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Escenas montañesas


José María de Pereda


[Nota preliminar: Edición digital basada de la de Madrid, Impta. de A. de San Martín y Agustín Jubera, 1864 y cotejada con la edición crítica de Salvador García Castañeda (OO.CC., Santander, Tantín, 1989, t. I, pp. 4-263).]




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Santander

(Antaño y ogaño)



- I -

Las plantas del Norte se marchitan con el sol de los trópicos.

La esclavizada raza de Mahoma se asfixia bajo el peso de la libertad europea.

El sencillo aldeano de nuestros campos, tan risueño y expansivo entre los suyos, enmudece y se apena en medio del bullicio de la ciudad.

Todo lo cual no nos priva de ensalzar las ventajas que tienen los Cármenes de Granada sobre las estepas de Rusia, ni de empeñarnos en que usen tirillas y fraque las kabilas de Anghera, y en que dejen sus tardas yuntas por las veloces locomotoras nuestros patriarcales campesinos...

Pero sí me autoriza un tanto para reírme de esas largas disertaciones encaminadas a demostrar que los nietos de Caín no supieron lo que era felicidad hasta que vinieron los fósforos al mundo, o, mejor dicho, los fosforeros, o como si dijéramos, los hombres de ogaño.

Y me río muy descuidado de la desdeñosa compasión con que hoy se mira a los tiempos de nuestros padres, porque éstos, en los suyos, también se reían de los de nuestros abuelos, que, asimismo, se rieron de los de sus antepasados; del mismo modo que nuestros hijos se reirán mañana de nosotros; porque, como es público y notorio, las generaciones, desde Adán, se vienen riendo las unas de las otras.

Quién hasta hoy se haya reído con más razón, es lo que aún no se ha podido averiguar, y es probable que no se averigüe hasta que ría el último; pero que cada generación cree tener más derechos que ninguna otra para reírse de todas las demás, es evidente.

He dicho que el hombre se ríe de cuanto le ha antecedido en el mundo; y he dicho mal: también se ríe de lo que le sigue mientras le quedan mandíbulas que batir.

Resultado: que el hombre no halla bueno y tolerable sino aquello en que él toma parte, o en que la toman los de su lechigada. Mientras es actor en los sucesos del siglo en que nace, todo va bien; pero desde el momento en que, gastado el eje de su vida, se constituye en mero espectador, nada es de su agrado. -Abrid la historia de las pasadas sociedades; leed al filósofo crítico más reverendo, y le veréis, mientras se jacta de haber dado ensanche al patrimonio ruin de la inteligencia que heredó de sus mayores, lamentarse de los locos extravíos de la de sus hijos.

Y cuando a los nuestros entreguemos mañana el imperio del mundo, palparemos más evidente esta verdad. Una vez apoderados ellos del cetro, veréis lo que tarda nuestra generación, entonces caduca e impotente, en llamarlos dementes y desatentados; casi tan poco como en que ellos nos miren con lástima, y, alumbrados por el sol de la electricidad, se rían a nuestras encanecidas barbas de los resoplidos del vapor de nuestras locomotoras.

Y esto ¿qué significa?

Que la humanidad siempre es la misma bajo los distintos disfraces con que se va presentando en cada siglo.

Y si el lector al llegar aquí, y en uso de su derecho, me pregunta a qué conducen las anteriores perogrullescas reflexiones, le diré que ellas son lo único que saqué en limpio de mi última sesión con mi buen amigo don Pelegrín.

Don Pelegrín Tarín es un señor fechado aún más allá de la última decena del siglo XVIII; uno de esos hombres cuyo conocimiento se hace en el café con motivo de una jugada a las damas, o la duda de una fecha, o el relato de un episodio de la guerra de la Independencia; un señor chapado y claveteado a la antigua, y en cuyo ropaje y fachada se puede estudiar la historia civil y política de su tiempo, del mismo modo que sobre un murallón cubierto de grietas y de musgo se estudia el carácter de la época en que se construyó... y no sé cuántas cosas más, según es fama.

La verdad es, sin que importe el cómo, que don Pelegrín se hizo amigo mío, y que raro es el día en que no me echa un párrafo de historia antigua, apenas entro en el café, su morada habitual desde las tres de la tarde hasta las ocho de la noche, y me siento en mi rincón preferido... Y ahora recuerdo que la coincidencia de buscar los dos el ángulo más apartado, a la vez que el sofá más mullido del café, dio origen a nuestro conocimiento.

Comenzó el buen señor por aburrirme muchas veces, hablándome de la guerra del francés, como él dice, y del duque de Wellington. Hablábame también a cada paso de la política del Rey y de los puntales del Tesoro, del pingüe resultado de los gremios... Y qué sé yo de cuántas cosas más; y haciendo sus aplicaciones a las modernas doctrinas y al presente sistema administrativo, sacaba las consecuencias que te daba la gana, porque yo a todo atendía menos a contradecirle. Pero comenzó un día a hablarme del Santander de sus tiempos y de las costumbres de su juventud, y, sin darme cuenta de lo que me sucedía, halléme con que me iba interesando el viejo don Pelegrín. ¿Y cómo no interesarme si es la mejor crónica del pueblo, la única tal vez que nos queda? Desde entonces estreché más mi trato con él, y di en agobiarle a preguntas. Pero el bendito señor, sea efecto de sus años o de su carácter vehemente, tiene la costumbre de comentar todo lo que dice y de meterse a filosofar y a hacer digresiones sobre la cosa más trivial; de suerte que nunca pude obtener un cuadro exacto y bien detallado del Santander de antaño, tal como yo le quería para dársele a mis lectores, seguro de que me le agradecerían como una curiosidad. Lo más acabado que salió de su descriptivo-crítico ingenio, es lo que ustedes van a leer (si tanta honra quieren dispensarme).

Malo o bueno, ello es de la propiedad de don Pelegrín, y en él declino mi responsabilidad...




- II -

Después de un vago preámbulo, exclamó así el buen señor:

-Mire usted, amigo mío: yo no estoy literalmente reñido con esa batahola infernal, con ese movimiento que forma hoy la base de la sociedad en que ustedes viven, no señor: comprendo perfectamente todo lo que vale y el caudal inmenso de ilustración que representa; pero esto no puede satisfacer las humildes ambiciones de un hombre de mis años. Desengáñese usted, yo no puedo menos de recordar con entusiasmo aquellas costumbres rancias, tan ridiculizadas por los modernos reformistas: ellas me nutrieron, entre ellas crecí y a ellas debo lo poco que valgo y el fundamento de esta familia que hoy me rodea, y, aunque montada a la moderna, respeta mis manías, como ustedes dicen, y me permite vivir cincuenta años más atrás que ella. No tengo inconveniente en decirlo: mis vigilias, mis anhelos, todos mis afanes materiales han sido y aún son para mis hijos; pero lo demás... ¡ah! lo demás, incluso el traje, como usted está viendo, todo lo rindo en honor de aquellos felices tiempos de mi juventud.

Dicho lo cual sin resollar y con visible emoción, don Pelegrín, como de costumbre, disertó sobre la sencillez de las costumbres de sus tiempos, afanándose por convencerme de que eran mucho más recomendables que las nuestras, con la cual intención, asegurándome que la historia de los hombres de entonces, socialmente considerados, era, plus minusve, una misma en cada categoría, trazóme de la suya lo que ad pedem literae voy a copiar:

-A los diez y siete años -dijo-, había terminado yo la escuela; sabía las cuentas hasta la de cuartos-reales, y tenía una forma de letra que, como decía mi maestro, se escapaba del papel. A los diez y ocho entré con los Padres Escolapios a estudiar latín; a los veintitrés era todo un filósofo apto para emprender cualquier carrera literaria.

Mi señor padre (que Dios haya), fundándose en que ya había en la familia un fraile, un guardia y un empleado en las Covachuelas de Madrid, se empeñó en que yo fuese jurisconsulto, por lo cual había escrito a Salamanca, un año antes de terminar yo la filosofía, en demanda de hospedaje y de recua que me condujese, en retorno de una de sus expediciones semestrales de garbanzos, juntamente con los otros dos estudiantes que, según se murmuraba por el pueblo, debían marchar también con igual destino que yo... ¡Me parece que fue ayer cuando, por primera vez en mi vida, salí a correr el mundo!...

En el mesón del Monje, que estaba al principio de la calle de San Francisco, monté sobre un macho cargado de azúcar y campeche, después de haber recibido la bendición de mi señor padre que me contemplaba con sereno rostro, aunque con el alma acongojada por la idea de separarse de mí. También estaban allí los padres de mis dos compañeros de expedición, los amigos de todos ellos y los curiosos que nos habían visto confesar el día antes; medio pueblo, amigo mío, nos rodeaba en el mesón; medio pueblo que nos siguió hasta el Cristo de Becedo, que estaba en el lugar que después ocupó el Peso público, y últimamente esa gran casa que llaman también del Peso. Allí rezamos un Credo, postrados todos de hinojos, eché algunos cuartos en el cepillo del santuario, volví a montar sobre el macho, y con un «buen viaje» de todos y una mirada de mi señor padre que hizo brotar las lágrimas de mis ojos, partimos mis dos amigos y yo para Salamanca, adonde llegamos sanos y salvos, después de mil divertidos episodios, que tal vez le cuente en otra ocasión, a los diez y nueve días, ocho horas y catorce minutos.

-¿Es posible -dije interrumpiendo a don Pelegrín-, que sólo tres estudiantes salieran de Santander en un año?

-Y era mucho salir -me contestó en tono enfático-. Repare usted que estaba carilla la carrera de letrado. Solamente el arriero costaba al pie de quince duros, aunque era de su obligación mantenernos a su costa durante el viaje; y la estancia anual en Salamanca no nos bajaba a cada uno, con ropa limpia y derechos de Universidad, de mil quinientos a dos mil reales.

-¡Cáspita! -exclamé yo muy serio, acordándome de lo que había gastado en los tres días del último carnaval de mi vida de estudiante-. ¡Ahí era un grano de anís!... Pero no sabía yo, don Pelegrín, que fuese usted abogado.

-Y no lo soy, ¡cá!... porque verá usted lo que pasó. En las primeras vacaciones que me dieron, y en recompensa de la buena censura que obtuve del sinodal en el examen, me permitió mi señor padre que hiciese un viaje de recreo adonde más me acomodase y por todo el tiempo que me pareciese prudente. Entonces estaba muy de moda entre los jóvenes pudientes de aquí, irse a San Juan de Luz y a Bilbao, con motivo de unos célebres partidos de pelota que había a cada paso entre vascongados y bayoneses. Yo elegí el último punto por la comodidad con que entonces se hacía el viaje; pues había un paquete quincenal entre aquel puerto y éste; un quechemarín que se ponía junto a la botica del doctor Cuesta... ¿Se admira usted? Es que entonces ni existía la plaza de la Verdura, ni en su existencia se pensaba, porque llegaba la marca muy cerca del Arco de la Reina. Pues, señor, tomé pasaje en el quechemarín, cuyo capitán era conocido de mi padre; y en la confianza de que tardaríamos día y medio en llegar, como era costumbre del barco, según decían, y por eso se llamaba el Rápido, hicímonos a la mar. Pero dio en soplar un vientecillo del Nordeste apenas montamos el cabo Quejo, que nos echó sobre Llanes cuando pensábamos alcanzar a Portugalete. Allí se armó un zipi-zape del Noroeste con tal cerrazón y tales celliscas, que al cuarto día amanecimos mar adentro y sin ver una pizca de tierra. El capitán, según entonces nos confesó, nunca había navegado más que por la costa de Vizcaya, ni conocía la altura en que nos hallábamos, ni, lo que era peor, el modo de averiguarlo: así fue que, encomendándonos a Dios, pusimos la popa al viento, trincamos el timón, y a los siete días de tormenta nos colamos de noche en un boquete que al capitán se le antojó Santoña; mas al preguntar, cuando amaneció, al patrón de un patache que teníamos al costado, en donde nos hallábamos, supimos que en Castropol. Para abreviar, amigo mío: a los diez y siete días de nuestra salida de Santander volvimos a fondear en las Atarazanas, después de habernos equivocado en todos los puertos de la costa, y sin poder tropezar con el que íbamos buscando. A mi familia, que en todo ese tiempo no tuvo noticias mías, figúrese usted qué entrañas se le habrían puesto: por lo que hace a mi padre, juró que en su vida me volvería a separar de su lado, y así sucedió.-Ahora comprenderá usted por qué abandoné la carrera.

Veinticinco años había cumplido cuando entré en una de las pocas casas de comercio que había en Santander, con ánimo de instruirme en el ramo para poder bandearme después por mi cuenta. ¡Qué vida aquella, cuán diferente de la de ustedes... Y qué placentera, sin embargo! y eso que no teníamos bailes de campo en el verano, ni fondas en el Sardinero, ni trenes de recreo como ahora. No hablemos de los días de labor, porque en éstos se daba por muy contento el que de nosotros sacaba permiso para ayudar una misa en Consolación o para cantar un responso con los Padres de San Francisco; pero llegaba el domingo ¡válgame Dios! y ya no nos cabía en el pueblo tan pronto como se acababa el Rosario de la Orden Tercera, durante el que (Dios me lo perdone) nunca faltaba un ratoncito que soltar entre los devotos, o alguna divisa que poner en la coleta de algún currutaco. ¿Ve usted esas casas primeras de la Cuesta del Hospital? Pues en su lugar había un prado que cogía parte de la plaza de San Francisco. Allí jugábamos al jito y a la catona, hasta sudar la gota de medio adarme; también jugábamos a las guerrillas y al rodrigón, juegos muy en uso entonces, que los había traído un salmista de Cervatos, emigrado por cierto pique que tuvo con un prebendado de aquella Colegial. Otras veces nos íbamos a echar cometas al Molino de Viento, o a chichonar grilleras a los prados de Viñas, según las estaciones del año, o a saltar las huertas de San José, que a todo hacíamos, como jóvenes que éramos... Yo, sobre todo, con este genio tan francote y acomodado que Dios me dio, gozaba con todo mi corazón. Tenía dos amigos en la calle de San Francisco que parecían nacidos para mí. El uno tocaba el pífano y el otro el rabel, entrambos de afición: pero ¡qué tocar!... Yo también era aficionadillo a la música, y punteaba en la guitarra un baile estirio y dos minuetes. Pues señor, nos poníamos los tres al anochecer de los domingos del verano, después de nuestra partida de jito, a la puerta del balcón, y dale que le das a los instrumentos, llegábamos a reunir en la calle una romería. Personas de todas edades y condiciones, cuanta gente volvía de pasear o de la novena, se plantaba al pie del balcón hasta que nosotros nos retirábamos... Y vea usted, qué demonio: en cuanto llegó a hacerse de moda en aquella calle la reunión del pueblo, nos prohibió tocar el señor Corregidor. Yo no sé qué se corría entonces por la ciudad sobre francmasonería. La guerra del francés había dejado a las gentes muy recelosas y asombradizas, y la nota de afrancesado todavía quitaba el sueño a más de cuatro españoles. Lo cierto es que por entonces comenzaron a gastar los elegantes el pequé sobre el sortut, y las madamitas la escofieta con sus airones de a media vara; también se introdujeron en la mesa la sopa a la ubada, el principio de pulpitón y el postre de compota, que de allí data el que ustedes usan... en fin, que las señas eran fatales; que se temía una logia a cada vuelta de esquina, y que reímos muy natural la prohibición del señor Corregidor, que temblaba, como él nos dijo, toda reunión que pasara de tres individuos.




- III -

-Pues señor, volviendo al asunto, y en la imposibilidad de referir punto por punto toda la historia de mi juventud, porque no acabaríamos hoy, le diré a usted que a los cinco años de mi práctica de comerciante, habiendo conocido perfectamente el manejo de los negocios y a una joven vecina de mi principal, monté de cuenta propia un establecimiento de géneros de refino, y me casé el día mismo en que cumplía treinta y un años; cosa que me costó mis trabajillos, porque los once meses de Salamanca me habían procurado una reputación de calavera de todos los demonios.-Casado ya, mi vida tomó un giro enteramente diverso del de hasta entonces. Desde luego fui nombrado síndico del gremio de zapateros, procurador municipal de dos pueblos agregados a este ayuntamiento, vocal perpetuo de una junta de parroquia, tesorero de la Milicia Cristiana y asesor jurado de una comisión calificadora para los delitos de sospecha de traición a la causa del Rey. Con todos estos cargos me puse en roce con las personas más importantes de la ciudad y me dieron entrada en palacio, que era todo mi anhelo ya mucho tiempo hacía, porque Su Ilustrísima era hombre de gran eco entre las gentonas de Madrid, y lo que por su conducto se averiguaba en Santander, no había que preguntar si era el Evangelio. Tenía Su Ilustrísima tertulia diaria de ocho a nueve de la noche, y la formábamos un médico muy famoso por sus chistes, que hablaba latín como agua; el P. Prior de San Francisco, hombre sentencioso y de gran consejo; un abogado del Rey, caballero de Carlos III; mi humildísima persona y un Intendente de rentas, hombre de bien si los había, temeroso de Dios como ninguno, servicial y placentero que no había más que pedir... Por cierto que murió años después en Cádiz, de una disentería cuando el sitio del francés. Éstas eran las personas constantes alrededor de Su Ilustrísima; además había otras muchas que alternaban cuando les parecía oportuno.-Para que usted se forme una idea del carácter del bendito señor Intendente, voy a referirle un suceso digno, por otra parte, de que se imprimiese en letras de oro.

Presentóse una noche en la tertulia algo más tarde de lo acostumbrado y con aire de hondo disgusto en su fisonomía. Tratamos de averiguar la causa, y después de mil ruegos, hasta del señor Obispo que le quería mucho, pudimos arrancarle estas palabras: -«Señores, tenemos comediantes en la ciudad»; palabras que hicieron en la tertulia una impresión desagradabilísima, porque faltaban diez y siete días para la cuaresma, y el pueblo, con la guerra y con las ideas locas que se iban apoderando de la gente, más que comedias necesitaba sermones. Pues señor, tratóse seriamente sobre el particular, y se autorizó al fin al Intendente para que él lo arreglara a su antojo. Y, efectivamente, al otro día se presentó al director de la compañía, que ya había arrendado una bodega en la calle de las Naranjas, diciéndole que era preciso que a todo trance saliese de Santander.-El pobre hombre se quedó hecho una estatua al oír la proposición.-« Señor, le dijo, mire V.S. que vengo desde más allá de Becerrilejo; que traigo ocho de familia y cuatro caballerías para ellos y para los equipajes; que he pagado adelantado el alquiler de la bodega, y he gastado mucho en colocar la tramoya que V.S. está viendo. Si me marcho sin dar media docena de funciones, me pierdo para toda la vida.-¿Cuánto pueden valerle a usted las seis funciones?, le preguntó el Intendente. -Yo cuento, señor, con que no baje de quinientos reales después de pagar la bodega, las luces y los dos tamborileros que han de tocar durante los intermedios.-Pues ahí van mil, contestó el bendito señor, dándole un cartucho de monedas que ya llevaba preparado al efecto; pero es preciso que ahora mismo desaloje usted el local, y sin perder un solo minuto salga con su gente de Santander.» El comediante vio el cielo abierto, hizo lo que deseaba el Intendente, y, sin salir éste de la bodega, se desarmó la tramoya, se cargaron las caballerías, montaron los comediantes... Y nadie volvió a acordarse de ellos. ¿Pero usted cree que cuando el Intendente, lleno de júbilo, entró por la noche en la tertulia, hallábamos medio de hacerle tomar la parte que nos correspondía de los mil reales? ¡Que si quieres! Fue preciso que Su Ilustrísima se lo suplicara con mucho empeño. «He hecho una obra buena, decía; ¿qué mejor aplicación he podido dar a esa parte del caudal que el Señor me ha confiado...?» Le digo a usted que era todo un bendito de Dios el señor Intendente.

Reíme de veras con el sucedido de los comediantes.

-¿Es posible -dije a don Pelegrín-, que tal idea se tuviese entre ustedes del teatro? ¿que así le tomasen como foco de desmoralización?

-¿Y qué le diré yo a usted? -me contestó-: entre nosotros no faltaba quien dijera, como ustedes hoy, que era, más que escuela de vicios, cátedra de moralidad; pero, sin embargo, yo opinaba mejor (y cuidado que no soy fanático) con el padre Prior que decía, cuando de ello le hablaban: «Podrán los devotos del teatro asistir a él como a una cátedra de virtudes; pero lo cierto es que en ninguna parte se predica más moral y más clara que en el púlpito, y si se pusiera la entrada a dos cuartos, tal vez ni los monaguillos nos escucharan.» De todos modos, el pueblo no echaba en falta esos pasatiempos: ¿a qué empeñarnos en dárselos cuando, por lo menos, le habían de crear una nueva necesidad?

-Según ese sistema -repuse-, aún estaríamos como el indio Caupolicán. Sepa usted, don Pelegrín, que es un deber para el hombre adoptar todo aquello que puede dar ensanche a su inteligencia. Los progresos materiales...

-Ya pareció el peine -me interrumpió con cierto despecho-; ¡como si hasta que ustedes vinieron al mundo no supiera el hombre lo que era dignidad!

-No se ofenda usted, don Pelegrín, y óigame con calma. En todos tiempos y en todas épocas ha habido hombres ilustres: no hago al talento ni a la dignidad patrimonio de nuestros días; pero ¿a que en los suyos echaban esos mismos hombres muchas cosas de menos? ¿a que hallaban un vacío en la sociedad, como si adivinaran algo de la gran revolución que muy pronto iba a operarse en las costumbres? Usted mismo...

-¡Qué vacío ni qué calabaza! -exclamó mi viejo amigo, verdaderamente sulfurado, y con unos ademanes que no me dejaban duda de que había cometido una torpeza en tocarle este resorte, precisamente cuando necesitaba e iba yo a saber grandes cosas de la tertulia de Su Ilustrísima. -Lástima -continuó-, me causan ustedes cuando les oigo hablar de esa manera. Ustedes, ustedes son, por el contrario, los que desean siempre algo, y este algo es precisamente lo que nosotros teníamos de sobra: la paz del espíritu. Ustedes tienen la sensibilidad encallecida, expuesta al roce de todos los sucesos del siglo en su atropellada marcha; el alma rendida de vagar por un espacio enmarañado y de atmósfera deletérea, y las ideas revolviéndose en una órbita insegura y desequilibrada, que no les permite encariñarse con un objeto sin que otro nuevo venga a borrar su huella.

Nosotros, merced a lo que hoy se llama ignorancia, teníamos las afecciones más limitadas, y con la sensibilidad casi virgen, nos preocupaba el suceso más común en la vida de ustedes; nuestras ilusiones eran pequeñas, es cierto, pero fuertes, y, sobre todo, consoladoras. Nosotros, por lo mismo que ambicionábamos poco, nos satisfacíamos al instante; pero ustedes, cuya ambición no conoce límites, no se satisfarán jamás. Yo, únicamente, que he pasado por las dos épocas, comprendo cuánta verdad encierra lo que le estoy diciendo: para que usted lo comprendiera del mismo modo, sería preciso que tocase y palpase aquello cuyo recuerdo le merece tan desdeñosa compasión; es decir, que junto a este Santander de cuarenta mil almas, con su ferrocarril, con sus monumentales muelles, con su ostentoso caserío, con sus cafés, casinos, paseos, salones, periódicos, fondas y bazares de modas, surgiese de pronto la vieja colonia de pescadores, con sus diez mil habitantes y seis casas de comercio provistas de Castilla por medio de recuas, o de carros de violín, la vieja Santander sin muelles, sin teatro, sin paseos, sin otro periódico propio o extraño que la Gaceta del Gobierno, recibida cada tres días. Era preciso que usted pudiese apreciar vivos estos dos cuadros para que no dudase sobre cuál de ellos cernía más el tedio sus negras alas, y qué generación vivía más tranquila y más risueña, si la que se cubre con el oropel de la moderna sabiduría, o la cobijada bajo los harapos de nuestra vieja ignorancia. Seguro estoy de que no serían mis contemporáneos los que en esta exposición presentasen más arrugas en el alma. Por lo demás, amigo mío, pobres teníamos y pobres tienen ustedes; ricos avaros existían junto a ellos, y ricos insaciables existen. Es verdad que a nuestros pobres envilecían los mismos privilegios que hacían odiosos a los ricos; pero ustedes, quemando con la luz que han dado a los primeros las prerrogativas de los segundos y dejando las fortunas como estaban, han hecho pobres orgullosos, y ricos que a ciencia y conciencia son sordos a la voz del infortunio, y ciegos al aspecto de la miseria... ¡Luces, ilustración!... todo estaría bien si a su claridad hallase pan el hambriento y abrigo el que tirita de frío; pero, desgraciadamente, la tan decantada luz sólo sirve para hacer más patentes la miseria y la opulencia, y más insoportable para el pobre este eterno contraste... Si esto es una preocupación mía, que lo diga la historia política y social de Europa de algunos años a esta parte. El mismo tiempo hace que le dijeron al hombre desheredado de la fortuna: «no tienes oro, pero tienes derechos que conquistar, que al fin te valdrán oro»; y desde entonces se está rompiendo el bautismo en las calles, detrás de las barricadas, para que se los arrebate el mismo que le provoca a la lucha; para no dejar de ver, ni por un solo instante en la sociedad, junto a uno que se muere de hambre, otro que revienta de harto. ¿Qué es esto, amigo mío? Pues todo ello ya lo teníamos nosotros sin tanta música ni tanto cacareo de dignidad y de derechos; y aun teníamos más, porque, con la misma desigualdad de fortunas, había buena fe en los de arriba y resignación en los de abajo. Resultado: que había paz en los pueblos, alegría en los hogares, y grandes virtudes en el corazón. Ahora, si estas menudencias no valen nada para ustedes, la cuestión cambia de aspecto; y si el destino del hombre sobre la tierra es otro que hacer risueño y apacible el grupo de una familia cobijada al calor del hogar doméstico, confieso sin repugnancia que nuestras patriarcales costumbres fueron un borrón que manchó a la humanidad en los tiempos del oscurantismo.

Aquí don Pelegrín se limpió los labios con su pañuelo, arregló la capa sobre las rodillas, sacó la caja de rapé y tomó un polvo con marcial desenfado. En vano le llamé al orden y le rogué que continuase hablándome de la tertulia de Su Ilustrísima: le había tocado su cuerda más sensible, y, como siempre, se engolfó entre sus rancias memorias: no hallé medio de dirigirle una pregunta sin obtener por respuesta parrafadas como la anterior. En vista de ello, supuse una ocupación urgente, despedíme de él y salí del café, haciendo que me reía de sus lucubraciones, o, lo que es lo mismo, comentando la sesión en términos iguales o parecidos a los que han servido de introducción a este bosquejo.






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El raquero


- I -

Antes que la moderna civilización en forma de locomotora asomara las narices a la puerta de esta capital; cuando el alípedo genio de la plaza, acostumbrado a vivir, como la péndola de un reloj, entre dos puntos fijos, perdía el tino sacándole de una carreta de bueyes o de la bodega de un buque mercante; cuando su enlace con las artes y la industria le parecía una utopía, y un sueño el poder que algunos le atribuían de llevar la vida, el movimiento y la riqueza a un páramo desierto y miserable; cuando, desconociendo los tesoros que germinaban bajo su estéril caduceo, los cotizaba con dinero encima, sin reparar que sutiles zahoríes los atisbaban desde extrañas naciones, y que más tarde los habían de explotar con tan pingüe resultado, que con sus residuos había de enriquecerse él; cuando miraba con incrédula sonrisa arrojar pedruscos al fondo de la bahía; cuando, en fin, la aglomeración de estos pedruscos aún no había llegado a la superficie, ni él advertido que se trataba de improvisar un pueblo grande, bello y rico, el Muelle de las Naos, o como decía y sigue diciendo el vulgo, el Muelle Anaos, era una región de la que se hablaba en el centro de Santander como de Fernando Póo o del Cabo de Hornos.

Confinado a un extremo de la población y sin objeto ya para las faenas diarias del comercio, era el basurero, digámoslo así, del Muelle nuevo y el cementerio de sus despojos.

Muchos de mis lectores se acordarán, como yo me acuerdo, de su negro y desigual pavimento, de sus edificios que se reducían a cuatro o cinco fraguas mezquinas y algunas desvencijadas barracas que servían de depósitos de alquitrán y brea; de sus montones de escombros, anclotes, mástiles, maderas de todas especies y jarcia vieja; y por último, de los seres que respiraban constantemente su atmósfera pegajosa y denegrida siempre con el humo de las carenas.

De nada de esto se habrán olvidado, porque el Muelle de las Naos, efecto de su libérrimo gobierno, ha sido siempre, para los hijos de Santander, el teatro de sus proezas infantiles. Allí se corría la cátedra; allí se verificaban nuestros desafíos a trompada suelta; allí nos familiarizábamos con los peligros de la mar; allí se desgarraban nuestros vestidos; allí quedaba nuestra roñosa moneda, después de jugarla al palmo o a la rayuela; allí, en una palabra, nos entregábamos de lleno a las exigencias de la edad, pues el bastón del polizonte nunca pasó de la esquina de la Pescadería; y no sé, en verdad, si porque los vigilantes juzgaban el territorio hecho una balsa de aceite, o porque, a fuer de prudentes, huían de él. Esta razón es la más probable; y no porque nosotros fuéramos tan bravos que osáramos prender a la justicia: es que sobre ésta y sobre nosotros mismos, medio aclimatados ya a aquella temperatura, estaba el verdadero señor del territorio haciendo siempre de las suyas; el que intervenía en todos nuestros juegos como socio industrial; el que pagaba si perdía, con el crédito que nadie le prestaba, pero que, por de pronto, ganaba cuanto jugábamos; el que con sólo un silbido hacía surgir detrás de cada montón de escombros media docena le los suyos, dispuestos a emprenderla con el mismo Goliat; el que era tan indispensable al Muelle de las Naos como las ranas a los pantanos, como a las ruinas las lagartijas; EL RAQUERO, en fin. Este era el terror de los guindillas, el aluvión de nuestras fiestas, la rama de aquellos pantanos, la lagartija de aquellos escombros; el original del retrato que, con permiso de ustedes, voy a intentar con mejor ánimo que colorido.

La palabra raquero viene del verbo raquear; y éste, a su vez, aunque con enérgica protesta de mi tipo, del latino rapio, is, que significa tomar lo ajeno contra la voluntad de su dueño.

Yo soy de la opinión del raquero: su destino, como escobón de barrendero, es apropiarse de cuanto no tenga dueño conocido: si alguna vez se extralimita hasta lo dudoso, o se apropia lo del vecino, razones habrá que le disculpen; y, sobre todo, una golondrina no hace verano.

El raquero de pura raza nace, precisamente, en la calle Alta o en la de la Mar. Su vida es tan escasa de interés como la de cualquier otro ser, hasta que sabe correr como una ardilla: entonces deja al materno hogar por el Muelle de las Naos, y el nombre de pila por el gráfico mote con que le confirman sus compañeros; mote que, fundado en algún hecho culminante de su vida, tiene que adoptar a puñetazos, si a lógicos argumentos se resisten. Lo mismo hicieron sus padres y los vecinos de sus padres. En aquellos barrios todos son paganos, a juzgar por los santos de sus nombres.




- II -

Cafetera, para servir a ustedes, era el de mi personaje.

Cafetera, en el diccionario callealtero, es sinónimo de borrachera, una de las cuales tomó aquél, cuando apenas sabía andar, a caballo sobre una pipa de aguardiente, de cuyas entrañas extrajo el líquido con una paja.

Cafetera nació en la calle Alta, del legítimo matrimonio del tío Magano y de la tía Carpa, pescador el uno y sardinera la otra. Ya ustedes ven que, para raquero, no podía tener más blasonada ejecutoria.

Su infancia rodó tranquila por todos los escalones, portales y basureros de la vecindad.

No hay contusión, descalabro ni tizne que su cuerpo no conociera prácticamente; pero jamás en él hicieron mella el sarampión, la alfombrilla, la gripe, la escarlata ni cuantas plagas afligen a la culta infantil humanidad. Solamente la sarna y las viruelas pudieron vencer aquel pellejo; con la primera perdió la mitad de los cabellos; con las segundas ganó los innúmeros relieves de su cara.

Pero así y todo, le querían en su casa; tanto, que no había cumplido cuatro años cuando la tía Carpa le metió, de medio cuerpo abajo, en una pernera de los calzones viejos de su padre, dádiva que, añadida a vieja camisa que, también de desecho, le regaló su padrino el tío Rebenque, llegó a formar un traje de lo más vistoso, y a ser la envidia de sus pequeños camaradas, condenados a arrastrar su desnuda piel por los suelos, mientras su industria no les proporcionase más lujosa vestimenta.

Siete años contaría, cuando su madre, conociendo por la chispa de que ya se hizo mención y por proezas análogas, que era apto para las fatigas del mundo, comenzó a darle los tres mendrugos diarios de pan envueltos en soplamocos y puntapiés. Cafetera, que no era lerdo, comprendió al punto hasta dónde alcanzaba su privanza y lo que podía esperar de sus dioses lares; y como, por otra parte, sus libérrimos instintos se le habían revelado diferentes veces hablando con sus compañeros sobre la vida raqueril, se decidió por el arte en el cual hizo su estreno pocos meses después del último mendrugo, que le aplastó la nariz para nunca más enderezársele.

Era un día en que el tío Magano andaba a la mar, y la tía Carpa a vender un carpancho de sardinas.

Cafetera estaba solo en casa, sentado sobre un arcón viejo, único mueble de ella, no contando el catre matrimonial, rascándose la cabeza como aquel que acaricia una idea de gran trascendencia, y murmurando algunas palabras, no todas evangélicas, las más de un colorido asaz rabioso. Después de un largo rato así invertido, alzóse de su asiento, corrió la tapadera del mismo y sacó media basallona y un arenque, provisiones hechas por su madre para toda la semana y que él dividió en dos partes iguales. Comióse la primera, y guardó la segunda en el pecho de su camisa de bayeta verde. Enseguida dio un par de chupadas a una punta que halló pegada a la testera del catre, mientras se amarraba con una escota los enciclopédicos calzones a la cintura; ocultó sus greñas bajo la cúspide de un gorro catalán; y, por último, lanzóse calle abajo en busca de aventuras, osado el continente, alegre la mirada, y tan lleno de júbilo como pudiera estarlo, en un caso muy parecido, el famoso manchego, si bien, a la inversa de éste, no se le daba una higa por que la posteridad recordase o no que ya el rubicundo Apolo extendía sus dorados cabellos por la faz de la anchurosa tierra, cuando él, perdiendo de vista su casa, comenzó a respirar los corrompidos aires de la Dársena.

Llegado al gran teatro de sus futuras operaciones, su primer cuidado fue buscar a la gente de su calaña, a fin de orientarse mejor.

No tardaron en aparecérsele media docena de raqueros que, por única bienvenida, le sacudieron tal descarga de coquetazos y de piñas, que el pobre quedó tendido en el suelo, aunque sin extrañarse de semejante acogida, como no se extraña un novel académico, al ingresar en el seno de la corporación, del consabido elocuentísimo discurso que le dedican los veteranos.

Pasada la cachetina y solo Cafetera, limpió con el gorro sus lágrimas de coraje, y con la flema de un inglés recién llegado comenzó a reconocer el terreno que pisaba.

Aburrido de pasear el Muelle en todas direcciones sin fruto alguno, encendió en un tizón de una carena una colilla que halló al paso, y se sentó a mirar cómo trabajaban los calafates.

Cuando notó que éstos habían vuelto la espalda y que la estopa y las herramientas andaban al alcance de sus manos, virgen de toda noción de fueros de pertenencia, creyó lo más natural del mundo trasladar al insondable pecho de su camisa algunas libras de cáñamo y un escoplo; hecho lo cual, por consejo de su prudencia levantóse con sigilo e hizo rumbo al polo opuesto.

Pensando estaba en lo que haría con el hallazgo, cuando topó con la misma gente que poco antes le había zurrado la badana: no hay necesidad de decir que el novel raquero, a la vista del enemigo, se preparó a virar en redondo; pero no le sirvió la maniobra. El jefe de los otros, pillastre de patente, con más asomos de bozo que de vergüenza y que se llamaba Pipa, sacando por algunos hilos que se escapaban de la camisa del primero la madeja que ocultaba, cortóle sus vuelos, y echando la zarpa al bulto, dijo, guiñando el ojo a los suyos:

-Arría en banda, Cafetera.

Este, viéndose abordado de tal manera, aunque sin esperanza de salvación, trató de defenderse a mordiscos y patadas.

-¿Por qué tengo de arriar? -gimió, apretando los dientes.

-¡Arría, te digo!

-¡Que no me sale, vamos!

-¡Atízale, Pipa! -le decían los otros.

Pero Pipa estaba por seguir, antes de la violencia, los trámites pacíficos.

-¿Quién te dio esta estopa?

-Lo he trincao -contestó Cafetera con acento sublime.

¡Mágica palabra! Con ella dio el neófito, sin sospecharlo, una idea de su capacidad futura. Aquella cabeza chata, crespa y enmarañada, se había engrandecido a los ojos de la patulea con la aureola del genio; el chico prometía mucho. Pipa, que no se parecía en nada a las eminencias de nuestra esclarecida sociedad, lejos de sofocar aquella naciente inteligencia, soltó la presa que tenía agarrada y se dispuso, después de mirar a los suyos, a prestarle toda la influencia de su posición.

-Sígueme -le dijo con ademán solemne.

-¿Adónde?

-A pulir la estopa. ¿Tienes más?

-¡Tengo un escoplo, de mistó!

-¡Aprieta!... ¡Viva Cafetera! -exclamó el jefe, echando a correr hacia San Felipe.

-¡Viva! -contestaron los demás, siguiéndole y llevándose en medio al protegido.

Por un callejón que entonces era intransitable por lo pendiente, y hoy es inaccesible porque forma ángulo recto con la bóveda celeste, echaron nuestros personajes a paso de carga, y no se detuvieron hasta llegar a una pequeña barraca, incrustada entre un murallón de San Felipe y otro del Cristo de la Catedral, en cuyo estrecho recinto se veían amontonados diversidad de objetos, clasificados con la mayor escrupulosidad, y todos de la especie de los que ya Pipa había recibido de manos del neófito.

Allí, desde tiempo inmemorial, afluían los raqueriles productos de todo el pueblo, que, aunque singularmente valían cortísimas cantidades, llegaron, según es fama, a formar, en cuerpo colectivo, un decente capital al humilde mercader que, ocultando su mustia fisonomía bajo una gorra de pieles, y detrás de unas gafas como dos ruedas de polea, tenía fuerza de voluntad o codicia bastante para luchar de sol a sol con tan notabilísima parroquia.

Clasificando estaba unas chapas de cobre, cuando asomó Pipa la cabeza dentro de la tienda.

-¿Qué traes tú, pillete? -le interrogó, mirándole por encima de las gafas.

-Esto -contestó lacónicamente Pipa, depositando el género sobre una mesa.

El mercader de estopas y de cobre lo miró un instante como para evaluarlo, y sacó del bolsillo, con mano torpe y perezosa, media peseta que dio al raquero.

-¿No echa más usted? -dijo éste contemplando la moneda.

-Nada más.

-¡Ay, qué contra!... ¡Pues sí el escoplo solo vale medio chulé!

-¿Sí?-gruñió el comprador-; ¡pues descuídate y verás si te llevo al capitán del puerto, tunante.

Pipa comprendió que más valía callar que comparecer ante tan encopetado personaje. Así es que tomó la moneda, enseñó la lengua al de las gafas... y, a ser tan buen negociante como raquero, hubiera podido comprender, a la sola consideración del contrato que acababan de hacer, que, sabiendo comprar, hasta la estopa, bien exprimida, arroja productos de oro. Pero ni el nene había soñado jamás con la piedra filosofal, ni reparaba en los rendimientos de sus empresas cuando maldito el capital que arriesgaba en ellas. Por eso salió muy ufano a la calle, reunió a los suyos, contólos uno a uno, miró a Cafetera con un poquillo de ternura, y con otra seña muy expresiva los arrastró a todos a la taberna de enfrente, en la que entró gritando:

-¡Seis tazas de café y seis copas de anisao!

Cuando los granujas trasegaron a sus estómagos, en dos sorbos, las pócimas infames que les sirvió el tabernero, pagó Pipa el gasto con la media peseta, más un cuarto que sacó de un pliegue de su mugriento gorro, y salieron todos a la calle. En ella formaron círculo, y el capitán, después de escupir contra la cara del más inmediato, echó mano a Cafetera y así le habló:

-Ya sabes, nene, dónde se compra cuanto se apanda. Mucho ojo y mucha vela. En un apuro, cuenta con nosotros. Raquear, a barredera, y mejor el cobre que el chicote. Si ves que andas las chapas, al vuelo... y aprieta a correr. Si hay cané, orza y arría la mayor...; y avisa cuando haya trigo, que ya sabes cómo se gasta.

Calló Pipa, miró a Cafetera, que le escuchaba muy serio, y arrimándole un puntapié por la popa -¡A vivir! -le dijo-. Y se disolvió el corro, marchándose cada quisque por donde quiso.




- III -

Bien enterado Cafetera de los azares y estatutos de su nueva profesión, no quiso lanzarse a ella sin prevenirse antes contra las eventualidades. Al efecto, logró colocarse en uno de los botes del servicio público.

Era de su incumbencia achicar el agua, componer estrovos, buscar fletes y cuidar de la embarcación cuando el botero no estaba presente, todo lo cual le producía un ochavo de café para el desayuno, una propina de cuatro o seis cuartos por cada flete, si éste valía la pena; lecho sobre el panel y una copa de caña de vez en cuando, amén de algún chicotazo que el patrón le sacudía siempre que lo juzgaba oportuno.

Fuera del tiempo que esto le llevaba, consagraba el día al ejercicio de su industria.

Esta, en toda su esfera legal, le hacía legítimo dueño de cuanto cobre, estopa, hierro y madera de desperdicio hallara a sus alcances, ya sobre la superficie del Muelle o revuelto entre el fango de la Dársena. Pero como el Muelle y la Dársena no tienen un límite determinado para la industria raqueril, solía tomar como prolongación del primero la cubierta de algún buque atracado, llevándose a buena cuenta, si el vigilante se descuidaba, tal cual menudencia, como escotas, poleas, etc., etc.

Con la propia sencilla buena fe, desde el centro de la Dársena se extendía hasta los contornos, y si se forraba algún casco, nunca le faltaba una chapita o clavo de cobre que ocultar en su remendada espuerta.

Tal era la parte menos legal de su industria, que, en el poco tiempo que la ejerció, expuso su individual independencia a mil y un riesgos apuradillos.

Por lo demás, lo pasaba en grande.

No se pegaba de trompadas con los suyos más de tres veces al día; su madre no lograba echarle la vista encima arriba de una por semana, y para eso había de cogerle durmiendo; de modo que sus siniestros de muelas, orejas y cabellos, por temporal materno, aunque pocos y buenos, aún le prometían pellejo sano para muchos años.

Alguna vez, entre otras, hacía sus correrías hasta el interior del pueblo, porque al raquero también le gusta el contacto de la civilización, por si algo se le pega; pero como ésta suele andar muy precavida, y, por otra parte, sus raqueables materias no son del mayor aprecio en la oficina del comprador de hierro viejo, Cafetera frecuentaba poco este trato, y casi siempre tenía que huir de él a uña de... raquero, acosado por las estantiguas del municipio.

También se le ocurrió, como hijo que era de matriculado y marisco por los cuatro vientos, solicitar, a ejemplo de muchos de sus compañeros, un puesto y quiñón correspondiente en una lancha pescadora; pero esto le ocuparía demasiado. Tendría que esperarla todas las noches, limpiarla y vigilarla todo el año y desenmallar sardina en verano.

Precisamente su resistencia a este empleo era lo que más proyectaba la ira de la tía Carpa, que proyectaba sacar un buen pescador de su hijo, a quien, velis nolis, había ya matriculado y, por ende, sujetado a las ordenanzas de la Comandancia de Marina.

Semejante idea preocupaba mucho a Cafetera, quien, como todos los de su laya, no concebía que ningún tribunal del reino alcanzase hasta el Muelle de las Naos con su vara, al paso que no podía recordar sentado y con paciencia la cara del capitán del puerto.

La cárcel pública es para ellos un bulto más en la población, pero los rebenques y los chicotes de a bordo, ¡ira de Dios!, cosas con que les hacen temblar, y no de frío. Hubiérale a él dejado libre de toda persecución el cabo de mar, y a fe que en poco tiempo, burlando la vigilancia de lo terrestre, se embarba, como él decía, de raqueo, y hasta comprado hubiera el almacén de hierro viejo, máximum de las fortunas, según se creía en el Muelle de las Naos. Pero como no sucedía así los meses corrían y hasta los años, y Cafetera, lejos de llegar a capitalista, perdió los últimos pingajos de su vestido, ganando, en cambio, muchas nociones de baraja y no pocos títulos de borracho sobre el que ya tenía bien merecido.

Entonces comenzó a mirar con desaliento la mezquindad de la Dársena y la penuria de su explotación legal. Sucedíale algo de lo que al jugador que, acostumbrado a poner grandes cantidades a una carta, mira con aversión el corto salario que en la sociedad le proporciona el ejercicio de su profesión.

En fuerza de meditar sobre su situación concluyó por tirar su cesto a la mar, y sin otras armas que su ligereza de manos y de pies, se lanzó a lo sublime del arte.

De todo había en su nueva esfera de acción, especialmente de zozobras e inquietudes, dándoselas, y no flojas, la mala traducción que sus obras hallaban en el almacén de marras, único punto adonde él se atrevía a llevarlas, porque en la población del centro seguro estaba él de que no pasaban.

Todo, sin embargo, iba hallando colocación detrás de los montones de estopa del almacén, aunque a muy bajo precio por ser género de mala venta; pero no pudo haberla para el objeto de la última campaña de Cafetera.

Esto traía volado al raquero, que no sabía cómo deshacerse de él, pues ni regalarle quería, ni tirarle al mar, sin indemnizarse de los peligros que corrió al trincarle en la cámara de popa de un buque de gran porte.

El obstáculo que oponía a su compra el comerciante era, aunque no se lo decía el raquero, el nombre del buque y el de su armador, diestramente esculpidos en la parte más integrante del aparato; nombres que no podían borrarse sin exponer la estructura de éste, ni darse al público sin grave riesgo de los haberes y libertad del mercader.

Largos días pasó Cafetera meditando sobre el asunto, y ya casi olvidado de él estaba una mañana en que había libado bastante, sentado sobre un guardacantón, fumando una colilla, a caza de fletes para el bote y en espera de sus amigos para jugar al cané.

Mucha gente había pasado sin contestar al «¿quiere un bote?» con que el raquero interpelaba a todo el mundo, cuando apareció en escena un señor que, según dijo el pillastre, traía cara de flete.

-Usté, ¿quiere un bote pa dir a bordo? -le dijo, como tenía por costumbre, así que le tuvo a su lado.

El señor, contra las presunciones del granuja, pasó de largo, echándole una bocanada de humo de su grueso cigarro.

Cafetera lo tragó con ansiedad, y retirando de sus labios la colilla, se fue detrás del puro.

-¿Me da la punta usté?

Chocó al interrogado la desvergüenza del raquero. Miróle muy detenidamente, y

-¿Quién eres tú, chicuelo? -le preguntó.

-Yo soy... Cafetera.

-¿De dónde eres?

-De la calle Alta.

-Y tu padre, ¿cómo se llama?

-El tío Magano.

-Pero ¿cuál es tu nombre de pila?

-¿De qué pila, usté?

-De la del bautismo, animal.

-Otra, ¿qué sé yo?... ¿Me da la punta?

-¿Conque tú fumas, eh?

-¡Ay, qué contra!... ¿Quiere ver cómo las tapo?

Y diciendo y haciendo, tragó dos chupadas de su colilla, arrojando después el humo por boca y narices con la abundancia y facilidad de una chimenea de vapor. El señor desconocido le miraba cada vez con mayor curiosidad.

-Y ¿a qué te dedicas tú?

-A cuidar el bote del tío Bandiate.

-¿Y nada más?

-También soy raquero.

-¡Hola, hola! ¿Y qué tal el oficio?

-¡Quiá, señor; si no sale para café!... ¿Me da dos cuartos?

-Veremos si los mereces... Dime antes lo que raqueas.

-¡Como no raquee! ¡Si andan más listos a bordo!...

-Pero alguna vez ya se descuidarán.

-Quiá, no, señor. Ayer trinquemos, entre Pipa, Michero y yo, como tres libras de cobre; y pa eso, de poco nos guipan.

-¿En dónde lo trincasteis? -insistió el señor con más interés que nunca, dando dos cuartos al raquero.

-Pos en esa freata que están aforrando en el paredón -contestó Cafetera con la mayor sencillez, guardándose los cuartos en el faldón de la camisa y escupiendo por el colmillo.

Para evitar tiempo, papel y paciencia, diremos que en fuerza de acosar y prometer el uno, acabó el otro por ir largando trapo, ésta que del último remiendo de los calzones sacó un magnífico cronómetro de bolsillo, alhaja que, sin conocerla, le había dado tanto que discurrir.

A su vista, el buen señor quedóse haciendo cruces y bendiciendo a la Providencia en sus adentros.

Después de prometer a Cafetera la compra, como éste decía, del estrumento, mandóle que le siguiera para entregarle el dinero, lo cual hizo al punto lleno de júbilo el incauto raquero, sin sospechar lo que le había de suceder, cosa que le hubiera sido muy fácil al ser tan diestro conocedor de los atributos de un comisario de policía como de la verdasca de un cabo de mar.

Grande fue la sorpresa del pilluelo cuando, siempre al lado del presunto comprador, llegaron a detenerse en la Capitanía del puerto.

Allí fueron los sobresaltos y congojas; tanto que, a no estar muy listo el grave señor de las borlas, se queda sin su presa, que ya andaba en trazas de escurrir el bulto.

Entregado éste y el cronómetro a la autoridad, declaró Cafetera, llamóse a Pipa y a Michero, cantaron todos de plano, y fueron al punto conducidos a la cárcel, de donde después de algunos meses de reclusión, salieron... a tirar del Bombo de la Carraca.

Allí estuvieron tres años agarrados a la maroma, hasta que, satisfechos sus jueces y la vindicta pública, los mandaron de retorno a su país con algunos vicios de más y mucha vergüenza de menos.

Su primer pensamiento al pisar el patrio suelo fue para el Muelle de las Naos; pero no fue poca su sorpresa cuando, en él colocados, comenzaron a examinarle en todas direcciones.

La escollera de Maliaño, la estación del ferrocarril, el nuevo empedrado y otras reformas hechas precisamente mientras duró la condena de los pilluelos, era lo que ellos no podían comprender; mas lo que extravió sus razones hasta el extremo de llegar al espanto fue la aparición, por la Peña del Cuervo, de un monstruo silbando y arrojando nubes y fuego por la cabeza. No atreviéndose a pronunciar una sola palabra, miráronse los tres sobrecogidos cuando notaron que el monstruo se acercaba a paso de gigante. Entonces perdieron la brújula, gritó Pipa «¡aguanta!» y se dieron a correr pensando que el mundo se acababa.

Después acá, aunque con la llegada de los trenes, a medida que la han visto repetirse, van familiarizándose bastante los raqueros, no ha sido hasta el punto de que éstos permanezcan tranquilos en el Muelle de las Naos. Por el contrario, empujados y oprimidos por el potente movimiento que la población ha tomado allí en los últimos años, van abandonando el territorio: ya tiene el raquero cien Argos que le contemplan, y no puede pasearse erguido como antes, señor de aquella ínsula remota.

Para concluir, y en pro de este tipo tan popular en Santander, haré una ligera observación: de vástagos tan carcomidos y tortuosos son muy frecuentes aquí robustos y fructíferos troncos. La historia de este puerto abunda en páginas brillantes debidas a la honradez, pericia y heroísmo de nuestros marineros, muchos de los cuales han recorrido en su infancia un sendero tan expuesto y espinoso como el del tino que acabo de bosquejar. Nuestro comercio tiene pruebas repetidas de lo que digo; y a fe, a fe, que no pecó de pródigo con los venerables harapos de tan valientes marinos al extender los anchos pliegues de su rico manto.






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La robla

De maldita de Dios la cosa sirvieran los contratos de compra-venta, si al tiempo de consumarlos no llevaran más requisitos que el mutuo convenio de los contratantes y el ante mí del tabelión más competente del juzgado.

Y cuidado, señores legistas, con atribuirme la pretensión de poner en duda la legalidad de las fórmulas que sobre el particular se vengan usando desde la fecha de las Pandectas.

¡Líbreme de ello Dios! Voy separándome del centro civilizado donde la ley se halla en toda su pomposidad, y estoy refiriéndome a los incultos moradores del campo, entre los cuales, sin dejar de acatarse el vigente código en todo lo que vale, aún se rinde culto reverente a la tradición, la cual constituye para ellos un derecho tan sagrado como el que más se funde en cuantas leyes se vengan haciendo desde la fabla de don Alonso el Sabio.

Desengáñese la previsora jurisprudencia: sin un requisito que les sea peculiar, estos paisanos no dan por terminado ningún negocio, aunque para cumplir con la ley le amortajen en más testimonios y sellos que hay en un archivo de hipotecas. Pasar un objeto de las manos de Juan a las de Pedro sin cierta solemnidad sui géneris, valdría tanto como para la conciencia de un cristiano viejo un buen creyente sin bautizar, símil en que, sin duda alguna, se fundaron los académicos de mi lugar para llamar a dicha ceremonia mojar el asunto.

No vale en el día de mañana, para disfrutar pacíficamente la posesión de lo comprado, restregar los hocicos del vendedor con la resellada escritura de legítima pertenencia; que si ante la ley le asegura en la posesión, no es suficiente, sin embargo, para librar al poseedor de un litigio cada semana, en el que, por lo menos, pierda la paciencia, amén de algunos dinerillos que suelen irse en pos, por vía de procuración, asesoramiento y demás adminículos de que es costumbre proveer a todo aquel que tiene la mala humorada de pesar sus derechos en la prudente balanza de Astrea. No hay, pues, título de propiedad que valga, si falta la fe de bautismo, el fiat del tabernero más próximo, LA ROBLA1, para decirlo de una vez.

El origen de esta ceremonia no consta en las crónicas montañesas, porque se pierde en la antigüedad de la afición de los montañeses al acre mosto riojano2.

Su definición precisa tampoco es fácil sin que se me olvide algún rasgo gráfico de ella; por lo cual juzgo de rigor que nos traslademos adonde quiera que se eche una... Y allá nos vamos.

Raro es el colono montañés que al poco tiempo de establecido no posea, como producto de sus aparcerías, una pareja apta para las labores del campo, algún novillo uncidero, es decir, capaz de ser uncido, o cualquiera otra res vacuna; pero en absoluta propiedad y sin que el arrendador de sus haciendas tenga que intervenir en su venta, cambio o emparejamiento; casos en los cuales el colono, por lo que le va en ello, pone los cinco sentidos y emplea la mayor solemnidad posible. Tras ella va siempre la robla.

Luego vamos a una feria.

El lugar de ella queda a elección del lector; pues, gracias a Dios, abundan aquí como los helechos. Abran ustedes un calendario, y donde topen con un santo, cátense una feria. En este dichoso país, el día que no es de fiesta tiene mercado: de los restantes del año, los unos marcan feria, y los otros romería.

Elegido el punto más cercano, tuvo que ser, por precisión, un pequeño bosque de cajigas o de castaños, verde, fresco, frondosísimo, bello como es la naturaleza aquí hasta en su menor detalle.

Estamos ya bajo el tupido follaje... Cierra, lector, los ojos por un momento. ¿No te crees transportado, en una serena noche de verano, a la orilla de una inmensa charca, y jurarías que sus ranas, en número infinito, cantan todas a la vez? Es el sello de nuestras ferias y romerías: el sonido de las tarrañuelas de cien y cien bailadores a lo alto, al compás de las panderetas que tañen las mejores mozas del lugar.

Sigamos.-Sin reparar en el corro de bolos en que acaban de gritar cincuenta bocas a la vez ¡eseeé! al hacer un emboque uno de los jugadores; abriéndonos paso a través de la batería formada por los pellejos de vino, barriles y cacharros que sobre un carro, debajo y a los lados de él, a la sombra de un castaño, son la delicia de los bebedores; echándonos por la derecha para no turbar el sueño pacífico de los jamelgos de un cura y un señor de aldea, que están amarrados al cabezón del mismo carro, quizá por casualidad, quizá porque los jinetes tomaron este norte como de mejor atractivo para cuando vaya anocheciendo; guardando el cuerpo del fogoso trotón de ese jándalo, que atraviesa la feria llevando a las ancas la parienta más joven e inmediata que encontró en su pueblo cuando volvió de Andalucía, y cuyo chal de amarillo crespón, no menos que su vestido blanco de empinados volantes, forman extraño contraste con su reluciente y pasmada fisonomía; sin responder a las voces de las importunas fruteras, de los agualojeros, rosquilleros y otros análogos industriales que nos asedian al paso; sin fijarnos, en fin, en ese maremágnum alegre y estimulante que el cuadro presenta a primera vista, salgamos a aquella braña donde hay un grupo de ocho personas y una pareja de novillos uncidos. Allí va a haber robla.

El que está apoyado sobre sus engalanadas cabezas, hombre que tiene la suya algo más sucia, calzones de manga corta, con un tirante solo, chaqueta al hombro y sombrero de copa alta, más que medianamente apabullado, es el dueño de la pareja, y conocido y honrado en su pueblo por el nombre de Antón Perales.

El otro, más joven y de mejor traza que éste, que pasea alrededor de los novillos examinándolos con gran atención, es el comprador: llámanle Ogenio Berezo, y es de las inmediaciones. De los que forman el círculo, los cuatro son meros curiosos que, a título de conocidos de los primeros, se han aproximado al olor de la robla. La mujer, que come una manzana y tras de cada bocado que le tira se rasca la cabeza por debajo de la muselina, es la costilla de Antón Perales. El otro personaje, más viejo que todos los demás, y que observa el cuadro, taciturno y reflexivo, es convecino del comprador: llámase tío Juan de la Llosa, y asiste, a la sazón, en calidad de perito. Sus títulos al efecto están en toda regla. Es público y notorio que en más de cien sangrías que lleva hechas en el pueblo a los animales de sus vecinos, a la oreja, al pelo y al rabo, que es la más difícil, no se le ha desgraciado una sola res. Para poner una bizma, o sea un emplasto de trementina y polvos de suelda, no hay otro que se le iguale. Distingue a la legua un cólico de un empanderamiento, y en las cojeras no confunde el zapatazo con el babón; y si no ha curado un solo caso de solenguaño, es porque la enfermedad es mortífera, mas no por haber dejado de echar a tiempo, «por la boca abajo» del paciente animal, con el auxilio conductor de una teja, el agua de jabón, aceite y vino blanco, bien caliente. Por algo dice él que, si le hubieran desaminao, albitre podía ser; y es la verdad. En cuanto a las condiciones externas del ganado, ahora le verán ustedes.

El comprador ha dejado de rondar la pareja, crúzase de brazos y exclama de repente:

-Pues, señor, ¿a qué hemos de decir una cosa por otra? La pareja me gusta. ¿Qué le parece a usté, tío Juan?

Éste guarda en un bolsillo del chaleco la punta que mascaba rato hacía, da dos pasos al frente, cárgase a la izquierda sobre el garrote, pone la diestra en jarras, cruza las piernas y reflexiona un instante. Entre tanto el vendedor se sonríe con cierta malicia, su mujer menudea los mordiscos a la manzana, y murmura algunas palabras hacia los otros personajes que emiten su dictamen a media voz.

-Apaséalos -dice en tono grave el perito.

Antón Perales hace caminar sus novillos un corto trecho, al son de las alegres campanillas que les adornan el pescuezo.

-Ahora, hacia abajo, -añade el primero...

-¡Oooó, joois! -canturria, luego que el vendedor le ha complacido, para indicarle que pare ya.

-Lo que toca al particular -dice la mujer, a quien no le cabe ya la lengua en la boca-, no tienen tacha. Tocante a eso, no es porque sean míos; pero, como dijo el otro... Vamos, que son dos perlas.

-Como que los he criao yo en casa -repone su marido-; y éste, que se llama Galán, es hijo de la Leona, y este otro, Cachorro, de la Gallarda, dos vacas que, mejorando lo presente, son dos soles.

-Justo, que las vendimos el mes pasao al sobrino del Regioso, con perdón de ustedes, que por aquel pique que tuvo por la cuñá del Mostrenco, que ya con este mote le han de enterrar, por el lindero del prao que le tocó a resultas del cobicillo que encontraron debajo del jergón de su tío, que en santa gloria esté... y ahí está el mi hombre que no me dejará mentir, que a la verdá que anduvo como una estorneja de acá para allá, ahora que la botica, después que el señor cura, luego que la unción, porque el enfermo daba el ¡ay! que partía el alma, sin que hubiera en aquella casa un mal nacido a quien volver los ojos... y no se lo tome Dios en cuenta a la que tanto fachendea hoy, gracias a los cinco carros de tierra que apañó... Pues resulta de que...

A la buena mujer se le va la burra entre tanta maraña, mientras el tío Juan no quita los ojos de la pareja. El comprador mira al perito como si quisiera leer en su fisonomía la opinión que va formando; el vendedor atusa el pelo a los novillos, y los intrusos los ponderan cuanto les es permitido, con objeto, evidentemente, de contribuir a que se cierre el trato y no se pierda la robla.

Después que el perito y el comprador han visto que los animales se plantan bien al caminar, que no se aprietan, que no zambean del cuarto trasero, que son bien encornados y que igualan perfectamente en alzada y color, el primero les mira la boca, les palpa bien los brazuelos y las nalgas para ver si están despicados de algún remo, y les examina escrupulosamente las astas por si son estoposas, las pezuñas por si blandean, y los ojos por si tienen nube o glarimeo.

Hecho este examen, el tío Juan, sin perder un solo rasgo de su gravedad, dice en tono solemne:

-Caballeros, la pareja... lo que toca a la pareja, no tiene pero. Son dos rollos de cuatro años, sanos como dos corales.

-Pos a mí -añade el comprador, -lo que toca al particular, también me gusta la planta y el aquel de la pareja... Conque si el señor trae gana de vender, diga, si a mano viene, en lo que estima su hacienda, que yo a comprar he venío.

-Al respetive de eso mesmo -replica el vendedor-, no me quedo yo atrás; que hoy por ti y mañana por mí... y, como dijo el otro, mortales nos hizo Dios... Vamos al decir, que si tú traes ganas de comprar, no reñiremos.

-Cabales, que ni al mi hombre ni a mí nos ha perseguido nunca la justicia por embusteros; y cuando vemos que se trata con gente de formalidá y de requilorios...

-Esa es la verdá; y vamos, Antón, a estimar la pareja, como el otro que dice, con equidá.

-Pos la pareja, Ogenio, por ser para ti... la pareja, que, como ha dicho el señor, no tiene pero; la pareja, y que no vea la cara de Dios si te engaño; la pareja vale treinta doblones3 como dos cuartos.

-Tú no quieres vender, Antón -contesta con cierto desdén el atildado Ogenio.

-Ogenio -replica Antón-, tú me ofendes.

-Que te digo que no quieres vender.

-¡Que mal rayo me parta si he venío a otra cosa a la feria! Y sábete que por ese dinero ya no tendría en casa los novillos hace una semana, si los hubiera querido vender... pero hoy, por ser pa ti...

-Pos yo no doy por ellos más que veinticinco doblones.

-Tú no quieres comprar, Ogenio.

-A eso vine a la feria, Antón... Y si no, que diga tío Juan si me pongo en lo justo.

-Lo que toca a mí -dice el aludido, que durante la escena referida se ocupaba en hacer rayitas en el polvo con el palo-, lo que toca a mí, no me gusta meterme en la hacienda del vecino, que cada uno puede estimarla en aquello que, pongo por caso, le acomoda.

-De manera es -replica el comprador-, que aunque usté diga uno, o dos, o medio, o que la pareja vale tanto o cuanto, o que por aquí, o que por allá, no ha de ser medida la palabra de usté.

-Eso es -añade Antón-; que, como dijo el otro, na se pierde con oír a éste y al de más allá.

-Andando -gruñe su mujer, clavando los dientes en la quinta manzana-, que todos somos hijos de Dios, y más ven cuatro ojos que dos.

-Es de razón -exclaman a coro los demás circunstantes.

-Pues, caballeros -concluye el perito con cierto tonillo de autoridad-; creo que se pueden dar veintisiete doblones por la pareja.

-Ya lo oyes Antón... y yo no dejo mal a ningún amigo.

-Por dicho de eso, yo tampoco, Ogenio; y si das los veintiocho, tuya es la pareja.

Grandes murmullos en el grupo; anímase el tío Juan, y exclama, imponiendo silencio a los circunstantes:

-Ni los veintisiete ni los veintiocho, que han de ser los veintisiete y medio, y se pagará la robla además.

-Corriente-dice Ogenio.

-Pues buen provecho te hagan -añade Antón, entregando la aijada al primero, como símbolo del dominio que le transmite...

El pequeño círculo se agita con gran ruido; todos se felicitan recíprocamente, todos hablan a la vez, y entre todas la voces se destaca la de la ex-dueña de los novillos que charla más que nadie y desbarra como nunca.

Autorizado competentemente uno de los testigos del ajuste, marcha a buscar al punto más inmediato dos azumbres de vino tinto para mojar el trato, es decir, para echar la robla; y mientras vuelve, el comprador se sienta en el suelo, saca un pesado bulto del bolsillo interior de su chaqueta, y comienza a desliarle capa a capa, como si fuera una cebolla. Así van saliendo, sucesivamente, un pañuelo de percal aplomado, un viejo pañal de una camisa y una bula, dentro de la cual aparecen, como núcleo de todo el envoltorio, un montón de napoleones y algunas monedas de oro cuidadosamente guardadas entre los amarillentos repliegues de una hoja de un catecismo.

Con grandísimas dificultades cuenta los veintisiete doblones y medio, o sea 1.650 reales, y se los entrega al vendedor, quien, en el acto, y con no menores amarguras, los cuenta también; y envueltos en la bula, y la bula en la muselina de la mujer de Antón Perales, desaparecen en los profundos abismos de la faltriquera que debajo del refajo lleva ésta4.

El que fue por el vino vuelve con un enorme jarro lleno de él en una mano, y con una taza de barro blanco en la otra. Desátanse, a su vista, más y más las lenguas del corrillo; sonríense todas las fisonomías, y el rústico Ganimedes, apoyándose en la yugata de la pareja, comienza a escanciar el vino con gran pulso y mucha solemnidad.

El tío Juan, para quien es la primera taza, levantándola en alto, brinda:

-Por la salud de los presentes, que se disfrute muchos años la pareja, y que en el cielo nos veamos.

-Amén -contesta a coro la reunión.

La taza sigue pasando luego de mano en mano y de boca en boca, hasta que se agotan las dos azumbres de rioja.

Pero Antón Perales no quiere ser menos que su contrinca, y paga otros ocho cuartillos que se beben con la misma solemnidad que los anteriores, con el mismo ceremonial, pero con mayor locuacidad de parte de los bebedores y con peor pulso de la del escanciador.

Entre tanto la tarde va acabándose, y el ganado y la gente que llenaban la feria se retiran poco a poco.

Ya no se oyen las tarrañuelas, ni los panderos, ni un solo grito en el corro de bolos. Los taberneros recogen sus baterías, y embridan sus jamelgos los curas, los jándalos y los señores de aldea; y perdiéndose, por grados, desde el lugar de la feria, por la campiña adelante en todas direcciones, se oye el sonido de las campanillas del ganado que se aleja. Nuestros conocidos, detrás de los novillos, llevan, como quien dice, la llave de la feria, cierran la marcha... Y bien lo necesitan. Tal andan todos ellos, que no les basta entero el ancho del camino para no darse de calabazadas unos con otros. Aquello ya no es hablar, es una algarabía incomprensible e insoportable. La mujer de Perales, sobre todo, desafina como una cotorra; cuenta lo suyo, lo de los vecinos y hasta lo que no sabe. Su marido se empeña en que relampaguea, y está el cielo sin una sola nube; antójasele que los troncos de los árboles son ladrones, y lleva a su costilla agarrada fuertemente por la saya para que no la roben el dinero. Tío Juan, el perito, canturria por lo bajo, con voz atiplada y temblorosa, aires de sus mocedades, y, recordando galantes aventuras, enamora a la disimulada a la mujer de Antón. Ogenio palpa con torpe mano las monedas que le quedan en el bolsillo, y contando por los dedos de la otra, sostiene y jura que ha dado dinero de más a Perales.-Los cuatro intrusos dan la razón a todo el mundo, pero trocando los asuntos. A Perales le aseguran que Ogenio le engañó, dándole dinero de menos; a éste, que está, en efecto, relampagueando y que al fin tronará; a la pobre mujer, que realmente ha sido muy atrevesá y muy revoltosa, y que si pellizca al tío Juan, hace muy bien, porque ella se entiende... Pero al oír esto, su marido, aunque no es celoso, ni mucho menos, da instintivamente un tirón a la saya que lleva agarrada entre sus dedos; y como su dueña no está para grandes pruebas de equilibrio, viene al suelo como un fardo. En el mismo instante Ogenio toca en el bolsillo a Antón para advertirle que quiere ventilar la duda que le preocupa, y éste, siempre soñando con los ladrones, sobrecógese de horror, dáse por muerto, quiere huir, tropieza con su mujer y cae sobre ella: apresúrase el otro a levantarle, pierde el equilibrio y da de hocicos sobre los dos caídos; acuden, al estrépito, los demás personajes; creen que aquello es una lucha, enmaráñanse para separarlos, empújanse los unos a los otros, y al cabo y al fin caen todos amontonados sobre la desdichada mujer que grita y se lamenta medio sofocada por tan enorme peso. Estrújanse y aráñanse todos buscando un punto de apoyo para salir de aquel enredo: y poco a poco, y con grandes fatigas, van levantándose uno a uno; y renqueando y vacilando, se vuelven a poner en marcha, y llegan a un punto en que se bifurca la carretera. Allí deben separarse el tío Juan, Ogenio y dos de los intrusos. Pero da la casualidad (y estas casualidades abundan en La Montaña más que las ferias, que los mercados y que las romerías), da la casualidad, repito, que en el punto de empalme de los dos caminos hay una taberna; y como tío Juan de la Llosa es hombre que no queda mal con sus amigos por un par de azumbres más o menos, invita a sus camaradas a beber, para demostrarles que «si aquello ha sido guerra, que nunca haya paz».

Inútil es decir que el convite se acepta y se agradece.

Pero los bebedores se han metido en la taberna y han atado la pareja a un poste del portal, indicios todos de que sólo Dios sabe a qué hora concluirá aquello y bajo qué techo dormirán nuestros conocidos la robla de los novillos.

Además, la noche ha cerrado ya; me comprometí, lector, a acompañarte a una feria para que supieras con un ejemplo práctico lo que es una robla; he cumplido mi palabra, como me ha sido posible, y creería abusar de tu amabilidad obligándote a pasar la noche al raso. Retirémonos, pues... Y hasta la vista.




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«A las Indias»


- I -


    «A las Indias van los hombres,
a las Indias por ganar:
las Indias aquí las tienen
si quisieran trabajar.»



(Canc. pop. de la Montaña.)                


-Madre, este carraclán está mal hecho.

-¡Jesús, qué condenao de chiquillo!... ¡Si le está que ni pintao!

-¡Tisana, que me aprieta por todas partes, y los faldones se me suben al pescuezo cada vez que me voy a quitar el sombrero!

-Di que eres un mocoso presumido, y no me rompas la cabeza.

-Diga usté que no sabe coser por lo fino.... ni esta tarascona de mi hermana... ¿Lo ve?... Lo mismo coge la aguja que las trentes. ¡Tisana, qué camisa me estás cosiendo!... ¡A ver si das más cortas esas puntadas!...

-¡El demonio del renacuajo!... ¿Cuándo soñaste tú en gastar levita? ¡Después que me llevo mes y medio sin pegar el ojo por servirle a él!... Madre, yo no coso más.

Y la censurada costurera, que es una mocetona como un castaño, arroja al suelo la camisa que estaba cosiendo, y vuelve las espaldas con resuelto ademán al escrupuloso elegante, rapaz de trece años, listo como una ardilla y tan flaco como el mango de una paleta.

Su madre, mujer de cuarenta años, aunque las arrugas del rostro y la curva de sus espaldas la hacen representar sesenta, después de comerse media cuarta de hilo para hacerle punta y que pase por el ojo de la aguja, que apenas se ve entre sus callosos dedos, pone en orden a la susceptible costurera, se acerca al muchacho, le hace girar tres veces sobre sí mismo, le estira con fuerza la levita que lleva puesta y, después de contemplar un instante su obra, vuelve a sentarse, exclamando con acento de profunda convicción:

-Que la pinte mejor un sastre.

Pero antes de ir más lejos, y para mejor inteligencia de los lectores, es justo que, como diría el inédito poeta don Pánfilo, expliquemos la situación.

Que nuestros personajes son montañeses, debe haberse deducido del estilo del diálogo; y si éste no lo ha demostrado bastante, conste desde ahora que lo son en efecto.-El lugar de la escena puede el lector colocarle en el punto de esta provincia que más le conviniere, si bien su parte oriental es preferible, por ser en ella más frecuentes que en las demás, cuadros semejantes al que voy a describir.-El escenario es aquí el ancho soportal o tejavana de una casa pobre de aldea.-Esta, como todas o la mayor parte de las de su categoría, tiene en la humilde fachada del portal tres huecos: la puerta principal en el centro, la de la cuadra a la izquierda, y a la derecha la ventana de la cocina. Sentadas en el alto batiente de la primera, cosen las dos mujeres; la segunda está entreabierta, porque acaba de entrar por ella a arreglar el ganado el bueno del tío Nardo, jefe de la familia, o esposo y padre, respectivamente, de los personajes de nuestro diálogo. Por lo que hace a la ventana, aunque no la necesitamos para nada, diré, a fuer de verídico historiador, que está cerrada, pues su destino más que dar luz a la cocina, es dejar que salga el humo de ella cuando hay fuego en el hogar, el cual está ahora tan frío como la borona que en él se coció por la mañana para todo el día...; y dicho se está con esto que la escena es por la tarde; conste también, sin que este dato sea, como parecerá a primera vista, una minuciosidad inútil, que corre el mes de septiembre. Ahora sólo nos resta consignar que el pequeñuelo interlocutor, al dirigir tan graves cargos a su madre y a su hermana, llegaba al portal, vestido con levita, pantalón y chaleco de mahón gris; agarrotado su cuello entre los revueltos y atropellados pliegues de una enorme corbata de percal con grandes cuadros rojos; medio oculta su diminuta e inteligente cabeza bajo las anchas alas de un sombrero de paja con cinta verde, y calzado, por último, con gruesos zapatos de Novales. El polvo que los cubre, el arrebatado color de la cara del muchachuelo y el garrote que éste trae en una mano, prueban bien a las claras que acaba de hacer una larga caminata. En cuanto a las razones que tiene para quejarse de las tijeras de su madre y de la aguja de su hermana, no dejan de parecer fundadas, si se mira su vestido con alguna atención; pero también es cierto que las pobres mujeres nunca las vieron más gordas, y que el intolerante rapaz se mete por primera vez bajo aquellos faldones que le estorban. También debe constar que, a pesar de lo que dijo al presentarse en escena, hay en su fisonomía algo de risueño y placentero que denota una satisfacción interior: su viaje debe haber tenido un éxito feliz... Mas para saber lo que hay sobre esto y otras cosas que nos proponemos referir, volvamos a tomar el asunto donde lo dejamos para hacer esta digresión.

Mientras la madre pronunciaba las palabras que dejamos escritas, hecho el examen de la levita de su hijo, éste se sentó en el poyo del portal, entre las dos puertas, y limpiándose luego con el pañuelo del bolsillo el polvo de sus zapatos, replicó vivamente:

-Eso lo dice usté aquí porque no hay comparanza; pero si me viera al lado de don Damián como yo acabo de verme... ¡Tisana, qué levita!... ¡Aquéllas sí que son costuras!... Ni siquiera se conocen... ¡Y qué corte! Da gloria de Dios el verla. Y no estos costurones... ¡más mal asentaos!

-Pero, condenao, ¿cómo quieres tú comparar aquel paño tan fino con este mahón de a tres reales?

-¡Qué mahón ni qué ocho cuartos! En las manos consiste toa la cencia... Si me hubiera hecho la ropa un sastre de Santander, como yo quería... Lo mismo que el chaleco... y los calzones: por un lado me sobra media fanega, y por otro no me puedo revolver adentro... ¡Y estos zapatos!... Yo no sé en qué consiste que cuanto más tocino les doy, más peor se ponen. ¡Qué zapatos los de don Damián, Tisana! Relumbran como el sol de mediodía.

-Pero, hijo mío, ¿no ves que don Damián es un señor muy rico?...

-También tú te vestirás así el día de mañana, ¿verdá, madre?

-¡Anda, anda!; ya te estás relamiendo con los vestidos que te he de regalar... ¡Como no pongas otros!...

-Ni falta que me hacen, para que lo sepas; probe nací, y con saya de estameña y tirando de la azada me han de querer...

-Calla, tonta, que lo dije por oírte; ¡miá tú qué me importará a mí el día de mañana vestirte como una señora prencipal!... ¿Eh, madre?

A la buena mujer, mientras sus dos hijos comenzaban a contender en este terreno, se le iban enrojeciendo los ojos, fenómeno que, en idénticas circunstancias, había observado de algunos días a aquella parte el tío Nardo, con no poca sorpresa; y sabiendo por la experiencia que si no combatía la emoción a tiempo no podría disimularla, dio al diálogo otro giro diverso, preguntando al muchacho:

-¿Te dio la carta don Damián?

El interrogado, que, por otra parte, parecía estar deseando que se le hiciera semejante pregunta, llevó la diestra al bolsillo interior de su levita, después a uno de los del chaleco, ocultó entre sus dedos una moneda, y sonriendo con expresión de triunfo, exclamó, alzando progresivamente la voz:

-Aquí está la carta... y aquí esto...; ¿lo ven bien? Esto... ¿qué dirán que es esto?... ¡Tisana, que no lo aciertan!... Pues esto es... ¡media onza!...

-¡Media onza!...

-¡Media onza!

-¡Media onza! -añadió el tío Nardo asomando la cabeza por la puerta de la cuadra-; ¡media onza! -repitió mientras descubría el tronco-; ¡media onza! -exclamó, en fin, trasladándose de un brinco junto al grupo que formaba su familia admirando la moneda que Andrés (y ya es hora de decir cómo se llamaba el rapaz) mostraba como una reliquia.

-¡Medía onza, sí! -recalcaba este último girando en todas direcciones-; ¡media onza más maja que el sol!... Aquí está; don Damián me la dio para mí solo... ¡Viva don Damián!

Después que hubo pasado la moneda de mano en mano por todas las del grupo, y que todas las personas que le componían la hubieron mirado y remirado y hecho sonar contra las piedras, Andrés se volvió a apoderar de ella, y reclamando la atención de toda su familia, desdobló la carta que también le dio don Damián, y leyó en ella, con mucha seguridad, aunque con bien poco sentido gramatical, lo que sigue:

«Señor don Frutos Mascabado y Caracolillo.

Habana.

»Mi querido amigo y antiguo compañero: El dador de ésta lo será, Dios mediante, el joven Andrés de la Peña, que saldrá de Santander, al primer tiempo, en la fragata Panchita, con rumbo a esa ciudad. Al efecto, me tomo la libertad de suplicar a usted le auxilie en todo lo que esté de su parte, tratando por de pronto de proporcionarle acomodo conveniente a sus circunstancias. Dicho Andrés es muchacho listo y de buena conducta, tiene excelente pluma y sabe de cuentas hasta la de compañías inclusive.

»Contando con la buena amistad de usted, me atrevo a anticiparle las gracias por lo que en obsequio de mi recomendado haga, que será, desde luego, uno de los buenos servicios entre los muchos que ya le debe su afectísimo amigo y seguro servidor,

q. s. m. b.,

Damián de la Fuente

Después de esta carta, paréceme excusado decir a nuestros lectores lo que significan la levita de Andrés y el inusitado movimiento de toda su familia alrededor de su equipaje.




- II -

Por regla general, a los niños, apenas dejan los juguetes, les acomete el afán, sobre todas sus otras aspiraciones, de hombrear, de tener mucha fuerza y de levantar medio palmo sobre la talla. Pero cuando los niños son de estas montañas, por un privilegio especial de su naturaleza, su único anhelo es la independencia con un Don y mucho dinero. Y, según ellos, no hay más camino para conseguirlo que irse «a las Indias»... Los abismos del mar, los estragos de un clima ardiente, los azares de una fortuna ilusoria, el abandono, la soledad en medio de un país tan remoto... nada les intimida; al contrario, todos estos obstáculos parece que les excitan más y más el deseo de atropellarlos. ¿No es cierto que en América es de plata la moneda más pequeña de cuantas usualmente circulan? Pues un montañés no necesita saber más que esto para lanzarse a esa tierra feliz; la vida que en la empresa arriesga le parece poco, y otras ciento jugara impávido, si otras ciento tuviera.

¿Hay quien lo duda? Ofrezca un pasaje gratis desde Santander a la isla de Cuba, o una garantía de pago al plazo de un año, y verá los aspirantes que a él acuden. Y no se apure porque el pasaje no sea en primera cámara: un montañés de pura raza atraviesa en el tope el Océano, si necesario fuese.

Díganle «a las Indias vamos», y con tan admirable fe se embarca en una cáscara de limón como en un navío de tres puentes. Este heroísmo suele ir más allá aún. Un indiano de semejante barro ve transcurrir los mejores años de su juventud de desengaño en desengaño, y no desmaya. No hay trabajo que le arredre, ni contrariedad que apague su fe: la fortuna está sonriéndole detrás de sus desdichas, y la ve tan clara y tan palpable entonces como la vio de niño, cuando, soñando sus ricos dones, se columpiaba en las altas ramas del nogal que asombraba su paterna choza.

De lo cual se deduce que la honradez, la constancia y la laboriosidad de un montañés son tan grandes como su ambición.

Nadie, en buena justicia, podrá quitar a esta noble raza un timbre que tanto la honra.

Nuestro Andresillo, pues, vástago legitimo de ella, no bien supo hablar, ya dijo a su madre que él sería indiano. Creció en edad, y la idea de irse a América fue el tema de todas sus ilusiones; y tanto y tanto insistió en su proyecto, que su familia comenzó a deliberar sobre él muy seriamente.

Un día fueron tío Nardo y su mujer a consultarlo con don Damián, indiano muy rico de aquellas inmediaciones, y de quien ya hemos oído hablar. Don Damián había hecho, es cierto, un gran caudal: esto es lo que veía toda la población de la comarca y lo que excitaba más y más a los jóvenes el deseo de emigrar, pero en lo que se fijan muy pocos, si es que alguno pensó en ello, era en que don Damián se hizo rico a costa de veinte años de un trabajo constante; que en todo ese tiempo no dejó un solo día, una sola hora, de ser hombre de bien, ni de cumplir, por consiguiente, con todos los deberes que se le imponían en las dificilísimas circunstancias por que atravesó. Además, don Damián había ido a América muy bien recomendado y con una educación bastante más esmerada que la que llevan ordinariamente a aquellas envidiadas regiones los pobres montañeses. Todas estas circunstancias, que obraron como base principal de la riqueza de don Damián, le obligaban a exponérselas a cuantos iban a pedirle cartas de recomendación para La Habana, y a consultarle sobre la conveniencia de salir a probar fortuna. Cuando semejantes consideraciones no bastaban a desencantar a los ilusos, daba la carta que se le pedía, y a las veces, su firma, garantizando el pago del pasaje desde Santander a La Habana.

Los padres de Andrés oyeron del generoso indiano las reflexiones más prudentes y los más sanos consejos, cuando a pedírselos fueron en vista de las reiteradas insinuaciones de aquél. En obsequio a la verdad, la mujer del tío Nardo no necesitaba de tantas ni tan buenas razones para oponerse a los proyectos de su hijo: era su madre, y con los ojos de su amor veía a través de los mares, nubes y tempestades que oscurecían las risueñas ilusiones del ofuscado niño; pero el tío Nardo, menos aprensivo que ella y más confiado en sus buenos deseos, apoyaba ciegamente a Andrés; y entre el padre y el hijo, si no convencían, dominaban a la pobre mujer, que, por otra parte, respetaba mucho las corazonadas, y jamás se oponía a lo que pudiera ser permisión del Señor. El párroco del lugar le había dicho en muchas ocasiones que Dios hablaba, a veces, por boca de los niños; y por si a Andrés le había inspirado el cielo su proyecto, se decidió a respetarle en cuanto le pareciese deber hacerlo así.

Sobreponiéndose, pues, a las reflexiones del indiano la fuerza de voluntad de Andresillo y la buena fe de su padre, el primero prometió su protección al segundo; y desde aquel día no se pensó más en la casita que conocemos que en arreglar el viaje lo más pronto posible.

Los preparativos al efecto eran bien sencillos: sacar el pasaporte y hacer el equipaje.

Este se componía:

De tres camisas de estopilla.

Un vestido completo de mahón, de día de fiesta.

Otro ídem íd. íd., para diario.

Una colchoneta y una manta, y

Un arca de pino, pintada de almagre, para guardar, durante el viaje, la ropa que Andrés no llevase puesta.

Del pago del pasaje se encargó don Damián hasta que Andrés supiera ganarlo.

El producto de la única vaca que tenía el tío Nardo, vendida de prisa y al desbarate, dio justamente para los gastos de equipo del futuro indiano y para el pequeño fondo de reserva que debía llevar consigo, fondo que se aumentó con medio duro que el señor cura le regaló el mismo día que le confesó; con seis reales del maestro que le dio últimamente lecciones especiales de escritura y cuentas, y con la media onza de que tiene noticia el lector. Y no se arruinó completamente la pobre familia para «echar de casa» a Andrés, gracias al generoso anticipo del indiano; de otro modo, hubiera vendido gustosa hasta la cama y el hogar. Los ejemplos de esta especie abundan, desgraciadamente, en la Montaña.

El día en que presentamos la escena a nuestros lectores era el último que Andrés debía pasar bajo el techo paterno: le había destinado a despedidas, y ya tuvimos el gusto de ver el resultado que le dio la de don Damián; día que, dicho sea inter nos, había costado muchas lágrimas a la pobre madre, a escondidas de su familia, pues no podía resignarse con calma a ver aquel pedazo de sus entrañas arrojado tan joven a merced de la suerte, y tan lejos de su protección.

Pero las horas volaban, y era preciso decidirse. Cuando Andrés acabó de leer la carta, su único amparo al dejar su patria, y a vueltas de algunos halagüeños comentarios que se hicieron sobre aquélla, la pobre mujer, a quien ahogaba el llanto, mandó entrar en casa a su hijo para que su hermana le limpiara la ropa que llevaba puesta y se la guardara, mientras ella daba las últimas puntadas a una camisa.

Andrés, entonando un aire del país, obedeció, saltando de un brinco sobre el umbral de la puerta; pero su madre, al ver aquella expansiva jovialidad en momentos tan supremos, fijos en él sus turbios ojos mientras atravesaba el angosto pasadizo, abandonó insensiblemente la aguja, y dos arroyos de lágrimas corrieron por sus tostadas mejillas.

-¡Pobre hijo del alma! -murmuró con voz trémula y apagada.

Tío Nardo, más optimista, por no decir menos cariñoso que su mujer, no comprendiendo aquel trance tan angustioso, hacía los mayores esfuerzos por atraerla a su terreno.

-Yo no sé, Nisca, -le dijo cuando estuvieron solos-, qué demonches de mosca te ha picao de un tiempo acá, que no haces más que gimotear. Pues al muchacho no soy yo quien le echa de casa, que allá nos anduvimos al efecto de embarcarle...; y por Dios que no lo afeaste nunca bastante, ni te opusiste de veras.

-Y ¿qué había de hacer yo? Tampoco hoy me opongo, aunque cuanto más se acerca la hora de despedirme de él... ¡Pobre hijo mío!... Dícenme que puede hacerse rico...; ¡y nosotros somos tan pobres! ¡Ofrecen tan poco para un hombre estos cuatro terrones que el Señor nos ha dado!... ¡Ay, si Él quisiera favorecerle!...

-Pues ¿qué ha de hacer, tocha? ¡No que no!.... ahí tienes a don Damián...

-¡Siempre habéis de salirme con don Damián!

-Y con muchísima razón. ¿Qué mejor ejemplo? Un señor que vino al pueblo cargado de talegas; que a todos sus parientes ha puesto hechos unos señores; que no bien sabe que hay un vecino necesitao, ya está él socorriéndole; que alza él solo casi todas las cargas del lugar; que corta todos los pleitos para que no se coma la Justicia la razón del que la tiene y el haber de la otra parte, y que no quiere por tanto beneficio más que la bendición de los hombres de bien. ¿Qué más satisfacción para nosotros que ver a nuestro hijo en el día de mañana bendecido como don Damián?

-¡Ay, Nardo!; en primer lugar, don Damián fue siempre muy honrado...

-No viene Andrés de casta de pícaros.

-Después, Dios le ayudó para que hiciera suerte.

-Y ¿por qué no ha de ayudar a Andrés?

-Don Damián fue un señor desde sus principios, y cuando salió de aquí llevaba muchos estudios y sabía tratar con personas decentes...; y había heredado la levita, que esto vale mucho para bandearse fuera de los bardales del lugar.

- ¡Bah, bah!.... ríete de cuentos, Nisca, que todos los hombres nacimos de la tierra y tenemos cinco dedos en cada mano.

-Valiera más, Nardo, que en lugar de fijarnos en ejemplos como el de ese buen señor para echar de casa a nuestros hijos, volviéramos los ojos a otros más desgraciados. ¡Cuántas lágrimas se ahorrarían así!... Sin ir más lejos, ahí está nuestra vecina, que no halla consuelo hace un mes, llorando al hijo de su alma que se le murió en un hospital al poco tiempo de llegar a La Habana.

-Sí; pero ese muchacho...

-Era tan sano y tan robusto como Andrés, y como él era joven y llevaba buenas recomendaciones. También las llevó el del tío Pedro y murió pobre y desamparado en lo más lejos de aquellas tierras... Bien colocado estaba el sobrino del señor alcalde, y malas compañías le llevaron a perecer en una cárcel; y Dios parece que lo dispuso así, porque cuentan que si sale de ella hubiera sido para ir a peor paraje. Veinte años bregó con la fortuna su primo Antón, y, por no morirse de hambre, anda hoy de triste marinero ganando un pedazo de pan por esos mares de Dios. Bien cerca de tu casa tienes al pobre hijo de Pedro Gómez esperando a que se le acabe la poca salud que trajo de las Indias al cabo de quince años de buscarse en ellas la fortuna, para que Dios le lleve a descansar a su lado; pues ya, pobre y enfermo, ni vale para apoyo de su familia, ni para el pueblo, ni para sí mismo, que es lo peor...; y bien reniega de la hora en que salió de su casa...

-¡Anda, anda!...; ¡echa por esa boca desventuras y lástimas! ¿Por qué no te acuerdas del hijo del Manco y de el del alguacil, que dicen que gastan coche en La Habana y que están ricos que no saben lo que tienen?

-¡Mal año para ellos, que dejan morir de miseria a sus familias, que se arruinaron por embarcarlos, y ni siquiera se acuerdan de la tierra en que vieron el sol!... Mucho quiero a ese pobre hijo que se va a ir por ese mundo; pero antes que verle mañana sin religión, olvidado de su familia y de su tierra (Dios me perdone si en ello ofendo), quisiera la noticia de que se había muerto.

-Vaya, Nisca, que hoy te da el naipe para sermones de ánimas... Todavía me has de hacer ver el asunto por el lado triste.

-¡Dichoso de ti, Nardo, que no le has visto ya!

-No seas tonta, que yo no puedo ver esas cosas como tú las ves... Porque este lugar haya sido poco afortunado para los indianos...

-Calcula tú cómo andarán los demás... cuando en este rincón sólo hay tanta lástima. ¡Ay, Nardo!; aunque yo no lo tocara con mis manos ni lo viera con mis ojos, los consejos de don Damián, con la experiencia que tiene, serían de sobra para que yo llorara al echar, sola por el mundo, a esa pobre criatura.

La salida de Andrés interrumpió este diálogo. Traía puesto su traje de camino, nuevo también, pero de corte más humilde que el que se había quitado para que su hermana se le guardase.

Tía Nisca se enjugó apresuradamente los ojos al ver a su hijo, y plegó con esmero sobre sus rodillas la camisa que había concluido.

Toda aquella tarde se invirtió en arreglar el equipaje de Andrés, y al anochecer se rezó el rosario con más devoción que nunca, pidiendo todos a la Virgen, con esa fe profunda y consoladora de un corazón cristiano, amparo para el que se iba, y, para los que se quedaban, resignación y vida hasta volver a verle.




- III -

Ahora, si el lector lo consiente, que sí lo consentirá, pues no le cuesta dinero ni cosa que lo valga, vamos a trasladarnos con la escena a otra parte.

Estamos en el magnífico Muelle de Santander.

Como de ordinario, multitud de carros, bultos de mercancías, básculas, corredores, dependientes, comerciantes, marineros, pescadores, vagos y curiosos forasteros, en el más agitado y bullicioso desorden, le hacen intransitable desde la Ribera al café Suizo. Fijémonos un momento en este último punto, como el más despejado. Frente a la puerta pasan tres personas que nos son muy conocidas, y siguen, sin detenerse un segundo ante las vidrieras del establecimiento para ver sus espejos y divanes, hacia la punta del Muelle. Estos personajes son Andrés, su padre y su madre. El primero en medio de los otros dos, metidas las manos en los bolsillos de sus anchos pantalones, tiradas hacia la espalda las solapas de la levita consabida, y el hongo muy calado sobre el cogote. El tío Nardo a la derecha, con su vestido nuevo de paño pardo, y su mujer al otro lado, con muselina blanca a la cabeza, la saya morada de los domingos colgada al hombro, y terciado en el brazo opuesto un gran paraguas envuelto en funda de percal rayado. Los tres caminan sin decirse una palabra: tío Nardo, con las más visibles muestras de indiferencia; su mujer abismada, como siempre, en su pena, y mirando, al través de sus lágrimas, el barco fatal que espera a su hijo meciéndose sobre las aguas a una milla del Muelle. En cuanto a Andrés, a juzgar por su resuelto continente y por su sonrisa desdeñosa, puede asegurarse que acaricia la ilusión de construir por su cuenta, a su vuelta de América, un barrio tan elegante y monumental como el que va recorriendo.

Tres días hace que llegaron del pueblo. Despachados los papeles y demás diligencias indispensables a todo pasajero, sólo se pensó ya en complacer a Andrés y en proporcionarle cuantas distracciones estuvieran al alcance de sus recursos. Tuvo éste a su disposición dos días y cerca de veinte duros. De modo que a la hora en que le volvemos a encontrar, no cuenta un solo deseo que no haya visto satisfecho; es decir, se ha bebido, vaso a vaso más de media cántara de agua de limón «fría como la nieve»; ha comido, de seis en seis, más de un ciento de merengues; ha convidado a cuantos paisanos y conocidos hallaba al paso; ha comprado una sinfonía en una tienda de alemanes, y ha oído una misa mayor en la Catedral. Total de gastos, con hospedaje y alimentos de las tres personas en el Cuartelillo: cinco napoleones. Nada, pues, le quedaba ya que ver, como él decía, cuando le avisaron que era preciso embarcarse, porque estaba la fragata lista para darse a la vela.

Esta noticia, que no le sorprendió lo más mínimo, acabó de anonadar a su madre y sacó, por un instante, de su habitual atolondramiento a tío Nardo.

Sigámosles ahora por el Muelle. En la última rampa se embarcan en un bote, que se dirige en seguida a la fragata, que aún no ha contemplado Andrés más que de lejos, sin que por ello la haya perdido de vista un solo día desde su llegada a Santander; por consiguiente, no ha podido formarse todavía una idea exacta de lo que ella es.

A medida que se aproximaban los tres al buque, éste va desarrollando a sus ojos sus gigantescas proporciones; su negra mole parece que surge del agua, y tía Nisca, aunque jamás se forja ilusiones ni las toma en cuenta para nada, lo cree como el Evangelio. Y cree más: para ella, aquel volumen enorme tiene una fisonomía, fisonomía satánica, imponente, que la mira siempre y con un gesto terrible que hiela la sangre en sus venas. Los gritos de adentro y el sinnúmero de caras que asoman sobre la borda mirando a los del bote que llega, le parecen el alma diabólica y multiforme de aquel monstruoso cuerpo en cuyos antros va a desaparecer, quizá para siempre, el hijo de su amor. El atezado rostro de tía Nisca se vuelve lívido.

Andrés, por el contrario, se entusiasma más y más según que se acerca a la fragata. La magnitud de su casco, la elevación de sus palos, el laberinto de su jarcia, todo le enamora y hasta le enorgullece. ¿Qué vale la pobre choza de su aldea junto a aquel flotante palacio que va a habitar durante mes y medio?

En cuanto a tío Nardo, si hemos de ser justos, desde que pudo apreciar la magnitud real y efectiva del barco hasta que llegó a su costado, no pensó más que en calcular cómo no se iría a pique un cuerpo tan pesado, siendo el cuerpo tan duro y tan blando el elemento que le sostenía; cuestión que trató con sus vecinos más de una vez, a su vuelta a la aldea.

Otro cuadro más raro tienen que contemplar nuestros tres conocidos al llegar sobre cubierta: montones de jarcia, cajas de provisiones, una res acabada de desollar, enormes jaulas conteniendo vacas, cerdos y carneros, y otras menores con gallinas; grupos de marineros acá izando una verga, allá bajando pesados bultos a la bodega; y por último, revueltos y deslizándose entre tanto obstáculo, más de un centenar de muchachuelos del corte de nuestro aspirante a indiano. Todo esto junto produce un ruido infernal. Tío Nardo se marea, su mujer solloza y Andrés observa impávido.

De aquella turba de niños, algunos lloran, otros meditan tristemente reclinados contra la borda, otros miran atónitos cuanto les rodea..., ¡muy pocos ríen! Todos, como Andrés, van a América buscando la fortuna; todos van, como él, poco más que a merced de la casualidad... Seamos exactos: muchos de ellos no llevan ni siquiera una carta como la de don Damián.

De todos los que acompañan a Andrés, acaso no encuentre uno solo lo que va buscando; quizá todos ellos contemplen por la última vez de su vida tierra sobre que han nacido.

Tía Nisca logra ver el sitio que se destina a su hijo en la fragata.

Sobre la carga que ésta lleva en sus bodegas, se han tendido unas tablas de pino; entre estas tablas y la cubierta, espacio mucho más bajo que la talla de un hombre, se han colocado en fila tantas colchonetas como son los pasajeros: una de ellas es la de Andrés. Este departamento es el que se conoce con el nombre de sollado. La pobre madre se estremece al ver la mezquindad del sitio destinado al reposo de su hijo. Aquello es insano, no tiene bastante ventilación... ¡Si Andrés se pusiera enfermo!...

No corre, vuela en busca del capitán... Quiere gratificarle..., comprar un poco de comodidad para aquella inocente criatura. Se palpa los bolsillos, rebusca los de su marido; pero sólo puede reunir... ¡medio duro! ¡Y el capitán es un señor tan elegante! ¿Con qué cara le ha de ofrecer ella diez reales? Pero nota, en su defecto, que tiene la mirada muy noble. Se decide a hablarle, y entre lágrimas y sollozos:

-Señor -le dice-, el hijo mío que va a La Habana es Andrés, aquel muchacho tan guapo y tan listo que está mirando hacia acá. Créame usted, señor: no va en primera cámara, porque ni aun vendiendo la camisa hubiéramos podido reunir tanto dinero si habíamos de dejarle algo al pobre muchacho por lo que pudiera sucederle fuera de su casa. Le juro a usted que es la pura verdad lo que le digo. Pero yo no sabía que el sitio donde tenía que ir era tan angosto, que si no, ¡ay, Dios mío!... Mire usted, señor, somos unos pobres; pero si al mi Andrés le atendieran algo por el camino... No es esto decir que yo desconfíe de usted, ¡ave María Purísima! Usted es hombre honrado, y no hay más que mirarle para... voy al decir, que... ¡Hijo mío de mi alma!... Yo no sé ya lo que digo ni lo que he de hacer por que lo pase más a gusto.

Las lágrimas ahogan a la pobre mujer, y el dolor perturba su razón.

El capitán, respetándole en todo lo que vale, promete a la afligida madre un sitio en primera cámara para su hijo en cuanto se hagan a la mar, y trata de consolarla con cariñosas aunque breves palabras.

Esta misma táctica ha seguido siempre con todas las madres de los pasajeros que han ido a su cuidado, porque es de advertir que todas ellas han solicitado para sus hijos lo mismo que la tía Nisca para Andrés. Convengamos en que, en la imposibilidad de complacerlas, es muy recomendable esta manera de engañarlas a todas.

Tía Nisca vuelve más animada adonde está su hijo, a quien refiere entre bendiciones la buena acogida que le dispensó el capitán. Después, abrazándole estrechamente, le recomienda de nuevo mucha devoción al escapulario bendito de la Virgen del Carmen que lleva sobre su pecho; que sea bueno y sumiso; que huya de las malas compañías; que piense siempre en su pobre choza y en su patria..., en fin, cuanto es de necesidad que recomiende una madre cariñosa a un hijo querido en el instante supremo de una larga o tal vez eterna separación.

Pero el sonido metálico y vibrante del molinete se oye: comienza a levar anclas, y es preciso separarse.

La desdichada madre siente que hasta la voz le falta para decir el último «adiós». Andrés comprende por primera vez lo que es perder de vista su hogar y su patria, y lanzarse niño y solo a los desiertos del mundo, y también por primera vez llora, y acaso se arrepiente de su empresa; tío Nardo mira hacia el Muelle y procura no hablar para que no se vean las lágrimas que al cabo vierte, ni descubra su voz la pena que hay en su pecho; y deseando abreviar aquella escena por afligir menos a su hijo, estréchale en silencio entre sus brazos, coge por otro bruscamente a su mujer y desciende con ella al bote, imponiéndose la dura penitencia de no mirar a la fragata hasta que llegue al Muelle.

Cuando en él desembarcan, tía Nisca se deja caer en el umbral de la primera puerta que hallan al paso. Con los codos sobre sus rodillas, la cabeza entre las manos, los ojos fijos en la fragata y la cara inundada en llanto, espera inmóvil, como una estatua del dolor, a que el buque desaparezca. Tío Nardo, de pie a su lado, pero algo más tranquilo, respeta la situación de su mujer y no se atreve a separarla de allí.

Transcurre media hora.

La fragata despliega al viento su blanco velamen; hunde la proa en las aguas, como si dirigiera un galante saludo de despedida al puerto, y, deslizando rápidamente su quilla, desaparece en breve detrás de San Martín.

Al perderla de vista no cayó la pobre aldeana exánime sobre las losas del Muelle, porque Dios ha dado a estas criaturas una fuerza y una fe tan grandes como sus infortunios...




- IV -

Aquella misma tarde, a la caída del sol, atravesaban tío Nardo y su mujer la extensa sierra que conduce a su lugar. Mustios iban los dos y cabizbajos, el uno en pos del otro. Pensaban en Andrés. Pero tía Nisca, de imaginación más activa que su marido, examinaba interiormente el cuadro de sus pesares, ¡y no le faltaban causas con que justificar toda la amargura de los dolores que sentía! Por eso no pudo menos de dirigir un duro apóstrofe a la tierra que pisaba, viéndola poblada de ásperos escajos, y cuya aparente esterilidad alejaba de ella a sus hijos para buscar en país remoto lo que la madre patria no podía darles. ¡Cargo injusto, por cierto, y que, perpetuamente en boca de tantos ignorantes, sostiene en esta provincia la plaga de emigración que la despuebla!...

Pero antes que de la pluma se me escapen ciertas reflexiones, más propias del periodista que del pintor, volvamos a nuestros personajes, aunque no sea más que para despedirnos de ellos.

Es ya inútil: pasada la sierra, han desaparecido por una estrecha y larga calleja formada por dos frondosas seturas, verde y pintoresco toldo, cuyas paredes no pueden atravesar los débiles rayos del sol que va a ocultarse; tampoco se columbra un alma en la campiña; y sólo turba el silencio de aquella soledad la voz de una mujer que, desde el fondo de la calleja, canta a grito pelado:


    «A las Indias van los hombres,
a las Indias por ganar:
las Indias aquí las tienen
si quisieran trabajar.»



Esta mujer ha debido de encontrar, yendo a la fuente a tía Nisca y a su marido. Quizá al verlos caminar silenciosa y tristemente a su casa, ha recordado esa estrofa que, por otra parte, viene como de molde para dar fin a este cuadro, porque precisamente es la síntesis de él.






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La costurera

(Pintada por sí misma)


Qué linda está usted hoy, Teresa!

-¡Vaya! -Es la pura verdad. Ese pañolito de crespón rojo junto a ese cuello tan blanco...

-¡Dale!

-Ese pelo, tan negro como los ojos...

-¡Otra!

-Y luego, una cinturita como la de usted, entre los pliegues de una falda tan graciosa. ¡Vaya una indiana bonita!

-¡Jesús!

-Es que me gusta mucho el color de fila... cae muy bien sobre un zapatito de charol tan mono como el de usted... ¡Ay qué pie tan chiquitín!... ¡Si le sacara un poco más!...

-¡Hija, qué hombre!

-Yo quisiera tener una fotografía de usted en esa postura, pero mirándome a mí.

-¡Vaya un gusto!

-Ya se ve que sí.

-Pues también yo tengo fotografía, sépalo usted.

-¡Hola!

-Y hecha por Pica-Groom.

-¿En la postura que yo digo?

-¡Quiá! no, señor. Estoy de baile, como iba el domingo cuando usté nos encontró junto a la fábrica del gas.

-Por cierto que no quiso usted mirarme. ¡Cómo iba usted tan entretenida!...

-¡Si éramos ocho o nueve!

-¡Pero qué nueve, Teresa! Parecían ustedes un coro de Musas.

-Usté siempre poniendo motes a todo el mundo.

-Es que entre aquellos árboles, y subiendo la cuesta... ni más ni menos que la del monte Helicona...

-¿Ónde está eso?

-¿Helicona?... Un poco más allá de Torrelavega. El que no me gustó fue aquel Apolo que las acompañaba a ustedes.

-Si no se llama Polo... Es un chico del comercio.

-Lo supongo. Quiero decir que iba algo cursi. ¡Y ustedes iban tan vaporosas, tan bonitas!

-¡Otra! Si íbamos al baile de Miranda, como todos los domingos.

-Ya oí el organillo.

-Y aquel que nos acompañaba era uno de los que dan el baile... Y como nos había regalado billetes para todos los de verano en la huerta, y, si a mano viene, nos convida también a los de invierno, de salón...

-Ya sé que son chicos muy galantes esos empresarios y sus amigos: ellos pagan para que ustedes bailen todo el año gratis.

-Cabal. Y tan buenas somos nosotras como las señoritas que hacen lo mismo.

-Ya se ve que sí.

-Me parece que La Nata y Flor y El Órgano, no tienen nada que envidiar a ningún baile.

-Sobre todo en caras bonitas y cuerpos de sal y pimienta.

-Es que, como usté decía...

-Lo que yo decía, o iba a decir, es que el ir a un baile no es motivo para que usted deje de saludar en la calle.

-¡Jesús! ¿qué se diría?

-¿Cómo que «qué se diría»?

-Pues es claro... ¡Tratarse usté con costuderas!

-Lo dice usted con un retintín...

-No por cierto, hijo; pero es la verdad.

-Pues no hay tal cosa. Yo saludo a todo el mundo en la calle, con muchísimo gusto... Y sobre todo a usted.

-Muchas gracias; pero...

-¿Pero qué?...

-Que no le creo a usté, vamos; que usté es muy truhán... Y que no me fío de usté, en plata.

-¡Hola! ¿esas tenemos? ¿Y por qué me teme usted?... De fijo que no será por seductor.

-No por cierto. Es que entre usté y otros como usté, se cuenta lo que es y lo que no es.

-Me hace usted poco favor, Teresa.

-Lo siento, pero yo digo siempre la verdad. Cuando usté pasó el domingo junto a nosotras, íbamos hablando de eso una amiga y yo.

-¿La que iba a la derecha de usted?

-¿Por qué se fija usté en esa?

-Porque me hace mucha gracia: es una rubia saladísima.

-¿Le gusta a usté la Bigornia?

-¿Qué es eso de la bigornia?

-¡Otra! pues esa chica, que la llaman así.

-¿Y por qué la llaman así?

-Porque es hija de un calderero.

-¡Ave María Purísima!

-¿Y tampoco sabe usté cómo llaman a la que iba a mi izquierda?

-No, hija mía.

-Pues ¿en qué mundo vive usté, cristiano!

-Eso le probará a usted cuán injusta fue conmigo antes, al sospechar de mi sinceridad.

-Pero ¿quién no conoce aquí a la Feisanuca?

-Yo no la conozco por ese nombre... ¿Y por qué se le han dado?

-Porque su madre vende alubias en la plaza.

-¡Qué atrocidad!

-¡Otra!... Y al tenor de esos, todas tenemos mote... ¿Pero ahora se desayuna usté?

-Le aseguro a usted que sí. ¿Y quién se entretiene en bautizarlas de ese modo?

-Pues en la enseñanza, cuando somos chiquillas... o en los bailes después, nunca falta alguno que, por reírse un rato de nosotras, nos ponga un mote; y como lo malo corre mucho...

-¡Vaya una barbaridad! ¿Y ustedes entre sí, se llaman por esos nombres?

-¡Quiá!... Pero lo sabemos; y como no la deshonran a una.

-Es claro... Pero volvamos a la rubia.

-Parece que la tiene usté entre las cejas.

-Como me ha dicho usted que iban hablando de mí...

-¿Yo he dicho eso?

-Por lo menos una cosa muy parecida.

-Lo que yo dije es que íbamos hablando de lo mucho que se alaban algunos hombres de cosas que no les han pasado.

-Eso sí que no iría conmigo.

-No por cierto; pero iba con algunos que usté conoce muy bien.

-Podrá ser así... ¿Y sabe usted, Teresa, que de algún tiempo a esta parte anda muy entonada la rubia?

-¡Lo ve usté!

-Lo digo sin ánimo de injuriar a esa muchacha.

-Es que así se dicen todas las cosas, y luego... el diablo las enreda... En cuanto una se pone un día un poco vestida... Hija, ¡qué lenguas!... Ya se ve, ustedes están acostumbrados a oír que una señora gasta el oro y el moro para salir a la calle medio decente; y como nosotras no tenemos rentas, en cuanto nos ven algo majas ¡es claro! en seguida, que se lo regalan a una... ¡como no regalen!... Ni la rubia ni yo tenemos otras rentas que la peseta que ganamos a coser en las casas adonde nos llaman, y la jícara de chocolate, por la mañana y por la tarde, que nos dan además, como usté sabe. Pero conocemos nuestra obligación, y con dos varas de tul y seis de percalina hacemos un traje que los que no lo entienden piensan que vale un dineral... Lo mismo que lo que ahora llevo puesto... pues cuatro veranos tiene, y Dios sabe lo que tirará todavía si no se van del mundo el agua, el jabón y las planchas... ¡Vaya!

-Si yo estoy en eso mismo, hija mía.

-Es claro, esa muchacha es de suyo vistosa y arrogante; después, tiene unas manos divinas para cortar y coser, y hace un vestido de baile aunque sea de unas enaguas...

-Si no digo yo lo contrario...

-Y al verla en la calle compuesta, como ella tiene aquel semblante y aquel cuerpo... ¡uf! lo que menos se figura la gente que lo ha ganado de mala manera. Pues mire usté, para que se vea lo que son las cosas, todavía, después de vestirse con la peseta que gana la infeliz, te queda para que fume su padre... ¡Pero ya se ve!... es una pobre costudera... ¡y allá va eso! Pues si fuera yo a decir todo lo que sé... ¡Cuántos vestidos de moaré se pasean por esas calles que no se han pagado, y cuántos se han pagado sin el dinero del marido de las que los llevan!... Pero esas son señoras y tienen bula para todo... Lo mismo que lo demás... ¡Cuántos cuerpecitos que a ustedes les marean están hechos por estas manos!... Pero más vale callar.

-Es usted cruel, Teresa; lo que he dicho de la rubia fue... por decir algo. Desde hace dos o tres días, cuando pasa a las doce por la Plaza Vieja, la veo más compuesta que de costumbre...

-Eso es decir que usté se pone allí para verla pasar todos los días.

-No diré que por ella; pero por ella y por usted y por otras por el estilo, quizá, quizá.

-Y ¿qué saca usté de eso?

-Recrear la vista. ¡Como son ustedes tantas y tan bonitas!. Por cierto que me ha chocado ver cómo se las arreglan ustedes de manera que pasan siempre por la Plaza, sea cualquiera la procedencia que traigan.

-Pues eso quiere decir que por todas partes se va a Roma, y que cuando una deja la costura al medio día, de la hora que le queda para comer aprovecha la mitad para ver gente y tomar un poco el aire.

-Y ¡qué bonita era aquella amiga que la detuvo a usted esta mañana en la esquina del Puente!... pero no es tan elegante como usted.

-¿Una morena? Aquella no es amiga: es costudera de sastre.

-¡Ah, ya!... Como la vi hablar con usted...

-Me estaba dando un recado. Y no es porque yo tenga a menos ser amiga de algunas de ésas, sino que como las que cosemos en blanco en las casas tenemos sociedad aparte...Y no crea usté que nos faltaría motivo para darnos tono con ellas, porque ahí están las modistas que parece que nos honran cuando nos saludan en la calle.

-¡Vea usted qué demonio!

-Y ahora que me acuerdo, ¿qué le decía usté esta mañana a aquel otro señor de patillas, cuando nosotras pasábamos, que nos miraban tanto?

-¿Luego me vio usted?

-Yo veo todo lo que quiero.

-¡Ah, pícara! me servirá de gobierno. Pues decía a mi amigo que estaban ustedes mucho más bonitas cuando salían a la calle en Pelo, tan primorosamente peinadas, y con aquellos pañolitos al cuello, como el que usted tiene puesto ahora, que con la mantilla y el chal que les comen lo mejor de la figura.

-¡Otra!... ¡mira qué reparón!

-Ya se ve que sí.

-Pues no llevan todas mantilla.

-Y usted es una de esas excepciones; y para que nunca caiga en el pecado de ponérsela, se lo advierto.

-¿Y qué habría en ello de malo?

-Que con la mantilla dejaría usted de ser un tipo lindísimo y de pura raza santanderina, para confundirse con la vulgaridad de las señoritas más o menos cursis.

-Yo tengo amigas que llevan el velo muy bien.

-Es que el velo no le va bien a nadie, porque, sin cubrir una cabellera fea, oscurece una bonita, y exige un chal que oculta las formas...

-¡Qué enterado está usté de esas cosas, Ave María!

-Soy artista, Teresa.

-¿Y qué tiene que ver lo uno con lo otro?

-¡Friolera! Estudio la belleza donde quiera que la encuentro.

-Lo que usté estudia son picardías.

-Eso no es exacto, ni siquiera una razón en favor de los velos.

-Si a mí no me gustan tampoco; pero la moda... ¿Qué está usté mirando con tanto empeño por las vidrieras?

-¿Por qué se ha puesto usted tan colorada?

-¿Yo? ¡Jesús!... Puede que sea usté capaz de creer que es por ese chico que está en el portal de enfrente.

-Eso se llama curarse en sana salud.

-Es que pudiera usté creer cualquiera otra cosa; y como es un chico que me carga... Y eso que es muy buen mozo.

-Usted no me dice la verdad... Yo conozco bien a ese chico y sé que no la esperaría a usted todos los días a estas horas si no tuviera grandes esperanzas por lo menos...

-¿Habrá sido capaz, el muy tunante, de decirle a usté lo que no es?

-Mi palabra de honor que no he hablado con él de este asunto.

-Es que como se ha visto tanto de eso... Pues mire usté, porque no se crea otra cosa, ese chico no deja de gustarme; pero está perdiendo el tiempo.

-No comprendo...

-Hace un año que bailó conmigo en la Nata y Flor. Desde entonces yo no sé cómo él averigua en dónde coso; pero lo cierto es que todas las tardes me le encuentro, como ahora, al dejar la labor... sobre todo en invierno, que salimos de noche... Y esto es precisamente lo que me carga.

-¿El que la acompañe a usted de noche?

-No, señor: el que tenga a menos acompañarme de día.

-Entonces, ¿qué hace ahí enfrente?

-Esperarme; pero al llegar conmigo a la esquina me da una disculpa cualquiera y se larga... Y cuando coso en el Muelle, o en alguna calle del centro, me espera en el mismo portal: allí estamos un rato hablando, y luego... cada uno por su lado. Como usté comprenderá, esto no halaga nada a una mujer... Por eso me gustan más los de mi parigual.

-¿Y quiénes son ésos!

-Pues los chicos del comercio. Con éstos se entiende una bien; y si mañana u otro día... vamos... ¿está usté? Quiere decirse que allá nos andamos, y de pobre a pobre va... Pero de estos señoritos entran pocos en libra... Y, ¡ay de la infeliz a quien le toca uno!... ¡qué belenes, hija! primero con él, y después con su familia que la persigue a una como si una le hubiera ido a buscar... Ve usté... Y es claro: ellos empiezan por pasar el rato; y como suele suceder que una es tonta y se los cree, a lo mejor se encuentra con que no puede arrepentirse ya... Por eso le digo a usté que ese chico pierde el tiempo.

-Yo creo ahora todo lo contrario; porque acaba usted de decirme que a veces se los cree a pesar de todo.

-Es que yo he escarmentado en cabeza ajena... Mire usté que tengo una amiga ¡ay, la infeliz, las lágrimas que ella ha llorado, las palizas que la ha dado su padre y la estimación que ha perdido por un pícaro de esos que la engañó!... No, hijo, no: pobre nací, y no quiero ser señora a costa de tantos trabajos.

-Muy bien pensado. Pero, entre tanto, usted no despide a su adorador.

-Hasta ahora no me compromete; quiere decirse que el día en que esto vaya a suceder, ya será distinto.

-¡Ya!

-Y eso que nosotras nos hemos propuesto no hacer caso de ningún aristecrata; pero vienen los bailes, y, como usté sabe, van a ellos... porque lo que es en este particular, en nuestros bailes están todos los hombres que van a los de las señoras... Y muchos más.

Pues señor, la bailan a una, la hablan tan finos... Y una ¿qué ha de hacer? Pues es claro.

-Total, que el mocito que está en el portal de enfrente no perderá el tiempo.

-Parece que va usté a medias con él.

-Ojalá, Teresita... aunque en semejante negocio me sería muy difícil dar participación a nadie.

-¿Por qué?

-Porque es usted demasiado bonita.

-¿Me va usté a hacer el amor?

-Como usted me corresponda, sí.

-¿Y si se lo digo a la rubia?

-No tengo el gusto de conocerla más que de vista.

-De todos modos, no me gusta usté.

-Gracias por la franqueza.

-Tiene usté mala opinión de las mujeres.

-Si todas me tratan como usted, no me faltan motivos.

-Ya me hizo usté romper una abuja...

-No importa, yo la regalaré a usted un paquete.

-Es que a este paso no acabo la camisa en ocho días.

-Mejor; así la veré a usted más veces.

-Y le saldrá a usté muy cara la obra.

-A ese precio vaya usted haciéndome camisas.

-Pues ya que no regatea usté el tiempo, voy a robarle hoy un cuarto de hora.

-¿Para charlar?... aunque sea medio día.

-No señor, para ir a una tienda que está junto a la calle Alta, a comprar... cuatro cuartos de orejones, que me gustan mucho.

-(¡Llévete el mismo Satanás, grosera!)

-Como los trae de Castilla por mayor la tendera, que es amiga mía, da muchos más por cuatro cuartos que en las otras tiendas... ¿No le gustan a usté?

-¡No!

-¡Jesús, pues vaya una rareza!... Hágame el favor de dar esa tira que está debajo de usté, para amarrar la labor... Muchas gracias... ¡Pero qué mala cara se le ha puesto a usté de repente!

-Es que... tengo un flemón.

-¿Y no le dolía a usté antes!

-No tanto como ahora.

-Pues chumpe usté un higo paso, que es muy bueno para los flemones.

-Muchas gracias.

-Conque hasta mañana, que voy a por los orejones.

-¡Vaya usted con Dios!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Escribir un libro de costumbres montañesas y no dedicar algunas páginas a la costurera sería quitar a Santander uno de los rasgos más característicos de su fisonomía. Tan notorio, tan visible es entre su población este ramo, que el sexo débil de ella puede, hechas las exclusiones de rigor, dividirse por partes iguales en mujeres-costureras y mujeres que no lo son. Pero hablar de las costumbres de las primeras tiene tres perendengues para un hombre que, como yo, no las conoce bien, porque equivocarse en el menor de los detalles tendría tres bemoles. En plata, lector: la costurera me infunde cierto respetillo, y no quiero echar sobre mi conciencia el compromiso de hacer su retrato.

-Y supuesto que el estilo es el hombre, y, por ende, la mujer, entérate del diálogo anterior, que es histórico; ve lo que de él puedes sacar en limpio, y allá te las arregles después, si Teresilla se cree agraviada (en lo que no sería justa) con tus deducciones. Por mi parte, estoy a cubierto de sus iras con decirle, en un lance apurado:

-Tu es auctor.




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La noche de navidad


- I -

Está apagando el sol el último de sus resplandores, y corre un gris de todos los demonios. A la desnuda campiña parece que se la ve tiritar de frío; las chimeneas de la barriada lanzan a borbotones el humo que se lleva rápido el helado Norte, dejando en cambio algunos copos de nieve. Pía sobresaltada la miruella, guareciéndose en el desnudo bardal, o cita cariñosa a su pareja desde la copa de un manzano; óyese, triste y monótono, de vez en cuando, el ¡tuba! ¡tuba! del labrador que llama su ganado; tal cual sonido de almadreñas sobre los morrillos de una calleja... Y paren ustedes de escuchar, porque ningún otro ruido indica que vive aquella mustia y pálida naturaleza.

En el ancho soportal de una de las casas que adornan este lóbrego paisaje, y sobre una pila de junco seco, están dos chicuelos tumbados panza abajo y mirándose cara a cara, apoyadas éstas en las respectivas manos de cada uno.

Han pasado la tarde retozando sobre el mullido lugar en que descansan ahora, y por eso, aunque mal vestidos, les basta para vencer el frío que apenas sienten, soplarse las uñas de vez en cuando.

De los dos muchachos, el uno es de la casa y el otro de la inmediata.

De repente exclama el primero, en la misma postura y dándose con los talones desnudos en las asentaderas:

-Yo voy a comer torrejas... ¡anda!

-Y yo tamién, -contesta el otro con idéntica mímica.

-Pero las mías tendrán miel.

-Y las mías azúcara, que es mejor.

-Pus en mi casa hay guisao de carne y pan de trigo pa con ello...

-Y mi padre trijo ayer dos basallones... ¡más grandes!...

-Mi madre está en la villa ascar manteca, pan de álaga y azúcara... Y mi padre trijo esta meodía dos jarraos de vino blanco ¡más güeno! y toos los güevos de la semana están guardaos pa hoy... ma e quince, así de gordos... Ello, vamos a gastar en esta noche güena veintisiete rialis que están agorraos.

-¡Mia qué cencia! Mi padre trijo de porte cuatro duros y dimpués dos pesetas, y tocí lo vamos a escachizar esta noche... ¿Me guardas una tejá de guisao y te doy un piazo de basallón?

-¡No te untes!... Y tú no tienes un hermano estudiante que venga esta tarde de vacantes, y yo sí.

-Pero tengo un novillo muy majo y una vaca jeda que da seis cuartillos de leche... ¡Tenemos pa esta noche más de ello?

-¡Ay Dios! ¿Quiés ver ahora mesmo dos pucheraos de leche? Verás, verás...

Y salta el rapazuelo, y en pos de él el otro, desde la pila al portal, y llegan a la cocina mirando con cautela en derredor, por si el tío Jeromo, padre del primero, anda por las inmediaciones.

Como ya va anocheciendo, el chico de la casa toma un tizón del hogar, sopla en él varias veces, y al resplandor de la vacilante llama que produce, se acercan a un arcón ahumado que está bajo el más ahumado vasar; alzan la tapadera, y aparecen en el fondo, entre montones de harina, salvado y medio pernil de tocino, dos pucheros grandes llenos de leche.

El de la casa mira a su amigo con cierto aire de triunfo, y entrambos clavan los ávidos ojos en los pucheros, y entrambos alargan la diestra hacia ellos, y entrambos remojan el índice en la leche, aunque en distinto cacharro.

Con igual uniformidad de movimientos retiran los brazos del arcón, míranse cara a cara y se chupan los respectivos dedos.

-¡Güena está la leche! -dice el de casa.

-¡Mejor está la nata! -repone su camarada.

-¿Te la comiste?

-¡Corcia!... ¡toa la apandé con el deo!

En aquel instante recuerda con susto el primero que su padre arma el gran escándalo cada vez que falta la nata a su ración diaria de leche, y que sus costillas conservan más de un testimonio de tan borrascosos sucesos, impresos por los dedos paternales. Por eso, temiendo una nueva felpa, y para manifestar su inocencia, echa el tizón al fuego y las dos manos a la calzonada de su amigo, y comienza a gritar con el mayor desconsuelo:

-¡Padre! ¡padre!

Pero el goloso prisionero, que ya se da por muerto, tira uno de retortijón a cada mano de su carcelero, y toma pipa por el corral afuera, relamiéndose de gusto.

Tío Jeromo, que en la socarreña, detrás de la casa, encambaba un rodal, acude a los gritos, y creyendo una patraña lo del robo de la nata, presume que su hijo se la ha chupado, y le arrima candela entre las nalgas y un par de soplamocos que hacen al chicuelo sorberse los propios.

Grita el rapaz y amenaza el padre, y entre los gritos y las amenazas, óyese la voz de la tía Simona, desde el portal:

-¡Ah, malañu pa vusotros nunca ni no! ¡Que siempre vos he de alcontrar asina!

-¡Ay, madruca de mi alma! -exclama el muchacho corriendo a agarrarse del refajo de la buena mujer.

-¿Por qué lloras, hijo? ¿Quién te ha pegao?

-¡Mujuééé... Me pegó... jun... ú... ú... padreeéé!!

-Y todavía has de llevar más -murmura éste retirándose a la cuadra a arreglar el ganado-. ¡Yo te enseñaré a golosear la nata!

-Yo no la comí ¡ea! que la comió Toñu el de la Zancuda... ¡júmmaaá!...

-Y pué que sea verdá, angelucu: que ese es un lambistón que se pierde de vista... Vamos, toma unas castañas y no llores más... Tu padre tamién tiene la mano bien ligera... ¿Ha venío el estudiante?

-No, siñora...

-Dios quiera que no me lo coma un lobo en dá qué calleja... ¿Y ónde está tu hermana?

-Fue a la juenti.

-A esa pingonaza la voy yo a andar con las costillas... No, pues, no me gusta a mí que a estas horas se me ande a la temperie de Dios, que ese hijo condenao de la Lambiona tiene un aquel... que malañu pa él nunca ni no.

Y murmurando así la tía Simona, deja las almadreñas a la puerta del estragal; cuelga la saya de bayeta con que se cubría los hombros, del mango de un arado que asoma por una viga del piso del desván; entra en la cocina, siempre seguida del chico, con la cesta que traía tapada con la saya; déjala junto al hogar; añade a la lumbre algunos escajos; enciende el candil, y va sacando de la cesta morcilla y media de manteca, un puchero con miel de abejas y dos cuartos de canela; todo lo cual coloca sobre el poyo y al alcance de su mano para dar principio a la preparación de la cena de Navidad, operación en que la ayuda bien pronto su hija, que entra con dos escalas de agua y protestando que «no ha hablao con alma nacía, y que lo jura por aquellas que son cruces... Y que mal rayo la parta si junta boca con mentira».

Poco después viene el tío Jeromo que toma asiento cerca de la lumbre para auxiliar a la familia en la operación; pues la gente de campo de este país, sobria por necesidad y por hábito, goza tanto con el espectáculo de la cena de Navidad como saboreándola con el paladar.

El chirrido de la manteca en la sartén, el cortar las torrejas, el quebrar los huevos, el batirlos, el remojar en ellos el pan, el derramar el azúcar sobre las torrejas que salen calentitas de la sartén, el verter la leche o la miel sobre ellas, etc., etc. Y el considerar que todo ello, más el jarro de vino que está guardado como una reliquia, ha de ser engullido y saboreado por los pobres labriegos que lo contemplan, les produce unas emociones tan gratas que... en fin, no hay más que ver los semblantes de la familia del tío Jeromo, olvidado ya el suceso de la nata.

¡Qué expansión! ¡qué felicidad se refleja en ellos! La tía Simona, con el mango de la sartén en una mano y con una cuchara de palo en la otra, y acurrucada en el santo suelo, se cree más alta que el emperador de la China, y en más difícil e importante cargo que el de un embajador de paz entre dos grandes pueblos que se están rompiendo el alma.

¡Lástima que no haya llegado el estudiante para solemnizar debidamente toda la Noche-Buena!

Por que ésta tiene en la aldea varias peripecias.

Después del placer de preparar la cena y del de tragarla, falta el de la llegada de los marzantes, por los cuales ha preguntado ya muchas veces el vapuleado chicuelo, a quien, la verdad sea dicha, preocupan todavía más que la tardanza de su hermano. Y es porque el infeliz no los ha oído nunca, ni en la Noche-Buena, ni en la de Año nuevo, ni en la de los Santos Reyes, pues se ha dormido siempre antes de que lleguen al portal; así es que cree en los marzantes como en el otro mundo, por lo que le cuentan.




- II -

No vaya a creerse que el tío Jeromo, porque tiene un hijo estudiante, es hombre rico, tomada la palabra en absoluto; el marido de la tía Simona tiene, para labrador, un pasar, como él dice. Pero en la familia hay una capellanía que ningún varón ha querido, y el tío Jeromo sacrificó de buena gana algunas haciendas para ayudar a costear la carrera a su hijo mayor y asegurarle la pitanza, ordenándole a título de aquélla, cuyas rentas, por sí solas, no alcanzaban a tanto. Eso sí, y bien claro se lo solfeó a su hijo: -«Si llegas a gastar los cuartos que me valieron las tierras sin cantar misa, Dios te la depare buena, porque, lo que es yo, te abro en canal.»

Contribuyó mucho a que el chico entrara en el Seminario, el consejo del mayorazgo de la Casona. Este sujeto había estudiado un poco de latín en sus mocedades, y era tan pedante, que sólo por tener alguno con quien lucir su sapiencia, insistió con tío Jeromo un día y otro día hasta que logró decidirle a que su hijo aprendiera latinidades. Y tan obcecado es el mayorazgo en su saber, y tal es su pedantería, que, ingresado ya el primogénito del tío Jeromo en el Seminario, varias veces ha querido renunciar a las vacaciones por no hallarse cara a cara con el vecino, que le asedia con latinajos arrevesaos, como dice el estudiante.

Huyendo, pues, de encontrarle en alguna calleja o sentado en el banco del portal de su padre, como suele estar todos los días, el seminarista ha salido tarde de su celda con el objeto de entrar de noche en el pueblo; y esto es lo que explica su tardanza, que ya va metiendo en cuidado a la tía Simona.

Pero lo que ésta no sabía, ni sospechar pudo el mismo estudiante, fue que, habiéndose éste sentido con sed y decidido a echar medio en sangría en la taberna del lugar, que halló al paso, huyendo de la máxima de su padre de que «el agua cría ranas», lo primero con que tropezó, antes que con el tabernero, fue el mayorazgo, el cual, al guiparle, le enjaretó un «amice, ¿quo modo vales?» que quitó al estudiante hasta la sed.

-¡Cóncholes con el hombre! -murmuró el interpelado, recogiendo otra vez el lío de ropa, o sea el balandrán y dos camisas sucias, que había puesto sobre un banco al entrar en la taberna.

-¿Unde venis? ¿Quorsum tendis?

-¡Jeringa, digo yo! que traigo andadas cuatro leguas a pie, y no estoy pa solfeos de esa clase. Queden ustedes con Dios.

-Aguárdate, hombre. ¡Que siempre has de ser arisco!

-Y usté preguntón. Y es que el mejor día le echo una zurriascá de latín que no se la sacude en todo el año... Porque yo también... Pues si le entro a teología, veremos onde usté se me queda.

-Parce miqui, incipiens sa-cerdo.

-Cuidao con la lengua, le digo, que aunque parece que no entiendo, ya sé traducir... ¡Y si se me hincha la paciencia!...

-Eres un pobre hombre y no tienes nada del virum fortem... No corras tanto ¡caramba! ¡Tras de que deseo acompañarte hasta tu casa!...

De poco sirvió al mayorazgo esta reprensión. El seminarista apretó el paso, renegando de su mala estrella; dejó a medio camino al importuno, y no paró hasta la cocina de su padre, donde se presenta con el humor más perro del mundo.

¡Cóncholes, qué hombre! -exclama por todo saludo al hallarse entre la familia.

Pero ¿qué te pasa? -dice tío Jeromo.

-¡Qué me ha de pasar? Ese fantasioso de mayorazgo... ¡siempre con su latín!

-¿Y qué cuidao te da a ti? ¿No has estudiao tres años ya? ¿Por qué no le contestas?

-Porque no soy tan jaque como él... Y luego él ha estudiado por otro arte. El mío no trae todas esas andróminas que él sabe... ¡Cóncholes! como quisiera entrarme a piscología... ¡sé más de ello!

-¿Y cuándo cantas misa? -añade la tía Simona cayéndosele la baba y mientras contemplan de hito en hito al estudiante sus dos hermanos-. Mira que el lugar está perdío... El señor cura es tan viejo...

-Y que no sabe una palabra, madre. ¡Si fuéramos nusotros! ¡Cóncholes, cuánto aprendemos! Verán qué sermones echo los días señalados...




- III -

Como quiera que no sea el objeto principal de este artículo retratar al hijo mayor del tío Jeromo, hago caso omiso de todo el diálogo promovido por su despecho contra el mayorazgo, y vamos a seguir con nuestro asunto comenzado, asistiendo a la cena de esta honrada familia en la noche de Navidad.

Después que el estudiante retira del fuego el puchero del guisado para que el calor de la lumbre le seque a él el lodo de los pantalones, y cuando su hermana ha recogido con gran esmero el balandrán y las camisas, toma aquél el jarro de la leche, ya que el papel del azúcar lo tiene su padre, y se dispone a auxiliar a su madre y a su hermana en la preparación de las tostadas, amenizando el trabajo con el relato de sus proezas y aventuras de estudiante.

Cuando cada manjar «lo puede comer un ángel» de bien sazonado que está, como dice la tía Simona, y todos ellos quedan cuidadosamente arrimados a la lumbre para que se conserven en buena temperatura, procédese a otra operación no menos solemne que la cena misma: poner la mesa perezosa.

Esta mesa se reduce a un tablero rectangular sujeto a una pared de la cocina por un eje colocado en uno de los extremos; el opuesto se asegura a la misma pared por medio de una tarabilla. Suelta ésta, baja la mesa como el rastrillo de una fortaleza, y se fija en la posición horizontal por medio de un pie, o tentemozo que pende del mismo tablero.

La perezosa no se usa en las aldeas más que en el día del santo patrono, en la noche de Navidad, en la de Año nuevo y en la de Reyes, o cuando en la casa hay boda.

Por eso no debemos extrañarnos del estrépito que se arma en la cocina del tío Jeromo al hacerse esta operación.«-¡Que no se te caiga!-¡Ayúdame por esta banda!-¡Quita ese banco!-¡Apaña esa cuchara!-¡Allá va!-¡Que está torcía!-¡Calza de allá!-¡Fuera esa pata!» Poco menos alboroto y mayores precauciones que si se botara al agua un navío de tres puentes.

Puesta la mesa y sobre ella los manjares, y echada la bendición por el estudiante, dejaremos a la familia cenar con toda libertad: es operación, salvas algunas leves diferencias de forma en los cubiertos y de fuerza de masticación, que todos hacemos lo mismo. Además, nuestra presencia tal vez impidiera al buen Jeromo sorber la salsa que queda en la cazuela del guisado, y a su mujer pasar el dedo por la tartera de las tostadas para rebañar el azúcar, y al seminarista apurar «hasta verte, Jesús mío», el vaso de vino blanco.

Volvamos a la misma cocina una hora más tarde.

Todos están más locuaces que antes, y hasta el viejo labrador ha desarrugado su habitual entrecejo. El rapazuelo ronca tendido sobre un banco, y el estudiante habla en latín y asegura que si entonces pillara al mayorazgo ¡ira de Dios!... La tía Simona canturria por lo bajo:


«Esta noche es Noche Buena
y mañana Navidad;
está la Virgen de parto
y a las doce parirá.»



Su hija se dispone a hacerle el dúo, cuando se oye en el corral un coro de relinchos y un ruido sobre los morrillos, como si avanzaran veinte caballos.

-¡Ahí están los ladrones! -diría en tal caso un ciudadano alarmado.

-Pues no, señor: son los marzantes, es decir, dos docenas de mocetones del lugar que andan recorriéndole de casa en casa. El ruido sobre los morrillos y los relinchos los producen las almadreñas y los pulmones de los mozos.

Este acontecimiento hace en los personajes de la cocina un efecto agradabilísimo; callan todos como estatuas y se disponen a escuchar.

-Vaya, señor don Jeromo -dice una voz en falsete para disfrazar la verdadera, desde el portal: -a ver esas costillas que se están curando en el varal; esos ricos huevos de la gallina pinta que cacareaba en el corral, por, por, por, poner, por ¡poner!... ¡Que sí!... ¡Vaya, que sí!...

El coro contesta con relinchos a esta primera tirada de algarabía, que así se llama técnicamente la introducción de los marzantes, y vuelve a continuar la voz pidiendo «morcillas en blanco, o aunque sea en negro,» y otras cosas por el estilo, hasta que concluye diciendo:

-¿Qué quiere usted? ¿que cantemos o que recemos?

-Que recen, -dice Jeromo.

-¡Que canten, cóncholes! -replica el estudiante-, que a mí me gustan mucho las marzas... ¡Ea, a cantar! -añade luego, abriendo una rendijilla, nada más, de la ventana.

Esta orden es acogida afuera con otro coro de relinchos, y al punto comienzan a cantar los marzantes, en un tono triste y siempre igual, un larguísimo romance que empieza:


«En Belén está la Virgen
que en un pesebre parió;
pario un niño como un oro
relumbrante como un sol...»



y concluye:


«A los de esta casa
Dios les dé victoria,
en la tierra gracia
y en el ciclo gloria.»



Esta copleja tiene esta otra variante que los marzantes suelen usar cuando no se les da nada, o cuando se les engaña con morcillas llenas de ceniza:


«A los de esta casa
sólo les deseo
que sarna perruna
les cubra los huesos.»



Los pesados lances a que esta jaculatoria suele dar lugar, y los nada ligeros que se suscitan siempre al fin de la velada cuando van los mozos a comer las marzas a la taberna, ya encontrándose con los marzantes de otro barrio, o ya provocando a algún vecino, es sin duda la causa de que disfrace la voz el que pide y de que guarden asimismo el incógnito todos sus compañeros.

Pero en casa de Jeromo no se engaña a nadie, y la tía Simona alarga media morcilla de manteca a los marzantes; y éstos, después de echar la primera copla, se marchan relinchando de placer.

La familia tira los últimos golpes a la cena, agotándose los jarros de vino, y el chicuelo despierta preguntando por los marzantes. Cuando sabe que se han marchado, alborota la cocina a berridos, dale su padre un par de guantadas, interpónense el seminarista y su madre, apágase la lumbre, oscila la luz del candil, dormita la moza, maya perezoso el gato, caésele la pipa más de una vez de la boca al tío Jeromo, habla torpe sobre los fenómenos de la luz el seminarista; y cuando los relinchos de los marzantes se escuchan lejanos, hacia el fin de la barriada, desfila a paso tardo y vacilante la familia del tío Jeromo a buscar en el reposo del lecho el fin de tan risueña y placentera velada.

La tía Simona sale la última; y mientras se lamenta de haber dejado de rezar el rosario por causa del jaleo, y jura que al día siguiente ha de rezar dos, guarda en el arcón que ya conocemos los despojos del pan, del azúcar y de la manteca, para que en el primer día de Pascua pueda la familia, «manipulándoselo bien», recordar, con algo más que la memoria, la noche de Navidad.






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La leva


- I -

Enfrente de la habitación en que escribo estas líneas hay un casucho de miserable aspecto. Este casucho tiene tres pisos. El primero se adivina por tres angostísimas ventanas abiertas a la calle. Nunca he podido conocer los seres que viven en él. El segundo tiene un desmantelado balcón que se extiende por todo el ancho de la fachada. El tercero le componen dos buhardillones independientes entre sí. En el de mi derecha vive, digo mal, vivía hace pocos días, un matrimonio, joven aún, con algunos hijos de corta edad. El marido era bizco, de escasa talla, cetrino, de ruda y alborotada cabellera; gastaba ordinariamente una elástica verde remendada y unos pantalones pardos, rígidos, indomables ya por los remiendos y la mugre. Llamábanle de mote el Tuerto. La mujer no es bizca como su marido, ni morena; pero tiene los cabellos tan cerdosos como él, y una rubicundez en la cara, entre bermellón y chocolate, que no hay quien la resista. Gasta saya de bayeta anaranjada, jubón de estameña parda y pañuelo blanco a la cabeza. Los chiquillos no tienen fisonomía propia, pues como no se lavan, según es el tizne con que primero se ensucian, así es la cara con que yo los veo. En cuanto a traje, tampoco se le conozco determinado, pues en verano andan en cueros vivos, o se disputan una desgarrada camisa que a cada hora cambia de poseedor. En invierno se las arreglan, de un modo análogo, con las ropas de desperdicio del padre, con un refajo de la madre, o con la manta de la cama.

El Tuerto era pescador; su mujer es sardinera, y los niños... viven de milagro.

En la otra buhardilla habita solo otro marinero, sesentón, de complexión hercúlea, y un tanto encorvado por los años y las borrascas del mar. Usa un gorro colorado en la cabeza y un vestido casi igual al de su vecino el Tuerto. Tiene las greñas, las patillas y las cejas canas. No sé de cierto cómo tiene la cara, porque es hombre que la da raras veces, y no he podido vérsela a mi gusto. Se llama de nombre tío Miguel; pero responde a todo el mundo por el mote de Tremontorio, corruptela de promontorio, mote que le dieron en su juventud por su gigantesca corpulencia y por su vigor para tirar del remo contra corrientes y celliscas. A la edad que cuenta lleva hechas dos campañas de rey; es decir, le ha tocado la suerte de servir en barco de guerra dos veces a cuatro años cada una. La última campaña la hizo en la Ferrolana, y con esta fragata dio la vuelta al mundo, con el cual viaje acabó de conquistar el prestigio que le iban dando entre sus compañeros sus muchos conocimientos como marinero, su valor, su buen corazón... y sus férreos puños. Se conserva soltero, porque entre su lancha, sus campañas y sus redes, que teje con mucho primor, nunca le quedó un cuarto de hora libre para buscar una compañera.

Por último, en el cuarto segundo habita un matrimonio contemporáneo del tío Miguel; y si no tan robustos como éste, los dos cónyuges están aún más desaliñados que él, y tan canos, tan curtidos y arrugados. De este matrimonio nació el Tuerto de la buhardilla, quien al lado de su padre aprendió a tirar del remo, a aparejar sereña, a ser, en fin, un buen pescador. El padre del Tuerto, tío Bolina llamado, porque siempre al andar se ladeó de la derecha, sigue, a pesar de sus años, bregando con la mar, como el tío Tremontorio, y no por afición a ella, como diría muy serio un poeta del riñón de Castilla o de la Mancha, acostumbrado a mandar las maniobras y a conjurar tormentas desde un escenario o en el estanque del Retiro, sino porque viven de lo que pescan, y sólo pescan para vivir exponiendo la vida cien veces al año en el indómito mar de Cantabria sobre una frágil lancha.

Dados estos pormenores, debo decir al lector, por si se ha sorprendido al verme tan enterado de ellos, que ni yo los he buscado, ni los personajes descritos han venido a traérmelos: ellos, solitos, se han colado por la puerta de mi balcón de la manera más sencilla.

La aludida casa está separada de la en que escribo por la calle, que no es muy ancha; y mis vecinos, lo mismo en invierno que en verano, saldan todas sus cuentas y ventilan los asuntos más graves de balcón a balcón.

Por ejemplo:

Se acerca un día la hora de comer. En la buhardilla del Tuerto se oyen gritos y porrazos de su mujer, y lloros y disculpas de los chiquillos que los reciben.

No se ve la escena porque lo impide el humo de la cocina, que sale a borbotones por el balconcillo, conductor único que para él hay en la casa.

La mujer de tío Bolina está clavando unas rabas de pulpo en la pared de su balcón para que se oreen. Su nuera aparece en el suyo más desaliñada que nunca, con la cara roja como un pimiento seco y con la crin suelta, en medio de una espesísima nube de humo, ¡aparición verdaderamente infernal!; saca medio cuerpo fuera de la balaustrada, y con voz ronca y destemplada, grita, mirando al piso segundo:

-¡Tía!...

Debo advertir que este es el tratamiento que se da, entre la gente del pueblo de este país, por los yernos y nueras, a las suegras.

La vieja del segundo piso, sin dejar de clavar las rabas, al conocer la voz de su nuera, contesta de muy mala gana:

-¿Qué se te pudre?

-¿Tiene un grano de sal para freír unas bogas?

-No tengo sal.

-Salú es lo que no había de tener usté -refunfuña la mujer del Tuerto.

-Vergüenza es lo que a ti te falta -gruñe, al oírlo, la vieja- Y sábate que tengo sal, pero que no te la quiero dar.

-Ya me lo figuro, porque siempre fue usté lo mismo.

-Por eso te he quitao el hambre más de cuatro veces, ¡ingratona, desalmada!

-Lo que usté me está quitando todos los días es el crédito, ¡chismosa, más que chismosa!; y si no fuera por dar al diablo que reír, ya la había arrastrao por las escaleras abajo.

-Capaz serás de hacerlo, ¡bribonaza!; que la que no quiere a sus hijos, mal puede respetar las canas de los viejos.

-¿Que no quiero yo a mis hijos?...; ¿que no los quiero? -ruge de la buhardilla, puesta en jarras y echando llamas por los ojos- ¿Quién será capaz de hacerlo bueno?

-Yo -replica con mucha calma la vieja-; yo, que los he recogido muchas veces en mi casa, porque tú los dejas desnudos y abandonados en la calle cuando te vas a hacer de las tuyas de taberna en taberna... ¡Borrachona!

- ¡Impostora.... bruja! -grita al oír estas palabras, descompuesta y febril, la mujer del Tuerto-. ¿Yo borracha? ¿Cuántas veces me ha levantado usté del suelo, desolladora? Y aunque fuera verdá, a mi costa lo sería: a denguno le importa lo que yo hago en mi casa.

-Me importa a mí, que veo lo que suda el mi hijo pa ganar un peazo de pan que tú vendes por una botella de aguardiente, en lugar de partirle con tus hijos. Por eso los probes angelucos no tienen cama en que dormir, ni lumbre con que calentarse, ni camisa que poner; por eso no tienes tú un grano de sal y me la vienes a pedir a mí... Cómpralo, ¡viciosona!... Pero vienes tú de mala casta para que seas buena.

-Mi casta es mejor que la de usté, por todos cuatro costaos, y yo en mi casa me estaba. El fue a buscarme.

-Nunca él hubiera ido...; bien se lo dije yo: «¡Mira que ésa es callealtera y no puede ser buena!»

-Los de la calle Alta tienen la cara muy limpia y se la pueden enseñar a todo el mundo... algo mejor que los de acá abajo...; ¡flojones, más que flojones!, que se han dejao ganar tres regatas de seguido por los callealteros... Esa es la rescoldera que a usté le pica; pero por más pedriques que echen en Miranda y más velas que pongan a los Mártiles, San Pedruco el nuestro los ha de echar a pique.

-San Pedro no puede amparar nunca a gente tan desalmada como tú, y si se perdieron las regatas, Dios sabe por qué fue.

-Por falta de puños, pa que usté lo sepa.

-Grita, grita más alto; que te lo oiga el tu marido, que por allá abajo asoma, y mira después ónde te metes.

-Yo digo la verdá aunque sea delante del mi marido -replica la de la buhardilla, mirando de reojo a una esquina de la calle y bajando la voz así que ve al Tuerto.

La vieja del segundo clava la última raba, y sin mirar hacia su nuera, vase retirando del balcón, dejando fuera estas palabras:

-Anda, anda a prepararle la comida, ¡borrachona!

La aludida en ellas desaparece también, metiéndose furibunda por lo más espeso de la columna de humo que sigue saliendo de la cocina después de haber despedido a su suegra con estos piropos:

-¡Bruja, brujona!... Vaya a discurrir los cuentos que le ha de decir a mi marido... ¡Chismosa, infamadora!

Antes de pasar más adelante debe saber el lector que desde tiempo inmemorial existe entre los mareantes de la calle Alta y los de la del Mar, barrios diametralmente opuestos de Santander, una antipatía inextinguible.

Cada barrio forma cabildo aparte, y no han querido para los dos un mismo patrono. San Pedro lo es de la calle Alta, o Cabildo de Arriba, y la calle del Mar, o Cabildo de Abajo, está encomendado al amparo de los santos mártires Emeterio y Celedonio, a cuyas gloriosas cabezas, de las que se cuenta que llegaron milagrosamente a este puerto en un barco de piedra, ha dedicado, construyéndola a sus expensas, una bonita capilla en el barrio de Miranda, dominando una gran extensión del mar.

Con estos datos no se extrañará ya que mis dos vecinas, después de apostrofarse recíprocamente, como lo hacen en la primera parte del diálogo transcrito, puedan hallar ofensivo a su dignidad el ser callealteras o el dejar de serlo.

Y prosigamos.

Llega a su casa el Tuerto. (Y adviértase que el humo se va disipando, y no impide ya que yo vea la escena con todos sus pormenores.)

Quítase el sueste, o sombrero embreado, de la cabeza; coloca sobre un arcón viejo el impermeable de lona que llevaba al hombro, y cuelga de un clavo un cesto cubierto con hule y lleno de aparejos de pescar. Su mujer desocupa en una tartera desportillada un potaje de berzas y alubias, mal cocido y peor sazonado; pónelo sobre el arcón, y junto a él un gran pedazo de pan de munición. El Tuerto, sin decir una sola palabra, después que sus hijos han rodeado la tartera, empieza a comer el potaje con una cuchara de estaño. Su mujer y los chicuelos le acompañan, por turno, con otra de palo. Conclúyese el potaje. El Tuerto espera algo que no acaba de llegar; mira a la tartera, después al fondo de la olla vacía y, por último, a su mujer. Esta palidece.

-¿Onde está la carne? -pregunta al cabo, con voz ronca, el pescador.

-La carne... -tartamudea su mujer-, como ya estaba cerrada la tabla cuando fui a buscarla, no la traje.

-¡Mentira!... Yo te di ayer al mediodía dos reales y medio para comprarla, y la tabla no se cierra hasta las cuatro. ¿Onde tienes el dinero?...

-¿El dinero?...; el dinero... en la faltriquera...

-¡Bribona, tú la has hecho hoy... y yo te voy a abrir en canal! -grita exasperado el Tuerto al notar la turbación, cada vez más visible, de su mujer-. A ver el dinero, digo, ¡pronto!

La interpelada saca, temblando, unos cuartos de su faltriquera y, sin abrir toda la mano, se los enseña a su marido.

-¡Esos no son más que ocho cuartos... y yo te dejé veintiuno!... ¿Ónde están los otros?...

-Se me habrán perdido...; que yo tenía los veintiuno esta mañana...

-No puede ser: yo te di dos reales en plata.

-Es que.., los cambié en la plaza...

-¿Qué ha hecho tu madre esta mañana? -pregunta rápido el Tuerto al mayor de sus hijos, cogiéndole por un brazo.

El chiquitín tiembla de miedo, mira alternativamente a su padre y a su madre, y calla.

-¡Habla pronto! -dice el primero.

-Es que me va a pegar madre si lo digo -contesta, haciendo pucheros, el pobre chico.

-¡Es que sí callas te voy a deshacer yo la cara de una guantá!

Y el muchacho, que sabe por experiencia que su padre no amenaza en vano, a pesar de la señas que le hace su madre para que calle, cierra los ojos y dice rápidamente, como si le quemaran la boca las palabras:

-Mi madre trajo esta mañana un cuartillo de aguardiente, y tiene la botella en el jergón de la cama.

El Tuerto, oída esta última palabra, tumba de un sopapo a sus pies a la delincuente, corre a la cama, revuelve las hojas de su jergón, saca de entre ellas una botellita blanca que contiene un pequeño resto del delatado contrabando, vuelve con ella hacia su mujer, y arrojándosela a la cabeza en el momento en que se incorporaba, la derriba de nuevo y salpica a los chiquillos con el líquido pecaminoso. Gime, herida, la infeliz; lloran asustados los granujas, y el iracundo marinero sale al balconcillo renegando de su estrella y maldiciendo a su mujer.

Tío Tremontorio, que vino de la mar con Bolina y el Tuerto, se halla en su balcón tejiendo red (su ocupación preferida cuando está en casa) desde el principio de la reyerta de sus vecinos, y tirando de vez en cuando un mordisco a un pedazo de pan y a otro de bacalao crudo, manjares que constituyen su comida ordinariamente. No se da con el Tuerto por advertido del suceso que acaba de ocurrir y del que se ha enterado perfectamente, pues no le gusta meterse en lo que no le importa; pero el irascible marido, que necesita dar salida al veneno que aún le queda en el cuerpo, llama a su vecino, y de balcón a balcón entablan este diálogo a grandes voces:

-Tío Tremontorio, yo no puedo con esta bribona, y voy a hacer un día una barbaridá.

-Ya te he dicho que tienes tú la culpa desde un principio; en cuanto la veías ceñir un poco arriabas en banda...

-¿Y qué había de hacer yo, si me paecía una santa de Dios?

-¿Qué habías de hacer? ¡Tiña!; lo que yo te decía siempre: «Caza firme y trincha bien: viento duro por la popa, y hala por avante.»

-¡Pero si no tiene ya un hueso en el cuerpo que no le haiga yo carenao a golpes!

-¡Después que se le había podrío la maera, tiña!

-¡Me valga Dios, qué pícara!... ¿Qué va a ser de estas criaturas el día que la suerte me saque de casa?...; porque el demonio no tiene por ónde desechar a esta mujer. La semana pasá la entregué veinticuatro reales pa que vistiera a los hijos... ¿Usté los ha visto? Pos tampoco yo. La borrachona los consumió en aguardiente. Peguéla una trisca que la dejé por muerta, y a los tres días me vende una sábana por media azumbre de caña; doila ayer veintiún cuartos pa carne, y bébelos tamién... Y a too esto las criaturas esnudas, yo sin camisa, y sin atreverme, si a mano viene, a echar un vaso de vino un día de fiesta.

-¿Por qué no la conjuras, tiña? Pué que sea maldao.

-¡Si llevo gastao, tío Tremontorio, un costao en esos amenículos! Llevéla a má e tres leguas de aquí, a que un señor cura, que icen que tiene ese privilegio, la echara los Avangelios; leyóselos, diome una cartilla bendecía y un poco de ruda, cosílo too en una bolsa, colguésela al pescuezo, costóme la cirimonia al pie de un napolión.... y ná; al día siguiente cogió una cafetera que no se podía lamber. Yo la he dao aguardiente cocío con pólvora, que icen que es bueno pa tomar ripunancia a la bebida, y a esta condená paece que le gusta más desde entonces. He gastao en velas pa los Santos Mártiles, a ver si la quitan el vicio, un sentío..., y como si callara... Ya no sé qué hacer, tío Tremontorio, si no es matarla, porque es mucho el vicio que tiene. Fegúrese usté que dempués que la di el aguardiente con pólvora la entró un cólico que creí que reventaba. Como yo había oído que el aguardiente es bueno pa quitar el dolor de barriga, poniendo por fuera unos paños bien empapaos en ello, calenté en una sartén como medio cuartillo, y cuando estaba casi hirviendo, llevélo así a la cama onde se estaba revolcando la muy bribona. Mándola que tenga un poco la sartén mientras yo iba al arcón a buscar unos trapos, vuelvo con ellos... ¿Creerá usté, puño, que ya se había trincao el aguardiente de la sartén, abrasando como estaba? ¡Hombre, si esto es más que maldición de Dios!

-Pues, amigo..., tocante a eso..., ¿qué te diré yo? Cuando la mujer da en torcerse, como la tuya, mucho palo; si con él no sale a flote, o échala a pique de una vez, o cuélgate de una gavia.

-¡Si le digo a usté, hombre de Dios, que la he solfeao too el cuerpo a leña; que le he puesto la cara a morrás más negra que la tinta de un magano!...

-Pues ahórcate entonces, y déjame en paz y en gracia de Dios tejer estas mallas, que por no perder la paciencia no me he querido casar yo, ¡tiña, retiña!

-¡Mal rayo me parta treinta veces y media, y permita Dios que al primer noroeste que me coja en la mar me coman las merluzas!... ¡Si pa esto nace uno, valiérame más no haber nacío!... ¡Perro de mí, que no la hice macizo antes de llegar a perder la pacencia y la salú por la grandísima bribona!...

Y comiéndose los labios de coraje, métese el Tuerto en su buhardilla y cierra la puerta del balcón.

El tío Tremontorio, sin levantar los ojos de su labor, le despide canturriando con su áspera voz esta copleja:


    Por goloso y atrevido
muere el pez en el anzuelo;
porque yo no soy goloso
en paz y libre navego.



Suponte ahora, lector, que estamos en un día de fiesta.

-¡Bolina!... ¡Bolina! -grita la voz de Tremontorio.

-¿Qué hay? -responde Bolina saliendo al balcón.

-Que no paso por esta cuenta; que a mí me falta dinero... y que me falta, ¡ea!

-¡Malos tiburones te coman! Yo no sé de qué te ha servío tanto como has rodao por el mundo, que toavía no sabes contar los deos de la mano. ¿Qué es lo que te falta ahora?

-Me falta, me falta... yo no sé cuánto, pero me falta dinero.

-Si no dices más que eso... ¿No ajustamos endenantes la cuenta más de treinta veces? ¿No viste que no te faltaba ná?...

-Sí; pero en casa lo he pensao mejor, y no hay quien me saque de que aquellos treinta riales...

-¡Dale con los treinta riales! ¿No te correspondían a ti diez duros por la costera de la semana?

-Sí.

-¿No nos habían emprestao a ti, al mi hijo y a mí un barril de parrocha en la taberna del Estrobo?

-Sí.

-¿No costaba el barril setenta y dos riales?

-Sí.

-¿No te corresponden a ti veinticuatro?

-Sí.

-¿No debías además en la taberna, primeramente treinta cuartos de café y copas, y luego dos riales y medio emprestaos?

-Sí.

-Pues veinticuatro y seis, treinta. ¿Cuánto tienes tú?

-Tengo, tengo... dos y dos son cuatro... cuatro de a decinueve, primeramente.

-Bueno: pon una peseta con ellos.

-Ya está.

-Pus tendrás ahora cuatro duros.

-Cabales... Ahora hay, por otro lao, dos pesetas en cuartos y dos tarines.

-Que son diez riales; y ochenta que tenías antes, noventa.

-Noventa. Ahora me quedan cuatro pesetas de a cinco, y... uno, dos, tres... y dos, cinco... y uno, seis...; seis medios duros, que son...

-Que son, que son...; teníamos antes noventa riales, que con las cuatro pesetas de a cinco hacen, hacen... noventa, y luego veinte... Si fueran diez serían ciento; ciento, y diez... ciento diez... Luego, seis medios duros, que son tres.

-Y ciento diez, ciento y trece justos... hasta doscientos que debían de ser, ¡tiña!, mira si me falta dinero... Y no te canses, Bolina, que cuando yo digo una cosa, ¡tiña!...

-Pero, peazo de animal, déjame acabar... Si too lo embrollas. ¿Quién te ha dicho a ti que cien diez riales y tres duros son ciento y trece riales?

-Aquí y en Francia, han sío siempre ciento diez y tres, ciento trece, ¡retiña!

-Sí; pero como esos tres son duros, y tres duros son sesenta riales, será la cuenta ciento diez, y sesenta, ciento setenta.

-¿Y cuántos duros hacen?

-Media onza es lo mesmo que ciento sesenta riales, y éstos son ciento setenta; conque son, media onza y medio duro... ocho duros y medio.

-Lo mesmo que endenantes, ¿lo ves?...; hasta diez que han de ser... ¡Si cuando yo digo una cosa!

-¡Mal rayo te parta! ¿Pues no te he dicho que había que desquitar treinta riales que debías en la taberna?

-Sí.

-Pus esos treinta que faltan hasta los doscientos, son los que te dieron de menos.

-Conque, es decir, que por un lao se me dan treinta riales de menos, y por otro me rebajas tú en la cuenta otros tantos... ¡Tiña!, pues ahora salgo peor; treinta de acá... y treinta de allá... Esto no lo dejo yo así, y ahora mesmo voy al Muelle, ¡retiña!

-¡Anda, burro, más que burro!... ¡Este hombre no tiene timón en la cabeza! ¡Mal vendaval te sople, animal!...

Imaginémonos ahora que está lloviendo, desde hace ocho días, pero del Noroeste, con temporal recio afuera.

-Tío Tremontorio, ¿ha visto por la banda del Norte cómo se va poniendo?

-Hay tremolina armá pa unos días... Esta madrugá abrió un poco el ojo el Nordeste y pensé que íbamos a salir mañana a la mar; pero se ha corrío otra vez al vendaval y con un carís peor que el tuyo.

-¡Y qué lástima de costera, hombre!... ¡Si había besugo pa aborrécelo!... Le digo a usté que esta inverná nos va a costar muy cara.

-Por mor de eso, y pa ayuda de males, nos pegaron aquella troncá esta mañana en el Cabildo... ¡Y pa eso le citan a uno y le sacan de casa!... ¡Tiña, si me hubiera dejao llevar de mi genio!... Decir a Dios que con el platal que ha entrao en fondo en too lo que va de año no ha de haber quedao pa hacer un reparto, por ver de pasar un par de días, pinto el caso, en que no se pué salir a la mar, ni se gana pa un amoderao5 siquiera... ¡Tiña, y que en toavía le han de pedir a uno el real que necesita pa no morirse de hambre!

-Duro es, tío Tremontorio; pero ello, pongámonos en lo justo. Ha dao la casualidá de que paece que se ha avisao media calle pa ponerse enfermo too el mundo, Tolete, con viruelas; tío Mocejón, con el muermo que le ajoga; Viruta, con una pata desbaratá; el Mordaguero, baldao de estribor... y dispués, yo no sé cuántos más a pique de irse a fondo... Por otro lao, el médico no quería asistir al Cabildo si no le aumentaban dos mil riales de sueldo, y ha habido que dárselos; la lancha del Puntal nos ha empeñao en un pico mu gordo este año; una bandera nueva pa la capilla.... y el diablo que paece que se ha desatao contra nosotros... Dé usté a los enfermos el porqué que les corresponde cada día, pague usté al médico lo que pidió de más, pague usté la bandera, pierda usté lo que se ha perdío en el pasaje, y...

-¡Tiña!, a mí cuéntame tú del otro mundo, que de éste no tengo ya ná que aprender...; y si Patuca sabe mucho, yo sé más que él. Yo lo que veo es que con un papeluco emborronao nos quiso tapar la boca. Miá tú cómo no estipuló el tanto más cuanto de la cosa, mano a mano, como se debía. Pero como entiende de pluma, con decir «aquí está apuntao...»; y a mí no me la cuela él, que no me mamo el deo, aunque no conozco la O, ¡tiña!

-Pero las cuentas ya se desaminaron bien allí, y por gente que lo entiende.

-Como sulas nos atrapan, ¡tiña!, no te canses... Y digo que aquí engorda anguno con lo que tú y yo sudamos, y si no, vamos a ver. Patuca Malaspenas va a la mar; anda vestío y portao como un señor; en su casa se come carne un día sí y otro no, y nunca falta el cuartillo de Rioja, tiene un quiñón en la pinaza del Castrejo y está gordo que revienta. El diablo me lleve si no era tan pobre como yo hace poco tiempo. ¿De ónde ha salío tanto lustre? ¡Tiña!... no quiero hablar; pero si no corriera él con los agorros del Cabildo, como corre hace dos años, no había de tener el pellejo tan reluciente.

-Esos son malos quereres, tío Tremontorio.

-¡Tiña, que yo me entiendo! ¿Por qué no quiso él que se entregara el dinero a un comerciante del Muelle cuando en el otro Cabildo se lo dijeron?

-Porque nos bastamos nosotros pa correr con ello sin ayuda de naide.

-Por lo que se pega, borrico.

-Que son malos quereres, tío Tremontorio.

-Que vos engañan, como bonitos, con cuatro papeles arrugaos, vamos... Y si quieres irle con el cuento, ya que tanto le defiendes, maldito lo que se me importa.

-Yo no soy cuentero ni vivo de eso; pero cuando se dice mal de un hombre de bien..., vamos, tío Tremontorio, que no me gusta. Usté ha visto mucho mundo, pero a veces quiere saber más de lo regular.

-Y ya que tanto hablas, ¡tiña!, ¿es justo que tú, cargao de hijos, con una mujer como la que tienes, que te consume hasta la sangre, no recibas uno o dos o medio en estos días de temporal? ¿No eres tú tan necesitao como el que más?

-Yo estoy bueno y puedo trabajar...

-¿A qué? ¿Has de ir a jalar de las pipas del Muelle? Pa eso hay otros primero que tú, que tienes que atender al aparejo y a la lancha y a tu obligación.

-No diré que no me viniera bien uno o dos o medio; pero si no me le dan, ¿por qué le he de echar la culpa a quien no la tiene?

-¿Y por qué en lugar de dar, nos piden?

-Ese es otro cuento... Y al último, al que no tiene, el rey le hace libre.

-Ya te lo dirán de misas.

-De toos modos, tío Tremontorio, las cuentas se han presentao y se han dao por buenas; y por más que usté y yo nos cansemos...

-Pues veremos lo que comes dentro de un par de días, si el tiempo no se echa a la tierra.

-Salú nos dé Dios, y ya lo veremos.

-¡Amén!... (¡Tiña!...; ¡qué hombres hay en el mundo! Too lo encuentran güeno. ¡Así tienen ellos los calzones!)

Si mientras el Tuerto estaba a la mar, alguno de sus hijos rompía la olla, o se comía el pan que estaba en el arcón, o hacía cualquier diablura propia de su edad, en el balcón le sacudía el polvo su madre, en el balcón le estiraba las orejas y en el balcón le bañaba en sangre la cara.

Si de vuelta de correr la sardina salía alcanzada la mujer del Tuerto en la cuenta que éste le tomaba rigurosamente, en el balcón se oía la primera guantada de las que administraba el desdichado marido a su costilla, desde el balcón llamaba a su padre, a su madre y a Tremontorio; desde el balcón les contaba lo sucedido, y renegaba furibundo de su mujer; desde el balcón imploraba el auxilio de Dios..., y de balcón a balcón se enredaba un diálogo animadísimo que entretenía, por espacio de media hora, a las gentes de la calle.

Si el patrón de la lancha de que son socios mis vecinos les debe algo, desde sus balcones lo dicen, y en los mismos discuten el medio de cobrarlo.

Por el balcón recibe Tremontorio las consultas que se le hacen sobre el tiempo; por el balcón les contesta, y el balcón es su observatorio.

En una palabra: mis vecinos tienen el balcón por casa, excepto para dormir y vestirse; y ni aun en estas dos ocasiones quieren prescindir totalmente de la publicidad. Tremontorio y Bolina, especialmente, se mudan la camisa y los pantalones en medio de la sala... con todas las puertas abiertas; pero donde se echan los botones y se amarran la cintura con la indispensable correa es en el balcón. Y esto en invierno; que en verano, o cierro la puerta de mi antepecho, o he de contemplarlos hasta en la menor particularidad de su vida íntima, tanto de día como de noche... Por hacerme partícipe de sus costumbres, estas pobres gentes, hasta me despiertan a mí al mismo tiempo que a ellas el penetrante e intraducible grito de ¡apuyááá! con que les llama, a las tres de la mañana en verano y a las cinco en invierno, para ir a la mar, otro marinero que tiene por esta obligación algunos gajes.

De todo lo cual resulta, lector, aun sin mi decidida afición a reparar en achaques de costumbres, más de lo suficiente para que comprendas cómo, sin poner trabajo alguno de mi parte, y sin que en mi obsequio se le tomara nadie, pude adquirir los datos que apunté en las primeras páginas de este bosquejo.

Ahora, pues, previa tu indulgencia por estas digresiones, y suponiéndote orientado en el terreno de nuestros personajes, voy a tratar del verdadero asunto de mi cuadro.




- II -

Hace pocos días empezó a llamarme la atención el aspecto que presentaba la casuca de enfrente. La buhardilla del Tuerto apenas se abría, ni en ella se escuchaban las risas, los lloros y los golpes de costumbre.

El tío Tremontorio trabajaba en sus redes al balcón algunas veces, pero siempre mudo y silencioso, cual era su carácter cuando sus convecinos le dejaban en paz y entregado a sus naturales condiciones.

Los dos viejos del segundo piso se daban muy pocas veces a luz, y en algunas de ellas vi enrojecidos los arrugados y enjutos párpados de la mujer de Bolina. Indudablemente, pasaba algo grave en aquella vecindad.

Un tanto preocupado con esta idea, puse toda mi atención en la casuca, con el objeto de adquirir la verdad.

Las ahumadas puertas del balcón de la buhardilla se abrieron al cabo, después del mediodía, y lo primero que en el interior descubrieron mis ojos fue un hombre vuelto de espaldas hacia mí, con camiseta blanca de ancho cuello azul tendido sobre los hombros, y gorra de lana, también azul, ocupado en colocar en un gran pañuelo de percal, desplegado sobre el arcón que conocemos, algunas piezas de ropa. Después que hubo anudado las cuatro puntas del pañuelo que contenía el equipaje, se incorporó el hombre, volvió la cara..., y conocí en ella a la del Tuerto; pero más oscura, más triste, más ceñuda que nunca. El pintoresco traje del pobre pescador me explicó en un instante la causa del cambio operado en aquella vecindad.

Hecho el lío de ropa, pasó el Tuerto su brazo izquierdo por debajo de los nudos, metió dentro de la gorra algunos mechones de pelo que le caían sobre los ojos, tiró de una bolsa de piel mugrienta que guardaba en un bolsillo de sus pantalones, sacó de ella tabaco picado, hizo un cigarro, encendióle en un tizón que le trajo su mujer, que lloraba, aunque en silencio; fijóse en los chicuelos, que también lo rodeaban, y, haciendo un gran esfuerzo, dijo con voz insegura:

-¡Ea!, sobre que ha de ser, cuanto más pronto.

La sardinera, al oír a su marido, rompió a llorar a todo trapo; sus hijos la siguieron en el mismo tono.

-¡A ver si vos calláis con mil demonios! -exclamó el pescador con visible emoción- Y tú -añadió dirigiéndose a su mujer-, ya sabes lo que se va a hacer. Estas criaturas se vienen ahora mesmo conmigo, y se las dejo a mi madre al tiempo de bajar. Allí se estarán con ella hasta que yo güelva.

-¡No, por todos los santos del cielo! -gritó la mujer, que al fin era madre-. Yo soy muy capaz de cuidarlas, y no quiero que naide más que yo dé de comer a mis hijos.

-Lo que eres tú me lo sé yo muy bien; y no me acomoda que el mejor día amanezcan los ángeles de Dios aterecíos a la puerta de la calle. Y sobre too, no te los tiro a la mar; bien cerca te quedan; too el día te puedes estar abajo con ellos... Pero ya se lo he dicho a mi madre: «Antes que dejarlos subir aquí, rómpales una pata...» Y esto sacabó. Vámonos pa bajo... Y cuidao con que te vengas al Muelle detrás de mí, que no tengo ganas de perendengues; y cuanto más solo esté uno, mejor... Así como así, estoy yo tan satisfecho, que si me descuido con la escotilla se me va el alma de la bodega, ¡puño!... Andando, hijos míos...

Y el desventurado Tuerto se bajó para coger al menor de los muchachuelos, que le miraban llorando. Entonces, su mujer, cediendo a un irresistible impulso de su corazón, echó los brazos al cuello de su marido, y con el torrente de sus lágrimas arrancó al fin ¡las primeras, tal vez! de los torvos ojos de aquel rudo marinero.

Pero éste no era hombre que se entregaba rendido a semejantes debilidades; así es que, desprendiéndose de los brazos de su costilla, cogió entre los suyos al menor de sus hijos, mandó a los otros que le siguieran, obligó a su mujer a quedarse en casa, y salió de ella precipitadamente, cerrando detrás de sí la puerta de la escalera.

Pocos minutos después estaba en la calle, con su lío al brazo, en compañía de Bolina y Tremontorio. Los tres iban cabizbajos, taciturnos y caminando con repugnancia. Casi al mismo tiempo que ellos en la calle, aparecieron en sus respectivos balcones la mujer de Bolina, rodeada de sus nietos, y la del pobre Tuerto, sola, desgreñada y dando alaridos de desconsuelo. Sus hijos y su suegra, aunque sin gritar tanto como ella, vertían también abundantes lágrimas.

Al oír este coro desgarrador, los tres marineros apretaron el paso, los vecinos de la calle salieron a sus balcones, y yo me decidí a seguir a mis conocidos hasta el desenlace de la escena cuyo principio había presenciado. El dolor tiene su fascinación como el placer, y las lágrimas seducen lo mismo que las sonrisas.

Tomé, pues, el sombrero y me largué al Muelle.

Una apiñada multitud de gente de pueblo se revolvía, gritaba, lloraba e invadía la última rampa, a cuyo extremo estaba atracada una lancha. En esta lancha había hasta una docena de hombres vestidos de igual manera que el Tuerto; y también como él, llevaba cada cual un pequeño lío de ropa al brazo. De estos hombres, algunos lloraban sentados; otros permanecían de pie, pálidos, inmóviles, con el sello terrible que deja un dolor profundo sobre un organismo fuerte y varonil; otros, fingiendo tranquilidad, trataban de ocultar con una sonrisa violenta el llanto que asomaba a sus ojos. Todos ellos se habían despedido ya de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos, que desde tierra les dirigían entre lágrimas, palabras de cariño y de esperanza. Entretanto, algunos otros, tan desdichados como ellos, se deshacían a duras penas de los lazos con que el parentesco y la amistad querían conservarlos algunos momentos más en tierra. Por eso las palabras «padre», «madre», «hijo», «amigo» eran las únicas que dominaban aquella triste armonía de suspiros y sollozos. ¡Terrible debía ser la pena que hacía humedecerse aquellos ojos acostumbrados a contemplar serenos la muerte los días entre los abismos del enfurecido mar!

Sin calmarse un momento la agitación de la gente de tierra, los marineros que aún quedaban en ella fueron poco a poco pasando a la lancha; el último entró el Tuerto, después de haber dado un estrecho abrazo a su padre y a su vecino, que le acompañaron hasta la orilla. Nada quedaba de común, sino el corazón, entre los embarcados y la gente de tierra. El servicio de la patria era el árbitro de la vida y de la libertad de los primeros durante cuatro años, a contar desde aquel momento; y ante deber tan alto, tenían que romperse los lazos de la familia y los de la amistad.

Los remos habían tocado ya el agua, y aún permanecía la lancha atracada a la rampa, y sujeta a ella por un cabo que tenía entre sus manos, por el extremo de tierra un viejo patrón que contemplaba atónito la escena.

-¡Suelte! -le dijeron desde la lancha más de una vez, con débil voz.

Pero el viejo patrón, o no oyó las advertencias, o se hizo sordo a ellas, que es lo más probable, por disfrutar algunos instantes más de la presencia de sus compañeros.

-¡Que suelte! -le volvieron a repetir más alto.

Y nada: el viejo, clavado como una estatua a la orilla del mar, no soltó el cabo.

Pero el Tuerto, a quien el llanto de su padre y el recuerdo de sus hijos estaban martirizándole el alma, temiendo ceder al cabo al peso de la aflicción que ya enturbiaba sus ojos, al ver el poco efecto que en el patrón habían hecho las órdenes anteriores.

-¡Larga! -gritó con ruda y tremenda voz, dominando con ella los alaridos de tierra, y fijando su torva mirada en el viejo marino.

Este obedeció instantáneamente; el cabo cayó al agua, crujieron los remos, oyóse un «¡adiós!» infinito, indescriptible; y la lancha se deslizó hacía San Martín, en cuyas aguas esperaba, humeando, un vapor que había de recoger a los pasajeros de ella.

En instante tan supremo, las mujeres que quedaban a la orilla redoblaron sus lamentos, abrazaron a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, y se confundieron todos en un solo torrente de lágrimas.

Hay situaciones, lector amigo, que no a todos es dado describir, y ésta es una de ellas. Para sentirla, basta un buen corazón como el tuyo y el mío; para pintarla con su verdadero colorido, se necesita la fresca imaginación de un poeta, y yo no la tengo.

Recuerdo que, dos años ha, mi amigo Eduardo Bustillo, el inspirado cantor de nuestras glorias nacionales, delante de una escena idéntica a la que voy describiendo, desde el mismo sitio, acaso sobre la misma piedra que yo, lloró con su alma las penas de las pobres familias a quienes una leva sumía en el abismo de todos los dolores, y puso en labios de una esposa desvalida estas palabras sencillas, pero tiernas y elocuentes:


    -Mi pobre niña inocente
el amor perdido siente.
Mas ya ¿quién pondrá en mis manos
su pan y el de sus hermanos?
       ¡Ay, Señor!,
       que en mi profundo dolor
       presiento males prolijos;
       que en este afán angustioso,
       lloro, más que por mi esposo,
       por el padre de mis hijos.



Supla esta bella estrofa las frases que yo no encuentro para pintar la desolación de aquella escena. Se lloraba al padre, al esposo, al hijo, que se iban, quizá para siempre; pero que, al irse, se llevaban el pan de los que se quedaban...




- III -

Cuando la lancha llegó al costado del vapor, la multitud, que se había quedado en la rampa del muelle, no distinguiendo más que un pequeño bulto negro en la superficie del agua, se fue retirando poco a poco y reduciendo a un solo grupo, formado por las familias de los marineros ausentes. Este grupo unido, compacto, como si en semejante cohesión hallase cada uno más pequeña su desgracia, comenzó a andar tristemente, consolando los hombres a las mujeres y éstas a los niños.

Sobre las figuras de aquel triste cuadro se destacaban los hombres y la cabeza de Tremontorio, que, como no tenía familia propia, adoptaba por suyas a todas las demás. Hombre corrido por los mares y desgraciado en levas, pues le habían cogido dos, como dije al principio, era el refugio a que acudían aquellas pobres gentes para saber algo de la suerte que esperaba a los objetos de su cariño.

-Y diga, tío Tremontorio, ¿es verdad que los castigan mucho, que los pegan a bordo? -preguntaba, entre sollozos, una pobre mujer.

-¡Quita d'ay!...; pataratas, y na más que pataratas... ¡Qué los tienen de pegar, tiña! ¡Pus no faltaba más! Eso era en un principio... Yo no acancé ya el chicote; conque feúrate... Además, el tu marido es hombre que sabe cumplir con su obligación, y lo pasará bien... Lo que es a bordo, como no salga nostramo6 con malas entrañas, no hay cuidao. Ahora, si es de esos atravesaos que dan al diablo que hacer, y le torna a uno sobre ojo, ¡válgame Dios!, lo mejor que se le antoja es mandarle a uno a fregar la perilla del mastelero de mesana, o a tomar un riso a la gavia más alta, sin necesidad, en una noche de borrasca... Pero, ¡quiá!, ya no se ve de esto... Ahora da gusto servir en barco de rey.

-¿Y aónde los echarán ahora?

-Pues, por de pronto, van al Ferrol. Estarán en el departamento unos días; dempués a éste en la freata, al otro en el bergantín, al de más allá en el vapor, me los van embarcando a toos poco a poco. Unos se quedarán en da que guardacostas por los mares de acá, y se refiere tó ello a ná, a barloventar, como quien dice, de este puerto al otro, y a correr un chubasco de vez en cuando; pero como nos conocen estas aguas, no hay cuidado por ello. Otros irán a la otra banda, al apostaero. Allí la cosa tiene de too; poco trabajo, buena ginebra, buen tabaco y buen café; pero hay que sudar el quilo a cada paso... Dispués, hoy que la cólera, mañana que el gómito negro... ¡Tiña, y qué intención más mala tienen estos incomenientes con el pobre marinero!... Al que acanzan con el bichero, hasta que le matan no le dejan. Si a usté le encajan en Manila, hasta el pan se conjura contra uno; el cuerpo no es más que una remanga en aquella tierra: lo mismo da llenarle, que no llenarle, que hace más agua que un casco viejo; y en cuanto se desembarca, no le queda una gota adrento. Un mes en aquellos mares, deja al hombre que no, le conoce la madre que le parió...; ¡tiña, más amarillo y más relambío se pone!... Guerras no hay ahora que le obliguen a uno a soltar un par de andanás a cada instante...; y como nusotros, en la Ferrolana, vimos cuantos mares Dios crió y cuanto mundo se pué ver, ¿a qué ha de ir naide ya por onde nosotros fuimos? ¡Tiña!, no lo quiera Dios...; que hoy se asa usté vivo, mañana se aterece de frío, aquí calenturas, más allá sarna...; ¡hombre, qué climen más endino!...; ¡y qué gente, me valga Dios!; más colores tiene que una julia. -Tocante a las campañas de hoy, no hay que tener cuidao... Conque.... ánimo, ¡tiña!, que de menos nos hizo Dios... Y aquí estoy yo que no me he muerto, y ha hecho la suerte conmigo cuanto puede hacer un tiburón detrás de un bote... Y no digo más.

El bueno de Tremontorio siguió largo rato consolando, a su manera, a aquellas pobres mujeres, hasta que el grupo, compacto siempre y cada vez más numeroso con la turba de chiquillos que se le iban agregando a su paso, cambió de rumbo al llegar al Consulado, y se internó en la población, y yo, que maquinalmente le había seguido escuchando a Tremontorio desde la Punta del Muelle hasta aquel sitio, perdíle en él de vista y continué hacia la Ribera, vivamente impresionado con las escenas de que había sido testigo aquella tarde.

Cuál sería la base de todas mis meditaciones, se adivina fácilmente; qué remedio fue el primero que se me ocurriera para evitar males tan considerables como el que deploraba entonces, no debo decirlo aquí, por dos razones: la primera, porque, en mi buen deseo, puedo equivocarme; y la segunda, porque, aunque acierte, no se ha de hacer caso alguno de mi teoría en las altas regiones donde se elabora la felicidad de los nietos del Cid. Pobre pintor de costumbres, aténgome a mi oficio: copiarlas como Dios me da a entender y hasta grabarlas en mi corazón.

Por eso, mientras expongo este bosquejo a la consideración de los hombres que pueden, dado que se dignasen echar sobre él una mirada, puesta mi esperanza en Dios, que es la mayor esperanza de los desgraciados, me limito a exclamar, desde el fondo de mi corazón, con mi tierno amigo Bustillo:


    ¡Ay, Señor!
Pues la ley en su rigor
los afectos no concilia,
haz que los hombres se hermanen,
porque al luchar no profanen
el amor de la familia.





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