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- XXII -

Artistas y artesanos


Dibujo letra E

El hijo de la lavandera, el hermano de aquella niña que según referimos en un artículo anterior había acostumbrado los pajarillos, hambrientos en el invierno, a que entraran por la ventana de su habitación a comer las miguitas de pan, parte de su frugal almuerzo; siguió fielmente las instrucciones de Jacinto, y le entregó un gorrioncito joven, desalado, que corría toda la casa, volaba lo bastante para subirse a una mesa o al hombro de su dueño y acudía cuando éste le llamaba con un silbido.

Jacinto estaba contentísimo con su avecilla, y durante el corto intervalo que mediaba entre la salida del colegio y la hora del estudio jugaba con él y le enseñaba a tomar la comida de la mano o de los labios, posado en el hombro o en el borde de una mesa, a beber en una jícara y bañarse en un vaso.

Un jueves, salió a paseo con su padre y hermanos, y habiendo pedido permiso para llevar su pajarito, el padre se lo negó diciendo:

-¿No comprendes que si no le sueltas de la mano, tendrá menos libertad que en casa, y si le sueltas puede escaparse?

-¿No ve usted como en casa no se escapa?

Allí, si no salta o se cae de un balcón, abajo, cosa que   -249-   el día menos pensado te sucederá, no tiene donde meterse; pero en el campo, se escondería debajo de la yerba o entre unas matas, y te sería difícil cogerle cuando lo intentases.

-Saldría al momento, porque conoce mi voz y me quiere mucho. Verá usted.

En efecto, el muchacho silbó, y el gorrión se presentó saltando y piando.

-Sería posible que también sucediese eso en el campo; pero como no vamos a ningún desierto, podría suceder que al verle correr por el suelo, antes que tú le cogiera un perro o un chiquillo, que con la sana intención de que no se escapase, le apretara más de lo que conviene a su salud o a la conservación de su vida.

Jacinto no insistió, se despidió del pajarillo, dándole un trocito de almendra y muchos besos, y siguió a su familia. Llegados a una frondosa huerta, se sentaron sobre la yerba y merendaron alegremente.

El Sol se había puesto, y en un matorral poco distante se situó un ruiseñor y empezó a dejar oír sus dulcísimos gorjeos.

No sé si mis lectores se habrán fijado alguna vez en ello, pero el ave de que tratamos tiene un canto especial, que supera en dulzura y armonía a todos los de los otros pájaros, incluso los canarios; de modo que aquellas notas tan llenas, tan suaves al propio tiempo, repetidas sin cesar, parecerían enseñadas con artístico esmero, si una variación súbita, un grito más agudo, pero no menos grato al oído, no revelara la salvaje independencia del pequeño cantor.

Nuestros amigos estaban embelesados.

-¡Ay, papá! ¡qué lástima!, decía Jacinto.

-Lástima de qué, preguntó el padre. No me atrevo a decirlo.

-Si es alguna cosa mala, haces bien.

-Malo no es, pero...

-Pero ¿qué?

-Dirá usted que soy pesado.

-Habla, hijo, no seas tonto.

-Decía, pues, que es lástima que no me hubiera usted permitido traer mi gorrión, porque hubiera aprendido a cantar de ese ruiseñor.

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-Pues no es lástima, porque no hubiera aprendido nada.

-En una vez sola, no, pero si le oyera todas las tardes...

-Lo mismo, ni más ni menos.

-¿Está usted seguro?

-Segurísimo, y con una prueba que voy a darte, lo estarás tú también.

-Me basta que usted lo diga.

-Pero deseo que te convenzas. Los gorriones que viven en libertad, que son la mayor parte, oyen todos los días a los ruiseñores; igualmente los oyen los jilgueros, las golondrinas y otras mil clases de pájaros, sin que ninguna tenga la vana pretensión de imitarlos; y cantan toda su vida los ruiseñores, como ruiseñores; los jilgueros, como jilgueros; y los gorriones, no hacen más que piar como gorriones.

-Tiene usted razón. ¿Y en que consistirá eso?

-Ya te lo diré otro rato. Ahora calla y escuchemos al cantor de los bosques, cuya privilegiada garganta produce tan dulce melodía que parece se propone convencernos de su indiscutible superioridad.

-Ya alegro, porque a mí también me gusta oírle, dijo Blanca.

Jacinto puso el dedo índice sobre sus cerrados labios.

Poco después, un labriego montado en su mula, pasó por un sendero inmediato al sitio que ocupaban Blanca y su familia.

Venía cantando una de esas canciones peculiares de la gente del campo, con toda la fuerza de sus vigorosos pulmones; pero su voz no tenía nada de agradable.

Suspendió su canto para saludar al caballero y sus hijos, y después de un atento a «Dios guarde a ustedes», volvió a emprenderle desde el punto en que le había dejado.

El ruiseñor ya no se oía; sin duda, asustado con los gritos del labriego, había volado más lejos.

-¿Habéis leído en los periódicos si canta Gayarre en nuestro mejor teatro?, dijo el padre.

-Sí señor, contestó Basilio. ¿Quiere usted llevarnos?

-No lo decía por tanto, repuso el padre, tal vez antes que abandone esta ciudad iremos a oírle, porque no hay ocasión de admirar todos los días notabilidades como Julián Gayarre; pero una vez sola, porque personas de fortuna tan   -251-   modesta como la mía, no pueden permitirse oír muchas veces a quien vende tan cara su habilidad.

-¿Esa vez será esta noche?, preguntó Jacinto.

-No por cierto, porque tu mamá no está prevenida, y podría no ser de su gusto nuestra determinación; además, será preferible la víspera de un día feriado, pues mañana hay que madrugar para ir el colegio.

-¿Pues por qué lo decía usted?

-Lo decía para consultar vuestra opinión acerca de un asunto.

-Sírvase usted decirlo, a ver, a ver.

-¿Os parece que si hiciésemos ir esta noche y algunas otras al labrador que ha pasado, a que oyese al célebre tenor, llegaría a cantar como él?

-Yo creo que no, repuso Jacinto.

-Es claro, añadió Blanca.

-Soy de la misma opinión, dijo Basilio.

-¡Ah!, esto lo dice papá por lo del gorrión, exclamó Jacinto.

-Y con tanto más motivo, dijo Basilio, cuanto que el paleto es un hombre como Gayarre, y el gorrión pertenece a otra especie de pájaros muy distinta.

-Otro ejemplo, continuó el padre. ¿Veis ese animalito que hace rodar trabajosamente una bola de excremento de buey?

-Sí, señor, dijo Blanca, es un escarabajo pelotero.

-Así se llama, y ¿sabéis con qué objeto hace esa pelota y por qué la arrastra?

-No, señor.

-Pues bien; ahí ha depositado sus huevecillos o larvas, con el doble objeto de que estén calientes y resguardados, y de que, cuando nazcan los pequeñuelos, tengan alimento que lo será y muy apropiado a la blandura de su boquita, el estiércol que hay en el centro de la bola, cubierta de tierra del camino.

-Y ¿dónde la lleva?

-La lleva lejos de los sitios transitados donde fácilmente sería aplastada por los pies de los hombres o de las caballerías, y la enterrará entre yerba seca o tierra blanda, dejando terminada su obra.

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-Pues mire usted, no deja eso de ser ingenioso.

-Sí; mas compara ese tosco nido con las celdillas del panal de las abejas, o con las casitas que fabrican los castores a la orilla de un río, formando un dique, cual pudieran los albañiles dirigidos por un hábil arquitecto, y admira las distintas aptitudes de que Dios ha dotado a sus criaturas, y los diferentes grados de instinto que ha puesto en los irracionales.

-Es muy cierto, contestó Basilio, pero tratándose de hombres que todos tienen las mismas facultades, los mismos órganos, etc., me perece que la diferencia que existe entre unos y otros es más bien hija de la educación, de la sociedad en que se vive y otras circunstancias.

-No te negará, dijo el padre, que la educación influye mucho; pero la inmensa mayoría de los individuos que reciben una misma enseñanza no pasan de la categoría de medianías en un arte o una ciencia, y uno solo quizá entre ellos, se levanta a la altura de un cantor como el que ha dado margen a esta conversación, de un compositor de música como Mozart o Gounod, de un pintor como Fortuny o Madrazo, de un poeta como Calderón, Lope de Vega o nuestro contemporáneo Zorrilla; porque en el cielo del arte, como en el reino de los cielos, muchos son los llamados y pocos los escogidos.

-De modo, observó Jacinto, que es más difícil dedicarse a un arte que seguir una carrera.

-En marcha, repuso el padre, y por el camino hablaremos. Las personas que se dedican a las artes mecánicas, llámanse artesanos; y para esto les basta una inteligencia clara, un poco de imaginación y lo demás lo hace la práctica.

Los carpinteros, ebanistas, herreros, pintores de edificios; plateros, joyeros, sastres, etc., son artesanos. Las bellas artes son la música, la poesía, la pintura y la escultura; y para llegar a ser un artista regular no basta la enseñanza ni la práctica, ni la mejor voluntad del mundo; es necesario algo superior, algo sublime que se llama inspiración.

Los artistas necesitan una imaginación más viva, unos sentimientos mas delicados y al que sin estas cualidades quiere brillar como poeta, como pintor, etc., le sucede frecuentemente lo que al cuervo de la fábula.

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-¿Y qué le sucedió al cuervo de la fábula?, querido papá, preguntó Blanca.

-¡Ah! ¿no sabéis la fabulilla de Samaniego? Pues dice así:


   Un águila rapante,
con vista perspicaz, rápido vuelo,
descendiendo veloz de junto al cielo,
arrebató un cordero en un instante.
   Quiere un cuervo imitarla, de un carnero
en el vellón sus uñas hacen presa,
queda enredado entre la lana espesa
como pájaro en liga prisionero;
   Hacen de él los pastores vil juguete,
para castigo de su intento necio.
¡Bien merece la burla y el desprecio
el cuervo que a ser águila se mete!

-Muy bonita es, y tiene usted mucha razón en decir que el que se pone a hacer lo que no sabe, se pone en ridículo, dijo Blanca.

-Pues bien, se dice generalmente que el poeta nace, y lo mismo se puede decir de todas las bellas artes; ni el nacimiento, ni la fortuna, ni la educación influyen para que un individuo llegue a poseer un alma de pintor o de músico: por eso se asegura que todas esas artes son hermanas.

-Todas necesitan la inspiración, como ha dicho usted; pero ¿qué es la inspiración?

-Voy a daros una idea de ella:

¿Veis cuánta belleza hay en esa bóveda celeste, bañada por la tibia luz de la Luna? ¿Véis cuál brillan las primeras estrellas con fulgor suavísimo; oís el suave murmullo del viento entre las hojas, los susurros de los insectos y el rumor lejano del arroyo?

-Sí, señor, sí, respondió Jacinto, todo es muy agradable.

-Así lo comprendemos todos y experimentamos una sensación de placer; pero si con nosotros viniese un poeta, inspirado por esa misma sensación, sublimada por ese don especial de que el Cielo le ha dotado, lo describiría de un modo elegante, armonioso: cosa que ni vosotros ni yo sabemos   -254-   hacer. Si nos acompañase un pintor, tal vea se sentiría inclinado a trasladar a un lienzo este hermoso paisaje iluminado por el astro de la noche; si fuese un músico, acaso escribiría una armonía imitativa, sintiéndose emocionado por esos cien rumores vagos y cadenciosos, que a nosotros nos encantan, pero que nos contentamos con elogiar.

-¡Cuán dichosos son lo que nacen artistas!, dijo Basilio.

-¡Quién sabe si son o no dichosos!

En confirmación de lo que os decía anteriormente, de que la inspiración y el genio artístico no conocen época, edad ni condición, os citaré a Esopo, que era un infeliz esclavo frigio, el cual vivió más de cuatro siglos antes de Jesucristo.

Enterado de que los filósofos dictaban sus sentencias y explanaban sus teorías en un lenguaje grave altisonante, él se propuso hacerse entender del pueblo y la nobleza, de los ignorantes como de los sabios, componiendo fábulas o apólogos en que las más sanas máximas morales estaban al alcance de todos, valiéndose de los animales, las plantas y las cosas inanimadas a quienes ponía por modelo y hacía hablar cuando le convenía, es decir, suponía que hablaban y dictaban sabios consejos.

No tan sólo alcanzó su emancipación, sino que los reyes y los poderosos desearon conocerle y le colmaron de favores. Sus fábulas se han traducido en todos los idiomas: Fedro, Lafontaine, Iriarte, Samaniego no han hecho más que traducir y versificar sus pensamientos; pues la mayor parte de las que han escrito, y entre ellas la que he citado hace poco, son de aquel celebérrimo y antiguo sabio.

-Pero los pintores, si no los enseñan, no podrán hacer cuadros, dijo Basilio, porque es diferente de hablar o escribir.

-No hacen cuadros desde luego; como los poetas no escriben sus versos si no les enseñan a formar las letras, como le sucedía a Lope de Vega, uno de los más preclaros poetas españoles, que a los ocho años componía versos que dictaba a sus condiscípulos, porque él, aunque leía correctamente en castellano y en latín desde tres años antes, aun no sabía escribir más que en papel pautado.

En cuanto a los pintores, también nacen pintores; pues el malogrado Fortuny, hijo de una pobre familia de Reus,   -255-   en Cataluña delineaba con carbón, en las paredes de su morada o en las tapias de los vecinos huertos, figuras y paisajes que revelaban su admirable talento.

Rafael de Urbino, también empezó a manifestar desde sus mas tiernos años el genio sublime que le ha conquistado fama universal; se le buscaron maestros, y a los 17 años pintó el templo de Santo Tomás de Tolentino. Poco después, colaboraba en Roma con Miguel Ángel, en la pintura del Vaticano, y ejecutó los célebres frescos que han sido y son la admiración del mundo; después, han brotado de su mágico pincel Vírgenes inimitables, cuadros de la Sagrada Familia y otras infinitas producciones.

-¿Qué son frescos?, preguntó Blanca.

-Son cuadros, respondió el padre, que no se pintan en un lienzo, sino en una pared recién construida, fresca todavía, de cuya circunstancia toman su nombre. Una pintura de esta clase tiene tanto mérito como otra que está sobre el lienzo, y es más duradera.

-Ya lo creo, observó Jacinto, dura tanto como el edificio; pero tú calla, para que papá nos pueda hablar, antes de llegar a casa, de alguno que ha nacido músico, y como tal se ha distinguido.

-Rossini, el compositor de la música de óperas tan magnificas y conocidas como la Semiramis, Otelo, Moisés, Il Barbiere y otras varias, era hijo de un pregonero de Pésaro, el cual, comprometido en una revuelta política, fue encarcelado, y la madre del futuro compositor, que poseía bonita voz, pasó a Bolonia y se ajustó de corista en un teatro para ganar su propio sustento y el de su hijo, a quien proporcionó un maestro de piano, pues notaba en él disposición para la música; pero el pequeño Joaquín, travieso y desaplicado, no se aprovechaba de las lecciones de Prinetti, que así se llamaba el profesor.

Descontento el padre de su comportamiento, en cuanto salió de la cárcel le puso de aprendiz en casa de un herrero; cambió entonces de conducta, suplicó a sus padres que le volviesen a la carrera de la música, y a los diez años ya subvenía a las necesidades de su familia, cantando de soprano en las iglesias.

Más sorprendente aun es la infancia de Mozart, nacido a   -256-   mediados del siglo XVIII en Salzburgo, ciudad de Austria. No ha existido quien mostrara mayor precocidad: apenas tenía tres años, ponía las manos en el teclado del piano y expresaba grande alegría al hallar un acorde; a los cuatro años compuso algunos bailes, y a la edad de seis, acompañado de su padre, recorría las capitales, entusiasmando a los reyes y a los músicos, que quedaban absortos ante aquél niño extraordinario.

Y basta, pues ya hemos llegado a casa.

-¡Ay, papá!, cuántas cosas buenas nos ha enseñado usted, dijo Blanca. ¡Cuán bueno es usted, y cuánto sabe!

-Pues aún le iba yo a preguntar otra cosa, añadió Jacinto.

-Quédese para mañana, respondió el padre. Id ahora a saludar a vuestra mamá.

Dibujo de instrumentos



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