asimismo colonias en una y otra india, como unos pueblos dotados de singular clemencia y dulzura hacia sus vasallos ultramarinos. Son en efecto muy sólidas las razones en que funda Nuix esta proposición, aunque no niego que puede haber tal vez demasiado fuego en las reconvenciones que con dicho motivo dirige a los extranjeros. Me parece no obstante cierto que se dejan estos casi siempre llevar en la presente materia más pronto de la pasión que de la razón; pues al paso que se encarnizan tanto contra España,   —147→   nos ocultan con singular cuidado las faltas del mismo género que comete su nación, aunque sean muy repetidas y enormes. Y a este propósito quiero ahora citar un ejemplo que nadie juzgará traído fuera, de tiempo.

Hace no más de dos días que entreteniéndome con la lectura de cierto Viajero moderno a quien soy muy apasionado, vi con grande sorpresa y complacencia que su conocido amor al bien general de la humanidad le daba aliento para publicar que sus paisanos de la pequeña colonia de... le habían ocasionado el disgusto de ser testigo de la crueldad con que tratan a los esclavos negros. Pero esta inesperada satisfacción me duró muy poco pues en otro escrito, del propio Autor hallé al instante la nota siguiente que contiene una palinodia de aquella tan laudable delación. Hay un error, dice, en la descripción de... que se halla en mi primer viaje. Los habitantes de la colonia están lejos de tratar cruelmente a sus esclavos, a lo menos a sangre fría. Sin embargo, sabe toda Europa que la nación de quien se había quejado aquel Viajero no ha sido nada escrupulosa en el particular: que ella ha sido antes   —148→   bien más que ninguna otra la que ha enviado infinitos navíos a las costas ardientes, donde aquella casta numerosa de esclavos logra, en medio de su miseria, la inapreciable suerte de nacer libre: que ella ha sido más que ninguna otra la que ha ido a comprarlos o cogerlos, no como el sagrado derecho natural prescribe, sino como se han aconsejado los intereses mal entendidos del comercio. Ella es, finalmente, la que tantas veces sin dar muestras del menor escrúpulo ha llenado con aquellos toscos pero inocentes naturales las lóbregas y apestadas bodegas de sus buques, y después, los ha llevado a vender, con el mismo poco miramiento e inhumanidad casi a todos los puntos del mundo conocido.

A lo que he dicho hasta aquí se me responderá, ya lo veo, que España estuvo muy lejos de tratar a los indios con la dulzura y benignidad que vanamente me he esforzado, a pintar; pues los anales y crónicas de aquellos tiempos publican sin rebozo que por espacio, de muchos años fue opinión muy válida entre nosotros que los americanos eran naturalmente esclavos; y, que esta opinión no corrió sólo por el vulgo, sino que halló acérrimos   —149→   defensores entre los más sabios nacionales. ¿Qué español por ejemplo, dirán, había entonces que en punto de erudición y doctrina pudiese ponerse al par de Ginés de Sepúlveda? Sin embargo fue él quien sostuvo más tenazmente que otro alguno la supuesta natural esclavitud de los indios: fue quien intentó con grande escándalo de Europa privar a tantas naciones salvajes de un sagrado y precioso derecho con que naturaleza ha honrado exclusivamente al hombre, como queriendo demostrar que le había criado para rey y soberano de todo el mundo. Fue, por último, quien autorizó con sus sofismas las enormes vejaciones causadas por los conquistadores y pobladores de América y quien tuvo valor para decirles en alta voz: los indios que habéis conquistado con las armas son vuestros esclavos: vuestra conciencia no tendrá nunca motivo para reprenderos el que les hayáis tratado y continuéis tratando como tales.

De este modo y aun con expresiones más indecentes hablan no pocos extranjeros del insigne Sepúlveda, y quieren que su pretendida infamia recaiga sobre nuestra nación, de   —150→   la que era él entonces respetado y consultado a manera de oráculo. Y aunque yo podría fácilmente alejar y desvanecer todo ese negro nublado con que nos amenazan, diciendo que aquel grande hombre era un simple particular, y que así sus opiniones por extravagantes que fuesen no deben ni pueden atribuirse a toda la nación; y tanto menos, cuanto esta por boca de su monarca el emperador Carlos V decidió aquella ruidosa disputa, como es notorio, a favor de la libertad de los indios: con todo no quiero valerme de esta ventaja, antes bien me propongo demostrar con la mayor evidencia que la mordaz crítica con que los extranjeros tratan sobre el particular a Sepúlveda encierra una atroz aunque al mismo tiempo pueril calumnia, que no tiene otro fundamento que el confundir y variar el sentido que aquel español daba constantemente a la palabra esclavitud cuando sostenía que los indios eran naturalmente esclavos.

Era Sepúlveda hombre doctísimo y con su extraordinaria erudición y talento hacía honor no sólo a España sino también a su siglo, como lo escribe el italiano Florido Sabino15.   —151→   Y aunque estaba versado casi igualmente en todas las ciencias, se había dedicado, no obstante con singular esmero a cultivar y perfeccionar la filosofía que en aquel tiempo se llamaba nueva, que no era otra sino la de Aristóteles restituida a su primitivo lustre y esplendor, y limpia de las infinitas manchas con que no había cesado de afearla ya la poca pericia de los antiguos traductores, ya las muchas y ridículas sutilezas de los comentadores y sofistas modernos. En todas las academias de Europa admiraban y celebraban a porfía a nuestro Español, como el hombre que más había trabajado en abrir un ancha camino que facilitase el tratar con elegancia, con gusto y aun con provecho las opiniones del antiguo peripato; las que, por decirlo así, a manera de un vasto campo erial habían permanecido por tanto tiempo cubiertas enteramente de espinas y abrojos. Pero subid todavía de punto la admiración que se tenía generalmente del talento y habilidad de Sepúlveda, y se repitieron con mayor aplauso   —152→   sus alabanzas, especialmente en Italia, cuando salieron a luz los libros de la Política de Aristóteles puestos por él en latín y enriquecidos de su mano con muchas notas y comentarios: de cuya obra dice expresamente Gabriel de Naudeo16 que será siempre muy estimada de los hombres de ingenio y talento. Y, en efecto, campea y sobresale en todas sus páginas un conocimiento sumamente exacto de la lengua griega, una elegancia nada común en el uso de la latina, y una vastísima erudición de cuanto pertenece a las doctrinas de los filósofos de Atenas. Pero ¿pretendo yo por ventura tejer aquí el elogio de Sepúlveda? No; sino descubrir el verdadero y puro manantial de donde nació su opinión sobre la natural esclavitud de los indios, de la que toman un pretexto tan injusto los extranjeros para reprenderle e infamarle.

Digo, pues, que habiendo aquel doctísimo Español hecho constantemente su principal estudio de las obras de Aristóteles, como lo confiesa él mismo17, a nadie debe parecer   —153→   extraño que en la famosa disputa de que vamos hablando defendiese con empeño que los indios eran naturalmente esclavos. Porque, ¿quién ignora que una de las proposiciones que el Príncipe de la escuela peripatética más se esfuerza a establecer, es que como hay hombres que son por naturaleza libres, así al contrario hay otros que son por naturaleza esclavos? No pocos párrafos del primer libro de los políticos se emplean únicamente en persuadir esta proposición. Y aunque ella a primera vista tenga no sé que aire de paradoja, especialmente para los ingenios superficiales; y aunque el Autor del Espíritu de las leyes hable de ella con el mayor desprecio; sin embargo, bien considerada, ni deja de tener fundamento, ni favorece en manera alguna a la tiranía o violencia.

Sepúlveda, pues, a imitación del Filósofo griego, era de dictamen que la naturaleza parecía haber destinado los indios para esclavos, según bastantemente lo daban a entender sus limitadas luces y su poco y débil manejo en todo lo que respecta a la economía y política. Añadía que por este motivo debía mirárseles como a unos hombres que   —154→   en lo moral jamás salían de la infancia, o a lo menos no llegaban nunca a la edad perfecta. De lo que colegia que así como a los niños no les hacemos, ninguna injuria, sino que les procuramos un singular beneficio, teniéndoles bajo la dirección de sus padres y ayos; así tampoco se causaba perjuicio a los indios sujetándoles al dominio de los gobernadores y encomenderos, con tal que éstos, como debía escrupulosamente procurarse, fuesen hombres juiciosos, dotados de un corazón noble, y de sentimientos no viles e interesados, sino generosos y compasivos. Confiar los americanos al dominio de unos amos de tan relevantes circunstancias, le parecía a Sepúlveda que era un expediente ventajoso a los mismos indios.

Pero ¿de qué dominio, pregunto, hablaba? Del mismo sin duda que establece Aristóteles en el lugar citado: de un dominio, quiero decir, ideado y bosquejado en cierto modo por la misma naturaleza que es no madrastra, sino verdadera madre de todos los hombres: de un dominio semejante al que el alma ejerce sobre el cuerpo (ésta es su comparación); de un dominio, por último, que interesa   —155→   no menos al esclavo que al dueño. La verdadera imagen de esta servidumbre y de este dominio quería Sepúlveda que se buscase, no en la cruel y desnaturalizada tiranía de que habían ya entonces dado muy funestos ejemplos algunos europeos, sino en la moderada y suave tutela de cuya sombra benéfica querían, las antiguas leyes romanas que no se separasen jamás las mujeres. Lo querían, digo, antes que el desenfreno del lujo asiático, el desorden y libertinaje introducido por las guerras civiles, y el loco capricho y antojo de los últimos emperadores, hubiesen aflojado y debilitado, los principales resortes con que se había sostenido por tantos siglos la república. Los jurisconsultos modernos hallarán quizá que esta imagen no es del todo exacta; pero a mí me basta que ella nos dé una idea muy clara de lo que en efecto pretendía Sepúlveda.

Deseaba pues este grande hombre, el cual no era menos humano y virtuoso que docto y erudito, deseaba que el dominio de los españoles se fundase sólo en la mutua utilidad que, según él pensaba, había de resultar infaliblemente a favor de las dos naciones.   —156→   Y ¿quién hablando con ingenuidad podrá extrañar que así pensase Sepúlveda? ¿Quién negará que pueden darse casos en que la esclavitud sea ventajosa al mismo esclavo? Posidonio a lo menos atribuye18 a un raciocinio y a un principio semejante el nacimiento de una cierta esclavitud a la que la razón y la humanidad asintieron sin la menor repugnancia. «Hubo, dice, en lo antiguo algunos hombres que, sintiéndose destituidos de las luces, de la advertencia y de la previsión que cada uno de nosotros ha menester para gobernarse a sí mismo y para procurarse el necesario vestido y alimento, se entregaron espontáneamente a otros hombres, en quienes entreveían un entendimiento más despierto y una experiencia más ilustrada. La utilidad recíproca que esta especie de convenio ofrecía tanto al amo como al esclavo, y la mutua proporción o correspondencia en que se hallaban las facultades espirituales y materiales de uno y otro, producían entre los dos, prosigue Posidonio, una dulce inclinación   —157→   y benevolencia que se acercaba mucho a la verdadera amistad». Y esta esclavitud, pregunto yo ahora, este dominio tan suave que es puntualmente el mismo que Aristóteles y Sepúlveda pretendían establecer ¿no deberá por ventura llamarse justo y honesto? A lo menos ¿no se le podrá dar en cierto modo este título con tanta propiedad como se concede por los jurisconsultos romanos a la otra especie de esclavitud nacida sólo de los usos y prácticas de la guerra? ¿A aquella esclavitud que ningún pueblo culto ha introducido o permitido jamás, sino en consideración del terrible orgullo e indómita fiereza que la victoria infunde a los hombres, la que sin este saludable freno pudiera causar y hubiera ciertamente causado en todo el mundo estragos y desastres mucho más crueles y sangrientos? ¡Cuán fácil me sería correr aquí la pluma en defensa de Aristóteles, y manifestar como algunos autores modernos, o por no haberle leído nunca, o por haberse contentado con leerle muy por encima, le han hecho en el particular tan poquísima justicia! Pero mi intento no es al presente defender al Jefe de los antiguos, y ya olvidados peripatéticos; sino poner   —158→   a cubierto a nuestro insigne Sepúlveda de las modernas sátiras con que tantos escritores extranjeros no cesan de infamarle.

Lo he dicho ya, y ahora lo repito de nuevo. Nunca nuestro ilustre Filósofo, nunca, ni aun en el más grande calor de la especie de desafío literario que tuvo con Fr. Bartolomé de Las Casas, dijo ni dio a entender que fuese provechoso o lícito a los españoles atribuirse sobre los indios americanos un derecho de verdadera y absoluta propiedad. Jamás fue de este dictamen. Y cuando aseguraba tan resueltamente que los referidos indios eran por naturaleza esclavos, sólo pretendía hablar de aquella esclavitud tan apacible y suave que, conforme acabamos de ver, se diferencia muy poco de una perpetua tutela. Sus calumniadores o no le entendieron o, lo que es más probable, disimularon que le comprendían para poderle embestir a su salvo y dar sobre él, como suele decirse, a carga cerrada. Pero aún hay más. Esta misma segunda especie de esclavitud, que es de suyo tan dulce, sólo parecía justa y razonable a Sepúlveda, en lo que mira al presente caso, en cuanto se daba a entender que había de resultar de ella el bien   —159→   y felicidad más de los indios que de los españoles. No de otro modo que de la potestad paternal del tutor dimana la seguridad y prosperidad física y moral del pupilo.

Creía él, y lo creía con otros muchos grandes hombres de su tiempo, que los americanos eran como unos niños, capaces de seguir sin tropiezo por las sendas de la vida social y de la educación religiosa únicamente cuando se les lleva de la mano; pero expuestos a infinitos y muy graves riesgos desde el instante en que se les deja a solas con otros de su edad, o se les permite gobernarse libremente por sí mismos. Apoyaba Sepúlveda esta idea en aquella general; estupidez que se nota en casi todos los indios, y que a primera vista se juzga serles natural. Esta torpeza hubo precisamente de parecer mucho mayor en aquel siglo; ya porque se ignoraba cuales fuesen en realidad las costumbres y, usos, tanto domésticos como civiles y políticos, de los habitadores de este nuevo mundo; ya porque nada apenas se sabía de sus varios y dificilísimos idiomas; ya sobre todo porque es verdaderamente inevitable que la imaginación abulte en extremo las cosas y objetos muy extraordinarios   —160→   y nuevos cuando de improviso se le presentan. Es preciso entonces mucho tiempo para volver de la primera sorpresa, que tanto se asemeja a un profundo y agradable sueño.

Ahora que tenemos ya una idea más exacta de la índole, inclinaciones y caprichos de estas singularísimas tribus; ahora que a fuerza de una prolija y enfadosa aplicación hemos logrado aprender su gramática, y formar copiosos diccionarios de su lengua; ahora que hemos vivido, tantos años en medio de sus rancherías; ahora finalmente que hemos observado muy despacio, examinado, analizado y comparado una por una todas sus prácticas e instituciones, conocemos ya mucho mejor que los españoles del tiempo de Carlos V cuáles son los verdaderos y naturales límites de su capacidad y talento; y vemos a vista de ojos y tocamos con la mano que su ingenio, bien que tosco y grosero, puede sin embargo perfeccionarse y pulirse. Largas y repetidas experiencias nos han enseñado que la activa y despierta vigilancia de un hábil labrador es suficiente para quitar poco a poco las malezas y arrancar las espinas que inutilizan   —161→   esta preciosa viña, al parecer estéril ingrata, y volverla con el tiempo no sólo propia para el cultivo, sino extremamente amena y fecunda. En efecto, la ardiente y oficiosa caridad de los misioneros, su activo celo y su infatigable aplicación han obrado en una y otra América mil prodigios de esta especie. Tribus innumerables de indios atraídos por la dulzura, por el desinterés, por la paciencia y por la vida irreprensible de aquellos varones apostólicos, han bajado espontáneamente de los montes, o han salido fuera de los bosques y paramos; y despojándose de buena gana de su antigua rudeza, se han ido de día en día civilizando más y más, y han imitado y copiado en lo posible nuestras costumbres. ¡Felices!, cuando no han tenido a la vista sino modelos de virtud, ¡y cuando no les hemos escandalizado presentándoles el continuo y pernicioso espectáculo de nuestros vicios! Sabemos además que los indios aprenden sin dificultad la lengua castellana; y que no son pocos los que se han dedicado con fruto a las ciencias siempre que se les han facilitado los medios de hacerlo, de modo que los prelados más celosos y prudentes no tienen reparo de elevarles   —162→   al sacerdocio, y aun de confiarles el gobierno espiritual de algunas parroquias (b).

Todas estas experiencias, todas estas luces y noticias que tenemos nosotros, faltaron por la mayor parte a Sepúlveda. Y así no debe de causar ninguna maravilla que, fundado en las diminutas relaciones que pasaban entonces por muy circunstanciadas y auténticas, formase un concepto poco ventajoso de la capacidad y talento de estos indios. No es de admirar que, creyéndoles incapaces de gobernarse por sí mismos, sabiendo que pasaban una vida más bien de bestias que de hombres; y enterado de como se dejaban llevar desapoderadamente del ocio, de la pereza, de la embriaguez, de la lujuria, de la cólera y de la venganza, fuese al fin de dictamen que se les haría favor teniéndoles perpetuamente en aquella especie de tutela o esclavitud moderada que hemos explicado. Le parecía efectivamente que, bien pesado todo, éste era el único medio de que podía echarse mano para lograr que estos pobres naturales gustasen algo de las proporciones y bienes sin número que ofrece a los hombres la vida social, cuando está anivelada con las máximas de la religión pura y benéfica   —163→   del cristianismo. Pudo en esto engañarse nuestro Sepúlveda, como en realidad se engañó; pero su equivocación fue de todo punto inocente, no teniendo ni aun la más pequeña raíz en la voluntad.

Sin embargo, a este grande hombre, que mereció ser tan celebrado por su virtud y literatura en el siglo de Cuyacio, de Turnebo, de Erasmo, de Luis Vives, de Pinciano, de Antonio Agustín y de Mureto, a este insigne español que predicó y aconsejó siempre a sus paisanos la clemencia, la compasión y caridad con los indios, ¿se atreverá Mr. Marmontel a atribuirle la inaudita y sacrílega opinión de que los asesinatos que algunos europeos cometieron en América estaban autorizados y aún ordenados por un lugar del Deuteronomio? Y otro Autor, asimismo extranjero y tan poco moderado y escrupuloso como Marmontel, ¿dirá sin el menor rodeo que Sepúlveda no sólo promovió aquella detestable opinión, sino que aseguró una y muchas veces que podía matarse a los indios sin escrúpulo alguno, ni siquiera de pecado venial? Pero ya no es necesario hablar más en su defensa: porque así como el Sol (mi amor y mi   —164→   celo, me sugieren a un tiempo esta comparación), así como el Sol apenas se deja ver sobre el horizonte deshace luego con sus brillantes rayos los negros y groseros vapores que se habían acumulado en la atmósfera al favor de las tinieblas de la noche; así también apenas se han publicado las inmortales obras de nuestro Sepúlveda, cuando su resplandeciente luz ha descubierto cuan mordaces e injustas eran las invectivas y sátiras con que algunos filósofos del día habían esperado vanamente hacer exorable su memoria.

Es justo que diga ahora dos palabras en orden a la prudente y sabia conducta con que se gobernó entonces nuestra nación. La famosa disputa de que hemos hablado duró algunos años en todo su vigor. Los votos de los particulares estaban divididos inclinándose, como suele suceder, ya a uno ya a otro de los ilustres campeones. La corte, con curiosa aunque tranquila atención, se mantuvo por algún tiempo espectadora del combate, sin declararse por ninguno de los dos opuestos partidos. Finalmente el emperador Carlos V, como ya queda insinuado, después de haber oído en distintas ocasiones el dictamen de hombres   —165→   doctos e imparciales, firmó e hizo publicarla célebre decisión en que se prohíbe que jamás y por ningún pretexto o motivo, aunque parezca justo, se pueda causar el más leve perjuicio a la libertad política y civil de los indios, de la que, añade el Monarca, nos consta que son tan capaces como los mismos españoles (c).

Esta memorable providencia, monumento eterno de la justicia, de la piedad y generosidad nacional, se ejecutó luego en las dos Américas; pero con tal ardor, que el deseo demasiadamente vivo de favorecer a los indios les causó considerables perjuicios, conforme lo asegura el Inca Garcilaso que fue testigo de vista: tan cierto es lo que decíamos al principio, que si en América se cometieron algunos excesos y se trató a veces a los naturales con crueldad, nuestra nación no tuvo en ello la menor parte. El sincero aprecio con que miro y amo a los pueblos cultos no me permite cotejar ahora la conducta que tuvo España cuando se dudó si sus indios podían o no ser hechos esclavos por los pobladores o conquistadores europeos, con la política que han observado nuestros rivales   —166→   cuando en sus parlamentos se ha controvertido si era lícito hacer esclavos a los negros. Sólo diré que en España se disputó de la esclavitud de los americanos, y éstos fueron inmediatamente puestos en pacífica y segura posesión de su libertad. En París y en Londres se ha disputado quizá aún con más energía de la libertad de los africanos, y éstos se han quedado tan esclavos como antes y con menos esperanzas de romper en algún tiempo sus pesadas cadenas. Los que leyeren el presente escrito continuarán, si quisieren, esta comparación sacando de ella las demás ilaciones que no dejarán de presentárseles al instante.

Entretanto pondré aquí tres o cuatro cláusulas dictadas por el célebre Hernán Cortés, y que yo desearía poder grabar con letras de oro en todas las ciudades y pueblos de América y Asia en donde los europeos tienen colonias. Las he tomado de su testamento. Cortés lo mandó escribir poco antes de su muerte, cuando no se había aún publicado la célebre decisión de Carlos V. Así, pues, habla en el párrafo 39 del expresado testamento: «Ítem, porque acerca de los esclavos naturales de Nueva España, así de guerra como de   —167→   rescate, ha habido muchas dudas u opiniones sobre si hanse podido tener con buena conciencia, e hasta ahora no está determinado; mando que todo aquello que generalmente se averiguaré que en este caso se debe hacer para descargo de las conciencias en lo que toca a los esclavos de la dicha Nueva España, se haga e cumple en todos los que yo tengo: encargando como encargo a D. Martín, mi hijo e sucesor, e a los que después de él sucedieren en mi Estado, que para averiguar esto hagan todas las diligencias que convengan a el descargo de mi conciencia e suyas.» Hasta aquí el párrafo 39; y en el párrafo 41: «Ítem mando que porque demás de los tributos que yo he llevado de los dichos mis vasallos, he recibido de ellos otros servicios así personales como reales, e también sobre esto hay opiniones si se pueden recibir con conciencia o no; mando que se averigüe asimismo lo que yo he recibido de estos dichos servicios demás de lo que me perteneciere, e se les pague e restituya todo lo que así pareciere que justamente deben haber.» Si me pudiesen oír ahora Montesquieu, Raynal, Paw y Marmontel con que gusto esforzaría la voz, y abriendo delante   —168→   de ellos aquel precioso escrito: ¡Éste es, les diría, el verdadero Hernán Cortés: éste es el inmortal conquistador del grande imperio mejicano; y no el Cortés que vosotros habéis dibujado con tanta infidelidad en vuestros escritos satíricos!





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