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A Inés de la Asunción


Londres, 17 de diciembre de 1607.

Jhs.

1. Aunque no he menester sus cartas para acordarme de ella, ni pienso ha menester las mías para lo que deseo se acuerde con Nuestro Señor de mí, no quiero dejar de escribirla siempre, en cualquier manera que el tiempo me da lugar. No me acuerdo si la he escrito después que recibí una larga suya muy aneja, pero no marchita, cierto, sino mejor que las frescas, y sobre todas suavísima para mí, porque en ella me da muy particular cuenta de sí, descubriendo, a vueltas de una discreta relación, cosas de mucho consuelo mío. Por lo que deseo verla aventajadísima en el amor de Nuestro Señor, merezco la merced que en esto me ha hecho y la que en eso mismo me hiciere adelante.

2. Yo estoy peor que podrá imaginar; que, aunque parece allá que estos géneros de padecer hacen fácilmente subir el espíritu y crecer a palmos, la experiencia muestra lo contrario, y que antes es vida de gran impedimento de perfeción y llena de desayudas de espíritu. Y perderá en él el pie, sin duda, quien no anduviere atentísimo a dar gusto a Nuestro Señor, esforzándose contra la frialdad que pega el estar cuanto se ve cubierto de nieve y carámbanos. Y búscase fuego, mi Inés, y apenas se ve una llama que sale acá y otra acullá, y se esconde luego quedando sólo descubierto a los ojos de Dios el que él sabe hay dentro de los corazones de sus siervos, y de una gruesa corteza que se muestra de fuera. Y no niego que los que eficazmente están encendidos en el eficaz fuego del amor de Dios, y su mira, toda es poner medios de aumentarle; que las mismas dificultades de virtud se vuelven pedazos de oro cendrado; y las piedras y preciosos diamantes que se hallan envueltos en las grandes dificultades y maneras de padecer extraordinarias, puede cada una de ellas sacar un alma de lacería. Mas, ¡guay de los flojos y descuidados como yo! Cuando me considero en tal vocación y veo cuál soy, llego a comulgar con afrenta, y me parece que cuantos hay presentes conocen lo mismo, y me fuera alivio llegar a solas o menos en público. Con esto me esfuerzo a esperar en mi dulce Señor que ha de ser aquél el postrer día de mis grandes males y de su larga paciencia, y se lo suplico así; mas no llego a conseguirlo, con que los gemidos crecen. Y si quiero, castigarme en dejar el pan del cielo alguna vez, paréceme intolerable y más que sangriento caso, predominando un afecto que no consiente ejecutarlo; y, por último remate, puesto en las manos de la espiritual guía, dice: «Llegaos»; y llego, Inés, como allá. Abra, le suplico, puerta a la lástima que pretendo que me tenga, y ayúdeme con instancia y pida cuantas oraciones pudiere a esas santas compañeras, y a Isabel, nuestra cara hermana. Y si veo que me mejoro en lo que más me daña por lo menos, avisaréselo en agradecimiento. Algunas veces deseo tratar de esta materia con los que quiero bien, y la reflexión que hago junta con el explicarlo, me lastima tanto, que la dejo y trueco por otra tan diferente como es lo que debo a Dios de lo que hago por Él.

3. Hágame merced de enviarme las coplas que están en el libro que le dejé del padre fray Juan de la Cruz, «Adónde te escondiste, amado» y «Oh llaga de amor viva» y «En una noche escura»; y un cartapacio con que se quedó Quirós; y doña Catalina, con un romance del padre Ignacio y otros del nacimiento. Y mire que no se olvide. Y yo le envío esta imagencica de San Sebastián.

4. Las tijeras y husos de el oro me hacen falta, porque acá hubiera, creo, sido muy bien recibido; que no hay una persona que sepa ni aun qué es hilar oro, y gastan mucho traído de Italia; y de sólo oír cómo se hila, gustan harto; pienso se vendería bien, y no hallamos labor qué hacer que valga nada ni donde nos la den, como son herejes todos los que tienen tiendas, porque siendo católico uno, no le consienten tenerla, ni oficio ninguno público. Y si quiero enviar por tijeras, no sé cómo; aunque habrá quien las traiga, dándose al padre Cresvelo en una caja. Dígame en qué manera me podrá ayudar, pagándolo yo muy bien ante mano pará haílar unas muy buenas; y si no pensase que es mucho, pediríale las que le dejé, hechas últimamente; y daréle por ellas lo que quisiere, y por los husos, en dinero, o libros, o otra cualquiera cosa.

5. Y mire que si se va el padre Ricardo Valpolo del Colegio, que me han de guardar todas mis cosas en su monesterio, que va se lo he escrito yo a su merced; y creo que a la madre priora. Y envíeme también la memoria de cómo se hacen alcorcillas blancas y de canela, y de los mazapanes de doña Catalina de Chaves; que hemos menester no estar ociosas, y esto es lo que acá mejor se venderá.

6. Al señor doctor Martínez beso las manos. Escribíle una larga en respuesta de su última carta que vino con los versos, a lo que pienso. Holgaré la haya recibido, y le suplico se acuerde de mí en sus oraciones. Y a don Pedro de Reinoso pido lo mismo, con la sumisión y respeto que le debo; y al padre Luis de la Puente con el encarecimiento posible.

Gran honra me ha hecho el correo en irme dando tiempo para llegar aquí. Si no es ya ido, acabaré por enviar el pliego, que me dicen ha acabado el suyo don Pedro.

Guárdela Nuestro Señor, mi Inés, y déle la salud y amor suyos que yo a Su Majestad suplico.

De Londres, 17 de diciembre de 1607.

Pésame que no he tenido estampa para Isabel; otra vez nos deparará alguna nuestro dulce Señor. -Luisa.

A la señora doña Marina pido su santa ayuda, y la de la señora Inés López, nuestra cara amiga.

A Inés de la Asunción, mi hermana que Dios guarde, monja recoleta del glorioso San Agustín, etc.

Valladolid.




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Al padre José Cresvelo


Jhs.

1. Ya, señor, se va otra vez Rivas, como la pasada, sin que lo haya yo sabido hasta casi lo último, y indirectamente: no hay sino paciencia y tener escrito siempre, por si u por no. No me es posible decir nada de lo que se ofrece: tomaré lo más preciso.

2. Y digo, señor, que en lo de la casica mía, yo no he ofrecido darla al colegio ni a nadie por el tiempo de mi vida; quedó en la donación para el Noviciado de Lovaina, incluida en lo general; y ya he escrito que, en conciencia y en justicia, no debo réditos. Mire vuestra merced la escritura que se hizo y allí se verá lo que toca a justicia bien a la clara.

3. El padre Blondo dice que todavía desea conozca vuestra merced bien al caballero Fearne y a la Ments, y a Burlen Caque (y a otro cuyo nombre no se pudo acordar cuando me habló) por grandes herejes y espías, que acá son conocidos por tales con verdad, y por hombres astutos y maliciosos y enemigos de los padres católicos; y de Juan Norris dice no se debe fiar nada en ninguna manera. Trújome una de vuestra merced, aunque me dijo no sabía cúya era; y así, yo no le quise decir que era de vuestra merced. Díjome que vuestra merced había labrado una casa muy linda para vivir en ella; y yo le pregunté si era fuera del colegio, por reírme, y dijo muy mesurado y en todo su seso, que no, sino dentro del colegio, y que habíale costádole a vuestra merced mil ducados. Con esto me despedí, y no quise entrar ni salir más con él.

4. En cuanto a los dineros de la señora doña Ana María, suplico a vuestra merced los ponga con la renta del Noviciado, por cuenta del mesmo Noviciado y como dinero, suyo; y quítele vuestra merced el nombre de dinero de las monjas de Bruselas; que, si falta el padre Baulduino, podrá estar en peligro de ser tenido, por suyo de ellas, y es sin comparación mejor esto que digo; y lo que rentare esa cantidad júntelo vuestra merced con el mesmo dinero del Noviciado para ellos, que yo no quiero renta. Y si fuere menester acá para algo, yo lo avisaré a vuestra merced, y entre tanto será, como he dicho, para los no vicios lo que rentare cada año; y yo no pediré nada de estos quinientos ducados, hasta que me falten dineros de otras limosnas; y hasta entonces mejor me los guardará vuestra merced o el mesmo Noviciado, que nadie del mundo. Y no lo sepa nadie; sino dé vuestra merced a entender se han ya enviado, pues lo sabrá hacer sin falta de verdad. Ni lo sepa la mesma señora que lo dió, porque veo que sienten devoción mayor en darme a mí que a esotra obra. Y aunque, yo lo he excusado en algunas cartas y he querido anteponer la necesidad del Noviciado a la mía, no he podido trocar su ánimo; y así, más se ha de tomar lo que dieren para mí, porque del todo no se pierda lo que yo pudiere ayudarlos desde mi pobreza.

5. Del embajador que dice vuestra merced cree será muy conveniente, dudamos todos. Grandes partes ha de tener para serlo; y el señor don Pedro ha sido una maravilla de Nuestro Señor lo que ha acertado, a dar contento, y por algunas oraciones que le deben ayudar. Y crea vuestra merced no será fácil, si no se mira muy bien, el acertar.

6. Lo del niño se ha caído totalmente, y a mí nunca me agradaron sus milagros, ni vi en ellos fundamento. La paja también está olvidada y escondidísima; no sé si en poder del mesmo primero dueño o de algún padre; y si no descubre adelante en el tiempo cosa de nuevo, no hay mucha importancia en lo de hasta aquí.

Esa estampa que vuestra merced me envía nos afrenta acá, porque es falsísima, y se burlarán los herejes mucho si la ven. Yo no pude nunca alcanzar una copia de la paja mesma muy cierta, y una que me enseñó don Pedro le pedí la enviase a vuestra merced, y dijo que la enviaba a la señora doña María, su mujer; y que ella la mostraría a vuestra merced. Pídasela vuestra merced y yo procuraré acá otra, si puedo, que es dificultoso, y en ésta o en otra dibujaré, aunque sea mala pintora, una cara, que, cuando vuestra merced la haya mirado, puede hacer cuenta que no tiene más ni menos misterio que la otra. Y la color del rostro es el color de la mesma paja, que es amarillo; y las rayas que forman ojos, barbas y las demás faciones y señal de la frente, son de color de sangre, y los ojos son dos rayas chiquitas solamente, y las narices y la boca, otra raya pequeña, como va en esta imagen; y no hay dos caras, que es falsísimo. Ni se debe mucho hablar en lo que toca al martirio sin mirarse primero bien, porque hay que allanar en ello antes; y por los herejes no conviene arrojarse a tales cosas sin gran fundamento, y ver si se puede defender muy probablemente.

Acá les pesa mucho a los padres de ver esa estampa de Sevilla; que han venido algunas por diversas vías antes que vuestra merced las enviase.

7. De los libros recibiré grande merced, y de saber si dió vuestra merced ya la cadenilla de plata, que era un cilicio, al señor don Diego López de Ayala, y al señor licenciado Aguilera la estampa de Santa Catalina de Sena, y la del Buen Pastor al doctor Gualdos, de Valencia; y qué respondieron.

Esas cartas suplico a vuestra merced se den a recaudo al señor fiscal Molina. Deseé escribir ahora, pero no es posible; harélo con otro; y a su merced y a la señora doña Juana beso las manos; y las del señor don Rodrigo y mi prima, muchas veces.

8. Mucho deseo que el rey nuestro señor se haga patrón del Noviciado y que no tenga otro patrón sino él, y esto querría suplicar a la reina nuestra señora. Avíseme vuestra merced en qué forma lo haré, y escribiré a Su Majestad y a mi prima doña Inés y a su marido. En el alma me holgaré que salga vuestra merced con lo de los cuarenta mil ducados: bien lo han menester. Un padre que vino de Polonia, llamado Grifin por su nombre, fue tomado el otro día, y ya se escapó también de Clink, como míster Germán, de León Blanco. El hijo del obispo de York, llamado míster Tobias Matías, es excelente persona de ingenio, devoción y valeroso pecho. Dicen será ahora de este bando.

9. Su Santidad ha enviado segundo Breve confirmando el primero y haciendo nueva declaración y mandamiento en que no se tome el juramento. Y el padre BlackweIl está tan en sus trece como antes, según me dicen personas de crédito. Yo le hablé, antes que llegase este Breve, en Clink; y viendo su pertinacia, le dije picantes verdades que le dolieron; y qué pensaba hacer, si venía el segundo Breve, que ya estaba despachado. Y dijo que ni con veinte Breves no mudaría de parecer, ni con cosa de la tierra, sino sólo con que Su Santidad lo declare por punto de fe y lo proponga por tal a la universal Iglesia en todo el mundo; y que, si lo propone a sola Inglaterra, no hará más mella en él que los Breves. ¡Pobre viejo, y qué lástima es verle atollado en esta tema en que ha dado!

10. Esta semana pasada han cortado las orejas a un ministro puritano, porque escribió libelos contra el obispo de Canturbery y Londres; una en San Pablo, digo delante de la iglesia, y otra, delante do están los entierros de los reyes, y primero le azotaron por las calles desnudo desde la cintura arriba.

11. Los mil y seiscientos reales no han venido acá; pero ha escrito ya el padre Baulduino, y no importa; que habiendo venido a sus manos, él los enviará. Yo escribo a la duquesa y le digo que he sabido están en Flandes los mil, y que presto estarán aquí; y la agradezco el real de cada día. Y envié a vuestra merced carta para la del Castellar, en que dije había recibido sus cien ducados; y me escribió ella que se holgaba dello. Y a la de Miranda hice lo mesmo. Y esto basta para descargo de vuestra merced. Y a doña Ana María escribiré por los suyos.




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Al padre José Cresvelo


1. He recibido la de vuestra merced de 13 de abril con el contento que debo y de saber que vuestra merced tiene ya más salud y fuerzas para andar sin palo. Nuestro Señor las prospere y dé a vuestra merced vida y gracia con esos personajes, para que pueda ayudar con toda eficacia esta máquina de religión, que parece se sustenta por milagro y extraordinaria providencia de Dios.

2. Dícennos aquí que hay allá quien habla y persuade que la persecución no es grande, ni por causa de religión especialmente. Y a eso se puede responder que bien parece que no lo padecen ellos. No sé porqué quieren cargar sus conciencias con caso tan grave, siendo motivo de tibieza y frialdad a los que allá pueden ayudar en diversas maneras a esta gente tan en extremo afligida y apretada, y dándosele de mayor aflición u desconsuelo, cuando aquí llegan a entenderlo, porque es causa de desaliento y desmayo. Extensa cuenta dará a Nuestro Señor la lengua que se emplea, no sólo en esto, pero, según entendemos, en desacreditar la calidad de los católicos que Nuestro Señor tiene de su bando, y la santidad y buena vida de los religiosos y ministros de su divina Majestad, que, expuestos a un continuo peligro, sudan y se muelen y bruman en esta trabajosísima viña, en que cada racimo se ha de estar sustentado y augmentado, no sólo entre mil espinas, pero entre bocas y dientes de escorpiones. ¡Y estarán allá, con sus manos lavadas, desacreditando la obra de Dios! Paréceles que es todo poco, mientras no corre la sangre por las calles, o no cuelgan de la horca católicos, cada mes, como ladrones. Eso será de corazones crueles y inhumanos. ¿No hasta que algunos hayan llegado a ese conflito y que se consuman muchos en diversas cárceles del reino y pasen los años enteros y también toda la vida en ellas muchachos, mozos y viejos, y que, si tiene un pobre, cargado de hijos, tres ovejas, le quiten las dos, si no quiere dejar la santa religión; y que a todos, ricos y pobres, de tres partes de bienes raíces y rentas les dejen solo una, y los bienes muebles a su albedrío, para quitárselos todos o la parte dellos que los oficiales de justicia quisieren, o los escoceses y otros herejes a quienes se hace merced de estas haciendas? En fin, vuestra merced tendrá allá las leyes del Parlamento de ahora un año, y allí verá las inhumanas y intrincadas trazas que dieron para desarraigar la fe católica, y nunca cesan aquellas voces: Exinanite. Exinanite, usque ad fundamentuni in ea. Y crea vuestra merced que, si Nuestro Señor no diese a los católicos tanto esfuerzo, y a muchos maña para sacar los pies de tanta diversidad de lazos, estarían consumidos y acabados del todo; y esto, como Constantinopla, en generales tinieblas. Decían de un consejero que decía: «Dejadme a mí los papistas, que yo los empobreceré de manera que no tengan un pedazo de pan para llegar a la boca, cuanto más, con que conservar sacerdotes en el reino».

2. En donde ahora hay levantados diez mil hombres, todos herejes y ninguno católico, se dice por muy cierto. Estos van allanando los bosques y los setos de las heredades de los señores o ricos no misericordiosos con los pobres. Dicen que se han quejado de que, por ensanchar sus posesiones, dejan totalmente sin tierras a la pobre gente menuda, ni en que puedan sembrar ni trabajar lo necesario a su vida. Han enviado contra ellos gente y caballos, y a doscientos hicieron una o dos veces volver atrás las mujeres con piedras. Han muerto algunos de entrambas partes, y ahorcado trece o catorce, poco más o menos, de los que pudieron coger; y eso los tiene más resuellos. Sus armas son instrumentos con que allanar la tierra, y arco y flechas y algunos arcabuces. Dánles en los pueblos sin dificultad vituallas, o déjanles abiertas las puertas para que ellos se las tomen sin dárselas, no desaprobando el hecho. Al principio los dejaron crecer; y dícese por cierto que por creer el Consejo que había católicos en ellos y que con dejallos, se irían metiendo en la red como peces, y después habría buena ocasión de cogellos todos juntos; y ahora pienso que se hallan corridos, y creo no irá muy adelante la guerra y no nos llegará a inquietar acá.

3. Pregunta vuestra merced del niño de los milagros. Su padre es letrado, siervo de Nuestro Señor, y el niño de dos o tres años. Y todo género de gente, católicos y herejes, certificaban haber sido muchas diversas enfermedades sanadas, tocando su mano y echando la bendición con la cruz en nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero nunca he llegado a ver nada en este caso ni a poder averiguadamente conocer cosa de importancia. El padre del chico está ya fuera de la cárcel, que estaba por ello preso, y tiene esperanza de cobrar el niño, que se le quitaron, después que murió el obispo de Londres, que le tenía en su casa, y ahora está en la de un ministro.

4. La cara de la paja es muy contraria de la que vuestra merced me envió pintada, y creo enviará una el señor don Pedro a vuestra merced, que tiene dos; y no sé para qué pueda querellas sino para eso. Pero, por si no lo hiciere, aunque no soy pintora, con la pluma la dibujaré en ésta casi sin diferencia en lo que toca a sustancia. Y ya escribí que era la barba rubia como la color de la paja, y las rayitas coloradas hacían división de barba y facciones. Y si había algo que hiciese más novedad, era lo que no se puede pintar, que es no poderse ver nada mirada la paja de enfrente y por lo llano, donde era fuerza estar dibujada; y vuelto el cerco de cuerno del lado con que lo quedaba la paja, se vía claramente; y esto le admiró al pintor hereje que la vió, como escribí a vuestra merced. No hay dos caras de ninguna manera, ni cruz en la frente. La que vuestra merced envió es una que los herejes han impreso por mofa aquí, y no sé si se imprimió primero en Flandes o Francia, por vía de católicos, ignorantemente.

5. La muerte de Master Roberto Drury escribí ya a vuestra merced y su gran resolución y constancia, y los buenos ratos que pasamos con él en la cárcel, que sabía hablar español muy bien. Ofrecióme con veras, pidiéndolo con las mesmas, que bendeciría desde la horca y desde el cielo a España y al rey nuestro señor, que Dios guarde.

6. Master Davis estaba condenado a muerte, y últimamente condenaron de la mesma manera otro sacerdote, el otro día, y a otro dieron orden que se llevase a serlo, la tierra adentro, y señalaron la hora de entre las ocho y las siete de la mañana pará ejecutar la sentencia del uno y aquella noche acudieron algunos católicos a Juan Vila, hermano del duque de Guisa, primo segundo de este rey y de quien ha gustado mucho; y él pidió las vidas de todos los cuatro sacerdotes presos en Londres, y se las concedieron; pero, como se fue sin ellos, que es mozo, no muy advertido, se están todavía en la cárcel, sin saber qué han de hacer de ellos.

7. Gran merced me hace vuestra merced en encaminarme las cartas de los amigos, que me son de notable consuelo. Suplico a vuestra merced lo continúe, que viniendo en el mesmo pliego del señor don Pedro desde allá u desde Flandes, vienen muy bien; aunque a veces temo si me las han de abrir, porque le tengo por algo curioso; y él a mí por tan de los padres, que debe creer quiero grande correspondencia. Es, cierto, muy bueno, y los católicos sentirán que le lleven de aquí, si no se remedia con otro tal. Y no se puede imaginar lo que importa a la honra de Dios Nuestro Señor y a la de España, que venga hombre de grandes partes y buen ejemplo de vida: y Dios nos libre de lo contrario.

El padre Baulduino cumplió lo que vuestra merced le ordenó muy bien.

8. De lo de Arias me pesa: será necesario mirar las cartas de pago para saber lo que yo le había pagado, y ojalá que se pudiese remediar. Yo envié a vuestra merced la carta que me mandó en ese caso; y, cierto, es menester paciencia para verle dar tanto sin fundamento.

9. Esta tierra es carísima, tanto como allá, y en muchas cosas mucho más; y incómoda en el vender, porque no ha de ser lo que cada uno quiere en lo que toca a vituallas, sino mucho más; y lo que es carne, en lo que no hay libras, se ha de tomar por piezas enteras sin remedio, y no es posible conservarlas sin mal sabor a los tres o cuatro días, aún en invierno. Debe hacerlo la humedad, o no sé qué; que en España se detiene mucho más. Las gallinas no valen nada, naturalmente, porque son chiquitas como pollas, y sin sustancia ni fuerza; y vale una dos reales y medio y tres. Y así, es necesario comer capones, que son como gallinas de España, buenas o razonables, y éstos cuestan cinco reales cada uno, lo más ordinario; y, si son muy buenos, seis, y pocas veces cuatro o cuatro y medio; y es más conveniente un cuarto, de uno de ellos que tres de las mejores gallinas, que son como agua de Játiva. Yo llamo a los capones gallinas, como allá las llamaba, que parecen todo uno. Y díceme el doctor Foster: «No comáis gallinas, que son malas, sino capones.» Dígolo, porque es la más trabajosa tierra para pobres que puede ser; y en Flandes hallé lo mesmo. Pero, con todo esto, me da Nuestro Señor notable gusto y desahogo en ser pobre, y si vuestra merced no quiere agraviarme y ofenderme bravamente, no me ofrezca dineros que puedan tocar a la miseria que les di, que no me es tolerable; y la verdadera y apacible caridad para mí será, y debida a mi grande amor, tomar lo que allá quisieren dar para mí, y enviarlo acá con cuidado por vía del padre Baulduino y padre Olac, que es el mejor camino, con el recato que he escrito a vuestra merced, de quien no puedo quejarme, antes debo estar muy agradecida.

Escríbenme de allá.




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Al padre José Cresvelo


Londres, 23 de abril 1608.

Jhs.

1. Porque no sé cuándo irá Rivas a España, que dicen está ahora en Flandes, quiero, por vía del padre Baulduino, con un amigo que parte allá, dar la enhorabuena a vuestra merced de dos nuevos mártires. El primero murió en York, ha un mes poco más o menos, llamado míster Fludde, o Fennel, que no sé aún cuál era el propio suyo, que ya sabe vuestra merced tienen más que uno. Y habiéndole condenado por sacerdote, como se usa, le ofrecieron después la vida si quería tomar el juramento, y él lo rehusó, hasta perderla entre dos hermanos suyos, ministros de las iglesias heréticas, que fueron con él desde la prisión, persuadiéndole a salvar su vida y condenar su alma. Y habiendo cortado la soga, muy presto, caído en el suelo, se levantó en pie, y acudieron dos hombres a derriballe y tenelle, y otros que estaban allí con alabardas le hirieron por tres partes en la cabeza y cuello, casi partiéndola en partes, y con esto, fue abierto su pecho y descuartizado. Y abriendo camino a los buenos católicos, pasó al cielo este animoso guerrero.

2. Y porque su ejemplo llega a Londres con menos fuerza y parece se queda derramado la tierra adentro, tuvimos este lunes último, en Londres, a 21 de abril, otro muy semejante del buen míster Jorge Garves (que suena en inglés Charves), hermano del capitán a quien hizo despachar el señor don Rodrigo a mi instancia, y hermanos muy parecidos en virtud y en valentía. No esperábamos su muerte, porque era de los últimos que han preso estos días atrás; pero teníale Dios para esta corona, como al dichosísimo Drury. Condenáronle al mártir Charves en las últimas sesiones, y trujéronle a Newgat, al lado de los facinerosos y ladrones, a la parte baja que llaman limbo, do estuvo dos o tres días cerrado, sin que ningún católico pudiese hablarle ni verle, salvo una moza, que le entraba la comida, que fue muy poca, creo por su misma devoción de él. Porque un día me dicen que solamente comió pan y manzanas. Hiciéronle compañía cuatro demonios en carne, que fueron cuatro pestilenciales ministros de las iglesias, presidiendo el quinto, no menos perverso, que fue Morton, uno de los primeros y más estimado en Londres. Con estos monstruos peleó gran parte de aquel tiempo, mayormente el último día casi todo, y no pocas horas de la noche, sin hacerle mella; y toda su persuasión era hacerle tomar el juramento. Y la siguiente mañana, entre las siete y las ocho, le sacaron sobre un zarzo con paja debajo, y su ropa parda peluda, con que yo le vi la Semana Santa en la prisión de Gathous. Y sus manos puestas y los ojos en el cielo, fue llevado al Tiburno, do llegó antes que los ladrones. Esperábanle allí, y seguíanle, una multitud de católicos muy grande, plebeyos y nobles, a pie y a caballo, y muchos herejes; pero no, ni con gran parte, tanto como católicos. Y míster Garves dijo a todos que venía sólo por ser sacerdote católico, y no haber tomado el juramento que llaman de fidelidad; y que juramento de fidelidad tomara él de bonísima voluntad, pero que aquél que se les proponía en este tiempo era tan malo, que ninguno podrá tomarle sin incurrir en grave pecado y condenación de su alma; y que, sí él tuviera cien vidas que dar en tal causa, no reservara una sola para sí; y que sólo deseaba poner su alma con Dios, y que del cuerpo hiciesen lo que quisiesen. Y sin casi permitirle hincar la rodilla para hacer oración, le tomaron y pusieron la soga a la garganta; y con ella ya, le hizo preguntar el recorder si quería hacer oración por el rey y por toda aquella congregación, y él le dijo que por el rey y su mejor conversión, rogaba a Dios y había rogado cada día, desde que entró en Inglaterra; y que a los católicos presentes pedía sus oraciones, y que con los herejes no se quería entremeter en nada. Y con esto desviaron el carro y cortaron la soga y cayó abajo amortecido, pero no muerto. Y llegando a abrirle el pecho, afirman por certísimo, que levantó un brazo, y asió del cuchillo con que le estaban abriendo, y tiró tanto, que cortó parte de un dedo al verdugo, y dijo: «Let me alone.» Ayer estaba conmigo una señora principal, y decíale yo que qué le parecía de tan enorme delito como se había cometido en esta grande ciudad, vertiendo la sangre de un sacerdote consagrado, y tratándole «como si no hubiera sido ungido con óleo», como lloraba David. Si el humo de tan aceptable y oloroso holocausto no templase las humarazas de tan gran abominación que sube a vueltas al cielo provocando a Dios, podríamos temer que se nos ha de caer la ciudad a cuestas.

3. Algunas veces, mirándola desde alto o desde el campo, se me cubre el corazón de congoja, y veo cuán bien le cuadra llorar sobre ella con aquellas palabras de Cristo Nuestro Señor: Hierusalem, Hierusalem, quae occidis prophetas qui ad te missi sunt. Y apenas se puede salir de casa sin topar cuartos y cabezas de los nuestros sobre las puertas que dividen las calles con los pájaros encima, con que se viene a la memoria: Posuerunt mortici na servorum tuorum escas volatibus caeli. Y a este paso hay continua ocasión de dolorosa meditación; y, sobre todo, traer tan delante de los ojos lo que leemos en el Evangelio: Cum videritis abaminationem quae sedet in loco sancto penetra de modo que no parece hay fuerza para empezar a sentir tanto mal. -Las faltas de mi latín perdone vuestra merced, que no puedo examinarlo por la prisa, ni soy tan docta en él como aquí piensan algunos.

4. En Gat Hous está el padre Garnet, de la Compañía, sobrino del padre Henrico, y el padre Roberts, monje benito con la resolución y constancia que se puede desear. Dios los conserve. El padre Roberts estuvo, meses ha, al principio de su prisión, muy resoluto con Conturberi sobre el juramento; y naturalmente, él dice todo lo que dice, con gran desenfado y libertad, y no falta de donaire. Y dícenme, por cierto, que el falso obispo dijo después a un su amigo que parecía bien aquella resolución en un hombre, y no le descontentaba la libertad de sus respuestas. En estas sesiones sacaron al padre Garnet a casa del milord Londres, que es muy mala y ponzoñosa sabandija. Apretóle mucho en el juramento, y dijo le quería prestar libros para estudiar sobre él; y respondióle que no tenía necesidad de ellos para aquella materia; porque, sobre ser muy clara, había ya Su Santidad enviado tres Breves sobre ella, los cuales en toda manera se debían seguir y obedecer. Y dijo entonces Londres que mirase al ejemplo de los que podían ser sus padres en edad y sus maestros en ciencia, como era el padre Blakwell y otros de importancia y letras. Y Garnet dijo: «Esos, señor, se han rendido por sólo miedo y flaqueza de ánimo, a lo cual espero en Dios no rendirme en mi vida.» Y queriéndole afligir el milord Londres, le dijo que sabía que había sido amigo de algunos de la Conjuración de la Pólvora, y tenido cartas de su tío, y sido preso en aquella ocasión; y él se defendió bravamente, diciendo que en la Torre, do estuvo entonces, no se le pudo probar nada, y que ya satisfizo enteramente al Estado de su inocencia, por lo cual fue puesto fuera de la Torre, y por su voluntad de ellos mesmos, enviado a los Países Bajos; y que así, le suplicaba no le afligiese con tales cosas. Y Londres le mandó llevar a su prisión, mostrándole más blando rostro, cual espero. Y dos veces ha sido traído a su casa, una tras otra. Y Roberts se alegró de verle volver; porque, cuando se despidió, sintió tanto que no le llevasen a él también, pensando iba al juicio público, que quedó lleno de lágrimas. Han dado buen ejemplo estos dos religiosos en su prisión, amándose y mostrando en todo conformidad: comen juntos, y sus aposentillos están juntos.

5. Tiene gran gracia Robers en hablar de Blakwell; y decíame que lo que él deseaba saber era quién le había ayudado a todo lo que se había impreso de él en Londres, porque su ingenio y talento no llega aun a aquello que allí muestra de leído y bachiller.

6. Y llegando, señor, a salir de estos verdes prados, no sé cómo he de poder entrar en los eriales zarzosos de los que miserablemente se rinden, temiendo la muerte, creo por ser más dichosa que ellos merecen. El padre Garner, sacerdote, que ha estado muchas veces preso en el tiempo de la reina y de este rey, contra todo lo que algunos sus amigos y padres de la Compañía han trabajado en alentarle y ponerle ánimo y enseñarle la verdad de este caso en la cárcel, en estas mismas sesiones de Garves, delante todo el pueblo, se rindió y tomó allí el juramento, sin mostrar dificultad en nada ni escrúpulo alguno; y afírmanme que el record le afrentó, diciendo que ya había tomado el juramento a su satisfacción de ellos; pero que no era cosa bastante para librarse del crimen de traición en lo demás, si no se rendía, como buen vasallo, en todo; y que, así, quedaba a la merced del rey, y con estas, y otras palabras tales, que un carcelero de León Blanco que las oyó, dijo después que, si podía haber esclavo más mísero y deshonrado que aquel padre quedó a la vista de tantos. Y después le ofrecieron, creo que no tan público, el de la supremacía, y dijo que les pedía no le apretasen en ello, porque era cosa tan manifiestamente mala, que un niño de dos años sería capaz de entenderlo; y cuando míster Garves salió a morir del otro lado de Newgat, adonde el padre Garnes está y estaba, pasó por delante la reja de la puerta, que le pudo ver, si quiso, muy bien, y ¡cuál se hallaría el corazón suyo con tal ejemplo en el mismo caso, delante sus ojos!

11. Blakwell se muestra contumaz como antes, y Charnoch esfuerza con su bachillera lengua el negocio contra los Breves; y esto los ha hecho íntimos amigos; y uno de los más terribles apelantes es Charnoch. Dícenme, que el Blakwell, con un su amigo católico estaba la otra noche perplejo y dudando qué haría: débese afligir de ver que ya no puede decir, como solía a cada paso: I am a prelat; él no muestra aún en público ninguna perplejidad, antes me decía un sacerdote hoy, que había estado ayer con él y había mostrado cólera contra el sacerdote mismo, porque tenía diferente opinión de la suya. Ahora, los católicos claman contra él, y dicen que es causa su mal y flaco proceder de toda esta persecución.

Pobre hombre, que tanto teme lo que le está tan cercano, como es la muerte, que se ve cargado de años y gordura, impedido y pesado y temblando; y ha sido virtuoso en lo pasado de su vida, aunque siempre algo tímido.

En las primeras sesiones esperamos sí será condenado y muerto Garnet y con él Roberts. Y según va todo, podrá ser fácilmente; y si se encarnizan tanto en sangre estas gentes, no faltarán muchos que ofrezcan la suya.

12. El rey no es capaz de entender cosa buena al parecer, y la reina, otra tal. Con el continuo despojo de haciendas, muchos temen convertirse, y otros, ya convertidos, vuelven atrás; y entre ellos resplandece más la fidelidad de los buenos, que hay hartos y muy constantes; y el señor de Montagudo, es notable en materia de celo de religión católica: no puede, cierto, haber hombre en el mundo que en eso lo haga ventaja, excetando, a nuestro gran Rey y señor Filipo tercero. ¡Gracias a Dios que nos le ha dado tal en estos míseros tiempos! Y lo que aquí le desprecian, y cuán indinamente hablan dél y de toda España, para mí es no pequeño martirio oillo; con una altivez y soberbia que espanta. Y en ellos se ve cumplido: Superbia eorum qui te oderunt ascendit semper; y siempre crece, y siempre provoca a Dios. No hay tierra de negros infames que pueda ser como ellos nos pintan, a Rey y vasallos y tierra. Y, sobre todo, siembran que él y ellos son grandes pecadores en las costumbres, de poco ánimo y gruesos entendimientos. Si fuera materia de algún provecho, un libro se pudiera hacer de lo que dicen y piensan en todo su seso, según muestran. Y eso corre muy generalmente; y de la dulzura y bonísimo corazón del Rey nuestro señor con ellos y con todo el mundo, toman la mesma ocasión, que se les vuelve ponzoña en el pecho.

13. Si en Flandes se hacen bien los negocios, con paz o, guerra, eso los humilla mucho. Ellos publican infames cosas, y que nuestro Rey se allana y allanará a cualquier cosa que quieran los holandeses, porque es de tímido pecho naturalmente y que su poder no es el que el mundo dice; y el que tiene se desagua por mil caminos; y que los holandeses le harán venir, aun en materias de religión, a las condiciones que ellos quisieren. ¡Oh gran Dios, y qué gente esta! Y quiero acabar con que, aunque se resuelva la guerra, hay persona a quien Nuestro Señor ha dado, gran esperanza de que favorecerá a nuestro bonísimo Rey; y yo la tengo no pequeña; y mayor, desde que oí el ofrecimiento que Su Majestad hizo al Papa en lo de Venecia; que no es posible sino que Dios le ha de bendecir con mil bendiciones por sólo aquello; que no hay camino derecho ni sólido, sino el de mirar por la Santa Iglesia, y ánimo en Dios, contra los enemigos della, y hacer justicia; que Dios sacará de las dificultades de Estado que se atraviesan. Y cuando ésas se anteponen con buen color o malo, Dios castiga en el mismo estado, por donde menos se piensa.

14. Esta carta se queme luego, suplico a vuestra merced, sin que nadie la vea; y guárdeme vuestra merced fidelidad; y sepa que acá se les tralucen luego aun cosas muy secretas y menudas, y hacen de una hormiga un leonazo.

Me he cansado; que estoy muy flaca, y, con la poca salud que suelo.

15. Y antes que me maten las indisposiciones, me han de ahorcar estos malos hombres un día, sin que lo sepa don Pedro. No creerá vuestra merced cuánto siente estas muertes; y cuán bien procede en todo. No creo que se, halle otro mejor ni tal para enviar aquí.

Y guarde Dios a vuestra merced como deseo.

De Londres, 23 de abril, 1603.

Luisa.

16. De Valladolid me escribe sor Inés que ha enviado, o enviará, a vuestra merced unas tijeras de cortar oro, como las que vuestra merced vio en mi casilla allá. Tenemos gran necesidad dellas para hilarlo y poder sacar algunos dineros de nuestro trabajo para sustentarnos; porque esta tierra no es para esperar limosna, y más una española, que es el nombre más odioso que hay para ellos, después del Papa, o a una con él.

Los católicos harto hacen en pagar lo que les quitan y acudir a los de las cárceles, que están por la fe, y sustentar los sacerdotes. Y aun eso hacen ya con harta dificultad, tras tantos robos como se hacen en ellos delante de sus ojos. Y si no fuera por la caridad del buen señor don Pedro, crea vuestra merced que hubiera llegado a pedir pedazos de pan de puerta en puerta, con trasordinaria delicadeza de complexión que Nuestro Señor se sirvió darme, aunque sabía que había de ser pobre y en tierra extraña, y tan extraña como está ésta. Y mi salud es la que vuestra merced sabe y la que basta sólo para andar en pie.

17. Aquí son las cosas tan caras como en la corte de España; y muchas dellas, más. El pan siempre, cuando barato, a cuatro peniques las dos libras, casi 24 maravedises o 23; y el negro, que es lo que más, se usa y no sé si es de centeno, a 12 maravedises, o más, dos libras. El carnero vale ahora la libra, casi a 30 maravedises o más; que así sale, aunque no se vende por libras, que es otra incomodidad; y se ha de comprar lo que se usa, aunque no sea menester; y no se puede la carne guardar acá tanto como allá, ni en invierno más de tres días o cuatro, por la humedad debe ser. Las gallinas chicas, a tres o cuatro reales pasan ahora; y los capones, a seis reales, que son como una gallina buena de España. Y otros tiempos, sale la libra de carnero a 16 maravedises o medio real, de lo que llaman mediano; porque lo mejor es más caro: y otro peor, que casi no se puede comer, más barato. La vaca sale la libra siempre, cuando menos a doce maravedises o catorce, y es comúnmente mejor que la de España, sin duda; y el mantenimiento que yo he visto aquí. La ternera es como allí. Una perdiz, por tres reales siempre, y no son buenas. Un conejo, por un real y doce maravedís o 20. La fruta y verdura muy caras; y el agua, dos veces más que en España; y la ropa que se lava, lo mesmo; y el vino, sin comparación más caro, si es blanco; aunque esto no lo gastamos en casa, ni más que carnero y vaca; y gallina muchas veces, a que mucho me fuerza mi complexión, que es en esto molesta y enojosa.

18. Tengo unas compañeras como unos angelitos, virtuosísimas. Si llegan las tijeras enteras, haremos labor, y será nos gran alivio; y aquí muy bien recibido, porque no hay quien hile oro: no lo han oído en su vida, aunque oro se vende harto, fino y falso; que es gran ciudad. Y en ella se quejan todos de la carestía. Y una vara de raso negro, de ancho de allá y no tan bueno -creo que es de Venecia- cuesta 30 reales ahora, y primero 26 por lo menos; y todo va así. Y créame vuestra merced, aunque allá otros digan lo contrario, que hablan con poco fundamento.

Rivas podrá traer las tijeras en la vaina que tiene (o hacerla), atadas a su espada o en su portamanteo; y los husos de hierro y otras tales cosas necesarias que Inés envía; y no pesan nada.

19. De las Vidas de los Santos, que he pedido a vuestra merced, tenemos gran necesidad, que hacen falta tales ejemplos a los católicos; y yo puedo, a las mías y otros que vienen a mí volver los en inglés suficientemente. Y los demás libros que he escrito a vuestra merced, dice Rivas que los traerá cuando vaya; y si no pudiere de una vez, de muchas; que es piadosísimo en lo que me toca.

20. Deseo saber si el conde de Miranda ha vuelto ahí, después que se fue. Y deseo también que sepa estas cosas que tocan a los mártires la condesa, porque no creo podré escribirlas ahora, que me hallo demasiado fatigada, de haber escrito tanto; porque ha sido necesario escribir otras cosas estos días.

21. Y quiero acabar con añadir que, cuando Morton y sus compañeros vinieron a Master Garve o Charves, díjoles que, si querían hablar como hombres morales, hablaría con ellos; pero que, en cosas de religión no quería oírlos; y que estaba del todo resuelto. Y dijo Morton, después, a los otros: «Qué quiso decir en aquello, ¿qué no éramos cristianos?» Dijo uno de ellos: «No, a mi juicio, sino que nuestra teología no era buena, ni valía nada.» Ríese mucho Morton dél ahora, y dice que era un simple hombre.

22. Dicen llevaron a Garner con el padre Blakwell, y allí tienen hecho un colegio de tímidos y flacos de ánimo y virtud; y él está hecho padre dellos. Dicen que oyendo a un católico decir que había muerto el glorioso mártir con gran constancia, se encaró Blakwell, y dijo: «¿Glorioso mártir le llamáis? Más le cuadra simple hombre, que murió por materias no declaradas en la Iglesia, y que se puede tener lo contrario.» Pero no sé hasta ahora si esto es cierto.

23. Al señor don Rodrigo beso las manos, y haré que le encomienden a Dios los católicos, como vuestra merced lo mandó.

Partese este soldado mañana, antes de comer, y son ahora casi la una de la noche, y hállome sin haber escrito a la condesa de Castellar ni a la señora doña Ana María y padre Lorenzo de Ponte, a quienes en extremo me consolaría de escribir en esta ocasión. Pero, si no puedo, con el ordinario lo haré, que quizá hallará éstas en Flandes, sin haber partido; y si lo fueren, vuestra merced supla en parte en lo que toca a los mártires; y con lo que toca a mí escribiré, como digo brevemente, y no corto.

Good Syr, since this is so large and y have not conveniency at tho time. I will You mort assurailli at command. You mort assurailly.

Martin.

Al señor Joseph Cresvelo, que Dios guarde, etc.

Valladolid.




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Al padre José Cresvelo, S. I.


Londres (Haygat), 29 de junio 1908.

Jhs.

1. Mucha merced y consuelo recibo con las de vuestra merced, y espero que vuestra merced habrá recibido consuelo, con las últimas mías, viendo la gran constancia de los santos mártires Garves y Fludder. Y de mí, puedo decir a vuestra merced que he andado entre la cruz y el agua bendita, como allá dicen, porque he estado presa; y, como ha sido en cárcel pública, no me bastará callarlo.

2. La causa fue, porque llegando un día a una tienda de Chepsaid, desde afuera, como suelo, de pechos sobre el tablón, se ofreció preguntar a uno de los mancebos si era católico, y él respondió: «¡No quiera Dios!» (God forbid.) Y yo repliqué: «No permita Dios que no lo seáis, que es lo que os importa.» Con esto acudieron la señora y el señor de la tienda y otro mancebo, y mercaderes vecinos, y trabóse grande plática de religión católica. Preguntaron mucho de la misa, de los sacerdotes, de la confesión; pero lo principal en que se gastó el tiempo (de más de dos horas) fue en si la romana religión es la sola verdadera, y si el Papa es cabeza de la Iglesia, y si sucesivamente en ellos en los Papas han quedado las llaves de San Pedro para siempre.

3. Algunos oían con gusto, otros con rabia; y tanta, que advertí algún peligro, por lo menos de ser presa; pero no lo estimé en nada, a trueco de ponerles aquella luz delante de los ojos en la mejor manera que pude. Y en estas cosas llanas de fe hay razones sabidas muy convenientes a quienquiera, y con que se puede hacer guerra al error; y aunque no lo tomen bien de presente, en fin les quedan aquellas verdades en la memoria, con motivo para discurrir y puerta abierta a las santas inspiraciones; y justifícase mucho la causa de Dios para su salvación o condenación dellos. Y hay muchísimos que jamás llegan ni aun a saber dó están los sacerdotes; y de los católicos legos, no muchos quieren aventurarse tanto, sin conocido fruto. Y los mercaderes de Chepsaid exceden en malicia, error y odio del Papa y de nuestra santa fe al resto de la ciudad, como también en gente y dinero. Y puédese algo desto conocer en que, habiendo yo diversas veces hablado en ocasiones con otros de la mesma manera sin diferencia, siempre lo tomaron apaciblemente.

4. La señora de la tienda procuraba levantar la cólera a todos; y otro infernal mancebo que estaba allí, menor en edad y mayor en malicia. La mujer decía que era lástima que me sufriesen, y que, sin duda, yo era algún sacerdote romano en hábito de mujer, para poder persuadir mejor mi religión. Sirvióse Nuestro Señor que pudiese hablar mejor en inglés que después que he estado en Inglaterra; y pensaban era escocesa por la lengua y mostrar afición al rey. Porque, llegando uno de los más ancianos a mí, dijo que si él no era harto sabio para no hacer seguir error en su reino. Respondí que no tratasen del rey, que había quedado niño sin su santa madre católica, en poder de puritanos; y que ellos tenían más verdadero y legítimo rey que lo fue la reina Isabel.

5. Pretendí con esto no disimular la verdad y hacerles olvidar la maliciosa pregunta del rey, sobre que levantaran caramillos. Y así, ellos preguntaron luego por qué era éste más verdadero. Y dije que, por ser biznieto de la hija mayor de Enrique VIII; y Isabel, su hija, nacida en vida de la reina Catalina, madre de María Tudor; y de esto infirieron que la hacía yo bastarda; pero, como pasó ya y no dejó hijos, no era cosa de importancia; y en breves palabras se pasó y volvimos a la santa religión otra vez.

6. Y oyendo yo que a mis espaldas uno llamaba traidor a Mr. Jarves, y mi Ana, mártir, sobre que litigaban; la impedí, temiendo que diría algo que no conviniese. Y díjele a él, que me dijese por qué había muerto el Jarves; dijo «que por sólo ser católico romano.» «¿Y no por otra ninguna cosa?», repliqué. Dijo que no. Pues, luego, le dije yo: «No os espantéis que sea llamado mártir»; y parece lo tomaba bien.

7. Con esto me volví a casa, y quedaron como leones contra mí. Y pasados quince días, acertáronme a ver, que fue necesario salir; lo cual hago pocas veces sin muy particular causa de comprar lo necesario o ir a ver los dichosos confesores de Cristo a las cárceles, o cosa semejante; y jamás a visitas de nadie (que mi natural condición me inclina a ello y mi poca salud y fuerzas lo piden). Y, en fin, me cercaron, mirándome como basiliscos; y con un alguacil que trujeron, decían era necesario ir a sir Tomás Benet, juez de la paz, no lejos de allí. Y aunque no tenían mandamiento, no resistí, por que no me asiesen del brazo o voceasen en medio aquella calle; y al alma tampoco no le era mala ocasión; y afablemente nos fuimos todas tres presas, digo Ana y Fe, mis compañeras, y yo (que las otras dos quedaron en casa); y nuestro criado, que es un virtuoso viejo muy honrado y antiguo católico, fue con nosotras.

8. Hallamos al juez sentado debajo de un tejadillo en su patio do debe despachar sus negocios, y allí nos tuvo, examinando testigos y haciendo preguntas, desde las seis de la tarde o poco más, hasta las nueve o más, que empezó a anochecer.

Los testigos juraron sobre su Biblia verdades, entre algunas mentiras; pero todo ello dentro del compás de los puntos que he tocado, sin inventar cosa nueva fuera dellos; y desbarataban a veces de modo, que me hicieron acordar de aquello Et testimonia convenientia non erant. Y habían dos o tres dellos concitado el pueblo de aquellas calles contra mí, diciendo que era un sacerdote en hábito de mujer, que andaba persuadiendo mi fe; y, como cosa tan nueva, creo que, en media hora, había ya más de doscientas personas, según decían, a la puerta del juez, llena la calle de un grande y confuso ruido; y, entre ellos, ya se decía que eran tres los sacerdotes, con ropas largas negras, que es nuestro traje.

Levantóse algunas veces a apaciguallos el juez, porque hacían gran fuerza por entrar; y díjome que, si él me enviaba a la cárcel entonces, que el pueblo me daría buena mano. Yo le dije que más caridad creía que tenía que aquélla.

9. Preguntó mi patria, nombre, vivienda y venida a Inglaterra; y, con la verdad, atajé mucho, diciéndole me llamaba Luisa de Carvajal, y era española, y vivía cerca del señor don Pedro, donde iba a oír misa; y que había venido por seguir el ejemplo de muchos santos de la santa Iglesia que se desterraron voluntariamente de su patria, deudos y amigos, por amor de Nuestro Señor, y vivieron en tierras extrañas con desamparo y pobreza. Y aunque era algarabía para el mísero viejo, ésta era la mejor respuesta, sin duda.

Él se riyó como de locura. Y díjome si era así que afirmaba ser el Papa cabeza de la Iglesia, y su religión la sola verdadera. Dije que sí. Dijo que si quería siempre permanecer en tales opiniones. Y respondí que sí quería, y estaba aparejada a morir por ellas. Entonces blasfemó mucho del Papa; y díjome que si había yo dicho que no se podían salvar en la religión de Inglaterra. Dije que no había dicho esas palabras, pero lo mesmo en otros términos; porque yo había afirmado que en sola la verdadera fe de la Iglesia romana se podían salvar, y que todas las demás religiones de todo el mundo eran errores, y que en esta generalidad se incluía Inglaterra suficientemente.

Díjome si sabía que en España ponían a la muerte a los ingleses que no querían tener su religión, y que si no era justo hacer acá lo mismo con los españoles. Y tras esto pasó a preguntarme por qué decía yo que era Mr. Jarves mártir, no lo siendo. Yo dije que lo que yo había dicho era que, habiendo muerto por sola causa de nuestra santa religión, lo era, sin duda. Dijo él if he did, si fue así, bien; pero no murió por religión. Díjele yo: «¿Pues por qué?» Y dijo que porque era un loco. -Y vino a lo de la reina, y dijo que por qué creía yo que era menos legítima que el rey; y dije lo que he referido de la reina Catalina. Y él dijo que eso era no saber las historias, porque Catalina no había sido legítima mujer de Enrique.

10. A las dos doncellas trató más cortésmente que a mí, y quizá por ser inglesas, aunque le ponían en más cuidado que yo, porque les pareció lo mejor disimular. Yo dije que ellas eran, sin duda, sinceras y sin malicia alguna. A mí me llamó su secretario hipócrita, y por lo menos lo parecía. (¡Qué desgraciada cara tiene, señor, el padecer, a los ojos del mundo; y qué hermosa es a los de Dios, cuando cae sobre inocencia!) Y era lo bueno que sobre el brazo en que daba toda la luz, tenía yo un gran remiendo o dos, y sobre la cabeza un tafetán negro roto, y con esto y el ser española y tan católica como ellos echaban de ver, no fue mucho que me menospreciasen tanto como lo hicieron de palabras. Y con todo eso, me tomó por muy verdadera el juez, y me dijo una vez, hablando con las doncellas, que le respondiese yo, porque él pensaba que no querría yo mentir. Y apretó algo en saber quién me las había dado, y si ellas oían misa y cosas semejantes. Pero díjele que en las que tocasen en daño de otros, yo no respondería palabra; y con eso al punto calló.

Hízonos Dios merced de que no interviniesen «pursivantes», que son alguaciles de los obispos, en aquel caso; porque son la gente más descompuesta de Inglaterra en mirar por agnus-deyes y reliquias y rosarios en las mangas o faldriqueras; y nuestro juez era muy reposado; y todos los demás, desde el primer punto hasta el postrero, se hubieron con toda la posible modestia; y nuestro recato y decencia se conservó como yo lo podía desear: y suelo ser bien delicada en esta materia. ¡Glorificada sea la dulcísima providencia de Dios, que ¡en esto nos ha asistido, sobre todo lo demás, y en ninguna cosa ha faltado. Descenaitque cum illo in foveam et in vinculis non de reliquit eum. Y esto me delita incomparablemente el corazón y me da ánimo.

11. Sus hijas del juez andaban yendo y viniendo, y su mujer: debía de ser por vernos. Al cabo nos llevaron a la cárcel, habiendo estado desde que anocheció en una sala baja junto al mesmo patio, a veces paseándonos; y yo, a veces, hincando las rodillas en uno de sus rincones, para suplicar a Nuestro Señor nos asistiese. Y no pudimos ir antes de las once y media, por poder ir sin gente; y con todo, de la vecindad nos siguieron como 20 personas. Iba allí el secretario del juez, que es primo hermano del buen Tomás, que está ahora preso, haciendo falta a todos los amigos. Éste dijo al carcelero que nos tratase bien; pero aquella noche no debió de poderse; y así, nos pusieron en un pedacillo de desván estrecho, en lo más alto y con vela encendida, y la puerta cerrada con llave que se llevó el carcelero, sin poder alcanzar de él una gota de agua ni cerveza, ni un solo bocado de pan. Y con esto y no estar yo muy buena, y sin acostarnos, dormí harto poco, pero con muy notable consuelo; y éste se disminuía viendo cuán poco llegaba todo aquello a ser.

Habíales yo rogado que, por dinero, me pusiesen cerca de la mujer y mozas del carcelero, aunque fuese de peor comodidad que era aquel alojamiento; y a la mañana nos pusieron en uno de los aposentos della, a hora de las diez. Y aunque lóbrego y sin aire, razonable; y ellas, todas gente comedida y afable.

Entraban en él a cada paso, por tener allí sus arcas y algunos mantenimientos en alacenas; y con todo y costarnos a razón de 40 (cuarenta) reales cada semana, sólo, estar dentro de él, y una sola cama, lo tuvimos por gran regalo. Y no dudaba yo de que nuestro dulce Señor proveería para todo, como Su Majestad lo hizo por medio del señor don Pedro, que conmigo ha tenido notable caridad siempre.

13. Estuvimos allí cuatro días, desde sábado hasta miércoles a las diez de la noche, que envió orden el Consejo para que me sacasen libre, habiendo el juez enviádoles mis papeles, y no a los obispos, en lo que nos hizo honra, por lo que tocaba a Ana y a Fe, que luego quisieran ofrecerles el juramento.

El señor don Pedro, con su prudencia, que la tiene grande en los negocios, no se había metido a hablar ni una palabra por mí, como me lo hizo decir, y eso parece fue lo más conviniente.

14. En la cárcel hablé de religión mucho más que fuera della lo había hecho, con todos los carceleros y oficiales y deudos y amigos suyos que, con mi licencia, trujeron para hablarme; y tomáronlo muy suavemente; y no quise excusarlo, acordándome del Santo Apóstol, que dice que la palabra de Dios no estaba atada.

15. Éste ha sido mi primer encuentro con los herejes, y porque es llano que se sabrá allá luego, he querido que vuestra merced sepa puntualmente lo que ha pasado; y en caso que otros no hablen en ello con incierta y no conveniente relación, suplico a vuestra merced sea esto para sí solo y para el padre Hernando de Espinosa.

16. Con esa carta que va aquí al hermano Tomás, me encomiendo, y muy humildemente, a todos los padres y hermanos de ese Colegio, que no sé cuáles de los conocidos están en él.

17. Acá todo es temor de Irlanda, y dicen están todavía fuertes en ella los católicos. Y háblase mucho en la venida de don Pedro de Toledo a Francia. ¡Ojalá se uniese en hora dichosa con España, y que las paces de Holanda sean gloriosas a ella y a la Iglesia!. Con esto y un nuevo rey de romanos muy bueno, y guardarnos al nuestro, la herejía espero irá cuesta abajo a su centro, por más hondas raíces que tiene. Por estas cosas clamo y por la Iglesia santa de día y de noche; y por esto muchas veces me olvido de mí misma, y insto y voceo porque la divina grandeza bendiga a España y a su monarquía, rey y reina y hijos nacidos y por nacer, con dobladas y felicísimas bendiciones.

18. Todos sus amigos de vuestra merced tienen salud: sólo Mr. Strange está sin ella en la Torre; y en Gathouse están Mr. Tomás Garnet y Mr. Joan Roberts; el uno jesuita y el otro monje benito, constantísimos y muy unidos en amor y en religión, y esperando cada día cuando los llamarán a las sesiones.

19. A mi prima y al señor don Rodrigo beso las manos y huelgo en extremo de los lindos niños que dice vuestra merced les ha dado Nuestro Señor, y deseo que eso, ni la demás prosperidad humana, les lleve el corazón tras sí, ni empape el amor que se ha de poner en sólo Dios.

No los escribo, porque en esta peregrinación tuve por muy necesario al espíritu no meterme en tomar más consuelo de deudos ni amigos que el que me forzase la devoción de los que con ella me provocasen o con otros espirituales fundamentos; y por sólo deudo, amistad o humanos respetos, yo no sé que haya escrito hasta ahora a ninguno de los que bien quiero. A los católicos pido los encomienden a Dios, como vuestra merced manda; y yo, por mi particular obligación (que la tengo cierto, a la merced que el Señor don Rodrigo me hizo siempre), los encomiendo a entrambos a Nuestro Señor, con gran deseo que Su Majestad los asista con muy especial gracia.

20. Y suplico a vuestra merced se acuerde de la necesidad con que estamos yo y mis cuatro compañeras de tener en qué trabajar, para que es necesario tijeras de bordar oro y hilarlo, y acá no se hallan. Y háme escrito mi monja, sor Inés, que ha enviado una caja a vuestra merced con unas muy escogidas, y husos, y otras cosas necesarias. Y si no han venido aún a manos de vuestra merced, vuestra merced me haga merced de escribirla que lo envíe, antes que Rivas vuelva a Inglaterra; que él me ha prometido traerlo todo, que es muy piadoso y caritativo conmigo; y el señor don Pedro dice se las mandará traer también. Y no hay hallar labor que hacer de provecho; porque de tiendas, siendo nosotras católicas, con dificultad la alcanzaremos y no conveniente. El oro dicen no se hila aquí; y así, será lo mejor que podremos hacer. Y está todo cada día más caro: el pan creo llega ya a real, y el moreno lleno de salvado, a 20 maravedises, y a ese paso va lo más.

Si Rivas puede traer algún libro de los que he suplicado a vuestra merced, recibiré gran merced.

21. Dice vuestra merced habrá allá algún bueno para embajador. No sé yo cierto quién. Holgara saber el nombre que, de oídas, conozco a muchos, y no pienso es fácil enviar otro que acierte a hacerlo como el señor don Pedro; que el rey y Consejo lo ha cobrado respeto y le muestran amor, y los católicos le quieren mucho. Él desea irse, y no me espanto, que es vida de perros la desta tierra. En el estado en que está, sólo parece será gustosa para quien ama libertad y ocasiones de pecar.

Si cuando Rivas se vuelva no se han podido traer las tijeras de Inés, suplico a vuestra merced que, por medio de la señora doña Juana de Bobadilla o de la señora doña Ana María de Vergara, nos busque unas; que en esa Corte hay mujeres que hilan oro, y en las tiendas do lo venden sabrán dónde viven.

22. Y deseo mucho que no tenga noticia de mí el ministro que se convirtió allá, ni me dirija cartas en ninguna vía para su mujer, ni dineros, porque trae grandes inconvenientes para mí, y es muy fácil hacer esas cosas por vía de los padres, como se ha hecho ahora con los 200 ducados, sin haberme yo metido en ello; y ella no está aquí, sino en la tierra adentro, y el ministro con quien se ha de tratar no conviene me conozca.

23. Con el padre fray Juan, que se va a España, creo irá un mancebo gentilman llamado Brigman, hijo mayor de un cismático, que pienso tiene buena hacienda; y el mozo tiene fama de muy buen estudiante aquí en Londres, y eslo en el temple y con muy buena comodidad. Hále tocado Nuestro Señor, a lo que se puede juzgar, para dejarla y irse a un seminario: tiene agudeza de ingenio y muestra harta devoción. Va con esperanza que le ha de valer mi intercesión para ser recibido en Valladolid: suplícolo así a vuestra merced de rodillas, que lo estimaré como se hiciera conmigo mesma.

24. Dígame vuestra merced si podríamos alcanzar del piadosísimo pecho del rey nuestro señor, por medio del duque, y del duque por el señor don Rodrigo, que Su Majestad se hiciese patrón del noviciado de Lovaina, pues tiene la mitad o más de la renta, de patronazgos de la Casa de Austria, por lo cual no se le pudo dar el obispo sin aprobación del archiduque, a lo que he entendido. Y sin dar Su Majestad nada, será gran lustre para aquella santa y devota casa; y espero crecería a su gran consuelo y gloria de Nuestro Señor, delante cuyo acatamiento no le cabría al duque pequeño galardón. Y su excelencia debe hacerme el favor, por la afición que yo le he tenido y tengo en todos tiempos. Y a mi buena prima pongo por intercesora con su marido; y hagan grandes obras del servicio de Dios, que eso les durará, y todo lo demás se acaba con la brevedad que la vida.

25. Esas cartas me haga merced vuestra merced que se den a recaudo y que me traiga Rivas respuesta, si la dieren. Y si algún día llegase allá alguna en que diga que esta gente me ha enviado al cielo, dichoso remate sería de mi peregrinación; y entonces bien se podrían alegrar mis deudos y mis amigos. La voluntad de Dios se haga en todo, amén; que ésa me trujo puramente, y ésa espero guiará todas mis actuaciones hasta ponerme en el divino acatamiento.

26. No se olvide vuestra merced de avisarme en todas ocasiones de su salud, que se la deseo, como veo es menester para tanto como cuelga della en esta grande y necesitada mies de innumerables almas. Si se conociese en España. ¡cuánto crecería la devoción en esta obra!

Nuestro Señor le dé a vuestra merced vida y fuerzas y santo amor suyo que yo le suplico.

De Haigat, a 29 de junio de 1608.

Luisa.

27. Al señor fiscal, Melchor de Molina y a la señora doña Juana beso las manos, y me he holgado de su temporal acrecentamiento, confiando no ha de disminuir el temor santo de Nuestro Señor en sus almas, y que el amor que le deben no será impedido; y por el que yo les tengo les suplico velen siempre sobre su corazón en este tan importante negocio.

Al señor Joseph Cresvelo, que Dios Guarde, etc.

Valladolid




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Jhs.

1. Como en mis cartas no pretendo cansar a vuestra merced, sino conservarme en su memoria y obligarla a que interceda por mí con nuestro dulce Señor, ni aguardo respuesta de las que le he escrito, ni quiero dilatar demasiado el hacerlo. Por vía del señor don Pedro sé siempre de vuestra merced y de los frutos de sus trabajos y peregrinación. Crezcan de día en día, como lo espero.

2. Ya habrá vuestra merced sabido la dichosa muerte de los santos sacerdotes Charves y Fludder, y cómo yo también he andado entre la cruz y el agua bendita, como dicen; que no sé qué asomos, señora mía, vi de cruz; pero en cuatro días se deshicieron como gorgoritas de agua. Y pues otros lo escribirán, quiero lo sepa vuestra merced más verdaderamente de mí mesma.

Fui, señora, esta octava del Santísimo Sacramento presa, y primero que diga cómo, diré la causa.

3. Doce o quince días antes, llegando a una tienda en la calle mayor, famosa en esta ciudad y llena de mercaderes, que se dice Chepsaid (Cheapside) para comprar una sábana de altar; con alguna ocasión pregunté al mancebo que me daba recaudo si era su hermana una moza que estaba a su lado; y dijo que lo era en Cristo. Y pareciéndome mucha devoción, le dije si era católico. Y él dijo: «¡No lo permita Dios!» Y repliqué yo: «¡No permita Dios que lo dejéis de ser, que es lo que os importa!» Con que quedó trabada plática de religión con el amo de la casa y su mujer y mancebos y otros hombres que fueron viniendo de las tiendas más cercanas. Y hicieron tantas preguntas, que me detuve más de dos horas, de pie en la calle y de pechos sobre el tablón de la tienda, y harto indispuesta.

4. Todo era sobre la misa, confesión, sacerdocio y lo semejante, como es: si el Papa es cabeza de la Iglesia, y las llaves de San Pedro sucesivamente han quedado en los romanos Pontífices; y si la fe católica nuestra es la sola verdadera y en que los hombres solamente pueden salvarse. Y esos dos últimos puntos se llevaron casi todo el tiempo. Y diciendo uno que sabía latín, en él referí algunas palabras del Evangelio, en razón de lo que se iba diciendo. Y sirvióse Nuestro Señor de que yo hablase razonablemente inglés y pudiesen entenderme claramente.

A la señora de la tienda no le era tolerable y incitaba a los otros contra mí, diciendo era lástima que me sufriesen, y que yo no era mujer, sino algún sacerdote en hábito mujeril, para con eso ir persuadiendo más fácilmente mi religión por las calles. Y unos mostraban gusto en oírme y otros rabia. Y pude advertir que me ponía en más peligro que de ser presa; pero no lo estimé, sabiendo la esterilidad de doctrina con que pasan su entera vida millares dellos, sin llegar jamás a conocer ni un solo sacerdote; y los católicos legos, ordinariamente hablando, o no saben o no quieren ponerse en tales peligros sin más evidente fruto. Pero yo, siempre que puedo, les pongo de buena gana la luz delante los ojos, que por lo menos les queda (con las verdades arrojadas en el corazón) materia para discurrir en ellas y puerta abierta a la duda de sus errores y a las inspiraciones de Dios.

Yo los apretaba, sobre todo, en que no podían salvarse fuera de nuestra católica Iglesia; y un mercader se llegó a mí diciendo que, si no era este su rey suficientemente sabio para no mandarles guardar errores. Y porque son maliciosos y astutos, y en tocando en el rey o Consejo levantan mil caramillos, cautelosamente quise divertirlos de aquel punto y no disimular la verdad. Y díjeles que no me hablasen en el rey, que había quedado niño en poder de puritanos, sin su santa madre y sin su católico padre; y que ellos tenían en él más verdadero y legítimo rey que en la reina Isabel. Y con esto, olvidando su pregunta del rey vivo, se trocó en la reina muerta; y dijeron que por qué era no tan verdadera como él; y yo dije que porque el rey era biznieto de su hermana mayor, del rey Enrique VIII, y haber nacido Isabel en vida de la reina Catalina, mujer de Enrique. Y un mozo que estaba a mi lado dijo: «Luego era bastarda.» Y aunque era furioso, contra todo cuanto yo había hablado de religión y maliciosísimo, al parecer, aquesto pasó brevemente y no se habló en Isabel, y pasamos otra vez al Papa y a aquello de no poderse salvar nadie fuera de la religión romana, que es lo que les duele sobre todo.

6. Y uno de ellos empezó a llamar traidor al padre Charves a mis espaldas, hablando con Ana, mi compañera, que le llamaba mártir; y yo me volví a él y le pregunté por qué había muerto. Y díjome que por ser sacerdote papista. «¿Meramente?», dije yo. Y respondió que sí, sin mezcla de otro delito. Y dije: «Siendo así, forzosamente es mártir y ha de ser tenido por tal; y no os habéis de indinar con esta doncella porque le llama así, y no quiere consentir en que le llaméis traidor.»

Algunos dellos decían que no me dejasen ir sin llamar un alguacil que me pusiese en prisión; pero, en fin, yo me despedí dellos, diciéndoles que no debían tomar mal el decirles yo las verdades tan necesarias, lo cual yo hacía movida de caridad solamente. Y quedáronse mirándonos a mí y a Ana, que estábamos solas, sin nuestro criado ni compañía alguna. Y el día se acababa ya, obligándonos a volver a casa.

7. Después de catorce o quince días, no acordándome ya de aquella tienda, pasé por allí a comprar algunas cosas forzosas, no fiándolas de menos cuidado que el mío, que a esto obliga el estado pobre contra toda mi natural repugnancia en salir de casa, que es bien trasordinaria; a que ayuda mi poca salud y fuerzas. Y así, jamás visito en casas de católicos, ni puedo cansarme tanto de buena gana, si no se alivia con ser a cárceles de dichosos confesores de la santa fe; y fuera deso, pocas ocasiones de espíritu he visto hasta ahora que me obliguen a salir.

En fin, señora mía, los mercaderes me conocieron y me siguieron dos horas, como confesaron después, deseando ver si yo hablaba en la religión en las tiendas; y al cabo, me cercaron dos de los principales dellos; y aquel mancebo malicioso y atrevido, con un mirar de basilisco, se me ponía delante y enclavaba en mí los ojos. Y conociendo que querían hacer algo contra mí, llamé a nuestro criado, que es un honrado viejo, católico antiguo, y ordenéle que se fuese a casa con las llaves que yo tenía allí, y con Fe, una recién venida compañera que estaba entonces conmigo; y quise quedarme con Ana sola, juzgando que yo y ella podíamos con menos inconvenientes avenirnos con aquella gente. Pero, al cabo de la calle, los fue uno a detener; y habiendo traído un «condestable», que son aguaciles ordinarios, me dijeron que convenía ir a casa del más cercano juez de la paz que conocen destas causas. Y aunque no mostraban mandamiento, que es necesario, y para mí había de ser muy en especial, me allané luego, porque no la tuve por mala ocasión para el alma, ni quise darsela a que se descompusiesen, asiéndonos de los brazos o voceando en medio de aquellas calles; y dije que era cosa que yo haría de muy buena gana. Y uno de los mercaderes hizo apartar al condestable por cortesía; y con toda la que yo deseaba, se fueron conmigo a casa del juez, que es uno de los aldremanes, llamado sir Tomás Beneto, hombre, al parecer, modesto, y de sesenta años o más; y estaba sentado en el patio debajo un tejadillo con su secretario escribiendo, do creo usa negociar; y así nos tuvo allí desde las seis o poco más de la tarde, hasta las nueve, moliéndonos a preguntas y examinaciones de testigos por que enviaba; aunque no pudo juntar más de cinco, por más que hizo; y ésos, en hartas cosas no concertaban, con que me hicieron acordar de aquello: Et testimonia convenientia, non erant. Ellos juraron sobre su Biblia, y aunque no en todo verdad no salieron del compás de aquellas materias que yo había tratado.

8. Vuelto el juez a mí quiso saber cuál era mi patria, nombres, posada y causa de mi venida a Inglaterra. Y resolviéndome a hablar con toda verdad y llaneza por lo que a mí tocaba, se atajaron cien inconvenientes, a Dios sean dadas las gracias. Y habiéndole dicho que me llamaba Luisa de Carvajal y que era española y que vivía junto a casa del señor don Pedro, porque iba a oír misa a su capilla, y que había venido a este reino por seguir los ejemplos de muchos santos que en la religión católica ha habido, que desampararon voluntariamente su patria, amigos y deudos por vivir con desamparo y pobreza en tierras extrañas, por amor de Nuestro Señor (de lo cual él se riyó harto), pasó a preguntar «de mis discípulos y doctrina». Y díjome si era verdad que yo había dicho que el Papa era cabeza de la Iglesia, y que sola la religión romana era la verdadera religión. Díjele que sí. Y replicó si quería todavía permanecer en aquellas dos opiniones. Dije que sí, y que estaba aparejada a morir por ellas. Y entonces él empezó a blasfemar mucho del Papa. Y díjome si era así que yo había dicho que no se podían salvar en la religión que se profesaba públicamente en Inglaterra. Dije que no había especificado tanto aquello; pero que, en lo general, suficientemente había incluido esa religión; porque yo había dicho que en sola la católica romana se pueden salvar las almas, y que todas las demás, en todo el mundo, son errores. Miróme mucho, y dijo que era muy buena mujer para estar en Inglaterra y ir persuadiendo mi religión de tienda en tienda; y que si sabía cómo en España ponían a la muerte a los ingleses que no seguían su religión; y que si no era tan justo que acá hiciesen lo mesmo con los españoles que no seguían la de Inglaterra. Yo callé, porque sólo me pareció responder lo forzoso y en que yo pudiese hablar de modo que él me pudiese entender sin largos discursos, porque me hallaba demasiado de cansada, y harto fue poder hablar todo lo que fue necesario, de suerte que él nunca dudó ni mostró dificultad en entenderme; y hablando menos bien, era cierto que él no se quisiera cansar en escucharme. Mucho sentí en aquella ocasión el no poder trocar el español en inglés.

Díjome que quién me había dado, aquellas doncellas católicas, y si ellas iban a misa y cosas semejantes. Yo le dije que no me preguntase nada de otros, porque yo no le respondería en ninguna manera. Y con esto lo dejó totalmente y me preguntó si tendría de buena gana criadas protestantes. Díjele que no por cierto; pero, que no pudiéndolas hallar católicas, podría ser forzoso hacerlo. Esto último dije porque convenía, por causas con que no quiero cansar a vuestra merced.

Díjome que por qué había yo dicho que Máster Charves era mártir; y yo dije que sí había muerto sólo por nuestra católica religión, no había duda en que lo era. Él dijo que yo decía bien, si él hubiera muerto por religión, pero que no había sido así. Yo le pregunté que qué causa había habido para su muerte, fuera désa. Dijo que por sólo ser un loco. -Y pasó a la reina Isabel; y díjome que por qué no era tan legítima reina como el rey, rey. Dije lo mismo que ya he referido en ésta, y díjome que quién me lo había dicho. Yo dije que nadie, sino que yo lo había leído en las historias y crónicas; y él dijo que yo no las sabía bien, porque la reina Catalina no era legítima ni verdadera mujer del rey Enrique VIII -(Y aunque ella estaba casada con dispensación del Papa y era hija del rey de España, y queriendo él hacer legítima a Isabel, hacía bastarda a la reina María, que había sido su reina también; y si en mí fuera alguna falta, en él era por lo menos la misma, pues iba de reina a reina, entrambas ya muertas y sin herederos, y que ellos usan decir tales cosas, y aún peores, de los que viven ahora y de los muertos)- no quise meterme en nada de esto, por lo que tengo dicho y no ser de mucha importancia en aquella ocasión; ni él apretaba en ello, antes pasaba con prisa a examinar mis compañeras, a las cuales trató con mucha mayor blandura y cortesía que a mí. No sé si lo causaba el notable desprecio que muestran de todo cuanto toca a España, o un tafetán negro muy roto que yo tenía sobre la cabeza y dos muy grandes remiendos en la manga del brazo, en que daba toda la luz, y ser todo el vestido de anascote ya viejo y en extremo pobre; y las dos doncellas, sobre ser inglesas (que adoran todos su nación), estaban de nuevo.

4. Preguntóles varias cosas, a las cuales respondiendo no derechamente, empecé yo a tener opinión de verdadera con él; y decíame que le díjese yo en aquello la verdad, porque le parecía que era mujer que no quería mentir; y con todo, se indinaba conmigo porque las disculpaba y me adelantaba a responder por ellas antes que ellas lo hiciesen; que debía echar de ver quería advertirlas y enseñarlas por aquella vía.

Cansado ya el miserable viejo, se fue a cenar unas dos horas después de lo que se usa; (y sus hijas habían andado yendo y viniendo adonde estábamos, y su mujer también); dejándonos entrar a una sala baja junto al patio, que era ya de noche, do estaba luz y su secretario y un aguacil y dos criados; que no nos dejaban solas.

Gasté el tiempo, hasta pasadas las once, en suplicar a Nuestro Señor nos asistiese, y en hablar y disputar con ellos de nuevo, en nuestra santa fe, en la mejor manera que podía, aunque casi vencida de cansancio y mala dispusición; que era sábado y casi no había comido nada y de vigilia, cosa bien contraria a mi salud. Pero ordinariamente la gente más pobre me escucha de mejor gana, y así me entienden mejor; aunque, cuando Nuestro Señor quiere, esta regla falta, y los ricos también me entienden, como lo hicieron mis acusadores y el juez. Y dellos, creo que uno o dos habían concitado al pueblo contra mí, luego como entré en la casa del juez, diciéndoles que había sido tomado un sacerdote seminarista enviado del Papa en hábitos de mujer; y poco a poco se vino a extender a tres, y decían que mis dos compañeras eran también sacerdotes; y cierto que no lo parecían en el talle y rostros, sino más verdaderamente mujeres que otras ningunas. El juez no se atrevió a preguntarme si era sacerdote, ni tocó en esta materia delante de mí; y él y todos los demás procedieron, desde el primer punto hasta el postrero que me pusieron en libertad, con toda la modestia y decencia que yo pudiera desear, aunque soy bien delicada en estas materias. ¡Glorificado sea Dios para siempre, y vuestra merced, señora de mi alma, me ayude a bendecirle por la dulce y tan clara providencia suya que ha conmigo usado en esta materia particularmente, siendo la persona del mundo que más desmerece sus misericordias!

5. Detuvímonos hasta pasadas las once como dije; porque desde media hora después de entradas en casa del juez, acudió a su puerta tanta gente de todas aquellas tiendas y poblazo (que era en medio de la ciudad), o por rabia o curiosidad de vernos, que dice habría más de doscientas personas haciendo gran fuerza por entrar, y dos o tres veces se levantó el juez a sosegarlos, que me causó devoción. Yo no oí lo que decían, sólo un gran ruido confuso; y el juez me dijo que, si él me dejase entre ellos, me pondrían muy buena. Y yo le dije que creía tendría más caridad que aquella. También me dijo que, de su voto, yo sería desterrada del reino; y que habría de dormir aquella noche en la cárcel de Counter, que está en Cheapside, y es la que más he aborrecido y la más llena de gente de la ciudad. Roguéle que no me enviase do hubiese hombres, aunque se conmutase en descomodidad de aposento y falta de cama y de comida. Y riyóse desto él y su secretario; y dijeron que me aseguraban que, aunque estuviese entre muchos hombres, no habría quien me mirase a la cara. Y yo, señora, holgué harto de oírlo y saber que les parecía tan fea, porque es lo que mejor me puede estar. Y dije que, con todo, me hiciese aquella caridad. Y dijo el juez que me pondría do estuviese, sin duda, bien. Con que se tornó a subir a sus aposentos y no volvió más. Y ido ya el pueblo (a lo cual sólo decían que esperaban), fuimos por aquellas tres o cuatro calles, con harto lodo, las tres prisioneras, y nuestro criado libre, que fue cosa harto extraña al parecer de quien quiera, y muy conveniente para nuestra comodidad. Debióles, de contentar mucho llamarse Wikclif, como su gran apóstol, antecesor de Lutero y cuando oyeron su nombre le dijeron: «No por esto os será peor.» Y así pareció después.

6. Siguiéronme como veinte personas de la vecindad hasta la cárcel, y llevónos el secretario y un condestable y otros criados, creo que del juez. Y aunque en secreto encargaron al carcelero que nos tratase bien; pero aquella noche no lo hizo; ni tan mal como lo pudiéramos desear, pues no llegamos a tener grillos ni cadenas por nuestro dulcísimo Señor. Y subiónos a lo más alto, dejándonos en un pedazo de un desván atajado, y con rejas fuertes y puerta y llave que él se llevó, en que había una camilla muy pobre, pequeña, que sin duda habría sido de más de ciento; y fuera de ella apenas había donde estar, por ser estrechísimo el lugar. Y casi unas sobre otras fue necesario pasar sobre la cama sin cenar; porque, aunque la una pidió algún poco de pan o algo que beber, no quisieron dar, como ellos dijeron, ni un bocado de pan ni una gota de cerveza, con que creció mi indisposición y mi consuelo; y éste, sin comparación más. Y nuestro criado no se quiso ir, sino quedáse sentado en el suelo, arrimado a nuestra puerta toda la noche; porque fuera della había muchas prisiones con hombres, aunque todas cerradas con llave que tenía el carcelero, como también la nuestra.

7. Yo le había rogado que me pusiese cerca del aposento de su mujer y mozas, y que se lo pagaría bien. Y así, vino a las nueve o diez de la mañana por nosotras, no sé si por codicia, y llevónos allá y diónos un aposento razonable, pegado a su cocina, en el cual tenían sus cofres, que es hombre rico, y alacenas con sus bastimentos, por que entraban a cada paso. Y por estar allí, y una cama, o sin ella, no quiso menos de cuarenta reales por cada semana, fuera de nuestra comida y los demás gastos; a que me allané por evitar cercanía de presos, que hervía dellos la cárcel, y aquel aposento estaba muy desviado de ellos por la parte de la puerta, aunque por las ventanas lleno de ruido y muy escuro, sin verse nada del cielo. Quedámonos aquel domingo sin misa, y todos los cuatro días que estuvimos allí, que uno de ellos fue de San Bernabé; y los dos primeros no me fue posible hallar quien nos comulgase; pero los demás socorrió nuestro dulce Señor, y vínosenos en el pecho de un su siervo, en un pequeño cerco de plata, como se usa; y cerrando disimuladamente la puerta, sin nota alguna confesamos y comulgamos todas; y creo hiciera cada día lo mismo, si me detuviera allí. Y el carcelero y su mujer y gente quedaron, desde luego, tan amigos, que no reparaban en nada; y eran, cierto, muy apacibles de trato; que hay mucha gente política y moral, y esto los reporta mucho en no buenas acciones, y proceden modestamente muy de ordinario y nosotras procurábamos pedir siempre a Nuestro Señor su ayuda y divina asistencia.

El secretario del juez venía cada día allí; y el carcelero, con mi licencia, trujo algunos de sus deudos y amigos, y con todos hablé bravamente en la religión, y mucho más que lo había hecho fuera de la cárcel; y tomábanlo muy bien. Y yo le decía al secretario que cuándo me habían de ahorcar, porque yo jamás dejaría de tratar de la religión católica. En verdad que, aunque es gran hereje obstinado, es primo hermano del buen Tomás, que está en la Torre, gran católico y siervo de Dios y amigo nuestro, y hermano de una carmelita de Lovaina.

8. El tercer día, envió el señor don Pedro (con su ordinaria caridad, que la tiene con todos grande y conmigo mucho mayor que yo pudiera esperar de mis más cercanos deudos) al padre Maestro, ofreciéndome cualquier dinero o regalo que quisiésemos. Pero yo no quise extender la mano a más que a lo que se hubiese de pagar saliendo libre. Y envióme a decir que tuviese paciencia si se alargase mi prisión; porque él había resuelto de no hablar en mi libertad, que era a su parecer muy conveniente. Y habiéndome mostrado agradecida, cuanto me era posible a su singular liberalidad, dije que yo creía debía ser voluntad de Nuestro Señor el resolverse a callar, y que de mi libertad no tenía ningún cuidado; sólo deseaba la de mis dos compañeras.

Y habiendo ido al Consejo mi examinación y papeles, quisieron dar gusto al señor don Pedro, y ordenaron que me pusiesen libre y trujesen a su casa.

Al padre José Cresvelo, que nuestro Señor guarde, de la Compañía de Jesús, etcétera, etc.

Madrid




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Al padre Lorenzo da Ponte, de los Clérigos Menores


Londres (Haigat), 29 de junio de 1608.

Jhs.

1. Su piadosísimo Pecho de vuestra merced, tan lleno de amor de Nuestro Señor, le hace olvidar, en las suyas, de mi desmerecimiento, cuyas razones alientan y dilatan mi pobre corazón más que sabría decir. En la divina presencia crece mi agradecimiento al paso que Su Majestad sabe, y tengo por especialísimo consuelo pensar que se acuerda vuestra merced de mí en sus oraciones. Ayúdeme vuestra merced, le suplico, en ellas de veras, para poder ofrecer al dulcísimo Señor Nuestro un corazón pronto a deshacer cielo y tierra por el menor de sus gustos, reduciendo mi ser en polvo, y cuanto estuviera en mi mano y pudiera ayudar algo a la ejecución de cualquiera de ellos.

2. Confieso a vuestra merced que me hallo muy cercada de grandes misericordias, pero no tengo que ofrecer, hasta ahora, sino una voluntad aparejada harto en la manera que se ha servido Él dármela. Y la lengua prorrumpe muchas veces con aquellas palabras: Quoniam si voluises sacrificium, dedissem utique, y no puedo decir con Isaac: Ecce ignem et ligna, ubi est victima holocausti, pero puedo, por su benigna misericordia decir: Ecce victima holocausti: ubi est ignis et ligna? Si Él se sirve que se consuma con solo fuego de amor, sea norabuena; y si en amor y violenta muerte también lo sea; y mil veces más, aquello que pueda ser más de su gloria. Y en tanto, comeré, Señor, el panal con mi miel en tierra tal, que si no fuera por ella no hubiera quien despegara la cera de los dientes, y menos quien la digiriera; pero trabajos, con viva memoria de Cristo y envueltos en su amor, bien pueden tragarse y esforzar la flaqueza, aunque sea tal como la mía. «Mi miel», dice la Esposa. Note vuestra merced aquello, y toque la tecla cuando me responda, le suplico; que no será menos dulce a la oreja que al paladar. Lindo panar es, Señor, amor y cruz, y linda sazón tiene: no puede empalagar mientras no se dividen.

3. Díceme vuestra merced en la última suya que si pasa a Italia, procurará llegarse a Inglaterra. Eso y más creeré yo de la dulzura del pecho de Nuestro Señor y de lo que tiene de sí pegado al de vuestra merced. Harto me hinchó el ojo cuando lo leí; aunque no quiero ponerlos mucho en consuelos en esta vida, ni aún tales consuelos. Vuestra merced le tendría, quizá, en muchas cosas; y aunque las mías tan de cerca descubrirían sus faltas, conferiría con vuestra merced hartas, y alegraríame su aprobación o direción; y hospedaríamos a vuestra merced y a su compañero, tiniendo por dicha y grande favor de Nuestro Señor el verle en ella; y vuestra merced vería a la letra y al espíritu cumplido aquello: Paravit mensam in deserto, que siempre es uno en poder y clemencia.

4. Por carta no me atrevo a decir a vuestra merced particularidades de gusto, por si se pierden y no llegan a sus manos, que sería de terrible inconviniente; y en este modo de vida, el silencio es gran muro y ayuda harto.

5. He estado muy desconfiada de hallar compañera a propósito, porque, en tiniendo alguna devoción, la emplea toda en querer ir a ser monja a los Países Bajos. Ahora quedo ya con tres doncellas como un oro, y no falso; que cierto muestran verdadera virtud y más que ordinaria; y si se pudiese introducir en muchas vida de perfección de espíritu, sería una gran cosa. Encomiéndelo vuestra merced a Nuestro Señor.

6. Díceme vuestra merced, en lo que toca a escribir, que si yo hallo consuelo, no, halla vuestra merced por qué deba dejar de hacerlo. Lo que es sólo, señor, para en consuelo, nunca me hinche mucho, pero mi espíritu se halla inclinado a no dejar la correspondencia de los especiales siervos de Nuestro Señor, y antes siento aliento que embarazo; y, aunque tengo poca salud para escribir con prisa de correo; cuando no lo hay, puedo, sin mucha dificultad, hacerlo las más veces; y no se pueden excusar algunas, a vueltas de las demás, cuando con instancia se piden, que son bien raras, o por causas no fáciles de excusar.

Creo que se deben olvidar allá a ratos de la vida que acá se pasa entre tanto género de ponzoñosas sabandijas y bestias venenosas; y piensan, por ventura, que estamos siempre tan transportados, que no nos habemos de acordar de los amigos espirituales ni despertarlos a que levanten las manos y nos ayuden con sus eficaces oraciones en guerra tan peligrosa. Con las mías puestas, una y mil veces suplico, a vuestra merced lo haga por mí con grandes veras, con que creo saldré de laceria y podrá Nuestro Señor ser muy glorificado.

7. Sepa vuestra merced que los herejes me llaman monja; y yo les digo que si piensan que me he huido de algún monesterio, porque lo menos malo que dicen de los religiosos es eso. Y, como traemos vestido más modesto que se usa, es necesario enviar dos de mis compañeras a la capilla de don Pedro primero que yo vaya, porque no vean tantas juntas; y la que queda va conmigo.

8. Y quiero acabar con que no me pesaría nada que hiciesen a vuestra merced General de su Orden; y para muchas cosas sería de importancia. La madre priora bien sentiría el alejársele vuestra merced tanto; más su espíritu lo suplirá todo. Y nuestra doña Ana María quedaría huérfana. Por sí o por no, dé vuestra merced prisa a su camino; y aguije sus lentos pasos; que, como ama a vuestra merced y le estima, cayendo y levantando, se esforzará a seguir sus órdenes; quiérola bien y déboselo, y no puedo pagarla con menos preciosa paga que con deseos vivos de su perfección y aumentos de ardiente amor de Dios, porque destos estoy rica, y de tener un Dios tal para ella y para mí, como vuestra merced sabe que es.

Su Majestad bendiga a vuestra merced y le guarde en su abrasado amor, tan envuelto y tan resuelto en él, como yo deseo.

De Londres y junio.

9. Hemos tenido dos gloriosos mártires estos días, después de Pascua de Resurrección. Uno murió en la ciudad de York y otro en esta miserable Hierusalém, no por serlo de paz, sino sólo lo parecida en lo malo, y tan sangrienta y encarnizada en los ministros de Dios que le son enviados con luz del cielo. A entrambos han muerto con extraordinaria crueldad y hécholos pedazos estando vivos, sin dar otra causa dello sino solamente ser sacerdotes católicos romanos, que ellos dicen, y no haber querido tomar el juramento último que se hizo, lleno de errores contra el Papa y las consciencias. Murieron con gran valor y notable ejemplo de todos, y infundieron mucho ánimo en los católicos.

El uno se llamaba el señor Jorge Jarves, que suena acá Charves, y el otro el señor Fludder, que fue el de York; y nos dicen que han muerto otro después dellos en la tierra adentro; pero no ha llegado aún nueva cierta, después de que fue de aquí orden para ahorcarle. Y en las primeras sesiones esperamos tener otros dos aquí, en Londres, que están muy próximos al martirio, y son muy mis conocidos y señores: uno es de la Compañía y otro monje benito.

Humilde sierva de vuestra merced,

Luisa.

10. Esta tenía escrita (por haber sabido se iba correo y no cuándo) antes de mi prisión; y háse detenido tanto Rivas, que pensé acabarla en ella; pero no se ha servido Nuestro Señor, que pueda haber sido más que un sorbo, y prueba de cuán dulce cosa es prisión por Dios.

Si la cuento a vuestra merced despacio, alargaré esta más de lo que pienso sufrirá el tiempo que hay para ello; y si atropello lo que hay que, decir, desminuiré el gusto de vuestra merced y el que yo recibo en contarlo a quien sé que gusta tanto desto. Y no creerá vuestra merced lo que me relamo deste poquito pedazo de cruz hecho de azúcar, super mel et favum, aunque tenía contrarios cuando me vía presa, y pienso que todos siervos de un mismo Señor. Y el ángel del padecer esforzaba el deseo de cárcel; y el de poner en orden la casa y compañeras y encarrillar lo posible el espíritu a perfección de vida, lo contradecía. La pobreza, sentía el gasto excesivo de un razonable aposento aunque no del todo nuestro; y el recato y decencia vencía, no consintiendo pobreza que hiciese estar entre mujeres pecadoras y libres, que estaban todas juntas presas en una parte de la casa, y las demás, llenas de hombres. Deseaba quedar, por si algún día se les antojaba de enviarme al cielo; deseaba salir, porque temía ser, desde allí, desterrada de Inglaterra, en que parece que Nuestro Señor pone a mi espíritu adversión. No quiero tratar de los estrechos de la parte inferior, con la escuridad de aposento, falta de aire, ruido continuo y muy grande de presos, y sin libros, y falta de muchas cosas necesarias; porque estos y cosas semejantes me afligieron el primero y segundo día; pero vine a alcanzar grande dilatación; y hiciéronseme muy mis amigos el carcelero y su mujer y toda su casa, con quien, y con otros herejes que ellos con mi licencia trujeron, hablé más de religión y disputé más con ellos sobre sus grandes errores, que lo había hecho fuera de la cárcel.

11. En fin, quiero empezar a cansar a vuestra merced, o, por mejor decir, a descansarle.

La causa de mi prisión fué que, llegando un día a una tienda de la calle de Chepsaid, que es la única y famosa de esta ciudad, llena de mercaderes (emperrados en la herejía sobre todos los vecinos della, con gran diferencia), desde la calle, como siempre acostumbro, sin entrar dentro, de pechos en el tablón, pedí un poco de holanda; y, con alguna ocasión, pregunté al mancebo que me la daba, si era su hermana una moza que estaba allí, muy semejante a él. Respondió que «en Cristo», y yo repliqué, si era católico o que qué religión tenía. Díjome: «¿Católico? ¡No lo permita Dios!» Díjele: «No permita Dios que lo dejéis de ser, que eso es lo que os importa.»

12. Con esto quedó trabada una gran plática de religión. Vino el amo, y el ama y otro mancebo y, poco a poco, otros mercaderes vecinos: y preguntaron de la misa, del sacerdocio, de la confesión; pero, lo principal, en que se dio y tomó por dos horas y más, fue en si la Católica Romana Religión es sola la verdadera y en que las almas solamente se pueden salvar; y si el Papa es cabeza de la Iglesia, y si las llaves de San Pedro han quedado en la Iglesia y Pontífices sucesivamente hasta hoy. Algunos oían con gusto, al parecer, otros con rabia. Y aunque advertí algún peligro de mi vida, y por lo menos de ser presa, no lo estimé, a trueque de ponerles la luz delante los ojos, en la mejor manera que pude; que en estas cosas tan llanas de fe, hay razones sabidas muy fundamentales, que quien quiera puede con ellas hacer guerra al error convenientemente; y, aunque no lo tomen bien de presente, en fin les quedan aquellas verdades pegadas, y la imaginación llena de motivos pará discurrir en ellas, y con grande puerta abierta a buenas inspiraciones. Y no es gente que llega, casi en toda su vida, ni aun a saber dónde están los sacerdotes; y pocos legos saben o quieren persuadir con tanto peligro sin cierto fruto.

13. La señora de la tienda procuraba indignar a todos contra mí, y decía era lástima que me sufriesen, y que, sin duda, no era mujer sino algún sacerdote en hábito mujeril, que pretendía en aquel modo andar persuadiendo por las calles la religión romana. Y sirvióse Nuestro Señor que pudiese hablar inglés, mejor y más claramente que después que estoy en Inglaterra, aunque no para hacer los discursos que quisiera, sino para lo que era solamente suficiente doctrina. Y pensaban que era escocesa en el quebrado inglés, que ellos dicen.

14. Y uno de ellos me llegó con que este Rey les mandaba guardar su religión y que, «si no era harto sabio para no hacerles seguir errores»; y yo, por huir el inconveniente que hay aquí en hablar del Rey, sobre que levantan mil caramillos, cautelosamente quise divertirlos de allí con fuerza, y no disimular la verdad; y dije que no me saliesen con el Rey, que había sido criado desde que era niño de un año entre puritanos, sin su santa madre y sin su católico padre; y que yo le quería bien, y ellos tenían mejor y más verdadero rey que la reina Isabel había sido. Y como, naturalmente, no quieren muy bien al rey, preguntaron que por qué era él más verdadero que ella; y díjeles brevemente que por ser biznieto del rey Enrique VIII y haber la Isabel nacido dél, siendo viva aún la reina Catalina, su mujer. Y dijeron, eso fuera ser bastarda.

15. Pero, luego, tornamos a la plática primera de religión, olvidando al rey y reina. Llamó uno al sacerdote Charves traidor y no mártir; y yo le pregunté por qué había muerto. Dijo que por guardar su religión. Díjelo: ¿No por otra ninguna cosa, sino por su sola religión? Dijo que sólo por ello. Pues, luego, repliqué yo, no os espantéis si en la Iglesia Católica le llamaren mártir.

Y porque ya se iba el día y su cólera estaba demasiado de encendida, me despedí, diciendo que no debían tomar mal las verdades que, movida de caridad, yo les decía; y fuíme a nuestra casa con Ana, mi compañera, que estaba sola conmigo.

16. Y quince días después, sin acordarme dellos, pasé por allí a comprar algunas cosas necesarias a nuestra casa; que los pocos dineros me obligaban a no fiarlos de menor cuidado que el mío, aunque me hallaba muy indispuesta. Viéronme los mismos mercaderes, y fuéronme siguiendo, para ver si hablaba de la religión en las tiendas, como después entendí; y, al cabo, a las seis de la tarde, vi que me andaban cercando con un mirar de basiliscos tres o cuatro dellos. Y el uno, con un alguacil que había traído de aquella parroquia, que me parece que se usan aquí tales alguaciles, y son los más modestos y reportados, me dijo que había de ir delante un juez destas causas. Y aunque no mostraron mandamiento, no quise poner dificultad, porque no me asiesen del brazo o voceasen en medio aquella calle; ni por vía del espíritu se debía pensar menos. Y, entonces, apartaron algo el alguacil, y con ellos alrededor, apaciblemente, me fui al juez que no era lejos. Y halléle sentado en su patio, debajo de un tejadillo donde debe hacer sus negocios, y empezaron los testigos (creo que cinco, porque otros se excusaron de venir) a deponer contra mí, y que había hablado contra locum sanctum et legem. Yo, con harta libertad, iba diciendo: «Eso es verdad y esotro no lo es»; pero en nada salieron del compás de los puntos que he tocado; y esforzábanse a decir muchas cosas en que no ataban ni desataban; y, cierto, me hicieron acordar de aquello: Et convenientia testimonia non erant, lo cual el juez echaba de ver. El pueblo, que eran más de doscientas personas, según nos dijeron, estaba a la puerta haciendo fuerza por entrar; porque oyeron que era yo un sacerdote en hábitos de mujer, que venía a persuadirles mi fe; que, en media hora o menos, dos o tres de los mercaderes concitaron la gente de aquellas calles contra mí.

17. El juez me preguntó mi nación, nombres y casa, y venida a Inglaterra; y yo, por atajar mil dificultades, escogí decir en todo una llana verdad; y dije me llamaba Luisa de Carvajal, y era española, y vivía junto a la casa de don Pedro, en una muy pequeña, desde donde iba a oír misa a su capilla; y que había venido a Inglaterra por seguir el ejemplo de muchos santos de la Iglesia que voluntariamente desampararon su patria, deudos y amigos, y se fueron a tierras extrañas para vivir allí con pobreza y desamparo (¡Qué algarabía ésta, señor, para ellos!) Él se riyó dello; y su secretario, que era el de la causa nuestra, dijo: «Puede ser que haya venido por visitar el pozo de Santa Benefrida, que está en esta tierra.» Díjome que si quería siempre permanecer en que el Papa era cabeza de la Iglesia, y la romana fe la sola verdadera fe. Dije que sí, y que estaba aparejada a morir por aquellas verdades; con lo cual empezó a blasfemar del Papa. Y díjome si había dicho que no se podían salvar en la religión de Inglaterra. Dije que no; pero que había dicho que sola la religión romana católica era la verdadera y en que solamente se podían salvar; y todas las demás fuera della, en todo el mundo, eran errores, y que en esta generalidad suficientemente se incluía Inglaterra, aunque no la hubiese nombrado.

Preguntó por qué llamaba mártir a Charves. Dije que lo que había dicho solamente era que, si él murió por sola causa de religión católica, era sin duda mártir. Y replicó: Si murió por religión, bien; pero no murió por religión, sino como un loco.

Y preguntó por qué creía yo que este rey era más verdadero que Isabel, y díjele la sobredicha razón; y dijo que yo no sabía la historia: que la reina Catalina no era legítima mujer del rey.

Preguntó quién me había dado estas dos doncellas católicas, y si ellas oían misa y cosas así. Díjele que no había de responder en cosas dañosas a otros una sola palabra; y con esto calló.

18. Habíame dicho, cuando habló del Papa, que si sabía yo cómo en España ponían a la muerte a los ingleses que resistían la fe de aquel reino; y que, si no era justo que también los españoles muriesen en Inglaterra por lo mismo; y mirábame, diciendo que era linda persona para vivir en Inglaterra, y ir persuadiendo por las tiendas mi religión, que harto mejor estaría desterrada del reino. Díjome si querría tener criadas protestantes. Dije que no por cierto, pudiéndolas hallar católicas. Y él cogióme por verdadera y decía después (cuando las doncellas negaban quién eran y otras cosas, pensando era lo mejor): Decidme vos esto, que creo no querréis mentir. Con todo me trató mal de palabra por el enojo que tenía conmigo, y a las mozas, muy más blandamente. Y su secretario me dijo que tenía cara de hipócrita.

Y no se puede pensar, señor, qué dulce providencia de Nuestro Señor se descubrió en todo; qué respeto nos tuvieron desde la primera hora hasta hoy día, en todas aquellas ocasiones, en materia de recato y decencia, sin tocar en faldriquera, ni en mano ni brazo, para buscar rosarios y cruces y cosas de ésas.

19. Y el pobre viejo, que lo es harto (digo, el juez) se estuvo allí sin cenar, moliéndonos, y sus hijas yendo y viniendo, y su mujer, y acechándonos por las ventanas del patio. Y él se levantó a acallar el pueblo una o dos veces; y, no bastando, me dijo que si él me enviase a la cárcel entonces, que el pueblo me daría buena mano; y yo dije que creía tenía más caridad que aquella; y así, nos dejó estar en una sala baja, junto al patio, desde que anocheció hasta cerca de las doce, que nos llevaron a la cárcel; y no antes, porque la gente no era ida de la puerta, a lo que entendí.

Entonces fuimos las tres presas por aquellas calles con hartos lodos, y seguiríannos como veinte personas de la vecindad; y el secretario iba allí, y yo arrimada a su brazo, que estaba flaquísima y molida. Y él encomendó al carcelero que nos tratase bien; pero, con todo, fuimos puestas en un estrecho rincón de un desván cerrado con llave, y con vela toda la noche, aunque sin acostar y sin habernos querido dar cosa ninguna para comer o beber; y nuestro criado, que es un muy honrado y virtuoso viejo, católico antiguo, se quedó por de fuera de la puerta, sentado en el suelo toda la noche, guardando el monumento.

20. Yo dormí bien poco; y, con todo, me hallé a la mañana con más esfuerzo que truje la noche antes. Y a las nueve o diez de la mañana, nos llevó el carcelero a uno de los aposentos de su mujer, que era razonable, aunque escuro algo y sin aire; y el estar allí entre sus mozas y gente, nos fue de gran regalo, que eran todos comedidos y afables, y el dinero lo augmentaba, esperando de mí alguna ganancia, y haberles de pagar fuera de eso, cuarenta reales cada semana por aquel alojamiento y una cama, sin lo que tocaba a comida, que era diez reales cada día, ahora comiésemos, ahora aynásemos; y son los demás gastos y derechos de oficiales y portero. El último día, creyendo que sería muy larga la prisión, hicimos concierto que nos dejasen comprar nuestra comida por medio de nuestro criado, y guisarla nosotras mismas en su cocina, que era pegada a nuestro aposento. Porque, el tercero día, nos había ido el padre Maestro a decir, de parte del señor don Pedro, que tuviese paciencia, porque él se había resuelto de no hablar de mi libertad una sola palabra; y que de los gastos no tuviese cuidado, que él los pagaría, y cuanto dinero tenía gastaría en eso de buena gana. Y envió una bolsita con cien escudos de oro, la cual yo le volví, diciendo cuán agradecida le estaba y que creía debía ser voluntad de Nuestro Señor que él no quisiese tratar de mi libertad; que la de las dos doncellas deseaba solamente; y que no quería anticiparme a tomar dineros para gastos que no estaban hechos, pues él estaba tan cerca, y su caridad creía yo sería en todos tiempos la mesma.

Y habiendo de dar algo al secretario del juez, me quiso dejar para eso el padre maestro casi 200 reales, con que se pagó todo el gasto de aquellos cuatro días, desde sábado hasta miércoles a las diez de la noche, que nos sacaron en un coche a todas tres y nos llevaron a casa de don Pedro; aunque él no vive allí, sino casi una legua y media de Londres, en un lugarcillo de buenos campos. Y de su casa (do me aguardaba el padre maestro y los dos sus compañeros y otros criados), me pasé a nuestra casilla a dormir, que estaban las otras dos nuestras hermanas como huérfanas esperando. Y a la mañana envió don Pedro orden con grandes ruegos, para que viniese a una casa, cerca de la que él vive ahora; y por algunas razones que hubo para no excusarlo, vine. Y aunque él teme que, si vuelvo y el pueblo de aquella parte de Londres me torna a ver, o, alguno dellos me topa fuera de casa, que me han de matar, yo no temo tanto, porque confío se ha de servir nuestro grande y dulce Señor de ampararnos en todos los casos que no conviniere a su santísimo servicio lo contrario; y así me pienso volver, en yéndose Rivas, o antes.

21. Don Pedro está harto comedido y caritativo conmigo; pero, por otro cabo, no puede llevar en paciencia que yo no quiera irme de Inglaterra luego; y apriétame terriblemente con que es temeridad estar aquí, y que toda la culpa tiene el padre Miguel, porque por su solo voto vine y permanezco, contra el resto de todas las opiniones de hombres doctos, sabios y espirituales que me conocen en Roma y en España y en Inglaterra. Y decía el otro día, que «qué dirían en España y Flandes, de que hubiese estado presa, por haber hablado en la religión con cuatro mercaderes, disminuyendo el negocio; y ya le disminuye más, y no quiere que crezca mi perseverancia con ese dulce de oír que fui presa; y disgústase de que tenga cuatro compañeras en honesto hábito (que para allá sería galano en nuestra profesión); y dice que qué pretenda; y nadie quiere disgustarle. Y así, toda la carga queda sobre mí y sobre el padre Miguel; que no hay quitarle de esa opinión en ninguna manera. ¡Ah, qué vida ésta, Señor, tan amarga a la carne, cuanto llena de ocasión de merecimiento, si no fuese yo la que soy! Yo no oso aliviarme con decir a don Pedro los votos que tengo en mi favor, ni al padre Maestro; porque una vez que dije al postrero que la madre María Ana no sentía mal de mi perseverancia, diciéndome él que ella no me la aconsejaría, se dijo allá muy presto que ella tenía la culpa. Y ahora he dicho lo mesmo de la madre Ana de Jesús, con la mesma ocasión, y creo que presto lo sabrá ella.

¡Qué paciencia y qué anchura de corazón es menester para caminar por esta selva fragosa, pisando espinas agudísimas a cada paso, y toda llena de matorrales y penoso viaje, sin trato de espíritu; que apenas se halla un charco claro dél, do tomar entera relación y, tras eso, vientos contrarios de amigos y enemigos! ¡Oraciones, señor!, que bien son menester para que crezca el ánimo y el que hasta ahora muestran tener estas doncellas; que esta prisión ha sido el primer encuentro, después que mi lengua se suelta algo en el inglés; y, cuando lo esté más, no sé lo que será. Y, como he escrito otras veces, harto será que me sufran; lo cual nadie cree, sino que, o seré desterrada del gobierno, o muerta del pueblo en las calles, por su voluntad propia o por secreta orden; y eso teme también don Pedro.

La voluntad de Dios sea, señor, hecha, y Él guarde a vuestra merced y le resuelva todo en fuego de su santísimo amor en el grado que yo deseo. Amén.

De Haigat, 29 de junio, 1608.

22. Suplico, a vuestra merced que sea esto de mi prisión para sí sólo y para la señora doña Ana María de Vergara; y lo mesmo pido a otros dos o tres especiales amigos espirituales a quien lo escribo.

Luisa.

23. En todo esto parece no le mueve al señor don Pedro otra cosa sino temor de que no me prendan o maten por el tratar de religión y tener doncellas tan espirituales; que para herejes es insufrible todo cuanto huele a santidad.

Al padre Lorenzo de Ponte, de los Clérigos Menores, que Nuestro Señor guarde muchos años.»

Madrid.




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A la madre Mariana de San José


Londres (Haigat), 29 de junio de 1608.

Jhs.

1. La distancia ni falta de cartas no pueden empecer la memoria continua, que de vuestra merced tiene su indigna sierva; y el deseo de despertar la suya, me hará siempre hacer esto, y suplicarla me tenga muy en ella en la presencia del dulcísimo Señor, que me tiene aquí con tales cadenas, que no hay tratar ni aun de poner los ojos en el camino con sólo un pensamiento, sin grandes refrenadas suyas dulcísimas; y así, no tengo mucha esperanza de verme en Flandes para alentar la fundación de Recoletas. Desde aquí estoy aparejada a hacer cuanto pudiere, porque la tengo por una obra de gran gloria de Nuestro Señor. Y con lo que se efetuare ahora de paz o guerra con Holanda, habrá quizá más entrada de hacer algo en ello.

2. Aquí pensaban estos días que yo fuera desterrada de Inglaterra, sin duda; porque he estado, señora mía, presa en la cárcel pública y en una de las más de Londres, en medio de la ciudad; pero cuento el suceso a Inés, por pagalle con esto muchas largas y gustosas cartas que le debo, y ella servirá de secretaria, haciendo relación a vuestra merced. No estuve más que cuatro días, desde sábado de la octava del Santísimo Sacramento, hasta el siguiente miércoles a las diez de la noche, que me trujeron a casa del señor don Pedro, sin hablar de destierro, que fue gran cosa, y creo que guiado de sola la providencia de Nuestro Señor. ¡Oh, cuánto le debo, señora de mi alma! Y cuánto me acuerdo de unas palabras que me escribió el padre Maestro Antolínez, diciendo: Haga memorial de deudas de Nuestro Señor, para procurar pagarlas...; pero no le haga, que son tantas que no podrá hacerlo. Parecen palabras llanas, mas prometo a vuestra merced que yo me anego muchas veces en sólo aquello: «y no le haga, porque son tantas, que no podrá hacerlo». Y saliendo de ahí, vuelvo a mi pobre espíritu y hállole lleno de bajeza de mil diversos géneros de imperfecciones y desleales pensamientos, y querría clamar con el Apóstol y decir que soy la primera de los pecadores. El amor se enfuerza entre todo; pero apenas llega a aliviar al alma, porque luego queda deshecho y consumido en el inmenso fuego del de Dios, como una gota de agua que cae en una ardiente fragua; y véome pobre de amor, y querría mendigarle de todas las criaturas, y con una voz sonora que se oyese en todo el mundo preguntar a sensibles y insensibles cuánto aman a su Criador. En el cielo sólo, señora, se satisfará esta sed, amando con perfeción y sin impedimentos ni nieblas, la boca puesta en las corrientes gloriosas de su felicísima vista.

3. Hoy estaba considerando, señora mía, estos campos; y representábaseme una vida de recoleta agustina en España, entre paz y jardines, y espíritu elevado en Dios, cercada de la suavidad de los cantos de la Iglesia y de sanctas almas; y volvía a poner después los ojos en lo presente metida en una selva espesa de maleza y espinas, rodeada de bestias fieras y de salvajes, preparando el ánimo a continua pelea y a mil géneros de temores y dificultades; y que, con entrambas cosas me volvía a Dios, poniéndoselas delante para que su suma dulzura escoja; porque yo non recuso, laborem.

Estos días de prisión me han renovado mucho el interior. ¡Qué fuera si pasara adelante! Mucho me parece se ha de alegrar el padre Lorenzo de saber he sido presa, como tiene el espíritu tan templado al fervor de la primitiva Iglesia; y a mí es de harto contento haber subido este escalón; porque nunca don Pedro ni otros creyeron primero, que se atreviera ningún juez tan fácilmente a meterme en semejante manera en la cárcel pública. Pero todo es lo que Dios quiere, y lo pasado engendra esperanzas de otro escalón más alto.

Si me viera vuestra merced delante el juez y en la cárcel, creo que se consolara muchísimo, Y lo que allí disputé y voceé en el corto inglés por la santa fe, acordándome de aquello del Santo Apóstol: que la palabra de Dios no estaba atada en su prisión.

Oraciones, señora, por amor de Nuestro Señor, por esta su humilde sierva de vuestra merced: a quien Nuestro Señor me guarde con los augmentos de prosperidades de su amor divino que yo deseo.

De Haigat, a 29 de junio de 1608.

Al señor doctor Martínez Polo, mil cordiales encomiendas; y sus oraciones pido, con que espero irán las nuevas de mí de bien en mejor, subiendo desde este primer escalón hasta el último que nos ponga en el cielo.

Su sierva de vuestra merced, Luisa.

A la madre Mariana de San Joseph, que Dios Nuestro Señor me guarde muchos años, etc.

Valladolid.




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A Inés de la Asunción


Londres (Haigat), 29 de junio de 1608.

Jhs.

1. Bien pienso, habrá recibido ya algunas que le he escrito; y como le debo tantas, y tanta merced en ellas, no quiero excusarme con ningún mensajero, cierto, ni ahora dejar que sepa de otros primero cómo llegué ya a ser presa, gracias a Nuestro Señor. Y porque sé cuánto gustará de saber cómo y por qué muy en particular, le dará de todo cuenta.

2. Fui un día a comprar una sábana de altar a la calle de Chepsaid, que es la mayor y más llena de todo Londres en gente de trato y error de fe y odio del Papa, en que se aventaja al resto de la ciudad. Y con alguna ocasión pregunté al mancebo de la tienda do llegué, si era su hermana una moza que estaba cabe él; y dijo que lo era en Cristo. Y, pareciéndome demasiada devoción, le dije si era católico, y respondió: «¿Católico? ¡No lo permita Dios!» Dije yo: «No permita Dios que lo dejéis de ser, que eso es lo que os importa.» Con lo cual quedó trabada plática de religión y acudió su amo y ama y otros mozos y algunos mercaderes vecinos; y preguntaron de modo, que me obligaron a detenerme dos horas en la calle de pie los brazos sobre el tablón de la tienda, y harto indispuesta; pero de esto me olvidé; y la lengua se desenvolvió tanto, que me entendieron muy bastantemente. Y con eso, corrimos con la plática adelante sobre la misa, sacerdocio, confesión y puntos semejantes; pero lo más del tiempo se gastó en si el Papa era cabeza de la Iglesia y las llaves de San Pedro habían quedado sucesivamente en ella y en los Papas hasta hoy; y si la Romana Católica Religión es solamente la verdadera, y en que sólo se pueden las almas salvar. Y yo siempre procuraba irles apretando en que fuera della forzosamente se han de condenar. Y, habiendo allí uno que decía que sabía latín, en él le referí algunas palabras del Santo Evangelio, a propósito de lo que se decía; y algunos oían con gusto y otros con rabia.

3. Advertí algún peligro de mi vida, y por lo menos de ser presa; pero no lo estimé en nada, a trueque de ponerles la luz delante los ojos en la mejor manera que pude. Y en estas cosas llanas de la fe hay razones sabidas muy fundamentales, con que quien quiera, muy convenientemente puede hacer guerra al error. Y, aun que no lo tomen bien de presente, en fin, les quedan aquellas verdades pegadas a la imaginación, con motivos para discurrir en ellas, que es gran puerta abierta para las santas inspiraciones de Dios; y no es gente que llega jamás ni aun a saber dó hay sacerdotes; y pocos legos saben o quieren persuadir con tanto peligro suyo, sin más cierto fruto.

Cuáles eran estos hombres se puede algo ver en que, habiendo yo hablado en las mesmas cosas diversas veces con otros herejes, nunca mostraron enojo. Es verdad que la señora de la tienda procuraba aumentarle en todos, diciendo que era lástima que me sufriesen, y que, sin ninguna duda, no era mujer, sino sacerdote romano en hábito mujeril.

4. Uno de los más ancianos llegó a mí con que este rey les mandaba guardar su religión, y dijo que, si no era harto sabio para no hacerles seguir errores; y yo, por huir el inconveniente de hablar en el rey, que es cosa que trae cien inconvenientes, y son ellos todos cautelosísima gente, quise divertirlos de aquel punto y no disimular la verdad de religión; y dije que no me hablasen en el rey, que había quedado niño en poder de puritanos sin su santa madre y sin su católico padre; y que ellos tenían en él mejor y más verdadero rey que en la reina Isabel. Y, como no, le quieren bien, y toqué en la reina, olvidaron su primera pregunta y dijeron que por qué no era tan verdadera reina, como este rey, rey; y dije que porque ella había nacido del rey Enrique VIII, siendo viva la reina Catalina, su mujer; y que este rey era biznieto de su hermana mayor de Enrique. Y, dijo uno: «Luego era bastarda Isabel».

Pero pasó esto luego y vinimos a la religión otra vez y, al cabo, oyendo yo que uno estaba detrás de mí dilitigando con Ana sobre míster Charves, y temiendo no dijese ella alguna cosa inconsideradamente, me volví a impedirle y díjele a él: «¿De qué os indináis con esta doncella, porque no os confiesa que fue traidor Charves y no mártir? Decidme vos ¿por qué murió él? -Y respondió: Por sacerdote papista y querer conservar su religión. Y repliqué: ¿No por otra ninguna causa? Dijo: «No. -Pues luego no os espantéis, dije yo, de que sea llamado mártir en la Santa Iglesia». Y pareció lo tomó bien.

5. Con esto, por ser ya tarde, me fui a nuestra casa; y la mujer y algunos dellos quedaron como llenos de ponzoña conmigo. Y, después de doce o quince días, saliendo a comprar algunas cosas necesarias, no fiándolas de menos cuidado que el mío, porque el estado pobre y tan pocos dineros como los nuestros obligan a eso, y ya sabe cuán enemiga soy de salir de casa; en fin, sin acordarme de aquellos hombres, pasé por su tienda; y ellos me fueron siguiendo por dos horas, según después dijeron, por saber si iba hablando en la religión en otras partes. Y a las seis de la tarde, tres o cuatro dellos me cercaron, mirándome con unos ojos de basiliscos. Y tenían un aguacil consigo, y dijéronme que era necesario ir a casa del juez de la causa, que no era muy lejos. Y, aunque no mostraban mandamiento escrito, no quise ponerme en eso, por que no me asiesen del brazo o levantasen ruido en la calle, y porque también al alma no le era mala ocasión aquella. Y afablemente me fui con ellos, y quisieron que fuesen también presas las dos doncellas, Ana y Fe, que estaban conmigo, y nuestro criado, que es muy honrado y virtuoso viejo.

6. Hallamos al juez sentado en su patio, do debe hacer siempre sus negocios, y allí nos tuvo examinando testigos, debajo de juramento sobre su Biblia, y moliéndonos a preguntas; y yo, con la verdad, atajé mucho. Preguntó de mi nación, nombres, vivienda y venida a Inglaterra. Dije que era española y me llamaba Luisa de Carvajal, y que vivía junto a la casa de don Pedro, donde acudía a oír misa los días de fiesta; y que había venido a esta tierra por seguir el ejemplo de muchos santos de la santa Iglesia, que se desterraron voluntariamente de su patria, amigos y deudos por amor de Nuestro Señor, y vivieron con pobreza y desamparo en tierras extrañas; que esto convenía solamente responder; y parecióme lo pude hacer con verdad. Él se rió dello, porque, sin duda, era gran algarabía para él, aunque debió de alcanzar el tiempo de la reina María; que es muy viejo. Díjome que si quería siempre permanecer en aquellas opiniones de que el Papa era cabeza de la Iglesia y que la fe romana era sola la verdadera. Dije que sí; y tanto, que estaba aparejada a dar mi vida por estas verdades; y entonces blasfemó del Papa harto. Y díjome que en qué hallaba yo que era mártir Charves; y dije que yo no me había metido en aquello en más de en decir que, si él murió por sola causa de la religión católica, es verdadero mártir. Y dijo él que, si fuera por religión, bien; pero que no murió por religión en ninguna manera, sino como un loco.

Y con esto pasó a saber por qué yo creía que la reina no era tan legítima reina como este rey; y díjele lo que tengo referido; y él dijo que yo no sabía las historias; que la reina Catalina no había sido verdadera mujer del rey Enrique. Y que si sabía que en España quitaban la vida a los ingleses que no querían seguir la religión romana; y que, si no sería justo quitarla en Inglaterra a los españoles que no querían seguir la suya. Yo le miré un poco, y callé, porque estaba molida y no buena; y cuando estoy así, no hablo tan bien inglés, que pueda meterme en muy delgados y largos discursos y demandas y respuestas.

Habían los testigos apretado mucho contra mí, verdades y algunas mentiras; pero todo ello sin salir de dentro del compás de los puntos que he tocado a otros diferentes. Y todo, cierto, fue acompañado de una clara y dulce providencia de Nuestro Señor, teniéndonos tanto respeto en materia de honestidad y decencia, como yo lo podía desear; y ya sabe soy bien delicada en estas materias.

7. A las dos doncellas trató con mucha más blandura; que a mí tratóme mal de palabra; y acerté a tener un gran remiendo en el brazo en que daba la luz, y un tafetán en la cabeza muy roto. Ellas le hicieron cansar más que yo, porque no le respondieron tan llanamente, pensando era lo mejor; y tomóme en fama de tan verdadera, que se volvió a mí en una ocasión y dijo: «Decidme vos esto, que creo no queréis mentir». Preguntó quien me había dado aquellas doncellas y si oían misa y cosas desa manera; y dije que, en las que pudiesen ser daño de otros, no le había de responder nada; y con esto calló.

8. Sus hijas andaban yendo y viniendo y su mujer, y acechándonos por las ventanas que caían al patio. Tardó como hasta pasadas las nueve de la noche allí, y fuese arriba, dejándonos en una sala baja, junto al patio, hasta cerca de las doce. Pero esto fue por devoción; que le hago saber que dos o tres de aquellos mercaderes, cuando vine a casa del juez, concitaron el pueblo contra mí en aquellas calles, diciéndoles que era un sacerdote en hábito de mujer que andaba hablando en la religión romana; y, poco a poco, se fue añadiendo que éramos tres; y acudieron, según entendí, doscientas personas a la puerta del juez, por ver cosa tan nueva, creo media hora después de estar allí nosotras. Y había un grande y confuso ruido en la calle; y dos o tres veces se levantó el juez a reñirlos; y no bastó para que no se detuviesen hasta tan tarde, que por ellos, me decían, no me llevaban a la cárcel. Y díjome el juez, que si él me enviase a ella estando allí aquella gente, que ellos me pararían muy buena. Yo respondí que creía que él tenía más caridad que aquella; y roguéle no me enviase a cárcel do estuviese cerca de hombres; y riyóse mucho, diciendo que no creyese habría quien me mirase, aunque estuviese entre muchos, que le parecía muy fea; como ellos piensan lo son todas las españolas.

Su secretario me llamó hipócrita; que es un grandísimo hereje, aunque primo hermano de un virtuosísimo católico, nuestro conocido, que está ahora preso por la religión.

Yo me anduve paseando por la sala, y a veces, hincada de rodillas, suplicaba a Nuestro Señor que nos asistiese; y, como hacía frío y gran humedad, y yo había comido no mucho y de vigilia, sentí malo el corazón, aunque lo pude disimular. Y enviónos con sus criados y un aguacil y su secretario a la cárcel de Counter, que está en la calle de Chepsaid, en medio del lugar, hirviendo de presos. Pero, aquella noche, todos estaban ya cerrados en sus aposentos. Y fuimos por aquellas dos o tres calles con lodos, y aquella hora; que, cierto, me hacía gran devoción, y me la había hecho la grita del pueblo, y salir el juez a apaciguarlos a la puerta, y haber desbaratado tanto los testigos, que eran cinco, (que no creo pudieran juntar más), que me hacían acordar de aquello: «Et testimonia convenientia non erant». 9. Dijo el secretario al carcelero que nos tratase bien, y que las tres mujeres eran prisioneras, y el hombre libre, en que nos hicieron harta honra por poder envíalle fuera. Subiéronnos a lo alto y en un rincón estrecho de un desvanillo nos dejaron con vela, y cerrada la puerta con una buena llave: y nuestro criado se quedó fuera sentado en el suelo, junto a nuestra puerta. Y no nos quisieron dar una gota de agua, ni cerveza, ni un bocado solo de pan. Había una camilla que habría sido por menos de más de cincuenta, sobre que fue forzoso ponernos todas, casi unas sobre otras, por el fresco y sucio lugar; y fuera della quedaba bien poco do estar.

10. Yo dormí poquísimo; y a las nueve o diez de la mañana, el carcelero vino por nosotras; que la noche antes le había yo pedido que nos pusiese junto a los aposentos de su ama, mujer del primer carcelero, y que se lo pagaría bien, aunque fuese un rinconcillo. Y así, nos llevó a do ella y sus mozas estaban, que era gente comedida y afable; y diéronnos uno de sus aposentos razonable, aunque algo oscuro y sin aire y con grande ruido de presos; pero la puerta muy dividida y apartada dellos. Y, aunque entraban y salían ellas, por tener allí sus arcas y alacena con mantenimientos, lo tuvimos por gran regalo; y llevábannos, que es ése su uso, por sólo estar en él y una cama para todas, a razón de cuarenta reales cada semana, y diez cada día por nuestra comida de las tres, ahora comiésemos o ayunásemos, sin los demás gastos de las otras cosas y derechos muchos que pagamos a los oficiales, portero y criados. Al segundo día, ya estaba ella y su marido y mozas muy mis amigos y me dejaban entrar en su aposento algunos ratos, que era mejor que el mío: y el último día empezábamos a comprar nuestra comida, con gusto suyo, por medio de nuestro criado, y a guisarla mis compañeras en su cocina dellos, que era pegada a nuestro aposento; y sufriéronme hablar muchísimo y fuertemente en la religión.

11. Yo pensé fuera larga nuestra prisión; porque en los dos primeros días no dejaban venir a nadie de casa don Pedro, por orden del padre Maestro; y el tercero, vino el mesmo padre a mí, diciendo que don Pedro me pedía tuviese paciencia, porque se había resuelto de no hablar en mi libertad; y que no tuviese cuidado de los gastos de la prisión, porque él los quería pagar, aunque se gastase en ellos todo su dinero; y enviábame cien escudos en una bolsilla entonces. Yo respondí que creía era ordenación de Nuestro Señor su resolución, y que yo solamente deseaba la libertad de mis dos compañeras y por ésa le suplicaba muy de veras: y que no quería tomar dineros para los gastos tan prevenidamente, pues él estaba cerca y creía yo que su caridad sería siempre una.

El padre Maestro quiso dejarme por lo menos casi doscientos reales, que fueron menester para dar algún dinero al secretario, de mi juez; y con ellos, a mi salida, pagué todo lo que allí había hecho de gasto.

Una de las doncellas, que era Fe, había mostrado pena al principio de lo mucho que la prisión costaría, y yo le había dicho que no cuidase de eso, porque la experiencia me había enseñado a no temer necesidades; y que el dinero necesario y aun más llegaba siempre antes que ellas pudiesen apretar; y que, si apretasen por habernos dejado en las manos de Dios, que qué más felicidad podía ser. Y, acordándose después de aquello, que el dinero llegaba antes, y viendo la liberalidad de don Pedro, se confortó muchísimo en Nuestro Señor.

12. Había enviado el juez nuestros papeles al Consejo, y no a los obispos, lo cual nos estuvo bien. Y el nuevo tesorero, que es Cecilio, y uno de los mayores herejes, me dicen que holgó de favorecer mi causa por don Pedro, que ahora temen con el levantamiento de los católicos en Irlanda, que están todavía bien fuertes. En fin, envió un papel mandando me sacasen a las seis de la tarde y me llevasen a casa de don Pedro en la mesma ciudad, de la cual don Pedro vive una legua o poco más en una aldehuela de huertas; y, después, mostrando cuidado de mi vida, tornó a escribir que no me sacasen de la cárcel hasta las diez de la noche, porque el pueblo alborotado primero, en la mesma calle, no acudiese y me pusiese en peligro. Con esto fui a las diez en un coche que enviaron unas españolas que están en Londres, que no quise ninguno de don Pedro, a su casa de él, como he dicho, do me salió a recibir el padre Maestro y los otros dos padres y criados que se hallaban allí; y después, pasé a mi casita, que está allí junto. Y a la mañana, envió don Pedro al padre Maestro que me persuadiese para que me viniese por algunos días a una casa vacía que él tiene junto a la suya, para tomar algún aire bueno; y, por algunas razones, convino hacerlo, y he estado doce días; y en enviando estas cartas o antes que parta Rivas, pienso volverme; aunque don Pedro teme que, si aquellos maliciosos hombres me topan en alguna calle, han de hacerme algún daño; o que, si yo hablo en la religión con otros tales, me han de matar por esas calles un día.

Ahora pensaron todos que fuera desterrada y se han maravillado cómo quedo en el reino.

Dice don Pedro que le enviaron a decir que me hiciese callar o que, si no quería yo hacerlo, me desterrarían de Inglaterra. Y podráse acordar, mi hermana, cuántas veces he escrito que, si la lengua se desata en lo inglés, no sé cómo podrá ser posible que quieran sufrirme sin enviarme a Flandes o al cielo. Yo no he podido tratar con mi guía destas cosas después que fui presa, porque no estaba en Londres; pero aquí, para todo es menester hacer el corazón ancho y vivir muy desasidos de todos consuelos.

13. Paréceme que la veo pensando qué hice de misa y comunión desde sábado hasta miércoles, a las diez, que estuve presa, en que hubo dos días de fiesta, domingo y San Bernabé. Los dos primeros, nuestro criado, que es un flemático, no se dió maña a buscar quien nos acudiese, aunque yo lo procuré. Para misa no había humano remedio, por no ser el aposento sólo nuestro, sino, como dije, de la carcelera; pero los otros dos días hubo quien nos trujo el manjar del cielo en su pecho, como se lleva acá muchas veces de unas partes a otras, en una cajita de plata, como agnus Dei al cuello, debajo el jubón. Y ya estaban tan míos los huéspedes, que yo podía cerrar la puerta algún poco de tiempo, sin que reparasen en nada. Y acordábame mucho de aquellas palabras: Cum his qui oderant pacem eram pacificus, y aun lo segundo, porque cuando les hablaba, en fin, respondían contra mi religión, aunque con extraña blandura.

14. Uno de los carceleros principales se me llegó al oído un día y me dijo: «Si queréis ir con el diablo, seguid a la religión nuestra; y si con Dios, la vuestra.» Y conocí que era cismático, que es ser católico en su corazón.

15. Deseo que no sepan los estudiantes ingleses estas cosas en particular; porque sepa que, venidos acá, todo lo cuentan en las casas de los católicos, en que hay gran inconveniente; y dicen que escribo, larguísimo cuanto pasa en Inglaterra; y no todos los católicos son de fiar, aunque sean en la fe constantes, que tienen algunos cien impertinencias; y sacerdotes también.

16. Estás mis cuatro compañeras son unos angelillos. Las pasadas que me han dejado, o he dejado, me han enseñado a probar primero bien las que tomo: ninguna he tenido que no fuese virtuosa y buena católica, pero más pretendo yo que todo eso, o estarme con sola una, como lo he hecho muchos meses.

Ana, la prima hermana del padre H. Garneto, es la que siempre ha permanecido, y es moza de provecho para todo; labra bien y hace lindas hostias y velas de cera, y sabe hacer muchas cosas de comer, aunque esto no es lo más necesario; y en cualquier cosa tiene buena maña. Ella desea verse en España conmigo; pero, viviendo yo aquí, en ningún modo, quiere dejarme, a lo que siempre muestra. Y es un leoncillo en la religión, cuando se le sube el humo sobre ella. Un día, salía yo de misa de casa de don Pedro, meses ha, con mi rosario en la mano, y uno de los que pasaban por la calle, hereje, vino a quitármelo, y ella, al punto, arremetió a él y dióle grandes puñadas, diciendo: «¡Mal hombre! ¿Qué queréis el rosario?» Ella es la primera.

La segunda, Juana, muy contemplativa. La tercera, Susanna, de las muy nobles de aquí, blanda para toda cosa buena que se le ordena y de harta salud. La cuarta es Fe, que parece una palomilla blanca, y era recién venida del día de antes de cuando me prendieron y a ella conmigo -Háceme alivio su compañía por todas partes, y alégranse unas con otras, y alégranme, y se ofrecen a pasar cualquier gran pobreza, hasta pedir por las calles; que, en Inglaterra, es buen tártago, le prometo.

17. Y si viese cuál es esta tierra, cómo le desagradaría; y cada día más cara; y encantados con ella: todo es alabarla y deshacer a España con extremo extraño. Las dos libras de pan, ya valen casi a real, o sin casi; pero, de ordinario, en muy buen año, a veintidós maravedís o veinticuatro; y pan basto, lleno de salvado y negro, es lo más que se gasta en todo el reino, ricos y pobres. Mi gente le come; yo no puedo sin estar mala, que es pesadísimo, y yo no creo es trigo, sino centeno en gran parte: y eso vale ahora a veinte maravedís, y antes a doce o catorce.

¡Si Nuestro Señor me hiciese merced en eso, como en lo de la gallina, que la puedo dejar de comer desde Pascua de Flores, sin sentir el daño que hasta allí sentía en dejándola, de que estoy contentísima!; y como un poco de tercena o vaca, que es muy tierna la de esta tierra y bonísima: no he visto cosa en ella a que se pueda dar ese nombre, sino a la vaca y cuchillos de mesa. Son los mantenimientos sin olor y casi sin sabor, y de tan poca sustancia, aunque de buen talle, que es menester comer la mitad más que allá a lo que hasta aquí podemos juzgar, que muy poco es una libra de carne para cada una de las doncellas, y pan y queso por lo menos, y cerveza, que cuesta casi un real cada día; y el agua para lo demás necesario cuesta mucho más que en la Corte de España, porque no hay bestias que la traigan, sino hombres o mujeres en sus espaldas; y poca cada camino. Y todo va a este tono; ¡qué padecer y qué providencia dulcísima de Dios!

Lea ésta a nuestra madre, y mire que no la deje olvidar de mí. Cuando me vía en manos de herejes tan malos (que da algún cuidado), me acordaba de su merced, deseando que se acertase a acordar de mí entonces.

18. Y acabo con encomendarme entrañablemente a Isabel y a las amigas todas; y suplícole que, si no tiene ya la caja con las tijeras y husos el padre Cresvelo, se las envíe con toda la posible brevedad, porque las traiga Rivas, que ofrece hacerlo; y si él no las trae, no habrá jamás ocasión para enviarlas.

19. Ahora creo podré escribir al padre Silvestre y no sé quién es rector de aquel Colegio.

El padre Miguel está bueno y se le encomienda; y el padre Antonio y los demás tienen salud.

Guárdela Nuestro Señor, mi Inés, con los augmentos de su santísimo amor que yo le deseo.

De Haigat y junio 29, 1608. Luisa.

A mi amada hermana Inés de la Asunción, que Nuestro Señor guarde, etc.

20. Haga dar esa carta a la buena Inés López, que es su respuesta a una suya.

Al padre Silvestre respondo también y le pido se pasen las cosas que tienen guardadas a ese monesterio.

Al padre Luis puede contar de mi prisión tanto cuanto él quisiere oír; pero no envíe la carta fuera desa casa, le suplico.




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Al marques de Caracena y señor de Pinto, visorrey de Valencia, que nuestro señor guarde


Londres (Haigat), 28 de agosto de 1608.

1. Bendito sea Dios, que tanto se ha servido consolarme con su carta de vuestra excelencia.¡Qué contento me ha causado! Ha sido a la medida de lo que le amo y estimo; porque esto no se ha entibiado con el deseo de llegarme a Nuestro Señor, aunque ha impedido humanas demostraciones, sabiendo que, cuanto más se deja por Dios, más se halla en él; y ha se me vuelto en dicha, y dulcísimas experiencias de su paternal y divina Providencia, para mí cada día mayor.

2. He sabido la muerte de sus hijos de vuestra excelencia no sin dolor, aunque pensaba tener ya vencidos estos afectos. No he podido entender cosa particular de su enfermedad y fallecimiento; pero espero sería de suerte que podrán vuestras excelencias decir que ya más seguramente se acuerdan de ellos con el glorioso San Agustín. Y si nos pasaron adelante, corriendo vamos tras ellos por la posta, y fuerza es los alcanzaremos con brevedad. Y conviene más dejar el dolor y las lágrimas y mirar dónde ponemos el pie, con envidia de lo poco que pudieron gozar los falsos y peligrosos deleites y contentos de la vida.

Holgaría en extremo saber mil buenas nuevas de vuestra excelencia y de mi señora la marquesa, de lo que aman y estiman a Dios, que, al mismo paso, desamarán y desestimarán todo cuanto no es darle gusto y hacer su santísima voluntad.

3. Y porque me manda le avise de mi muy en particular, me alegraré en hacerlo, como quien toma la primera pluma en la mano después de tantos sucesos, y para quien tanto amo. Y por eslabonar estas dos cosas, diré que la causa ha sido la que ya arriba apunté, y haber resuelto, después de la última despedida que con vuestras excelencias tuve por carta, de no volver a tomar más conforte de mi patria que aquél que me obligase de nuevo alguna forzosa ocasión. Y así, supuesto que no me hallo con la vocación de yermo y extremo retiramiento de un San Arsenio y otros semejantes, sino en medio de una confusa y mísera Babilonia, esta elección y trueco de España tan extraño y desigual según la humana prudencia, nació de haberse descubierto en ella mucho de gusto de Dios, y deberle a su divina Majestad un encendido deseo de seguirlo en cualquier fácil o dificultosa vía. Y eso mismo me hizo disponer de mi pobre hacienda, con la poca mezcla de propio amor, que creo descubre el efecto, y salir de España sin derramar una sola lágrima, dejando tantas y tan caras prendas, y muchos importantes amigos que Nuestro Señor se sirvió de irme dando en los cinco o seis años postreros, y quedéme del todo pobre o, por mejor decir, del todo rica, con la dulce huella de Cristo, que en el serlo se halla estampada. Y con sólo el dinero que juzgué por necesario para mi jornada y compañía, atravesé a Francia, comulgando cada mañana en la misa de un sacerdote muy siervo de Nuestro Señor que traía en mi compañía; y desde el primer día hasta último se tuvo un muy religioso concierto.

4. Llegada a Caliz (Calais) pagué una entera barca por no meterme entre varias gentes. El viento nos alejó mucho del puerto, camino de Holanda, y con gran peligro de holandeses que corrían el mar entonces por aquella parte. Y al cabo, enviándonos Nuestro Señor viento favorable y fuerte, nos puso en Dover en dos horas y media: cuyas arenas pisé con gozo increíble, y no sin muestras de la inefable dulzura del pecho de Dios.

Vine, al segundo día, a parar en una casa en el campo, llena de consuelo Y devoción; más no duró y sino un mes, como casa en fin fundada en tan turbulento mar como lo es este reino en las cosas de nuestra fe. Fui traída a Londres, sin casi hallar, como la palomilla del arca, adonde asentar el pie; pero siempre en compañía de personas graves y siervos de Nuestro Señor y cercada de su maravillosa Providencia; y especialmente ha usado Su Majestad conmigo muy visible en cuanto ha tocado al recato y decencia de mi persona, desde el primer punto hasta el último. Deseé mucho aprender la lengua, y pasar por inglesa, sin que el embajador ni nadie de mi nación viniese a tener noticia de mí. Mas Nuestro Señor desbarató aquel designio, y en las turbulencias de la Conjuración de la Pólvora vino don Pedro a saber que estaba yo en Londres, en casa de una señora casada, anciana, y gran católica, do pagaba mi comida de algunos dineros que habían sobrado del camino. Hizo gran fuerza en que fuese a su casa, a repararme contra las inquietudes de entonces. Yo lo rehusaba harto, pero pareció a mi padre espiritual que debía allanarme, supuesto que era forzoso tomar casa sola, y sin saber hablar inglés; porque, aunque nunca me faltaron casas honradas do estar, era cosa extraña la dificultad y poco gusto que los católicos hallaban en tenerme en las suyas; y cansándose en una, me llevaban a otra, y no a su costa, porque aquí se usa pagar el gasto, aunque sea a señoras ricas y calificadas; y ha querido Nuestro Señor favorecerme mucho en esto, no dejando que sea pagado, el bien que les he procurado hacer por mil modos, con amor ni galardón humano. Debo a don Pedro muy extraordinaria caridad, y siempre le duró; y él ha sido de ordinario el principal alivio nuestro. Cuando los tiempos se quietaron, busqué casa cerca la suya, adonde siempre estoy con cuatro muy religiosas doncellas (y aunque es muy estrecha para tantas personas) con contento. Acudimos cada día, yo a lo menos y una de ellas, a la capilla de don Pedro, y no me ha faltado el Santísimo Sacramento un solo día, excepto el primero, del puerto en Dover, y dos días, de cuatro que estuve presa, en tres años y cuatro meses que he estado en este reino. Y por ello suplico a vuestra excelencia y a mi prima me ayuden a glorificar a Nuestro Señor.

5. Y aunque ésta se alargue demasiado, diré a vuestra excelencia la causa y modo de mi prisión; y pienso que si me faltó el inglés, no será ella la postrera vez.

Quiebra el corazón ver tantos millares de almas anegadas en un abismo de error, sin quien les diga palabra; porque los sacerdotes y religiosos por ninguna vía pueden hablar en público, y si de algunos herejes son conocidos, no pueden salir de día por las calles sin notable peligro de ser luego cogidos; y así parece que está librada la conversión de esta gente en las personas de tan poca importancia como yo y otras semejantes. Y aunque no parezca de presente el fruto, cava mucho la verdad arrojada en su corazón; y ponerles la luz delante los ojos, abre puerta a las inspiraciones de Dios. Porque si se pregunta a los que se han ido años ha, y se van ahora convirtiendo, ¿quién lo causó?, los más, o todos, responden que una mujer vecina, o una criada, o hija de tal casa, o, un amigo o conocido que se toparon, les habló en la religión y les vino a causar duda en su error. Y cuando se van ablandando y se fía algo de ellos, esos mismos, u otros que buscan ellos, ya tocados de Dios, los llevan a los sacerdotes para que los reconcilien con la santa Iglesia y los instruyan si no lo están. Y así, me envían a mí algunos que instruyamos nosotras en las cosas de la fe más necesarias y en que se sepan confesar.

6. Llegando a comprar a una tienda una sábana de altar, en la calle de Chepsaid, que es la mayor de Londres, llena de los más ricos mercaderes y más anegados en el error y obstinación, y gran parte puritanos, o los más, que es gente fogosísima, y tanto que parece espiritada en hablando en religión; pregunté a un mancebo, que me mostraba nolanda si era católico, y respondió que no lo permitiese Dios. Y díjele, que no permitiese Su Majestad que lo dejase de ser, que eso era lo que le importaba. Y con esto, luego quedó trabada gran plática de religión con los mancebos, y su amo y ama y otros mercaderes y gente que se allegó y vinieron de las tiendas cercanas; y yo, siempre en la calle de pechos sobre un tablón. Y todo fue sobre la misa, confesión, sacerdocio, y que el Papa es cabeza de la Iglesia católica, y que han quedado siempre sucesivamente en ella hasta hoy las llaves de San Pedro; y que no se pueden salvar las almas fuera de esa misma fe e Iglesia en ninguna manera. Y estas dos últimas cosas se llevaron la mayor parte del tiempo, de más de dos horas que gasté allí. Teníanme por escocesa, creo porque hablaba bien de este rey en cosas no tocantes a la fe; y también, por la lengua, porque la escocesa es un inglés quebrado, que ellos dicen. Decíales yo que sentía mucho, no poder hablar expedidamente, para desengañarlos de tanto error y tantas mentiras y falsedades como creen, engañados por sus ministros, y apretábales en que no se podían salvar fuera de la Iglesia romana. Y dijéronme, que demasiado bien hablaba inglés, y que ellos me entendían suficientemente.

7. Y uno de los mercaderes vecinos se llegó a mí, diciendo que su rey era harto sabio para no mandarles seguir errores religión. Y porque aquí se tiene entre los cismáticos y católicos por grande inconveniente hablar en el rey y Consejo, y los herejes suelen levantar sobre eso mil maliciosos enredos, deseé salirme afuera y no disimular la verdad; y respondile que no saliese con el rey, que había sido criado entre puritanos desde niño, sin su santa madre y sin su católico, padre, y que para ellos era más legítimo rey que la reina Isabel. Y como no le ama casi nadie, olvidaron lo primero. Y saltó uno a preguntar: «¿Por qué?» Dije que por haber ella nacido del rey Enrique Octavo, en vida de su mujer.

Y el mismo llamaba traidor al santo mártir y sacerdote Charves, que poco antes fue descuartizado en vida, con notable constancia y ejemplo, y antes de su prisión vivido en la Orden de San Benito. Y preguntéle ¿por qué había muerto? Díjome que por mera causa de su fe. Y yo repliqué que, según aquello, no era traidor, sino mártir.

8. Y tornando a las materias primeras, unos mostraban blandura y gusto y otros notable rabia. Y yo, aunque advertí que había más peligro que prenderme; con todo, se me hacía de mal dejar la plática, por lo mucho que insistía uno de ellos preguntando. La señora de la tienda decía era lástima que me sufriesen tanto tiempo, y que no era posible sino que yo no era mujer, sino sacerdote romano en hábito mujeril, por ir así mejor persuadiendo mi religión, y que convenía no dejarme ir, sino traer un alguacil que me llevase presa; y a todo esto les persuadía fogosamente.

Y porque el día se iba acabando, me despedí, diciéndoles que no debían tomar mal las verdades que yo les decía, movida de caridad. Quedáronse mirándome, pero dejáronme ir con Ana, mi más antigua compañera, y no compré nada.

9. Quince días después, saliendo por la misma calle, sin acordarme de ellos, me cercaron tres de los más maliciosos, y uno de ellos se ponía delante y me clavaba los ojos como un basilisco. Y viendo que querían hacer alguna cosa contra mí, llamé a nuestro criado, que es un muy honrado viejo católico, y díjele se fuese a casa con Fe, que era una nueva compañera, y quise quedarme sola con Ana, pareciéndome que yo y ella podríamos, con menos inconveniente, avenirnos con aquella gente; pero detuviéronlos al cabo de la calle. Y teniendo allí ya un alguacil, me dijeron que había de ir al más cercano juez de la paz, que pienso hay uno en cada parroquia. Y aunque no mostraban mandamiento, que es necesario, y para mí muy especial, me allané, porque no la tuve por mala ocasión para el alma, ni quise darla a que se descompusiesen, asiéndonos del brazo o voceando en aquella calle pública; y díjeles era cosa que yo haría de muy buena gana. Y un mercader, que entre ellos es tenido por muy cabal y honrado, hizo con mi respuesta apartar al alguacil por cortesía, y con toda la que yo deseaba, se fueron conmigo a casa del juez; el cual es hombre de sesenta años o más, al parecer, modesto y reportado. Estaba asentado en su primer patio, con su secretario, debajo un tejadillo, do nos tuvo, examinando testigos, por que enviaba; aunque no pudo juntar más de cinco, por más que hizo. Y en hartas cosas no concertaban, con que me hicieron acordar de aquello: Et non erant convenientia testimonia. Juraron sobre su Biblia, y aunque no todo verdad, no salieron del compás de las materias que yo había tratado. El juez quiso saber mi patria, nombres, posada y causa de mi venida a Inglaterra. Y resolviéndome a responderle con toda llaneza, se atajaron grandes inconvenientes. Dije me llamaba Luisa de Carvajal y era española, y vivía junto a casa de don Pedro, a cuya capilla iba siempre a misa; y que había venido por seguir los ejemplos de muchos santos, que desampararon voluntariamente su patria, amigos y deudos por vivir con desamparo y pobreza en tierras extrañas por amor de Nuestro Señor. Lenguaje para él bien escuro, y así se rió harto de ello con su secretario. Y pasó a preguntar de mis discípulos, y doctrina. Y dijo si era verdad que yo decía que el Papa era cabeza de la Iglesia católica, y que sola la religión romana era la verdadera. Dije que sí. Y replicó que si quería siempre permanecer en tales opiniones. Díjele que sin duda, y que estaba aparejada a morir por estas verdades. Entonces empezó a blasfemar mucho del Papa. Y me dijo si era así, que yo había dicho, que no se podían salvar en la religión que profesaban en Inglaterra. Y dije que no había especificado tanto aquello, pero que, en lo general, muy suficientemente lo había incluido: porque yo había dicho que en sola la católica romana religión se pueden salvar las almas, y que todas las demás, en todo el entero mundo, fuera de ella, son errores.

10. Miróme mucho, y dijo que era muy buena mujer para vivir en Inglaterra, y irme de tienda en tienda persuadiendo y hablando estas cosas; y que si sabía que en España ponían a la muerte a los ingleses que hablaban contra su fe, y la repugnaban; y que si no era tan justo que acá hiciesen lo mismo con los españoles. Yo callé, y en todo hablé sólo aquello que vi podía él entender, sin meterme en largos discursos, ni en cosa que mi lengua no me pudiese sacar muy bien de ello, porque me hallaba cansada y indispuesta; y harto fue poder hablar lo necesario, de modo que él no vido ni mostró dificultad en entenderme. Mucho sentí no poder trocar en aquella ocasión el español por inglés.

11. Él no supo que yo tenía más doncellas en mi compañía que las dos que vio conmigo, y preguntó quién me las había dado, y si iban a misa, y cosas semejantes. Yo dije que no me preguntase nada de otras, porque no le respondería palabra de ningún modo, y con eso lo dejó. Y díjome si tendría de buena gana criadas protestantes y no papistas. Dije que no, por cierto, pudiéndolas hallar católicas.

Pasó adelante, y dijo que por qué decía yo que era mártir maestre Charves. Y dije que, siendo muerto solamente por nuestra católica fe, no había duda en que lo era. Respondió una locura, y fue que si fuera verdad que él hubiera muerto por religión, que yo decía bien; pero que no murió por tal cosa. Díjele que ¿por qué había muerto? Y dijo que por ser un loco totalmente. Dicen que él había sido uno de los que le condenaron.

Tras esto me preguntó que por qué causa la reina Isabel no era tan verdadera y legítima sucesora del reino como el rey. Y dije que el rey descendía legítimamente de la hermana mayor del rey Enrique, cuyo biznieto era, y que Isabel nació siendo viva doña Catalina, mujer del rey, padre de Isabel. Dijo que ¿quién me lo había dicho? Y dije que las crónicas impresas y historias de aquella edad. Dijo que aquello era no saberlas bien; porque doña Catalina no fue legítima mujer del rey, con que hizo a la reina María ilegítima reina. Y aunque había mucho que responderle, porque la reina Catalina tuvo dispensación del Papa, y para en caso de que fuera necesaria, que no lo fue, bastaba la plenitud con que la dispensación se dió, y el Enrique, antes de su muerte, declaró por bastarda a Isabel, su hija, e hizo que todo el reino junto, en forma de Parlamento, lo declarasen también, y se hizo ley de ello; pero él no apretó, ni yo quise meterme mucho en eso, ya que no podía hacerlo en las primeras y más graves materias.

12. Pasó a examinar mis compañeras, a quien trató con más cortesía y blandura que a mí. No sé si lo causaba el notable desamor que se tiene aquí a España y a cuanto toca al nuestra nación, y hacer los herejes, de ella, una desestima extraordinaria, y cuanto toca a su patria, increíble admiración y estima. Juntábaseme al ser española, tener una ropa y basquiña de anascote negro, con algunos remiendos, y un tafetán negro roto sobre la cabeza; y no era lo que peor me estaba, tratarme como a plebeya, y mujer de baja suerte, y honrar a las que miraba como a criadas mías. Y gracias infinitas sean dadas a Dios, que en recato y decencia de nuestras personas no había más que desear de lo que pasaba y ha pasado hasta hoy día, a satisfacción de todo Londres, donde hay exquisitas malas lenguas y no mejores corazones; porque en ellos, ni la reina de España, ni la infanta doña Isabel se escapan de malas mujeres; y religiosas de monasterios, eso es cosa que, en su opinión, no es posible dejar de serlo. Y hasta aquí he tenido dicha en eso con todos, que no la tiene su misma reina; y antes, me empiezan a dar alguna pesadumbre, por tenerme por demasiado retirada, y a toda nuestra casa.

13. En fin, señor, él pasó a examinar las doncellas, y no queriendo responderle derechamente, empecé yo a tener opinión de verdadera con él; y decía que le dijese lo que había en aquello, que le parecía que era mujer que no quería mentir; y con todo se encolerizaba conmigo porque las disculpaba y me adelantaba a responder por ellas.

Sus hijas y mujer habían andado yendo y viniendo, creo que a vernos.

14. Y media hora después de llegada yo a su casa, llega a la puerta multitud del pueblo, que uno o dos de los que me prendieron levantaron y concitaron contra mí en aquellas dos o tres grandes y llenas calles de tiendas y diversos oficios, diciendo que yo era un sacerdote romano en hábito de mujer, que iba por las calles persuadiendo mi fe en aquella extraña manera. Y dicen eran más de doscientas, y no se podía pasar por la calle; y hacían por entrar al patio do yo estaba. Y como oyeron que éramos tres, ya decían que todas éramos sacerdotes; y otros, que, sin duda, frailes. El juez se levantó una o dos veces a sosegarlos, y no pudo; y volviendo a mí, me dijo que, si él me enviara a la cárcel entonces, que el pueblo me pararía buena. Yo le dije que creía que tendría mayor caridad que aquella. Las puertas están muy bien cerradas y yo oía sólo un grande ruido confuso.

Y siendo más de las nueve, desde las seis de la tarde que fui presa, él se subió a cenar, y nos dejó entrar en una sala vacía, que estaba junto al patio; que era noche fría y húmeda; y su secretario y otros criados y un alguacil nos guardaban; y hasta las once y media de la noche nos tuvieron allí, diciendo que por sólo esperar a que se fuese el poblazo loco de la puerta, nos detenían.

Este tiempo gasté yo (y lo mismo creo de las doncellas) en pedir a Nuestro Señor, nos asistiese, para hablar con aquellos herejes que nos guardaban, en nuestra santa Fe, contra sus errores, con más fuerza que nunca: para lo cual hube menester sacar fuerzas de flaqueza que la sentía muy grande: porque nunca, señor, he sanado de aquella grave enfermedad de palpitación, que tuve en España, aunque me hallo con mejoría.

15. Bajó el juez otra vez allí, y roguéle no me enviase a la prisión que quería, porque es muy llena de hombres, y vocería, y mal sana, en medio de la mayor trulla de la ciudad, y ninguno en ella preso por religión. Hizo mucha burla con su secretario, de que yo huyese de compañía de hombres, siendo tan fea y de mal talle. Y sabe Dios lo que yo holgaba parecérselo en tanto extremo. Díjome que no tuviese cuidado de aquello, que me aseguraba, que, aunque estuviese entre ciento, no me miraría ninguno a la cara. Fuimos con los que en la sala nos guardaron por aquellas creo fue tres o cuatro calles con lodos, que había llovido, y como veinte personas de la vecindad que nos siguieron. Y el secretario encargó al carcelero al oído, que nos tratase bien; pero aquella noche no lo hizo, ni tan mal como lo pudiéramos desear, pues no llegamos a tener grillos ni cadenas por nuestro soberano y dulcísimo Señor. Subiónos a lo más alto, y dejónos en un aposentillo a teja vana, muy estrecho, con su reja y puerta, que era prisión estrecha, y cerrónos con llave por de fuera y llevósela. Y porque había alrededor otras muchas con presos, aunque todas con llave y cerradas como la nuestra, se quedó nuestro criado toda la noche sentado en el suelo, y arrimado a la puerta. Él no era prisionero, sino solas nosotras tres.

16. Había una camilla pobre, que casi ocupaba todo el aposento, que debía haber sido de más de treinta; pero fue forzoso pasar sobre ella toda la noche, y sin cenar, ni beber; porque pidiendo las doncellas un poco de pan o cerveza, respondieron que no había ni bocado de lo uno, ni de lo otro gota; y reímos un poco. Dejáronme vela, que fue gran merced, porque no dormí casi en toda la noche, de cuidado de las dos doncellas de casa, y papeles y libros que había en ella; que, aunque tenía yo allí las llaves, temía no hubiesen ido allá, y descerrajado las puertas; y fue gran cosa que no dieron en ello.

Había yo rogado al carcelero, que me llevase a los aposentos de su mujer y mozas, por dinero, y no poco. Mire vuestra excelencia que ánimo, en sujeto tan pobre. Y no sé si por codicia o piedad, el vino a las diez de la mañana, y nos llevó donde deseaba, y a razonable aposento, aunque oscuro y sin aire, y lleno de ruido, pero la puerta lejos de los prisioneros; do su mujer tenía sus arcas y una alacena con mantenimientos, porque entraban a cada paso; y por sólo estar en él, y una cama, no quisieron menos de cuarenta reales por semana.

17. Procuré comulgar el primero día, pero no fue posible, ni el segundo, que fue lunes. El martes, día de San Bernabé y el siguiente día, hallé quién viniese con todo secreto y disimulación, con el Santísimo Sacramento en el pecho, dentro de un pequeño cerco de plata, como se usa aquí y los carceleros eran ya tan amigos, que en nada reparaban, ni querían entrar cuando yo me mostraba ocupada. Todas confesamos y comulgamos con grande consuelo. Y a herejes que vinieron allí a verme y a los carceleros y oficiales, y a sus mujeres y mozas, hablé en la religión muchísimo; y era gente comedida y apacible de la casa, que su dios es el dinero.

18. Don Pedro no envió a mí hasta el tercer día, que fue el padre Maestro, su confesor, diciendo, tuviese paciencia, si se alargase mi prisión, por que resolvía no hablar en mí palabra, y creía era lo mejor; y que no tuviese cuidado de los gastos de la cárcel; que nos regalásemos y mirásemos por la salud, que él lo pagaría todo, por mucho que fuese; y envió una bolsilla llena de escudos. Yo respondí con gran reconocimiento, y que no quería prevenir las necesidades futuras de mi prisión, estando él tan cerca, y siempre (como ya sabía) con una misma caridad; y que de mi libertad no tenía cuidado, sólo me lo daba la de aquellas dos doncellas; y que creía que debía ser ordenación de Nuestro Señor, que él no quisiese sacarme de allí. No quise tomar los dineros, diciendo que yo acudiría después por lo necesario. Y el padre Maestro dejó allí como doscientos reales, para no sé qué que se había de dar a uno de aquellos; y con eso se pagó después todo. Porque habiendo visto el Consejo y Cecilio los papeles, y en tiempo que deseaban mucho dar gusto a don Pedro, ordenaron que me sacasen el miércoles a las diez de la noche y pusiesen en casa de don Pedro libremente. De allí fui luego a mi casita, do las dos compañeras nos recibieron con el contento que vuestra excelencia puede considerar. Y nos habían ido a ver a la cárcel, en hábito de lavanderas de don Pedro, aunque una de ellas es de las más nobles deste reino.

Pienso, señor, que no será el postrer encuentro que tendré con los herejes, si acabo de hablar bien la lengua, como ya apunté. Por ser el primero, lo he querido contar a vuestra excelencia en particular, y dejar otros menores en silencio.

19. A vuestra excelencia, y a mi prima y señora amadísima suplico me ayude con sus oraciones muy de veras; que, como en esto no se olviden, lo que toca a mi consuelo solamente, bien podré llevar en paciencia. Si no fuera ésta tan larga, dijera a vuestra excelencia de los mártires constantísimos que hemos tenido, tres aquí a los ojos, conocidos, y uno de allá de la tierra, de año y medio a esta parte. Dos clérigos: uno benito, y el último de la Compañía de Jesús. Es de notable consuelo visitarlos en las cárceles, y a los demás católicos que están en ellas por su fe, de que estuve prohibida por nuestros padres espirituales un poco de tiempo primero que me prendiesen; porque nos avisaron de palacio, que había orden secreta de dejarme presa en la primera cárcel que entrase, poniendo mis señas en la orden por escrito que se dio de ella; y que entraba y persuadía fuertemente que no se rindiesen a la voluntad del rey en el juramento y cosas de la religión: pero ya voy, y nadie me dice nada.

20. No podrá vuestra excelencia creer lo que padecen estos católicos: hay muchísimos señores y gente noble, y muy principal, y no menos de gente del pueblo.

Dios los mire a la medida de su necesidad, y guarde a vuestra excelencia con el aumento de su santísima gracia y amor, que yo le suplico.

De Haigat, a 28 de agosto de 1608.

21. Estoy un mes ha, dos leguas de Londres, junto a la casa de don Pedro, por ser tan estrecha la nuestra, y en Londres el tiempo muy caluroso, y la peste crecida, que nunca cesa en todo el año.

Luisa.




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Al padre Cresvelo, S. J.


Londres, 5 de noviembre de 1608.

Jhs.

1. Tomando la pluma para hacer esto por vía de Flandes, porque ha mucho que no sé de vuestra merced, me dan la suya de 13 de setiembre. Gracias a Dios, señor, que tiene vuestra merced salud, y más que suele, como dice Su Majestad la augmente por quien es, y asista a vuestra merced en todo, pues ha puesto a su cargo cosas que tanto tocan a su gloria.

2. El padre Molinax, que pedía la libertad del preso de Lisboa se ha escapado ahora de la cárcel; y juntamente con él, la mesma noche, el padre Roberto, monje benito; y, pocos días antes, se huyó el padre Grin, que es un mancebo que fue desterrado dos años ha. Yo no deseaba más que saber si era así que estaba preso, por el mucho consuelo que en eso mostraba Mr. Molinax, que es sacerdote de mucha virtud y modestia.

A la moza del carcelero que los servía convirtieron meses ha, y el santo Tomás Garneto la reconcilió; y ahora, su amo le echa toda la culpa a ella, y la tiene close prissioner; y me afirman que sin cama ni comodidad alguna, ni nadie la puede ver ni hablar: Dios la conforte.

De nuevo queda preso en aquella prisión de Gathouse fray Gregorio, benito, y otro mozo que dicen es de su Orden en Newgat; y en la mesma, uno que no lo quiso ser, y se tornó a vuestra merced y el padre Gravener, que le tenían por un impertinente; y ha muchos meses que padece allí por ser contra el juramento. Y, últimamente, ayer fue preso y puesto en Gathous un sacerdote grave; y dícenme que es uno de los asistentes.

3. Hasta ahora todos han estado firmes como unas rocas, y han respondido con todo valor al falso arzobispo, contra el juramento. Uno de los de Clink vino a disputar con los de Newgat, defendiendo el juramento. Resistiéronle todos y dieron tantas voces él y ellos, que se oían en la calle. Mucho se va cayendo y olvidando, como el de la supremacía. Dícese entre católicos de cuenta que Cecilio está muy blando en las cosas de la religión, y cada día mejor y que excusa de todo dar warants ni firma suya pará prender a sacerdotes; y que si se los piden, dice que a tan malos hombres, sin wrarantes se pueden prender, sabiendo él que no es así. No sé si es verdad, aunque lo parece, o si es fingimiento; que Dios tiene mil caminos en su suma sabiduría para salvar las almas.

No querría hablasen en ello los católicos: porque, en caso que sea lo que deseamos, no se impida con la publicidad; pero no saben callar, y esto los pone en mil peligros; mal viejo en todas naciones, en lo general y ordinario.

4. Dicen que el rey ha estado como un león por el libro del padre Personio en respuesta del suyo, que así le llaman aquí todos; y dicen se estuvo un mes encerrado con uno de sus ministros haciéndole; y ahora diz que dice, que no cree él le aman sus ministros tan poco, que no habrá alguno que salga a su defensa, y responda. Del último de su capellán de Belarmino, no sé aún lo que ha dicho, de cierto.

5. Cuando escribí mi prisión a vuestra merced le envié una carta para la duquesa de Ruiseco y otra para la condesa de Castellar, y otra al padre Lorenzo, de las cuales no he tenido respuesta. Deséola mucho de la condesa y del padre, y saber si la duquesa recibió la mía; que vuestra merced no me dice nada, sino sólo que envió mi papelico.

Con el papel del conde he holgado mucho, y no menos con el de la condesa de Castellar, que es muy dulce. Si puedo escribiréla con ésta por Flandes, y a mi prima también. De Inés y de la madre priora de Valladolid tampoco tengo respuesta, y la deseo.

La carta que la condesa dice en su papel que envió a vuestra merced para mí, no la he recibido. Querría no se hubiese perdido y que las trujese Rivas, que le esperamos cada día. Su yerno vino ayer, y él creo trujo la de vuestra merced, y dice que su suegro partía tras él. Él debe ser quien dice vuestra merced traerá las tijeras; no querría se quedase allá nada de lo que venía con ellas en la caja, que es todo menester; y, si no puede ser todo junto, mande vuestra merced se guarde en su aposento, hasta que vuelva allá otra vez Rivas.

6. Ya he escrito a vuestra merced que tengo nuevas compañeras, muy siervas de Nuestro Señor, a quien ha faltado dote para ser monjas fuera de Inglaterra; y ya no echan menos el no serlo, con el modo de vida que aquí tienen, que están contentísimas y con ánimo de padecer pobreza; que en Inglaterra es menester mayor que en España veinte veces; porque todo está en trabajo para los siervos de Dios y vuelto en noche cerrada y tenebrosa. Y, así, hallará vuestra merced raras personas espirituales que traguen bien el estar nadie, que pueda excusarlo, pendiente de caridad ajena; y yo deseo que se introdujese el amor y estima de la pobreza santa y evangélica de la primitiva Iglesia, y que se les parezcan en la perfección, pues se les parecen tanto en los trabajos.

Mis compañeras dicen que no me dejarán por ningún trabajo ni cosa dura que les venga; y, con el mayor número, que somos seis personas (sin otras dos que esperamos cada hora, y no se puede ni debe cerrar la puerta a tales almas), se ha consumido cuanto dinero vuestra merced me ha enviado y todo cuanto nos da el señor don Pedro; que no se llega cada mes casi a poner los pies en el suelo, como dicen, que de ordinario se acaba antes que el mes se acabe. Y miro yo tanto que no se gaste ni un real que pueda excusarse, y tantos se excusan de gastar en necesarias cosas, que pienso me han de tener mis inglesas por muy estrecha y miserable.

7. Cuando voy a las cárceles, siento en el alma no tener que dalles. Con hilar oro pensaba aliviar nuestra necesidad, pero hasta ahora, aunque lo hemos probado con las tijeras que trujeron la vez pasada de allá, aún no lo hemos podido vender sin pérdida por lo menos del trabajo que ponemos en ello; digo ellas, que yo no tengo fuerza ni salud para ganar nada. Confío que, con el tiempo, quizá hallaremos quien lo compre, aunque se dé barato; que viene de Francia muchísimo y hay grande abundancia de oro falso. Y lléganos ya tanto el agua a la garganta, que me obliga a suplicar a vuestra merced saque los dineros do están y nos los envíe a Flandes, al padre Balduino, con lo que hubieren crecido, que debe ser poco en tan corto tiempo; y el padre nos los enviará con cuidado.

Cuando supliqué a vuestra merced los hubiese allá, temí gastallos aquí en un mes, con las innumerables ocasiones que se ofrecen, y esperé de nuestra labor más provecho que el tiempo ha mostrado; ni pensé se acabara tan presto el dinero que vuestra merced había enviado.

Si el señor don Pedro se va, humanamente hablando entonces quedaremos en notable pobreza y desamparo; pero, como quiera que lo que él hace nace de la dulce providencia de Dios, no haremos más cuenta de que se rompió un cesto con que se traía la comida a casa. Será sólo faltar un medio de criaturas, quedando el Criador y liberalísimo Señor de cielo y tierra en todas partes y tiempo igualmente poderoso y bueno.

No sé lo que dicen los que van allá, que hay juicios facilísimos en el censurar las cosas; pero sé que, tomando el pulso a las de aquí, no se puede pasar con moderado gasto, en casa como la mía, con menos de ciento y cincuenta libras; porque, hasta aquí, con menos gente, he gastado un año con otro más de ciento y veinte, sin lo que he comprado para los forzosos y pobres muebles, que ha costado mucho; y la casa lo cuesta; y si alcanzamos un aposento más y una cocina que deseamos, nos costará decinueve libras, que ahora estamos estrechísimas. Muchas veces me acuerdo de que, preguntando al padre Blundo, antes que tomase casa, cuánto gastaría con dos o tres personas que éramos, dijo que el tiempo me diría cómo no podría pasar con solas cien libras. Todo cuesta tan caro como en la corte de España uno con otro; porque si unas cosas son más baratas, otras son mucho más caras, y esto es lo más ordinario; y la bebida cuesta mucho más dinero acá; y la comida no sustenta tanto, si no es más que allá; y las cosas no son de tanta dura; y, como hay tanta desunión por causa de la fe, todo cuanto se ha de hacer, y un paso que se dé, ha de ser a peso de dinero. Y, sobre todo, considere vuestra merced si algún amigo tiene necesidad de un pedazo de pan, o otra semejante personal si se puede negar, aunque se quite de la boca, y más tiñiéndose tanta dellos para lo que más importa. Confío de su caridad tan probada de vuestra merced que nos hará esta merced y que con la primera ocasión vendrán a manos del padre Bauldino los 500 ducados, como digo, y sus réditos, con el escrito que he suplicado a vuestra merced.

8. El barón de Monteagudo ha enviado dos niñas suyas a Flandes; y todo su negocio es piar por obispo para Inglaterra y porque las monjas de Bruselas inglesas se sujeten a frailes; y ni sé si culpa mucho a la Compañía en entrambas cosas, como si ellos tuviesen la culpa o fuesen causa de que no se haga.

9. No puedo pasar adelante, que es tarde; ni creo me será posible escribir con ésta a mi prima, ni a la condesa; en esta semana que viene lo haré, y escribiré al señor don Rodrigo a quien quiero muy bien, cierto, y nos obliga harto a ello. Todos sus amigos de vuestra merced tienen salud y al que vuestra merced envía encomiendas se las vuelve humilde y cordialmente, y se alegró mucho con su recaudo de vuestra merced, a quien Nuestro Señor guarde como yo se lo suplico. Amén.

De Londres, 5 de noviembre de 1608.

Al padre Joseph Cresvelo, de la Compañía de Jesús, que Nuestro Señor guarde, etc.

Madrid.




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A la madre Mariana de San José


Londres, marzo de 1609.

Jhs.

A la madre Mariana de San José:

1. Ese pedazo de lienzo es de la camisa con que padeció el padre Tomás Garnet, a 3 de julio de 1608. Compráronsela al verdugo, y yo la tuve en mis manos, y cortamos algunos pedazos, y entre otros ése. Fue mi amigo y señor: tengo una carta, entre otras, bonísima, en que respondió, tres o cuatro días antes de su muerte, a un papel mío, en que traté de mi envidia de su felicidad y bienaventurado fin que esperaba. El pedazo pequeño es para Inés y Isabel. Fue de los ejemplares mártires que han padecido aquí, y el primero del noviciado de Lovaina, do se empleó mi pobre dinero.

2. He recibido su carta de vuestra merced del 31 de julio, en respuesta de la de mi prisión, con que se me renovó el contento y consuelo de ella; y leyéndola ahora de nuevo, no pude, cierto, pasar algunas razones con ojos enjutos. Las mías, señora de mi alma, salen del corazón tibio, sima de males; y en esto, como en otras mil cosas, veo yo cuál ha hecho Dios el de vuestra merced, pues todo lo vuelve en piedras preciosas; y para mí no puede haber espejo cristalino que tanto muestre mi bajeza, como las de vuestra merced; y, abobada, considero en los términos de honra y estima y amor, la real y preciosa vestidura que me corta, en todo extremo desproporcionada a tal criatura. Advierta vuestra merced, le suplico, que se la usurpa, y a mí toca destrozarla, con la que vuestra merced tan de veras procura ajustarse. Y con diferente causa, pueden ir mis cartas llenas de lo que vienen las de vuestra merced para mí. Y no por eso quiero negar a mi señora amadísima la grandeza de mi dicha en haber llegado a alcanzar cuatro días de prisión en la más infame cárcel que aquí hay, por confesión de la fe, y acercádome tanto a la Cruz de Cristo, nuestro dulcísimo bien, que parece no hay un paso al quedar por Él un día muerta en una de las calles, por la encendida rabia y obstinación de este poblazo ciego y desbaratado, especialmente después que corrió mi nombre por Londres y por toda Inglaterra, teniéndome por celosa papista, que ellos dicen, y por la lengua más blasfémica de la tierra, decían los que me acusaron a sus vecinos mercaderes, avisándoles que se guardasen de mí si no que rían que los hiciese tales en religión como yo. Entre mis compañeras, desde entonces, quedó contienda, pretendiendo cada una ir conmigo cuando, voy fuera, por no perder la ocasión buena que piensan puede ofrecérseles a mi lado fácilmente. Son las cuatro que debo haber escrito, y caminan resueltas a sufrir alegremente cualquier aflición que venga, por amor de Nuestro Señor; y deseosa de espíritu y perfección con que puedan agradarle y glorificarle. Y si pudiera yo sacar por algún santo encantamiento a vuestra merced de su hábito y ponerla en mi ropa plegada, para dirección de estas almas, confiara con mucho aliento lo que tanto conmigo desconfío; que pudiera cundir por todo el reino un encendido espíritu de perfección y alto amor divino. Y ¿qué me faltara a mí, señora mía, si ese pedazo de azúcar se echara en el cáliz de esta peregrinación; y para que no fuera dulce, deshiciera la mayor de mis quejas, sin duda, que es ser yo instrumento tan inapto y insuficiente? Y si ésto es imposible en el estado que esto está, alcánceme vuestra merced con sus oraciones, quien ocupe mi lugar.

3. Para Flandes, con dinero, yo no hallo dificultad, y deseo ver allí a vuestra merced, como cosa en que pienso va gusto y gloria de Dios extraordinaria; y poca ayuda bastaría para empezar con pocas. Deseo saber si volvió vuestra merced Magdalena de San Jerónimo a tratar de esa materia; que ella podría ayudar a que Su Alteza se inclinase a gustar de esta obra, hablándole de ella con buena ocasión.

Si yo viese que el señor doctor Martínez se resuelve a emplear su hacienda ahí (y su persona sería harto importante), escribiría a Su Alteza que temo no se querrá cargar de la obra entera. Y cierto, señora, puedo esperarlo de una carta que él me escribió, que no está rota, en que dice se deja en sus manos de vuestra merced y en las pobres mías este negocio. Vuestra merced se sirva de hablarle de nuevo, y dígale que la necesidad que todas estas tierras tienen de doctrina y ejemplo de perfección es muy diferente de la que hay en España; y no sé por qué todos quieren limitar su caridad con los límites de ella.

4. Llegando, aquí, se ofreció haber de hablar al padre Miguel, y sabiendo que escribía para España, le parece que no debe pasar ninguna carta de dos planas nunca. No sé si es con ocasión de verme apretada de un catarro con que estoy. Ofrecíaseme con la de vuestra merced mucho en qué alargar ésta, pero, paciencia, y con otro volveré presto a escribir. Dos veces se me ha ido el correo de don Pedro sin poderlo saber, y ahora está para partir. Si no puedo escribir a Inés de la Asunción, le dé vuestra merced mis cordialísimas encomiendas. Recibí su carta, con que holgué como siempre. A Isabel me encomiendo y a todas esas señoras pido oraciones. No caigo bien en doña Francisca de Rojas, porque había dos. Dígame vuestra merced más particulares señas, le suplico. A todas esas señoras pido sus oraciones.

La carta del Padre Antonio, que dice vuestra merced no vino, ni sé cuál es; o el inglés que está acá, o el de Padilla. Ya ve vuestra merced lo que va ahogado el papel.

Guárdemela Nuestro Señor, como se lo suplico. Amén.

Londres y marzo, 1609. -Luisa.

5. No he tenido carta del padre Lorenzo, ni podido saber de él desde mucho antes de mi prisión: dígame vuestra merced lo que hubiere.

Espántame el padre Luis y doña Marina en lo que toca a mi vuelta, porque personas espiritualísimas aprueban mi perseverancia y la desean, y de España y Italia personas de suma importancia, espíritu y letras la aprueban y exhortan a ir con ella adelante, cuando yo menos lo pensaba. Y no son personas, que trato, ni he visto, ni escrito en mi vida. Y otras a quien conozco y escribo hacen lo mismo. Magdalena ha puesto notable cuidado en sacarme de aquí, y procurado lo haga don Pedro; y se ha enfadado conmigo ella, porque no lo hago, que es linda gracia. Si salgo, bien cierta me tendrá vuestra merced a sus pies en Flandes o España. Y si vuelvo a mirar el camino, parécele, a mi alma que se halla con profundas raíces echadas en tierra tan amarga y desagradable.



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