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- VIII -

Placeres del invierno


Dibujo letra C

Como todos los años dejose sentir el invierno con sus rigores en la ciudad en que habitaban Blanca y su familia. Hallábase ésta reunida alrededor de la chimenea, en la que ardía un alegre fuego; el padre y los hijos leían, la madre hacía una labor de punto de media, y la niña estudiaba su lección de Historia.

La lluvia caía lenta y acompasadamente, produciendo ese ruido monótono que causa sueño; pero los niños de quienes nos ocupamos estaban muy despiertos, y aunque era de noche, no habían cenado todavía y tenían mas ganas de hablar que de dormir; así es que Jacinto, que, como habrán notado nuestros lectores, era el más locuaz, cerró el libro y frotándose las manos, que extendió delante de la lumbre, dijo:

-¡Cuán bueno es, cuando llueve y hace frío, estar   -92-   a cubierto con las puertas y balcones cerrados y al amor de la lumbre, como nosotros nos hallamos!

-¿Y no te ocurre nada más que eso?, dijo el padre. Te contentas con decir: «¿esto es bueno, yo lo disfruto y estoy contento?»

-¡Ah!, por supuesto que doy gracias a Dios porque nos proporciona calor y abrigo. Verdaderamente que si empezásemos a pensar en los pobrecitos que les coge la lluvia en la calle, o acaso en despoblado, en los que se hallan en el mar cuando la tempestad arrecia, nos pondríamos tristes sin poder remediar nada, y nuestra satisfacción no sería tan completa.

-Pero será mayor nuestra gratitud al Ser Omnipotente de quien todo bien dimana, si consideramos que, además de los infinitos beneficios que continuamente prodiga a todas las criaturas, nos dispensa ventajas y favores de que no todos pueden disfrutar.

-¿Sabe usted, cuando pienso yo eso, papá?, dijo Basilio. Pues pienso en ello, cuando en una noche tan fría y lluviosa como esta, me voy a mi cuartito tan caliente y cómodo, me meto en la blanda cama y me cubro con finas y suaves mantas de lana, que se ciñen a mi cuerpo y conservan su calor, ya que, según dice papa, los abrigos no nos dan calor sino que conservan el que tenemos, impidiendo que el contacto glacial de la atmósfera que nos rodea, nos robe una parte de él.

Entonces me acuerdo con lástima de tantos pobrecitos como duermen en habitaciones desmanteladas, con puertas que no cierran bien y dan paso al viento y quizás a la lluvia, y con escaso abrigo en la cama.

-Veo con gusto que te acuerdas de mis lecciones de física elemental, dijo el padre.

-Y yo observo con placer, añadió la madre, que tampoco olvidas la caridad.

Blanca había cerrado también el libro, y escuchaba atentamente.

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Entonces intervino en la conversación, diciendo:

-Mira, Basilio, a esos pobrecitos les envía Dios muchas veces personas buenas que son su providencia.

-¿Qué sabes tú?, respondió Jacinto.

-Vaya si lo sé. ¿Lo digo, mamá?

-Habla, hija mía, no tengo yo secretos para tu padre y tus hermanos, respondió Flora.

-No me atrevía, porque dijo usted aquello de la mano derecha y la izquierda.

-No importa, aquí puedes decirlo todo. Entonces refirió la niña en su infantil lenguaje que pocos días antes la lavandera había contado a su madre que se hallaban sin ropa de abrigo, a causa de haberla empeñado tiempo atrás para proporcionarse recursos durante la larga enfermedad de un hijo suyo, que no habiendo podido rescatarla ni pagar el interés, los dueños de la casa de préstamos la habían vendido, y que los pequeñuelos lloraban de frío bajo su agujereada y raída manta.

Al día siguiente, la señora y la niña, seguidas de un mozo de cuerda, que llevaba un fardo formado con ropa para las camas y algunos vestidos usados que habían pertenecido a los niños, fueron a llevar abrigo y consuelo a la desgraciada familia, que vivía en una aldea inmediata; y la pobre mujer había vertido lágrimas de gratitud, bendiciendo la mano que los socorría, mientras los niños, huérfanos de padre, saltaban de gozo, diciendo: ¡Alabado sea Dios! ¡ya no tendremos frío!

Añadió Blanca que su mamá le había encargado no refiriese a sus amigas y compañeras de colegio, ni a ninguna otra persona, la obra de caridad que acababan de practicar, pues Jesucristo encargó que cuando socorriésemos al necesitado, no supiese la mano izquierda lo que hacía la derecha, de cuya advertencia nacía su vacilación al tratar de referirla.

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la señora y la niña

... la señora y la niña seguidos de un mozo de cuerda...

El padre aplaudió el proceder de su esposa, y ésta dijo, dirigiéndose a los niños:

-¿Queréis creer que la niña de la lavandera, de poca más edad que Blanca, todavía halla medio de socorrer a otros seres más infelices que ella y los suyos?,

-¿De veras, mamá?, cuéntenos usted eso, dijo Jacinto, sumamente complacido.

-No son individuos de la especie humana, pero son animalitos que Dios ha creado también, y que sufren los rigores del frío y el hambre que es consecuencia de la falta de vegetación. Aquella simpática y amable   -95-   niña notó que, si alguna mañana comía su pobre desayuno apoyada en la ventana y le caía una miga de pan, un gajito de nuez, o se dejaba la corteza del queso, venían los gorriones y devoraban con afán aquellos manjares; al día siguiente puso ex profeso miguitas de pan y desperdicios de la comida. Esto duró unos días, después dejó la ventana abierta y las acostumbradas provisiones dentro del cuarto; los pajarillos vinieron como de costumbre, algunos al verse burlados en su esperanza (pues se habían acostumbrado a almorzar en aquel sitio) miraron hacia dentro y aunque vieron en la habitación pan, algunas semillas y cortezas de queso, no se atrevían a bajar, porque María estaba sentadita en un rincón remendando su ropa. Al fin alguno más hambriento o más atrevido se determinó a bajar, y tras de aquel otros, viendo que nadie molestaba al primero; en términos que ahora, todas las mañanas a la misma hora, entran siete u ocho gorriones, rodean a María, se le ponen en la falda o en el hombro, y aunque no se dejan coger, pues vuelan cuando lo intenta, comen a su lado, cual si fuesen gallinas, y con alegres píos y graciosos saltitos le demuestran su gratitud y regocijo.

-¿Tú los has visto?, preguntó Jacinto a su hermana.

Dibujo niña

No, dijo ésta, porque al entrar mamfá y yo todos volaron, pero creo a la niña y más a la madre que es una mujer muy formal y también nos lo aseguró. «Esos pajarillos, me   -96-   decía la niña, son mis amigos, y me acompañan cuando me quedo sola en casa, preparando la comida».

Yo le respondí: «Yo también tengo un canario muy bonito.» -«Sí, me replicó la muchacha, pero aquel está encerrado como un preso en la cárcel, al paso que éstos gozan de libertad, y vienen por su gusto o por su conveniencia.»

Cuando llegamos a la calle, prosiguió Blanca, dije a mamá: «¿Suelto el canario en llegando a casa?»

-¿Y qué te contesté yo?, dijo la madre.

-Una cosa que me convenció completamente; y así no pienso soltarle. Me dijo usted que, como no está acostumbrado a la libertad, no sabría usar de ella; que no viendo el cajoncito del alpiste y los cañamones no sabría buscar el alimento en otra parte; que no avezado a orientarse para volar con dirección fija, no podría volver a casa aunque quisiera; y, por último, que acosado por el hambre y aturdido, caería en manos de un chiquillo o en las uñas de un gato y acabaría su vida.

-Muy buena será esa niña, observó Basilio, que no pudiendo hacer bien a sus semejantes por falta de recursos, protege a los hambrientos pajaritos. En cuanto a mí, cuando el frío me molesta me consuelo pensando que hay otros seres más desgraciados que nosotros y los compadezco desdo el fondo de mi alma.

-Eso ya lo has dicho, interrumpió Jacinto.

-No, que ahora hablo de otros más desgraciados que nuestros mendigos.

-¿Más que los que no tienen abrigo ni pan para llevarse a la boca?

-Más; porque estos, si carecen un día de pan, al siguiente se lo proporcionará su trabajo o la caridad pública o privada, y pueden disfrutar de la vista del cielo y el calor del Sol y de una naturaleza rica y animada, aun en medio del invierno.

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-Ven el Sol cuando no ésta nublado.

-Es que aquellos están privados de su luz y su calor durante meses enteros.

-¿De verás?, dijo Blanca, y ¿dónde viven esas pobres gentes?

-Papá te dirá si digo verdad, contestó Basilio.

-En efecto, dijo el padre, en los países inmediatos a los polos no tiene el año más que un día una noche, con sus correspondientes crepúsculos, de modo que durante unos tres meses ven constantemente el Sol sobre su horizonte, pero en cambio pasan lo menos cinco sin ver su grata y vivificante luz, es decir que su invierno es una continua noche y su estío un largo día.

En aquellas regiones se forma con frecuencia la aurora boreal o polar, maravilloso meteoro cuya causa no está bien averiguada, si bien probablemente es la electricidad o el magnetismo. Se presenta en forma de grandes nubes o humaredas de colores alternativamente oscuros y brillantes y con gran variedad de matices. Su aparición lo ilumina todo, rompiendo la monotonía de aquellas noches interminables.

Los viajeros que han visitado las inmediaciones del polo Norte nos describen con triste colorido aquellos campos cubiertos de hielo la mayor parte del año, aquellas chozas de madera y aquellos habitantes de cuerpo pequeño y deforme. Llámanse esquimales, que quiere decir en danés comedores de pescado crudo y, en efecto, se alimentan de focas, animales anfibios que abundan mucho en aquellas regiones y son unos feos mamíferos, que tienen dos zarpas de que se valen para salir a tierra. Se les denomina también becerros marinos.

La grasa de las focas les sirve para procurarse luz, la piel les proporciona vestidos y calzado, y en su largo y triste invierno encierran en sus casuchas de madera   -98-   o de nieve gran cantidad de estos animales, que les sirven de alimento; pasando aquella noche de muchos meses sin ver otra luz que la artificial y la de las auroras boreales, sin poder salir de aquella especie de tumba, porque está nevando casi continuamente, sin reunirse las familias vecinas, aislados, tristes y respirando una atmósfera viciada y fétida. Con razón decía, pues, Basilio que estos seres son mucho mas desgraciados que nuestros pobres.

Esquimal

Esquimal

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-A mí, que me gusta el invierno, observó Jacinto, no me desagradaría pasar una temporada en una de aquellas chocitas; y a la luz de un quinqué, alimentada con aceite de locas, leería, escribiría, dibujaría...

-Y yo pasaría unos ratos distraída con la lectura, y otros con mis labores, añadió Blanca.

-Vosotros, queridos míos, dijo la madre, sufriríais mucho más que ellos, si por desgracia (lo que no es probable) os hallaseis algún día en tan ingrato país porque no estáis habituados a tales privaciones; y por lo que toca a los esquimales, no pueden distraerse con la lectura ni las labores, porque su instrucción no llega a tanto.

-¿Cómo? ¿no tienen quien les enseño a leer y escribir?

-No, hija mía, los europeos no visitan aquellas apartadas regiones, sino muy rara vez, cuando un naufragio o acaso el amor a la ciencia y el deseo de explorar remotos países ha llevado a esta parte del mundo algún bajel con su tripulación y pasajeros; por eso su civilización está tan atrasada y su instrucción es tan escasa. Si algunos misioneros cristianos tienen la abnegación y el valor de llegar hasta ellos, como suelen sucumbir al poco tiempo a las privaciones y al rigor del frío, apenas, si pueden vivir lo suficiente para enseñarles las principales verdades de nuestra Santa religión.

-¿Y decía usted, papá esos esquimales tienen casas de nieve?, dijo Blanca.

-Así lo he dicho.

-Pero ¡si la nieve es tal blanda que al momento de tocarla se deshace!...

-Se deshace aquí, donde el calor la derrite con facilidad, pero no en aquel clima glacial, donde adquiere una consistencia igual a la de las rocas duras; y las   -100-   nuevas nevadas que caen diariamente y se hielan a las pocas horas, no hacen más que aumentar el volumen de la choza y el espesor o solidez de sus paredes.

-¿Y en el verano no se derriten?

-No, pues aunque se deshiele la superficie, no tiene el Sol bastante fuerza para penetrar y licuar aquella masa solidificada.

-Pero cuando nunca anochezca, dijo la niña, será una cosa muy agradable.

-No tanto como a ti te parece, hija mía, pues las alternativas de día y noche ofrecen descanso a la vista, y los europeos que han estado precisados a soportar aquella luz constante, reflejada casi siempre por la blancura de la nieve, han sentido sus ojos fatigados, y han contraído inflamaciones y otras enfermedades en los delicados órganos del aparato visual.

-Pero lo cerrarán todo, y dormirán a ratos.

-Sin embargo, no logran esa oscuridad completa, que nos ayuda a conciliar un dulce sueño, pues aun a nosotros, a pesar de tener las casas infinitamente mejor acondicionadas y cerrar puertas y balcones, suele sucedernos que en cuanto se hace de día nos despierta la luz, que penetra por las rendijas de los postigos y atraviesa la delicada y sutil túnica de nuestros párpados.

-Vamos, dijo sentenciosamente Jacinto, veo que tenemos que dar muchas gracias al Señor por no haber nacido esquimales.

-Sí, añadió Blanca, bendigamos a Dios que nos da un invierno alegre y relativamente templado, que nos permite de día tomar el Sol, y pasar la noche en cómodas habitaciones.

-Y hablar, reír, contar cuentos, estudiar y trabajar al amor de la lumbre, con luz de gas, y no alimentada con aceite de focas, continuó el hablador Jacinto.

-Mamá, exclamó Blanca, he oído a muchas personas   -101-   quejarse del frío en invierno y desear el verano y cuando estamos en los más calurosos del año, echan de menos el invierno. ¿Sabe usted cual es el mes que yo prefiero? El de Diciembre.

-Ya presumo por que, dijo la madre. Porque en dicho mes celebramos los cristianos la fiesta más grata, el misterio más tierno y más sublime de nuestra santa religión, el nacimiento temporal de nuestro divino Redentor.

-Es verdad, repuso Jacinto, y también porque es el tiempo de los belenes. ¿Haremos uno, papá?

-No tengo inconveniente.

-Y cantaremos villancicos, y comeremos pavo, turrón y otras muchas cosas buenas.

-¡Calla, goloso!, dijo Blanca y deja que nos cuente mamá alguna cosa del Niño Jesús. Diga usted mamá ¿era muy hermoso? ¿llevaba ropas muy bonitas?

-Hermoso, sí, cual ningún niño nacido en este mundo, pero no llevaba ropas bonitas, si con eso das a entender ricos vestidos.

-Pues eso.

-Eso no. Figúrate un niño mucho más chiquito que nuestro Enrique e infinitamente más bello con ojos brillantes como dos estrellas del cielo, con una boca encarnadita y sonriente, con mejilla redondas y rosadas, con manos y pies pequeños y preciosos, divinamente modelados...

-Si estuviera aquí le daría mil besos, interrumpió la niña.

-Pero aquel infante era pobre, continuó la madre, y no tenía vestidos acolchados, ni camisitas de fina batista, ni el raso y los encajes aumentaban su belleza, y como ni siquiera nació en la pobre casa de José, el artesano de Nazaret, sino en ruidoso y abandonado establo, no tuvo mas cuna que un rústico pesebre y, en vez de blando colchón y mullida almohada, un puñado de paja.

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-¿Y no tenía ninguna ropa?, interrumpió otra vez Blanca.

-Su santa y previsora Madre llevaba a prevención pobres y toscos pero limpísimos pañales y fajas para envolver al divino Niño.

-Pero ¡tendría mucho frío el pobrecito de mi alma!

-Nuestro adorable Redentor nació en la Palestina, país situado en el Oeste del Asia y que tiene un clima bastante templado; pero en Diciembre allí son frías las noches, y el tierno recién nacido hubiera experimentado la inclemencia de la atmósfera, si su dulce madre no le hubiese abrigado en su amoroso regazo. Cuenta, además, la tradición que, cuando María le reclinaba en el pesebre, un buey y una mula, con los cuales compartía la Sagrada Familia su rústico albergue, se acercaban al Niño Dios y le calentaban con su aliento, oficio que envidiaban los espíritus celestiales, que rodeaban el portal cantando himnos de gloria, paz y bendición.

-¡Qué bonito es todo eso, mamá mía!

-Yo sé unos versos a la Natividad del Señor, que he leído en un libro muy antiguo, dijo Basilio.

-¡Dilos, dilos!, exclamó Blanca.

-Dilos, y nos iremos a cenar, porque ya es hora, añadió la madre.

Basilio recitó el siguiente




Romance


    ¡Gran Dios del Universo!
Yo sé que en tu presencia,
la máquina del mundo
ni un átomo es siquiera.
Hasta aquí conocía
tu omnipotencia excelsa,
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porque sólo al quererlo
vio el orbe su existencia.
También de tus bondades
formé una imagen bella,
mirando cual le rige,
tu sabia Providencia.
    Tu justicia excelente,
esa justicia recta,
que acabó en un diluvio
con la manchada tierra,
y, vibrando los rayos
con invencible diestra,
a cenizas reduce
ciudades deshonestas,
me dio de tus furores
terribles una idea;
pero aun no conocía
bastante tu clemencia
hasta que vi... (¿te embargas
para decirlo? ¡oh lengua!)
Hasta que vi a tu Verbo
morar sobre la tierra.
    ¿Sobre la tierra dije?...
¿Quién elocuente fuera
para hablar de un pesebre,
de un establo de bestias,
de pajas, de pañales,
de lágrimas, de penas?
¿En qué, ¡oh gran Dios! ocultas
¡Ay! toda tu grandeza?
    Ora sí que conoce
Mi alma tu clemencia,
y en su piélago inmenso
ora sí que se anega.
    Pues, Dios niño, si eres
piadoso por esencia,
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y das desde el pesebre
la más patente muestra,
para que eternamente
feliz tu Pascua sea,
de tus benignos rayos
derrama la influencia,
derrámala y que arda,
en su luciente hoguera,
el corazón que, amante,
para ti se reserva.

Casa de nieve

Casa de nieve



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