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- XI -

El ojo. Seres microscópicos


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Pocos días después de haber mediado la agradable conversación que en el capítulo anterior hemos referido, Basilio decía a su buen padre:

-Tiene usted una deuda contraída con nosotros, queridísimo papá.

-¿Y qué es ello?, preguntó éste cariñosamente.

-Nos tiene usted prometido explicarnos qué es el microscopio y cuáles son sus aplicaciones, y hablarnos de paso de los animales y otros objetos que no se pueden distinguir más que a favor de este aparato.

-Tienes razón, hijo mío, llama pues a tus hermanos, porque deseo que todos participen de la lección. Reunida la familia, el padre principió su explicación en estos términos:

-Diré, ante todo, alguna cosa del ojo humano, pues si no tenéis idea de este precioso aparato, no la podréis formar ni aproximada del microscopio o lente que deseáis   -125-   conocer. ¿Te acuerdas, Basilio, de lo que vimos el jueves por la tarde en casa de tu tío?

-Sí señor: la cámara oscura.

-Dinos qué es la cámara oscura, dijo Blanca.

-Si papá me lo permite, lo explicaré, respondió el niño.

-Te lo permito. A ver como satisfaces la curiosidad de tu hermanita.

-Había en la casa de campo de nuestro tío, que como sabéis domina una extensa campiña, un balcón cerrado; en el postigo o contraventana se había practicado una abertura a la que se ajustaba una lente convexa y verticalmente a cierta distancia habían colocado un cartón grande, blanco, en el cual se veía el campo con sus colinas, sus árboles, sus sembrados, el riachuelo con su rizada corriente, las ovejas que pacían en el fondo del valle, en fin, todo cuanto se hubiera podido ver desde el balcón si hubiera estado abierto; pero en miniatura.

-Bueno, como en un cuadro, interrumpió Jacinto.

-Sí, pero el cuadro tenía movimiento y vida; estaba animado.

-¿Qué quiere decir eso?

-Que el Sol le iluminaba realmente, las aguas del río se veían correr, las ovejitas andaban y pacían y los árboles se movían a impulso del viento. Aquello era precioso y el cuadro solamente tenía un defecto; pero era capital: estaba invertido.

-¿Al revés?

-Sí, lo de arriba abajo. Papá me explicó que los rayos luminosos conducen a todas partes la imagen de las cosas que iluminan; así pues, los emitidos por los objetos que componían el paisaje se dispersaban por todos puntos, y parte de ellos entraban por el agujero practicado en la contraventana, atravesaban el vidrio convexo y se pintaban o proyectaban en el papel: pero   -126-   en esta doble operación los rayos de luz se cruzan y por eso el cuadro aparece invertido.

-¿Te has fijado bien, Jacinto, y tú, Blanca, en la explicación de tu hermano?

-Sí, señor, dijo la niña, pero no lo entiendo muy bien.

-Yo también me he fijado, y creo que lo comprendo, repuso su hermano. Tú ya lo entenderás otro día.

Ojo humano

Ojo humano

-Pues bien, continuó el padre. Haceos cuenta que nuestro ojo es la cámara oscura. Enclavado en una cavidad llamada órbita, su forma es la de un globo casi esférico, rodeado completamente de una membrana llamada córnea, la cual en su parte anterior es transparente e incolora. Al través de la córnea transparente, se ve otra membrana circular cuyo color varía, siendo en unos individuos azul claro, en otros azul oscuro, o bien gris pardo amarillento-pardo oscuro, casi negro. En el centro de esta membrana que se llama iris hay una abertura circular también llamada pupila, la cual hace las veces del orificio en la cámara oscura. Detrás de esta abertura está el cristalino que es una verdadera lente. Atravesando los rayos de luz esta lente y el licor acuoso de que está lleno el globo del ojo, se refractan y pintan las imágenes de los objetos que los han emitido en la membrana posterior del mismo ojo llamada retina, que desempeña el oficio del cartón en la cámara oscura.

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-¿Y todo lo que miramos se refracta en la pequeña abertura de nuestros ojos?, observó Jacinto.

-Ciertamente.

-¡Cosa admirable! ¿Es decir, que cuando yo contemplo un bosque, una montaña, un edificio o el mar con sus barcos, estará todo esto pintado en mi ojo?

-Si así no fuese, nuestros nervios ópticos no podrían transmitir las imágenes al cerebro.

-Pero papá, dijo Blanca, cuando yo miro a una persona, a usted o a mamá por ejemplo, o miro mis ojos en el espejo, nunca veo en los de ustedes ni en los míos más que una carita muy mona...

-La tuya, ni más ni menos. Nadie puede ver otra cosa que lo que se llama generalmente las niñas de los ojos, porque al mirar los de otra persona se pinta su imagen en ellos; pero si los mares, las montañas, los edificios y los árboles pudiesen ver, también se contemplarían reflejadas en la pupila del que los admira.

-Otra cosa me ocurre, insistió la niña, y es que teniendo dos ojos y pintándose en ellos las imágenes, como en la cámara oscura, parece que deberíamos ver dobles los objetos y, sin embargo, no vemos más que una imagen como si tuviéramos un solo ojo. ¿Por qué razón?

-Más difícil de lo que presumes es contestar satisfactoriamente tu pregunta. Varias explicaciones se han dado y esto mismo ya indica la poca certeza de todas ellas.

Otro tanto os diré de otro hecho sorprendente y es que pintándose invertidos los objetos en la retina, igual que en la cámara oscura, los vemos, no obstante, en su posición natural. Para explicarlo hasta se ha llegado a decir que todo lo vemos invertido, aunque no nos lo parezca, por falta de punto de comparación.

-De modo que los sabios no están de acuerdo, dijo Basilio, en la explicación de ambos fenómenos.

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-No, hijo mío.

-¡La ciencia humana es, pues, muy incompleta!

-¿Quién lo duda? «Los antiguos creían...» « Los antiguos ignoraban...» hallamos cada paso en los tratados de cualquier ciencia. Pues bien, para los tiempos venideros, los antiguos seremos nosotros, y entonces se sabrá lo que nosotros ignoramos o se vendrá en conocimiento de que lo que tenemos por verdad es un error. ¿Cuándo dirá la ciencia su última palabra? ¿Quién arrancará a la naturaleza sus últimos arcanos? Sólo Dios está en plena y eterna posesión de la verdad.

-Pero, papá ¿no decía usted que nos iba a hablar del microscopio y de los objetos que sin él no pueden verse?, preguntó Jacinto.

-Voy a deciros algo acerca de ello, y creo que nada has perdido en adquirir idea de lo que es tu propio ojo, órgano del mas precioso de los sentidos.

-Tiene usted razón, papá, respondió Blanca, y a mí me ha gustado mucho, pero éste ¡es más impaciente!

-Cuando un objeto es sumamente diminuto, aun cuando esté muy bien alumbrado y se halle situado a la distancia de la visión distinta, el haz de luz que envía a la retina es tan pequeño que no puede producir en ella una imagen clara y determinada. Por eso, instintivamente, cuando no podemos distinguir bien un objeto lo acercamos más a los ojos; pero si lo aproximamos demasiado, sucede que los rayos emanados de los diferentes puntos del objeto no se reúnen en la retina y la imagen queda confusa, siendo imposible precisar su forma.

Ahora bien, el microscopio es un instrumento que tiene por objeto auxiliar a la vista, produciendo imágenes más o menos ampliadas de los objetos pequeños, que nuestros ojos pueden ver entonces claramente como a la distancia de la visión distinta.

Hay microscopios simples y compuestos y colocados   -129-   unos y otros en diferentes armaduras según el objeto a que se destinan. Reducido este aparato a su mayor sencillez, consiste en una simple lente plano-convexa o biconvexa que es lo que vulgarmente se llama cristal o anteojo de aumento.

Microscopio simple

Microscopio simple

-Papá, yo no sé qué quiere decir plano-convexo ni bi-convexo, dijo Blanca.

-Te lo explicaré. El cristal que cubre la esfera de mi reloj es convexo, si le vemos tal como está colocado; si lo sacamos del arito que lo sostiene y lo ponemos invertido sobre la mesa, nos presentará una forma cóncava; pero si en lugar de ser hueco, estuviera macizo diríamos que tenía una superficie plana y otra convexa y sería plano-convexo; siendo bi-convexo, esto es, convexo por ambos lados, si nos presentase por una y otra parte la forma que afecta ahora sobre la esfera del reloj. Otro ejemplo: la superficie de una bola es convexa y la superficie interior de una olla o caldero es cóncava.

De la mayor curvatura de la lente y de otras circunstancias de su construcción depende su mayor potencia, es decir, el poder de reunir a distancia conveniente los rayos luminosos que parten de los distintos puntos del pequeño objeto que se mira, presentándolo a los ojos del que lo observa mayor o menor, pero siempre mucho más grande de lo que es en sí.

Con el auxilio del microscopio puede la vista humana distinguir los menores detalles de los más diminutos seres vivientes, ofreciéndonos ocasiones de admirar a Dios, que se muestra tan sublime en la esbelta palmera y el gigante cocotero como en el moho que cubre la   -130-   húmeda tierra, tanto en el elefante y la ballena como en el pequeñísimo arador y el microbio que vive en ejércitos dentro de un vaso de agua.

-¿Con qué en un vaso de agua hay ejércitos de animalitos?, dijo Blanca.

-Sí por cierto, repuso el padre.

-¿Y nos los bebemos?

-Es claro.

-Fortuna es que no los vemos; de lo contrario, nos darían mucho asco.

pulga

pulga

-Miradas con el microscopio las pulgas, por ejemplo, son animales gigantescos en comparación de los infinitamente pequeños de que os he hablado. La greda, que como sabéis es una tierra arcillosa, que sirve para quitar manchas y lavar cierta clase de ropas, que cortada en piloncitos cónicos o cuadrangulares se usa también, lo mismo que el yeso, para escribir en los encerados o pizarras, contiene miles de animalitos muertos, que un tiempo vivieron en las aguas del mar o en los pantanos, y al arrojarlos las olas a la orilla o al evaporarse las aguas que los contenían, conservaron su vida durante mucho tiempo; y después, apiñados unos sobre otros y formando verdaderas montañas, han muerto sin haberse del todo petrificado, pues conservan cierta blandura y suavidad. En algunos países, por ejemplo, en Champagne (Francia) hay montes de greda, que deslumbran por su blancura, especialmente cuando los hieren los rayos del Sol.

Estos pequeños seres, que se reproducen en poco tiempo y con facilidad suma, en términos que dos o tres individuos procrean en breves días millones de millones, viven siempre en los líquidos, y por esa razón se llaman infusorios. Poned una gota de agua en cualquier parte, aunque sea sobre una barra de hierro,   -131-   que ya veis es materia dura y que, no se presta a servir alimento a ningún viviente: pues bien, al poco tiempo, el agua se pone turbia y es porque contiene una cantidad de infusorios relativamente grande. ¿Han nacido en el hierro? No, el aire los ha traído y los ha depositado en el líquido. Mirados con un buen microscopio se les ve retozar alegremente; después las materias alimenticias que para ellos contiene el agua, escasean al evaporarse ésta, y entonces se devoran unos a otros hasta que los que sobreviven a la terrible lucha se cubren de una especie de corteza, y aletargados o catalépticos pueden vivir durante mucho tiempo. En tal estado, el aire los conduce en sus corrientes y los deposita en cualquier líquido donde recobran al momento la vida y la actividad.

El aire, pues, está lleno de estos seres que se llaman microbios, y que según ha averiguado la ciencia moderna, son el origen de muchas enfermedades.

-¡Caramba con los animalitos!, dijo Jacinto, ya me dan más miedo que los animales grandes, porque éstos los veo venir puedo librarme de ellos, al paso que los microbios o infusorios los introduzco en mi cuerpo con el aire que respiro o me los bebo en el agua.

-Algún medio habrá para librarse de los que nos son nocivos, observó Basilio.

-De los que viven en el agua, ciertamente, respondió el padre. Cuando se sospecha que un líquido contiene infusorios perjudiciales a la salud, lo mismo que cuando se teme que las carnes contengan animalillos de las mismas condiciones, (la carne de cerdo triquinada, por ejemplo), no hay más que hervirlos; porque ninguno de ellos resiste a la ebullición.

-Háblenos usted, pues, de los animales grandes, insistió Jacinto.

-Otro día, porque hoy es tarde.

-No, papa mío, no es muy tarde, díganos usted al   -132-   menos si hay también plantas que no se puedan ver más que con el microscopio, dijo Blanca.

-Ya lo creo: el musgo que parece una alfombra de terciopelo verde, que tapiza las campiñas en otoño y en invierno, dando al suelo un aspecto agradable en medio de su tristeza y aridez, y prestando al aire el oxígeno de que carecería por falta de vegetación, ese musgo, pues, es un inmenso bosque formado por millones de arbolitos con sus ramas, sus hojas, sus flores y sus semillas; los líquenes que se forman en la tierra o en los troncos de ros árboles, son también plantas tan diminutas, a veces, que su conjunto se tomaría por una simple mancha verdosa; finalmente, cuando dejas un poco de pan o un pedacito de queso en un sitio húmedo ¿no has reparado alguna vez que se cubre de una capa verde por debajo y blanquecina en la superficie?

-Sí, papá, una cosa blanda que parece algodón.

-Pues bien, aquello es un conjunto de pequeñísimos hongos.

-¡Hongos como aquellos que se comen, que tienen un tallo y un sombrerillo y son semejantes a un paraguas?, interrumpió Blanca.

-De la misma familia; pero no vayas a creer que son buenos para comer.

-Ya sé que no. Dice mamá que aun entre los hongos grandes y que se pueden comer, hay algunas especies venenosas.

-Así es en efecto, respondió la aludida, y tanto que no basta a distinguir los provechosos de los nocivos el color ni el olor, y aun a veces ni el sabor, pues los hay que tienen un gusto muy agradable y contienen activo veneno. El llamado seta de cardo y otros géneros semejantes son inofensivos. Yo lo entiendo un poco, y nunca dejo que se sirva a la mesa dicho vegetal sin examinarle bien primero. A mayor abundamiento, la cocinera   -133-   hace hervir con él una cebolla, un ajo o introduce una cuchara de plata en el agua en que se cuece, y si las setas u hongos son de buena calidad no se altera el color del ajo cebolla u objeto de metal, poniéndose negruzco en el caso contrario.

-Al menos, dijo la niña, los vegetales infinitamente pequeños no hacen daño, con no comer las substancias enmohecidas estamos libres de todo peligro.

-No lo creas, hija mía, repuso el padre, pues muchas de las enfermedades de las plantas, como el oidium que ataca a las vides, y el polvillo negro, que tanto perjudica a los olivos, no son más que una multitud de pequeñísimos hongos, de la peor especie.

-Vamos, vamos, que yo estoy por las cosas grandes, repitió Jacinto, ¿No es verdad, papá, que otro día hablaremos de ellas?

-Sí, querido, pero sin que dejemos de consignar que hay en el reino animal y en el vegetal cosas muy pequeñas, pero nada despreciables; como son en el primero, las abejas, la cochinilla, etc., y en el segundo, los estambres de las flores de azafrán y algunos otros.

Faro

Faro



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