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Erotismo y terror: el fantasma del texto o cuando los espejos tienen manchas

Iris M. Zavala





Situémonos en un camino solitario y en el reino de la noche, donde brillan fulgurantes unos ojos con ferocidad y deseo. EEk! IIK! el grito de la mujer despavorida en la página en blanco son sólo onomatopeyas que en la escritura inscriben la gestualidad; al igual que los puntos suspensivos y las exclamaciones, son todos tropos y marcadores gramaticales privilegiados por la literatura fantástica y las así llamadas novelas de horror. La geografía preferida es el castillo en ruinas, y en la oscuridad de la noche. Este castillo está impregnado de tiempo histórico. Este espacio temporal habla la lengua de lo desconocido y puede decirse que se asienta en la imagen de la muerte. Se construye un tipo completamente nuevo de relación con el complejo folclórico y al mismo tiempo se dibuja la forma inquietante del cuerpo de la mujer, sorprendido e interrogado, en un juego con el inconsciente. Las imágenes de horror pueden dividirse fundamentalmente en dos: los horrores inventados o soñados, y los horrores reales. Estos últimos ciertamente abundan en el mundo moderno.

La nueva disposición del lenguaje del erotismo y el terror a finales del siglo XVIII supone un problema hasta entonces desconocido. Esta literatura es una cierta manera moderna de conocer el mundo empírico; una nueva mirada sobre el mundo de lo vivo en un lenguaje que anuncia el paso a borrar radicalmente la separación entre lo normal y lo patológico, lo comprensible y lo incomunicable. Significa una aproximación hacia la región desconocida de lo inconsciente y lo imaginario, y las formas que toman en la representación. A partir de esta modernidad y sus nuevos sistemas de valores (aquello que Bécquer llamará «prosaico»), se puede comprobar una tendencia hacia el lado oscuro, onírico y paralógico. Contra este espejo de la reproducción se levantan como contra-discurso la fantasía y el erotismo sigiloso.

Comencemos por el terror. Una de las formas de resistencia al monopolio de la totalización racional es la «literatura fantástica», que surgió contra la utilidad de la razón y su discurso referencial. Proyectó desde su emergencia una heterología discursiva, y también se levantó contra el monopolio del lenguaje racional y realista. El logocentrismo del progreso de la ciencia y de la industria se invierten mediante las indecibilidades, las naturalezas inexplicables y monstruosas, lo considerado irracional, el sueño, las pesadillas. Los caprichos de Goya son un monitor poderoso de este discurso de resistencia al logocentrismo cuyo trazo también se encuentra en la heterología de las noches lúgubres, los paseos nocturnos, la melancolía -sensación subjetiva que andando el siglo se convertirá en ennui, o en la saudade de Rosalía. En fechas más tempranas de la Modernidad, este logocentrismo totalizador de verdades únicas excluyentes había sido desmontado por Cervantes, la relatividad de la risa carnavalesca, lo romántico grotesco, y el distanciamiento o la extrañeza que, como veremos, no es equivalente a «lo insólito» (das unheimliche) de Freud. Estos textos que relativizan las totalizaciones abundan y, ciertamente, Marcelino Menéndez y Pelayo nos ha dejado inscritas algunas iconografías, para él, siniestras.

Se hace necesario comenzar con unas aclaraciones para recorrer la gama del terror y el horror modernos y analizar algunos de los discursos de la modernidad y situar mi perspectiva teórica sobre lo gótico, y sus modalidades, el terror y el horror, que no son ciertamente lo mismo. Dentro de los límites de un mismo enunciado -novela- aparecen diferentes discursos distribuidos, que cambian de lugar y de función; los textos viven en contacto con otros textos, en contacto dialógico y abierto. Así pues, conviene recordar varios puntos que iremos retomando en oblicuidades y elipsis.

- Primero: la literatura gótica no es romántica, aunque algunos escritores románticos hayan reacentuado buena parte de sus temas, personajes e imágenes.

- Segundo: desde sus comienzos a partir de 1764 con El castillo de Otranto, de Horace Walpole, es posible identificar varios niveles y modalidades: un mundo ficcional que le da forma a los miedos amorfos, empleando una amalgama de estrategias textuales y narrativas que pueden provenir del subconsciente o del mundo del mito, del folklore, de los cuentos de hadas y de lo que entonces se llamaba romance. Se conjuran monjes locos (The Monk de Mathew Lewis, 1795), vampiros y fantasmas en ambientes, horas y personajes específicos: estamos en el reino de la noche. La corriente gótica explora el lugar y el origen del mal en la naturaleza humana y la ferocidad y el deseo en los ojos. Es, en definitiva, un género cognitivo con significación política, con un repertorio de elementos temáticos y especificidades formales, que se van transformando1.

- Tercero: desde su emergencia en el siglo XVIII lo gótico tiene afinidades con otros modos o modalidades discursivas. Se aproxima a los espacios investidos por el deseo en la novela sentimental dieciochesca, por ejemplo, que vincula el amor con el bien, pero no le hierve la sangre a los amantes. El amor lacrimoso se contrasta con el mal en la naturaleza humana, sin que haya caído el velo tupido y el silencio tenso de la noche. Ambos discursos -el lacrimoso y el gótico- se apoyan en estrategias textuales e inserciones históricas diferentes, proyectan simbólicamente el miedo al sentimiento de culpabilidad, son figuraciones del lenguaje del imaginario y del inconsciente. El hecho de que la inscripción imaginativa de las figuras sobrenaturales fuera mediante nódulos fantasmales consideradas inverosímiles, facilitó su traslación metafórica a una perspectiva simbólica para significar por antonomasia el mal universal. Entre los males -naturalmente- el vicio, como distorsión de la naturaleza humana: el silencio lúgubre que coincide con los hechos de sangre. En este umbral concreto, el discurso simbólico sexual precisa los conflictos que desestabilizan los impulsos aceptados como naturales y su inscripción asimétrica en el texto emerge como represión de una sexualidad aceptada. Se podría decir entonces que lo sentimental y lo gótico son el anverso y el reverso: el héroe sentimental transformado en el villano feroz de los callejones ciegos.

Este discurso que inscribe lo siniestro, simboliza el miedo a la culpabilidad, y desde 1764 el aura de barbarie y lo gótico con su nódulo fantasmal, establece los lugares recónditos de la experiencia del mal a nivel metafórico, instalándolo en la ficción y la historia para ejemplificar su efecto mutilador en la conciencia o psique, en la naturaleza humana. Entre las manifestaciones del mal, este discurso privilegia la lascivia y la violencia de los apetitos carnales, el sigilo, el grito desgarrador de los crímenes pasionales -el incesto, el parricidio, el matricidio-. La ferocidad de los callejones y los patios lóbregos y las violaciones sexuales. The Monk, de Lewis, es el texto por excelencia de este mundo de concupiscencias y violencias desenfrenadas.

- Cuarto: la modalidad de novela gótica, didáctica-racionalista cruza también fronteras con la novela histórica, en particular con el más exitoso productor de este género, Sir Walter Scott2. Flota, por así decirlo, en el umbral que comunica lo sobrenatural con lo literario, lo psicoanalítico, lo sociológico y lo histórico. Volveré sobre ello para relacionarlo al das unheimliche de Freud.

- Quinto: aquí sólo me resta por decir que en suelo hispánico lo gótico aparece en dispersiones transmodélicas; lo que Ernst Bloch llamaría «no-simultaneidad de lo simultáneo».

De lo anterior se desprende que, en un sentido estricto, hay múltiples afinidades entre las diferentes modalidades del género novelístico. Es decir, que un mismo texto cruza fronteras e intersecciones con otras modalidades, al mismo tiempo que establece sus diferencias. En otras palabras, podríamos decir que lo gótico fantástico es transmodélico; cada modo textualizado tiene numerosas variaciones. Como ejemplar, Frankenstein de Mary Wollstoncraft Shelley (1808), simultáneamente novela gótica que se relaciona con los espacios de la carencia y el deseo de la novela sentimental y con la ciencia-ficción, ese significante que se proyecta como destino en fuga perpétua. Aquí la heterología toca la heterotopía. La variación de modalidades y sus interacciones constituye en general lo fantástico en deslizamientos imprevistos, estructurados en diversas voces, en la heteromodalidad, siempre en el umbral de otros discursos.

En realidad, el terror gótico y lo terrorífico-fantástico dieciochesco en sus enrevesadas arquitecturas de rutas secretas, aspira a la representación de lo irrepresentable de las profundidades del alma humana -o lo que los idealistas románticos solían llamar «espíritu». Ese origen (por así decirlo) libertino y torturado de la culpabilidad, el lugar otro imaginado (topografía y origen) del mal. Constituye el rizoma psíquico de la violencia y la maldad. Un mundo de conexiones, la madriguera, el sistema de túneles del mal; objeto de una representación objetiva desde dentro, estante y fugitiva en las categorías subterráneas del propio yo. Un mundo grave y serio, donde no cantan ni los pájaros, y las pasiones están enjauladas, en sigilo, por callejones oscuros, que ocultan las grietas y los desconchados, y cada noche trepidan la ferocidad, los gritos de dolor, los pasos precipitados, y el golpe de los postigos al cerrarse. Es el reino de la noche, del grito desgarrador y del silencio lúgubre, con testigos de lo raro que nunca han visto el sol, y no reconocen su propia imagen en los espejos. La comunicación se instala en los miasmas nocturnos de los pantanos, al otro lado de lo civilizado, en la imaginación elemental e instintiva de la culpabilidad solitaria. Ya en Edgar Alan Poe se dispersa, se volatiliza en la noche eterna de su ahistoricidad desvelada, con el ojo desesperado, solitario y triste, y en su deformidad de kiliágono. El mal o la culpabilidad será en él justamente aquello que no se puede identificar, porque yace en todas partes. Mientras Dorian Gray espera con minuciosa paciencia a que su lado de acá-el otro del axolotl- se mire donde él está expuesto en la pintura, y lo mire fijamente con su lascivo lenguaje mudo. Este terror va adquiriendo modulaciones, figuraciones, y horizontes como conjunto de voces monstruosas y cautivas.

Desde que surgió este «otro» de la razón, la diferencia entre el terror y el horror es precisa. A la novelista Ann Radcliffe en 1826 debemos una efectiva oposición entre ambos, que establece una delimitación y al mismo tiempo se adelanta en construcciones imaginarias para determinar un lenguaje capaz de viabilizar discursivamente las conexiones entre lo que hoy conocemos como las ciencias, la filosofía, la religión, el arte y la literatura. «El terror -dice- expande el alma, y despierta las facultades para alcanzar un nivel de vida más alto, mientras el horror contrae, entumece y casi destruye las facultades anímicas»3. La distinción de Radcliffe corresponde a dos actitudes empíricas y psicológicas que se desarrollarán al ampliarse el concepto de conciencia: el terror se apoya en una visión optimista del ser humano, que fundamenta la maldad como producto del ambiente, de la metafísica y de las categorías escatológicas. Mientras el horror obedece a una perspectiva pesimista, en la cual el mal es centro y origen genealógico del ser humano, metarrelato absoluto de la especie. La primera actitud se representa literalmente mediante el terror y lo sublime, la segunda mediante el horror y lo grotesco. Hasta aquí la distinción de Ann Radcliffe en 1826. Ya antes otra mujer, la novelista Anna Aikin y su hermano John, distinguían en 1792 aun otras modulaciones, que casi rozan ese más allá que Nicholas Abraham y María Torok llaman «cripta»: el deseo por una situación de placer intolerable. El lenguaje críptico sólo ahora comienza a explorarse4. Pero ya desde 1792, Anna Aikin (y su hermano John) definían lo sublime como el placer que se deriva de los objetos de terror. En 1919, Sigmund Freud retomará el terror, el horror, lo sublime y lo fantástico para identificar los fantasmas del unheimlich: lo siniestro, lo insólito, lo inesperado que se agazapa en la cobertura del sueño.

Bien. En esta incursión elíptica -en la cual dejo de lado otros problemas- podemos avanzar en nuestra hipótesis. El mundo del terror y del horror se corresponde con el mundo de los sueños, y sus fantasmas, y el mundo de los sueños es una galería de espejos. Las estrategias especulares en la novela gótica, así como en la literatura fantástica decimonónica en general, producen y reproducen héroes, heroínas, dobles, castillos desolados, patios oscuros, pasadizos lóbregos, corredores laberínticos, estatuas parlantes, espectros, fantasmas. Son espejos que reflejan imágenes del yo (o de la psique); a veces la imagen se corresponde con la realidad, otras, los espejos reproducen el juego de la prosopopeya. Las imágenes en el espejo pueden ser inversiones quiásmicas entre un «adentro» y un «afuera», un rostro que no reconoce su imagen; toca al lector abrir los postigos, las ventanas y las puertas para sacar a la luz del día lo que permanecía oculto. El terror y el horror proyectan imágenes heterotópicas que no reflejan lo social; son espejos anatrópicos que hacen circular las borrosidades del espejo de la producción.

El tropo de lo fantástico afirma lo «otro», la heterotopía de la razón instrumental; otro camino de la modernidad y una interpelación contra un sentido común basado en la razón.

La cultura popular ha sido tradicionalmente rica en estas imaginaciones experimentales, hoy día terreno propicio de Michael Jackson, por ejemplo, y desde luego la música rock. Ya antes había sido captada por el cine, desde el insólito Gabinete del Dr. Caligari, hasta el Drácula de Bela Lugosi, y el licántropo hombre lobo inmortalizado por Lon Chancy. Este licántropo enloquece todas las noches de luna llena y sólo puede destruirse con una bala de plata; mientras el otro monstruo cinematográfico, Drácula, se transforma en su unheimlich cada noche, y sólo puede ser destruido con una punta de madera clavada en el centro mismo del corazón ensangrentado. Todos son fantasmas de la noche.

Pero dejemos por ahora la galería fúnebre de espectros, la rica gama de licantropía, las escisiones de personalidad (Dr. Jeckyll and Mr. Hyde), y concentrémonos en el objeto de las fantasías oníricas o inconscientes del terror y del horror: la sexualidad, lo simbólico sexual, en sus distorsiones y represiones. En su tenaz ambigüedad lo «insólito» -que apasionó a Freud- en estas fantasías tan ligadas al sueño es residuo de violencia: un significante nada estable y paradójico. Es todo y nada, realidad y ficción, vida y muerte, amor y violación. En cada texto el modelo y el nódulo fantasmático se repiten: toda víctima del «terror» y el «horror» es del género sexual femenino en estos textos culturales, encaminados a levantar el velo de lo reprimido. Este paradigma inevitablemente liga el horror con la sexualidad en la novela gótica, en la sentimental y en el discurso que antes he llamado primer realismo. El tropo llega reacentuado y reelaborado en la escritura fantástica de Poe, la poesía fetichista de Baudelaire y otros textos de la modernidad con su galería de horrores de mujeres subyugadas. Forma parte de la literatura llamada decadente, con sus naturalezas «desnaturalizadas» por la culpa y las sexualidades prohibidas, conocidísima gracias a un libro de Mario Praz.

Comencemos a descomponer en sus partes fantasmáticas estos constructos culturales basándonos en una distinción semántica y epistémica entre el terror y el honor. La novelista Ann Radcliffe -autora de Los misterios de Udolfo- estableció inicialmente una distinción sobre lo «sobrenatural», que Freud retomó en otro sentido crítico. El terror se proyecta a través de toda una gama de efectos externos; es un imperio de signos meticulosamente desarrollados en un hábil juego sinestésico con el mundo de los sentidos -vista, olfato, oído, tacto- para crear un tipo de organización textual, de paisaje con sombras, de personajes, de escenografía, y de vocabulario que finalmente se automatizó y perdió eficacia, desde el texto de Walpole. El horror en cambio -si seguimos a Kant en sus precisiones sobre «lo sublime»- puede recurrir a efectos semejantes en otra dirección: es de naturaleza metafísica, y se asocia con lo sobrenatural en la proyección una fantasía cognoscitiva; lazos que había establecido también Ann Radcliffe. En este sentido, pertenece al mundo moderno y a la cultura de lo irracional que fascinó a Freud, convertido en su gran sacerdote. El terror produce el shock, el horror (kantiano) apunta la búsqueda de saberes prohibidos. Quizá su especificidad sea fácil de reconocer si pensamos en la diferencia epistemológica entre las películas hollywoodenses sobre Drácula y la siniestra Nosferatu, de Murnau.

La perplejidad del escritor que viaja al mundo del otro y de lo irrepresentable es el subsuelo cognoscitivo del «sublime horror kantiano», ha sido tratado magistralmente por Freud en sus famosos Totem y Tabú, Más allá del principio del placer y Lo insólito (das unheimliche), un análisis de la pulsión de lo reprimido a partir de un método que hoy llamaríamos psicocrítico de un cuento de E.T.A. Hoffmann. Freud realiza una hermenéutica del desciframiento de un texto literario como un texto onírico para desvelar los mecanismos del inconsciente. «Lo insólito» desestabiliza de súbito toda narración. Sabido es también que el imaginado licántropo del texto casi gótico La duquesa de Malfi (ca. 1661) de John Webster, tiene su contrapartida en el famoso episodio del «hombre lobo», estudiado por Freud. En «Lo insólito» o das unheimliche (también conocido como «Lo siniestro»), Freud explora el intenso proceso psíquico que se despierta en nosotros como malestar o sensación cercanos a la angustia. Este estado se revela con caracteres muy particulares, tanto en el lenguaje cuanto en las situaciones que pueden desencadenarlo, pero su intensidad mayor se constituye en las multiplicidades de la pulsión de la repetición. Freud parte de un análisis lingüístico del término para mostrar que das unheimliche se desarrolla irreductiblemente hacia una ambivalencia; uno de los órdenes (Heimlich) apunta hacia lo familiar, el prefijo (un) hacia lo oculto. La imagen o el malestar es recurrente, pero lo «insólito» radica en que aquello que una vez fue familiar, de pronto se percibe y presenta como algo siniestro: como la mano y su sombra de garra, el propio rostro espejado en axolotl o en animal de caza sediento de sangre. El entramado insólito es una proyección de la culpabilidad edípica reprimida y la angustia y el miedo producidos por la castración. Se organiza mediante las leyes de lo simbólico -el Padre- y es hoy por hoy lo que J. Kristeva (1980) entiende por «lo abyecto» o el horror creado por el inconsciente que marca el signo de la modernidad. En esta concentración, el inconsciente es un rizoma abigarrado de ideas inadmisibles e involuntarias, madriguera de fugas y alianzas dañinas, que inducen o conducen a ciertos tipos de comportamiento5. El inconsciente está habitado por lo subterráneo, lo oculto, lo lóbrego y sin luz de los deseos, impulsos y carencias reprimidos, normalmente de índole sexual y casi siempre de naturaleza destructiva.

La gama de lo fantástico -que puede producir terror u horror- transgrede, y un mero efecto de la irrupción desestabilizadora de «lo insólito» constituye toda una textualidad fuera de lo ordinario. Un virtuosismo travestista, una imaginación que se sirve de oscuras visiones y paisajes realistas que representan el deseo. Poe lo entendió bien en su teoría del cuento (no lo llama uncany, sino unexpected). Podríamos concluir que todo este mundo de lo fantástico, que según la taxonomía de Todorov (1970)6- se divide en lo extraño en el setecientos, lo fantástico decimonónico y lo maravilloso moderno después de 1917- corresponden a un discurso encaminado a extraer del trabajo del sueño un conjunto de estructuras ligadas a la función general del «burlar la censura», según Freud.

Se trata de la ciudad del deseo censurado por el preconsciente. Este psicoanálisis aplicado a la irracionalidad y sus signos y sus símbolos conduce la producción literaria como figura de lo nocturno en pleno día, como análogo de lo onírico, que nos pone en pista de lo «sublime». Si mantenemos la distinción horror, terror que he propuesto, el primero remite a los saberes prohibidos o míticos, a los incestos rituales, las creencias animistas, el sacrificio de sangre, los oráculos, los presagios, lo simbólico. El segundo, en cambio, al shock en y con el mundo material. Procedimientos afines pero objetivos distintos. Sugiero como hipótesis que ambos, tan distintos entre sí, son marcas que indican además desplazamientos temáticos de atención de lo reprimido a lo represor; es decir, la instancia represora que representa el fenómeno de autoridad. En cuanto discursos literarios, ambos remiten siempre a tropos y a cuerpos, a dobles; incluso a los tropos sobre el cuerpo. Esta tropología llega -como en el caso del hombre de los lobos descrito por Freud- a una semántica corporal basada en la fragmentación de los cuerpos humanos.

En palabras de Freud en su mencionada exploración de lo que se transforma ante nuestros ojos y nos produce temor, este insólito se revela en «extremidades desmembradas, una cabeza cortada, una mano cortada a la altura de la muñeca, pies que bailan solos (sin cuerpos)» (p. 151). Todo produce horror, en particular -añade- si las extremidades desmembradas tienen la capacidad de movimiento. Concluye que esta textualidad revela el complejo de castración; lo unheimliche significa lo escondido, lo que debió permanecer olvidado, concretamente el miedo al castigo del Padre según los códigos del Padre. En definitiva, lo insólito apenas encubre la represión sexual. La experiencia de este siniestro procede de la represión de un complejo de castración que surge a la superficie en disfraces. En realidad, el terror creado por lo unheimliche supone el resurgimiento de lo rechazado. Viene desde adentro y rodeado siempre de violencia, en nódulos fantasmales7. Esta desmembración que acompaña el horror o lo siniestro (más que fragmentación) no debiera confundirse con la carnavalización bajtiniana que ya antes he relacionado con otros textos. No; la fragmentación y el desmembramiento del cuerpo femenino en la literatura de terror y de horror no participa de la «fiesta de resurrección» bajtiniana, ni proyecta un imaginario emancipador. Es decir, esta desmembración no «libera del miedo», más bien provoca miedo y terror.

Con todo lo antedicho, se puede entender que España fuera terreno poco fértil para el desarrollo de este lado oscuro. La fecha de 1830 es fructífera en explosiones de heterotopias, ligadas al proyecto liberal emergente, pero también marca la publicación de un par de textos góticos: Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas de Agustín Pérez Zaragoza Godínez y El subterráneo habitado o Los Letinbergs, o sea Timancio y Adela. Novela Original, de Manuel Benito Aguirre. El sentimentalismo se disemina hacia el terror en la historia de los amantes; algo así como aquellas truculencias del teatro shakespeariano, para desmontar la semilla de los pecados carnales y los amores «anti-naturales». Estos deslizamientos son frecuentes en el género del terror.

Sin embargo, las truculencias que aparecen en buena parte de la narrativa histórica primera se ocuparán de los terrores y horrores y los tropiezos fatales durante la Guerra de Independencia, y los terrores cívicos causados por la secuela histórica de bandidos, guerrilleros y luego los apostólicos. La narrativa de la década de 1840 se centrará en los «horrores» del carlismo; la maquinaria sobrenatural puesta al servicio del pasado. Y el elemento fantástico, como fantasía ideológica liberal, aparece también en el discurso de Braulio Foz, en el terror y el horror en Espronceda -que merece atención especial al abordar espacios investidos por el deseo, la sexualidad, el poder, el nacionalismo, la violencia, el conocimiento, la cultura. Este fuego contra los terrores y horrores cívicos está presente en el mismo Larra, y luego adquiere su rasgo de unheimlich investido por el deseo en Bécquer, entre otros. Lo que echo de menos es una constante en la narrativa del terror y del horror, en la distinción que antes he sugerido.

En los textos culturales hispánicos sí abunda el elemento fantástico y los cuentos de aparecidos, brujas, endemoniados, en toda una gama de narraciones cortas publicadas en revistas de la época. Buena parte está inspirada en la tradición oral (o leyendas y tradiciones populares), presentada de forma dinámica en estos discursos que exploran lo simbólico sexual. La mayoría de los lectores estaba familiarizado con estos entes fronterizos; esa correspondencia, adecuadamente formulada en términos sistemáticos y en su despliegue figurativo, ha sido la base de muchos analistas y fundadores de la modernidad.

También Freud había relacionado lo fantástico con el folclore y las tradiciones populares, excepto que ofrece una diferenciación del fondo pulsional. A primera vista ambos pueden tener elementos en común, pero dos toques ligeros nos convencen de que no es así: el elemento fantástico puede nutrirse de licencias semejantes del mundo de lo real, pero tienen una etiología distinta. El animismo, los poderes secretos, la primacía del mundo del pensamiento (que el pensamiento produzca la realidad), las apariciones. La distinción radica en que el horror (lo unheimlich) indica represión. O, cuando el símbolo toma la función y sentido del objeto que simboliza; en otras palabras, liga el terror al mundo de los símbolos. Así pues, cuando el animismo, la magia y la demonología, la omnipotencia del pensamiento, la muerte, la repetición-compulsión y el complejo de castración se unen, el terror se transforma en horror. Lo que convendría cuestionar es si es posible establecer una distinción entre ambos en los textos hispánicos mencionados (y pienso en particular en Bécquer y su mundo de símbolos).

Desde perspectivas variadas hemos visto que cuando apenas se rozaba la modernidad, el modelo gótico, permitió legitimar la resistencia contra la barbarie cívica, y el miedo a lo simbólico. Aquello que Scott llamó «la maquinaria sobrenatural». ¿Cabría explicar la carencia de estos discursos de novela gótica, de terror y de horror en España sólo a la tardía industrialización, y por tanto a un proceso tecnológico y científico desigual? No parece. Si se acepta mi hipótesis inicial, la distinción epistemológica entre el terror, el horror y la literatura fantástica a que aludí al principio, desde distintos mecanismos de significación, proyectaron a sus lectores concretos formas de resistencia a la galería de sombras proyectada por los discursos encaminados a producir el miedo a lo simbólico y a sus instituciones.

No es tan fácil vislumbrar una homogeneidad en lo que es la experiencia radical de lo que inquieta y produce miedo en un momento histórico determinado; en lo que está fuera del texto, pero que opera desde su interior. El encuentro con lo siniestro supone la crisis de la subjetividad; incluso el encuentro con la mujer puede suponer la crisis de una subjetividad monológica. Para concluir, lo fantástico en la gama de coloraciones posibles pretende generar formas de modificación del mundo real, poniendo en marcha mecanismos funcionales imaginativos para producir nuevas formas de experiencia subjetiva y de composición del mundo.

En todo caso, lo que sí nos queda claro es que no existen ni el terror ni el horror sin una mujer que grite en la oscuridad de la noche.





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