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Escenas andaluzas

Serafín Estébanez Calderón




ArribaAbajoAdvertencia

Como podrá echar de menos el lector en este tomo de las obras del erudito e ingeniosísimo escritor D. Serafín Estébanez Calderón algunos de los artículos incluidos en la primera edición de las ESCENAS ANDALUZAS, bueno será explicar la causa de estas omisiones. No todos los que allí se coleccionaron encajaban en el título capital del libro; pero siendo el único que se daba a luz entonces, fue preciso comprender en él los trabajos más notables sobre costumbres españolas que hasta entonces había escrito el insigne SOLITARIO: ahora que van a publicarse varios tomos, nos ha parecido conveniente ordenar y clasificar lo que cada uno ha de contener, llevando los versos al de Poesías, y a otro de artículos sueltos aquellos que por la variedad de asuntos no podían formar grupo; con lo cual exponemos, y aun queremos justificar, las omisiones que pudieran notarse en la segunda edición de las ESCENAS ANDALUZAS.




ArribaAbajoDedicatoria a quien quisiere

Se cuenta por contadores de cuenta (y en verdad que es historia muy de contar) un cuento asaz curioso, que antes hemos de poner aquí por punta y comienzo, que no por fin y contera de este librejo. Cuéntase, pues, que entre los muchos que siempre han bullido en Andalucía, hubo en Granada cierto poeta con la más graciosa manía que puede imaginarse. Con mucha vena componía bastante; con algo de vanidad (achaque del oficio), no buscaba Mecenas ni lectores; con sobra de pereza, fruta de tales árboles, no quería escribir ni corregirse, y con muy mucho de pobreza, diptongo inseparable de la profesión, ni podía darse a la estampa, ni saber a punto fijo si sus inspiraciones merecían nombre de versos, o la fresca calificación de verzas. Para salir de tantos y tan diversos pensamientos, le sugirió su imaginativa cierta traza admirable, que al punto la redujo a puntual y cumplida práctica. Por la ventana del zaquizamí que habitaba en los trasbarrios de la ciudad morisca, sacaba la cabeza al mundo, y ya en las primeras horas de la mañana, y ya en las horas reposadas de la siesta, inevitable y cuotidianamente daba la voz al viento con acento, ora ditirámbico, ora grave, ora socarrón y picaresco, dando así salida a los caprichos e inspiraciones de su musa, sin anuencia de nadie, sin previa citación al público, y sin recado preventivo ni invitatorio a bicho alguno piante ni mamante. A la curiosidad acudieron desde luego algunos oyentes, quier lavanderas, quier soldados, cuales pelaires y de menestralería, cuales estudiantes y otra más gente de zambra y fiesta, aunque toda de poca alfangía y menos pelo. Bien quisiera nuestro hombre, mitad orate, mitad poeta, ver mejorar la calidad de su auditorio, ya que en cuanto a la cantidad no estuviese disgustado del todo al todo; pero considerando que el remedio no era en su mano, y por la regla que no se consuela en el mundo sino el que es necio de capirote, dijo un día, si contento, si jactancioso: al fin tengo auditorio, y auditorio de españoles.

Yo también, asomando mi cabeza de vez en cuando por esta mi ventana de trapo viejo, batanado y trocado en papel flamante, si me veo con auditorio de charpa y cuatro dedos de enjundia de españolismo en sus inclinaciones y gustos como si dijéramos con oyentes y leyentes de la gente buena y bizarra de la tierra, matadores de toros, castigadores de caballos, atemorizantes de hombres, cantadores, bailadoras, hombres del camino y más que yo me sé, así de calzón y botín como de mantellina y sayas, también exclamaré con su retintín de vanidad y orgullo: Por fin y corona tengo auditorio, y auditorio de españoles.

Si tú, el que me escuchas o lees, ¡oh cándido oyente o pío lector!, no eres de alguno de los gremios susonombrados, atiende a lo que digo: antes de maldecirme o dejarme al lado, que es mucho peor, pásate y da un bureo por Triana de Sevilla, Mercadillo de Ronda, Percheles de Málaga, Campillo de Granada, barrios bajos de Madrid, el de la Viña de Cádiz, Santa Marina de Córdoba, murallas de Cartagena, Rochapea de Pamplona, San Pablo de Zaragoza, y otras más partes en donde vive y reina España, sin mezcla ni encruzamiento de herejía alguna extranjera; y si al volver y virar en redondo no me lees con algo del apetito y sabor, date por precito y relapso en materias españolas, que para ti nulla est redemptio y estás excomulgado a mata candelas. Si, por el contrario, en aquellos yermos y santas compañías has aprendido ahora o recordado luego lo que nunca debiste olvidar, o fuiste obligado a saber de coro desde tus primeros abriles, date por absuelto, y entra y cuéntate ya en redil y aprisco de la gente buena y legítima, y solázate y recréate conmigo, tú leyendo y yo relatando aquellas escenas sin par, aquellos rasgos españoles sin dudar en ello, y aquellas bizarrías que tanta gentileza manifiestan en la persona, cuanto esfuerzo revelan en el ánimo. Si de estos eres, recibe la pescozada de adopción y mi bendición patriarcal, y plegue al cielo que vivas más años que la CONSTITUCIÓN DE 1845.






ArribaAbajoPulpete y Balbeja

Historia contemporánea de la Plazuela de Santa Ana


Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.


(CERVANTES)                


No hay más decir sino que Andalucía es la mapa de los hombres rigulares, y Sevilla el ojito negro de tierra de donde salen al mundo los buenos mozos, los bien plantados, los lindos cantadores, los tañedores de vihuela, los decidores en chiste, los montadores de caballos, los llamados atrás, los alanceadores de toros, y, sobre todo, aquellos del brazo de hierro y de la mano airada. Si sobre estas calidades no tuvieran infundida en el pecho más de una razonable prudencia, y el diestro y siniestro brazo no los hubieran como atados a un fino bramante que les tira, modera y detiene en el mejor punto de su cólera, no hay más tus tus, sino que el mundo sería a estas horas más yermo que la Tebaida...

Por fortuna, estos paladines de capa y baldeo se contienen, enfrenan y han respeto los unos a los otros, librando así los bultos de los demás, copiando de aviesa manera lo que llaman el equilibrio de la Europa.

Aquí tose el autor con cierta tosecilla seca, y prosigue así relatando.

Por el ámbito de la plazuela de Santa Ana, enderezándose a cierta ermita de lo caro, caminaban en paso mesurado dos hombres que en su traza bien manifestaban el suelo que les dio el ser. El que medía el ándito de la calle, más alto que el otro, como medio jeme, calaba al desgaire ancho chambergo ecijano con jerbilla de abalorios, prendida en listón tan negro como sus pecados; la capa la llevaba recogida bajo el siniestro brazo; el derecho, campeando por cima de un embozo turquí, mostraba la zamarra de merinos nonatos con charnelas de argentería. El zapato vaquerizo, las botas blancas de botonería turquesca, el calzón pardomonte, despuntando en rojo por bajo la capa y pasando la rodilla, y sobre todo la traza membruda y de jayán, el pelo encrespado y negro, y el ojo de ascua ardiente, pregonaba a tiro de ballesta que todo aquel conjunto era de los que rematan un caballo con las rodillas, y rinden un toro con la pica. En dimes y diretes iba con el compañero, que era más menguado que pródigo de persona, pero suelto y desembarazado a maravilla. Este tal calzaba zapato escarpín, los cenojiles sujetaban la media a un calzón pana azul, el justillo era caña, el ceñidor escarolado y en la chaqueta carmelita los hombrillos airosos, con sendos golpes de botones en las mangas. El capote abierto, el sombrero derribado a la oreja, pisando corto y pulidamente, y manifestando en todos sus miembros y movimientos ligereza y elasticidad a toda prueba, daba a entender abiertamente que en campo raso y con un retal carmesí en la mano, bien se burlaría del más rabioso jarameño o del mejor encornado de Utrera.

Yo que me fino y desparezco por gente de tal laya, aunque maldigan los pares y los lores, íbame paso pasito tras sus dos mercedes, y sin más poder en mí, entreme con ellos en la misma taberna o ya figón, puesto que allí se dan ciertos llamativos más que el vino, y yo, cual ven los lectores, gusto llamar las cosas por sus nombres castizos. Me entré y acomodeme en punto y manera de no interrumpir a Oliveros y Roldán, ni que parasen la atención en mí, cuando vi que, así que se creyeron solos, se pasaron los brazos, en ademán amigable, por derredor del cuello, y así principiaron su plática:

-Pulpete (dijo el más alto), ya que vamos a brincar frontero el uno del otro con el alfiler en la mano, de aquí te apunto y allí te doy, de guárdate y no le des, de triz traz, tómala, llévala y cuéntala como quieras, vamos antes a nos echar una gotera a son y compás de unos cantares.

-Seor Balbeja (respondió Pulpete, sacando al soslayo la cara y escupiendo con el mayor aseo y pulcritud, en derecho de su zapato), no seré yo el que por la Gorja ni otra mundanidad semejante, ni porque me envainen una lengua de acero, ni me aportillen el garguero, ni pequeñeces tales, me amostace yo ni me enoje con amigo tal como Balbeja. Venga vino, y cantemos luego, y súpito sanguino aquí mismo démonos cuatro viajes.

Trajeron recado, apuntaron los vasos, y, mirándose el uno al otro, cantaron a par de voces aquello de caminito de Sevilla y por la tonada de los panes calientes.

Esto hecho, se desnudaron de las capas con donoso desenfado y desenvainaron para pinjarse cada cual, el uno un flamenco de tercia y media, con cabo de blanco, y el otro un guadifeño de virola y golpetillo, ambos hierros relucientes que quitaban la vista, y agudos y afilados para batir cataratas cuanto y más para catar panzoquis y bandullos. Ya habían hendido el aire dos o más veces con las tales lancetas, revueltas las capas al siniestro brazo, encogiéndose, hurtándose, recreciéndose y saltando, cuando Pulpete alzó bandera de parlamento y dijo:

-Balbeja, amigo, sólo te pido la gracia de que no me abaniques la cara con Juilón tu cuchillo, pues de una dentellada me la parará tal que no me conociera la madre que me parió, y no quisiera pasar por feo, ni tampoco es conciencia descomponer y desbaratar lo que Dios crió a su semejanza.

-Concedido (respondió Balbeja); asestaré más bajo.

-Salva, salva los ventrículos también, que siempre fui amigo del aseo y la limpieza, y no quisiera verme manchado de mala manera, si el cuchillo y tu brazo me trasegasen los hígados y el tripotaje.

-Tiraré más alto, pero andemos.

-Cuidado con el pecho, que padezco de cansancio.

-Y dígame, hermano: ¿por dónde quiere que haga la visita o calicata?

-Mi buen Balbeja, siempre hay demasiado tiempo y persona para desvencijar a un hombre; aquí sobre el muñón siniestro tengo un callo donde puede hacer cecina a todo su sabor.

-Allá voy-dijo Balbeja; y lanzose como una saeta; reparose el otro con la capa, y ambos a dos, a fuer de gallardos pendolistas, comenzaron de nuevo a trazar SS y firmas en el aire con lazos y rúbricas, sin despuntar empero pizca de pellejo.

No sé en qué hubiera venido a dar tal escarceo, puesto que mi persona revejida, seca y avellanada no es propia para hacer punto y coma entre dos combatientes; y que el montañés de la casa se cuidaba tan poco de lo que sucedía, que la algazara de los saltos combatientes y el alboroto de las sillas y trebejos que rebullían, los tapaba con el rasgado de un pasacalle que tañía en la vihuela con toda la potencia del brazo. Por lo demás, estaba tan pacífico como si hospedase dos ángeles y no dos diablos encarnados.

No sé, repito, dónde llegara tal escena, cuando se entró por el umbral de la puerta una persona que vino a tomar parte en el desenlace del drama. Entró, digo, una mujer de veinte a veinte y dos años, reducida de persona, pero sobrada en desenfado y viveza. El calzado limpio y pulido, la saya corta, negra y con caireles, la cintura anillada, y la toca o mantellina de tafetán afranjado, recogida por bajo del cuello y un cabo de ella pasado por sobre el hombro. Pasó ante mis ojos titubeando las caderas, los brazos en asas en el cuadril, blandiendo la cabeza y mirando a todas partes.

A su vista el montañés soltó el instrumento, yo me sobrecogí de tal bullir cual no lo sentía de treinta años acá (pues al fin soy de carne y hueso), y ella, sin hacer alto en tales estafermos, prosiguió hasta llegar al campo de batalla. Allí fue buena: D. Pulpete y D. Balbeja, viendo aparecer a doña Gorja, primer capítulo del disturbio, y premio futuro del triunfante, aumentaron los añascos, los brinquillos, los corcovos, los hurtadillos, las agachadillas y los gigantones, pero sin tocarse en un pelo. La Gorgoja Elena presenció en silencio por larga pieza aquella historia con aquel placer femenil que las hijas de Eva gustan en trances semejantes. Tanto a tanto fue oscureciendo el gracioso sobrecejo, hasta que, sacándose de la linda oreja, no un zarcillo ni arracada, sino un trozo de cigarro de corachín negro, lo arrojó en mitad de los justadores. Ni el bastón de Carlos V, en el postrer duelo de España, produjo tan favorables efectos. Uno y otro, como quien dice Bernardo y Ferraguto, hicieron afuera con formal respeto, y cada cual, por la descomposición en que se hallaba en persona y vestido, presumía presentar títulos con que recomendarse a la de los caireles. Ésta, como pensativa, estuvo dándose cuenta en sus adentros de aquel pasaje, y luego con resolución firme y segura dijo así:

-¿Y este fregado es por mí?

-¿Y por quién había de ser?; porque yo..., porque nadie..., porque ninguno... -respondieron a un tiempo.

-Escuchedes, caballeros (dijo ella). Por hembras tales cuales yo y mis pedazos, de mis prendas y descendencia, hija de Gatusa, sobrina de la Méndez y nieta de la Astrosa, sepan que ni estos son tratos, ni contratos, ni cosas que van y vienen, ni nada de ello vale un pitoche. Cuando hombres se citan en riña, ande el andelgue y corra la colorada, y no haber tenido aquí a la hija de mi madre, sin darle el placer de hacer un floreo en la cara del otro. Si por mí mentían pelea, pues nada de ello fue verdad, hanse engañado de entero a entero, que no de medio a mitad. A ninguno de vos quiero. Mingalarios, el de Zafra, me habla al ánima, y él y yo os miramos con desprecio y sobreojo; adiós, blandengues, y si queréis, pedid cuenta a mi D. Cuyo.

Dijo, escupió, mató la salivilla con el piso del zapato, encarándose a Pulpete y Balbeja, y salió con las mismas alharacas que entró. La Magdalena la guíe.

Los dos ternes legítimos y sin mancha siguieron con los ojos a aquella doña María la Brava, la valerosa Gorja; después, en ademán baladí, pasaron los hierros por el brazo como limpiándoles de la sangre que pudieran haber tenido; a compás los envainaron, y se dijeron a un tiempo:

-Por mujeres se perdió el mundo, por mujeres se perdió España; pero no se diga nunca, ni romances canten, ni ciegos pregonen, ni se escuche por plazas y mataderos que dos valientes se maten por tal y tal. Deme ese puño, D. Pulpete; venga esa mano, D. Balbeja-dijeron, y saltaron en la calle lo más amigos del mundo, quedando yo espantado de tanta bizarría.




ArribaAbajoLa rifa andaluza


   Oíd, que os quiero contar
del niño Amor los enredos
y sirva mi voz de antorcha
que alumbra cuidados ciegos.


(Romancero general)                



    En el baile del Ejido
(nunca Menga fuera al baile)
perdió sus corales Menga
un disanto por la tarde.


(GÓNGORA)                


No juzguen mis amables lectoras que voy a entretenerlas el ocio, relatándoles el cómo y cuándo este palacio magnífico o aquella quinta deliciosa viene a llenar de gozo, por un azar feliz de lotería, la esperanza de dos recién casados, que, arriesgando a la fortuna unos pocos ducados, pueden concluir su luna de miel en una mansión encantada por los atractivos del placer primero y por las comodidades del lujo. Estas agradables peripecias son tan peregrinas, por no decir imposibles, que sería cargo de conciencia despertar sensaciones y deseos que no se pueden cumplir, y yo, dijes de mi alma, no quisiera más que moveros un antojo para satisfacerlo a renglón seguido, reservándome empero siempre una pizca, un tantico de placer para mi justo pago.

Tampoco mi Rifa es de las que vemos cada noche en toda tertulia; quiero decir, que no es de aquellas en que tal bujería, o cual lindo bordado suele echarse a la mayor de espadas con mucha zambra y algazara de señora abuela y tía, que no sé por cual sortilegio son siempre las afortunadas en tales ferias. Esto es trivial por todo extremo, y sería daros enfado emprendiendo cuento, señoras mías, que pasa por vuestros ojos cuotidianamente. Si lo imposible no me gusta, lo muy trivial me enfada en mucho más, y así por la región media emprende hoy su vuelo el razonamiento mío, para contaros sabrosamente los puntos y señales de una Rifa Andaluza.

Representaos, lindas suscritoras, en vuestra viva imaginación un paisaje tal, cual mi rústico pincel lo delinee, pues antes de pensar en la farsa bueno será prevenir escena donde ponerla en tablas. Al frente, digo, que os figuréis una ermita limpia y enteramente pintoresca, cual se encuentran a cada paso en aquel país de la poesía. Unos cuantos árboles den frescura al llano que sirve de ante-atrio, y por los troncos suban sendas y pomposas parras, que, tejiéndose por el dosel de mimbre y caña que cubre todo aquel espacio, formen un sombrío bastante para amansar los rayos del sol y debilitar su luz activa y que deslumbra. Un cauce sonante de agua corra por la espalda, moviendo estruendosamente uno o dos molinos, cuyo rumor grave y no interrumpido sirva de bajo musical al contrapunto agudo de las golondrinas que entren y salgan rápidamente por las claraboyas de la ermita, casi tocando con sus alas negras y pecho bermejo las cabezas de los que afuera preparan la fiesta. Para ella fórmese un cerco con los escabeles y escaños de la cofradía, intercalados por distintos sitiales de respeto que han de ocupar el Mayordomo, los mejores y más diestros tañedores de la vihuela, y la Reina, que se aclamó la rifa pasada.

A un lado, separadas de todo tacto masculino y ataviadas cuanto más posible, estén las muchachas solteras del barrio o aldea (pues el lugar de la acción lo dejo a voluntad ajena), llenas de belleza y de donaire, con moños de colores simbólicos en el pelo y con la laya de adornos que a bien tengan, pues en tal elección dejo libre albedrío; pero no omitidme el calzado muy limpio y el talle breve y como de sortija, pues nosotros los de puertos allende, niñas de mis ojos, somos inexorables en tales menudencias. Cuatro o seis dueñas de rostros avinagrados y de manto largo de bayeta negra antequerana, cuiden rellanadas en el ángulo del cerco, de avizorar toda descompostura, y de calmar con gestos tan endiablados cuanto expresivos la fermentación de aquel género volátil que custodian. Los mancebos en pie, derechos como husos, formen corro en derredor de los escaños, y dichoso el que pueda atalayar a su Melisendra frente a frente, o que logre flanquear la dificultad y colocarse al respaldo del asiento de la requebrada; así, y con poner a la otra parte dos o tres hombres provectos y barrigudos, eternos cabildantes de la hermandad y que autorizan el acto, tenéis ya, pintoras hechiceras, el cuadro casi concluido.

Digo casi concluido, pues nada os he dicho ni del Rifador ni de la Reina del festejo, personajes de primera figura, cual débese sospechar.

La Reina, como dije, es la bailadora que más gala adquirió en la pasada fiesta, ya por su gentileza y gallardía, y ya por el número mayor de danzadores que consiguió cansar; objeto poco edificante que las mujeres logran con más prontitud que quisieran. A los pies de tan linda zagala haya un azafate lleno de flores deshojadas, donde se brinden las ofrendas de los devotos para la santa imagen, que ya son en primavera rosas y claveles y ramilletes, y en otoño, este o aquel fruto tan vistoso cuanto sazonado.

El Rifador se deja ver subido en algún banquillo de noguerón viejo, descollando y blandiéndose como cimera del concurso, parlando y accionando más y más. Es fuerza que tal papel se desempeñe por hombre de chiste y chispa, y de destreza suficiente para picar la vanidad de los unos y mover la condición menos pródiga de los otros, feriando razonablemente los regalos que se muestran.

Yo, queridas amigas, que tengo ciega pasión por todo cuanto huele a España, principiando por las españolas, no soy voto calificado y de imparcialidad en la materia; pero en conciencia puedo afirmar que he olvidado veces muchas agradablemente el tiempo escuchando las razones agudas del Rifador, y las sales que donosamente saltaban en sus labios, forjando ya el encomio del clavelón amarillo, emblema de la necedad entre aquellas gentes, o ya pintando el rico sabor del higo nopal o tuno, fruto casi peculiar de la Andalucía.

Entre tanto la danza sigue, las coplas se suceden, dejándose escuchar por entre el son del crótalo de granadillo, el trino de la prima y la entonación sonora y clamorosa de los bordones en la guitarra y bandolín, que manos diestras los fuerzan a sonar al unísono y con la más agradable melodía.

En este punto armónico y de algazara se hallaba el festejo cierta tarde de la bendita Cruz de Mayo, cuando ocurrió la aventura más cómica que puede inventar la más picaresca imaginación.

Un mancebillo vivaracho y pimienta, de capote de alamar, chupetín bordado y faja rosada al cinto, no quitaba ojo de la Reina del baile, echándose a la cara el sombrerillo de alta copa. De tiempo en tiempo miraba atravesadamente a cierto caballerete de calzón ajustado, corbatín muy premioso y levita bien cortada, que sin saber por dónde se deslizó blandamente, y sin ser sentido ni percibido, hasta llegarse al respaldo de la Reina, con quien cruzaba algunas razones, más bien disparadas y mejor respondidas que hubiera deseado nuestro majo atisbador. Ella, que en aquel punto, queridas mías, gozaba de la fruición soberana que todo pecho femenil tiene cuando ve morder cebolla y agria naranja al pobrete que bien ama, advirtiéndole así que no es bueno querer tanto, la zagala coronada, digo, sin acordarse ni por cien leguas de su D. Cuyo, se enredaba más y más en la plática del D. Lindo, riendo ora, y ora dándole algunas de las flores del azafate bendito.

Tocándole su vez al paciente para encomendar al viento alguna copla, y queriendo dar un silbo preventivo que recogiese al aprisco aquella oveja descarriada, al suave compás de la rondeña le cantó la siguiente endecha:


   Me estoy muriendo de sed
teniendo aljibe en mi casa,
pero alivio no lo encuentro
porque la soga no alcanza.



Bien no entendiera la maligna parladora la alusión del sediento y del poco alcance que para su alivio encontraba, o, por mejor decir, no queriendo escuchar tales pedigüeñerías, se desentendió con destreza suma del tal lamento, y más anudó su coloquio con el pisaverde encorbatinado, que con melindres mil, y relamiéndose como si dijéramos un lechuguino del café de Sólito, alzaba la cresta como gallo triunfante. El doliente y celoso amante, queriendo hacer el postrimer esfuerzo para recordar sus obligaciones a la voluble bailadora, y ganar por la ternura lo que perdía por las artes del advenedizo rival, tomó el canto otra vez a su turno, y con voz si bien vacilante si bien suspirada, entonó la copla siguiente:


   Yo soy la vela de cera
que está ardiendo en tu servicio,
y en pago del beneficio
le das un soplo a que muera.



Pero por más reclamos que dio el arrullador, la paloma se daba por sorda, y tanto tanto se mantuvo en sus trece, que el galán, picado, se dejó de su postura contemplativa y triste, se arregló el sombrero tirándolo atrás, sacudió el capotillo y se puso en planta de obrar alguna acción de marca y de mayúsculo estrépito. Al propio tiempo la orquesta resonaba con mayor brío, reforzada por una pandereta y dos platillos, las cantinelas se repetían, y en ellas se decían sus misteriosos secretos y sus sentidas quejas los novios y las requebradas, pues no deben olvidar mis discretas lectoras que por todo aquel país, el tañedor, el cantante, el galán y el poeta son cuatro cosas que casi siempre se encuentran en una propia persona.

El Rifador, en tanto, rebosaba de gozo en su cátedra por ver cuán cumplidamente feriaba todos los regalos que ponía en rifa. Su elocuencia iba en aumento, sus gracias hervían en su boca, haciendo llenar con moneda menuda el azafate florido.

-¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen! (decía): ¡real de plata, real de plata dan por ella!

Y esto gritando, mostraba la flor más hermosa, de más aromas y de más púrpura que vergel frondoso dio en los asomos del mes de mayo.

-¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen! (proseguía): ¿quién la puja, quién la puja? Real de plata dan por ella. Mancebillos tacaños, acudid y mejorad: ¿quién no querrá poner la flor en el pecho de su novia? Hacedle este regalo a vuestras rapazas, y daréisles una lección con él. ¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen!..., que ya dan cuatro reales; que se la llevan, que se la llevan; ¡ya sé yo a cuyo seno va!, ¡que se la llevan! Dichosa quien tiene galán desprendido; ¡que se la llevan!..., que dan medio duro, diez reales u ochenta y cinco cuartos! ¡viva mi barrio! ¡Nadie en él guarda el dinero; de allí sólo salen los garbosos y gastadores, los desprendidos y generosos!...

Por aquí iba de su alocución, cuando, levantándose el galán del sombrero alto y capotillo corto, alzó el grito y dijo:

-Señor Capaypa, veinte reales vale la rosa, y más lo que vuesa merced me mande; pero si está ya feriada en los veinte, entréguela con su mano, que con la mía no, a la Reina Bailadora, y comencemos el sainete...

-¡Viva Juancho! ¡viva Juancho!, hijo de la Nena, nieto de Sinforoso (respondió el honrado Capaypa). ¡Viva mi barrio, tesoro de los hombres buenos y generosos! ¡La buena cepa buenos renuevos cría!

Y así diciendo, a voz desplegada, dio la rosa a la picaruela rapaza, que llevándola primorosamente a la nariz, la asentó con el mayor aseo en el hoyo de su pecho, volviendo los ojos al desgaire y por primera vez al amartelado amante.

El Rifador, al alargar la rosa, y tropezando sus ojos con la efigie del alfeñique caballerete, añadió:

-¡Viva mi barrio! ¡viva Juancho!, que si sabe gastar parolas con las mujeres, tampoco ignora el alzar el gallo entre los hombres, y su voz en las rifas sobresale siempre, y con ella sus reales de a ocho.

El del corbatín bajó la vista, como quien conoce el tiro no oblicuo de la saeta, y trató de volver a su plática con la zagala, la que, sin duda, advirtiendo en aquel punto que hubiera sido galantería de molde el que la rosa se la presentara conquistada en la rifa el mismo que por tanto tiempo gozó de sus palabras, no emprendió el segundo coloquio sino con la tibieza que vosotras mismas, candidísimas y no malignas lectoras, usaríais en aquel trance...

-¡Al sainete, al sainete! -dijeron todos; y sonando la fiesta con más algazara, los cantores y cantoras comenzaron a salpicar sus coplas con más pique y salsa que las entonadas de trasmano, y pasándose de uno en otro los bollos y los roscos, los dulces y las avellanas, apareció en su cátedra el compadre Capaypa embozado en su capa, con el aire más socarrón y de redomado que hallarse puede.

-¡El beso del niño, el beso del niño! (gritó el Capaypa), ¡qué frescura en la tez, qué sabor en la pulpa, qué finura al tacto! ¿Quién paga el beso, quién paga el beso?

-Diez reales envido, gritó el del capotillo, y bese al niño rollón el caballero del levitín, el que parla con la Reina Bailadora y la olvida de sus obligaciones... de presidencia.

-¡Bravo! ¡Vítor! Que lo bese si no puja (replicó Capaypa). ¡Ah, señor caballero! Acordaos de quién sois (y le dirigió la palabra); acordaos de quién sois, si es que sois alguna cosa, y volved al caño las demasías de Juancho, y que él sea quien bese a mi niño rollón. ¡Viva mi barrio, viva mi barrio!

El apostrofado conoció que toda la batería iba a disparar en su pobre bulto, y así, con su mejor gracia, trató de tener buen talante y hacer frente a los peligros, y rayar de rumbo para no desmerecer el alto concepto de la zagala.

-Dos reales y medio ofrezco, y me libro de la penitencia-dijo el acometido, y se le replicó con un flux de risa general en todo el auditorio.

-¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (prosiguió Capaypa.) El pico de los dos y medio, señor mío, vayan sobre los diez envidados ya, y se admitirá la postura; y de no, allá va mi niño. ¡Viva mi barrio, viva mi barrio!

-Pues bien (contestó altivamente el señorito): allá van los doce reales y medio, y quedo en salvo, que a mí nadie me enceniza la frente, y menos por...

-Dos duros, y que bese al niño (replicó el antagonista), y luego arreglaremos cuentas, seor futraque-y lo miró de reojo.

¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (clamaba Capaypa.) ¡Cuarenta reales! Eso es humo, señor Juancho. En el señorito don... (Don Quico se llamará, que todo nombre es bueno cuando recae en tan linda persona); en el señorito, digo, hay presencia, potencia y resistencia; quiero decir, que no ceja; ya pujará por cuatro, y veremos quién a quién...; pero mientras Juancho se mantenga al frente, ¡viva mi barrio, viva mi barrio!

El apurado caballero figurilla, que no esperaba la cuña de los cuarenta, se requirió el garguero como para pasar tamaña píldora, llevó la mano al pelo sin tener comezoncilla, y luego inadvertidamente solfeó los dedos por sobre el bolsillo, dando con tanta pantomima mayor asidero a la burla. La Reina Bailadora, como si lo viese acometido de pronto por algún tifus pestilencial, retiró de su lado el sillón que ocupaba, y una nube de descontento pasó por su lindo entrecejo. El corrido amante midió la mengua y afrenta con que iba a mancharse, y con resolución heroica, dijo:

-Cuarenta y dos reales doy, y salgo libre-y así diciendo, miró a la prenda como para pedirle albricias de su espléndido valor; pero el entrecejo se oscureció más y más, y otros borbollones de risa resonaron en derredor; pero la intensidad de tanta carcajada la venció con su voz el del capote, diciendo:

-Cinco duros; cien reales doy, y bese al niño rollón, y descapótele la coronilla.

-¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (respondió el inexorable Capaypa.) Mi Juancho tira al hueso palomo, va derecho y no me da corcovos. A la cabeza, a la cabeza, y allí se mata al contrario. Cien reales es bote de a folio: pocos tienen aliento para él, y ninguno lo aventaja. Pero, ¡silencio, silencio! Los señores tienen su sangre y su alma, y aunque con hipos, suelen cumplir de mil a mil años. Nosotros por calidad y ellos por vanidad. ¡Cien reales, cien reales!, y el señorito besará a mi niño, y ainda mais descapotará la coronilla.

Todo fue en vano. Por más que hizo el orador Capaypa por picar la vanagloria del figurilla, nada consiguió, y éste, viendo que el juego crecía, que el rival no llevaba trazas de ceder y que la zagala por su mal gesto no pensaba agradecerle sus pujas y mejoras de los pobres maravedís, juzgó por conveniente el mudar plan de campaña, y de la defensiva, resueltamente tomó la ofensiva por el lado más cómico que darse puede.

-Señores (dijo): mi condición es dulce y nada huraña; el concurso creería que yo era alguna esfinge, alguna tarasca, si me opusiese por más tiempo y con tanto ahínco al beso de esa criatura, de ese niño, que juzgo ha de ser blanco y rubio como las candelas; venga al punto, y llevará el beso más cordial que dio madre primeriza, y pague mi contrario los cien reales.

-¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (pregonó el consabido.) ¡Victoria por Juancho, y cúmplase la penitencia!

Esto diciendo, salta del pulpitillo gallardamente, desembózase para sacar el niño, y muestra, ¡oh longanísimo y robustísimo San Cristóbal!, muestra, repito, la fruta, el vegetal más descompasado que nunca produjeron los hortelanos. El sentenciado caballero echó ojos a lo que él esperó besar como pastorcito muy pulido, y mirándolo le pareció ver, con las candelillas que le saltaban entonces en la vista, que era el gigante de los rábanos que se le acercaba como cañón en batería; luego se figuró ver alguna zanahoria patagónica; después creyó mirar un calabacín de a treinta y seis; pero al fin, restregándose los ojos, y ya con la serenidad de la desesperación, reparó que el niño donde había de poner sus labios era un cohombro colosal, amarillo y chifón, que se guardaba para aquel doloroso trance. El penitenciado se disponía a imprimir su ósculo con la humildad debida, cuando la Reina Bailadora notó que por preeminencia de su dignidad a ella le tocaba (que a otro no) el administrar la justicia. Todos convinieron en ello, y pusieron en su falda el vegetal tremendo; y el antes triunfante y ahora rendido paladín, puesta la rodilla en tierra, dio su beso, y se disponía a irse y tomar vuelo, cuando la desapiadada ejecutora le mandó que descapotara al niño.

La gresca y la risa irónica ensordecía, y todos agrupaban las cabezas para contemplar más de cerca tan risible caso, cuando el burlado preguntó humildemente qué cosa era descapotar.

-Nada, hermano (replicó la Reina) abra la boca y muerda, del tal modo que escogiere, la coronilla de esta sabrosa fruta; bueno es que abra la boca quien tanto cierra la bolsa.

A esto asestaba el amarillento cohombro contra la tronera del triste arrodillado, quien al fin, sumiso, entreabrió los labios con el primor posible, y como dama golosa, para cumplir su encargo sin descomponer la figura. Pero la maligna Bailadora, que ya esperaba este melindre, no bien apuntó y vio en jurisdicción extraña el comienzo, cabo o rabo de la fruta, cuando haciendo hincapié lo embazó todo entero por la boca de aquel desventurado, quien se quedó con huésped tal en ella, ni más ni menos que como uno de los figurones de berroqueña, que por ancho canuto vomitan agua en las grotescas fuentes de Aranjuez o la Granja. Vengada la vanidad de la zagala, y satisfecho su engañado orgullo, se levantó el de la triste figura acompañado de la chifla general y de los silbidos más armoniosos y compasados que nunca oyó un teatro musical, silbidos y chiflas que aumentaron cuando, al volver la espalda, le miraron lleno de harapos, alárgalos y ahímelollevas con que le habían adornado durante su última y dolorosa estación las otras mozuelas del baile.

Cerrada la fiesta, amigas mías, se averiguó que el señor tan malparado era un estranjis, y ya veis que en esto de gentileza con damas, bueno es que el nombre español quede bien sentado. Entre tanto, perdonadme de que en mi plática os llame mis queridas, mis dijes, y otros motes de este jaez, pues tan dulce confianza, ni daña al respeto ni a la fina galantería. Por otra parte, mis copiosos años pueden permitirme libertad tan inocente, y si en esta o en aquella ocasión os pudiera hablar a solas y al oído, ¡cuántas lindezas no escucharais más entretenidas que no la Rifa andaluza!




ArribaAbajoEl bolero

Arrimó a un lado la guitarra, y ordenando a sus discípulos diesen principio a ejercitar sus habilidades, empezó la batahola. Unos se agarraron a las cuerdas, y sostenidos por ellas, se ejercitaban en hacer cabriolas; otros paseaban con gravedad el salón, y de rato en rato hacían mil mudanzas diferentes. Éstas, levantando sus guardapieses hasta las rodillas, apoyadas en algún mozalbete, subían y bajaban los pies...


(LA BOLEROGÍA)                


Fila sexta, número onceno, y en cierto corral de comedias de esta corte, tiene cada prójimo por sí solo, y todo el público in solidum y de mancomún, un sitial holgado y cómodo, de donde poder atalayar con los ojos y escuchar con las orejas (¡atención!), desde el farsado más humilde y villanesco hasta lo más encumbrado y estupendo en lo gañido, tañente y mayado que vulgarmente llamamos canto nosotros los dilettantis. Todo ello lo puede haber cualquiera por un ducado y algunos cornados más, suma despreciable para estos tiempos opimos en que corre tanto de la tal moneda, no contando, en verdad, aquel aliquid amplius que por aguinaldos y albricias dan en algunos días de crédito, violentamente gustosos, tal cual caballerete calzafraque y corbata, de los de algalia en pañuelo y nonada en la faltriquera. Den ellos lo que gusten y bien les plazca, puesto que quieren disfrutar, y gozan, con efecto, de las primeras apariciones escénicas y de las estrenas teatrales, que yo, tan discreta cuanto literariamente, soy contento con entrar en día no feriado ni notable al hora circumcirca en que se media o biparte la función, y pagando con un saludo al alojador, me aprovecha más asentarme sosegadamente y ver el rabo y cabo del espectáculo, puesto que el fin de una comedia del día no es el peor plato que se puede servir al gusto.

No ha muchas noches que con estas tales circunstancias ocupé el referido sitial once, teniendo por cenit la araña rutilante, y por nadir un ruedo de atocha valenciana, que algún aficionado hubo de colocar allí para pedaño y alfombra: bien hace de poner en cobro sus pies, pues no faltará femenil persona que cuide de su cabeza. Un can que busca abrigo en las frialdades del invierno, suele, formando rosca, aumentar el calor de la estancia, y como que un golpe lo puede irritar, sirve de saludable despertador con sus gruñidos y sus dientes caninos para las adormideras que las musas sirven hoy en los teatros. No fue el can sólo mi única compañía, pues como quien dice tabique por medio, se encontraba un vejete limpio y atildado, de ojos saltadores y lengua bien prendida, que no ansiaba cosa mejor que por conversación y plática. Apenas, catalejo en mano, concluí mis observaciones astronómicas por aquella esfera no celeste del teatro, cuyas estrellas por mayor seña todas estaban eclipsadas, cuando mi vecino, con voz suficiente y sonante, me dijo:

-Amigo, comedia mala, o mala comedia, que todo es lo mismo, o, lo que es igual, detestable y pésima representación.

Yo, que no gusto contradecir a nadie, le respondí con un gesto afirmativo, y mi hombre prosiguió diciendo:

-Las piezas malas por sí solas y las buenas por los atajos e intercalares que les dan los farsantes poetas, pronto dejarán el corral vacío, aparte que los Zabalas y Comellas no parece sino que se han vuelto semilla volante que pulula y germina a más no poder por las cimas y faldas del Parnaso español; por mí le aseguro (y me miraba de hito en hito), que a no ser por el baile, no salvaría el umbral de esta casa.

-¿Y qué tenemos esta noche de bueno? -le pregunté.

-¡Oh amigo! (respondió.) Vuesa merced verá cierta andaluza recién llegada, que baila a las mil maravillas, y feria un bolero tan galano, que los adornos, gracias y aditamentos que lleva no se ven ha mucho tiempo. Es linda y bien cortada, y en cuanto vuesa merced la vea sospechará, como yo, que en la fábrica y estructura de su persona tienen más parte el aire y el fuego, que no el agua y la tierra.

Decir esto, sonar el silbato del señor Consueta (siempre hablé con respeto), subir el telón y aparecer la perla bailadora, fue todo un punto.

En verdad, en verdad, pocas mujeres vi nunca tan cumplidas, y por el prendido dificultosamente se hallaría cosa tan rica ni tan airosa. Los instrumentos comenzaron a marcar la medida con la gracia y viveza que tienen las tonadas del Mediodía, cuando mi parlador vecino, inclinándose al lado, me dijo:

-Todo es completo, por felicidad nuestra; el acompañamiento está tomado de la tiranilla Solitaria y del bolero antiguo de las Campanas, pero el revuelto está hecho con maestría, y ni Gorito1 lo fraguara mejor. Yo lo vi bailar años pasados al Rondeño y a la Celinda; pero sobre todo la Almanzora...

No sé dónde hubiera ido a dar con su biografía boleresca, cuando finalizado el retornelo, se lanzó la zagala al baile, y el vejete cayó en éxtasis en su asiento, dejándome en paz.

No podré más decir por parte mía sino que desde el primer lazo y rueda que tejió y deshizo con sus brazos airosos la danzadora gentil, me sentí llevado en vilo a otro país encantado. El donaire de los movimientos contrastaba con cierto pudor que autorizaba y daba señorío al rostro, y este pudor era más picante resaltando con el fuego que derramaban dos ojos rasgados y envueltos en un rocío lánguido y voluptuoso. Mi vista corría desde el engarce del pie pequeñuelo hasta el enlace de la rodilla, muriéndose de placer pasando y repasando por aquellos mórbidos llenos y perfiles ágiles, que a fuer de nube caprichosa de abril ocultaban y tornaban a feriar la seda de la saya, y los fluecos y caireles. En fin: aquella visión hermosa se mostró más admirable, más celestial, cuando, tocando ya al fin, la viveza y rapidez de la música apuntaron el último esfuerzo de los trenzados, sacudidos y mudanzas; las luces, descomponiéndose en las riquezas del vestido, y éste agitado y más y más estremecido por la vida de la aérea bailadora, no parecía sino que escarchaba en copos de fuego el oro y la plata de las vestiduras, o que llovía gloria de su cara y de su talle. Cayendo el telón quedé como si hubieran apagado a un tiempo todas las luces. Del casi parasismo en que me hallaba, sacome el erudito del bolero, diciendo:

-No me dirá que el encarecimiento fue superior a lo encarecido, sin embargo, en las campanelas le pidiera yo más redondez, y en los cuatropeados más vibración; ya le dije que la Almanzora y la Celinda...

Yo, que nada aborrezco tanto como estas exigencias de lo mejor, que aguan el sabor y gusto de lo bueno, le atajé en su tarabilla, diciéndole:

-Es indudable que el bolero es una danza árabe, y que tal como se ve tendrá sus reglas y tratado en letra de molde.

El hombre, mirándome de hito en hito, me respondió con voz doctoral y tono de suficiencia:

-Ha dicho, caballero mío, un disparate, y ha hecho una mala suposición: el bolero no es morisco, ni tiene tratado escrito, pues lo que se ha impreso en la materia más bien es invectiva apasionada que no tratado curioso o doctrinal.

Picado yo de su sesgo decisivo, le quise arrollar con el peso de una autoridad, arma para un erudito más poderosa que la razón y el sentido común, y le dije:

-Amigo, lea las aventuras que corren impresas del último Abencerraje, y verá allí pintado el bolero, y filiado por de legítima raza mora.

Apenas hube hablado (y nunca lo hubiera hecho), cuando mi vejete, enfurecido como víbora herida, me replicó:

-Aunque el caso es de poca monta, siempre prueba lo que me tengo asentado en la mollera luengo tiempo hace; conviene a saber: que no entendemos de nuestro país sino lo que quieren decirnos los extranjeros; hay disculpa para ignorar muchas cosas; mas, cuando se quiere saber, es preciso aprender donde mejores documentos hay, y aunque diéramos de barato que todo el ingenio y talento se hallare allende de los Pirineos, fuerza será para hablar de España que apelemos a los españoles.

Tomando aliento el orador, prosiguió más sosegado:

-El ilustre escritor del Abencerraje no tiene obligación de saber el origen de un baile español; mas para que nosotros hablemos de nuestras costumbres y de nuestra literatura, es preciso revolver más libros que el La Harpe y los viajes por España.

Yo, curioso de ver algún retazo de tan extraña erudición, y dando lugar el intersticio del sainete para continuar la plática, le rogué al vejete que, puesto que yo era un ignorante en danzarinas honduras, todavía era bastante curioso para querer saber de dónde pudo venir el bolero. El hombre, halagado con mi lisonjera deferencia, puso punto y coma a su razonamiento de reprimenda, y dijo:

-El bolero no es baile que se remonta en antigüedad más arriba que a los mediados del pasado siglo, y, bien considerado, no es más que una glosa más pausada de las seguidillas, baile que, según testimonio de Cervantes, comenzó a tañerse y danzarse en su tiempo, como se ve por la arenga de la dueña Dolorida. Esta no es sola opinión mía, puesto que ya mi buen amigo don Preciso lo tiene asegurado y puesto de patente al público, sacando a luz el nombre del que primero compuso en la Mancha danza tan donosa2, que por ser toda en saltos y como en vuelo, fue llamada bolero, título que dio gran consuelo a los etimologistas y académicos, por ser significativo, sonoro y llevar en sí mismo la ejecutoria del padre de donde viene. D. Preciso no ha hecho más que decirnos sobre su palabra el nacimiento del D. Bolero; mas yo, que gusto (no embargante mi edad mayúscula) de las cosas escondidas, he probado de alzar el telón de boca de este misterio, aunque en otros me quede con dientes largos. No sólo he leído los discursos sobre el arte del danzado de Juan Esquivel Navarro3, y no sólo he leído al P. Astete4, de donde por contradictoria se saca de claro en claro muchos arrequives del baile; el danzado a la española de Pablo Minguet e Irol5, y la Bolerogía de Rodríguez Calderón6, sino que también he observado las costumbres populares, comparándolas con las notas de Pellicer al Quijote y a la vida de Saavedra, en donde toca de intento y con picante curiosidad algunos de estos puntos sustanciales para el público sabidillo del día. El Esquivel, que cita cuantos bailes se danzaban en su tiempo, apuntando hasta los maestros que más se aventajaban y discípulos más sueltos y diestros que sobresalían, nada habla del Bolero, siendo así que hace mención de la Chacona, Rastro, Tárraga, Jácara y Zarabanda, bailes muy alegres con que se solazaban aquellas generaciones hispanas. Pellicer se engaña lastimosamente cuando afirma en una de sus notas que no queda memoria de tales danzas, pues cuáles han tomado otros nombres, y tales, como los grandes territorios que se disuelven, han entrado descompuestos en los pasos y mudanzas de otros bailes. Por ejemplo: en el Bolero se encuentra el paso de la Chacona y el paso del Bureo, que, siendo distintos bailes, el autor del Bolero tomó de entrambos para el suyo lo que mejor encontró. La Jacarandina y la Zarabanda (verdadera danza morisca) famosas ambas por su desenfado, son hoy el Ole y la Tirana, y aun la tonada de la Zarabanda se tañe y canta pura y primitivamente en muchas partes de España, que de tiempo en cuando la resucitan agradablemente los trovadores de esquina, que por no ver el tanto que quieren, se suelen llamar ciegos. Entre mis trebejos y papelorios viejos conservo la música y solfa de todos o la mayor parte de estos bailes, cosa bien curiosa, por cierto, y a fe a fe que oyendo aquellos compases y comparándolos con los bailes del día, y ajustándoles los pasos y mudanzas que pudieran convenirles, con algo del primor y mucho de sagacidad, fácilmente se podrían restaurar muchas de aquellas danzas y bailes a su prístino estado, graciosa desenvoltura y picante desasosiego.

-Muy bien (le dije a mi catedrático danzarín); pero siempre resultará que esas danzas que cita serían de baja alcurnia y no de las que tendrían entrada en los estrados y saraos de la gente principal y noble.

-Otro disparate (me repuso mi inflexible orador); otro disparate, y hable con más pulso en materia que no entiende. Es cierto que no todas estas danzas gozaban de la propia autoridad, pues en parte donde tuviese lugar la airosa Galarda, el grave Rey D. Alonso, y el Bran de Inglaterra, no pudieran danzarse las mudanzas de la Chacona y Zarabanda, que a veces las sacaba de quicio, dándoles demasiado picante y significación la malicia femenil; pero aun con esto eran tenidos por bailes de escuela y cuenta, y no por de botarga y cascabel. Ningún maestro de fama como los Almendas y los Quintanas, que lo fueron de los tres Filipos, ni otros sus discípulos ensayaron ni enseñaron estas danzas de por la calle que llamaban de tararira; hubieran creído rebajar y vilipendiar un arte, que con autoridades y ejemplos lo hacían casi celestial. Pero volvamos al bolero, pues no soy sabueso que por gazapo fortuito que me salte en la carrera, deje ir la liebre que de primero levanté y con ardor perseguí. Es el caso que ya fuese el inventor del tal baile Cerezo o Antón, aquél en la Mancha o éste en Sevilla, ello es cierto que la danza se propagó con gran rapidez, empeñándose en enriquecerla con sus invenciones y mudanzas los mejores ingenios danzarines que por aquel tiempo poblaban los tablados de los teatros y las casas de regocijo de Triana, Valencia, Murcia, Cádiz y Madrid. Antón Boliche, en verdad, no fue gran inventor en pasos y mudanzas, contentándose con acomodar al compás y medida del Bolero lo que encontró de gracioso y notable en el antiguo Fandango, en los Polos, Tirana y demás bailes de su tiempo; pero a poco los discípulos corrigieron el descuido del maestro. En Cádiz, el ayudante de ingenieros D. Lázaro Chinchilla inventó e introdujo la mudanza de las Glisas, ofreciendo a la vista un tejido de pies de efecto deslumbrador y pasmoso. Un practicante o mano de medicina de Burgos sacó el mata-la-araña, suerte muy picante, singularmente en el pie y entre los pies de alguna pecadora a quien no obligue el ayuno. Juanillo el ventero, el de Chiclana, puso en feria el Laberinto, trenzado de piernas de prodigioso efecto; también a esta suerte la llamaron la Macarena. El Pasuré, ya cruzado, ya sin cruzar, tuvo patente de invención en Perete el de Ceuta, que ganó gran fama por su habilidad. El Taconeo, el Avance y Retirada, el paso Marcial, las puntas, la vuelta de pecho, la vuelta perdida, los trenzados y otras cien diferencias que fuera prolijo relatar, son muestras de otros cien varones ilustres que consagraron sus estudios al mayor encumbramiento de esta ciencia, ¡tan modestos, que ninguno quiso dar su nombre a la estampa; tan llenos de entusiasmo y tan sedientos de gloria, que casi todos espiraron o patirrotos en los teatros o en las camas de algún hospital, a donde los llevó su amor al estudio y sus esfuerzos en los saltos, cabriolas, volatas y vueltas de pecho! Esteban Morales, inventor de esta última suerte, fue el primer mártir de la invención, habiendo autores que afirman que esta sola mudanza tiene llevada más gente a los cementerios que las pulmonías en Madrid y en Andalucía los tabardillos pintados. A remediar tanto mal salió el buen ingenio y rara habilidad del murciano Requejo, que después de haber asombrado a su patria y a los reinos de Valencia y Aragón con su agilidad y destreza, con sus giros, saltos y vueltas, apareció en Madrid a ser nuevo legislador del Bolero. Efectivamente: compadecido este buen legislador de la madre que lloraba a un hijo desgraciado por saltarín en la flor de los años, del padre que veía eclipsarse los ojos y la existencia de una hija por trenzar demasiado o girar con mucha violencia, quiso poner coto a tanto mal, y para ello se propuso despojar al Bolero de todo lo pernicioso y antisalubre. Así, pues, comenzó por descartar del baile lo demasiadamente violento y estrepitoso; ajustó los movimientos a compases más lentos y pausados, y chapodó las figuras, pasos y suertes de todo lo exuberante y rústicamente dificultoso, rematando con dejar al Bolero armado caballero en toda regla, obteniendo lugar y plaza de baile de cuenta y escuela por el universo mundo, así en los estrados particulares como en los salones de la corte. Y el Bolero, no contento ya de extenderse por dentro de los límites españoles, saltó las fronteras, conquistó territorios, y fue a causar la maravilla y la felicidad de las capitales más remotas de la Europa. Pero el buen Requejo, como todos los innovadores, tropezó con grandes obstáculos y hubo de vencer gravísimas dificultades. Los partidarios del Bolero disparado y rabioso se declararon aún más rabiosamente por enemigos y contrarios suyos y no contentos todavía, y como para asegurarse la victoria, llamaron en ayuda de la propia causa otros bailes y danzas de toda la redondez de la Andalucía alta y baja, para conseguir por el número lo que consideraban dudoso por la calidad. Entonces fue cuando aparecieron en Madrid el Zorongo, el Fandanguillo de Cádiz, el Charandé, el Cachirulo y otras cien combinaciones del movimiento perpetuo, con el fuego elemental y lo más llamativo y picante del amor. La Mariana Márquez, apareciendo en el coliseo del Príncipe y haciendo delirar de placer, con los juguetes y remolinos de su Zorongo, a los hombres de aquel tiempo, puso, en verdad, en gran conflicto y en peligroso trance al Bolero, pero éste triunfó de todo, y como torrente que detenido en su carrera adquiere mayor violencia para proseguir en sus conquistas e invasiones, así él se derramó por todas partes, aseguró su imperio, y si no dio al traste del todo al todo con los demás bailes sus rivales, fue el que quedó como rey e imperante sobre los teatros hasta nuestros días. Mucho ayudaron a este triunfo con sus gracias, giros y vueltas, y con su belleza y donaire, las incomparables Antonia Prado y la Caramba, envidias del mismo aire, émulas de Terpsícore, extremos de la hermosura y sonrojos hasta de las mismas sílfides y mariposas. Estas dos hermosas bailadoras las admiré yo y las celebré con delirio allá cuando los verdores de mis años, aumentando el inmenso séquito de sus cautivos adoradores. ¡Ah, querido amigo mío! (añadió el viejo fijándome los ojos con los suyos): era imposible mirar a la Caramba sin afición, más difícil todavía no seguirla y requerirla blandamente de amores, y ya en este punto era lo excusado el pensar el pobre enamorado en separarse, desenredarse, huir y desasirse, pues de tal capricho a cual caricia, de este favor a otro desdén, de ciertos desengaños a inciertas esperanzas, de aquel sobrecejo a estotra sonrisa, y de una burla o desenfado a cien hieles y amarguras, iba el pobre ánima del cautivo caballero de precipicio en precipicio, de abismo en abismo, hasta dar en la cárcel y prisiones que nunca podría ni dejar ni romper. Su continente era señoril y de majestad, su talle voluptuoso por lo malignamente flexible, y sus ojos lucían sabrosamente traviesos bajo unos arcos de ceja apicarados y flechadores, y una nariz caprichosamente tornátil y la boca siempre placentera, si entre búcaros, si entre claveles y azahares, formaba del todo el gesto más gustoso y tentador que ojos humanos pudieron ver, admirar y desear. Pero estos que le parecerán, amigo mío (prosiguió mi hombre, mirándome atentamente), encarecimientos prolijos, no serán sino desmayados reflejos a su buen juicio, si los compara con los encantos y perfecciones que le revelará este retrato.

Diciendo esto, y enjugándose con el mismo guante al pasar la mano por la jurisdicción de la cara cierta lágrima involuntaria que a su despecho se le desprendió, sacó del bolsillo interior de su levitón una caja que encerraba el retrato de más diestro pincel y de más linda mujer que idearse puede. Si aquel era el retrato de la Caramba, y a tales rasgos era razón añadir la vida y la intención que presta siempre a la fisonomía la inteligencia femenil y el regocijo de la vida del teatro, es indudable que la Caramba fue una mujer celestial. Bien lo demostraba así la profunda impresión que de su hermosura conservaba la memoria de mi buen interlocutor.

Llegando a este punto volvió a plegarse el telón, y comenzó el sainete graciosísimo, como de D. Ramón de la Cruz, pero que no por eso pudo quitarme de la frente las ideas que me sugerían las singularidades del quidam que pudiera tomar borla, si hubiese doctores en la danza, bien que entonces sabría muchos menos, y traslado al plan de estudios. Finalizada la representación, volvió a enlazar la conversación suya con no poco contento mío, y me dijo:

-Entre todas las bailadoras que ha producido España, ninguna como Brianda, que por su gentileza y danzado tuvo amores en la corte, siendo objeto de los versos y galanterías de los principales caballeros y poetas de su tiempo; oiga (me dijo) el romancete que sigue, que es documento para los inteligentes:

A BRIANDA.


   Mientras entrega a España
una mano aleve
a la vil codicia
de malos franceses,
y otro Roncesvalles
y un Bernardo viene,
báilame, Brianda,
trisca y tus pies mueve.



Aquí llegaba mi caro vejete, bebiendo yo, que no escuchando, sus palabras, cuando, llegando a la puerta del teatro, un aluvión de gente, que se atropellaba por salir, lo envolvió y me lo separó, arrastrándolo por no sé dónde, y sin poderlo yo seguir, por más conato que puse en ello. Desesperado de encontrarle, y no conociéndole sino por aquel acaso, no pensé sino en retirarme a mi guarida, donde, por no perder la memoria de este coloquio, lo apunté para diversión mía y cartilla de los que gusten aprender el Bolero.




ArribaAbajoLos filósofos en el figón



    Probemos lo del Pichel,
¡alto licor celestial!
no es el aloquillo tal,
ni tiene que ver con él.

    ¡Qué suavidad! ¡Qué clareza!
¡Qué rancio gusto y olor!
¡Qué paladar! ¡Qué color,
todo con tanta fineza!


(BALTASAR DE ALCÁZAR)                


Nada enfada tanto el ánimo como oír incesantemente unos labios ni fáciles ni elocuentes, y una tarabilla necia de algún filosofastro pedantón, que se extasía hablando de materias tan triviales que cualquiera alcanza, o tan áridas que secan y hastían la imaginación y fantasía del pobre que cogen en banda.

Iba yo a duras penas sosteniéndome en mis piernas antiguas y descarnadas, y pensando de tal manera, cuando, al tender la vista, tropezaron mis ojos con la mayúscula persona del Br. Górgoles, aquel parlador eterno, cuyo prurito es hacer entender que tiene en su mano la piedra filosofal de la felicidad humana, cuando su título por tamaña empresa está sólo en relatar de coro dos o cuatro libros que ya nadie lee, por el hastío que derraman. Venía, pues, a embestir conmigo y mi paciencia, remolcándose calle arriba de la Paja, cuando, por librarme, cogí los pies en volandas para escapar. Temiendo no conseguir mi intento, y hallando a poco trecho un figón o taberna de traza limpia y bien acondicionada, acordé zabullirme en ella, por dejar pasar aquel para mí más que tremendo chubasco.

No bien puse el pie en ella, cuando consideré lo pronto que sería descubierto por mi perseguidor si en casa tan concurrida me ponía a los ojos de tanto curioso, y sin más ni más seguí mi paso por un entarimado que desde el zaguán arrancaba, y al final me condujo a una escalerilla excusada que daba a un aposento bajo de techo y a teja vana, que después vi era sobrado de un zaquizamí húmedo por todo extremo; senteme en un banquillo cojo colocado al frente de una mesilla, si bien saltadora, si bien danzante, regada por medio siglo con el mosto de mil libaciones no muy limpias, y dando un golpe fuerte sobre ella, se me presentó el montañés, quien de su mejor modo me preguntó que con qué me serviría, relatándome la larga letanía de vinos que guardaba en su bien abastecida bodega.

-No echará de menos en ella, señor caballero, desde el claro Montilla hasta el tinto de Valdepeñas, con toda la gran parentela de ellos hasta el quinto grado que se crían en nuestra España, limpios y sin mezcla de agua, brebaje ni otra mala raza con que mis cofrades suelen inficionar y adulterar tragos tan celestiales.

-Al Montilla me atengo (repliqué), y que venga con acompañamiento de algún sabroso llamativo.

-Sí habrá-contestó mi hombre.

Y a poco me trajo un vaso y la botella con unas aceitunillas enjutas, gordas y sin mácula, que a legua se pregonaban como de Sevilla, realzándose todo más y más teniendo al lado el pan blanquísimo de bollo o de tahona. Dije al montañés que, siendo aquel retrete tan reducido, me excusase de toda compañía; le di las señas de la persona de quien me guardaba, y él retirándose, yo me quedé saboreándome a la par con el suceso agradable de mi escapada y con los bocados que delante tenía.

No bien habrían andado dos instantes de tan deliciosa tarea, cuando oí hablar dos personas tan cerca de mí, que parecían estar en el mismo aposento. Volví los ojos por todos lados y por entre las tablas que formaban uno de los tabiques de él, vi dos hombres sentados frente a frente, ante de otra mesa ni más ni menos como la mía, derribadas las capas por las espaldas en las sillas, calados los sombreros con aire picaril, una baraja en la mano como de haber echado un jarro al truco, y el del fruto de la victoria puesto ante los ojos de los dos combatientes, que se lo iban a partir y trasegar lo más amigablemente del mundo.

-Con truco y flor me has ganado el envite, Pistacho (dijo el uno); y quiero verme ahogado en agua pura, si te juego de hoy más a otra cosa que al rentoy, aunque me des punto y medio.

-Ni al rentoy, filey, brisca, truco, secanza, ni otro de los carteados (respondió el otro), ni al sacanete, baceta ni otro de los de golpe y azar puedes medirte conmigo, y en esto ríndeme el mismo respeto que yo a ti en lo del cuchillo y cuarteo.

-Afuera las alabanzas, y vaya, Pistacho, este tercer trago a los buenos ratos que pasamos juntos todos los jueves, que en ellos no me cambiaría por el Preste-Juan; tal es el gusto que disfruto en ellos. ¿Y no sabes, Rechina, que en este bajo mundo está toda la gloria en un buen amigo y dos botellas?

-¿Y las mujeres no entran en tu reino? Porque en verdad te digo, que donde faltan ellas, todo para mí es por demás, y si no se hallan en tercio con nosotros en tales sesiones, te aseguro que mi alma está con ellas como mis sentidos en este vino y sus adherentes.

-Ellas te darán el pago, pobrete (dijo Rechina); que el vino es placer más barato y duradero, ni deja en pos de sí los torcimientos y amarguras que ellas, y a fe a fe que media columnaria no contentará a la más humilde de ellas, y es moneda bastante para pasarse un hombre de forma toda la tarde hombreándose con todos los príncipes de la tierra, pues te hago saber, Pistacho (aquí el orador se acomodó en la silla, enderezó el sombrero y pasó la mano por la garganta para desembarazar el habla), que mientras estoy si son flores o no son flores, todo lo veo de color de rosa, y del turco se me da un ardite y del Tamerlán una blanca. No haya miedo que el cristiano que se encuentre en tal beatificación piense poner lengua en Papa, ni mano en Rey, ni se entrometa en murmuración ni suciedad semejante; pues si hay un tantico de cantares, no digo nada, porque de ahí a los cielos.

-¡Y qué verdura es el apio, ya que verdad no diga! (replicó el otro); contigo me entierren, que esa razón me ha vuelto ceniza; venga otro viaje, apuremos el jarro, y el montañés haga crujir la piquera por mi cuenta.

-Rematado me vea (dijo Rechina) si me gusta el vino bebido como de contrabando; cada uno en su casa haciéndose alcantarilla de mosto que no bebedor racional, sin pleitear sobre la calidad del vino, pecados que tenga y remedios que se le pueden aplicar, que este es ramo muy de enseñanza y divertido, y si esto se acompaña con la música de vasos que suenan, mosto que cae, candiotas que crujen, jarros que gorjean y mozos que gritan, no hay más que pedir.

-Siempre (contestó Pistacho) te vas al hueso y dejas la pulpa; quiero decir que más te saben esas salsas que refieres que no los sorbos copiosos y seguidos. Bien alcanzo la razón que haya para preferir el de antaño al de hogaño; pero andarse con esos piquismiquis tuyos, lo condeno altamente como cosa que huele a gula y sensualidad. Denme a mí el pielgo de un odre bien relleno, callen todos los relojes y no pare el chorro, y saldré más ganancioso que no tú, amén de la conciencia más limpia; que si yo te acompaño en tales estaciones, separo impectore todas las superfluidades de que tú sacas tanta delectación, y tu alma tu palma.

-Sigue tu camino (dijo aquél), que yo bien me encuentro por el mío; remojarse en vino como esponja, cual tú dices, es cosa, amigo, de hombre y paladar poco delicado, y para ti, mal vinagre o buen Jerez todo será igual, y quiero morirme si puede hallarse mayor pecado en buen bebedor, pues contigo será en balde aquello del pan con ojos, el queso sin ojos y el vino que salte a los ojos.

-¿Con sutilezas te vienes y refrancicos propones? (habló Pistacho.) Pues hágame la gracia el sabihondo de decirme cuáles son los tres enemigos del hombre, que si tal aciertas, te tendré por hombre consumado en el gremio.

Aquí los dos filósofos se quedaron mirando, aquél a éste, como quien piensa, y el otro al uno sonriéndose vanaglorioso del enigma con que había enredado a su compadre.

-Confiésome vencido (dijo Rechina), pues como no sean los arcabuces, las mujeres y los tabardetes pintados, no sé qué otros mayores enemigos pueda tener el hombre.

-¡Oh menguado! (replicó Pistacho); ¡qué pobrete te criaste en esto de entendederas! Los enemigos que digo son los que arrancan las cepas, los que venden las uvas y los que las dan y convierten en pasa. Todas pisadas, que nadando en mostillo nadie siente penas; y es contrario al hombre quien le mengua consuelo tal, mermando un solo sorbo del jugo de los lagares. ¿Digo bien, seor Rechina? Hablo al aire o no discurro como el Br. Górgoles, que cada palabra la afirmaba con tres silogismos y cuatro autoridades?

Al decir esto el elocuente orador, escuché ruido por la escalera; vuelvo el rostro, y miro: ¡perdón de mis pecados! Miro al mismo tremendo Górgoles bailándole sus ojos de alegría por haber atrapado a su víctima. A pesar del montañés, entró y escudriñó la casa, pues no encontrándome en las calles cercanas, concluyó, y con razón, que me había agazapado en alguna madriguera. Entró, digo, se me lanzó como un sacre, y me hizo presa por el brazo como alano, pues las orejas me las reservó para taladrármelas a preguntas, argumentos y reconvenciones por mi asistencia y querencia en casas de aquel jaez. Me sacó a lo del Rey con más inculpaciones y reprimendas; llevome hablándome, gritando, argumentando en forma, por inducción, a priori, por exabrupto, por peroración... ¡qué tormento!!! En fin: apartome mi implacable enemigo de aquel mi centro de recreación y gusto; pero, al menos, aprendí y supe en dónde cada jueves podría sacar mi ánimo de sus melancólicas meditaciones, oyendo los diálogos de dos filósofos, que si enseñan poco como todos, divierten como ningunos.




ArribaAbajoEl asombro de los andaluces o Manolito Gázquez, el sevillano

[...] Con tus mentiras a nadie agravias y a todos entretienes: estas no son mentiras, sino ingeniosidades: no son mentiras vulgares, digo, sino fábulas poéticas.


(Estafeta del Dios Momo, por SALAS BARBADILLO)                


Así españoles como extranjeros, saben el remoquete con que son señalados los andaluces. Todos, al oírles relatar tal historia o cual noticia, llaman en auxilio de sus respectivas creederas la suma total de las reglas de la crítica para fijar en algo o acercarse a la verdad: todos, escuchándoles citar guarismos y vomitar cantidades, cercenan, rebajan, sustraen, amputan y restan, y no contentos aún, sacan la raíz cúbica del residuo, y todavía, admitiendo tal cantidad por buena, creen hacer mucho favor al bizarro y boyante contador y denumerador andaluz. Fuera agraviar a cuatro grandes provincias que valen otros tantos imperios, suponerles en su calidad y condición algo tan rahez y de baja ley que pueda trocarse con el embuste y confundirse con la gratuita mentira. Esto siempre revelará algún defecto en el carácter, cierta falta en el corazón, siendo así que, en contraste con todas las demás de España, no hay ninguna que sobre la Andalucía presente mayor número de héroes, de hombres valientes, y todos saben que la cualidad más contraria al valor es la mentira. Por consecuencia, es necesario buscar en otra parte el origen de esta afición, de esta propensión irresistible a contar, a relatar siempre con encarecimiento y ponderación, a demostrar los hechos montados en zancos, y a presentar las cantidades por océanos insondables de guarismos. Tal cualidad tiene su asiento y trono en lo más principal y pintiparado del alma, en la fantasía, en la imaginación. Lo que se ve en aumentativo, no puede explicarse por microscopio; lo que se multiplica en el pensamiento, no puede unicarse por los labios, si se permite la expresión; ni lo que se pinta en el ánimo con todos los colores del iris puede ni debe retratarse por la palabra, y en la narración con las tintas mortecinas de la aguada.

Ahora bien: un andaluz siente, concibe, ve, imagina y piensa de cierta manera; ¿cómo no ha de hablar, no ha de explicarse por el propio estilo? Si tal no fuese, fuerza sería desconocer el admirable acuerdo que existe entre las facultades de nuestra alma, el recíproco enlace con que se atan unos a otros los sentidos y todos se ligan a la mente; contradecir los estudios de todos los filósofos desde Aristóteles acá, y destruir, en fin, la verdad de la psicología, de la ciencia del pensamiento.

Ya esta cualidad de la imaginación andaluza y de su ostentosa manifestación por la palabra, la conoció el famoso orador romano hablando de los poetas de Córdoba, y la indicó en una de sus más brillantes oraciones.7 La mezcla con los árabes, de fantasía arrebatada, pintoresca e imaginativa, dio más vuelo a tal facultad, y su permanencia de siete siglos en aquellas provincias las aclimató para siempre el ver por telescopio y el expresarse por pleonasmo. Si fue en Córdoba, cabeza de la Bética y patria de grandes oradores y poetas, en donde Cicerón notó esta cualidad andaluza, si hubiera vivido diez y ocho siglos después o en nuestros días, la notara, fijara y ampliara por todas aquellas grandes provincias, poniéndole empero su trono y asiento principal en la capital artística de España, en la reina del Guadalquivir, en el imperio un tiempo de dos mundos, en la patria del Sr. Monipodio, en la mágica y sin igual Sevilla. Los sevillanos, pues, son los reyes de la inventiva, del múltiplo, del aumentativo y del pleonasmo, y de entre los sevillanos el héroe y el emperador era Manolito Gázquez.

Manolito Gázquez, a vivir hoy, debiera ser considerado como un artista. Él daba al estaño y al latón tal forma y apariencia, que con la ayuda del zumo de la oliva y de un mechón de lienzo viejo, difundía la claridad y las luces por doquiera; en una palabra: era velonero, pero al propio tiempo era cazador; en los rosarios tocaba el fagote o pimpoddo, como el decía; en los toros era un oráculo. Por lo demás, no había habilidad en que no descollase, aventura extraordinaria por la que no hubiera pasado, ni ocasión estupenda en que no se hubiese encontrado. Y no se crea que esta inclinación a hacerse el héroe de sus historias era por vanidad, ni que encarecía por gala y afectación, ni menos que se alejaba de la verdad por afición a la mentira. Nada de eso; su imaginación le ofrecía por verdadero cuanto decía; los ojos de su alma veían los objetos cual los refería, y su fantasía lo ponía en el mismo lugar y grado del héroe cuya historia relataba. Júntese a todo esto la facultad preciosa de darle a sus aventuras final picante, caída adecuada, todo sin estudio, sin afectación, y por añadidura, traza singular de persona y cierta pronunciación peregrina y extraña, aun para los mismos sevillanos, y se concebirá justa y cabal idea de los fundamentos que tiene la gloria duradera de Manolito Gázquez, cuyos cronistas quisiéramos ser si el espacio no nos faltara y nos ayudara el talento. Manolito Gázquez, además del «socunamiento» o eliminación de las finales de todas las palabras y de la trasformación continua de las eses en zetas y al contrario, pronunciaba de tal manera las sílabas en que se encuentra la ele o la erre, que sustituía estas letras por cierto sonido semejante a la «d». Esta indicación es la única que conservaremos en sus palabras al referir algunos de sus dichos y sentencias. La vida la dividía dulce y tranquilamente entre su taller, sus amigos y su esposa doña Teresa, y de noche entre el descanso y su asistencia al rosario tocando el fagote.

Dos tardes entre semana las empleaba concurriendo a cierto paraje, enfrente de Triana, a oír leer la Gaceta, sentado sobre su capa en los maderos que en aquella ominosa época en que teníamos marina bajaban desde Segura por el Guadalquivir, y que servían en la orilla para cómodo asiento de la gente desocupada. Por aquel tiempo sólo llegaban a Sevilla cinco ejemplares de la Gaceta, único papel que se publicaba en España; cosa que prueba la infelicísima infelicidad de aquella época, en que recibíamos de América cien millones de duros al año. El que presidía el auditorio en donde concurría Manolito, cobraba cada ochavo de los que acudían a oírse leer la Gaceta. Allí nuestro héroe oyó por primera vez el nombre de Austerlitz, cuya palabra jamás le pudo caber en la boca. El concurso para formar idea minuciosamente de la topografía del terreno, hizo extender el mapa de Europa, que solía acompañar en aquel tiempo a la Guía de Forasteros. (Todo el mundo sabe que el tal mapa tendría sus tres pulgadas de bojeo.) Manolito, enardecido ya con la relación de tan sangrienta jornada, seguía cuidadosamente con los ojos la punta del alfiler que a tientas iba señalando en aquel mapa gorgojo el punto donde pudo haber sido la batalla. D. Manolito, al ver que el alfiler se fijaba, exclamó ya entusiasmado:

-Señodes, aquí es, aquí es; vean Vds. ad señod genedad que toca a ataque, y aquí están das vivandedas que venden tajadillas a dos soddados.

Y al decir esto ponía su dedo rehecho y gordifloncillo sobre el reducido papel, que casi lo tapaba, y de este modo, calculadas las distancias, ponía esta parte de la escena a 500 leguas del campo de batalla.

En tal gabinete de lectura y en tal tertulia oyó nuestro héroe, en su capítulo correspondiente de la Gaceta, hablar varias veces de la Sublime Puerta. La idea que concibiera Manolito Gázquez de lo que era el poder Otomano, lo probará la anécdota siguiente. Cierto día trabajaba en su taller sendos clavos de ancha cabeza y de traza singular, que herreros y carpinteros llaman de bolayque. Eran lucientes y grandísimos. Uno de sus visitantes, al verlos, exclamó:

-¡Qué clavos tan hermosos, grandes y bizarros!!!

-Catodce cajones llenos de ellos hay ya en el dío (replicó D. Manolito): ¿y no han de sed hedmosos si van a sedvid pada da Puedta Otomana?

Este hecho lo hemos oído relatar al mismo interrogante, que lo fue el Sr. López Cepero, hoy senador del reino, y que alcanzó y frecuentó mucho el trato de nuestro héroe.

Manolito tenía gran vanidad en su habilidad de fagotista. Nadie, a juicio suyo, le prestaba a tal instrumento el empuje y sonoridad que él.

-En ciedta ocasión (dijo) quise pasmad a Doma y ad Padre Santo. Pada ello entré en da iglesia de San Pedro un día ded Santo Patrón ed primed Apóstod. Allí estaba ed Papa y dos cacddenades, y ciento cincuenta y cinco obispos, y toda da cristiandad. Tocaban veinte ódganos y muchos instrumentos, y más de mid pitos y flautas, y entonaban ed Pange dinguae dos mid y cincuenta voces. Llega D. Manodito con su casaca (iba yo de codto), y me pongo detrás de una codudna que hay a da entrada pod Odiente, así confodme se entra a mano dedecha, y cuando más bullicio había, meto un pimpoddazo, y toda aquella adgazada calló, y da iglesia hizo bum, bum a este dado y ad otro como pada caedse. A poco siguió da función, creyendo ed Consistodio que ed teddemoto había pasado, y entonces meto otro pimpoddazo de mis mayúscudos, y da gente se asusta, y ed Papa dijo ad punto: «O ed templo se viene abajo, o Manodito Gázquez está en Doma tocando ed pimpoddo.» Sadiedon a buscadme, pedo yo tenía que haced, y me vine a Sevilla pada id ad dosadio.

Si algún paseante al pasar en aquellos días calurosos de estío por la puerta de Manolito se sentía aquejado por la sed y le pedía una poca de agua, gritaba al punto:

-Doña Tedesa (su esposa): bajad da jadda de odo con agua fresca; y si no está a mano, venga da de plata, o da de cristad, y si ninguna se encuentra, traed da talla de baddo, que este caballedo disimudadá por esta vez, si se de sidve con buena voduntad.

En cierto día, que para una noticia que era preciso hacer saber en Cádiz se hablaba del modo de trasmitirla con mayor celeridad desde Sevilla, dijo D. Manolito:

-¿Y pod qué no va pod agua da noticia?

-Pero siempre (le replicaron) serían necesarios tres o cuatro días.

Dos hodas (repuso Gázquez), yendo nadando como yo fui cuando da guedda con ed inglés a llevad ciedta odden ded genedad. Yo me eché ad agua ad anocheced en da Todde ded Odo; meto ed brazo, saco ed brazo, estoy en Tablada; meto ed brazo, saco ed brazo, heme en Sandúcad de Baddameda; meto ed brazo, saco ed brazo ad frente de Dota, y de allí, como una danzadeda, a Cádiz; ad entrad pod da puedta ded mad tidaban ed cañonazo y tocaban da retreta..., ¡digo, señodes, si me descuido!!! -aludiendo a que a tal hora se cierran en Cádiz las puertas, como plaza de guerra, y hubiérase quedado fuera.

En el danzar, cuando sus verdes años, y creyendo sus propios informes, había sido D. Manolito una Terpsícore del género masculino, un portento de ligereza y agilidad.

-Una noche (decía) estaba yo en da tedtudia de da condesa de... (siempre entre gente de calidad), y allí habían baidado ciedtos itadianos bastante bien. Don Manodito no quiso baidad aquella noche; pedo das señodas me dogadon tanto, que ad fin sadí haciendo mi devedencia y mi paseo. Comienzan a tocad y yo a figudad y a tenzad; ellos tocando y yo tenzando y dando con da cabeza en ed techo, todos midando, y yo tenza que tenza; das señodas, «Manodito, bájese V.;» y Manodito tenza que tenza... Cuando concluí, pod gusto saqué ed dedoj... quince minutos estuve en ed aide.

En los toros valía doble el andamio donde tomaba asiento Manolito Gázquez. Siempre tenía la palabra. No había suerte que él no comentase, ni lance que no sujetase a su crítica, aunque todo lo presidiese el famoso Pepe Hillo, que era muy su amigo.

-Quítese de allá ed señod Pepe; no sabe V. ed mosquito que tiene dedante. Oiga V. dos consejos ded maestro de dos todos...

Una tarde salió nuestro héroe muy disgustado de la corrida.

Ya no hay hombres en Sevilla (decía). Hasta ed señod Pepe se ha convedtido en monja; a no sed por D. Manodito, ¿qué hubieda sido de da cuadrilla? Ed todo (añadía) había baddido ya da plaza, dos de a caballo dodando, dos peones en das vayas y ed señod Pepe enfrontidado por ed todo y do iba a ensadtad, cuando D. Manodito se echó a da plaza y da fieda se dispadó a mí y deja ad señod Pepe y addemete...

-¿Y qué sucedió? -le preguntaban los del asustado auditorio.

-Y addemete, y yo de meto da mano pod da boca, y de pronto de vuedvo como una cadceta, poniéndode da cabeza donde tenía ed dabo, y ed todo sadió más dispadado que antes y fue a dad ciego en ed buddadedo de enfrente, y se estrelló, y das muditas viniedon pod éd.

D. Manolito, como de generación algo trasañeja y muy lejos de los adelantos del siglo actual, era español castizo y antifrancés por todo extremo, y eso que no alcanzó en vida los desahogos de Murat en el Dos de Mayo, ni el saqueo de Córdoba, ni las lindezas de gabachos y afrancesados de 1808. Por lo mismo y tal antipatía, nada era de extrañar que a tiempo o a deshora se estremeciese, despeluznara y conturbase al oír por las esquinas y cantones del barrio el pito del castrador, o silbar por los zaguanes y antepatios la piedra aguzadera que a fuerza de rueda y agua mordía el acero de los cuchillos y tijeras, todo por obra y manufactura de los labios, patas y manos de algún auvernés o picardo. Al pasar tales estantiguas por jurisdicción de la casa de Manolito, según conforme más o menos avinagrado se hallaba de condición, así era el recibimiento que les hacía. Si el cielo de su frente, a dicha, se mostraba despejado y sereno, en cuanto escuchaba el chiflo o entendía el pregón del amolador, partía la telera de pan y escanciaba en el vaso media azumbre de vino, y saliendo al umbral de la puerta, calle de Gallegos8, comenzaba a decir:

-Venga acá, capullo, y no me adbodote da vecindad. Tome este trago y este taco, y váyase duego a otra padte con sus heddamientas, dejándonos con nuestra entedeza y menestedes. En esta tiedda dos hieddos se dan fido unos hieddos con otros hieddos y no con piedra aspedón, y nos vamos a da sepudtuda como vinimos ad mundo.

Cuando el clamoreo de mala y aviesa catadura cogía al buen andaluz de mal temple, no había invectiva en su magín, ni especie o palabra picante en el Diccionario, que desde su puerta o ventana no se las disparase a grito hendido sobre el deshonesto francés, si era capador, o sobre el francés pordiosero, si era de los de la piedra de asperón. Tal vez acertó a estar en su tienda cierta persona grave, que al ver el alboroto de Manolito, que en pocas ocasiones se descomponía, le manifestó grande extrañeza por sus voces y exclamaciones. Nuestro héroe, al oírlo, replicó:

-¡Chodizo! (esta era la interjección más formidable que solía permitirse). ¡Chodizo! (volvió a repetir); ¿no ve V. que si dos gabachos dan en venid con das piedras y dos chiflos concluidán pod amodad a dos españodes y pod dejadnos útides sódo pada eunucos ded gran tudco o ded empedadod de Madduecos?

Por lo que después ha sucedido y en la actualidad estamos alcanzando, verán nuestros lectores que D. Manolito, además de otros muchos, poseía también el don de la profecía.

Fuera prolija tarea referir los destellos poéticos de maravillosa magia, de encarecimiento inmenso con que Manolito Gázquez inmortalizó su nombre en la poética, en la mágica y ponderativa Sevilla. Pondremos fin con el siguiente rasgo. Cierto día nuestro héroe asistió con gran parte de la nobleza y juventud sevillana, que siempre lo admitía en su círculo, a un palenque de armas, en donde así se hacía alarde de la destreza del sutil florete, como del irresistible poder de la espada negra. Después que dos contendientes admiraron al concurso por sus primores, su gallardía, sus tretas, sus estocadas, sus quites, y que, retirándose del asalto, dejaban a todos los aficionados con impresión profunda de agradable sorpresa, uno de los más notables por su habilidad en las armas le preguntó a nuestro héroe:

-¿Y V., Manolito, no juega la espada?

-Ese ha sido mi fuedte (replicó); yo soy discípudo de dos discípudos de Cadelanza y Pacheco. ¿Se acueddan ustedes de das famosas lluvias ded año de 76?

-Sí nos acordamos.

-Pues en una de aquellas noches de diduvio (prosiguió), estaba yo en da tedtudia de da señoda madquesa de... Todas das señodas se habían ya detidado en sus coches, y sódo quedaba da condesita de... y su hedmana, que no podían idse podque su caddoza no había podido llegad con ed agua. Aquellas señodas se afligían y quedían idse, y ¿qué hace Manodito?; saca da espada, y dice: «Señodas, agáddense Vds.» Y Manodito, con da espada a da lluvia, taz, taz, taz, tedcia, cuadta, prima, siempre con ed quite y ed depado, llegamos a padacio: ni una gota de agua había podido tocad a das señodas, y dejábamos detrás ahogándose a da Gidadda.

Manolito Gázquez, cuya juventud, por su lozanía, conservó hasta lo último de su vida, murió cerca ya de los ochenta años, al entrar el famoso de 1808.

¿Qué hubiera dicho este rey de los andaluces si, viviendo algunos meses más, alcanzara el trágico Dos de Mayo, la inmortal jornada de Bailén? ¡Qué no hubiera visto aquella poderosa imaginación en las poderosas maravillas que entonces improvisó el verdadero entusiasmo, el no mentido patriotismo español!!! Manolito Gázquez, presenciando la lucha de la Independencia y los principios de nuestras disensiones civiles, hubiera sido para los hechos de la primera un cristal de crecidísimo aumento, como para los segundos un prisma que los descompusiera y presentara en términos de arrancar algunas agradables risas, en cambio de las muchas lágrimas y sangre que nos han costado. Si nuestro héroe hubiera llegado como milagro de longevidad hasta la guerra cuya primera jornada acaba de concluir (estamos en 1841), entonces es indudable que le viéramos o escribiendo algún boletín de noticias en un periódico, o bien al lado de algunos generales redactando partes de encuentros, asaltos y batallas. ¡Tanta feria hubiera tomado su peregrina facultad de aumentar lo poco, y de ver lo que no había!!!

NOTA

Entre las pocas personas hoy vivientes y que alcanzaron el trato y comunicación de Manuel Gázquez, se cuenta al señor senador del reino D. Manuel López Cepero, deán de la santa Iglesia de Sevilla. El redactor de las Memorias del asombro de Andalucía, habiendo consultado al Sr. Cepero sobre algunos puntos de las aventuras de D. Manolito, tuvo el gusto de recibir contestación detallada de todo, añadiendo ciertas y picantes curiosidades, que para mayor recreación del público y no defraudarle de su original y nativo carácter, hemos querido trasladar aquí, copiando la carta misma del Sr. Cepero. Dice así:

«Manuel Gázquez debió de nacer alrededor del año 30 del siglo XVIII, porque en el segundo del XIX, cuando le conocí personalmente y empecé a tratarlo, frisaba en los setenta años, si bien él, por suponer más larga su experiencia, afirmaba pasar de los ciento y tener ya cerca de ochenta unos zapatos muy poco usados con que se engalanaba las fiestas, diciendo que les conservaba aprecio por ser los que llevaba cuando la Iglesia le estrechó en vínculo matrimonial con su Teresa.

Era la estatura de Gázquez menos que mediana, grueso de cintura arriba, casi redondo y muy corto de cuello, pero con facciones harto regulares y una tez limpia y despejada que se dejaba ver en toda su esférica cabeza, recogiendo con un listón negro muy flotante los pocos cabellos enteramente blancos que en tal época conservaba todavía. Ancho de hombros y dilatado pecho, cruzaba sus robustos brazos, cuando se sentaba, poniéndolos sobre el vientre elevado sin exceso, y sus manos y dedos, más gruesos que suelen verse a tantos años, manifestaban que Gázquez no había pasado los suyos en la ociosidad; y no me acuerdo de haberle visto sin hacer algo en su taller de velonería, donde por su localidad le visitaba diariamente; al contrario: siempre lo hallé trabajando con un oficial de más años que el maestro, el cual le sobrevivió pocos días por cierto; pero Gázquez le daba órdenes, dirigiendo sus faenas, como si mandase una compañía de granaderos, reconviniéndole frecuentemente por ello su anciano dependiente, y formando ambos diálogos muy graciosos, aunque sin faltarse ninguno a la decencia ni aun al respeto.

Gázquez conservó siempre cabal su dentadura, vivos los ojos y más agraciado el semblante de lo que sus años permitían, porque era tal su robustez y grosura, que las arrugas no habían podido desfigurarle, y así es que mientras no hablaba, lejos de excitar el ridículo tenía un aspecto a todas luces venerable. Era graciosamente balbuciente, aunque sin tartamudear, pero no hallando su fantasía, por falta de instrucción, medios de expresar lo que concebía, ni manera de referir las cosas maravillosas que se figuraba, adquirió fama de embustero, siendo así que nada era más ajeno a su carácter que la mentira.

Los que iban a oírle sin antecedentes para juzgarle y con la prevención de que sus ficciones exageradas y a veces inoportunas, siempre incorrectas por falta de educación, y no pocas veces mal entendidas, viéndole entusiasmado y oyendo los defectos físicos de su pronunciación, salían llamando disparatadas mentiras, a lo que era efecto de una imaginación que no halló materia ni pábulo en que ejercitarse con utilidad. Si Manuel Gázquez hubiera recibido educación literaria y cultivado los dotes que le dio la naturaleza, en vez de la fama ridícula que le ha quedado de embustero, habría tal vez dejado nombre de un ingenio sobresaliente.

Manifestaba haber tenido siempre las costumbres más puras, y todos cuantos le trataron aseguraban que jamás le oyeron palabra que envolviese la más leve idea de torpeza ni obscenidad. Casi llorando decía con frecuencia que si le hubieran enseñado a leer y a escribir, hubiera sabido más que Séneca, y es lo cierto que concurría a todos los actos literarios con el objeto de quedarse con alguna idea que él pudiese revestir después con colores maravillosos.

Pagaba dinero porque le leyesen la Gaceta, algunos de los que en aquel tiempo buscaban la vida de ese modo, por ser raras las Gacetas y no muy comunes los que pudiesen leerlas. Hablaba después de las batallas de Napoleón como si las hubiese visto; y yo le oí una descripción de la de Austerlitz, señalando hasta el lugar que ocupaban las vivanderas.

Habiendo oído decir que las monedas de Otón eran de las más raras entre las imperiales romanas, y sabiendo que yo tenía afición a la numismática, me ofreció unos cuantos ochayos borrosos, diciéndome que los guardase, porque, según él calculaba, debían ser del rey Atún primero.

Procuraba tratar a los moros que pasaban por Sevilla, y aseguraba entenderlos, porque él había estado en Tánger y Marruecos y visto toda la Morería, diciendo al mismo tiempo que todos sus viajes habían siempre sido por tierra.

Había en Sevilla por aquel tiempo ciertas callejuelas muy angostas y retuertas, cuyas casas eran generalmente habitadas por mujeres de mal vivir, y a todo este distrito, último alojamiento acaso de los moriscos, se le daba el nombre de Morería. Aludiendo yo a él, repliqué a Gázquez que aquella sería la Morería en que él había estado, porque para haber visto la verdadera habría tenido que rodear medio mundo o que atravesar el mar, cosa que, según acababa de decirme, jamás había hecho.

Apretado por el argumento, y no queriendo consentir que se le creyese capaz de frecuentar la Morería de Sevilla, poblada de malas mujeres, se obstinó en afirmar que hablaba de la de África, y que se podía ir a ella por tierra, o, lo que es lo mismo, sin embarcarse.

-Muestre V. (me dijo) esa boda en que está ed mundo pintado, y de didé pod donde me llevó un addaez, que era grande amigo mío.

Presenté a Gázquez el globo terráqueo, designándole el Mediterráneo que separa el África de España, y él, calándose sus anteojos y cubriendo con cada dedo una provincia, me preguntó de repente, como quien salía de un gran embarazo:

-¿Dónde está pod aquí ed cabo de Gata?

Y habiéndoselo mostrado, contestó:

-Pues desde éd sade pada da aceda de enfrente un caminito oculto que no lo saben más de cuatro.

Y quitándose las gafas, tomó su asiento, creyendo haber dejado, como de hecho la dejó, concluida la cuestión.

Tal es, amigo mío, el bosquejo del hombre por quien V. me pregunta, y desearía tener tiempo para enviárselo a V. más acabado, según las ideas que aún recuerdo haber formado observando a tan extraordinario original.

Una enfermedad aguda, como calentura pútrida, acabó con él por abril del año de 8, no habiéndole alcanzado la vida a presenciar ni aun las primeras escenas de nuestra revolución, que empezaron en Sevilla al mes siguiente, y en que su imaginación hubiera hallado ancho campo por donde extenderse.

Queda de V. siempre afectísimo y cordial amigo y capellán Q. S. M. B.-Manuel López Cepero




ArribaAbajoLa feria de Mairena



   Sus visos y alcores llena
por los floridos abriles
con sus feriantes Mairena,
cubriendo la rubia arena
yeguas y potros por miles.

    Va en manada el bravo toro;
más nada cual la serrana
que linda, pomposa, ufana,
lloviendo cairel de oro,
va a la feria en la mañana.

    Breve el pie como andaluz,
los ojos de matadora,
mucho negro y mucha luz;
cada mirada traidora
deja un muerto y una cruz.


(Cántiga popular)                


¡Ay, Mairena; ay, Mairena del Alcor! Si tu nombre en la lengua de los moros9 recuerda agua de la fuente, si con tus olivos eres la mata de albahaca de los olivares que crecen entre Carmona y Sevilla; si el Alcor sobre que estás situada te encima y sobrepone a cuantas villas, lugares y alcairías ostenta el Guadalquivir y presenta el Aljárafe; ¿quién no te celebrará además por aquella tu famosa feria de los finales de abril, precursora de la de Ronda, primera en todo el año para aquellos países, y rica cual ninguna de las dos Andalucías alta y baja? Allí, a tu feria, acude toda la gente buena, así de mantellina como de marsellés; allí las quebradas de cintura y ojito negro; allí viene la mar de caballos y otra mar de toros y ganados; allí las galas y preseas; allí los jaeces y las armas; allí el dinerito del mundo, y tras él sus golosos y enamorados de toda laya y condición, la buscona, la garduña, el tahúr, el truhán, el caballero de industria, el trapacero bribón, y el perdonavidas que come por el espanto. ¡Qué movimiento, qué Babilonia! Desde el Genil hasta la frontera de Portugal; desde Sierra Morena hasta las playas de Tarifa y Málaga, el universo mundo se conmueve para asistir a la famosa feria. Los caminos se cubren de feriantes que llevan su poca o mucha hacienda al alegre mercado de la Andalucía, de tratantes de toda especie que van allá a buscar su provecho y ganancia, de curiosos regocijados que van a vivir en éxtasis por vapor tres días en aquel centro de vida y de nuevas y variadas sensaciones; todo es gloria, todo esperanzas, como la víspera de una boda.

¡Ay, Mairena; ay, Mairena del Alcor! ¡Cómo recuerdo el delicioso y sereno día en que llegué desde Sevilla a tu rica y visitada feria. Un sol claro y benigno daba vida al lindo paisaje de Alcalá de Guadaira, que jamás tendrá pincel que lo retrate en toda su belleza, ni trovador que revele todos los dulces y risueños pensamientos que sugiere. A un lado y otro se extendían las simétricas selvas de olivos que se pierden a la vista, como el horizonte en el mar, y al frente, como cerrando el cuadro, se miraban coronados de rosadas neblinas los altos collados sobre que se ve fundada la antigua Carmona. Carmona, la ciudad más fiel a la causa del justiciero D. Pedro, y última depositaria de sus hijos y sus tesoros. En derredor y al lejos descollaban los oteros, las colinas, o se abrían los valles y cañadas, teatro de las hazañas de los descendientes y rivales de los antiguos Francisco Esteban, de Nebrón, y de Cadenas, los Siete Niños de Écija, José María, Caballero y otros ciento, reyes de los bosques y caminos de Andalucía, y al fin entre los árboles, e iluminadas vagamente por una luz de púrpura y oro, se dejaban ver las moriscas almenas de tu castillo, juro hereditario primero de los heroicos Ponces de León, timbre después de la casa de Arcos.

Ya, ¡oh, Mairena!, encontré tus anchos ruedos, tus espaciosos ejidos henchidos de toros y caballos, de ganados y aperos, de grupos de mercantes y chalanes, tus calles cubiertas de curiosos y feriantes, tus rústicas tapiales sirviendo de arrimo a cien y cien tiendas de variados y peregrinos objetos; los del más exquisito y subido lujo están en feria mano a mano con los objetos que más convienen a la condición y gusto de un pueblo pastoril y labrador.

El refinamiento de la civilización no ejerce allí su odiosa y exclusiva tiranía; todos disfrutan; los goces, la holgura son allí el patrimonio de la muchedumbre, porque están al alcance de todos. Esto derrama una bienandanza por todo aquel inmenso concurso, que añade nuevos quilates al placer del curioso observador. Al lado de los dulces laboriosamente confeccionados y sobrecargados de esencias y perfumes, regalo sólo del rico, se encuentra el acitrón, el alajú, los turrones y otros mil azúcares todavía de raza mora, que por su módico precio procuran igual sabrosa satisfacción a la aldeana, al rústico y demás gente menuda. Si allí el fondista muestra al gastrónomo su luciente aparador y batería, allá las gitanas, cubiertas de flores, en un aduar de chozas de singular talle y traza, ofrecen rubia como el oro, saltando entre el aceite, la masa candeal convertida en buñuelos, si apetitosa al paladar, fácil de costear para todo bolsillo. Los vinos extranjeros ceden allí al famoso y barato manzanilla; la aceituna de mil modos y siempre sabrosamente disfrazada, toma prioridad, como ama de casa, sobre la francesa y apatatada trufa, y la lima, el limón dulce y la naranja, manjar aristocrático en otros países, bailan de mano en mano entre las turbas de muchachos, y entre los corros y ruedas de los mayorales, ganaderos y otra gente, así de más alta como de más baja estofa. Acaso con sus blancas tocas y su pintado albornoz algún moro en una ancha cesta ofrece el dátil de Tafilete destilando miel, a los aperadores y guardas de campo que no tienen los ojos menos negros, ni las mejillas menos atezadas que él; y todos, todos disfrutan, huelgan, se solazan y recrean. Allá asisten a los títeres y volatines, aquí a la chirinchina y pulchinelas, acullá tratan y contratan; por este lado dicen la buenaventura, por aquel se ajusta un caballo o una punta de ganado; aquí se canta, allí se baila. Éste requiebra, aquél enamora; todos se agitan, todos bullen. ¡Cuánto yente, cuánto viniente! ¡Qué discurrir de hombres a caballo, de calesines que llegan, de coches que pasan, de barroches que vuelan, de pretales que suenan, de campanillas que alborotan, de zagales que gritan! Los ojos se deslumbraban y la cabeza se desvanecía.

Pero en tu feria, ¡oh, Mairena! es donde se compendia, cifra y encierra toda la Andalucía, su ser, su vida, su espíritu, su quinta esencia. No haya miedo que tu suelo se mire profanado en aquellos días por costumbre, uso o traje que no sea andaluz de todo en todo y por sus cuatro costados y abolorios. Allí un levitín o el frac más elegante de Borrel o Utrilla fueran un escándalo, una anomalía. Allí en los hombres (las mujeres, reinas absolutas) es obligatorio vestir aquel traje airoso, propio y al uso de la tierra. Los ingleses y otros extranjeros que vienen a visitar la feria desde Gibraltar y Cádiz, son los primeros en someterse a tal costumbre; si alguno al llegar a Mairena no viene preparado en su recámara con el vestido andaluz, compra inmediatamente un calañés, y con su bota y fraque de Londres se lo cala (¡qué cosa tan cuca!), y va gravemente paseando, como si fuese de todo punto atildado a lo andaluz y la majeza. Esta sumisión los hace agradables a la gente cruda, quien los adopta desde luego para la taberna y para la fiesta. Es como la circuncisión que habilita entre los moros para toda cosa, al nuevo retajado. En ti, Mairena, es donde se fija cada año el uso que ha de regir, los adornos que más han de privar, el corte que han de tener las diversas partes y aditamentos del traje andaluz. Unas veces el sombrero se desplega en su falda y se achata en su copa, como sombrero pando de fraile francisco; otras se recoge de ala y sube de cucurucho, como alcartaz de nigromante; ya se adorna con hebilla y franja de velludo, ya con pasador y cintas de colores; ora el chupetín va galoneado, ora cargado con sendas andanadas de botones turquescos, ora la chupa y calzón se agobian con muchos postizos y alamares, ora van sencillos y sólo con algunos lindos golpes de seda. Si los colores están al uso un año, en otro el negro se lleva la palma; y si la faja en el presente es encarnada o púrpura, el venidero será caña o escarolada. La bota es la que siempre es blanca, pero en las labores y pespuntes, ¡qué variedad, cuántos caprichos, qué primores tan diversos!

El caballo, así como el hombre, se somete en la feria de Mairena a llevar sus adornos y paramentos al uso exclusivo del país; los arneses de la brida ceden allí a los jaeces pintorescos de la jineta, recordando la traza y gala de las cuadrillas de Aliatares y Gazules. Se olvida la silla cortesana por el alto albardón jerezano; los arneses de elegancia se posponen a los fluecos y sedas del aparejo de campo; y aquel caballo, famoso en el mundo, que conserva en sus venas la pureza de su raza oriental, hijo del fuego y del aire, se envanece y pompea, cruzando los ámbitos del mercado en tal traza, con su frontil airoso de burato de colores, su atacola encarnado, obedeciendo la rienda del airoso jinete que lo monta, y ostentando acaso en grupa la linda serrana que viene con su hermosura a dar mayor realce a la feria.

Así entraste en Mairena aquel día, donosa Basilisa, sobre el soberbio marteleño de tu amante, pasando blandamente tu airoso brazo en derredor del talle del mancebo. El caballo era barceno, buen mozo, andando mucho, corriendo más, suelto, saltador. Las calles era necesario ensancharlas para su braceo; las piernas se quebraran con una uva, tan ágiles y sutiles eran; la cola barriera el camino si no viniese recogida, y sobre el lomo se pudieran contar cien doblones ochavo a ochavo. En grupas viniste, hermosa Basilisa, flor de la gracia, remate de lo bueno, ramo de azahares, y espumita de la sal; llegaste, y te derribaste del caballo con la limpieza del mundo, con el donaire de una bailadora. Las gentes te admiraban y se agolpaban a verte; el curioso, el paseante, te veía, te alababa, y, sobre todo, te codiciaba con el ahínco que yo me sé.

-Aquel pie (decía uno) es más breve que el instante de mi dicha; ¡quién fuera zapatito de seda para ser cárcel de tanto bien!

Otro replicaba:

-¡Pues qué del lindo engarce de aquel pie mentira con aquella pantorrilla tan de verdad! ¡Mal fuego para las puntas y cendales que tan prestamente me la embozan y roban a la vista!

Aquél añadía:

-Sus ojos son grandes como mis penas, y negros como mis pesares.

Éste:

-Su boca de anillo bebe por rubíes y respira por azahares.

Y estotro:

-¡Qué talle de junco tan bailador y de tantos accidentes! Vayan dos reales y vengan de esos movimientos...

Y tú, Basilisa, destocada, sin mantilla por mejor lucir tu cintura y traza, sin desdén como sin arrogancia, rayando en el desenfado sin tocar en la desenvoltura, y teniendo en fiel balanza lo picante con la compostura, ibas al lado de la rica majeza de tu amante, recogiendo plácemes y bendiciones del concurso entero. Las zagalas flores te ofrecían, las gitanillas te brindaban con sus hojuelas y buñuelos, y tu galán conduciéndote del brazo, hablándote dulce, rendido y amoroso, y llevando en su izquierda la larga vara que se lleva en feria, triunfaba del mundo entero, y el mundo entero le envidiaba. No se cambiara él por un rey de la tierra; tu hermosura y brio eran su señorío; las dotes varoniles de tu corazón su riqueza; y con su imaginación andaluza todo el porvenir lo veía de color de rosa.

Aquella noche bailaste en la fiesta, flor de las serranas, y tu galán contigo, cien coplas mil y mil mudanzas. Los hombres al verte enloquecían, y las demás mujeres, a su despecho, se deshacían en tus alabanzas, pues tal es el poder de la hermosura. Ellos en él, y en ti ellas, estudiaban en el vestir la ley y uso que por aquel año habían de imperar en la gala y traje andaluz, y en vuestro aire y quiebros la sal de Dios y lo sabroso y bueno de la gracia andaluza. Vosotros dos fuisteis los maestros del gusto de la tierra, los dechados de la majeza en toda la feria aquella vez, así como Mairena será siempre la universidad de los trajes y costumbres de Andalucía en toda su pureza, sin mezcla ni arrendajos de vestimentas ni de usos advenedizos de allende el mar, ni allende los Pirineos.



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