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DISERTACIÓN SÉPTIMA

NOTA A, pág. 8.

Ésta puede designarse como otra de las causas porque, después de tres siglos que han corrido desde la conquista, no tenemos aún ninguna historia de Méjico que pueda llamarse completa, pues la de D. Antonio Solís, aunque traducida en todas las lenguas cultas de Europa, aunque celebrada a competencia de nacionales y extranjeros, y aunque tan recomendable por los rasgos de elocuencia y por las profundas reflexiones de política de que está como entretejida, es por otra parte un bosquejo sumamente imperfecto, poco exacto a veces, y siempre muy diminuto para lo infinito que había que decir. Si hemos de dar asenso a algunos críticos imparciales, dicha Obra no tanto debe de considerarse como una historia de Nueva España, cuanto como un   —292→   panegírico de su inmortal conquistador D. Hernando Cortés.

Los cuatro tomos de Clavíjero publicados en la ciudad de Cesena de Italia en 1780 y 81 contienen a la verdad mayor número de ideas y presentan un retrato más fiel de los mejicanos, que el que formó la delicada pluma de nuestro famoso Cronista; pero no por eso están libres de equivocaciones, ni expresan todo lo que una curiosidad erudita puede apetecer. Clavíjero, que era natural de Veracruz y que había vivido muchos años en la Puebla de los Ángeles, en Méjico, en Guadalajara y en otras ciudades principales, logró en el particular una ventaja que no pudo disfrutar Solís, esto es, la de examinar con sus propios ojos y observar por sí mismo una gran parte de las cosas que después le sirvieron de materiales para su obra, pero también por otro lado Solís, que no era criollo, pudo juzgar y hablar de ciertos puntos con más imparcialidad; porque el amor natural de la patria en cuyo seno, se había criado, que amaba tiernamente y que no esperaba ver más, hizo incurrir a su rival en varios tropiezos perdonables ciertamente en un escritor como él, pero no por eso menos perjudiciales a la verdad de la historia.

Quizá tendríamos en el particular una historia completa, si el caballero Lorenzo Boturini Benaducci hubiese podido dar la última mano a la que estaba meditando mucho tiempo había, y de la que publicó   —293→   un ensayo o idea en Madrid en 1746. Este doctísimo e infatigable italiano estuvo mucho tiempo en Méjico recogiendo con increíble diligencia cuantos documentos se hallaban en los archivos de esta capital y de otras ciudades. No contento de esto, se internó por todas las provincias y lugares del reino en donde pensaba encontrar algún monumento de la antigüedad: recorrió asimismo las costas de uno y otro mar, y llegó a tanto su celo, que para observar mejor las costumbres y carácter de los indios no tuvo reparo de pasar muchos días y noches en su compañía, viviendo con ellos en la más estrecha familiaridad, y comiendo y durmiendo en sus chozas, sin arredrarle la asquerosidad y mal olor que reina en ellas, y la falta de toda especie de comodidades a que se exponía.

Varios sujetos me han asegurado que con tan constante aplicación recogió Boturini una infinidad de noticias muy exquisitas, las cuales hubieran sin duda alguna esparcido una clara luz sobre los puntos de historia mejicana que ahora permanecen envueltos en las más oscuras tinieblas. Pero los mismos me confesaron con harto rubor que una política demasiado celosa había desvanecido las lisonjeras esperanzas que los amantes de la historia americana fundaban ya con singular complacencia en el infatigable celo y extraordinaria erudición de aquel noble milanés. En efecto, su riquísima colección de manuscritos, de pinturas y otras antigüedades mejicanas,   —294→   que tantos sudores y desvelos costaba a su dueño, se malogró enteramente. La mayor y mejor parte quedó como confiscada en un rincón de aquel real Palacio, hasta que al cabo de muchos años el virrey D. Antonio María Bucareli la hizo con muy prudente acuerdo trasladar a la biblioteca de la Universidad; de la cual sin embargo se volvió después a sacar no sé con qué motivo. Y otra pequeña porción, que Boturini había logrado salvar, digámoslo así, de entre las llamas de una persecución tan imprevista, o pereció luego en su viaje a España, o en manos de su albacea D. Mariano Veytía, quien parece que no tuvo medios ni oportunidad para comunicar al público los apreciables restos de un tesoro tan abundante.

De este modo el museo mejicano de Boturini corrió casi en nuestros días una suerte, aunque muy distinta, no menos fatal y desgraciada, que la que sufrió en el siglo décimo sexto la abundantísima colección de primorosos diseños y pinturas al natural de más de mil y doscientas plantas indígenas de este nuevo mundo, ejecutada por nuestro insigne Francisco Hernández, colección en la que, según Acosta, había expendido Felipe II como unos sesenta mil ducados; colección, finalmente, que por sí sola bastaría para desvanecer la pretendida barbarie, que, Linneo atribuye a nuestra nación en punto a botánica. Unas sospechas muy inciertas e incoherentes, pero adoptadas incautamente por el magistrado, acabaron   —295→   en poco tiempo con aquel museo, y la colección de Hernández pereció acaso consumida lentamente por el polvo y la polilla en una de nuestras más insignes bibliotecas; pues tengo motivo para pensar que no es verdad lo que se ha dicho tantas veces, que fue víctima del famoso incendio que hubo en la librería del Escorial en el siglo décimo séptimo.

Por último, el prusiano Barón de Humbold dio muestras poco ha de tomar a pechos la ilustración de tan apreciable ramo de literatura en todo lo concerniente a estas vastísimas provincias. Después de haber reconocido con singular esmero esta América meridional, se trasladó en 1803 a la septentrional. Y aunque no emprendió en ella largos viajes como Boturini, antes bien casi siempre se estuvo quieto en Méjico, no obstante logró recoger muchas y muy apreciables noticias tocantes a su intento. Porque halló un gran recurso en el archivo de aquel virreinato, que se le franqueó con suma generosidad, no reparando en que no era español, sino extranjero. Y además tuvo la fortuna de encontrar en los Catedráticos del real estudio de minería, y en el Profesor real de botánica, no sólo unos sabios que pudiesen darle muchas luces, sino también unos verdaderos filósofos que quisiesen comunicárselas sin hacerse de rogar y sin el menor misterio. Con todo eso, no me atrevo aún a esperar todas las ventajas posibles de las memorias   —296→   americanas que, según se cree, publicará luego Humbolt: y por más que he procurado tranquilizarme en el particular, no he podido hasta aquí desvanecer enteramente el temor que tengo de que este ilustre viajero alemán corresponderá por fin a los muchos y señalados favores con que le distinguimos en Méjico y en el Perú, con la misma moneda con que el célebre navegante francés La-Perousse nos ha pagado la extraordinaria confianza y liberalidad con que le auxiliamos y honramos en Chile, en Californias y en Manila.

He dicho que no poseemos todavía una historia completa y perfecta de la Nueva España; y efectivamente no lo es tampoco la de Gomara, de Herrera y de algunos otros escritores del siglo décimo sexto. Conozco sin embargo que los expresados Gomara y Herrera deben de ser consultados en el particular con mucho más respeto que Clavijero o Solís; porque éstos escribieron por la mayor parte de unos hechos cuya autenticidad había ya excitado muchas y muy reñidas disputas entre los eruditos; de unos hechos que, tanto el odio y envidia de las naciones rivales de España, como el celo tal vez demasiado ardiente de algunos españoles había procurado desfigurar y deslucir; de unos hechos, por último, que la extrema credulidad de algunos y el excesivo pirronismo de otros habían como a competencia envuelto en las más espesas tinieblas; de modo que el célebre Autor de los establecimientos ultramarinos   —297→   se atrevió a decir con su acostumbrada satisfacción que la historia antigua de la Nueva España sólo presentaba a los buenos críticos una verdad cierta: esto es, que Motezuma gobernaba el imperio mejicano cuando los españoles desembarcaron en las costas de Méjico.

Al contrario, ni a Gomara, ni a Herrera puede aplicársele ninguno de los reparos que acabamos de insinuar. Herrera, además de haber sido un escritor diligente, sincero y de mucho juicio, como es notorio, vivió en tiempos no muy remotos de la conquista de estas provincias; pues publicó sus cuatro décadas a últimos del siglo décimo sexto. Las varias pasiones de los hombres no habían aún tenido ocasión de tender sobre la verdad de aquellos acontecimientos el oscuro velo que con el tiempo se hizo casi impenetrable a los ojos de los demás historiadores. Mucho menos la habían tenido aun en tiempo de Gomara. Este docto español conoció y trató a muchos de los conquistadores de Méjico, y logró la apreciabilísima ventaja de oír de su boca la relación de aquellas memorables acciones que pueden competir con las mayores que han visto los siglos; y siguió también por espacio de algunos años correspondencia epistolar con varios de los primeros misioneros. Por estas dos canales no sólo llegaron a Gomara noticias muy importantes y curiosas, sino que su historia adquirió un grado de probabilidad o certeza moral, a la que según toda apariencia ni Clavíjero, ni   —298→   Solís, ni ningún otro moderno han tenido derecho de aspirar.

A pesar de esto, y de que nadie duda que aquellos dos Autores profesaban un grande amor a la Verdad, y se mantenían por lo mismo igualmente lejos de la malignidad y presunción que de la adulación y lisonja, dos opuestos escollos en que hemos visto naufragar no pocos escritores modernos; a pesar de esto, vuelvo a repetir, mi dictamen es y ha sido siempre que cuando Gomara y Herrera nos hablan de la extraordinaria feracidad de estos remotísimos países, de la naturaleza y calidad de su suelo, de la diversidad de los animales y plantas que le cubren y hermosean, de sus preciosísimos frutos, y de las grandes ventajas que la medicina y las artes pueden sacar fácilmente de una vegetación tan robusta, tan copiosa, y tan variada; y sobre todo cuando se ponen a contarnos muy por menor las costumbres, los usos, la religión, y tradiciones de estos indios, debemos escucharles con alguna precaución y cautela, haciendo la debida justicia a su notorio celo y sinceridad, pero suspendiendo a cada paso el asenso; no dejándonos arrastrar nunca por la novedad y belleza de las pinturas; conteniendo al contrario dentro de sus debidos límites la viveza y fogosidad de la imaginación, que tanto se complace en formar novelas agradables a despecho y pesar de la austera verdad; y finalmente no perdiendo, ni por un solo momento, de vista que en semejantes materias más que en ningunas   —299→   otras tiene lugar la célebre sentencia del Poeta griego, que la fuerza y nervio de la sabiduría consiste en no creer con demasiada facilidad.

En efecto, aunque el siglo en que fue conquistada esta América y en que escribieron aquellos dos respetables Varones abundó de sujetos grandes en todas líneas; aunque fue un siglo de oro no solamente para Italia, sino también para España; aunque las brillantes luces que esparció aquel siglo por toda Europa disiparon poco a poco la barbarie e ignorancia en que estaba tanto tiempo había sumergida; no obstante las ciencias naturales no lograron por entonces ningún progreso considerable. Era en aquel tiempo muy fácil hallar oradores elocuentes, anticuarios eruditos y humanistas que hablasen con elegancia el idioma de Cicerón y de Demóstenes. Las riberas del Tajo y Guadalquivir, no menos que las márgenes del Tíber y del Po, resonaban continuamente con los dulces y sublimes cantos de los poetas italianos y españoles; pero nada había al mismo tiempo tan difícil como descubrir en toda la extensión de Europa un razonable físico o un mediano botanista.

Aristóteles, Teofrasto y Plinio habían compuesto a la verdad algunos tratados muy a propósito para internarse en el conocimiento del reino vegetal y animal, y habían descrito con bastante precisión la mayor parte de las plantas útiles que en el día, conocemos, y un número prodigioso de cuadrúpedos, aves e insectos. Además, los alquimistas, buscando su imaginada   —300→   piedra filosofal, habían dado no pocas ideas de la composición y descomposición artificial de los cuerpos, que son justamente las dos principales operaciones de la química, y las dos llaves maestras de la verdadera física. Pero tanta era en esta parte la estupidez o el descuido de aquellos tiempos, que unos descubrimientos tan provechosos, o se habían olvidado del todo, o no se había sacado de ellos la más mínima ventaja.

Cuando pues esta débil aurora de las ciencias naturales empezaba a difundir por Europa sus primeros rayos, una feliz combinación de circunstancias hizo, que se descubriese de repente este continente inmenso, de cuya existencia no había cebado de disputarse en el mundo antiguo por espacio de más de dos mil años. Época verdaderamente memorable: y que así como mudó en poco tiempo el aspecto político de todas las naciones cultas; así como dio un nuevo giro al comercio, un impulso más fuerte y mucha mayor extensión a las fábricas y a la industria; así también hubiera desde luego proporcionado a las ciencias naturales los mayores adelantamientos, si éstas, como acabamos de insinuar, no se hubiesen hallado entonces en el más grande desaliento. La naturaleza desplegó sucesivamente a los ojos de Colón, de Cortés y de los demás españoles que les acompañaban, un cuadro riquísimo, magnífico y del todo nuevo. Las islas Lucayas, la Española, la de Cuba, y las costas y provincias del Imperio mejicano iban   —301→   desenvolviendo, digámoslo así, con mucha prisa delante de sus conquistadores, infinitos y hasta entonces desconocidos tesoros, no menos del reino animal y vegetal que del mineral. Pero al paso que este último cebó al instante, como era regular, la inquieta codicia de unos hombres en quienes el deseo de enriquecerse no había sido la menor parte para que atravesasen mares dilatadísimos y nunca registrados, y expusiesen su vida a grandes y manifiestos peligros; los demás objetos fueron mirados por lo general con una fría indiferencia. Porque para observar con interés la mayor parte de las plantas y de los animales no basta tener ojos: es menester tenerlos acostumbrados a mirar las cosas con una cierta perspicacia, con una delicadeza y finura que no se hallaba ni podía hallarse entonces en nuestros españoles. Un pedazo de piedra arenisca en cuya superficie brillasen a trechos algunos granos de oro o de plata, y el menudo polvo de estos metales que las aguas de los ríos, y de los barrancos habían arrastrado hacia sus riberas, fijaba infinitamente más la atención de aquellos primeros descubridores que las inmensas bandadas de exquisitos pájaros que veían de continuo atravesar por el aire o derramarse por los bosques, formando al mismo tiempo con su melodioso gorjeo y con sus pintadas y delicadas plumas un dulce embeleso para la vista y el oído.

Asimismo las venas informes y grotesca organización de las minas que atraviesan por el seno de   —302→   profundas cavernas llenas de vapores pestilenciales, y en las que la pura y benéfica luz del sol no ha podido jamás penetrar, eran para ellos, debemos confesarlo, un objeto muy delicioso y digno de ocupar todas sus potencias: mientras daban sólo algunos instantes por mera curiosidad a la contemplación del soberbio espectáculo de las grandes y majestuosas masas que la vegetación ofrece entre los trópicos, donde infinitas y tupidas plantas cubren por todas partes el suelo, y las palmas y cocoteros esparcidos tanto por las faldas de los montes como por las cimas de las más altas colinas elevan sus desnudos y lisos troncos sobre otros innumerables árboles entretejidos y a veces casi cubiertos con mil distintas enredaderas a hiedras indígenas de estas regiones, hiedras adornadas de preciosas flores, ya rojas, ya pajizas, ya azules, ya de una mezcla de colores no desemejantes a la del tigre y confundidos entre sí con el más bello desorden.

Conozco que me he extendido en esta especie de digresión algo más de lo que era preciso: pero confieso ingenuamente que me es imposible mirar, aunque sea de paso, ninguna de las muchas y brillantes, escenas que la naturaleza ofrece en estos países, sin sentirme luego animado de no sé que fuego y entusiasmo que no soy dueño de reprimir. Yo creo, sin embargo, que la misma sensación han experimentado, otros varios sujetos hallándose en circunstancias semejantes. La pintura, por ejemplo, verdaderamente original   —303→   que hace Forster de la isla de Otáhiti en el segundo viaje de Cook, da a conocer la especie de éxtasis y encanto en que se hallaba en aquellos momentos como abismada el alma de aquel sabio naturalista: y el sublime pincel de Hodges cuando traza los antiguos bosques que cubren las amenas orillas del Ganges, me parece animado por el mismo calor que respiran aún los poemas de Píndaro y de Homero.

Concluyo, pues, ya esta demasiadamente larga nota, y me reasumo diciendo que lo que los antiguos historiadores escribieron de la historia natural de este amenísimo país es muy diminuto e incompleto; y lo mismo con corta diferencia debe entenderse de lo que aquellos insignes hombres nos refieren tan por menor de la religión, usos y costumbres de los primitivos mejicanos, como lo manifestaré en otra de las notas siguientes.

NOTA B, pág. 10.

El Lord Mackartney embajador del Rey de Inglaterra cerca del Emperador de la China, a pesar de sus preocupaciones religiosas, tributa este digno elogio a los misioneros en la relación de su viaje a lo interior de la China y de la Tartaria en los anos 1792, 93 y 94. Es en efecto, dice, un espectáculo muy singular ver a unos hombres que, con motivos diferentes de los que suelen dirigir las acciones humanas, dejan por siempre su patria y sus amigos, y se consagran   —304→   por toda la vida al trabajo y cuidado de mudar la religión y el dogma de un pueblo que no habían visto jamás. En pos de este objeto corren toda suerte de peligros, sufren toda especie de persecuciones, y renuncian a las comodidades y placeres de la vida. Pero a fuerza de ingenio y de talento, de perseverancia, de humildad, de aplicación a unos estudios extraños a su primera educación, y dedicándose al cultivo de unas artes que les son enteramente nuevas, llegan por fin a ser considerados y aun protegidos. Triunfan de la desgracia de ser extranjeros en un país en donde casi todos los extranjeros son proscritos, y en que se tiene por un crimen haber abandonado la tierra natal y el sepulcro de sus padres. Ellos logran por último establecerse de la manera que han menester para la propagación de su fe, sin valerse de su influencia para procurarse ninguna ventaja personal, &c.

NOTA C, pág. 20.

Aguacate (Laurus persea): árbol que se mantiene todo el año frondoso y da el fruto dos veces, parecido en el tamaño y color a la Pera de D. Guindo, con la diferencia de tener más prolongado el cuello: la médula es blanda y verdegay, semejante a la manteca y de sabor insípido, por lo cual se come con sal: la corteza es consistente como la de la naranja cuando está seca, el hueso es grande de figura elíptica   —305→   que remata en punta lisa y es de color de castaña: estregando con ella un lienzo blanco le da un color acanclado, permanente y fino; en el Perú se llama palta.

NOTA D, pág. 20.

Badea: fruta del partido de Daule en la provincia de Guayaquil y reino de Quito. Nace de una planta que se enreda y necesita de grandes apoyos, bajo de los cuales se cuelga con mucho peso. Es del tamaño y figura de un melón regular, sin canales ni aspereza, de color amarillo lustroso y con suave fragancia: después de la piel sutil y delicada tiene de dos a tres dedos de carne gustosa y el hueco lleno de agua naranjada, mucho más dulce y fragante, con semillas cubiertas de carnosidad que es delicadísima al paladar.

NOTA E, pág. 20.

Banano (Muae species): nombre de una de las especies de plátanos que hay en la América, la más común y que sirve de alimento general a los negros y a los indios, comiéndolos asados en lugar de pan. Los echan también en la olla y en otros guisados, y fritos en cortaditas como tostadas de pan se venden para almorzar en todas las esquinas. Tiene un pie de largo y dos pulgadas de diámetro algo encorvado.   —306→   Al principio es verde y sirve para asarlo, después madura y toma un color amarillo, y entonces la médula es blanda y de agradable gusto, cubierta de una corteza de dos a tres líneas de espesor. Puesto a fermentar en agua produce una bebida como la cerveza, y también hacen de él vinagre muy fuerte.

NOTA F, pág. 21.

Anime: resina que se saca de un árbol que hay en diferentes provincias de la América: es de color blanco cetrino, sólida, trasparente y de olor suave y agradable; se consume fácilmente puesta sobre las ascuas. Los franceses la llaman de curbaril. Es propia de la Nueva España, de las islas Antillas y de la provincia de San Juan de los Llanos en el nuevo reino de Granada donde se coge mucha, como de otra que llaman canime, y es diferente el árbol de que se saca. Es muy grande, de madera dura y roja, que admite mucho pulimento, útil para todo género de obras, y especialmente para los cilindros de los molinos de azúcar. Las tablas que sacan de este árbol suelen tener 18 pulgadas de ancho, y hacen de ellas exquisitos muebles. Las hojas son semejantes a las del laurel, unidas de dos en dos a cada pezón, transparentes y como si estuvieran llenas de agujeritos. Las flores son leguminosas, de color de púrpura y formadas en pirámide. El fruto tiene un pie de largo, cubierto   —307→   de una corteza semejante a la de la castaña, llena de fibras pequeñas unidas en paquetes sembrados de harina amarilla de gusto agrio y olor desagradable. Estos filamentos cubren muchas nueces duras, de la figura y tamaño de las habas, las cuales recogen y estiman los negros para hacer una especie de pan excelente. En algunas partes usan la fumigación de la resina de anime para curar los males de cabeza, y disuelta en aceite o espíritu de vino para la gota y para las enfermedades de los nervios. Esta resina no da aceite esencial en la destilación de agua, a menos que se ponga gran cantidad, y se disuelve con dificultad en el espíritu de vino cuando es pura; pero mezclada con otras resinas es más soluble: el agua toma un color débil que, según Mr. Cartheuser, nace de que el menstruo ha destacado alguna porción de materia resinosa, por lo cual la coloca entre las resinas puras.

NOTA G, pág. 21.

Copal (Copalifera): goma que se saca por incisión de un árbol muy grueso que tiene las hojas largas, anchas y puntiagudas, y el fruto semejante al membrillo. Esta goma es dura, amarilla, lustrosa y trasparente, y puesta al fuego exhala un olor semejante al de olivan: se ablanda, se liquida y se usa como uno de los mejores barnices. La madera del árbol   —308→   sirve para hacer mesas, sillas, escritorios, &c. Tiene mucha estimación, y le hay en Nueva España en la provincia de Esmeraldas del reino de Quito y en otras partes.

NOTA H, pág. 34.

Mestizos: hijos de europeo y de india, o al contrario; cuya casta abunda muchísimo en la América, y es una de las causas de la diminución de los indios.

NOTA I, pág. 34.

Mulatos: hijo o hija de blanco y de negra, o al contrario. Luego que nacen se conoce en una manchita que sacan en las partes de la generación, porque entonces todos salen blancos amoratados.

NOTA J, pág. 42.

Los ídolos mejicanos que he visto en el museo del actual Arzobispo de Charcas, los más son de barro, entre los cuales hay algunos barnizados con mocoa39 muy reluciente. Otros son de piedra de lava de los   —309→   volcanes vecinos, otros de piedra arenisca ordinaria otros de una especie de pórfido: cuatro de esmeralda, y dos de sardonix. El pulimento de estos últimos es tan perfecto, que en concepto de los inteligentes podría pasar sin dificultad por trabajado en Europa admirando éstos y no pudiendo darse a entender como los artífices de Motezuma acabaron con instrumentos tan toscos y endebles una obra de aquella naturaleza.

NOTA K, pág. 43.

Aunque los antiguos misioneros fueron los que tiraron con harta felicidad las primeras líneas del retrato que representa el carácter, religión y costumbres de los célebres indios mejicanos; retrato que vemos bosquejado en la Historia de Gomara, en las Décadas de Herrera, en la Monarquía indiana de Tolquemada y en otros autores semejantes; retrato a quien   —310→   la elegante pluma de Solís dio mucha mayor expresión y viveza y un colorido sumamente hermoso, aunque no siempre conforme al natural; retrato que el sabio Clavíjero perfeccionó un siglo después con no pocas nuevas pinceladas, y que quizá hubiera aún pulido más y más a haber emprendido dicho trabajo cuando vivía en este Reino, y no cuando se hallaba a dos mil leguas de él en Bolonia. Sin embargo, aunque es preciso confesar que los primeros misioneros son acreedores por esto a toda nuestra gratitud, y que sus nombres deben de leerse con respeto no sólo en los anales de la religión, sino también en los de la república y de las ciencias. Pero permítaseme decir que no obstante de lo que por su medio adelantó por otra parte la historia, no fue en manera alguna posible que ésta nos presentase por entonces una idea exacta del verdadero carácter de la religión y costumbres de los indios mejicanos.

Nadie duda que la ciencia de conocer al hombre es una de las más difíciles, de las más complicadas y de las que han hecho hasta ahora menos progresos. El hombre, mírese por donde se quiera, será siempre un verdadero enigma para sí y para sus semejantes. Dejando aparte, por no ser propia de este lugar, la consideración de su estado físico; su sola constitución moral ¿cuántas y cuán grandes dificultades no presenta? Las pasiones de varias especies que, como de una raíz ponzoñosa, brotan en él desde su niñez, el orgullo, la ambición, la   —311→   pereza, la ira, el amor desordenado de los deleites, y el brutal deseo de la venganza que se modifican entre sí de mil distintos modos, y combinadas con la hipocresía y la superstición aparecen, ora en una forma, ora en otra enteramente opuesta: estas pasiones, digo otra vez, ponen delante de nuestros ojos una como nube que nos oculta las verdaderas ideas y sentimientos de los demás hombres con quien tratamos; y aún a veces nos impiden el sondear con el debido esmero nuestra propia alma y nuestro corazón. Las luces de la más sublime metafísica son por lo común inútiles en llegando al por menor de este delicado examen; y un Locke, un Lami, un Malebranche y un Condillac se hallan muy a menudo sujetos a los mismos tropiezos y errores que cualquiera de los ingenios más vulgares.

Esta grande y casi insuperable dificultad es sin duda la principal causa de los innumerables embarazos que encontramos cuando queremos formar un juicio seguro del carácter general de toda una nación; porque este carácter depende esencialmente, como es claro, del de cada uno de sus individuos. El carácter nacional, de que se habla tanto en nuestros días, no es en realidad otra cosa que el conjunto, o más bien el resultado, de la extraña reunión y combinación de todas las pasiones, de todos los vicios y de todas las virtudes de los particulares. Es, pues, evidente que para calcular con precisión este resultado, se necesita conocer uno por uno los infinitos resortes que   —312→   contribuyen a dar movimiento a aquella gran máquina y constituyen su verdadera perfección o imperfección, si puedo explícarme de esta manera. Vemos a la verdad un gran número de políticos que, como queriendo hacer alarde de su profundísima ciencia, nos dicen mil primores sobre este asunto. Sin embargo, nada hay tan incierto como las idea que nos ofrecen. Unas veces atribuyen a una determinada nación defectos y vicios que no tiene o que lo son comunes con todos los demás pueblos. Otras la tributan elogios que no la corresponden, al paso que la niegan los que de justicia se merece. Otras finalmente, queriendo elevarse al origen de ciertas preocupaciones y opiniones vulgares que la civilización no ha podido ni podrá nunca desterrar del todo, en lugar de buscar este origen en alguno de los primitivos manantiales que, por decirlo así, extienden su curso por toda la superficie de la tierra habitada; van a buscar un pequeño arroyuelo que sólo atraviesa un particular reino o provincia. Y, para comprenderlo todo en una palabra, suelen estos señores equivocar y trastornar casi cuanto tocan; y en lugar de aclarar más y más una materia de suyo tan difícil e incierta, le añaden frecuentemente con sus especulaciones metafísicas y cálculos matemáticos, nueva y mayor oscuridad.

Si esto pues ha sucedido en el siglo décimo octavo, ¿qué podía suceder, pregunto, en el décimo quinto o décimo sexto? Si después de más de cien   —313→   años que disputamos con tanto calor de moral y de política si después de tanto tiempo que se ha hecho de moda dicho estudio. Por último, si después que se han publicado sobre el particular tantos ensayos, tantas observaciones, tantos ingeniosos tratados y sistemas, que de solos estos volúmenes podrían llenarse los estantes de toda una gran biblioteca. Si después, digo, de tan extraordinarios esfuerzos para dar la última perfección a las referidas ciencias, todavía vemos que sus principios o axiomas son tan poco seguros, y sus consecuencias tan inciertas y falaces: ¿qué sería, vuelvo a preguntar, en tiempo de nuestros abuelos cuando las mencionadas ciencias, si hemos de creer a los críticos del día, no habían aún salido de su infancia?

Es ahora poco menos que imposible formarse una exacta idea del verdadero carácter con que se distingue en particular cada nación de Europa, sin embargo de que hace ya muchos años que el lujo, las ciencias, las artes y el comercio han obligado por último a casi todos los gabinetes de aquel continente a levantar de común acuerdo las barreras que tenían como separados unos pueblos de otros, y les han puesto igualmente en la precisión de mirarse, de tratarse y observarse mutuamente con incesante curiosidad y continua vigilancia. ¿Cómo, pues, podremos figurarnos que nuestros antepasados, que descubrieron tan sin pensar este Nuevo Mundo, de cuyos habitantes no se había tenido hasta entonces   —314→   la menor noticia; cómo, digo, podremos imaginarnos que cuando apenas habían puesto el pie en esta tierra tan desconocida; cuando apenas habían sojuzgado las provincias más cercanas a las costas del Océano; cuando apenas habían entablado un comercio tranquilo y pacífico con las muchas y diversas naciones de indios que ocupaban estas inmensas provincias; cuando apenas podían mantener una conversación seguida con sus naturales, sino valiéndose de un intérprete tal como le hallaban a mano; y cuando, por último, apenas habían tenido tiempo para volver en sí de la grande y natural ilusión que una tan extraordinaria sorpresa y novedad les había causado: ya se hallasen no obstante en estado de darnos una relación circunstanciada y segura de la religión de los mejicanos, otomíes o tarascos, de sus costumbres domésticas y políticas, de sus leyes, usos y estilos? En cuanto a mí soy de opinión que exigir de ellos una cosa semejante fuera caer en la más impertinente y ridícula extravagancia. Este penoso y difícil examen de que vamos hablando es uno ciertamente de los que piden más paciencia, más experiencia y más tiempo.

Harto hicieron en el particular los primeros misioneros. Era menester sin duda un celo como el que abrasaba sus almas, para reducirse a vivir en compañía de unos salvajes que les miraban, no menos que a los otros españoles, como a sus mayores enemigos, y que estaban día y noche tentados por   —315→   impulsos casi irresistibles a darles una muerte cruel y alevosa. Sin este extraordinario celo y fervor, aquellos salvajes se hubieran quedado quizá para siempre en el fondo de los solitarios páramos y bosques, de que tanto abunda la América o entre la escabrosidad de los más apartados montes hacia donde se iban retirando a gran priesa por el terror de nuestras armas. Separados enteramente de nosotros por medio de inmensos arenales y de pantanos absolutamente impracticables, hubieran desaparecido del todo de nuestra vista a no ser que, recobrados tal vez de su primer espanto y asombro, conociendo al fin que los europeos no eran inmortales, ni hijos de los dioses, como lo habían puerilmente creído al principio, y resueltos a despreciar con ánimo esforzado y varonil las primeras descargas de nuestra artillería y arcabuces; hubiesen salido, nuevamente de sus selvas para echarse de tropel sobre nosotros, y obligarnos a dejar libre su patria o contentarnos con la porción de terreno que ellos hubiesen querido espontáneamente cedernos. Así lo hicieron los araucanos; y así también, y aun con mayor proporción, lo hubieran hecho probablemente los mejicanos.

Pero aun cuando esto nunca hubiese sucedido, no puede dudarse que sin el auxilio de nuestros misioneros poco o nada hubiéramos sabido de la religión, usos y costumbres de estos indios.

Aquellos celosos ministros, dignos ciertamente de   —316→   nuestra veneración y aprecio, fueron los primeros que nos dieron a conocer el verdadero carácter de las naciones salvajes. La religión, la culta Europa, todas las almas sensibles deben confesar a una esta verdad. Declamen cuanto quieran los filósofos del día: no por esto será menos cierto que nuestros primeros misioneros dieron al mundo el raro y tierno espectáculo de unos ministros que, sin el más leve interés de ambición, de avaricia o curiosidad, se metían por las más horrorosas soledades para ir a encontrar a un pobre indio dentro de su miserable choza y ofrecerle cordialmente su asistencia, sus consejos y servicios. ¿Cuándo, pregunto, hubieran hecho esto los modernos viajeros filósofos, holandeses, ingleses y franceses?

El corazón, aunque duro, de aquellos salvajes no podía menos de conmoverse a vista de una acción tan generosa, y de una beneficencia tan sincera y tan poco esperada. La dulzura y suavidad con que les hablaban nuestros misioneros; las señales nada equívocas de un amor puro y paternal que les daban incesantemente; y el vivo interés que manifestaban tomar por el bien y felicidad de ellos y de sus mujeres e hijos: iban lentamente ablandando el ánimo de los indios y disminuyendo al mismo paso las fuertes impresiones de su antiguo odio y desconfianza. Ningún objeto había al principio que fuese tan capaz de encender la cólera y venganza de aquellos indios montaraces, como la sola vista de un europeo. Pero poco a poco el celo, caridad y paciencia de los misioneros triunfó de estos sentimientos, que parecían indomables. Poco a poco borró del corazón de los indios la memoria de los desastres acaecidos, de las batallas perdidas, de la sangre derramada y de las demás desgracias que les había ocasionado su porfiada resistencia a nuestras armas; haciéndoles ver cómo la victoria, por más que se haga, no puede nunca separarse del todo de las rapiñas, extorsiones y violencias. Poco a poco, finalmente, embelesados los indios con las máximas y consejos de una religión que sólo respira amor, perdón y olvido de las injurias, consintieron en dejarse civilizar por sus cariñosos padres; salieron de los bosques, fundaron pueblos, y vinieron a vivir con nosotros, admitiendo en su compañía a los mismos españoles que antes tanto aborrecían. Todo esto y mucho más debió la religión y la patria al celo de aquellos hombres apostólicos. ¡Con cuánta razón, dijo Chateaubriand, C'est avec la religion, et non avec des principes abstraits de philosophie, qu'on civilise les hommes, et qu'on fonde les empires! Tom. 4, pág. 200.

  —317→  

NOTA L, pág. 38.

Mezquite: especie de algarrobilla silvestre, cuyo verdadero nombre es mezquitl. Es una especie de verdadera acacia, árbol espinoso y hojas menudas como   —318→   plumas. Tiene una frutilla dulce que contiene una semilla de que hacían pan los indios chichimecos. Se cría con abundancia en los climas templados, y particularmente en la provincia de Cinaloa.

NOTA M, pág. 58.

Ntilde;ame o Iñame: raíz común en toda la América, que sirve de alimento a todos cocida o asada. Crece a proporción de la bondad del terreno en que se planta; pero requiere que sea bueno y graso. Su corteza es gruesa, áspera, desigual, cubierta de una cabellera, y de color morado que tira a negro. La médula es de una consistencia como las batatas. Tiene un blanco sucio, y algunas veces color de carne. Se cuece con facilidad. Es alimento ligero y de fácil digestión, y al mismo tiempo muy nutritivo. Se usa en las comidas como pan en lugar de cazave, y cocido en agua con sal y pimienta. Para plantarlo se toma la cabeza del ñame, se corta en cuatro partes, y se entierra cada una en distancia de tres o cuatro pies una de otra, y, sin más diligencia prende con facilidad, y en menos de seis meses da el fruto maduro y en estado de comerse. El vástago se enreda y echa filamentos que tienen raíces. Si hay cerca de él algún árbol o arbusto, se pega, crece, y cubre cuanto encuentra. Se conoce por las hojas, que son muy recias y dobles, cuando está maduro el fruto y en todo su auge; porque entonces empiezan a marchitarse.   —319→   Luego que el fruto se ha sacado de la tierra se pone a enjugar al sol y se guarda para el uso diario. En las islas Canarias y en otras partes llaman ñame a la raíz del arum colocassia que en España conocemos por menta de Santa María.

NOTA N, pág. 58.

Mamei (Mammea americana): fruta gustosa y fragante. Tiene la médula consistente y del mismo color que la del melocotón. La corteza fibrosa y correosa, de dos líneas de espesor. En conserva es muy agradable y delicada. Tiene comúnmente una o dos pepitas escabrosas del tamaño del riñón de carnero. El árbol que la produce es muy semejante al laurel.

NOTA Ñ, pág. 58.

Piña (Bromelia annanas). Una de las mejores frutas del mundo, propia de la América y muy común en toda ella. Su gusto y su fragancia son iguales a su hermosura. La cabeza está cubierta de una coronilla de las mismas hojas pequeñas, de la misma especie que las que la producen, pero muy finas y delicadas; y cuando se corta esta corona y se planta en tierra, da fruto al año. El gusto de esta fruta tiene algo de uva moscatel y de pera de buen cristiano, y comida con vino tinto y azúcar sabe a fresas. Hay tres especies de piñas: la primera es blanca,   —320→   y tiene diez pulgadas de diámetro, y desde catorce a diez y ocho de largo. Su corteza es amarilla cuando está madura, labrada en figuras prominentes exágonas, y su carne blanca y fibrosa, y ésta no es la mejor porque tiene demasiado ácido; la segunda especie es de la forma de un pilón de azúcar o pirámide cónica, y es mejor que la otra; la tercera es roja, y sin contradicción la más preferible. De esta fruta se hace dulce, que es muy común en América y se lleva a Europa; y de la corteza puesta a fermentar en agua por veinte y cuatro horas una especie de cidra muy gustosa, a la que llaman chicha de piña, sumamente fresca y dulcificante, se usa para varias enfermedades, como calenturas pútridas y vómito negro, con muy buen efecto.

Llaman en el Perú plata de piña a este metal cuando está virgen, amalgamado con el azogue después de extraído éste; de la cual hacen unas columnitas cuadradas que llaman pebeteros, leoncitos y otras figuras.

NOTA O, pág. 58.

Pimienta (Mirtus pimenta): de Tabasco o Malagueta, llamada también pimienta de Jamaica y de Chiapa. Es una frutilla o baya aovada casi redonda, de color aleonado o acanclado, y menos subido que el de la pimienta negra, como las bayas del Arrayán. Tiene el cáliz dividido en cuatro o cinco partes, y   —321→   de un olor y sabor que participa de la aroma y picante de la pimienta, canela y clavo sobresaliendo este último, de modo que en los manjares que se aderezan con ella se percibe un gusto agraciado de todas especies. Interiormente tiene cada frutilla dos, tres y aun cuatro divisiones, y en cada una por lo común una o dos semillas o granillos negros de figura de riñón y de sabor notablemente menos activo que la baya. La produce un árbol grande que tiene las hojas, como las del naranjo, las flores rojas a manera de granado, y el olor como de azahar. La fruta es redonda, está pendiente en racimos, al principio es verde, y después aleonada, y finalmente inclina a negro. Tiene muchas virtudes, de que cualquiera podrá instruirse en la Disertación que de ella publicó el Dr. D. Casimiro Gómez Ortega, catedrático de botánica y de historia natural en Madrid.

NOTA P, pág. 5

Molle (Sechinus molle): árbol frondoso y corpulento que crece desmedidamente: es de color verde claro agradable: su hoja larga, pero muy menuda, basta cogerla para que se pegue a la mano por el mucho bálsamo que tiene: el olor es acre: su fruto, que da en grandes racimos, es colorado y redondo; pero cuando maduro es negro y de un sabor como   —322→   pimienta. El tronco echa de sí algunas lágrimas de bálsamo o resina, y por incisión mucho más. Es esta resina de color verde oscuro, y difícilmente se endurece. Éste era el árbol de mayor aprecio entre los indios en tiempo de su gentilidad, porque les servía para curarse muchas enfermedades, especialmente las que provenían de frialdad. Usaban de su fruta sólo para dar fortaleza a sus bebidas. Es muy común en las provincias altas, templadas y frías, especialmente en las de Hambato, Loja y Riobamba del reino de Quito.

NOTA Q, pág. 59.

Entre las infinitas fiestas que se celebraban en la Grecia bastaría hacer mención aquí de la más célebre de todas ellas, quiero decir, de la fiesta de Ceres de Eleusis, cuyas ceremonias se llamaban por excelencia misterios, porque, como dice Pausanias, eran tan superiores a las demás cuanto son superiores los dioses a los hombres. Más, sin embargo, de su origen sagrado, que atribuían a la misma diosa Cerco cuando en ocasión de haber venido a Eleusis, reinando Erectheo, en busca de su hija Proserpina a quien había robado Plutón, y viendo que aquel país sufría una horrible hambre, le socorrió con la invención del trigo, cuyo uso enseñó a sus habitantes, dándoles al mismo tiempo excelentes lecciones de probidad,   —323→   de dulzura y de humanidad. Sin embargo de que los que habían de ser iniciados en estos misterios debían antes ser purificados lavándose en la ribera del Iliso, ofreciendo ciertos sacrificios, y principalmente viviendo en continencia todo el tiempo que les era señalado. Sin embargo, digo, de todo, esto, en el mismo instante de celebrarse la iniciación en el templo, en el momento de practicarse para ello muy maravillosas y exquisitas ceremonias, que se hacían de noche para que inspirasen más respeto y horror; se cometían con este motivo los mayores desórdenes o favor del inviolable secreto que juraban guardar los iniciados. Pero donde puede verse y observarse mejor el verdadero carácter de la religión pagana, y lo que puede la superstición en el espíritu humano cuando llega a enardecerse la imaginación, es sin disputa en las fiestas que Atenas, este pueblo el más sabio y moderado de la Grecia, celebraba en honor de Baco. Eran ellas de dos especies, las llamadas grandes que se celebraban en la primavera y dentro de la ciudad, y las pequeñas que eran como preparación de las primeras y se celebraban por el otoño en la campana. En unas y otras se ofrecían al pueblo con magnificencia y esplendor juegos, espectáculos y representaciones de teatro. Duraban muchos días estas fiestas, y en su intervalo los que se decían iniciados se esforzaban en imitar todo lo que los poetas fingían del dios Baco. Vestidos de pieles, llevando en la mano un tirso, y adornada la cabeza   —324→   con hojas de vid y de hiedra, entre el ruido de timbales, caracoles y otros instrumentos bulliciosos, remedando unos al viejo Sileno, otros al dios Tan, o disfrazados de sátiros, corrían noche y día las calles y las plazas cual beodos, y danzaban de una manera indecente en todo extremo; o corrían también por los montes vecinos dando horribles y muy desaforados gritos, en lo que se distinguían maravillosamente las mujeres, que, más furiosas y como fuera de sí, llamaban con voces y alaridos descompasados al Dios que era el objeto de la fiesta. Generalmente todos los de la ciudad, hombres y mujeres, nobles y plebeyos, se dejaban poseer de este espíritu de disolución y desvarío: de manera que Platón en el libro 1º. de las Leyes, hablando de las bacanales, asegura que vio a toda la ciudad de Atenas entregada a la borrachera.

NOTA R, pág. 60.

Par un excès de misere, qui fait fremir, l'idée de l'existence des dieux, qui nourrit la vertu chez les hommes, entretenoit les vices parmi les païens, et sembloit eterniser le crime, en lui donnant un principe d'eternelle durée. Genie du Cristian. Tome 4, pag. 392.

  —325→  

NOTA S, pág. 60.

Estos ejemplos nos enseñan cuánto una religión mal entendida, que cubre los mayores crímenes con el nombre respetable de la divinidad, es capaz de hacer ilusión al espíritu humano. Nihil in speciem fallacius est quam prava religio, ubi deorum numen praetenditur sceleribus. Liv. lib. 39, nº 16.

NOTA T, pág. 64

Corozo: Palma silvestre, cuyo tronco crece hasta dos y tres estados cubierto de inumerables espinas largas y sutiles, y lo mismo las hojas y cogollos. Cortada esta palma, y chamuscadas sus hojas, se le abre una concavidad junto al cogollo por la cual destila un vino que se mantiene dulce veinte y cuatro horas, y otras tantas agridulce; y lavando todos los días la concavidad, corre la destilación hasta perder enteramente su jugo. La fruta, que es mayor o menor, de figura irregular y poco redonda, se come solamente cuando está muy tierna en la consistencia de coco. Es muy dulce y gustosa, y estando madura es lo mismo que el marfil, y de ella labran los indios efigies de santos y otras curiosidades. Se cuentan cinco especies de corozos.

  —326→  

NOTA U, pág. 74.

Tamal, o pastel de hoja: Especie de pastel que se hace en la América meridional con masa de maíz, en que ponen pichones, carne de cerdo, garbanzos, pimiento y otras cosas envueltas en muchas hojas; y atadas se ponen a cocer en una olla, y es un manjar sumamente gustoso.

NOTA V, pág. 74

Yuca (Tatropha manihot): Planta de la clase monoecia. Es grande con varas de hoja picuda ancha: la raíz es la mejor y más útil de cuantas hay en la América: crece medianamente en climas templados, y con exceso en los cálidos. Es blanca y de dos especies, que se distinguen en dulce y amarga. La primera se come cocida o asada; pero la segunda es de la que se saca más utilidad, y sirve para hacer una especie de tortas que llaman cazabe, y es el pan común y general en la mayor parte de la América y muchos europeos le prefieren al de harina de trigo, porque es muy gustoso. También se hace de ella un almidón exquisito, que es el que se gasta en toda la América.

  —327→  

NOTA X, pág. 78.

Así se ve que todo un Demóstenes en su elocuentísima oración de la Corona huye de prorrumpir en expresión alguna ominosa o de mal agüero al principio de ella, no tanto por temor y respeto a la divinidad, cuanto por el terror supersticioso y agorero de que estaban todos los griegos preocupados, y que les hacía evitar con la mayor solicitud el aciago encuentro de todas las cosas que miraban como infaustas y siniestras.

NOTA Y, pág. 84.

Cortés en Tlaxcala y México iba a destruir los altares de los ídolos con la misma violencia que en Zempoala, si el P. Fr. Bartolomé de Olmedo no hubiese contenido la impetuosidad de su celo.

NOTA Z, pág. 88.

No critico ni censuro a nadie en particular. Yo sé que no se ofenderán de esta insinuación los hacendados en quienes la riqueza y opulencia no ha cerrado aún el paso a la compasión y humanidad. Su número por fortuna es bastante crecido. En cuanto a los otros, quisiera tenerles presentes para decirles: ¡Españoles!   —328→   Mirad con reconocido cariño, y aún en cierta manera respetada esos pobres gañanes, que sudan y se afanan día y noche arrostrando toda suerte de incomodidades y privaciones, y tal vez acosados de la sed y de la hambre, para que vosotros abundéis de todo, y naveguéis tranquilos y sosegadamente, si puedo explicarme así, por un mar inmenso de placeres y deleites. ¡Españoles! Nuestros mayores se preciaban siempre de ser padres de sus vasallos. Sois indignos de honraros con su respetable nombre, si no imitáis su noble generosidad, sino seguís las huellas de virtud que quisieron dejar impresa para siempre en el seno de sus familias. ¡Cómo no excita vuestra ternura la vista de un pobre labrador que se sienta al anochecer en medio de su angustiada familia para tomar con su mujer e hijos el escaso y vil alimento que apenas basta para sustentarla!

NOTA LL, pág. 107.

El hombre naturalmente perezoso e inclinado a la ociosidad tiene, si puedo explicarme así, una fuerza de inercia que le obliga a permanecer en reposo; de manera que es necesaria alguna causa poderosa que le impela y determine al movimiento. Estas causas, como advierte justamente cierto Filósofo, deben de ser en pequeño número y poco frecuentes en los pueblos del primer período, a quienes la ambición, el amor, la avaricia, son del todo desconocidas. Así uno   —329→   de los atributos más notables de su carácter nacional es la indolencia, cuyas compañeras inseparables son la languidez y el fastidio o displicencia. Para sustraerse pues a estos males debieron de adoptarse naturalmente en la infancia de las sociedades aquellas bebidas que imprimen un movimiento rápido a todos nuestros órganos, que excitan a una alegría bulliciosa, exaltan la imaginación, y parece que cambian nuestra propia existencia haciendo de nosotros un nuevo ser. La naturaleza ofrece diariamente ejemplos de la fermentación espirituosa en la descomposición de los vegetales, que el arte imita con facilidad.

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DISERTACIÓN OCTAVA

NOTA A, pág. 142

Este desprecio con que los indios miraban el oro me trae a la memoria cierta ocurrencia que he leído en un libro titulado: Suma de tratos y contratos de Fr. Tomás Mercado, impreso en Sevilla en 1567, y voy a trasladar aquí en los mismos términos como allí se cuenta: «Notable historia y digna de perpetua memoria, dice, es la que acaeció el año de cinquenta y seis a la flota de Nueva España, que allí se perdió. Que habiendo, ya encallado los navíos con la fuerza del agua y viento, y sacado el tesoro, y tendido por la playa (que eran 800 mil ducados) davan dellos los Españoles, y ofrecían a los indios quanto, quisiesen, ansí por aplacallos, como para bastimentos. Y llegaron con una navaja sin que nadie se lo contradixese al talegón, que traía mil y dos mil ducados, y abriéndolo vaciaban los reales por el suelo como si fuese polvo, y con sólo el canumazo y lienzo de las partidas iban tan contentos, que huían con él por sus arenales y paramos como gamos, pensando que habían de ir tras ellos a quitárselo. Y lo que es más de admirar que se lo dexaron allí todo en la playa, y caminaron por tierra hasta México:   —331→   llegados dieron aviso al Visorrey D. Luis Velasco, y embió al Capitán Villafaña con dos o tres Caravelas, do hallaron toda la plata tendida y esparcida por la playa, a cabo de quatro o cinco meses que la habían dexado entre tantos indios, más cabal y segura que si la hubieran puesto muy en cobro. Y como los Indios vieron venir las caravelas, y saltar la gente en tierra y embarcar la plata, y embarcada volverse quedaron admirados se huviesen puesto en camino tan largo por de mar por una cosa tan astrosa: Esta moneda vino luego el año siguiente a esta Contratación, y se repartió a sus dueños. Yo no he leído, añade el Autor, en todas las antiguedades caso más notable y espantoso que se haviese, quedado casi un millón de oro tantos tiempos, paseándose cada día entre ello los Indios, y que no se baxasen a tomar cosa, sólo por un puro y fino menosprecio de ello.»

NOTA B, pág. 162.

Siendo yo Provisor y Vicario general del Arzobispado de Charcas en los años 1807 y 808, tuve el Justo de tratar a varios de estos indios, que elevados al sublime ministerio del sacerdocio, regentaban algunos curatos de aquella vastísima diócesi, de los cuales eran algunos muy recomendables por su saber, y todos verdaderamente por su acendrada piedad. Obtenía también en dicho tiempo la dignidad de chantre de aquella iglesia Catedral D. Juan de   —332→   Choquehuanca, hermano de un famoso Cacique que en tiempo de la rebelión de Tupacmaro dio las más positivas muestras de adhesión y amor a los españoles, y de obediencia y fino vasallage al Rey N. S. contribuyendo poderosamente a la sujeción de los rebeldes. Y como estos hubiesen destruido y talado sus haciendas, mandó S. M. por un efecto natural de la real munificencia, que a costa de su real tesoro fuesen reintegradas a su antiguo esplendor, pero Choquehuanca cuando le fue hecha notoria la real gracia quedó como sorprendido o pesarosa, y contestó con nobleza que no quería perder la gloria que le redundaba del perjuicio que había sufrido en obsequio de su Rey, a quien suplicaba que le permitiese reponer las haciendas a expensas propias. Y S. M. en vista de tan generoso desprendimiento le confirió el grado, de coronel de sus reales ejércitos, y la Cruz de la real y distinguida Orden de Carlos III; y se sirvió igualmente remunerar al otro hermano, que era ya sacerdote, con la misma Cruz y con la citada dignidad de chantre de la iglesia de Charcas.

NOTA C, pág. 165.

Cuando ya trataba de imprimir estas disertaciones me ha franqueado D. José de Vega, sabio paisano y amigo mío, un libro impreso en Valencia en casa de Pedro de Huete en el año 1573, cuyo título es: Arte de contractos compueste por Bartolomé   —333→   de Albornoz, Estudiante de Talavera. Y como trae noticias muy curiosas sobre el objeto que nos ocupa, esto es, de las encomiendas y esclavitud de los indios, cuya materia ha sido conocida de muy pocos, copiaré en este lugar su razonamiento; porque además de la sencillez de su estilo, la circunstancia de ser testigo de vista de los sucesos que refiere le hace muy recomendable. «El año 1492, dice, por mandado de los Reyes Católicos descubrió el Almirante D. Cristóval Colón (con la Armada de Castilla) las Indias Occidentales, la primera tierra fue la Isla Dominica (que llamó así por Dominico su padre) y luego la española, que por otro nombre se llamó la Isabela, por respecto de la Reyna Católica Doña Isabel nuestra Señora natural. Venido el Almirante con este descubrimiento, tornaron a embiarle segunda vez, y continuó el descubrimiento que siempre se ha ido haciendo, y hace de cada día, y comenzó a poblar lo descubierto, subjectando la gente de las partes que descubría, y haciéndoles hacer homenage a la Corona de Castilla, y quitándoles los ídolos en quien creían, y los sacrificios de carne humana (la cual comían como nosotros vaca y carnero) y trayéndolos a la santa fe católica y conocimiento de la ley de Dios. Darles esta ley, quitarles la idolatría y la abominación de sacrificar hombres, y pecado nefando, (de que todos eran tocados) no se podía hacer sin lo primero, que era darles nuevo Rey y Señores: porque los que ellos tenían, está claro que   —334→   habían de defender y conservar la creencia y ley en que se habían criado y nacido, y para esto tenían por maestro al Demonio, cuyo interesse se tractava en conservar sus ánimas en aquella perdición. Para este efecto de la conversión de aquellas gentes, y conservación en el Señorío nuevo (que no se podía hacer sin asistencia de los nuestros) se tomó por el medio mas expediente (el que en semejantes casos estatuió el derecho de las gentes) repartir la tierra y gentes de ella (entre los propios que la descubrieron, conquistaron y conservavan) aplicando su parte al Rey, por el soberano Señorío, y lo demás a los otros particulares: Y los unos y los otros acudiesen a la Corona Real, con las cosas que el derecho llama regalía, que es la Justicia civil, y de sangre, moneda, quintos de los metales y todo lo demás que a los Reyes solos es devido. Y sobre todo que cada uno tomase por su parte a cargo la conversión de los naturales, (a que el Rey por el todo estaba obligado) y por aquella parte que le encomienda le descargase de ello. De esta manera se hizo el que llamaron repartimiento, que fue repartir a cada español (conforme a su cualidad) las familias de indios que llamaban cuadrillas. «Porque en las islas no había pueblos formados (como en Castilla y como en tierra firme) sino familias como de Aláraves, que como la tierra es caliente en chozas y en el campo vivían. El título de encomienda que les daba el Gobernador de la tierra es éste. Por la presente se encomienda   —335→   en nombre de su Alteza en vos Fulano, el Señor y naturales de tal parte (o tal cuadrilla de indios) para que os sirváis de ellos en vuestros aprovechamientos y grangerías, conforme a la tasación que está hecha y se hiciere, y con que los industriéis en las cosas de nuestra santa fe católica, con la cual descargo la conciencia de su Alteza, y mía en su Real nombre fecho a tantos, &c. Fulano Gobernador. Este es el tenor de las encomiendas que entonces se davan, y el mismo se queda en las que hoy se dan, aunque el efecto (como adelante veremos), es diferente, y de aquí se vinieron a llamar encomiendas, porque se encomendaban los indios. También se llamó repartimiento, porque hacían una suma o masa de todos los indios que había que repartir (sin llegarles a sus haciendas ni personas) y aquellos repartían conforme a lo que está dicho. Dije sin llegarles a sus personas, sino era cuando los daban por esclavos, lo cual se hacía muchas veces, por alguna rebelión y traiciones cometidas contra los españoles que estaban de paz, y por otras causas que la Justicia declarava, más de esto no tracto ahora hasta adelante. Repartidos (como está dicho) los indios (que así llamaron los naturales de aquellas partes) cada uno se servía de los que le cabían en repartimiento, como mejor le parecía, y aunque al principio debió de haber algún exceso, como ordinariamente acaece, hasta que las cosas se entienden, siempre huvo hombres celosos de la ley de Dios, por   —336→   cuya relación se proveyó de ciertos Religiosos (de la orden de S. Hierónimo) que fueron con supremo poder al tercer viaje del Almirante y otras personas Eclesiásticas, que juntamente con la conversión de los indios, tuviesen cargo particular de la conservación y protección de ellos. Estos con la Justicia hacían la tasación de como se habían de servir los encomenderos y en que señalaban que tiempo habían de dejar a los indios, para hacer sus lavores sementeras y cosechas, y que tiempo habían los indios de venir a hacer las de sus amos, y servir en las minas de oro, que ésta era entonces la principal hacienda y grangería de los españoles, y de esta tasación se daba noticia a entrambas partes, a los indios para que supiesen lo que habían de dar, y a los españoles para que supiesen que no les habían de pedir más. Éste es el efecto de las tasaciones. Y como dije poco ha no pudo dejar de haber al principio mucha desorden, no (como algunos piensan y dicen) por parte de los conquistadores, personas particulares, (a quien todos echan la culpa) sino por parte de las mismas Justicias, Oficiales de la Hacienda Real, y otras personas favorecidas, que como no tenían quién los fuese a la mano, los excesos de los tales ni son castigados ni publicados, sino los de los pobres, que (como dice el refrán) no huellan, y hacen patada. Y para mejor hacer su hecho, estos que hacían el repartimiento señalavan cuadrillas a los privados de los Reyes, Secretarios, y a los del Consejo   —337→   que estaban a su lado para tener en ellos favor (y mediante él) salir con sus pretenciones; éstos eran el Secretario Miguel de Almazán, el Secretario Conchillos el Contador Pasamonte Aragoneses, el Obispo de Burgos, y otros muchos que tenían sus Cuadrillas públicamente, y aún eran menos perniciosas, que cuando las tienen secretas y en confianza de terceros. Éstos tenían sus mayordomos en las Indias, que como eran mercenarios alquilados, y no pastores, no curavan de las ovejas, más de para el fructo, porque el vecino de aquellas partes que residía en su propia hacienda, así por el amor, que naturalmente tiene cada uno a sus súbditos, (aunque sea a un bruto) como por su interés de conservar los indios que le sustentavan, pues faltándole aquellos no le habían de dar otros, lo que no era en los privados (que dije que estaban en España) porque siempre les habían de dar nuevo repartimiento, y así como no les había de faltar la propiedad, procuraban disfrutarla cuanto podían. Antes que pase adelante con esta materia, me conviene interrumpirla para tractar de los esclavos, y bolver luego a las encomiendas. Dije arriba que esta encomienda que se hacía, era de hombres libres, y que su servicio era limitado. Sin este repartimiento había otro de esclavos, que no se hacía por encomienda, sino que se daban en propiedad para perpetua servidumbre. Éstos eran de dos maneras, unos que por rebeldes condenaban a servidumbre como   —338→   eran los Caribes en las islas, que venían de otras islas, y de tierra firme saltear los indios de paz, para comérselos, y otros que se rebelaban, pronunciávanlos por esclavos, y como a tales los iban a conquistar de nuevo, después de haberles hecho las amonestaciones y diligencias que convenían. Conquistados ejecutaban pena de muerte en las cabezas, y en los más culpados y los demás repartían por esclavos (al uso de guerra) y quedaban por de los Señores a quien se daban. Otros esclavos había de rescate, que quiere decir comprados, que había entre los indios de paz, los cuales ellos habían preso en guerra abierta, o condenado conforme a sus leyes, o comprado los de otros, o de ellos propios que se vendían a sí mismos, a estas cuatro especies se reducen todos los esclavos de rescate, que en aquellas partes ha habido. Todos los esclavos de cualquiera suerte que fuesen, se traían ante la Justicia y Oficiales de la Real hacienda, y se pagaba el quinto al Rey (según fuero de Castilla) como de cosa ganada en guerra justa, y los herravan con fuego en el rostro, y se entregaban a sus Señores; los cuales se servían de ellos, no como de los encomendados, sino como de sus esclavos, de éstos tuvo muchos, y yo alcancé gran golpe de ellos el año de 1550 que se compravan y vendían, y súbito los vi en Méjico dar quasi a todos por libres, y se proveyó, que ni en aquellas Provincias que ya estaban conquistadas, ni en ningunas, que en todas las indias se conquistasen, se   —339→   hiciesen esclavos por manera alguna. Bien creo, que a los principios huvo alguna desorden en esta materia de los esclavos, así en los Jueces que con facilidad debían darlos, sin hacer la inquisición que convenía, y las demás diligencias necesarias, como en los propios Señores, no sólo en tractarlos mal, mas aún en herrar por su propia autoridad, muchos que no lo eran, y mugeres y niños, y otros miserables qué no sabían, ni eran parte para remediar su desventura, mas todo esto cesa con la provisión que hoy hay, que no se puedan hacer esclavos en lo porvenir, y lo pasado más fácil es sentirlo que remediarlo. Esto es lo que hay acerca de los esclavos que se hicieron en las Indias. Torno ahora a las encomiendas. El año 1516 Francisco Fernández de Córdova, desde la isla de Cuba, (que por otro nombre se llama Fernandina, por el Rey Católico Don Fernando V de gloriosa memoria) descubrió la Provincia de Yucatán, que es tierra firme con Nueva España. Este descubrimiento continuó el Capitán Grijalva por el adelantado Diego Velázquez Gobernador de Cuba, y entendido lo que era (mas por extenso de lo que Francisco Fernández había alcanzado) embió a conquistar la tierra descubierta al Capitán Don Fernando Cortés, que después fue Marqués del Valle, el cual conquistó toda aquella tierra, de que es Metrópoli la ciudad de Méjico. Rindió a Motezuma, y venció a Axayacateín y Coautemutza, sus sucesores Señores de Méjico Rindiósele   —340→   la Provincia de Tlaxcalán, y la de Michoacán, finalmente redujo a la obediencia de la Corona de Castilla todas aquellas Provincias, con las de Honduras, cuanto hay entre los dos mares del Sur (que es el de medio día), y del mar del Norte (que es nuestro Océano Atlántico). Conquistada esta tierra, señaló una parte de ella para repartir entre los conquistadores que se la ayudaron a conquistar, y como él y ellos eran vecinos de la isla de Cuba donde tenían sus repartimientos encomendados por la orden y forma que está dicho, hizo las mismas encomiendas, añadiendo que las hacía por el tiempo que fuese la voluntad de S. M., y suya en su Real nombre, y éste (con el que arriba dije) es el tenor de las encomiendas que hoy se dan en Nueva España, porque al tiempo que se hizo el primer repartimiento, por las instrucciones que estaban dadas, a los Gobernadores que embiaban a descubrir les era mandado, que no hiciesen repartimiento; y así el que se hizo fue con condición que S. M. le aprobase, como después le aprobó. Lo que hasta aquí he tractado ha sido general de todas nuestras Indias, lo que de aquí adelante escribiré será de sola la Nueva España, y Provincias a ella subiectas: no porque las encomiendas, tasaciones, y repartimiento del Pirú y de las demás Indias, difieran en el hecho ni en el derecho de las de Nueva España, sino por conservar mi crédito, en no tractar de cosa que no haya visto, y tentado por mi propia persona, en mucho   —341→   tiempo que las más principales causas de esta cualidad en aquellas partes pasaron por mi mano, porque si este recatamiento hubieran tenido los que de esta materia (por escrito, o en disputa) quieren tractar, ni hubieran dicho lo que dicen, ni de ellos se dijera con verdad, que hablan en el derecho de el hecho que no saben. Hecho el repartimiento primero, en la forma que está dicha, se entendió luego en hacer la tasación de cada pueblo, con que había de acudir a su Encomendero, para esto se hizo junta general de cada Provincia; y entendiose por las pinturas de los naturales, de que ellos usan como letras, con que acudían a sus Principales, y que davan al Rey Señor general de todos, y en que cosas, y quedavan para sus Ídolos, Templos, Sacerdotes y Sacrificios, y conforme a la cualidad de la tierra que habitaban, y a la comodidad de las contractaciones y fructos que tenían. Hízose tasa relevándoles del increíble tributo que antes tenían, y dejado a los Principales lo que habían de llevar conforme a lo antiguo, señalávanles una pequeña parte, de lo que había de llevar el Rey que tenían. Y porque esto pertenecía al Rey N. Sr., ésta se aplicaba al Encomendero por tasación, y se escribía en un libro que de ello tenía el Secretario del Gobernador, y ahora tiene el del Visorrey y al Encomendero se le daba un traslado, y a los indios otro en su lengua, y do palabra, y por pintura se les daba a entender lo que contenía, para que entendiesen hasta donde llegava   —342→   la obligación que se les imponía. La exacción o cobranza de estos tributos nunca jamás se dio al encomendero, ni el contratava con los que la pagaban, sino con el Gobernador de los indios, el cual y los Principales la cobraban de ellos, y acudían de su mano al Encomendero; y eran medio entre estos dos extremos del Encomendero y los Encomendados; y cuando (por muertes o por otra causa) los indios venían a menos estos acudían al Gobernador de la tierra, o a la Audiencia, y pedían moderación; la cual se les daba (citado el Encomendero) y se sentava al pie de la tasación antigua, por la orden que está dicho. Y si el Gobernador y Principales no pagaban al Encomendero lo que cobraban, tampoco tiene exacción de ello, sino acudir a la Audiencia o Justicia mayor, que les mande que lo paguen. Mas la tasación que habían de cobrar el Gobernador y Principales de los indios para sí, ellos mismos tenían la exacción, y lo cobran de su mano, y de ella se pagan, como, cuando y donde quieren. De esta no podía haber querella aunque más excesiva fuese, porque los Maceguales, que pagan el tributo, son gente bárbara y bestial, tan humilde, que aún no se arriscan a mirar al rostro de sus Principales, y como los Principales han de hablar por ellos, y son los principales los que hacen el exceso, forzosamente habían de vivir los Maceguales en esta servidumbre. Tres estados hay entre los indios. Maceguales que es la gente plebeya, labradores, y oficiales   —343→   y hombres que servían de carga como entre nosotros las bestias, de las cuales ellos carecían, sino es en Pirú, donde hay ovejas de carga, y en Cibola hallaron perros de que usaban para carga. Pilis, que quiere decir Principales y así los llamamos en Castellano, éstos son como los Hidalgos entre nosotros, y entre los indios Orientales los Naires. Mas Pili no es nombre de estado propiamente, sino de oficio. El tercero es, Tlahtovani, que quiere decir como gran Señor, y esto llaman al Gobernador que los Gobernaba. De todos los Gobiernos que he leído, antiguos y modernos, ninguno hallo que tan precisamente cuadre con el que los indios tenían (cuando llegaron los Castellanos a la Nueva España) como el que el Turco tiene en sus tierras, que es Señor absoluto de las personas y de los bienes de sus Vasallos, tanto como le place, sin que haya sucesión (en Gobierno, ni en Señorío, Jurisdicción ni otra cosa) de padre a hijo, mas de su voluntad absoluta, excepto en los bienes particulares, así muebles como raíces, y en aquellos no tiene el sucesor, ni aun el poseedor mientras vive más derecho del que el gran Turco quiere, y él les da Señores y les quita, y Gobernadores. Este Señorío es supremo, y así lo era y mucho más el de Motezuma y sus antecesores en Méjico, y todo su Imperio. Sola su persona se decía ser libre, los demás eran Tlacotl (que quiere decir esclavo) de él gran Señor, y como la tierra que vivía era de conquista y ganada, como ahora lo es de los Castellanos,   —344→   el gobierno estaba en poder de Mejicanos, y, o sus más queridos, o más beneméritos daba un gobierno de provincia, o frontera, o ciudad, o otro lugar particular a cada uno según su cualidad, y de los soldados Mejicanos hacia Pilis, y les daba heredamientos con Maceguales que se los labrasen, como antiguamente eran en Castilla los Solariegos, y entre los Romanos los Censitos y Ascriptitios, mas los unos y los otros, y en suma todos, eran esclavos del Rey, y no había limitación en lo que le habían de tributar, sino todo lo que él embiase a pedir aquello daban, sin reparar que fuese poco ni mucho, cuando no tenía que les pedir, o cosa fructuosa en que los ocupar, les mandaba pasar peñas, o árboles muy crecidos de una parte a otra, no pretendiendo más fructo de ellos que la ocupación. Y así lo dio por consejo al Marqués del Valle, diciendo que la ociosidad les hacía pensar novedades y ponerlas en ejecución. Ésta era la forma de Tributos que los indios tenían en tiempo de su infidelidad, y la opresión de los Maceguales, ninguna lengua humana la bastara a explicar, del Tlaule (que es el pan que ellos usan que acá llamamos maíz) no podían comer sino los granos de la punta que son delgados y de menos substancia, y el principio de la mazorca habían de guardar para la gente de guerra, no podían comer gallina, ni vestir algodón, ni beber ciertos beurages, que entre ellos se usan. Si faltaban esclavos para sacrificar, o niños para el plato de sus Señores daban sus hijos. El Imperio   —345→   Mejicano fue el mayor de toda la Nueva España, y la poseyó de mar a mar hasta la Provincia de Guatemala. La cabeza de este Imperio era la Ciudad de Tenochtitlán, Méjico, como también lo es ahora, a veinte leguas hacia la mar del Norte; tenía la Provincia de Tlaxcala, que era Señoría sobre sí, y estaba de guerra contra Méjico; tenía cuatro cabezeras (como los Cantones de Suiza) y éstos elegían de sí un mayor, que era por tiempo limitado (como el Dictador Romano) Señor de todos, no absoluto, sino con parecer de los demás gobernaba, como el Duque de Venecia. A la parte del mar del Sur, tenía la Provincia de Michocán (que nosotros llamamos Tarascos), éstos tenían Señor sobre sí, y guerra continua contra los Mejicanos. Todo lo demás era subiecto a Méjico, que es una grandísima tierra donde hay infinidad de lenguas, tan diferentes entre sí, como la Aráviga de la Vizcaína. Las principales que se me ofrecen son: Mejicana, Otomitl Tontonaque, Chontal, Guasteca, Minxe, Zapoteca, Matalcinga, Guachichil, Michteca, y otras muy muchas, más entre todas corría la lengua Mejicana, de la cual había Navatlatos (que así llaman los Intérpretes) porque como era la lengua de los Señores, corría por todas partes como la latina por el Imperio Romano, y la Griega por toda Asia. Estos nombres de lenguas, también lo son de provincias habitadas de las gentes que las hablan, y éstos eran naturales de las poblaciones donde ahora están (llámanlos en latín Indígenas, o   —346→   Aborígenes, que quiere decir naturales de la tierra) de estos los más antiguos, que por pinturas de los indios se alcanzan, son los Otomitles, que poseían toda la Comarca de Méjico, hasta (habrá cuasi en tiempo que se perdió España poco más o menos, y la entraron los Moros) que vinieron los Mejicanos, cuya naturaleza dicen ellos que es de los Chichimecas, y se apoderaron de toda esta tierra, y la tuvieron hasta que entraron en ella los Castellanos, y en breve se acabarán de apoderar de los de Tlaxcala, sino fueran socorridos de los Españoles. Mas como el Imperio Mejicano es tiránico, en todas las provincias tenían guarnición de gente, así para cobrar sus tributos, como para conquistar nuevas tierras, y defender las conquistadas. Y porque algunas de ellas, especialmente las costas del mar y más las del norte, son tierras calidísimas y pestilentes, las poblaba de recebo cada año, embiando allá gentes de otras provincias que se rebelaban, y otros delincuentes que viviesen en ellas. El Rey de Méjico no era por sucesión como el de Castilla y Portugal, sino por elección de tres Cabeceras, Méjico, Tezcuco, Tlacupán. Los Señores de estos tres pueblos le elegían cuando moría, y elegido era perpetuo, y muchas veces elegían al que sí, por sucesión fuera hubiera de ser Rey, como por fin de el Emperador Maximiliano, fue electo por Emperador el Rey Don Carlos (N. Sr. de gloriosa memoria) su nieto, que le hubiera de suceder si por natura fuera la sucesión. Esta es en suma la   —347→   Policía que los indios tenían en su infidelidad, y la forma de gobierno y de tributar a sus Señores. Ahora torno a las Encomiendas y repartimiento que dije que se había hecho y las primeras tasaciones. En este mismo tiempo (que fue al principio del Reynado, del Emperador Don Carlos N. Sr.) vino de las Islas a estos Reynos, un Clérigo que había mucho tiempo residido en las Islas Española y Cuba, y diciendo cuán mal tratados eran los indios por los Encomenderos, y cuánto de servicio se hacía a Dios y daño a la hacienda Real, en el gobierno que se usaba en aquellas partes, tractó que con mucho menos trabajo de los naturales, y con increíble aumento de la Hacienda del Rey se ofrecía a hacer la conquista, y traer grandes tesoros, cristianamente y no con tiranía habidos. Él era hombre vehementísimo, y como no halló en los de el Consejo que trataban las cosas de Indias, y las sabían, aparejo para sus chimeras, dio tras ellos como tras los demás, y valiose de Xeures, Laxao, Bouclans, Prats, y los demás extranjeros que venían en Servicio de S. M., y atendiendo a su hábito que era Clérigo, y a las grandes promesas espirituales y temporales que hacía, diéronle todo lo que pidió, que fue una Compañía de labradores, y armolos de unas cruces en los pechos, y con sus nuevos Comendadores, y grandes poderes fue (creo que a Cubagua) donde los indios le quemaron y mataron cuasi a toda la gente, que eran más de trescientos labradores, y él con muy pocos escapó huiendo;   —348→   y de allí se metió frayle, mas no porque déjase su antigua pretensión, antes con el nuevo habito la siguió más encarnizadamente. Buelto frayle a España, tornó a Indias Obispo de un Obispado que le dieron en aquellas partes, en el cual se conservó mal, y súbito le dejó, y por la Nueva España se bolvió a España con mucha furia, (entonces vio él a Méjico de paso, y antes ni después no vio otra tierra de Indias importante, sino las que he dicho) y si en la Orden Sacerdotal y estado de Capitán, y en el de frayle tuvo poca constancia, no la mostró mucho mayor en el de Obispo, porque luego le renunció, cosa a mi flaco juicio que no recibe excusa ni color, porque quien tan cursado estaba en las cosas de las Indias, como él mostrava, debía saber cuando tomó el Obispado, la carga que era: si no lo sabía fue temeridad encargarse de ella, y si lo sabía, fue malicia descargarse de ella. Si dice que le querían matar, y cuantos más inconvenientes pusiere todos se los concedo, y muy mayores tanto más digo que estaba obligado a no desamparar a su Esposa la Iglesia, con quien Dios le aiuntó, y verla en su vida casada con otro. Si esto hicieran con las suyas S. Pedro, S. Marcos, S. Dionisio, ellos carecerían de martirio, pero Roma, Alejandría y París no estuvieran fundadas en su sangre. No sé yo cómo quiere ser havido por Obispo (en la autoridad) sin Obispado, el que teniéndole negoció como no ser Obispo, mas es verdad lo de el Evangelio, que a nuestros prójimos queremos   —349→   poner cargas incomportables, y nosotros no tocarlas con el dedo. Venido, pues, en España, por escrita y por palabra, insistió en lo que antes, y con grandísimo negocio: tanto que por los miedos que ponía que todo el mundo se iva al infierno, se hicieron las que llamaron leyes nuevas, que esta ley sobre que escribo, por la cual se vedo absolutamente que no se hiciese encomienda de Indios. De esto se siguieron muchos trabajos y la rebelión del Pirú, entendidos por su Magestad los inconvenientes de esta ley, la revocó; como la materia era tan importante tractaron muchos de escribir de ella, y tomaron por el principal punto si la guerra y conquista de los Indios se puede hacer con justicia, escribió la buena memoria del Maestro Frai Francisco de Victoria, una repitición que anda impresa con las suyas, escribió el Dr. Sepúlveda, también imprimió; y Frai Bernaldino de Arévalo, frayle descalzo del Abrojo, gran siervo de Dios y hombre cuerdo, escribió Mosén Mateo Malferit Caballero Mallorquín, y mejor que todos Frai Vincencio de Curzola, Religioso Dominico Esclavón, que fue conquistador de Yucatán, estos postreros no imprimieron. Yo también a bulto borré mis pliegos ciertos, que después se me perdieron con mi librería en la mar. Mas sobre todos escribió el Obispo que he dicho hasta hacer un confesionario, en que absolutamente pronunció, que ningún Sacerdote podía absolver a quien tuviese encomienda de indios, si, actualmente   —350→   no la dejase, y restituyese lo llevado. Y así lo hicieron muchos Confesores, y aun muchos Encomenderos, que en la agonía de la muerte no se quisieron poner en disputa, por este inconveniente se prohibieron sus obras. Éste es el hecho que prometí proponer, el cual está cierto, y ninguno le podrá culpar de falso. Las razones que el Obispo alega se pueden ver por sus obras, porque ni las quiero proponer, ni responder a ellas, no se diga de mí que busque ocasión para escribir lo que no es de principal intento de la materia que trato. Sólo digo que el mayor argumento con que persuadía su doctrina, era con decir que era Obispo, y que decía cada día misa y había ochenta años que estaba en las Indias, y estudiaba el Hecho y el Derecho de aquellas partes. A esto sólo quiero responder porque es lo más con que me han apretado los que defienden su opinión a carga cerrada. En cuanto a ser Obispo, digo que el Concilio Ariminense que se hizo contra Santo Atanasio fue todo de Obispos, y aun muy doctos pero Arrianos, y Nestorio fue Patriarca de Constantinopla, mas que le aprovechó para no ser hereje, Judas Apóstol fue, mas no por eso acerto, no digo esto para derogar a la dignidad que es Columna de la Iglesia, mas para mostrar que no basta ser Obispo para acertar, sino ser Obispo docto y acertado. En cuanto al tiempo que estuvo en las Indias, dice muy gran verdad más pudo hablar de ellas, como el Asturiano, (que en lo postrero de Asturias   —351→   hubiese nacido y envejecido) podría hablar del Gobierno de la Corte de España. Él no vio a Méjico, ni a Pirú que éstas son las Indias, y de estas tierras a las que él vio, hay mayor desproporción, que de la Corte a Asturias. Pues en lo que toca a las letras, las obras y escritura de cada uno, aunque haya sido ayudado, da muestra del pecho donde salieron, que tantas letras tenía, una cosa sé, que lo dejare a juicio de quien leyere seis pliegos de sus escritos, y de ellos no quiero hacer otro juicio, y esto mismo respondo a los años que dice haber gastado en el estudio de este derecho. Bien sé que Leyes, en que se intitulava Licenciado, no las oyó en Salamanca, ni Valladolid ni fuera de España, y no creo que es ciencia que se estudie, sin estudio, por sólo ingenio o práctica, mas esto no quiero que valga sino su escriptura, y en cuanto al tiempo y años, pareceme que los higos invernizos que se quedan en la higuera el invierno, están más en ella que los que maduran a su tiempo, y éstos nunca acaban de madurar. Los vancos que están en las escuelas de Salamanca, sin menearse de los Generales oyen todas las liciones que se leen, y al fin del año saben tan poco como al principio, y el Bedel tiene todos los libros de la Librería y duerme en las escuelas, y habla cada día con los Catedráticos, y sabe menos que los estudiantes que se van a comer y dormir a sus Casas. Si su escriptura es buena, que se me da a mí que la haya hecho sin estudiar, y si no lo es, que   —352→   se me da a mí que haya perdido el juicio estudiando en ella; páganle al Cazador la caza que vende por el tiempo que gastó en cazarla, o por lo que es la caza, torno a repetir otra vez lo que siento he dicho, que vean sus escritos, y por aquellos juzguen. Quien esta otra parte quiera defender, vea el caso que he puesto y sepa, distinguir de indios encomendados a indios esclavos, y vea que derecho tenía Motezuma a la Nueva España, y así como sus encomenderos sucedían en su derecho, así los de ahora en el del Rey nuestro Señor, compárese lo uno con lo otro, y verán cómo no está la cuestión donde ellos la buscan. ¿Si la guerra es justa, o no? Y de presente no se me pida más de esta materia.»

  —353→  

DISERTACIÓN NONA

NOTA A, pág. 186.

Veracruz, que entre todas las ciudades de América se honra y se distingue con este glorioso título, porque en aquella misma playa y en la mañana del viernes santo, a tiempo cuando la Iglesia universal extendida del Oriente al Occidente se ocupaba en descubrir y celebrar los altísimos misterios que se encierran en aquel adorable leño; desembarcó, casi trescientos años hace, el nunca como se debe alabado Hernán Cortés seguido de un puñado de intrépidos españoles, y abrió con sus propias manos los fundamentos de aquel ilustre pueblo.

El mismo inmortal Cortés fue quien enarboló en la cima de aquellos montes de arena, y en tan memorable día, aquel estandarte sagrado que en poco tiempo derribó e hizo pedazos todos los ídolos de Motezuma, y causó en este vastísimo país los mismos, saludables efectos que había producido ya en tantos otros del Asia, África y Europa, esto es, una moral más santa; unas costumbres más puras; una idea sublime de Dios y de sus atributos, digna de la   —354→   majestad y bondad del Ser supremo; la cesación, de los sacrificios sangrientos; la moderación y justicia en las guerras; el deseo de la paz; y el mutuo y sincero amor de unos hombres a otros, de que tantos y tan preciosos bienes dimanan a la sociedad.

NOTA B, pág. 190.

Entreteniéndome un rato anoche, según mi costumbre, con la amena lectura de las obras filológicas del Sr. Leibnitz, he dado casualmente al abrir el tomo quinto con la carta de número 12 entre las escritas por aquel grande hombre a su íntimo y digno amigo Antonio Magliabecchi bibliotecario de Florencia, y en ella he hallado este notable párrafo. «Acaban, dice Leibnitz40, de publicarse dos libros con el título de Memorias y viajes de España. Están ambos escritos en francés, con igual y singular elegancia. Su autor es una Señora que ha vivido algún tiempo en aquella península; y me parece que, aunque se permite a veces algunas libertades, en otras muchas cosas que nos cuenta se conforma bastantemente con la verdad. Toca ahora a los españoles: contradecir y refutar dichas noticias, si quieren que no las creamos.»

Estas últimas palabras me han parecido muy   —355→   juiciosas, y he sentido que nuestros mayores no las hubiesen oído de la boca misma de aquel sabio Alemán, para grabarlas luego con letras de oro en las portadas de todas nuestras universidades y academias, a fin de excitar los literatos nacionales a que tomasen la pluma en defensa de la patria. Es verdad que no era aquella época muy favorable para el intento; pues cuando el filósofo Alemán escribió la referida carta, ya empezaban a fermentar secretamente en el seno de España las funestas semillas de la guerra civil que dentro de pocos años se encendió con tan gran violencia, y pensó reducir aquella hermosa porción de Europa en un vasto y horrible desierto. El ronco estruendo de las armas que se hacía oír entonces por todas nuestras provincias, impuso silencio a las musas, como suele suceder siempre en semejantes lances, por lo que no debía de extrañar Leibnitz, como da a entender que extraña, que las ciencias fuesen decayendo mucho entre nosotros, ya que sabía muy bien que la rivalidad de casi todas las potencias de Europa nos obligaba por aquel tiempo a sacudirnos el polvo de las escuelas, y a no pensar en otra cosa que en montar a caballo, desenvainar las espadas, y acudí noche y día con la celeridad de un rayo donde nos llamase el amor a nuestros Reyes, y el honor medio eclipsado del nombre español.

Sin embargo, no hubiera sido del todo inútil el recuerdo que acabo de insinuar Porque habiéndose   —356→   disipado en breve la horrorosa tormenta que amenazaba a toda la península, no tardaron en seguirse unos días serenos y tranquilos, en los que disfrutando nuestros abuelos de los más dulces frutos de la paz, se volvieron a abrir con indecible y universal complacencia las casas destinadas para la educación de la juventud y para el adelantamiento y progresos de las letras. El mismo Felipe V que acababa de adornar y asegurar su trono con los infinitos laureles que había cogido tantas veces con sus propias manos en el campo de batalla: el mismo, e igualmente con sus propias manos, sembraba de nuevo por toda España las artes y ciencias, que crecieron y florecieron prontamente a su augusta sombra.

Yo no puedo olvidar el inmortal beneficio hecho entonces por aquel Monarca a mi patria la ciudad de Cervera, que tan fiel y rendida le había sido siempre. Felipe V apenas logró un instante de sosiego, cuando puso en aquella ciudad los cimientos de la Academia que después se ha hecho tan famosa, y que ya en los primeros años logró comprender en la lista de sus catedráticos a varios literatos de primer orden41. Pero volvamos a lo del principio, no sea que el tierno cariño y reconocimiento que profeso   —357→   a aquella insigne Universidad, en donde me he criado y he pasado con extremo gusto la parte más considerable de mi juventud, me aparte insensiblemente del asunto que me he propuesto tratar en este momento.

Digo, pues, que calmado el furor de las guerras civiles, hubiera sido muy provechoso que nuestros mayores hubieran tenido todos los días delante de los ojos aquella juiciosa advertencia de Leibnitz. Quizá con esto se hubieran determinado finalmente a rebatir las calumnias con que tantos autores extranjeros procuraban infamar nuestra nación. Podían prometerse con seguridad la victoria; y esta otra especie de triunfo no hubiera sido menos glorioso para ellos y para España, que el que habían logrado poco antes contra las mismas naciones en Almanza, en Brihuega y en Villaviciosa.

Pero yo no sé lo que fue, que ni entonces ni después apenas se pensó en nada de esto. Fuese generosidad y magnanimidad de los españoles el mirar con desprecio las ridículas y mordaces sátiras de sus rivales; fuese poca noticia de las lenguas francesa e italiana, en las que solían escribirse y publicarse dichas sátiras; fuese, por último, una cierta timidez y desconfianza que, según la observación de nuestro insigne D. José Finestres42, ha no sé si diré adornado   —358→   o perjudicado casi siempre a nuestros literatos. Debemos confesar que infinitos libelos dirigidos ya contra el carácter; ya contra los usos, leyes y costumbres; ya contra la instrucción y literatura de nuestra nación; y por último, contra las glorias y hazañas de nuestros mayores, corrieron y corren impunemente por toda Europa más ha de dos siglos. Los autores de semejantes libelos fueron por lo general, y aún son en el día, los mismos viajeros a quienes colmamos de favores y recibimos con singular distinción. No digo que entre éstos no haya algunos que, de vuelta a su tierra, nos han acreditado su gratitud y buen corazón. Pero han sido muy pocos, y puede sin reparo asegurarse que entre los extranjeros que han ido a visitarnos, por un solo Dillon, esto es, por un sabio sincero, honrado e imparcial, ha habido mil Swimburnes y mil vagos italianos, quiero decir, mil literatos bufones que han tratado nuestras cosas sin extenderlas, y han pretendido divertirá sus paisanos haciendo arbitrariamente y a capricho el retrato de nuestro gobierno y cultura.

Cierta clase de filósofos, bien conocidos no tanto por sus talentos, como por sus extravagantes paradojas y por los estragos que han causado en el sistema político y moral de Europa, se han prevalido no poco de las relaciones de aquellos viajeros para esparcir en los libros que han dado a luz sobre varias materias una infinidad de anécdotas malignas, en que no se descubre asimismo otra mira que la de desacreditamos.   —359→   Que incentivo tuviesen dichos, señores para cometer esta ridícula bajeza, cualquiera podrá fácilmente adivinarlo. Es imposible, en efecto, que nadie que examine con diligencia este punto deje, a lo menos, de entrever que la constancia y firmeza propia del genio español, y el espíritu de piedad y moderación que respiran las leyes así sagradas como civiles con que tantos siglos ha nos gobernamos, era un embarazo enfadosa y una molesta barrera para unos literatos tan atrevidos y emprendedores, que se proponían nada menos que mudar, o como, ellos decían regenerar, todas las ideas y establecimientos pertenecientes a la política y a la religión.

Yo por lo menos confieso con toda, ingenuidad que habiendo leído, y vuelto a leer en distintas ocasiones y tiempos las referidas sátiras, mis tentativas, mis especulaciones, y los cálculos que he hecho sobre ellas, me han dado siempre unos mismos resultados; esto es, que un odio tan grande, tan universal y tan ridículo contra la nación española debía de brotar precisamente de una fuente o causa común; la que, según toda apariencia, no podía ser otra que la que he dicho.

No por esto se infiera que en mi concepto todos los filósofos o humanistas extranjeros que han hablado tan mal de nuestras cosas, vendieron vilmente su pluma a los intereses de su secta o partido. Atribuirme esta opinión sería hacerme una injuria que ciertamente no merezco. Un célebre Escritor catalán   —360→   ha sostenido en Italia con una elocuencia y erudición nada vulgar que todo escritor anticristiano era por lo mismo antiespañol. Yo nunca he suscrito a esta proposición, ni suscribiré jamás a ella, especialmente si por escritor anticristiano se entiende, conforme suele hacerse muy a menudo, un escritor no católico o separado de la comunión romana. He apreciado siempre a todos los hombres verdaderamente sabios, aunque en materia de religión no pensasen como yo. Y debo de publicar, en honor de la verdad, que entre los escritores protestantes o reformados he hallado algunos que manifestaban tener particular afecto a nuestra patria, y llevaban muy a mal y reprobaban altamente el proceder de aquellos filósofos que tan a ciegas y tan sin juicio la habían criticado.

Y si no es muy grande el número de estos hombres que saben hacer justicia a las cosas de España, la culpa es toda nuestra. En efecto, como hay tanto tiempo que apenas ningún escritor español sale a defender su nación contra los que con tanta furia la han impugnado; como hay tanto tiempo que nada respondemos a las mordaces sátiras y sarcasmos de nuestros rivales; y como dejamos correr, tan impunemente las feas y ridículas pinturas que infinitos viajeros y filósofos han hecho y hacen de España, sin que ninguno de nosotros despliegue los labios para advertir a toda la Europa que la mayor parte de las formas y colores de la mencionada pintura están notabilísimamente alterados. Este extraño silencio continuado   —361→   por tan largo espacio de tiempo se ha tenido por una tácita confesión de los cargos, y a la verdad no sin algún aparente fundamento; y esto no ha podido menos de perjudicar considerablemente a nuestra causa.

Sirva de ejemplo la obra que se publicó no hace mucho en Francia, esto es: La nueva Geografía universal de Mr. William Guthrie, impresa el año 1802 en París, en nueve volúmenes en octavo obra que antes se había reimpreso diez y siete veces; pero que en la edición del citado año se tuvo, a lo que asegura su traductor Mr. Noel, la prudente precaución de examinarla de nuevo, de corregirla y refundirla con el mayor cuidado.

Sin embargo, no será fácil encontrar entre antiguos y modernos un libro que hable con menos tino, con menos crítica y menos exactitud de todo lo que tiene relación a nuestras cosas. Para hacer la pintura de los usos, costumbres y estilos de nuestra península sigue sin discernimiento alguno al viajero Henrique Swimburne, autor tan poco digno de crédito como lo manifiesta la carta que D. José Nicolás de Azara hizo poner a la frente de la tercera edición de Bowles. Y es lástima que a Guthrie y a Noel se les pasase por alto el caso que el Viajero inglés cuenta haberle sucedido en Toledo cuando lo tuvieron encerrado su Ayuda de cámara por espacio de dos días para peinar la peluca de una imagen de la Virgen pues esta curiosa anécdota,   —362→   además de ser un adorno muy digno de la nueva Geografía, hubiera, ya se ve, añadido una pincelada interesante al cuadro de las costumbres españolas.

En cuanto a la América, puede pasársele todo lo que copia al pie de la letra del Diccionario de Alcedo, aunque esté en orden a las provincias septentrionales sea poco exacto. Pero cuando se separa de dicho libro, que Noel llama preciosa y excelente obra, se despeña en tantos errores, cae en tantas inexactitudes, y lo que peor es, se entrega con tan poco rubor a su ridícula y reprensible animosidad contra estos naturales, que es menester tener la sangre helada dentro de las venas para aguantar la lectura de algunas páginas sin encolerizarse. ¿Podrá creerse no obstante que todos esos errores, todas esas inexactitudes y toda esa animosidad no han bastado para el desengaño de varios lectores? ¿Podrá creerse que hay aún infinitos que celebran y aplauden la nueva Geografía? ¿y que Lalande, el respetable Lalande, cuyo nombre formará época en la historia de la astronomía, se ha dejado en cierto modo seducir como los demás; pues no ha tenido reparo de honrar dicho libro con un número considerable de notas y correcciones, puestas de su propia mano? Con todo no me puedo persuadir que un hombre tan hábil y tan prudente, como lo es aquel célebre Astrónomo, haya aprobado ninguna de las cosas expresadas. Lo que me imagino es que habrá pasado muy   —363→   ligeramente por encima de estos enormes errores, diciendo entre sí lo mismo que escribía Leibnitz después de haber leído las memorias y viaje de que hemos hablado al principio: A los españoles toca rebatir estas sátiras, si quieren que no las creamos.

Confesemos ingenuamente que estos Señores tienen mucha razón en darnos al rostro con nuestra extrañísima indiferencia.

  —364→  

DISERTACIÓN DÉCIMA

NOTA A, pág. 200.

Flíbustieres: Nombre de los corsarios, o más bien piratas, que de todas las naciones se establecieron en la isla de Santo Domingo con el nombre de bucaniers. Algunos que no estaban contentos con aquella vida se juntaban en número de cuarenta o cincuenta, compraban una barca y elegían un comandante, con el que salían a robar y piratear cuantas embarcaciones, encontraban con esta facilidad de hacerse ricos, y la libertad de vivir en los vicios más abominables, se aumentaron considerablemente; y hechos dueños de la pequeña isla de la Tortuga, empezaron a atacar los puertos y costas de los españoles. El Gobernador d'Ogeron fue el primero que redujo a dichos aventureros a hacer una vida más sociable y humana, y les enseñó a amar la agricultura, la que al paso que es un manantial seguro de la riqueza de los pueblos, contribuye más que ninguna otra arte la su civilización.

  —365→  

NOTA B, pág. 200.

Si j'avois, dice Montesquieu, á soutenir le droit que nous avons en de rendre les Nègres esclaves, voici ce que je dirois:

Les peuples d'Europe ayant exterminé ceux de l'Amérique, ils ont dû mettre en esclavage ceux de l'Afrique, pour s'en servir à défricher tant de terres.

Le sucre seroit trop cher, si l'on ne faisoit travailler la plante qui le produit par des esclaves.

Ceux dont il s'agit sont noirs depuis les pieds jusqu'à la tête, & ils ont le nez si écrasé qu'il est presque impossible de les plaindre.

On ne peut se mettre dans l'esprit que Dieu, qui est un être très-sage, ait mis une ame, surtout une ame bonne, dans un corps tout noir.

Il est si naturel de penser que c'est la couleur qui constitue l'essence de l'humanité, que les peuples d'Asie qui font des eunuques, privent toujours les noirs du rapport qu'ils out avec nous de une façon plus marquée.

On pent juger de la couleur de la peau par celle des cheveux qui, chez les Egyptiens, les meilleurs philosophies du monde, étoient d'une si grande conqu'ils faisoient mourir tous les hommes roux qui leur tomboient entre les mains.

Une preuve que les Nègres n'ont pas le sens commun, c'est qu'ils font plus de cas d'un collier die   —366→   verre, que de l'or qui, chez des nations policées, est d'une si grande conséquence.

Il est impossible que nous supposions que ces genslà soient des hommes; parce que, si nous les supposions des homines, on commenceroit à croire que nous ne sommes pas nous-mêmes chrétiens.

De petits esprits exagerent trop l'injustice que l'on fait aux Africains. Car, si elle étoit telle qu'ils le disent, ne seroit-il pas venu dans la telle des princes d'Europe, qui font entr'eux tant de conventions inutiles, d'en faire une générale en faveur de la miséricorde & de la pitié?

NOTA C, pág. 200.

Sea cual fuere el mérito de semejantes declamaciones, es muy cierto que, como dice Chateaubriand en el tomo 4º.? pág. 224 de su obra del Genio del Cristianismo: «Le ton sensible et religieux dont les missionaires parloient des Nègres de nos colonies, étoit le seul qui s'accordát avec la raison et l'humanité. Il rendoit les maitres plus pitoyables, et les esclaves plus vertueux; il servoit la cause du genre humain sans nuire à la patrie, et sans, bouleverser l'ordre et les propiétés. Avec de grands mots on a tout perdu: on a éteint jusqu'à la pitié; car qui oseroit encore plaider la cause des noirs, après les crimes qu'ils ont commis? Tant nous avons fait de mal! tant nous avons perdu les plus belles causes et les plus belles choses!»

  —367→  

NOTA D, pág. 208.

No se sabe, dice Mr. Anquetil, si fue Licurgo el autor de una precaución política muy cruel con que los lacedemonios disminuían el número de sus esclavos cuando les parecían muchos, y se llamaba criptia, que quiere decir emboscada; y consistía en armar de puñales a los jóvenes más determinados, dándoles orden de exterminar hasta cierto número de aquellos infelices, lo que ejecutaban quitándoles de noche la vida o sorprendiéndoles de día empleados en sus ocupaciones. Esto lo hacían a sangre fría sin el menor motivo de queja, y con sólo el fin de que los restantes nada pudiesen emprender. Compendio de la Historia universal, tom. 2.

NOTA E, pág. 210.

Los lacedemonios daban el nombre de hilotes generalmente a todos los que reducían a esclavitud, aunque al principio sólo eran conocidos con este nombre los vecinos de la ciudad de Elos situada cerca de Esparta, que habiéndose sublevado y rehusado pagar el tributo que les había sido impuesto cuando se establecieron los lacedemonios en el Poloponeso, fueron reducidos a la condición de esclavos por el rey Agis hijo de Euristhenes, y destinados a los trabajos y oficios más viles y penosos.

  —368→  

NOTA F, pág. 211.

Omnium autem rerum nee aptius est quidquam ad opes tuendas ac tenendas, quam diligi: nec alienius, quam timeri. Praeclarè enim Ennius: quem metuunt, oderunt: quem odit; periisse expetit. Cicero, de Officiis lib. 2.

NOTA G, pág. 212.

Para conocer hasta qué punto subió el lujo de los romanos en aquellos tiempos, bastará copiar aquí lo que cuenta Middleton de la extraordinaria solemnidad con que se abrió y dedicó el Teatro de Pompeyo, cuya grandeza y magnificencia fue muy celebrada de los escritores antiguos. Pompeyo le hizo construir, dice, a su costa para servicio y adorno de la ciudad, por el modelo y forma del de Mitilena; pero le añadió tanta dimensión, que cabían en él cuarenta mil espectadores, los cuales, en caso de mal tiempo, podían guarecerse en un pórtico de columnas que le circundaba. Junto al mismo Teatro edificó una sala capaz de celebrarse en ella el Senado, y otra para administrar justicia. En todas las partes del edificio había estatuas y pinturas de los más famosos artífices. Para dar el último grado de majestad al todo, había enfrente de la escena un templo de Venus vencedora, cuyas gradas servían de asientos a los espectadores.   —369→   Pompeyo hizo las fiestas de la abertura de este Teatro tan magníficas como la fábrica, dando los espectáculos más lúcidos y extraños que se habían visto jamás en Roma. En él se representó cuánto la poesía y la música habían producido más perfecto hasta entonces, y todo lo más admirable que había en el mundo en danzas y demás ejercicios corporales. En el circo hubo por cinco días diversiones de todos géneros, cacerías, batallas, combates de fieras, en que de solos leones murieron quinientos. El último día comparecieron veinte elefantes; los cuales, cuando se sintieron heridos de muerte y sin esperanza de escapar, se quejaron en tono tan lastimero, que movió la compasión de los concurrentes; de tal forma, que olvidándose de quien era Pompeyo, se levantaron llorando, tratándole de cruel y llenándole de imprecaciones. Tan cierto es, como observa Cicerón, que todos los espectáculos que no tienen en sí alguna utilidad real, hacen solamente una impresión ligera y momentánea, que sólo dura el tiempo que los ojos están presentes y engendran luego nausea que es la muerte del placer. Las relaciones de estas fiestas de los antiguos son útiles para darnos idea de sus riquezas y poderío; pues vemos que los particulares de Roma hacían gastos tan inmensos para juntar de todas partes del mundo curiosidades tan raras, que hoy nuestros Reyes no pueden hacerlos.

  —370→  

NOTA H, pág. 213.

Las desgracias que sufrió la isla de Sicilia las dos veces que se sublevaron en ella los esclavos, las experimentó también a su vez la misma Italia, esto es, en los años 679, 80 y 81 de Roma. Esta sublevación empezó por doscientos esclavos a quienes un cierto Léntulo hacía instruir en Capua en el oficio de gladiadores; y aunque la conspiración fue descubierta oportunamente, sin embargo setenta y ocho de ellos lograron fugarse, no llevando consigo otras armas que los cuchillos de cocina. ¿Quién diría que de un origen tan despreciable al parecer como éste, había de nacer una guerra famosísima que haría temblar a la Capital del mundo? Así sucedió no obstante. Entre aquellos esclavos fugitivos, había un hombre intrépido y valeroso, un hombre en quien, para servirme de la expresión de Plutarco, la naturaleza había reunido injustamente la condición servil y el talento de un héroe. Spartaco, pues, capitaneó a sus compañeros, cuyo número se aumentó luego de tal manera que Roma, mientras sus ejércitos prosperaban en tierras lejanas, es a saber, en España Pompeyo, contra Sertorio, y en el Oriente Luculo contra Mitridates; la poderosa y soberbia Roma, digo, se vio muy expuesta a ser avasallada por un Gladiador. En este apuro determinó el Senado poner tres ejércitos en campaña, dos de los cuales fueron   —371→   mandados por los Cónsules, y el tercero por el Pretor. Sin embargo, estos ejércitos fueron desechos también y desbaratados por Spartaco a la cabeza de cien mil esclavos que peleaban por la libertad con tanto valor como desesperación; y la suerte de la República hubiera sido desgraciada de todo punto, a no haberse confiado el mando de nuevas tropas a Craso que anteriormente, esto es, en la guerra de Sila había dado pruebas nada equívocas de su pericia militar. Efectivamente este General con su vigilancia y valor, con su prudencia y habilidad supo en él espacio de seis meses dar entero fin y acabamiento a una guerra que había causado a los romanos no menores alarmas que la de Aníbal.

NOTA I, pág. 214.

Con motivo de la segunda expedición que César emprendió contra Inglaterra, escribiendo Cicerón a Ático: «el desembarco en la Isla, dice, es difícil por lo defendidas que están las costas; pero sabemos que no se espera hallar un adarme de plata. Tal vez se podrán hacer muchos esclavos; pero dudo haya ninguno instruido en las letras ni en la música.» Esta burla y desprecio con que Cicerón trata a la Inglaterra, dice el ya citado Congers Middleton da ocasión de admirar la Providencia que gobierna este mundo y las revoluciones que padecen los países. Roma en aquel tiempo era dueña de casi toda la tierra   —372→   conocida, centro de la gloria, de las ciencias y artes; y la Inglaterra yacía en la pobreza, ignorancia y barbarie. Esta misma Isla, tan despreciada de los romanos, es hoy por su buena legislación uno de los más ricos y florecientes reinos del universo, patria de la cultura y de la abundancia. Pero el mismo destino que ha causado esta revolución podrá quizá convertir su abundancia y riquezas en lujo, su lujo en corrupción de costumbres, y de allí por grados naturales volver a la barbarie antigua.»

NOTA J, pág. 214

C'est cette corruption de l'empire romain, dice Chateaubriand, qui a attiré du fond de leurs déserts les Barbares qui, sans connoître la mission qu'ils avoient de détruire, s'étoient: appelés par instinct le fléau de Dieu.

Salviano, citado por el mismo Escritor, a quien llaman el Jeremías del siglo, quinto, escribió sus libros de la Providencia para probar a sus contemporáneos que no tenían razón de quejarse de las grandes desgracias con que se veían oprimidos. ¿Qué castigo, dice, no merece todo el Imperio, cuando una parte ultraja a Dios con el desarreglo y abandono total de sus costumbres, y la otra une al error los excesos más vergonzosos? En cuanto a las costumbres ¿podemos acaso compararnos con los godos y los vándalos? Y empezando por la caridad, que es la reina   —373→   de las virtudes, todos los bárbaros se aman recíprocamente, cuando los romanos se despedazan unos a otros... Así se ve todos los días que muchos de los que se hallan bajo, de su dominación buscan un asilo entre los bárbaros contra la inhumanidad de los romanos. Et quamvis ab his ad quos confugiunt discrepent ritu, discrepent lingua, ipso, etiam, ut ita dicam, corporum, atque induviarum barbaricarum foetore dissentiant, malunt tamen in barbaris pati cultum dissimilem, quam in romanis injustitiam saevientem. De Gub. Dei, lib. 5.

NOTA K, pág. 217.

En el Perú se llama mita la contribución de indios para el trabajo de las minas de Potosí y Guancabelica, cuya contribución estableció en el año 1575 el virrey D. Francisco de Toledo, de acuerdo con los caciques de los pueblos, para que no estuviesen ociosos los indios; arreglando el número de estos a 12900 repartidos a razón de 17 por 100 en las provincias más inmediatas a las minas, a 16 en las otras, y a 14 en las más distantes, de los cuales sólo había de emplearse en el trabajo la tercera parte cada semana. Después ha ido decayendo cada día la mita por lo mucho que han disminuido los indios.

Varías son las causas que pudieran señalarse porque los indios se van disminuyendo en tanto extrema, si fuese este lugar acomodado. No quiero, sin embargo,   —374→   dejar de indicar dos de ellas lamentables sobre modo, que tocan particularmente a ciertas tribus o naciones.

Desde el sitio donde moran los patagones hasta el nacimiento del río Diamante hay un espacio de tierra como de cuatrocientas leguas de longitud y doscientas de latitud, tomada ésta desde la frontera que llaman de los cristianos hasta la cordillera de los Andes en su parte media. Todo este gran trecho o espacio es habitado por unas cuantas naciones que apenas merecen ya llamarse tales, según es corto el número de individuos que las componen; aunque no deja por eso de reconocerse en ellas algo de su antiguo esplendor. Tales son los patagones que principian en el estrecho de Magallanes, los galiches, los renquelches, los pampas y los paguenches que habitan en la misma

falda de la gran cordillera. Recibida es y muy antigua usanza entre estos indios cuando alguno cae enfermo y está ya a punto de muerte, juntarse todos los parientes, y con chuzos y bolas, que son sus armas favoritas, correr y golpear alrededor del toldo del moribundo a fin de espantar así y ahuyentar al galichú o diablo; porque creen ellos que el hombre sería inmortal si otro hombre no le matase o embrujase. Llevados así de tan extravagante delirio en los últimos momentos en que ya a expirar el doliente, le preguntan ¿quién le ha embrujado? y si tal vez designa alguna persona, como suele suceder, marchan sus parientes a sorprender   —375→   si pueden la familia de aquel su enemigo, degollar todos sus individuos y apoderarse de sus ganados y cuanto poseen para llevarlo a la toldería del difunto, a cuyos manes ofrecen estos despojos. Cuando yo me hallaba confinado en la ciudad de San Luis en 1815, sitio de dolorosa memoria porque en aquel mismo año y poco después de haber yo salido de aquel ominoso presidio fue regado con la sangre del benemérito general Ordóñez y de otros doscientos prisioneros españoles asesinados a sangre fría, hacía muy poco que el actual cacique Chacaleu, que tiene su toldería en aquellos contornos o orillas del citado Diamante, había degollado toda una familia; y preguntado por mí cuál fuese la causa porque había cometido aquella crueldad, contestó con muy fría indiferencia, que porque habían embrujado a un tío suyo.

Los indios que habitan en el Chaco cerca del Paraguay, tales como las guaicarus y la mbayas, van también a desaparecer muy pronto a causa de la bárbara costumbre que han adoptado sus mujeres de procurarse el aborto, y no conservar más de un solo hijo. Para formarse una idea cabal del efecto destructor de tan cescerable costumbre bastará considerar que el fruto de ocho matrimonios no será en este caso más que de ocho hijos; de los cuales, según las reglas de probabilidad de la duración de la vida humana, sólo cuatro llegarán a la edad de ocho años, y de estos cuatro solos dos llegarán a la de treinta.   —376→   ¿Qué sucederá, pues, en la segunda generación? Es muy fácil decirlo. Siendo la primera de ocho hijos resulta que, disminuyendo las generaciones en progresión geométrica de ocho a uno, bien pronto desaparecerán de la superficie de la tierra. ¡Qué desgracia que se destruyan de esta manera ellas mismas las naciones de más alta talla, las más fuertes, más bien proporcionadas, y las más bellas que hay en todo el mundo! Así se lamenta justamente D. Félix de Azara, según hago memoria de haberle leído en la historia de sus viajes al Paraguay; donde nos cuenta también que habiendo él más de una vez, reconvenido a aquellos indios acerca de tan bárbara y desapiadada costumbre, se encogían de hombros diciendo que no debían mezclarse en los negocios de las mujeres; y que éstas le contestaban que el parto natural las estropeaba, ponía feas y envejecía, en cuyo estado no gustaban a los hombres.

Antes de soltar la pluma, ya que casualmente he podido hacer mención aquí de aquel libro de Azara, permítaseme decir que, aunque lleno por otra parte de investigaciones útiles y de excelentes y exquisitas observaciones y noticias, debe de leerse sin embargo con muchísima cautela y desconfianza en varias de las casas que cuenta, como por ejemplo en todo lo que toca y concierne al gobierno y administración de los jesuitas. A cada paso se nota la rivalidad del Autor y su ánimo indispuesto. El gobierno de los jesuitas en aquella tierra, según nos le pinta   —377→   y bosqueja Azara, no es ya un gobierno filantrópico, dulce y paternal, cual se ha creído hasta ahora, y mil señales todavía dan de ello muy claro testimonio; sino áspero y muy despótico, y dirigido únicamente por la codicia y la ambición. Pero ¿qué fe podrá jamás merecer un historiador quien al hablar de la suma indolencia y natural pereza de aquellos indígenas, tiene el desatinado acuerdo de asegurar que para excitar a los indios a la procreación hacían sonar los jesuitas una gran campana a medianoche?

Hic nigrae succus loliginis, haec est aerugo mera.

NOTA L, pág. 224.

En uno de mis viajes a América vi desde lejos las costas de la antigua isla de Haití, a quien Don Bartolomé Colón, hermano del Almirante, dio el nombre de Santo Domingo, y que ahora bajo el gobierno de los rebeldes africanos vuelve a recobrar su primera denominación, para que no quede en ella ni el más leve rastro de la piedad y humanidad europea. No podía yo mirar, aunque de lejos, aquellas playas sin estremecerme todo desde los pies hasta la cabeza; porque me venían entonces en memoria algunas de las muchas crueldades que aquellos negros habían ejecutado poco antes contra sus propios amos, y de que me había dado noticia un colono escapado casi milagrosamente de entre sus manos. Referiré   —378→   sólo una, para que se entienda de que inauditos excesos es capaz el furor y despecho africano.

Mientras que la mayor parte de aquellos bárbaros mandados por el hipócrita y feroz Santos Louverture corrían de un cabo a otro de la costa, llevando en la mano teas encendidas y pegando fuego, a las ciudades, villas y aldeas que encontraban al paso; los esclavos de una de las más hermosas y ricas haciendas que había en las llanuras del Guarico se echaron de improviso sobre su amo, cargándole de grillos y cadenas, y llenándole de toda suerte de injurias y baldones. Pero todo esto era nada respecto de lo que meditaba su brutal inhumanidad. A la entrada misma de un delicioso jardín que había en frente de la vivienda, principal, abrieron en la tierra un hoyo tan grande cuanto fuese capaz de contener aquella infeliz víctima. Inmediatamente mataron un gran toro, le desollaron, cuidando de que en el pellejo quedase pegada la mayor cantidad de gordura que fuese posible; y corriendo a toda prisa a desnudar a su amo, que estaba trasudando de mortal congoja, le abrigaron dicha piel cubriéndole con ella todo el cuerpo. Luego le metieron dentro del mencionado hoyo, dejando que sacase fuera tínicamente la cabeza para poder respirar, y apretaron bien la tierra de uno y otro lado. Hecho esto, unos se sentaron a la sombra de los vecinos árboles a beber su sambumbia, otros dándose inutuamente las manos y formando un gran círculo en cuyo centro estaba   —379→   enterrado el paciente, empezaron con grande algazara sus obscenos bailes, no haciendo apenas gesto ni movimiento alguno que no se dirigiese a insultarle.

Daba de cuando en cuando profundos ayes y suspiros el desgraciado colono, y llamando con sus propios nombres a aquéllos de entre sus esclavos que él había tratado con mayor blandura, les pedía encarecidamente que por piedad siquiera le cortasen de una vez la cabeza, con lo que darían fin a tan insufrible martirio. Pero ellos con una maligna sonrisa de demonio: No, no es posible, le respondían. Tú no has de acabar de un solo golpe sino muy lentamente, y antes que mueras queremos tener el gusto de verte roer por los muchos gusanos que dentro de poco ha de engendrar encima de todo tu cuerpo la gordura de esa piel que te hemos arrimado. Y luego volvían a sus bailes, a su canto y a su borrachera con mayor algazara que nunca, redoblando a cada paso, hasta verle expirar, las mofas y los insultos. Yo no creo que toda la historia antigua, ni aun la fabulosa, presente un ejemplo de ferocidad tan fría y desnaturalizada: ejemplo que igualmente se buscaría en vano en el infierno de Homero y de Virgilio.

La memoria, pues, de este suceso y otros semejantes me hacía mirar con tanto horror los montes y cabos de aquella isla, que se descubrían entonces con mucha claridad desde el alcázar de nuestra fragata. Tampoco podía olvidarme, por más que lo procurase, de la trágica suerte que habían tenido los   —380→   valientes e intrépidos españoles que componían el batallón fijo de Santo Domingo. Mientras pudieron mantener las armas en las manos, fueron el terror de todo el ejército negro; pero apenas recibieron la orden de nuestra Corte para entregar aquella plaza, obedecieron sin réplica y con la sumisión y docilidad digna de unos verdaderos militares. El pérfido Louverture les colmó al principio de los mayores elogios, diciéndoles que mientras no se iban a sus nuevos destinos serían las mejores tropas auxiliares de la República francesa. Mas después, apoderándose de los tesoros, que nuestro Monarca había enviado a Haití para trasportar aquellas tropas a La Habana o Puerto Rico, les mandó salir de la ciudad en partidas de a veinte o treinta hombres, y metiéndoles en las emboscadas que les tenía prevenidas, los degolló uno a uno, siendo muy pocos los que pudieron escaparse. De este modo perecieron en el fondo de los bosques de aquella inhospitable Isla unos guerreros que merecían volver a nuestra patria coronados con laureles y palmas de vencimiento y triunfo.

Por último, se me representaba muy al vivo la inaudita y reciente barbarie del gobernador Juan Jacobo Dessalines, en cuya comparación era Louverture un hombre de genio sumamente apacible y humano. Dessalines, al contrario, más bien parece una fiera nacida en los desiertos del África, que un hombre que haya recibido de mano de la naturaleza sentimientos   —381→   dulces de clemencia y compasión. ¿Qué sentimientos, en efecto, se descubren en su elocuente proclama de primero de enero, que no sean propios de la ferocidad de un tigre o de una hiena? Él mismo da un puñal a sus soldados, para que vayan a clavarle en los corazones de tres o cuatro mil franceses que estaban con su licencia domiciliados en la ciudad del Cabo, en la de Puerto Príncipe y en los Cayos, y que no habían ofrecido el menor motivo de queja. Él mismo, para completar como correspondía su obra, echa una pesada cadena a las viudas y huérfanas de aquellas víctimas, y las envía a trabajar en las obras públicas, donde continúan tal vez todavía sufriendo tormentos más terribles sin duda que la muerte. Él mismo, como si fuese una furia vomitada por el infierno en aquella Isla, exhorta en tono patético a sus soldados que tomen una venganza brutal y sin límites de todos los blancos, aun de aquellos que no tenían armas ni para ofender ni para defenderse. Les propone esta acción como la más digna del valor de un pueblo libre y justo; y hace que a su voz se levanten del sepulcro los manes de sus padres y abuelos para animarles más y más a ejecutar aquella venganza, y para amenazarles que si luego no la verifican, no los reconocerán por descendientes suyos, antes bien rechazarán con desprecio sus huesos cuando pretendan colocarse a su lado después de la muerte. Él, por último, mostrando a más de sesenta mil verdugos su sable, salpicado   —382→   ya o más bien bañado en sangre europea, les dice en alta voz: Empecemos por los franceses; repitiendo estas misteriosas palabras para que sean señal, no de batalla, sino de, la más horrible carnicería.

Ocupado yo y casi enajenado en estos pensamientos, sentía aquel vivo dolor que un corazón tierno y amante de la humanidad no puede dejar de experimentar cuando se halla en una situación semejante. Tuve, pues, una singular complacencia al reparar que el viento, que se había esforzado considerablemente, hinchaba ya las velas mayores de la fragata, y nos iba a gran prisa alejando de aquella Isla. Y me acuerdo que al tiempo de perderla enteramente de vista, dije entre mí mismo con extraordinaria emoción: ¿Cómo es posible que unos bárbaros que se han despojado de todos los sentimientos de humanidad, unos bárbaros que sólo tienen de hombre la figura y la voz, hallen apoyo entre las naciones que se precian de más cultas y civilizadas? ¿Cómo es posible que un pueblo que aplaude y victorea los discursos de Pitt y de Foix, quiera ser uno de los instrumentos del desnaturalizado furor de esos rebeldes africanos? ¿Cómo es posible, también, que otro pueblo igualmente famoso y célebre en todo el mundo por sus luces, por su valor y por su industria, no haya tenido reparo en fomentar y promover de varios modos a una gavilla de asesinos y piratas? ¿y que los ilustres discípulos de Wansington   —383→   y Franklin hayan ido a ponerse, ni aun por un solo momento, al lado de Louverture y Dessalines? ¡Tanto puede la rivalidad, la avaricia y el deseo de crecer sobre las ruinas ajenas! Y tan cierto es que la ambición y otros iguales sentimientos mudan con facilidad la naturaleza de las cosas! Estas pasiones, que degradan y envilecen a nuestra naturaleza, son por desgracia las que comúnmente dan el principal impulso a los grandes pueblos. El proyecto, aunque tan saludable y provechoso, de mantener en perpetua paz a todas las naciones civilizadas, se ha quedado y quedará siempre en idea. La constante moderación, la buena fe y los sentimientos mutuos de un sincero aprecio y afecto, no podrán ser jamás frutos del cálculo y de la filosofía. Así iba yo hablando entre mí mismo cuando, conforme decía poco ha, los picos más elevados de Haití o Santo Domingo acabaron de esconderse del todo debajo de las olas.

  —384→  

DISERTACIÓN UNDÉCIMA

NOTA A, pág. 233.

Ad Atticum 7 y 5. Ésta es la idea que del esclavo Tirón da D. Nicolás de Azara en su prólogo a la Vida de Cicerón. Apenas, dice, fue sacrificado Cicerón al furor de Antonio, cuando Tirón su famoso liberto escribió su vida, según dice Asconio. Liberto quiere decir un esclavo a quien se ha dado libertad; y aunque es cierto que Tirón fue esclavo de Cicerón, lo fue de un modo que se contentarían de serlo muchas personas libres. Era el amigo, el consejero y el confidente de sus amos, en cuya familia había recibido una educación tan liberal como si hubiera sido hombre libre y de las mejores casas de Roma. El amor de Tirón a sus amos no se puede comparar sino al que éstos le tenían. En las pocas cartas que nos quedan de Cicerón a él se hallan tales expresiones de afecto, que no las hay iguales en las que escribía a su propio hijo. Éste tampoco manifiesta más amor a su padre que a Tirón; y Quinto, el hermano de nuestro héroe, se explica en los mismos términos. Muchos han creído que Tirón tenía parte en las obras de su amo, engallados de algunas expresiones equivocas de los gramáticos   —385→   de los siglos posteriores, que juzgaban muchas veces de las cosas con bastante ignorancia. En esto lo más que se puede conceder a Tirón es el mérito de un secretario instruido que ponía en limpio las producciones de su principal, ni de ningún pasaje de las cartas de Cicerón se puede inferir otra cosa. Aulo Gelio comete dilemas otro error suponiendo a Tirón discípulo de Cicerón; pues consta, al contrario, que antes de nacer este ya era esclavo de la casa. Como quiera que sea, Tirón fue sujeto muy erudito. Se cree que en vida de su amo recogió sus dichos agudos en tres libros; aunque sin buena elección, según nuestro Quintiliano. Compuso además muchos libros sobre la lengua latina y otras cuestiones curiosas; pero su obra principal fue la que intituló con la voz griega pandectas, esto es, un conjunto de todo género de doctrinas y erudición. Inventó el arte, renovado en nuestros días y comenzado a usar en el Parlamento de Inglaterra, de escribir con la misma velocidad que se habla, por medio de ciertas cifras que del nombre del inventor se llamaron tironianas, y esto servía para poder conservar las arengas que Cicerón pronunciaba muchas veces de repente en el Senado o al pueblo. De ninguna de las obras de Tirón nos queda nada, habiéndolas consumido enteramente el tiempo. Murió en una casita que poseía en las inmediaciones de Puzolo, a la edad de cerca de cien años, según Eusebio.

  —386→  

NOTA B, pág. 240.

No puedo sin embargo pasar en silencio y dejar de recordar un hecho muy señalado que ofrece la historia romana en el ruidoso proceso que se formó contra las vestales en el año 638, bajo la dirección de L. Casio nombrado pretor para este efecto; hombre de virtud rígida y de una severidad inflexible, y que según lo nota Cicerón se había hecho popular, no como otros por sus maneras dulces y amables, sino por la severidad de sus costumbres. Homo, non liberalitate, ut alii, sed ipsa tristitia et severitate popularis. Las vestales, pues, que como es bien sabido eran unas sacerdotisas a quienes Numa Pompilio había confiado la custodia del fuego inmortal y del Paladio, y el cuidado de ciertos sacrificios y ceremonias secretas que pertenecían al culto de la diosa Vesta; hacían voto de guardar continencia y castidad durante los treinta años que vivían dedicadas al servicio de aquella Diosa. Y así como eran grandes los honores que se prodigaban a la dignidad y a la virtud de las vestales, así era también igual la severidad con que eran castigadas sus faltas y extravíos. El mayor crimen que una vestal podía cometer era sin duda la violación del voto de castidad, crimen que se consideraba como una calamidad pública, que llenaba de tristeza al pueblo, y que por tanto era castigado de una manera ejemplar y horrorosa. Cerca   —387→   de la puerta Colina, según refiere Plutarco, había una cueva a la que se bajaba por una pequeña abertura, y en la que se colocaba al intento una pequeña cama, una lámpara sepulcral y una muy escasa provisión de víveres, como por ejemplo un pan, un jarro de agua, una botella de aceite y otra de leche. Todo esto así preparado, metían a la culpada en una litera bien cerrada y cubierta de todas partes, y la trasportaban al lugar del suplicio, atravesando en silencio la gran plaza. Cuando la litera había llegado al sitio indicado, los lictores quitaban las cubiertas, la abrían, y entonces el soberano pontífice después de haber rezado en secreto algunas oraciones y levantado las manos al cielo, sacaba de la litera a la vestal cubierta de un velo, y la ponía en la escalera de la cueva, retirándose inmediatamente; y cuando aquella desventurada había acabado de bajar, se cerraba la abertura de la cueva de manera que no quedase muestra la menor de aquel ominoso sepulcro. Contrayéndome pues ya al objeto propuesto, digo que en aquel famoso proceso formado a causa de las desarregladas costumbres de las tres vestales Emilia, Licinia y Marcia, se había complicado a Marco Antonio el Orador; cuyos acusadores exigían que les entregase a un cierto joven esclavo para ponerle en el tormento, porque decían ellos que le acompañaba por las noches a las visitas criminales. Marco Antonio temía con fundamento que este esclavo en razón de su tierna edad no podría resistir la violencia de los tormentos;   —388→   pero el mismo esclavo exhortó a su señor a que le entregase sin recelo y con la firme seguridad de que los dolores más crueles no serían poderosos de perturbar su fidelidad. En efecto los hierros, las tenazas ardientes y demás instrumentos de la superstición y de la barbarie no pudieron vencer su constancia. Véase, pues, en este hecho otra prueba de que la virtud y, por consiguiente, la verdadera nobleza de ánimo es de todos los estados condiciones.

  —389→  

DISERTACIÓN DUODÉCIMA

NOTA A, pág. 247.


. . . . . . . . . . . . . . . Arva, beata
petamus arva, divites et insulas,
reddit ubi Cererem tellus inarata quotannis,
et imputata floret usque vinea;
germinat et numquam fallentis termes olivae;
suamque pulla ficus ornat arborem;
mella cavâ manent ex ilice; montibus altis
levis crepante lympha desilit pede.
illie injussae veniunt ad mulctra capellae,
refertque tenta grex amicus ubera:
nec vespertinus circumgemit ursus ovile,
nec intumescit alta viperis humus:
pluraque felices mirabimur, ut neque largis
aquosus Eurus arva radat imbribus,
pinguia nec siccis urantur semina glebis;
utrumque rege temperante coelitum.
Non hue Argoo contendit remige pinus;
neque impudica Colchis intulit pedem;
non huc Sidonii torserunt cornua nautae,
laboriosa nec cohors Ulissei. [390]
Nulla nocent pecori contagia: nullius astri
Gregem aestuosa torret impotentia.
Jupiter illa piae secrevit litora genti.


Horat.                



A las islas dichosas,
los campos de ventura
vamos, do mieses cubren espigosas
la tierra sin cultura;
la viña fructifica no podada;
las higueras abruma
la fruta sazonada;
florecen las olivas; blanca espuma
de alto monte bullendo se desata;
dulce miel brota de la añosa encina;
harta la oveja a su redil camina,
y mano que la ordeñe busca grata.
    Ni los hatos espanta
bramando en torno el oso;
ni altos surcos la víbora levanta;
ni el ábrego lluvioso
las tierras lame con veloz torrente;
ni al bien nutrido grano
tuesta el terrón ardiente,
que el aire templa Jove soberano.
Allí nunca fenicios marineros
ni argonautas la proa enderezaron,
—[391]→
ni penetró Medea, ni llegaron
de Ulises los cansados compañeros.
    No contagio maligno
a los ganados daña,
ni abrásalos jamás de ardiente signo
la devorante saña.
Jove en aquellas plácidas regiones
reservó su morada
a los píos varones.


Traducción de D. Javier de Burgos.                


FIN DE LA OBRA



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ArribaApéndice

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Discurso

Que en junta general del venerable Clero de la ciudad de la Plata pronunció el Autor en agosto de 1807, siendo Provisor y Vicario general de aquel Arzobispado, en ocasión de haber los ingleses invadido la ciudad de Buenos Aires43

Las viudas y los huérfanos de los ciudadanos que murieron en la capital de Buenos Aires en los últimos sangrientos combates con los ingleses, excitan toda la sensibilidad del paternal corazón de nuestro ilustrísimo y amabilísimo Prelado; y deseoso y cierto de hallar   —396→   en la tierna compasión y notoria caridad de su amado Clero unas ideas y unos sentimientos enteramente conformes a los suyos, ha mandado convocar hoy a VV. convidándoles a una suscripción para socorrerá aquellos infelices que, siendo tan acreedores al público reconocimiento de todos los que aman la patria, lo son muchísimo más a la singular piedad y especial protección de los ministros del Evangelio. Conozco, Señores, los tiernos y generosos afectos que la humanidad afligida ha inspirado siempre al venerable Clero de esta Metrópoli; y así confieso ingenuamente y con la mayor complacencia que le haría una grande injuria si llegaba a dudar por un solo momento que sus individuos procurarán esmerarse ahora como a porfía en contribuir con los posibles auxilios, para que se llenen completamente y sin demora los piadosos y ardientes votos de su Ilustrísima.

Con efecto, ¿qué objeto puede presentarse más digno de nuestra religiosa caridad y compasión? ¿Qué motivo más justo de ejercitar todo nuestro celo y aquel amor, aquel dulce interés para con los desvalidos que caracteriza a un honrado ciudadano, a un verdadero   —397→   patricio, y más particularmente a un digno eclesiástico? Y ¿cómo será posible que al ver fluctuar en las agonías de la estrechez y de la pobreza a los hijos y a las esposas de nuestros hermanos de Buenos Aires, de los ilustres hermanos de Buenos Aires, que perdieron un mes ha sus vidas en defensa de la patria, que es decir, en defensa de todos nosotros, no se conmuevan íntimamente nuestras entrañas, e impelidos de un tierno pero casi irresistible impulso, no alarguemos hacia aquellas respetables familias las manos para derramar en su seno una parte de nuestros tesoros?

Las viudas y los huérfanos de los españoles que a primeros del último julio quedaron tendidos y exangües en las riberas del caudaloso Río de la Plata, tienen, Señores, ¿quién podrá negarlo? tienen, digo, un derecho incontestable a toda nuestra gratitud y protección, no tanto porque son unos miembros de la sociedad flacos y desvalidos, cuanto porque son unas reliquias preciosas, unos amables restos de los generosos defensores de nuestra libertad nacional, de nuestra existencia política, de nuestros pasados y presentes   —398→   timbres, de nuestras riquezas, y sobre todo de nuestros templos, de nuestro culto, y en una palabra, de nuestra patria y de esa divina y eterna religión que forma el consuelo y la gloria principal de los verdaderos españoles, ya sean europeos, ya americanos. En el alivio, pues, y socorro de aquellas familias a quienes la muerte, aunque tan gloriosa, de sus padres y jefes ha llenado de la mayor amargura, de aquellas familias que han quedado desoladas en medio de la común prosperidad y alegría, debemos nosotros manifestar hoy cuan grata y dulce nos sea la memoria de unos vecinos, de unos soldados voluntarios, los cuales a imitación de aquellos Israelitas de quien se habla en el sublime cántico de Débora, de propio grado expusieron a peligro sus vidas para ir a combatir contra los enemigos del Señor: de unos voluntarios, vuelvo a repetir, cuyos cadáveres mismos son en cierta manera otros tantos fortísimos escudos a cuya benéfica sombra debemos prometernos que reinará por mucho tiempo en estos países el sosiego y descanso, y se conservarán perpetuamente en el dominio español estas lejanas e importantísimas provincias.

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Y para persuadirnos más y más de esta verdad, fijemos, Señores, la vista en nuestros atrevidos e incomparables guerreros en el crítico momento en que se avistaron desde las torres más altas de Buenos Aires las ciento y diez y seis velas enemigas, que con gruesa y bien pertrechada artillería y con más de doce mil hombres de tropas veteranas se dirigían a las inmediaciones de la Capital para talar aquellas hermosas quintas y fertilísimas campiñas para echarse sobre la ciudad, degollar sus moradores, saquear las casas, profanar y robar los templos, y pisar y hollar con pies sacrílegos cuanto tiene de más venerable y augusto nuestra sagrada religión. Vedles en este que para otros hombres menos animosos hubiera sido tan temible instante. Vedles, digo, como inflamados de un verdadero patriotismo, de un fino amor al Rey y a la Nación, y de un ardentísimo celo por la gloria de Dios y de su santo nombre, se arrancan del seno de sus familias y corren presurosos y con las armas en las manos al campo de batalla.

¡Ah! Ellos podían haberse retirado con tiempo a algunos lugares y aldeas no muy distantes,   —400→   donde en compañía de sus esposas, de sus hijos y amigos les hubiera sido fácil ponerse a cubierto de la horrible borrasca que amenazaba tan de cerca a la patria, y hubieran evitado la muerte; pero no, los lamentos de la religión y el corazón y pecho español no les permitió permanecer ni un solo instante espectadores fríos e indiferentes de las públicas aflicciones y calamidades, se presentaron antes bien con indecible denuedo a sus respectivas banderas para vengar a sus paisanos y a su ley, a su Monarca y a su Dios; dando a la misma Europa atónita una prueba incontrastable de lo que puede en los ánimos marciales y generosos de nuestros paisanos el verdadero amor de la patria.

Contempladles en los días dos y tres del pasado julio, cuando estando acampados al otro lado del importante puente de Barracas presentan con singular ardimiento por tres veces distintas la batalla, que el enemigo rehúsa aceptar, o por temor o por estratagema. ¿No reparáis como en su rostro resplandece aquella constancia y aquel aire de confianza y de seguridad que tanto se recomienda en los militares veteranos y más experimentados? Contempladles   —401→   todavía en el día cinco del propio mes; ved cómo desfilan por las principales calles de la Capital, cómo ocupan y fortifican las plazas, cómo suben a los terrados y azoteas, cómo cargan y asestan los cañones del fuerte y arrastran la artillería volante, esperando de pie firme al ejército europeo que avanza ya a marcha redoblada para forzarles. ¡Orgullosos y temerarios isleños! Vosotros conoceréis en breve, y a pesar vuestro, cuán difícil es amedrentar a tan honrados, tan fieles y tan valientes ciudadanos. En efecto, pocas horas después quedó confuso, arrollado y rendido el enemigo; y la patria libre, victoriosa y cubierta de gloria, aunque llorosa y triste por la muy lamentable, pérdida de algunos centenares de sus más beneméritos hijos.

Permitidme aquí, Señores, que no pudiendo yo tampoco resistir a las vivas sensaciones del dolor, del afecto y del reconocimiento, exclame, como si me hubiese hallado presente en el combate: ¡Oh españoles magnánimos! ¡Oh esclarecidos y dignísimos voluntarios! Moristeis, sí; pero después de haber hecho correr por los arrabales de vuestra ciudad la sangre   —402→   de millares de tiranos: moristeis; pero con vuestra para siempre memorable muerte habéis logrado la incomparable dicha de ser los redentores de esa misma patria a quien vosotros tanto amabais, y de quien tanto eráis amados. De esa patria, en cuyo maternal regazo abristeis por la primera vez los ojos para ver la hermosa luz que vivifica la naturaleza; de esa afortunada patria, que os alistó al nacer en el número de los fieles y amantes vasallos del mejor de los Monarcas; de esa religiosísima y por tantos títulos querida patria, donde recibisteis, con el divino y saludable baño de nuestra regeneración, la fe que os ha hecho hoy obrar tantos prodigios; la fe que ha sido vuestro principal apoyo y consuelo mientras habéis vivido, y que trasladándoos ahora a las regiones celestes, inundada ya e inundará perennemente vuestras almas con las satisfacciones y dulzuras que están reservadas para los que saben, como vosotros, arrojar la vida en cumplimiento de sus más sagrados e indispensables deberes. ¡Feliz muerte! ¡Feliz sacrificio que habéis hecho a la patria de una vida que tarde o temprano os era forzoso restituirá la naturaleza!

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¿De cuánto honor, de cuánto consuelo no debe de servir ahora a vuestros parientes, a vuestros paisanos contemplar como en el mismo lecho fúnebre tenéis aún adornadas las sienes con la corona cívica, en señal de que fuisteis sus firmes defensores hasta el último aliento, y preferisteis caer en su presencia, traspasado el pecho con muy honrosas heridas, a una fuga vergonzosa e indigna de ellos y de vosotros? Porque muy cierto es que la muerte es una infamia para aquéllos que la hallan en la fuga; y gloriosa para los que la consiguen con la victoria44. Que os erijan pues un monumento magnífico, grabando en él con letras de oro el testimonio eterno de vuestro valor; y los que le leyeren, u oigan referir, no cesen de celebrar vuestra memoria.

¡Ah! Señores, ¿qué día hubiera amanecido tan aciago y lamentable para nuestra dulce   —404→   patria, qué época tan funesta hubiera empezado a correr para Buenos Aires y para todo el Perú, en que escena de horror y de llanto se hubiera envuelto a nuestra divina región y a sus respetables y sagrados ministros, si la suerte de aquel decisivo combate nos hubiese sido contraria? Y ¿quién sino el dedo del Altísimo obró a nuestro favor este gran prodigio? Y ¿quién sino nuestros dignísimos conciudadanos, que nombramos poco ha, fueron los instrumentos principales de que se valió para nuestra común salud y felicidad su diestra omnipotente?

Pero baste ya de exclamaciones, aunque tan sinceras y tan debidas al extraordinario y raro mérito, de aquellos nuestros hermanos difuntos; y anudemos otra vez el hilo de nuestro discurso que voy a concluir.

Yo hallo, Señores, que la naturaleza ha puesto en lo más íntimo de nuestros corazones no sé qué ternura y amor por lo que toca de cerca y tiene alguna íntima relación con la patria, de cuyos sentimientos se ha hecho en todos los siglos y en todas las naciones una especie de piedad y religión. Esta piedad hace seguramente honor, y sirve por sí sola   —405→   de bastante premio y recompensa a los que como vosotros sienten sus amables y poderosos estímulos; y así para excitarla y encenderla ahora más y más en vuestros agradecidos corazones, me bastará sin duda acordaros que los que la imploran son los hijos huérfanos, son las queridas y desoladas esposas de aquellos mismos inmortales varones que acaban de sacrificar su vida por nosotros: de aquellos héroes americanos que con su trágica pero envidiable muerte han impedido que fuesen hollados los respetos del sacerdocio y del templo, y profanadas las leyes y costumbres de nuestra nación: hijos desvalidos y casi sin apoyo: viudas que no tienen en su extrema aflicción más recurso ni esperanza que las lágrimas: criaturas desgraciadas y débiles, de quien no podemos exigir sin una especie de crueldad aquella magnánima resolución con que escribía el apóstol San Pablo: yo sé tolerar con alegría la hambre, y pasar sin ninguna de las conveniencias y comodidades de la vida.

¡Venerables Eclesiásticos de esta santa y vastísima Diócesi! La virtud más esencial y recomendable de vuestro estado es tener como de asiento la caridad y beneficencia en el fondo   —406→   del alma: a vosotros, a vosotros pues os recomienda la patria, por la voz de nuestro sensibilísimo Prelado y mía, éstos tan sagrados e interesantes objetos de vuestra compasión. No permitáis, os ruego, que resuene el aire por más tiempo con el agudo llanto del delicado niño, y con el penetrante sollozo de la afligida madre y esposa. Proteged, sí, proteged a esos amables huérfanos; socorred con vuestras limosnas a esas respetables viudas. Vuestro ejemplo, como decía el Apóstol a los Corintios, excitará el celo de otros muchos; y de este modo el dulce, el celestial, rocío de la divina misericordia caerá en abundancia sobre vosotros; y vuestra limosna, como una semilla excelente que prende en tierra fértil, dará ciento por uno, y podrá decirse de vosotros lo que está escrito del justo: él ha distribuido él ha dado al pobre, su justicia vive eternamente.

Escuchad por un momento lo que os dicen vuestros inmortales defensores. Desde el ara de la patria, en que han sido inmolados, os hablan con más viva elocuencia que a los austeros esparciatas aquellos trescientos que mantuvieron el famosísimo estrecho de los Termópilas contra el ejército innumerable del   —407→   impío y orgulloso Persa: «Aquí yacemos, dicen, por sostener y obedecer las santas leyes de la patria, tened especial cuidado de nuestros hijos y de nuestras familias, que os dejamos como en tutela; y así conoceremos que os ha sido agradable nuestro sacrificio.»

Sí, guerreros valerosos, cuyos postreros alientos han hecho temblar en estas costas a todo el poder británico, genios tutelares de la nación, caras sombras de nuestros hermanos, vosotros que con vuestra muerte nos habéis conservado en estos remotos países ilesa la santa religión de nuestros mayores, ilesa nuestra patria, nuestra vida, nuestras propiedades y el feliz y justísimo imperio de nuestro muy amado Monarca: levantad esa losa fría que oprime ahora vuestras venerables cenizas, dejaos ver a lo menos por un instante en medio de esta religiosísima asamblea, y recibiréis sus inflamados votos y repetidas bendiciones, y veréis con qué ansia y con que anhelo todos los individuos del venerable Clero de la Plata acuden como a competencia a socorrer a vuestras esposas y a vuestros hijos traspasados de congoja y dolor con vuestra súbita ausencia.

¡Almas para siempre gloriosas! Descansad   —408→   en paz en aquellas hermosas mansiones donde el Eterno os ha coronado ya con la palma del triunfo, que los cuidados y las zozobras que naturalmente inspira a los mortales el paternal cariño, nunca os perturben, nunca os inquieten en vuestra inalterable felicidad. La manutención, el apoyo y amparo de vuestras familias queda desde ahora a nuestro cuidado. Vosotros que nos habéis conservado tan generosamente la religión, los bienes y la vida, dormid con el sueño de la muerte, pero con un sueño suave, apacible y sosegado; mientras que nosotros en obsequio y reconocimiento de vuestra indeleble y en algún modo santa memoria, vamos con indecible gusto a verificar la tan merecida patriótica suscripción a que hemos sido llamados. He dicho.