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Entrevista con José María Soler, arqueólogo e investigador. El cartero insigne

Ángeles Cáceres





La provincia ha decidido coronar su trayectoria con una medalla de oro, no sé si tan brillante como el del Tesoro de Villena por él descubierto. Tiene otras -de oro, de bronce- dentro de una apretada gavilla de premios y condecoraciones. Ha llevado sus años -y va a cumplir ochenta y siete- de piedras, tierra, legajos, documentos, libros, música… Casi medio millar de artículos; varios libros; magníficas aportaciones al mundo de la cultura. Es director perpetuo del Museo Arqueológico de su pueblo, donde antes fue cronista y archivero, y doctor honoris causa por la Universidad de Alicante, entre múltiples cargos y distinciones más. Autodidacta puro, se habla de tú con la Historia y la Arqueología sin tener siquiera el título de bachiller. Con los cristales de su despacho rezumando lluvia y dos círculos opacos tiznándole de bruma las pupilas, recalca que siempre ha sabido compaginar el estudio con el puro gozo de vivir. Y que está muy orgulloso de un viejo premio del que no se habla nunca: el que ganó, en plena juventud, en un concurso de tangos en Madrid.

El mínimo recinto que acoge su despacho fue, precisamente, el lugar de la casa donde nació con el último suspiro de septiembre, allá por 1905, cuando se venía al mundo en familia. Hoy, los libros y los archivos cubren hasta el último rincón, no sólo del despacho, sino también de la habitación contigua, que es la de José María Soler; la cama sobria y elemental, de un cuerpo, se comprime entre estantes repletos hasta el techo: este hombre respira Historia; yace con ella. Más de una noche, se le habrá enredado un milenio entre las sábanas.

-¿Cómo era usted de joven?

-Con un libro al lado. Llegué a leerme un libro diario. Cuando yo trabajaba en Correos hacía las líneas de Cieza y Muro, en días alternos. Me quedaba mucho tiempo libre y lo dedicaba a leer, que es algo que me entusiasmó siempre, incluso de niño.

-También le gustaba la música.

-Sí; soy muy aficionado desde que mi padre, de pequeño, me compró una cítara. A los catorce años salí en la banda municipal tocando el flautín y el solfeo lo aprendí con mi madre, que me cantaba las lecciones; o sea, aprendí de oído. Así es que, cuando entré en la banda, tuve que estudiarlo para poderlo leer. La armonía la estudié por correspondencia, con una escuela de París, aún tengo ahí los textos; fue una ventaja que estuvieran en francés, porque practiqué el idioma.

-¿De dónde le vino el afán investigador?

-Yo entré en Correos con 17 años. Tuve un destino en Madrid que me facilitaba mucho las cosas, por las oportunidades que ofrece una gran ciudad. Pude desarrollar mis dos aficiones mayores: leer, y todo lo relacionado con la Prehistoria. Cuando me trasladaron a Villena, para mí fue un trastorno: estaba habituado a un género de vida con poco trabajo en Correos, mucho estudio de los temas que me interesaban, y también ¿por qué no decirlo? Con posibilidades de diversión.

-No me diga que fue un juerguista.

-Hombre, me lo pasé bien. Por ejemplo, me gustaba muchísimo bailar; y no debía de hacerlo muy mal, porque me dieron varios premios. El primero, en Madrid, un premio de tangos… y no vaya a pensarse que bailar un tango clásico es fácil.

-¿Y aquí, en Villena?

-Pues, seguí teniendo contactos con muchachas y con la parte lúdica de la vida, claro. Me puse a recoger el folclore popular, con la letra incluida, del «Cancionero popular villenense». Ahora está a punto de salir el diccionario, donde queda reflejada la lengua realmente popular, la de los villeneros: lo de villenense es un cultismo que no se oye en la calle. Aquí estamos en una encrucijada, sobre todo lingüística porque, claro, esto se reconquistó a los moros, y Alfonso X el Sabio se lo dio a uno de sus hijos, haciendo el Señorío de Villena, nada menos que con los Manueles, los Infantes de Castilla. Es que dese cuenta: el señor de aquí tenía todas las facilidades de Castilla, por ser nieto del rey; y, como era muy cuco el hombre -don Juan Manuel, el escritor-, se casó con la hija del rey de Aragón. O sea: todo ventajas. Le nombraron los catalanes príncipe o duque de Villena, de manera que el principado de España es el de Villena, antes que el de Asturias. Aunque don Juan Manuel no lo usó.

-¿La Historia es tan apasionante como usted la pinta?

-Para mí, sí. Uno va investigando un tema y, en esa rebusca, a lo mejor te sale un dato muy importante de otra cosa y te pones a seguirlo… Eso me pasó con Ambrosio Cotes, el ilustre polifonista del siglo XVI, considerado flamenco o inglés por muchos musicólogos; yo estaba estudiando el templo de Santiago, y en la escritura de compraventa encontré su firma: ¡Pues tiene que ser de aquí porque los beneficiados magistrales de Santiago, la condición es que fueran villeneros! Y me fui a investigar a Granada y, a los dos días, me sale un documento de expediente de limpieza de sangre del maestro Ambrosio Cotes, natural y vecino de la ciudad de Villena.

-¿Qué siente al encontrar una «perla» así?

-¡Imagínese! Me lo dejé todo para dedicarme a aquel tema. Investigando, salen cosas estupendas: disfruté mucho enterándome de que Cotes estuvo liado con una señorita, y le abrieron un expediente que está en Simancas; claro, fui allí y me lo fotocopié entero. Fíjese, un testigo, amigo suyo, le defiende diciendo que «en esa época hablaba con ella pero, por enfermedad, no estaba para lo que se le imputaba». (Y al director perpetuo del museo Arqueológico se le traspone la expresión, repleta de picardía).

-¿Resulta difícil compaginar la investigación y la vida?

-Yo establecía una separación clarísima; el objeto investigado, apasionante, por un lado; y el objeto corriente, el momento real, por otro; y bien vivido. Que lo vivía, ¿eh? Mire, yo iba a los bailes, y también dirigía un grupo teatral donde las muchachas hacían números de varietés. En guerra, estaban aquí los soldados heridos del hospital de sangre y asistían a nuestros ensayos en el Círculo Villenense. La noche de la función una chica del coro, que era un desastre, se equivocó en las evoluciones, lo trastocó todo y hubo que bajar el telón y empezar otra vez. Así que, al final, los soldados me formaron un pasillo de dos filas, y con una sorna imponente, me iban diciendo: ¡enhorabuena!

Piezas del Tesorillo

Tesorillo de Cabezo Redondo

-Su momento cumbre: el tesoro. Cuéntemelo.

-Tiempo después de aparecer el Tesorillo en el Cabezo Redondo, un día un gitano le llevó un brazalete a un joyero que, como había estado comprometido por comprar unas cuantas piezas de aquel Tesorillo, no quiso problemas y me avisó enseguida. Investigando su procedencia, resultó que el gitano trabajaba de albañil, y en las gravas de la obra apareció la joya: así que me fui a la rambla de donde habían tomado las arenas y nos pusimos a buscar, mis dos ayudantes con sus hijos -dos chiquillos- y yo; hice una cata y empezamos metódicamente para ver los estratos, hacia abajo, y en un momento uno de los obreros avisa: ¡Aquí hay uno! Y, efectivamente, asomaba un trocito. Soplando, salió. Y vimos que había otro al lado, y que estaba en un cacharro.

-Debió ser emocionante. ¿Qué sintió en aquel momento?

-¡Imagínese! Hicimos la excavación soplando, quitando arena y tierra para descubrir la boca del recipiente. Estaba entero y lleno. Yo sentía la responsabilidad, me daba cuenta de que era un momento histórico y que tendría que contarlo. Excavamos hasta el fondo, sin tocarlo, y alrededor había muchas piezas caídas; continuamos excavando y aún encontramos cinco o seis brazaletes más, desprendidos de la vasija, siguiendo el curso de la rambla. Yo ese día no había llevado el flash de la máquina y no podía levantar la vasija sin fotografiarla, de manera que se nos hizo de noche allí y tuvimos que encender antorchas. Es imposible describir aquel momento, con la cacharra repleta de oro, brillando a la luz de las antorchas y la noche alrededor.

-Suena precioso.

-¡Y lo era! Yo mandé a los chiquillos a casa de un abogado amigo mío. Alfonso Arenas, con un papel escrito: «Hallazgo asombroso; vente con fotógrafo y flash». Vino, hicimos las fotos y levantamos las piezas. La vasija me la traje yo en coche, sobre mis rodillas. Nos quitamos los cinturones para atarla y que no se desmantelara. Íbamos profundamente emocionados.

¿Cuándo cambió Correos por la investigación?

-Yo no dejé una cosa por la otra: empecé a investigar trabajando en Correos porque tenía tiempo. Seguía leyendo y estudiando, y explorando en domingo y ratos libres, excavando: estaba seguro de que aquí había muchas cosas. Y sale la Cueva del Cochino: yacimiento musteriense, del Paleolítico inferior, que hay muy pocos en España; fenomenal. Empecé una exploración sistemática; y doy con unas piezas de sílex, estupendas, en una viña. Mire cómo será, que no se ha excavado y llevamos recogidas más de cincuenta mil piezas de lo que aflora, encima. Un yacimiento clave; se conocía la cerámica cardial, que se llama así por estar adornada con los dientes de una concha, el carcium, y es propia de cuevas y del Neolítico… Pues me sale la Cueva del Lagrimal. La excavo completa: ni un solo tiesto cardial; aquello venía a destruir las teorías. Y en la viña, que salió un sílex magnífico, aparecen unos tiestos de cerámica cardial. Trastorno: abajo otra teoría. Lo que pasa es que los llanos no los hemos tocado nunca los arqueólogos. Ahora ya se habla del Neolítico de llanura, a raíz del yacimiento de la Casa de Lara: una preciosidad, algo extraordinario.

-Nunca se casó, pero parece que ha vivido a fondo.

-¡Ya lo creo que he vivido! Muy bien, muy bien. Pero no me he casado por miedo a perder la libertad. Yo he vivido, he amado y he disfrutado, pero soltero; en Madrid era miembro de una peña de baile en El Retiro. Y aquí, pues, lo mismo: roce continuo con muchachas, en el buen sentido de la palabra… ¿Qué no me casé? Ya lo explicó Manuel Machado: «De mujeres, sin ser un Tenorio, solo, tengo una que me quiere y otra a la que quiero yo». Hace poco, vino una señora a casa, que había estado en aquellas obritas de teatro, y me recordó unas coplas que me hicieron tachándome de conquistador.

-No me puedo creer que ejerciera de seductor Mañara.

-Oiga: que voy a recuperar esa canción, ¡ya lo creo que la recupero! Y la meto en la autobiografía que estoy escribiendo.

-¿Cuántos hermanos eran?

-Llegamos a ser seis, pero cuatro murieron de pequeños; en aquella época había una mortalidad infantil tremenda. Y hemos quedado los dos mayores: mi hermana, que me lleva un año, y yo. Mi padre, con un diamante, grabó las fechas de nacimiento en un cristal, ahí en el comedor, pero durante una fiestecilla un amigo, con un codo, rompió el cristal sin querer: aún recuerdo el disgusto que nos llevamos.

-Un día suyo, en la actualidad.

-Ahora estoy enfermo y viviendo la tragedia de haber perdido la vista; tengo degeneración de la retina y estoy en tratamiento; me van a poner unos cristales, a ver si puedo tener un poco de luz para leer y escribir. De momento, me entiendo con la música clásica de la radio.

(Entran dos niños, sin hacer apenas ruido. «Estos zánganos son mis nietos». Oiga, pero si me ha dicho que es soltero… «Son José y Gonzalo, de una muchacha a la que queremos como una hija. Y habrá que darles money». Saca una moneda del bolsillo: «¿Esto cuánto es?» Cinco duros. «Pues es poco, a ver si hay otra». Y los nietos repitiendo: «Pero, yayo, ¿te han puesto ya la medalla o no?»).

-Tiene usted la vida llena, don José María.

-No me puedo quejar. Lo único, este bajón de la vista; pero que lo voy a remontar, porque mi vida no es que se haya terminado, ni mucho menos: todavía tengo muchas cosas que hacer ¿eh? Ya he cedido 22.000 libros a la fundación; todos estos que usted ve, dos habitaciones más y la cambra, que está llena. Pero cuando me muera. Ahora, no sale de aquí ni un papel.

-¿Qué siente usted junto a sus descubrimientos?

-Un gozo absoluto. Los quiero como si fueran hijos míos.

-¿Le hablan las piedras?

-¡Pues naturalmente! Porque se las ve vivir, te imaginas los hombres que las trabajaron, que las cocieron… Es como disfrutar mil vidas, además de la tuya propia.

En la autovía mojada, de regreso a Alicante, no logro dejar de pensar en José María Soler y en la «cronología de los ruidos» que solía elaborar viendo anochecer junto a una excavación, ordenando en el tiempo el rumor del agua, del viento y de los primeros pasos del Hombre sobre la Tierra.

Y a la altura de Monforte, más o menos, se me sube a la garganta el borbotón nostálgico de un tango arrabalero. (Era inevitable).





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