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- II -

El libro de los Reyes


Dibujo letra M

Mis jóvenes lectores se estremecerán de placer al recordar las dulces emociones experimentadas todos los años la noche del 5 al 6 de enero. Los niños se acuestan tempranito y desean conciliar pronto el sueño y no despertar hasta la madrugada, hora feliz en que los Reyes han pasado ya y colocado en el balcón los dulces, juguetes y a veces cosas mas útiles; pero la propia emoción, la extraordinaria alegría son causa de que tarden más de lo regular en dormirse. Lo consiguen por fin, y sueñan con los Reyes, llega al cabo la deseada aurora, los pequeños se levantan aquel día antes que las demás personas de su familia, y en su impaciencia, quisieran abrir el balcón y salir a medio vestir para recoger los anhelados juguetes... Se levanta la cariñosa madre, que con prudentes avisos ha evitado que los hijos se expongan a coger una pulmonía, abriga bien a los niños, abre un poquito el balcón y cada cual toma su   -16-   regalo y entra en la habitación saltando y gritando, arrebatado de purísimo e infantil regocijo.

-Así sucedió en casa de Blanca: Jacinto y Basilio dijeron que ya eran demasiado grandes, que los Reyes guardaban sus dádivas para los niños chiquitos, y así renunciaron filosóficamente a verse agasajados por tales personajes; no así Blanca y Enrique que pusieron en el balcón sendas bandejas, con la esperanza de encontrar en ellas alguna cosa buena, porque decía Blanca:

-Mi hermanito y yo somos pequeños todavía, y además somos buenos, porque hacemos todo cuanto nos mandan papá y mamá, de modo que los Reyes no podrán menos de querernos.

En efecto, al día siguiente, en el azafate de Blanca se encontró un precioso libro de cuentos con bonita encuadernación y muchos grabados, una lindísima muñeca sin vestir para que ella se entretuviese en hacerle los vestidos y una caja de excelente mazapán; y en el de Enrique había, amén de una regular cantidad de turrón, un tren de ferrocarril, compuesto de cinco cochecitos, que por medio de un resorte andaba solo por toda la casa.

La alegría de los niños no conoció límites durante algunos minutos, y se expresó con risas y palmadas; pero, calmado el primer ímpetu, Enrique dijo a su hermanita:

-Los Reyes te quieren más que a mí, Blanca.

-¿Por qué dices eso?, respondió ella.

-Porque te han traído tres cosas, y a mí dos solamente.

-Es natural, a mí me han traído una muñeca; a ti, el tren; a mí, dulces; a ti, también...

-¿Y el libro?

-A eso iba. A ti no te han traído libro porque no sabes leer.

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-Bien, pero podían haberme traído otra cosa, una escopeta, por ejemplo.

-Eso serían dos juguetes, y a mí no me han traído más que uno. Los Reyes no quieren que juguemos siempre y ya verás como cuando sepas leer te traen uno o más libros.

-¿Qué saben ellos si sé leer o no?

-Lo mismo saben eso que si somos buenos o malos.

El niño calló y fue a enseñar su juguete y su golosina al padre, a los hermanos y a las criadas. La madre los haría visto al mismo tiempo que él, porque había salido con los niños al balcón a recogerlos.

Pasaron días, y Blanca no se cansaba de admirar los preciosos grabados del libro; pero una noche en que, reunida la familia, estaban como de costumbre entregados sus individuos al trabajo o a la lectura, Blanca dijo a su madre:

-¿Sabe usted, mamá, que me ha causado gran sorpresa una cosa que he visto?

-Y ¿qué cosa es ésa? Dila, hija mía, a ver si yo también me sorprendo.

-¿Ve usted este bonito libro?

-Sí, el que te trajeron los Reyes.

-Pues bien, mi amiga Juanita tiene uno enteramente igual, que le ha comprarlo su papá; pero tan igual, que los grabados son idénticos, las páginas concluyen con la misma palabra, donde el uno tiene letra mayúscula el otro también; de modo que al compararlos, si no hubiera sido porque el mío está completamente nuevo y el suyo un poquito deteriorado, no hubiésemos podido distinguirlos.

-Y ¿qué tiene eso de particular?, observó Flora.

-Tiene, que habiendo comprado el uno aquí, y habiendo traído el otro de... ¿ De dónde traen los regalos los Reyes?...

-De ninguna parte.

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-¡Ah!, ¿no nos regalan? ¿Pues no decían ustedes que sí?

-Los Reyes bajan del cielo, y premian a los niños que lo merecen con recompensas de todas clases, pero como en el cielo no hay fábricas de juguetes, ni librerías, ni confiterías, es de suponer que lo comprarán aquí; por eso en los días que preceden a vuestra fiesta favorita se nota tal profusión de juguetes en todos los comercios, para que esos señores puedan escoger.

-¡Ah, ya! Pero, ¿cómo no encontramos nunca ningún rey comprando muñecas y cosas bonitas?

-Porque irán muy tarde, cuando ya duermen los niños.

-¿Y no se cerrarán las tiendas en toda la noche?

-Es probable que no.

-Con que los Reyes habrán comprado el libro aquí, lo mismo que el papá de Juanita.

-Y si no, mira la portada y verás dónde se venden.

-¿Qué es la portada?

-La primera página en que hay algo escrito.

-Es verdad: «Imprenta y librería de D. F. de T.», de modo que habrán hecho dos libros iguales.

-No, hija mía, habrán hecho tres o cuatro mil.

-¡Jesús! ¿Y para qué tantos?

-Por dos razones: la primera, porque siendo una obra útil, agradable e interesante puedan disfrutar el placer de su lectura y aprovecharse de los conocimientos que difunde muchas niñas a un tiempo; y la segunda, porque como el hacer un libro cuesta mucho trabajo y han de emplearse en ello bastantes personas, que ganan el sustento de su familia ejecutando las diferentes operaciones que requiere, echo el primer ejemplar (que así se llama) se puede, con la mayor facilidad y en poquísimo tiempo, hacer un gran número de ellos, lo cual proporciona provecho a la sociedad y lucro a los citados industriales.

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-Es verdad que, habiendo dibujado una de estas láminas tan bonitas, ya no les costará tanto el copiar las otras, pero siempre emplearán muchos días en hacer dos a tres mil, y como en cada libro hay varias, será cosa de nunca acabar.. ¡Pobres dibujantes!

Grabador al boj

Grabador al boj

-No, hija mía, cada paisaje, cada figura, cada lamina, en fin, no se dibuja más que una vez en el papel, después otro artista lo copia con minuciosa exactitud en una plancha de boj, para lo cual se vale de un instrumento llamado buril, y una vez grabado en el boj, la prensa traslada al papel cuantos ejemplares se desea. Hay, además, grabados en metal, hechos a mano o bien por procedimientos químicos y mecánicos.

-Y, ¿qué es la prensa, querida mama?, porque me interesa mucho cuanto usted me dice, y deseo enterarme bien.

-La prensa es una máquina que impulsada por la fuerza animal, por el vapor o por cualquier otro motor, oprime el papel para que se estampe en él lo que lo esta en el boj, o en una plancha de piedra o de acero. Este procedimiento puede compararse al que emplean en el servicio de ferrocarriles cuando timbran los billetes que entregan a los viajeros. ¿No lo has reparado nunca?

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-No me he fijado, pero he visto que papá tiene un sello para las cartas, lo aplica y queda su nombre en el papel.

-Tienes razón; pues una cosa semejante sucede con los grabados de los libros.

-Bueno, eso ya lo entiendo; pero, ¿y las letras, se hacen lo mismo?

-No, querida mía. En las imprentas, que así se llaman los establecimientos dedicados a esta utilísima industria, hay millares de letras como ésas en que está impreso tu libro y de todos tamaños; el oficial tipógrafo, que ha de ser un hombre instruido y de gran paciencia y destreza, lee el original que está escrito en letra de mano...

-Bien, vamos, como escriben papá, usted, mis hermanos...

-Y todos los que saben escribir. Toma, pues, el original y va componiendo la página del libro, colocando ordenadamente aquellas pequeñas letras con sus puntos, comas, acentos y demás. Terminada la página, se saca una prueba en cualquier papel, el corrector de la imprenta la examina escrupulosamente para ver si está conforme con el original, y una vez corregida, se sacan por medio de la prensa miles de ejemplares de cada página y de cada pliego, que encuadernados después, forman los preciosos libros de que tan contentas estáis tú y tu amiga Juanita.

-¡Qué cosa tan maravillosa!

Cerró el padre el libro en que leía y tomando parte en la conversación dijo:

-Maravillosa en verdad, hija mía, y que nos prueba de cuánto es capaz la inteligencia humana, ese don con que el Supremo Creador nos ha enriquecido, haciéndonos tan superiores a todas las otras criaturas. Antiguamente no se conocía el arte de imprimir; y era necesario copiar pacientemente una o más veces los libros

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Monjes copistas

Monjes copistas

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que se quería conservar, lo mismo que tus hermanos copian o ponen en limpio (como ellos dicen), los problemas y los documentos que por vía de ensayo les mandan hacer los profesores; por consecuencia, había pocos libros y muy caros, porque el sacar cien copias, por ejemplo, de una obra de alguna extensión costaba años enteros, los copistas hacían pagar mucho por aquella trabajosa tarea, y a pesar de que los monjes en los conventos, durante la Edad Media, se entregaban frecuentemente a ella, muchos buenos libros quedarían sin copiar, y perdiéndose después o inutilizándose el único ejemplar que existía, quedaba privada la humanidad de conocer los sucesos que narraba o los pensamientos que contenía.

Basilio y Jacinto, entre tanto, habían llegado, besado la mano a sus padres, corrido a dejar sus libros y sus carteras, y colocándose al lado de su hermanita escuchaban atentamente las últimas palabras del papá.

-¿Cuándo y cómo se inventó la imprenta?, interrogó el primero.

-A mediados del siglo XV, respondió el padre, vivía en Maguncia, ciudad de Alemania, un joven llamado Juan Gutenberg, huérfano de padre y madre, poseedor de escasa fortuna, pero dotado de claro talento.

Trasladado a Estrasburgo, viendo que el deseo de saber se desarrollaba entre sus contemporáneos, y particularmente en aquel pueblo estudioso y pensador, y que la copia manual de los pocos libros que existían no podía satisfacer la necesidad creciente de adquirir conocimientos, empezó a discurrir si sería posible hacer un molde que pudiese reproducir muchas veces las páginas de cada volumen; mas como era necesario hacer uno para cada página el coste hubiera sido inmenso; entonces le ocurrió construir letras sueltas, de modo que se pudiesen formar con ellas todas las palabras que contiene cada página del libro.

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-Bien, como nos ha explicado mamá que hacen ahora -observó la niña.

-Sí, querida, pero no creas que Gutenberg, cuyo nombre quiero que retengáis en la memoria, como el de uno de los bienhechores de la humanidad, consiguió su objeto sin grandes contratiempos, sacrificios y penalidades.

Ahora el imprimir es un trabajo para el cual, como se os ha dicho, se necesita habilidad y paciencia, pero nada más; porque el cajista tiene ante sí una caja de madera, subdividida en multitud de separaciones o cajetines, en cada uno de los cuales hay muchísimas letras iguales; por manera que en uno hay centenares de aaa, en otro, de bbb, etc. Si quiere componer tu nombre, por ejemplo, busca la B en el cajetín de las BB mayúsculas, después la l minúscula y así sucesivamente, teniendo también a su disposición puntos, comas, admiraciones y cuanto se necesita; mas para inventar este difícil arte, era necesario todo el talento, toda la energía y toda la constancia de Juan Gutenberg.

Empezó por grabar las letras cada una en un pedacito de madera; pero como esto requería mucho tiempo, mucho trabajo y no ofrecía bastante solidez, construyolas de hierro y por ser este metal demasiado duro, rompían el papel; las de plomo se aplastaban con la presión de la prensa, las de bronce resultaban demasiado caras... En último resultado, consumió todos sus recursos y los de tres amigos que, convencidos de su buena fe y de la grandeza de su proyecto se le asociaron, no tanto por la esperanza del lucro como por el deseo de contribuir a una empresa que tan útil debía ser a la humanidad.

Arruinado, pues, y perseguido por los acreedores, abandonó a Estrasburgo y regresó a Maguncia, viajando a pie y pidiendo limosna. Allí, en su patria, empezó   -24-   de nuevo sus inútiles tentativas, hasta que comunicando sus ideas a un tal Juan Faust, éste, que era un hábil fundidor de metales, ideó una liga de plomo y antimonio para hacer las letras, que dio mejor resultado que los metales con que hasta entonces se había intentado formarlas.

Debo advertiros, que así como ahora se imprime con caracteres diferentes de aquéllos con que escribimos, las primeras letras que se hundieron eran de la propia forma que las de los manuscritos, y esto dio lugar a que Faust, que tenía tanto de egoísta como Gutenberg de generoso, tratase de explotar en provecho propio las primeras obras que se imprimieron haciéndolas pasar por copias manuscritas para vencerlas a más alto precio.

Gutenberg buscaba la difusión de la ciencia; Faust, el lucro solamente.

Necesitaba un hábil dibujante y se valió de Pedro Schoeffer, que hacía en el papel los modelos de las letras, y a quien exigió Faust el mayor secreto, casándole con su hija para tenerle más seguro.

Precisaba, asimismo, emplear operarios y se les exigía juramento de que a nadie revelarían el secreto de la imprenta, y lo que es más indigno, al mismo Gutenberg le arrojaba Faust de la fundición en que se fundían las letras, de los talleres en que se imprimía; y como el ilustre, cuanto desgraciado inventor, había necesitado del capital de su ingrato socio, éste le apremiaba para que le devolviese los fondos que le había prestado, al mismo tiempo que le privaba de los medios para valerse de su maravilloso invento, hasta el extremo de obligarle a emigrar de nuevo de su ciudad natal.

Mientras Gutenberg andaba pobre y errante, Faust se enriquecía fabulosamente, hasta que sucumbió durante una epidemia que diezmó la ciudad de Maguncia.   -25-   Su yerno se encargó entonces de la imprenta, poco después moría Gutenberg, y casi al mismo tiempo, habiendo sido asaltada Maguncia por tropas enemigas, éstas asesinaron a Schoeffer y destruyeron su establecimiento, diseminándose sus operarios y difundiendo por Alemania, Francia, Suiza y España el maravilloso secreto que poseían y que ya dejó de serlo, desde que los impresores desde que los impresores (que se daban a sí mismos el nombre de hijos de Gutenberg), comprendieron que aun cuando su arte fuese conocido del público, podría reportarles pingües beneficios.

-Entonces reinarían en España los Reyes Católicos -dijo Basilio.

-Calla tú, ¿qué nos importa eso?, interrumpió Blanca.

-Importa, repuso el padre, porque se preparaban importantísimos sucesos, que los cronistas, historiadores y poetas debían consignar, y la imprenta reproducir, inmortalizar a las personas que en ellos intervinieron.

-Sí, tal, dijo Jacinto, la completa expulsión de los moros del territorio español y el descubrimiento de las Américas.

-Yo, como no entiendo de esas cosas, preferiría que me explicasen minuciosamente cómo se hace todo lo demás, hasta que los libros están concluidos y en disposición de leerlos.

-Me sería difícil, hija mía, darte una idea exacta, a pesar de mi buena voluntad, y así prefiero llevarte a la casa editorial de mi amigo el señor Núñez, en donde verás la fundición de tipos de imprenta, las prensas y el taller de encuadernación.

-Nosotros también iremos, ¿verdad, papá?, dijeron los niños.

-Sin duda alguna.

-Bendito sea Gutenberg y benditos los fundidores,   -26-   los cajistas, los dibujantes y encuadernadores -dijo Blanca-, que nos proporcionan libros tan preciosos como éste.

-Pues, hija, te dejas lo principal, respondió el padre.

-Sí, por cierto, añadió Basilio, a ésta se le puede aplicar aquello de la fábula de Iriarte, «Los huevos»: Gracias al que nos trajo las gallinas.

-Ya la recuerdo, contestó la madre.

-Yo también la he leído, repuso Blanca, pero, ¿quién es aquí el que nos trajo las gallinas, ¿y los Reyes?

-No, querida, el autor del libro.

-¿Y qué quiere decir eso?

-El que le escribió la primera vez letra por letra, con la pluma mojada en tinta, como escribo yo las cartas que dirijo a tus abuelos.

-¿Pues no me ha dicho mamá que estaba hecho con prensa por los impresores?

-Sí, pero recuerda que también te dijo que el cajista tenía delante el original, esto es, el cuaderno o las cuartillas sueltas en que el autor había escrito lo que debía imprimirse. Los autores de libros son generalmente personas estudiosas y amantes de la instrucción, que se dedican a generalizar sus conocimientos, procurando a los demás medios de ilustrar su inteligencia; y el que se dedica a escribir para los niños necesita, además, abrigar mucho cariño a los pequeñuelos para adoptar vuestro lenguaje y poner las cosas de un modo tan claro y preciso que podáis entenderlas. Dotado de imaginación para inventar cosas agradables y pintar con vivos colores y preciosos detalles las ya conocidas, el autor de libros para la infancia tiene la paciencia y la abnegación de buscar para vosotros aquello que pueda instruiros sin cansaros, antes deleitándoos, de modo que le debes estar tan agradecida   -27-   como a tu madre y a mí, cuando dejamos ella su labor y yo mis negocios, y nos ponemos a dirigir vuestros juegos para que os divirtáis sin peligro de haceros daño, y para que vuestras inocentes distracciones no degeneren en desagradables altercados.

-Es verdad, papá, pues ya quiero yo mucho a los autores de los libros para niños, pero no por eso dejo de estar agradecida a Gutenberg... (¿Ve usted cómo me acuerdo del nombre?) por haber inventado el medio de hacer tantos libros iguales, que con uno que escriba uno de estos señores, podemos leer, todas a un tiempo, tres o cuatrocientas niñas.

-¡Lástima que con tanta habilidad y talento no se hubiese hecho rico!, observó Jacinto.

-Las riquezas, hijo querido, no proporcionan la felicidad, dijo Flora. Di más bien: ¡Lástima que durante su vida no se le hubiese hecho justicia, lástima grande que su invento cayera en manos de un indigno explotador como Faust!

En efecto, si los contemporáneos de Juan Gutenberg hubiesen conocido lo que valían él y su invención hubiera disfrutado comodidades en vez de persecuciones y miseria, y se hubiera visto colmado de honores y dignidades; pero esta desgracia es común a todos o casi todos los hombres céleres, según verás cuando leas la Historia; solamente puede consolarnos la idea de que la vida es breve, de que Dios recompensa en otro mundo mejor los servicios que no alcanzan galardón en la tierra, y que la posteridad se encarga de hacer justicia a los buenos y a los sabios.

-Y a éste se la ha hecho muy cumplida -respondió Basilio-, porque hoy día, después de más de cuatro siglos, se le prodigan los más honrosos títulos y se ensalza su nombre de mil maneras. Precisamente, el día del Santo del Director del Colegio a que asisto se recitaron poesías, y a mí me tocó una muy preciosa de un   -28-   poeta contemporáneo de Manuel José Quintana, en que pone al inventor de la imprenta en el lugar que se merece. Aún me acuerdo. ¿Quieren ustedes que la recite?

-Sí, hijo mío, la oiremos con mucho gusto, y tu hermanos experimentarán una satisfacción, pues parece les mortifica la idea de la triste suerte de tan ínclito varón.

-Pues suprimiré algunos fragmentos, porque es muy larga.

-Como gustes.

Y Basilio recitó con buena entonación la siguiente poesía:




A la invención de la imprenta


   ¿Será que siempre la ambición sangrienta
o del solio el podar pronuncie sólo,
cuando la trompa de la fama alienta
vuestro divino labio, hijos de Apolo?
¿No os da rubor? El don de la alabanza,
la hermosa luz de la brillante gloria,
¿serán tal vez del nombre a quien daría
eterno oprobio o maldición la historia?
¡Oh!, despertad: el humillado acento
con majestad no usada
suba a las nubes penetrando el viento;
y si queréis que el universo os crea
dignos del lauro en que ceñís la frente,
que vuestro canto enérgico y valiente
digno también del universo sea.
[...]
[...]


   «No basta un vaso a contener las olas
del férvido Oceáno,
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ni en solo un libro dilatarse pueden
los grandes dones del ingenio humano.
¿Qué les falta? ¿Volar? Pues si a natura
un tipo basta a producir sin cuento
seres iguales, mi invención la siga:
que en ecos mil y mil sienta doblarse
una misma verdad, y que consiga
las alas de la luz al desplegarse».

   Dijo, y la Imprenta fue; y en un momento
vieras la Europa atónita, agitada
con el estruendo sordo y formidable
que hace sacudo el viento,
soplando el fuego asolador que encierra
en sus cavernas lóbregas la tierra.
¡Ay del alcázar que al error fundaron
la estúpida ignorancia y tiranía!
El volcán reventó, y a su porfía
los soberbios cimientos vacilaron.
¿Qué es del monstruo, decid, inmundo y feo
que abortó el dios del mal, y que insolente,
sobre el despedazado Capitolio,
a devorar el mundo impunemente
osó fundar su abominarle solio?

    Dura, sí; mas su inmenso poderío
desplomándose va; pero su ruina
mostrará largamente sus estragos.
Así torre fortísima domina
la altiva cima de fragosa sierra;
su albergue en ella y su defensa hicieron
los hijos de la guerra,
y en ella su pujanza arrebatada
rugiendo los ejércitos rompieron.
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Después, abandonada
y del silencio y soledad sitiada,
conserva, aunque ruinosa, todavía
la aterradora faz que antes tenía.
Mas llega el tiempo, y la estremece, y cae:
cae, los campos gimen
con los rotos escombros, y entre tanto
es escarnio y baldón de la comarca
la que antes fue su escándalo y espanto.

   Tal fue el lauro primero que las sienes
ornó de la razón; mientras osada,
sedienta de saber la inteligencia,
abarca el universo en su gran vuelo.
Levántase Copérnico hasta el cielo,
que un velo impenetrable antes cubría.
Y allí contempla el eternal reposo
del astro luminoso
que da a torrentes su esplendor al día.
Siente bajo su planta Galileo
nuestro globo rodar; la Italia ciega
lo da por premio un calabozo impío,
y el globo en tanto sin cesar navega
por el piélago inmenso del vacío.
Y navegan con él impetuosos,
a modo de relámpagos huyendo,
los astros rutilantes; mas lanzado
veloz el genio de Newton tras ellos,
los sigue, los alcanza,
y a regular se atreve
el grande impulso que sus orbes mueve.
[...]
[...]
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   Llegó, pues, el gran día
en que un mortal divino, sacudiendo
de entre la mengua universal la frente,
con voz omnipotente
dijo a la faz del mundo: «El hombre es libre»
y esta sagrada aclamación saliendo,
no en los estrechos límites hundida
se vio de una región; el eco grande
que inventó Gutenberg la alza en sus alas,
y en ellas conducida,
se mira en un momento
salvar los montes, recorrer los mares,
ocupar la extensión del vago viento...
[...]
[...]


   No hay ya, ¡qué gloria!, esclavos ni tiranos:
que amor y paz el universo llenan,
amor y paz por donde quier respiran,
amor y paz sus ámbitos resuenan.
Y el Dios del bien, sobre su trono de oro,
el cetro eterno por los aires tiende;
y la serenidad y la alegría
al orbe que defiende
en raudales benéficos envía.

   ¿No la veis? ¿No la veis? ¿La gran coluna
el magnífico y bello monumento
que a mi atónita vista centellea?
No son, no, las pirámides que al viento
levanta la miseria en la fortuna
del que renombre entre opresión granjea.
Ante él por siempre humea
el perdurable incienso
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que grato el orbe a Gutenberg tributa:
breve homenaje a su favor inmenso.
¡Gloria a aquél que la estúpida violencia
de la fuerza aterró, sobre ella alzando
a la alma inteligencia!
¡Gloria al que, en triunfo la verdad llevando,
su influjo eternizó libre y fecundo!
¡Himnos sin fin al bienhechor del mundo!

Los padres y los hermanos aplaudieron los fragmentos de tan bella poesía, y al que con tanta gracia los había recitado, y se separaron para entregarse a sus respectivas ocupaciones.

Gutenberg



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