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- XXIV -

Pena y gloria


Dibujo letra E

El padre de Blanca, por asuntos de suma importancia, se vió precisado a separarse de su familia; y la madre, ocupada en sus quehaceres domésticos durante el día, empleaba las noches (que por otra parte eran ya muy cortas), en escribir diariamente a su esposo, corregir las cartas de sus tres hijos mayores, que también cotidianamente le daban parte de su comportamiento y adelantos, y repasarles sus lecciones; así es que se habían suspendido aquellos sabrosos diálogos, que formaban las delicias de la familia.

Un jueves por la mañana, Blanca salió del colegio profundamente desconsolada.

Preguntole su madre la causa de su aflicción, y ella dijo que había perdido una compañera, que después de faltar unos días al colegio, había fallecido víctima de un ataque cerebral, según relación de la persona que había ido por encargo de sus padres a comunicar a la profesora tan triste nueva.

-¿Y qué niña era esa?, preguntó la madre.

-Una hija de un modesto industrial, de un carpintero: es la hermana de la muda de quien hablé días pasados.

-¿Y qué edad tenía?

-Nada más que ocho años, pero estaba muy adelantada,   -268-   porque era de las más aplicadas del colegio. Yo la quería mucho, por esto, y porque ella también me quería y era muy buena amiga.

-Pues bien, no llores, porque no remediarás nada con tu llanto, ni es de buenos cristianos el desconsolarse tanto por la pérdida de nuestros semejantes: cosa prevista, inevitable y conforme a las leyes de la naturaleza.

-Ha enviado a decir también su madre, que si alguna de sus compañeras quería asistir al oficio de ángeles que se celebrará mañana, quedaba invitada.

-No quisiera, hija, mía, contrariar tu deseo, pero tampoco me gusta que pierdas una mañana de clase, ni que ya vayas a ninguna parte sin tus padres o la maestra; pero esta tarde enviaré a tus hermanos a casa de tu tío, pasearán o jugarán con sus primos, y yo misma te acompañaré a la casa de la que fue tu amiga y te despedirás de sus restos mortales.

-Blanca aceptó con gratitud la oferta de su madre, y, llegada la hora oportuna, se trasladaron las dos a la casa mortuoria.

Sobre un modesto lecho estaba el cadáver de la niña, cuyas bellas facciones apenas había alterado la muerte.

Un sencillo vestido de muselina y una corona de blancas flores eran los únicos adornos con que el cariño maternal había engalanado aquel cuerpo sin vida; cuatro velas, colocadas en altos candeleros, alumbraban la estancia, interrumpiendo con su chisporroteo el lúgubre silencio que reinaba en ella.

Cuando llegaron madre e hija, estaba sola la familia que se reducía al carpintero, su esposa y la niña muda. Hallábanse en una estancia inmediata, porque la vista del cadáver aumentaba su dolor; pero cuando la señora y la niña se dieron a conocer, se levantaron los padres y las acompañaron: él, pálido y cabizbajo; ella, derramando copiosísimo llanto.

Blanca, llorando también, se acercó, imprimió un beso en la pálida frente de la muerta, y deshojó sobre su cuerpo un rama de rosas y jazmines que su mamá le había comprado.

Volviéron a salir y la compasiva niña se sentó al lado de   -269-   la mudita, y empezó o acariciarla sintiendo que la otra no pudiese oír las palabras de consuelo que de buena gana le hubiera dirigido.

Entretanto, la esposa del carpintero, mujer ignorante y poco resignada, como si su hija mayor hubiese estado dormida, y ella hubiera respetado su sueño, en cuanto perdió de vista su faz inanimada, empezó a decir con acento de profunda amargura:

-¿Ha visto usted, señora, desgracia como la nuestra?

-Triste es, por cierto, perder una hija, respondió la madre de Blanca.

-Pero no es sólo eso, es que mi desdicha no puede ser mayor.

-No diga usted eso, buena mujer; pues así como la misericordia de Dios y sus bondades son inagotables, también los golpes que puede descargar sobre una persona o una familia, cuando determina probarla o castigarla, pueden ser muchos y muy dolorosos.

-¿Pero no me ha quitado mi hija mayor, la única que hablaba y oía y me ha dejado esa infeliz, que no sirve ni servirá nunca para nada?

Afortunadamente, Luisa, que así se llamaba la aludida, tenía los codos apoyados en las rodillas y la cabecita sepultada entre las manos, y no vió la mezcla de compasión y desprecio que había en la mirada de su madre.

La señora levantó la cabeza de la niña, la miró con cariño y la besó en la mejilla.

Era una preciosa criatura de unos seis años, ligeramente morena, con hermosos ojos, labios encarnados como el coral y ensortijado cabello negro.

Sonrió al través de sus lágrimas, y con un gracioso ademán manifestó su reconocimiento a la madre de Blanca. Esta señora tomó la palabra, y sentándose al lado de la afligida mujer, y tomándole las manos entre las suyas, le dijo:

-Escuche usted, amiga mía, cruel es para una madre perder una de las prendas de sus entrañas, pero...

-¿Se le ha muerto a usted algún hijo, señora?, interrupió bruscamente la mujer.

-No, gracias a Dios.

  -270-  

-Sí se le muriera a usted esa señorita, veríamos si se consolaba tan fácilmente.

La señora experimentó un sentimiento doloroso, y dirigió a su hija una mirada llena de inefable ternura.

-A pesar de que creo que tiene otros hijos, y no son mudos como la mía.

-Tengo tres hijos varones, y esa sola niña, no son mudos, pero si lo fueran me conformaría con mi desgracia; y si Dios llama a su gloria a alguno de ellos, procuraré resignarme también.

-Pues cuando se le haya muerto alguno, veremos si se queja usted de la Providencia.

-Nunca. Dios me los ha dado y puede quitármelos.

-Pero ¿no podía haberse llevado la muda?

-Podía, pero cuando no lo ha hecho, es prueba de que convenía que sucediese de este modo y no del otro. ¿Qué sabemos si alcanzando una vida muy larga hubiese cometido graves faltas o hubiera experimentado terribles desgracias, y hubieran ustedes sentido morir y dejarla sin consuelo en esta miserable vida? Comprendo la pena de usted, aunque no haya sufrido pérdidas semejantes, la compadezco y le suplico me perdone si mis palabras la han ofendido.

-Señora, usted ha de perdonarla; porque como la pobre está tan desconsolada, le ha respondido de un modo poco conveniente, dijo el marido, que hasta entonces no había hablado.

-Ese Dios de quien usted se queja, continuó la señora, ha querido librar a su niña de las amarguras y desengaños de la vida, de la pobreza, de las enfermedades; y después de pasar breves años en compañía de sus padres y de su hermanita, querida de su familia, de su maestra y compañeras, una corta enfermedad la ha sacado de este mundo y le ha abierto las puertas de la gloria.

A estas horas, ella, inocente y pura como los ángeles que la rodean y acompañan, goza de la presencia del Altísimo, que es el verdadero, el sumo bien, la única felicidad que puede saciar el corazón. Seguramente que si dentro de algunos años un príncipe poseedor de grandes estados, querido y respetado de sus súbditos, la hubiese pedido por esposa, ofreciendo sentarla en trono de marfil y oro, cubrirla de   -271-   púrpura y pedrería, alfombrar las sendas que pisara de flores maravillosamente hermosas y fragantes, regalar su oído con música variada y deliciosa; si ese rey fuese además hermoso, amable y justo sobre toda ponderación, ¿no es verdad que hubieran tenido a gran dicha el concederle su mano, aunque hubiesen tenido que imponerse el sacrificio de privarse de su presencia?

-Sí, señora, ciertamente, dijo el padre.

-Pues cuanto he dicho y cuanto puede imaginarse bello, rico y precioso es una pálida sombra de la gloria, de la dicha, del contento que rodean a la hija que ustedes lloran con tanta pena, y a quien los ángeles sonríen, acompañándola triunfalmente a la presencia del inmaculado y Divino Esposo.

-¡Cuán consolador es lo que usted nos dice, señora! Me gustaría tenerlo escrito, para leérselo a esta pobre, cuando llora se desconsuela, dijo el carpintero.

-Mañana, respondió Flora, les enviaré a ustedes unos versitos que escribió una amiga mía en ocasión semejante.

-Pero aunque nuestra hija sea dichosa, nosotros y esa pobre criatura seremos muy desgraciados. Nosotros confiábamos en que, cuando Dios nos llamara a sí, quedarían juntas las dos hermanas y nuestra Angelita sería el apoyo de la pobre muda; pero ahora, ¿que va a ser de ella, sola en el mundo?, dijo la madre llorando.

-Edúquenla ustedes bien y sabrá ganarse la vida. ¿Quién la enseñará?

-Las profesoras que tienen a su cargo la educación de esas desgraciadas.

-Nosotros no tenemos recursos para costear la enseñanza. ¿Ignoran ustedes que el Municipio sostiene un establecimiento en que podrá recibir gratuitamente la más esmerada instrucción y educación?

-No lo sabíamos.

-Pues bien, dentro de pocos días, yo acompañaré a Luisa a la escuela municipal de sordomudas, y la recomendaré a la Directora, a quien conozco y estimo en lo mucho que vale, pues su talento y paciencia son dignos de todo elogio.

-¡Bendita sea usted, señora!

-Bendito sea Dios, que es el consolador de los afligidos, y   -272-   de quien los mortales no somos más que indignos instrumentos, dijo la madre de Blanca levantándose para márcharse.

-No olvide usted enviarnos el escrito que nos ha prometido, dijo el artesano.

-Mañana sin falta, después de introducir en él las modificaciones que crea necesarias, le remitiré, respondió ella.

En el día inmediato envió la siguiente poesía:




¡Dichosa tú!


    Dime, niña, ¿por qué causa
dejaste el límpido cielo,
trocando por este suelo
la mansión del querubín?
¿Qué esperas hallar, hermosa,
en este valle infecundo?
Sólo pesares da el mundo
y un negro sepulcro el fin.

    ¿No temes mojar tus alas,
delicada mariposa,
en el agua cenagosa
de este inmundo lodazal?
Flor del Edén, ¿no recelas
perder tu fragancia pura
o que manche tu blancura
el contacto mundanal?

    ¿Por qué vivir, hija mía,
una vida triste y larga
y un cáliz de hiel amarga
hasta las heces beber?
¿Por qué vivir? si te faltan
de tus padres las caricias,
nunca tan puras delicias
podrán para ti volver.

    Cuando la Iglesia cristiana
te acogió piadosamente
y selló tu blanco frente
con la señal de la cruz,
Ángela te dió por nombre
y el ángel mora en el cielo,
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alza , pues, tu raudo vuelo
a la mansión de la luz.

    ¿Por qué tus labios de rosa
pierden el brillo primero?
¿Por qué tu rostro hechicero
pálido y marchito está?
¡Pobre niña!, flor temprana
que un rayo del Sol hiriera,
¡Esa dolencia ligera
traerá la muerte quizá!

    Vive la hortensia en su tallo
si la toca el Sol ardiente,
inclinada tristemente
sin perfume ni color;
pero el jazmín delicado
muere al punto de tristura,
perdida la esencia pura,
perdido el primer albor.

    Así tú, por no exponerte,
en esta tierra maldita,
a llevar triste y precita
una vida sin virtud;
cual la flor dobla su tallo,
doblas tu linda cabeza,
y encierras tanta belleza
en un sencillo ataúd.

    Ya expiró. Padres amantes,
¿por qué lloráis sin consuelo?
¿No esta mejor en el cielo
que en este mundo falaz?
Tendréis un ángel que ruegue
por vosotros al Eterno,
y mande al hogar eterno
la bendición y la paz.

    Del céfiro en los suspiros
oiréis su plácido acento,
beberéis su puro aliento
en la esencia de la flor,
y en la bóveda celese
al contemplar una estrella,
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Veréis su mirada bella
llena de dicha y de amor.

   Y al terminar el destierro
que aquí las almas cautiva,
en su patria primitiva
venturosa la hallaréis.
¡Niña hechicera, en buen hora
dejaste el mísero suelo!
Volviose el ángel al cielo,
pobres padres, ¡no lloréis!

Dibujo ángel



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