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ArribaAbajoLa patrona de huéspedes

El origen de las casas de huéspedes (estilo coronista), se pierde en la noche de los tiempos. Los libros sagrados nos hablan ya de esta costumbre generalizada entre los primeros patriarcas, por lo que hay que decretar, cuando menos, al padre Abraham los honores de la invención.

Verdad es que en aquellos siglos primitivos, todavía este uso venerando se resentía de la sencillez evangélica, y no estaba tan refinado como lo vemos hoy, los que aguardamos a nacer tres o cuatro mil años después. Entonces todo su mecanismo se reducía a tener siempre abiertas las puertas de la choza paternal (si es que ésta tenía puertas) al fatigado peregrino que, sin más maleta ni silla de posta que el bordón y la calabaza, acertaba a atravesar a deshora por aquellos andurriales; hacerle un ladito en la estera que servía de blando sofá y de mullido lecho; ponerle delante un cenacho de bellotas, o cosa tal, y su botijo de agua pura y serenada; y si lo quería comer, bueno, y si no, tan amigos como antes. Luego de sobremesa, era de rigor el cruzarse de brazos la familia, y rodear al huésped, para escuchar de su boca la narración de las extrañas aventuras de sus peregrinaciones, durante la cual no dejaba el papá de enternecerse, la madre de compungirse, el hijo de entusiasmarse, y la señorita, si la había, de echar al forastero unas ojeadas, que déjelo usted estar.

No hay duda que, considerada esta simplicidad bajo el aspecto poético, no deja de tener su aquél; y si no léanse por lo religioso los libros bíblicos, que tan admirables recursos supieron hallar en este sencillo argumento: y viniendo a lo profano, ahí están Virgilio y Fenelón, que no eran ningunas ranas, los cuales hallando que esto de la hospitalidad era la fuente de toda poesía, y cosa buena para ponerse en libros, cogieron por su cuenta a las semidiosas Dido y Calipso (dos honradas señoras por otra parte, que no consta pagasen patente de hospedaje público ni secreto) hiciéronlas poner sendos papelitos laterales en los balcones (como es uso y costumbre de Madrid en casos tales) y hágote viuda de circunstancias, o doncella cuarentañona, y «Aquí se alquilan salas y alcobas con asistencia o sin ella, a gusto del parroquiano, etc.»; viendo lo cual los mancebos Eneas y Telémaco, que eran hombres que lo entendían, subieron bonitamente las escaleras, llamaron a la puerta, y... lo demás por sabido se calla.

Era, pues, otra Calipso que no podía consolarse de la partida de otro Ulises; y que en el exceso de su dolor, (como hubieran traducido más de cuatro literatos) se encontraba desgraciada de ser inmortal: quiero decir, de hallarse viva todavía, porque lo que es inmortales ya no se usan desde los tiempos de Calipso, en cuya isla no debía haber médicos ni boticarios. Pero volviendo a nuestro poema contemporáneo y a su lastimosa heroína, cuya gruta (o sea cuarto piso) no resonaba ya con los acentos de su voz, proseguiremos nuestra indirecta imitación o sea arreglo a la escena española, diciendo que las ninfas que la servían no osaban decirla «esta boca es mía». -(Estas ninfas eran una moza gallega, fresca y reluciente como tarja de remolacha, y una náyade del Manzanares, de las que acuden todas las tardes por bajo de la Virgen del Puerto a sumergir en las ondas sus flotantes túnicas, o sean pañales, y los de sus parroquianos, nada inmaculados por cierto.

Paseábase, pues, nuestra anónima Ariadna a largos pasos y con visibles señales de agitación todo a lo largo de su palacio que podría tener hasta unos quince pies en cuadro; y de vez en cuando solía pararse a contemplar el solitario y mal pergeñado lecho, que solía regar con sus lágrimas; pero esta bella perspectiva, lejos de moderar su dolor, la traía a la memoria la fementida estampa de su ingrato huésped, el fugitivo Teseo, que no era otro que D. Ponciano Pasacalle, nombrado administrador de correos de S. Esteban de Gormaz.

A veces asomábase a la ventana, que ofrecía a sus miradas la risueña perspectiva de un tejadillo, renovando su dolor los episódicos lances amatorios de los zapirones de la vecindad; y todo se la volvía alargar la gaita por entre un canalón y dos chimeneas, por ver si acertaba a divisar a lo lejos el camino real de Castilla, por donde D. Ponciano había desaparecido, conducido por arrobas en alas de un maragato.

De pronto se oye ruido de tacones de botas que suben la escalera; páranse luego, porque no había más que subir; llaman tres golpecitos a la puerta; abre la gallega, y dos hombres, de los cuales el uno parecía a D. Ponciano como un huevo a otro, se presentan delante de la viuda. -Por supuesto que ésta conoció a la legua que el tal no podía ser otro que el primo hermano de su ausente, que éste le había anunciado como que debía venir un día de éstos a Madrid para revalidarse de cirujano en el colegio de S. Carlos. -No pudo, sin embargo, conocer quién era el vejete que le acompañaba, y es que el tal vejete era un escribiente memorialista de detrás de Correos, que cuidaba de acomodar a los forasteros que se apeaban de la rotonda de la diligencia y servirles de Mentor en sus primeros pasos en la heroica capital.

Por supuesto que nuestra patrona (a quien ya relevaremos del incógnito, y llamaremos por el nombre de Dª. Tadea de Rivadeneyra) tuvo allá en sus adentros un ratito de jolgorio al contemplar las facciones del recién venido mancebo, tan acordes y paralelas con las del eclipsado administrador; pero no queriendo dar, como quien dice, su brazo a torcer, ni confesarse vencida a las primeras de cambio, frunció algún tanto el entrecejo, ahuecó la voz, y dirigiéndola a los dos personajes anónimos, les apostrofó preguntándoles por quién o cómo habían sabido su ignorada habitación y qué ocasión les traía a sus altas y elevadas regiones.-Entonces el mancebo (que tenía una voz de barítono acostumbrada a modularse al compás de la jota y de la guaracha) se quitó cortésmente su gorrilla de viajero, sacó del bolsillo un papelito si es no es mugriento y arrugado, dióselo a leer a Dª. Tadea, por donde ésta vino en conocimiento de lo que ya su corazón la había predicho, a saber: que el tal individuo no era otro que el sospechado primo del supradicho Pasacalle. Con lo cual, más en su equilibrio la viuda, acudió amorosa a tomar el saco del colegial, le instó en su aposento, y marchó a dar una vuelta a la cocina para disponer unas tortillas con sendos golpes de patatas y jamón.

Este ligero articulejo habría de aspirar a las formidables dimensiones del poema de Fenelón, si hubiéramos de seguir uno por uno los gratos episodios que formaron, hicieron crecer y morir aquella intriga, o sea drama, entre el joven Pedro Correa, natural de Olmedo, cirujano sangrador y barbero latino, y la honrada y excelente dueña Dª. Tadea de Rivadeneyra, viuda in partibus infidelium; la cual desde aquel primer almuerzo dio al traste con sus memorias, eclipsó su entendimiento, y subyugó su voluntad al nuevo huésped. Éste por su parte, que no era lerdo, bien echó luego de ver el efecto que sus ojos y compostura habían hecho en la huéspeda; y como ella no era todavía ningún vestiglo que digamos, y más para impuesta sin censo, y como por otro lado, la bolsa del colegial no estaba para pedir cotufas en el golfo, ni para hacer ascos de ninguna económica caridad, dio en seguirla la corriente, y en hacer como que si tal; de suerte que a las veces narrando en familia, al amor de la lumbre, sus aventuras estudiantiles, o rascando otras en su mal templada vihuela por el tono del Salerito y del ¡ay, ay, ay! acertó a encender en aquel blanco pecho una hoguera que ni todas las mangas de la villa acertaran a apagar.

Por supuesto que a todo esto nada se había tratado de cuenta de gasto ni de cosa tal; sino que el bienaventurado mancebo podía hacerse la ilusión poética de que nacían por ensalmo al fuego de sus miradas, el rico chocolate de Cruzada, el sabroso jamón gallego, la excitante morcilla extremeña, el delicado queso montañés. Todo se reducía por su parte a un regular consumo de suspiros y ternezas, a tal coplilla simbólica improvisada a la guitarra, o cual otro juramento en prosa hecho a la manera jesuítica, con la debida restricción mental.

La viuda, sin embargo, no estaba en el pleno goce de aquella celeste beatitud que era de suponer; porque amaestrada en el mundo (¡y quién no lo está a las cuarenta navidades!) bien echaba de ver que todos aquellos rendimientos del muchacho pudieran tal vez ser más calculados que espontáneos, y que dando rienda suelta a sus pasiones, corría inminente peligro de ver convertidos en espuma sus ahorros en el yelmo barberil.

Acabó de fijarla más y más en estos temores una sospecha que, aunque nacida a oscuras, vino a iluminar su razón, y fue el caso que cierta noche, regresando del sermón de los Dolores, halló que el huésped, cansado sin duda del de la Soledad, se hallaba mano a mano, y a oscuras, con la moza gallega; que, nueva Eucharis podría tal vez haber hallado favor en el pecho del forastero, y contribuir con su traición a hacer más interesante el argumento del drama. (La viuda había leído el Telémaco traducido por R... lo cual es lo mismo que decir que no lo había leído de modo alguno.)

Desde aquel día, o mejor sea dicho, desde aquella noche, la agitada Dª. Tadea no tenía, como suele decirse, el alma en su almario; y todo era soñar traiciones, y vislumbrar complots, y temblar pronunciamientos; y ora se figuraba a su cruel Vireno, número dos, huyendo con la otra maula, ora creía ver a ésta reírse en sus barbas de las angustias y temores que la hacía experimentar. Ni en paseo, ni en misa, ni en visita, podía sosegar un punto, ni dejaba tampoco reposar al amartelado galán, el cual, sea agradecimiento a los favores recibidos, sea esperanza de los que aún confiaba recibir, todo se resolvía en protestas y manifiestos del más sincero y cordial rendimiento, y aun habló de «coronar su amor» y demás frases poéticas dignas de un pastor de la Arcadia, siempre con la condición de llegar a reunir los dos mil y pico de reales del depósito exigido por los reglamentos para autorizarle a matar al prójimo.

Dª. Tadea, como mujer y enamorada, no era de piedra para dejarse convencer, tanto más, que el galán por su parte la instaba diariamente a que para apartar el pretexto de sus sinsabores, despidiese a la gallega; hízolo así con efecto; y desde entonces, más acordes, pudo la viuda soñar tranquila con su grata esperanza, el galán afirmarse en su viva fe, y la moza entregarse a su ardiente caridad.

Dispuestas así las cosas a gusto de todos, no tardó el traidor en atraer a lo más recóndito de sus redes a su víctima, quiero decir, en hacer venir a supuración el talego de sus ahorros, abonándole lo necesario para el examen, costear los gastos del título, ítem más, de las fes de bautismo y diligencias matrimoniales; hasta que llegando el caso de dar los nombres de los contrayentes, una mañanita temprano, cuando aquélla rezaba fervientemente el responsorio de S. Antonio, si buscas milagros, mira... siente abrir las vidrieras de su alcoba, entrar silenciosamente al mancebo y a la moza, arrojarse ambos a sus pies, y con una elocuencia digna de mejor causa, improvisar una demanda de perdón, o sea un bill de indemnité, por su gloriosa insurrección.

No hay pluma de ganso capaz de pintar el espasmo, el singulto y la histérica que se apoderaron de la doblemente engañada matrona, a la simple exposición de aquella peripecia; conque no hay sino dejarlo a juicio discreto del lector; basta saber que hoy es, y todavía se encuentra en el hospital de Incurables, a donde acaso habrá hallado otras compañeras, en quienes el hielo de los cuarenta años no acertó a apagar el incendio del amor.

Todo este más que razonable ejemplo preambular se ha atravesado en nuestra pluma, con el objeto de hacer sentir lo peligroso que es al tipo que hoy nos proponemos retratar el no renunciar preliminarmente a los combates de las pasiones, y templar su corazón a prueba de huéspedes, antes de decidirse a plantar el blanco papelillo en el hierro izquierdo del balcón. El buzo no se sumerge en el hondo de los mares, sin la campana protectora; el aeronauta no se lanza a las nubes, sin el paracaídas que ha de sostenerle, y el osado jinete no comienza la carrera, hasta tener bien sujetas en su mano las riendas del alazán. De este modo, la mujer que haya de abrir las puertas de su casa al forastero, ha de haber cerrado y aun tapiado de antemano las entradas de su corazón. El caso de Dido, el de Calipso, y el de Dª. Tadea (todos igualmente históricos) son ejemplos ¡oh viudas! que conviene meditar.

Por fortuna estos casos forman más bien excepciones de la regla que quiere que la huéspeda, patrona, o ama de casa (que de todos modos podremos llamarla con arreglo a los Diccionarios y Panléxicos más corrientes) frise ya en las cincuenta navidades, edad la más propia para supeditar las pasiones a la razón y al cálculo, y no la más idónea para ofrecer tampoco estimulantes al apetito carnal del forastero; quiere que la severa faz revele la formalidad y espíritu metódico de la dueña; quiere que sus blancos cabellos aparezcan modestamente recogidos en la historiada papalina; que el vestido de sarga o de algodón oscuro se halle resguardado con el honrado fiador del delantal, que las tocas modestas encubran la rugosa garganta, que el ancho zapato de orillo cobije por lo regular los juanetudos pies. -Es también inmemorial costumbre en Madrid (donde hablamos) que la tal Patrona sea viuda legítima y de legítimo consorcio de un empleado de Correos o en Loterías; que tenga señalada su pensión de doce reales por el Monte Pío, y que éste la deba treinta o más mensualidades por pura piedad; que conserve de su antiguo estado matrimonial algunos pequeños ahorros, y tales cuales muebles y ropa blanca, con que acudir al servicio de los comensales; y que en fin, por su economía, su religiosidad y buenos modales, vea acrecer su reputación, pasando de boca en boca de los forasteros, los cuales, de regreso a su pueblo, no podrán menos de recomendar a todo viniente a la corte la casa y persona de Dª. Escolástica o Dª. Celedonia.

Pero de nada habrían de servirla todas estas favorables circunstancias, y veríase víctima de todos los inconvenientes que quedan apuntados en el caso anterior, si tuviese en su compañía una, dos o más hijas o sobrinas, de pocos años, alegre travesura, y no desapacible parecer. Aconsejamos, pues, a la que en tal se viese, que no dé entrada en sus lares sino a gente provecta y asegurada de incendios, v. g. un militar retirado, prisionero en la batalla de Ocaña, o un senador gallego, de los que entonces padres, ahora abuelos de la patria, firmaron en Cádiz la constitución del 12, o tuvieron voz y voto en la Suprema Central. Todo lo demás sería llevar fósforos donde hay combustibles, o poner el gato a enseñar a bailar al ratón.

¿Pues si acierta el diablo a entrar por sus puertas, bajo el amable aspecto de un rico mayorazgo valenciano, o de un abogado andaluz; de un joven millonario de la Habana, o de un novelesco viajador francés; de un militar brioso y arrogante, o de un estudiantillo travieso y perspicaz? ¡Patronas las que tenéis hijas doncellas! libradlas por su bien de tales peligros; negad la hospitalidad a la pérfida juventud advenediza, y no deis oídos a las promesas de indiferencia, a la modesta pretensión del que intenta sólo meter el pie; porque a lo mejor y cuando menos lo creyéredes veréislos alzarse con el santo y la limosna, y el santo serán vuestras hijas o sobrinas, y la limosna será vuestra mísera ración; porque si los hay que gustan de echar la cuenta sin la huéspeda, también los hay que buscan la huéspeda y no pagan la cuenta tampoco.

En los pueblos extranjeros, en donde las rápidas y frecuentes comunicaciones, dan ocasión a una vitalidad y movimiento asombrosos, apenas son conocidos estos modestos medios hospitalarios, quedando al cargo de los aseados y elegantes hotels y las suntuosas fondas, acoger y cobijar al forastero con todo el aparato de ostentación que pudiera desplegar un magnate en su propio palacio.

Nuestro país, por desgracia, ofrece aún muy pocos de estos refinamientos, y para convencerse de ello, basta dar un ligero paseo por las provincias, y aun dejarse caer luego dentro de los muros de la noble capital. Al entrar en ella, y desembarcar de la diligencia, no se disputarán al forastero falanges enteras de mozos y domésticos de fondas y paradores; ni acudirán a recoger su equipaje infinidad de mozuelos despiertos y serviciales, ni se brindarán a conducir su persona multitud de cocheros y cicerones inteligentes. Todo lo contrario: la más absoluta soledad, la más completa indiferencia, esperan al viajero a su descenso de la diligencia; y si, como es de presumir, fuere la vez primera que entrase en nuestro pueblo, puede entregarse a la buena suerte, y vagar algunas horas por las calles de la capital, antes de dar con su persona bajo algún amigable techo.

Todo esto tiene por origen la escasez de viajeros, propiamente tales, que suelen visitarnos, la falta de estímulo para las grandes empresas industriales, la indefinible arrogancia e indiferencia del común del pueblo hacia las pequeñas ganancias que estos servicios le pudieran reportar. La miseria, que en otros pueblos se viste con la brillante librea de la civilización, el interés, que sabe levantar en ellos suntuosos edificios, ricamente alhajados y servidos para hospedar al forastero, conserva en el nuestro un carácter de sencillez patriarcal, y establece la costumbre de que cualquier familia o persona desvalida, cuyos limitados recursos no bastan a cubrir sus indispensables necesidades, trata de llamar en su auxilio una o más personas de las que accidentalmente vienen a la ciudad, y cederlas por un módico precio parte de su habitación, de sus muebles, y hasta de su mísero sustento; y a este recurso, a esta desdichada dependencia, se hallan hoy suscritas más de dos mil casas en Madrid. -El día en que el progreso de la industria sustituya por elegantes hospederías las pocas y malas que hoy llevan el nombre de tales, brinde al transeúnte, al celibato, al extranjero con los goces y comodidades que le ofrecen los hoteles de París, Londres y Bruselas, la civilización, es cierto, habrá dado un gran paso; las ciudades españolas serán más visitadas y conocidas; el interés de algunos industriales habrá progresado grandemente; pero en cambio multitud de familias carecerán de este recurso de existencia, el forastero de este medio de incorporación a nuestra sociedad, y ésta, en fin, verá desaparecer un tipo que si no es poético, por lo menos tiene un poco de original.

En la dilatada escala de las familias que se entregan en Madrid y ciudades principales del reino a este medio de existir, sería imposible diseñar al natural todas las circunstancias que distinguen a estos públicos establecimiento secretos. -Los hay que ostentando aún los restos de una pasada fortuna, brindan al forastero con elegantes muebles, decente mesa y esmerado servicio: pero el precio de ellos suele exceder por lo menos en un doble al que costaría igual o mejor asistencia en una brillante fonda; los hay que reúnen a una familia amable y desgraciada; pero llevan consigo el grave inconveniente de los compromisos y miramientos que exige esta íntima sociedad; los hay, en fin, que limitados a las más módicas fortunas, ofrecen al desdichado forastero aposento, cama, luz y alimento por la inverosímil cantidad de cuatro reales diarios. De estos establecimientos sólo puede decirse que son una providencia artificial, un problema humanitario, resuelto por algún genio bienhechor.

Las familias vergonzantes y numerosas acostumbran recibir un huésped sólo para conllevar el pago de la casa, limitándose ellas a habitar las piezas interiores. En tal caso el huésped no es huésped; es otra persona más en la familia. Recibe sus confianzas; asiste con ella a la mesa común; hace pie en el tresillo; acompaña a paseo, a misa y al teatro; enseña a escribir al niño de la casa; da lección de guitarra a la señorita; cuida de los tiestos del balcón y de echar alpiste al canario, y prepara el rapé para la mamá. En casos tales, para buscar al huésped hay que pasar a las habitaciones interiores; para hacer visita a las amas, es de rigor que se las busque en la sala principal. -La más extraña amalgama se establece entonces en el adorno de ésta; las botas están sobre el piano; el S. Antonio de talla tiene en su cabeza el schakó del capitán; el ridículo de la señorita suele servir de bolsa a los cigarros; el nacimiento del niño viene a interpolarse en la cómoda con las pistolas y cartucheras; los Devocionarios con las Julias; los jabones y navajas con los pendientes y canesús. -Si el huésped cae malo, no hay género de atención ni de cuidado que no se le prodigue; se quita la campanilla de la puerta; se encierra al gato; se sahúman con espliego y juncia las habitaciones; se llama al médico de la familia, al barbero, al comadrón; se le hace tomar por fuerza al enfermo un caldito de chorizo y morcilla cada cuarto de hora; se le ponen sinapismos hasta en las rodillas; se le buscan apetitos que alarguen la convalecencia dos meses más. Por último, cuando se marcha de la casa aquello es una verdadera desolación; hay llantos, gemidos y patatuses; y no ha llegado el huésped a las Rozas, cuando ya recibe epístolas que pudiera el tierno Ovidio envidiar.

Éste, por supuesto, es el bello ideal de la especie, el desiderándum de todo aventurero viajador. No se dan tan espontáneamente estas familias tiernas, íntimas y simpáticas; ni de tan buena estrella suelen ir acompañados los galanes viandantes, para saber conquistar tan grato homenaje agasajador.

Réstanos ahora, y después de haber pintado los diversos matices heroicos de que se reviste a veces nuestro tipo, trazar algún rasguño general que ponga de manifiesto, no el lado feo, sino por desgracia el común de la especie en cuestión.

Generalmente las casas de huéspedes son tenidas por una matrona viuda o jubilada, cuya historia anterior suele ser un secreto de su estado. Sólo se sabe, por ejemplo, que es vizcaína, por su apellido Arrevaygorrirumizaeta, y por sus admirables manos para aderezar el bacalao; que es andaluza, por su gracia parlera, lo aljofifado de los ladrillos, y el tufillo de azúcar y menjuí; que es castellana, por su frescura, su aseo y su franca sequedad. Por lo demás, si su difunto consorte murió en este o el contrario bando, en la batalla de Mendigorría; si su padre era o no era intendente de Tlascala en tiempo de Hernán Cortés; si tiene o no tiene un primo colector de bulas en Ávila de los Caballeros; si su hija está o no casada con un capitán de marina al servicio del Japón; esto es lo que ella sabe, lo que ella cuenta, o lo que ella calla, lo que nadie cree, o lo que a ninguno le importa. Baste decir que sus modales, aunque un si es no es ordinarios, revelan cierto roce de gentes; que sus facciones, aunque añejas, dejan adivinar cierta pasada perfección; que su familiaridad con los criados, como que da a sospechar no haber sido siempre extraña a su comunión; que su marcialidad con los huéspedes, descubre al mismo tiempo que la es desconocida la íntima comunicación con más elevada clase social.

Tiene, para su servicio y el de los parroquianos, una o dos criadas alcarreñas o indígenas de la corte, frescas, francas y familiares, de buen palmito y mejores manos, aseadas y compuestas, con su pañolito de lazo en la cabeza, su vestido de percal de S. Fernando, y su gracioso delantal; y para los mandados extramuros tiene un asturiano fiel e infundible, que va, que viene, que mira y que no ve, que escucha y que no oye, que sisa, come, calla y no replica. -Las criadas ocupan la cocina y el comedor; el asturiano la antesala; los huéspedes la sala principal y los dormitorios interiores; el ama de la casa, o sea abeja reina de aquella colmena, en todas partes está, y ora discute el gasto con los huéspedes, ora limpia los muebles o riñe a voces con el aguador: ya acude risueña a coger un botón o a repasar una averiada corbata; ya da una vuelta a la plaza o asiste a espumar el puchero.

No bien se presenta un nuevo huésped a la puerta de la casa, la criada favorita lo introduce a la audiencia de la Sra., la cual en muy breves palabras se pone al corriente de su porte y le clasifica y tasa, colocándole en consecuencia, ya en el gabinete de la virgen o en el de los tiestos, ya en la pieza del patio o en el cuarto oscuro del rincón. Si dice que comerá fuera, entonces el precio suele ser mayor que comiendo en casa, por haber de renunciar al beneficio de la provisión; si permaneciere sólo ocho días, costarále al triste más que si permaneciera un mes: y así otras reglas de proporción ad usum de las amas de huéspedes. Si es diputado, y ha de recibir visitas, podrá disponer de la sala y tendrá brasero, pero también pagará como padre de la patria; si es, en fin, estudiante y se retira tarde de noche, tiene que pensar en sobornar al asturiano para que no le deje en la calle.

Mientras todo este interrogatorio, las muchachas se han asomado alternativamente, con el ostensible pretexto de buscar una llave o dar cuerda al reloj; pero en realidad con el objeto de examinar al forastero, medirle, pesarle, calcularle y anatomatizarle mentalmente; y si tiene bigote y barbas, o si gasta sortijas y cadenas, aquello es no darse manos a recoger y colocar la maleta, a aderezar el cuarto, y a surtir el aguamanil.

El ama dirige y preside todas aquellas evoluciones, y cuida de recoger los restos esparcidos procedentes del anterior huésped, tales como viejas chinelas, guantes inmemoriales, cigarros inverosímiles, gacetas vírgenes, y mártires sombrereras de cartón. Muda a vista del nuevo cofrade las sábanas de la cama, por otras no tan amarillas; barre el cuarto a sus mismas barbas; y si hay ventana a la calle, la abre para que el huésped se asome y vea que aquello «es un coche parado» (y la tal calle suele ser la de los Negros o la del Perro); y si es cuarto interior, como que le envidia la quietud y el recogimiento, diciéndole que allí «no se siente una mosca» y ve correr a este tiempo tres o cuatro ratones por el suelo, y observa que la ventana da a un patio, en el que hay un herrero y dos cuadras, media docena de gallinas y un gallo cacareador.

El ama hospitalaria no gasta para sí un solo maravedí: todo para sus queridos huéspedes; para ellos se hace en los últimos meses del año la provisión del rico tocino castellano, del aceite andaluz, del vino manchego, de las frutas de Aragón: para ellos se paga al casero anticipado, y se riñe con él para que pinte la sala o ensanche los pasillos: para ellos se compran muebles por ferias, se visten de estera los pisos en los primeros días de noviembre, o se almazarronan los suelos en los últimos de mayo; para ellos, en fin, se tienen criadas, gallego, y farol en el portal. -Únicamente que de aquellos tocinos, de aquel aceite, de aquel vino, de aquellas frutas, diezma la casera las primicias para su ordinaria refacción; que de aquellos muebles, de aquellas esteras, de aquella habitación, se sirve con ellos a perfetta vicenda para sus regulares necesidades; que aquel farol a ella también la ilumina, y aquellos criados a ella obedecen, y reconocen por única ama en todo rigor. Todo esto, amén del estipendio diario, semanal o mensual, de cada uno de los huéspedes o de todos in solidum, cuyo tributo viene al cabo de algunos años de afanada tarea a convertirse en una modesta suma con que dotar a la hija, o poner una prendería, o comprar un segundo marido, o librar de la suerte de soldado al sobrino colegial.

Y sin embargo, todo ello no basta casi nunca para asegurarle al cabo de sus años una existencia independiente y cómoda; y la misma honrada matrona que toda su vida ofreció benévola su techo hospitalario al forastero, suele implorar en sus últimos días la caridad pública en el lecho de un hospital.

EL CURIOSO PARLANTE.




ArribaAbajoEl pretendiente

TRATANDO de delinear los tipos más generales y característicos de la sociedad española, muy pocos pasos podríamos dar en tan vasto campo, sin tropezar de buenas a primeras con el que queda estampado por cabeza de este artículo.

Donde quiera, con efecto, que dirijamos nuestra vista, donde quiera que alarguemos nuestra mano, el pretendiente nos presenta su atareada figura, el pretendiente nos ofrece su envejecido memorial. Desde el humilde taller del artesano, hasta los áureos escalones del trono, ni una sola clase, apenas ni un solo individuo, dejamos de ver atacado más o menos de esta enfermedad endémica, de este tifus contagioso, designado por los fisiologistas de sociedad con el expresivo título de la empleo-manía; y aunque variados en los accidentes, siempre habremos de reconocer en todos ellos los caracteres principales de tal dolencia; la ambición o la miseria por causas; la agitación, la intriga y desvelo por efectos consiguientes. El término del mal también varía según los individuos o según las circunstancias; los hay que se darían por sanos y salvos con la posesión de una estafeta de correos o un estanquillo de tabacos; los hay que aspiran a ornar su persona con un capisayo de obispo o un uniforme ministerial; hasta los hemos visto que, en más elevada clase, no dudaron un punto en lanzarse a la pelea y conmover al país a trueque de conquistar una corona. Todos son pretendientes; todos están atacados del tifus de la ambición.

Para conseguir sus deseos, cada cual pone de su parte los medios respectivos que entiende por más análogos; y estos medios, este sistema, varían también frecuentemente según los caracteres peculiares de cada siglo, de cada civilización, de cada mes. Los que eran ayer oportunos y de seguro efecto, suelen aparecer hoy ridículos y producir el contrario; los que en el momento presente están indicados, hubieran sido temerarios ejercidos en la antigüedad: la antigüedad en el lenguaje moderno, suele ser la década última, el año pasado; y nunca más que ahora tiene su significación genuina la emblemática figura del tiempo viejo y volador.

Tanto más difícil para el dibujante retratar con exactitud la fisonomía de un objeto tan móvil, cuanto que a cada paso se viste como el camaleón de los colores que le rodean; que ayer humilde, hoy arrogante; ayer hipócrita y compungido, hoy desenvuelto y lenguaraz, como que parece desafiar a la observación más constante, al más atinado pincel, a la pluma más bien cortada.

Válgannos para el desempeño más o menos acertado de nuestra difícil tarea los procedimientos velocíferos del siglo en que vivimos; hagamos en vez de un esmerado retrato al óleo, un risueño bosquejo a la aguada; y si esto no basta, préstenos el daguerrotipo su máquina ingeniosa, la estereotipia su prodigiosa multiplicidad, el vapor su fuerza de movimiento, y la viva lumbre de su llama el fantástico gas; aun así, procediendo con tan rápidos auxiliares y pidiendo por favor al modelo unos instantes de reposo, todavía nos tememos que ha de cambiar a nuestra vista, y que si le empezamos a dibujar semejante, ha de haber envejecido antes que concluyamos la operación.

Para ofrecer algún ligero estimulante al complaciente auditorio, bueno será preparar la escena en que ha de aparecer nuestro protagonista, con una primera parte que sirva de prólogo o introito como acostumbramos los modernos dramaturgos, en el cual, alargando nuestra vista retrospectiva a unos diez o doce años atrás, podremos observar cuál era entonces el pretendiente cortesano y cuáles las condiciones a que había de sujetarse en aquella clásica sociedad. Este paso retrógrado que habrán de dar con nosotros los lectores, hallará gracia en sus corazones, siquiera no sea más que por la circunstancia de trasladarse en imaginación a una edad más juvenil; que también en retroceder hay progreso, sobre todo cuando se cuentan diez o doce navidades de progreso más.

1823 a 1833.

No bien en aquellos pretendidos años apuntaba el bozo en el labio superior del mancebo, y no bien el sacristán del pueblo y el maestro de escuela habían declarado solemnemente que el muchacho prometía mucho, como que sabía de memoria casi todas las églogas de Virgilio y recitaba a propósito el Quousque tandem CATILINA? a todas las Catalinas del pueblo, cuando el padre vicario o el administrador del duque, que se interesaban por la viuda madre del mancebo, le tomaban bajo su protección y amparo; inoculábanle los más recónditos preceptos de la ciencia del mundo, y con ellos en la cabeza y unos cuantos ducados en el bolsillo, encaminábanle a la corte atravesado en un macho, en busca de la próspera fortuna.

Durante el camino (que por lo regular pasaba de la semana) podía el muchacho entregarse a su sabor a mil profundas meditaciones sobre su porvenir, y adiestrado por las indicaciones de sus maestros, se revestía ya de aquella amanerada compostura, de aquel exterior respetuoso y deferente, de aquella completa abnegación de sus propios deseos, que al decir de sus patronos le eran necesarios para conquistar las voluntades ajenas, para obtener del poderoso el necesario favor. -«No hay hombre sin hombre» -repetíase a sí mismo el aventurero viandante; y esto le daba materia a extenderse en cálculos sobre cuál sería el hombre que el cielo le destinase por escudo, el que la próvida fortuna le había de brindar como escabel. Sin embargo, la severidad del aspecto del que él suponía su futuro ángel tutelar, lo rígido del servicio ajeno y lo crítico de la edad propia influían alternativamente en la imaginación del mancebo, y allá en lo más íntimo de su corazón, repitiendo fervientemente el axioma del «hombre con hombre» se ponía a pedir a Dios y los santos que aquel hombre fuese si era posible... una mujer.

Llegado a Madrid, su primera diligencia era entregar las cartas del vicario al padre guardián de San Francisco, o al mayordomo de S. E. el regalito del administrador; con lo cual y sus sucesivas visitas al paisano funcionario o al pariente mercader, entregábase nuestro neófito a las primeras pruebas de su curso social, de este curso que el vulgo maligno se placía en designar con el título expresivo de gramática parda; que los rígidos censores apellidaban falsa mónita, y que daba en fin al que sabía aprovecharlo el apreciado título de mozo de provecho.

Un mozo de provecho era por entonces un diligente mancebo, que hacía buena letra y ayudaba a misa todos los días; que si su patrono era el fraile, entraba de esclavo en tres o cuatro cofradías, llevaba el estandarte en las procesiones, o en los rosarios el farol; si servía al abogado o al fiscal, limpiaba las ropas, y ponía los alegatos y respuestas, iba a comprar a la plaza, y agenciaba aguinaldos, por pascuas, ferias, y dulces en cualquier ocasión. Si era al mayordomo de su excelencia, extendía los tratados secretos con los arrendadores y comensales, llevaba la cuenta de la refacción de las once y bajaba al portal a ver pasar el carbón; si era en fin ahijado del mercader, barría al amanecer la tienda, comía en la hortera, y daba trazas para el recibo de un fardo sin pasar por la aduana, o enganchaba a las parroquianas con su charla y su despejo marcial.

Triste había de correr la suerte del tal mocito, para que a vuelta de algunos años de sublime abnegación no acertase a meter la cabeza de meritorio en alguna oficina, por recomendación del padre guardián; o a ascender a paje del consejero u oficial de la escribanía de cámara; o a entrar de escribiente en la contaduría de S. E.; o a aspirar a la mano de una hija del mercader.

A propósito de faldas; cuando el hombre de nuestro hombre era mujer; cuando su ingenio despejado o su próspera fortuna le hacían interesar en ésta a la más bella mitad del género humano, entonces el avance en la carrera era por lo regular más rápido; entonces volaba por los espacios de la dicha, sostenido e impulsado por las alas del amor. Verdad es que el tierno rapazuelo solía aparecérsele bajo la fementida estampa de una dueña quintañona, moza de retrete de palacio o viuda de un covachuelo; de una taimada doncella protegida del viejo consejero; de una sobrina anónima del padre guardián; o de la más contrahecha y antipática de las hijas del mercader. Pero... ¿quién dijo miedo? la ocasión la pintan calva, y no por eso deja de tener demasiados apasionados; y nuestro pretendiente de entonces rendía el más humilde tributo a la diosa de la ocasión.

Limitándonos, pues, al pretendiente propiamente dicho, que era el que seguía la carrera de los empleos públicos, lo regular era que, a vuelta de alguna de aquellas combinaciones, acertase al fin a calzarse una administración de rentas o una visita de propios, con que brillar en mayor escala en una capital de provincia; y si era letrado y acertaba a enlazar su mano con una de las ya indicadas doncellas, lo natural era ponerle una vara... en las manos, y enviarle de alcalde mayor a Móstoles o a Griñón. -Pero esta variante del pretendiente a varas merece por sí solo un episodio, que habrán de perdonar los lectores, como uno de los tipos más característicos de la época en cuestión.

Figúrense pues (si no lo han por enojo) un hombre grave, ventrudo y reluciente, entrado ya en los ocho lustros (pues entonces la capacidad y las togas no se concebían sino a los que acertaban a casarse con la hija de una camarista) que concluido su primer sexenio en un pueblo de las montañas de León, se hallaba en la necesidad de venir a la corte, en solicitud de la consulta de la cámara de Castilla, necesaria para ser proveído en un juzgado superior. -Sorprendámosle en las primeras horas de la mañana, paseando reposado el portalón de los consejos, o las galerías bajas de palacio, espiando el instante de que suene el coche del presidente de Castilla o del ministro de gracia y justicia para colocarse al pie del estribo, con papel en mano, cabeza al aire, y encorvada espina dorsal. Esta rápida transición en un hombre que pocos momentos antes ostentaba todo el aire de un capitán de guerra, y cuyo traje serio y de oficio, sus medias, calzón y casaca negros, su blanca corbata, su caña con puño de oro y su tricornio horizontal, daban muestras de hallarse pocos días antes colocado al frente de todo un partido, encima de todo un pueblo, a la cabeza de todo un ayuntamiento, y en un importante empleo, término entre merced y señoría; esta súbita metamorfosis, repetimos, desde la autoridad a la demanda, desde el funcionario al postulante, desde la providencia al memorial, era en efecto una de las más graciosas y dignas de observación.

A la presencia del magnate, la autoridad del alcalde desaparecía, y en su lugar se reflejaba en su semblante toda la humildad y compunción del ex; calculaba sus movimientos; medía sus palabras por las palabras y movimientos del presidente o del ministro (porque conviene saber que entonces los ministros y los presidentes lo eran de veras, y su presencia hacía temblar las rodillas y balbucear la voz del más aguerrido pretendiente); sacaba del bolsillo un ciento de relaciones y testimonios de méritos; esforzábase a comentarlos con la palabra, y si por toda respuesta obtenía una benévola sonrisa o un dudoso veremos del magistrado, deshacíase a cortesías que pudieran llamarse genuflexiones, quebraba el hilo de su discurso, paralizábanse sus miembros y caían inadvertidamente de sus manos sombrero y bastón. -Esta escena repetida diariamente durante tres o cuatro meses, acababa por darle un primer lugar en la consulta de la Cámara, una línea en la Guía de Forasteros, y una segunda vara con que hacer el Sancho Abarca en Ávila o en Alcaraz.

Pero el proto-tipo de la época en cuestión, y la vera efigies del pretendiente veterano, era D. Verecundo Corbeta y Luenga vista, cuya animada historia ocupó ya el clarín de la Fama, y de cuyo dramático desenlace quedan todavía recuerdos en el Nuncio de Toledo.

Ninguno como D. Verecundo acertó a reunir en su privilegiada persona la esbeltez e impermeabilidad físicas, la ductilidad y movilidad huesosas, la imperturbabilidad fósil, la diligencia y actividad mental, necesarias al hombre que para alcanzar el término que desea no cuenta con más favor que su perseverancia, su ingenio y su físico a prueba de vientos y tempestad. Nadie como él llegó a obligar a sus ojos a velar día y noche, y a ver de lejos al ministro o a su amigo, o al amigo de su amigo, o al pariente de su pariente; nadie como él acertó a escuchar los pensamientos del poderoso, a calcular sus próximos deseos, a leer en sus ojos las más remotas esperanzas; nadie en fin llegó a olfatear de más lejos las próximas elevaciones, las remotas caídas de los magnates cortesanos, con un instinto semejante al del ave que predice anticipadamente la borrasca en un sereno cielo, o que canta adivinando la futura vuelta del aura primaveral.

Verdaderamente grande en sus pensamientos, el blanco de sus tiros se extendía a todos los empleos civiles y eclesiásticos, desde una intendencia hasta una plaza de aforador, desde una demanda de monjas hasta un deanato de catedral. Escribía 365 memoriales en cada año y 366 los que eran bisiestos; pero tenía la precaución de repartirlos entre los cinco ministros; y acontecíale a veces entablar simultáneamente dos solicitudes a una plaza de correo de gabinete o una reposada canongía, a una dirección de rentas o a una portería militar.

Los escribientes, los oficiales, los ministros, los porteros, los centinelas, todos le conocían y mostraban el semblante risueño, y sin embargo ¡los ingratos! le dejaban envejecer en la tarea, y si le alargaban la mano era sólo para darle un empujón. Pero él, impávido, no por eso cejaba en su propósito, antes bien reproduciéndose fabulosamente, siempre se le veía de jefe de fila de toda audiencia, de fila marmórea de toda escalera, de trasto obligado de toda antesala, y aun llevó su audacia hasta el extremo de introducirse un día furtivamente en el coche del ministro y esperarle allí a pie firme y en la mano el memorial. Verdad es que aquel día precisamente era el día 29 de setiembre de 1834, en que Fernando VII murió definitivamente y por la última vez.

1833 a 1843

Un pretendiente como los que quedan delineados sería un verdadero anacronismo en estos tiempos de gracia y de progreso social. Ahora los honores y los empleos públicos no se reciben; se toman por asalto a la punta de la espada o a la boca de un fusil; y para hablar con más propiedad, con los tiros de la elocuencia o los cañones de la pluma, a la luz del día y entre los agitados gritos de la plaza pública, o en las sombras de la noche, entre los tenebrosos círculos de la conspiración. ¡Papel sellado, cortesías y genuflexiones, audiencias y cartas recomendatorias!... papeles mojados, viejos, de figurón, resortes mohosos y gastados; habiendo imprentas y tinteros, y espadas y tribunas, y juramentos y apostasías y oratoria de levaduras y masas dispuestas a fermentar.

Además ¿a quién pudiera satisfacer como antiguamente un miserable empleíllo de escala, en que era preciso constituirse en eterno fiscal de la salud de quince o veinte delanteros, espiar la llegada de una benéfica pulmonía para el uno, la de una tisis para el otro, o calcular en fin sobre la futura boda con una hija recién nacida del jefe? Y todo ¿para qué? para llegar al cabo de muchos años a colocarse en el centro de la mesa, en lugar de colocarse a la esquina; para cobrar en los últimos meses de la vida algunos reales más.

Ahora bendito Dios, es distinto, y puede principiarse por donde acababan nuestros retrógrados abuelos. -Ejemplo.

Aparece en una de nuestras mil y tantas universidades un estudiantillo despierto y procaz, que argumenta fuerte ad hominem y ad mulierem; que niega la autoridad del libro, del maestro, de la ley; que habla a todas horas y sobre todas materias, sin la más mínima aprensión; que escribe en mala prosa y peores versos discursos políticos, letrillas fúnebres, sátiras amargas y protestas enérgicas contra la sociedad. -No hay remedio. La estrella de este niño es ser un hombre grande, su misión sobre la tierra ser ministro, los medios para llevarlo a cabo, su pico, su pluma y su carácter audaz.

Pertrechado con tan buenos atavíos, descuélgase en la corte, que para él no es más que un teatro donde hace su primera salida. Pónese a contemplar los hombres a quienes se digna conferir mentalmente los demás papeles; mira colocarse a su frente a los curiosos espectadores; tira él mismo la cortina, suena el silbato, y comienza a representar.

Por lo regular la escena suele ofrecer el interior de una redacción de periódico, en donde entre el humo del cigarro y el tráfago de papeles y personajes, se deja ver nuestro mozo colocado primero en los puestos inferiores y armado de una tijera (inteligencia mecánica del redactor subalterno de noticias varias), o envuelto humildemente entre las flores del folletín. De allí a unos días, auxiliado por una vacante repentina, una enfermedad súbita o una espontánea inspiración, salta los últimos términos del periódico, abrázase a sus columnas, trepa por ellas, tiende el paño y comienza a lanzar desde aquella altura los dardos acerados que afilaba para esta ocasión. -Sus colaboradores se admiran y extasían de aquel exabrupto; el público aplaude la demasía, los funcionarios atacados que al principio desprecian los fuegos de aquel insignificante enemigo, más tarde quieren atraérsele con una mezquina gracia; pero él, lejos de humillárseles y atender a sus bondades, les persigue, les acosa incesantemente, les lanza por miles las acusaciones, les busca enemigos en su propio bando, les separa de sus propios súbditos, y les mira en fin, engreído con la llaneza de igual, con la arrogancia de dueño, con la sarcástica sonrisa de un genio fascinador. Y sin embargo, todos aquellos argumentos no son muchas veces convicción: todos aquellos insultos no son odio ni enemistad: todos aquellos apóstrofes no son dañada intención. -¿Pues qué son entonces?... -¿No lo han adivinado los lectores?... -Súplicas impresas; rebozado memorial.

A los pocos días de los más furibundos ataques, el enemigo cede, los preliminares de paz comienzan, la enérgica pluma del publicista va haciéndose más dúctil y suspicaz; calla luego de repente, y en la semana próxima viene encabezado el Boletín Oficial de una provincia con esta alocución:

HABITANTES DE...

El supremo gobierno, celoso siempre por el bienestar de los pueblos, se ha dignado conferirme el mando de esta provincia, etc.,

y firmado por el mismo Pretendiente en cuestión. -Pero alto ahí, pluma parlera, no hay que salirse del tipo que hoy nos ocupa; dejemos para otra más atrevida y versada en estas materias, el delinear uno de los más risueños de la época, el tipo de La autoridad.

La fama de nuestro hombre grande, no cabiendo a veces en los salones de la capital, y viniéndole aun estrecho el uniforme de covachuelo o de jefe, vuela diligente por las ciudades y aldeas de su provincia, y hace repetir las glorias del personaje por mil lenguas entusiastas o comanditarias. Por cuanto a la sazón la dicha provincia suele hallarse ocupada en procurarse un padre que la defienda por tres años en el Congreso nacional de esta corte, como dicen los ciegos papeleros. ¡Qué mejor ocasión! Hínchanse con el nombre del joven candidato las urnas electorales; vótanle regocijados como patrono aquellos que le auxiliaron con algunos realejos para venir a darse en espectáculo a los heroicos vecinos de Madrid; admiran y encomian su improvisado talento los mismo que ha poco tiempo le negaban hasta el sentido común; dispútansele y le proclaman los propios parientes y amigos que antes no hallaban ocasión para echarle de sí.

Ya le tenemos, pues, sentado en los escaños del parlamento; sus discursos fogosos arrebatan a la multitud; lanzado a la tribuna, truena con voz terrible contra los hombres del poder; apostrófales duramente por sus palabras, por sus acciones, por sus pensamientos; llama en su apoyo la opinión del país y de la Europa entera, y concita a sus conciudadanos a salvar la patria, a derrocar la tiranía, a vengar la libertad... -Al día siguiente el fogoso tribuno es llamado a sentarse en el negro banco; y en fuerza de su mágica influencia cambia de continente, modera sus acciones, mitiga sus palabras y prueba que es necesario a todo buen patricio acudir ganoso a defender el orden y robustecer su poder. -No hay como los teatros parlamentarios para estos dramas a grande espectáculo; no hay como los gobiernos representativos para estas representación a beneficio de un actor.

No todos, es verdad, acuden al gran teatro de la corte a desplegar sus facultades. Pretendientes hay también de la legua, que sin salir de su pueblo y sin grandes escándalos acaban por conseguir; que modestos y buenos ciudadanos, hombres francos y desinteresados, se hacen la violencia de servir al pueblo en las cargas concejiles, de crear establecimientos benéficos, de mandar la fuerza armada, o influir con sus consejos en la opinión; el pueblo en recompensa les nombra sus patronos, les encomia, les ensalza, y acaba por imponérselos al mismo gobierno como una necesidad. Este camino es acaso más lento, pero más seguro: los aduladores del poder reciben por premio un insignificante diploma o una módica soldada: los que sirven al pueblo pueden aspirar a una corona cívica o un sillón ministerial.

Otros, echando por diverso camino, sostienen con destreza el precioso balancín, y ora trabajan y se agitan de orden superior en favor de una candidatura circular; ora se descuelgan desde su rincón con un comunicado vejigatorio contra la autoridad; ya proponen en pleno concejo cien planes de público beneficio, ya dan auxilio al intendente para llevar a sangre y fuego la recaudación del subsidio industrial; ora en fin marchan al frente de los más ardientes agitadores, reúnen la fuerza armada y se pronuncian por la anarquía, ora se colocan al lado de la autoridad cuando ésta manda algunos batallones, y se precian y glorían de sostener los buenos principios, el orden y la justicia.

Otros por último, careciendo de estos recursos intelectuales, y más prosaicos en sus medios de acción, benefician en provecho propio el saber o la influencia de un lejano pariente, de un condiscípulo, de un amigo, ¡y quién en estos benditos tiempos no es condiscípulo, amigo o pariente de algún hombre grande! No hay en la extensión de la monarquía ciudad ni villa, lugar, aldea ni despoblado, que no haya producido un ministro al menos, y los grandes oradores, los eminentes repúblicos, los héroes de todos calibres, nacen espontáneamente a cada paso en este siglo feliz.

EPÍLOGO. -Todos aquellos servicios, todos estos manejos pueden traducirse por pretensión pura, puro y explícito memorial. La hipocresía religiosa ha cedido el paso a la filantropía política; el amor de la patria es hoy en ciertos labios lo mismo que era en otros anteriormente el amor de Dios: el club ha sustituido a la cofradía, al estandarte la bandera, y a la imagen del santo la inveterada efigie de algún santón.

El Pretendiente, este tipo prodigiosamente móvil e impresionable a quien comparábamos en el principio de este artículo con el simpático camaleón, reviste como él todos los matices que le rodean, trueca los ídolos antiguos por otros nuevos; olvida la añeja flexibilidad del espinazo, y apela a la fuerza de sus pulmones; ataca por asalto la plaza que antes bloqueaba, y en vez de presentarse con humildes memoriales, habla gordo al poder y le impone su pretensión.

EL CURIOSO PARLANTE.




ArribaContrastes

Ha sonado la hora de concluir nuestra tarea, y en el momento supremo de decir el último adiós a Los españoles pintados por sí mismos no le parece al autor fuera del caso el evocar las sombras de los que fueron, al mismo tiempo que intente borrajear algunos rasgos de los que a ser empiezan; dirigir una mirada retrospectiva hacia nuestra antigua España, con su original organización y sus tipos originales, para luego tornarla dulcemente hacia la España actual con sus flamantes imitaciones; considerar lo que fuimos en la antigüedad (la antigüedad en el lenguaje corriente no va más allá de dos lustros) para saborearnos luego a nuestro placer en lo que hoy somos; poner frente a frente civilización antigua con la moderna; la cortesanía con la popularidad; la aristocracia con la democracia; el sigilo con la imprenta; la rutina con la manía de innovar; la hipocresía con el escepticismo, y opinión privada con la pública opinión.

Esto supuesto, y por vía de codicilo final, intentaremos presentar a nuestros lectores algunos de los tipos rezagados de la vieja sociedad, que por no existir ya no han podido tener cabida en esta obra; y oponerles luego otros de los modernos, que por no bien caracterizados todavía, no dieron motivo a especial retrato. Baraja estrambótica, y risueña mezcla de figuras antiguas y modernas, de chocheces y niñerías, de pretéritos y futuros, en que salgan a relucir en su traje respectivo los abuelos y los nietos, los muertos y los vivos, las momias acartonadas y los fetos en embrión.

Alto allá, la hora llegó; la trompeta suena... Surgite omnes et venite ad judicium.

TIPOS PERDIDOS TIPOS HALLADOS
EL RELIGIOSO. EL PERIODISTA.
EL CONSEJERO DE CASTILLA. EL CONTRATISTA.
EL LECHUGUINO. EL JUNTERO.
EL COFRADE. LOS ARTISTAS.
EL ALCALDE DE BARRIO. EL ELECTOR.
EL POETA BUCÓLICO. EL AUTOR DE BUCÓLICA.

El religioso

El representante más genuino de nuestra antigua sociedad era el Fraile. Salido de todas las clases del pueblo; elevado a una altura superior por la religión y por el estudio; constituido por los cuantiosos bienes de la Iglesia en una verdadera independencia; abiertas a su virtud, a su saber o a su intriga todas las puertas de la grandeza humana; dominando, en fin, por su carácter religioso y por su experiencia todos los corazones, todas las conciencias privadas, venía a ser el núcleo de nuestra vitalidad, el punto donde corrían a reflejarse nuestras necesidades y nuestros deseos. -Un infeliz artesano, un mísero labrador a quien la Providencia había regalado dilatada prole, destinaba al claustro una parte de ella, confiado en que desde allí el hijo o hijos religiosos servirían de amparo a sus hermanos y parientes; un joven estudioso, un anciano desengañado del mundo, hallaban siempre abiertas aquellas puertas providenciales que les brindaban el reposo y la independencia necesarios para entregarse a sus profundos estudios, o a la práctica tranquila de la virtud; y desgraciadamente también, un ambicioso, un intrigante, o un haragán, aprovechaban ésta como todas las instituciones humanas, para escalar a su sombra las distinciones sociales, para engañar con una falsa virtud, o para vegetar en la indolencia y el descuido.

De estas excepciones se aprovechó la malicia humana para socavar y combatir con sus tiros el edificio claustral; de estas flaquezas hicieron causa común el siglo pasado y el presente, para echar por tierra la sociedad monástica; y hasta para negar los méritos relevantes que en todos tiempos puede alegar en su abono.

Con efecto, y sin salir de nuestra España ¿qué clase, por distinguida que sea, puede contar en sus filas un Jiménez de Cisneros y un Mendoza? ¿Un Luis de León y un Domingo de Guzmán? ¿Un Mariana y un Tirso de Molina? ¿Un Granada, un Isla, un Sarmiento y un Feijoo? ¿Dónde, más que en los claustros, supo elevarse la virtud a la altura de los ángeles, la política y el consejo a la esfera del trono, el estudio y la ciencia a un término sobrehumano?-Piadosos anacoretas separados del comercio social, habitaban muchos en los yermos impracticables, para entregarse allí silenciosamente a la contemplación y a la penitencia. Colocados otros en las ciudades, y en el centro bullicioso de la sociedad, estudiaban y acogían sus necesidades, brillaban en el consejo por la prudencia, en el púlpito por la palabra, en la república literaria por obras inmortales que son todavía nuestro más preciado blasón.

Además de la influencia pública que les daba su alto ministerio y su representación en la sociedad, y que llegaba a veces a elevar a un humilde franciscano a la grandeza de España, a la púrpura cardenalicia o a la tierra pontifical, habían sabido granjear con su talento (no siempre, es verdad, bien dirigido) la confianza de la familia, la conciencia privada, el respeto universal. -Un pobre fraile, sin más atavíos que su hábito modesto y uniforme, sin más recomendaciones que su carácter, sin más riquezas que su independencia, entraba en los palacios de los príncipes; era escuchado con deferencia por los superiores, con amor por sus iguales, con veneración por el pueblo infeliz. Asistiendo a las glorias y a las desdichas íntimas de la familia, le veía desde su cuna el recién nacido, recibían su bendición nupcial los jóvenes esposos, le contemplaba el moribundo a su lado en el lecho del dolor. El mendigo recibía de sus manos alimento, el infante enseñanza, y el desgraciado y el poderoso consejos y oración.

El abuso, tal vez, de esta confianza, de esta intimidad, solía empañar el brillo de tan hermoso cuadro, y llegó en ocasiones a ser causa de discordias entre las familias, de intrigas palaciegas, y de cálculos reprobados de un mísero interés. Pero ¿de qué no abusa la humana flaqueza? y en cambio de estos desdichados episodios, ¿no pudieran oponerse tantas reconciliaciones familiares, tantos pleitos cortados, tantas relaciones nacidas o dirigidas por la influencia monacal?

El religioso, en fin, tiempo es de repetirlo, tiempo es de hacer justicia a una clase benemérita que la marcha del siglo borró de nuestra sociedad, no era, como se ha repetido, un ser egoísta e indolente, entregado a sus goces materiales y a su estúpida inacción. Para uno que se encontraba de este temple había por lo menos otro dedicado al estudio, a la virtud y a la penitencia. No todos pretendían los favores cortesanos; muchísimos, los más, se hallaban contentos en su independiente medianía y prestaban desde el silencio del claustro el apoyo de sus luces a la sociedad. No penetraban todos en el seno de las familias para corromper sus costumbres, sino más generalmente para dirigirlas o moderarlas. -Creer lo demás es dar asenso a los cuentos ridículos del siglo pasado, o a los dramas venenosos del actual. -Si pasaron los frailes, débese a la fatalidad perecedera de todas las cosas humanas, a las nuevas ideas políticas o a los cálculos económicos, más bien que a sus faltas y extravíos.

El periodista

La civilización moderna nos ha regalado en cambio este nuevo tipo que oponer por su influencia al trazado en las líneas anteriores. El actual no presenta para su recomendación títulos añejos, glorias históricas, timbres ni blasones. Su existencia data sólo entre nosotros, de una docena escasa de años; su investidura es voluntaria; sus armas no son otras que una resma de papel y una pluma bien cortada. -Y sin embargo, en tan escaso tiempo, con tan modesto carácter, y con armas de tan dudoso temple, el periodista es una potencia social, que quita y pone leyes, que levanta los pueblos a su antojo, que varía en un punto la organización social. ¿Qué enigma es éste de la moderna sociedad que se deja conducir por el primer advenedizo; que tiembla y se conmueve hasta los cimientos a la simple opinión de un hombre osado; que confía sus poderes a un imberbe mancebo para representarla, dirigirla, trastornarla y tornarla a levantar?

Aparece en cualquiera de nuestras provincias un muchacho despierto y lenguaraz, que disputa con sus camaradas por cualquier motivo; que habla con desenfado de cualquier asunto; que emprende todas las carreras y ninguna concluye; que critica todos los libros, sin abrir uno jamás. -Este muchacho, por supuesto, es un grande hombre, un genio no comprendido, colosal, piramidal, hiperbólico. -Su padre, que no sabe a qué dedicarle, le dice que trata de ponerle a ministro, y que luego parta a la corte, donde no podrá menos de hacer fortuna con su desenfado y su carácter marcial. -El muchacho, que así lo comprende, monta en la diligencia peninsular; arriba felizmente orillas del Manzanares; se hace presentar en los cafés de la calle del Príncipe y en las tiendas de la Montera, en el Ateneo, y en el Casino; lee cuatro coplas sombrías en el Liceo; comunica sus planes a los camaradas, y logra entrar de redactor supernumerario de un periódico. A los pocos días tiende el paño y explica allá a su modo la teología política: trata y decide las cuestiones palpitantes; anatomiza a los hombres del poder; conmueve las masas; forma la opinión; es representante del pueblo, hace su profesión de fe, y profesa al fin en una intendencia o una embajada, en un gobierno político o un sillón ministerial. -Llegado a este último término, hace lo que todos: recibe la autorización de la media firma; cobra su sueldo; presenta nueva planta de la secretaría; coloca en ella a sus parientes y paniaguados; expide circulares; firma destituciones; da audiencias; asiste a la ópera con aire preocupado; toma posiciones académicas; se hace retratar de grande uniforme por López o Madrazo; y se coloca naturalmente en la galería pintoresca de los personajes célebres del Siglo. -A los seis meses o menos de representación, cae entre los silbidos del patio, y queda reducido a su antigua luneta. -Vuelve a enristrar la pluma; vuelve oponerse al poder; vuelve a hablar de la «atmósfera mefítica de los palacios, de la filantropía de sus sentimientos, de sus ideas humanitarias y seráficas»; hasta que otra oleada de la tempestad política, torna a colocarle en las nubes. Truena de nuevo allí; vuelven a silbarle, y tórnase a escribir... ¡Oh almas grandes para quienes los silbidos son conciertos y las maldiciones cánticos de gloria!

El consejero de Castilla

En los tiempos añejos y mal sonantes en que no se había inventado el periodista magnate ni las reputaciones fosfóricas, necesitábanse largos años para sentarse un hombre en sillón aterciopelado, dilatada carrera para regir la vara de la justicia, y un pulso tembloroso para llegar a firmar con Don. -El joven estudiante que salía pertrechado de fórmulas y argumentos de las célebres aulas complutenses o salmantinas, tomaba el camino de la corte, modestamente atravesado en un macho, y daba fondo en una de las posadas de la Gallega o del Dragón. Desde allí flechaba su anteojo hacia la sociedad en que aspiraba a brillar: hacía uso de sus recomendaciones y de sus prendas personales; frecuentaba antesalas; asistía a conferencias; escuchaba sermones; hacía la partida de tresillo a la señora esposa del camarista, a la vieja azafata, o al vetusto covachuelo, y a dos por tres entablaba una controversia lógica sobre los pases de Pepe-Hillo o las entradas del Mediator.

Por premio de todos estos servicios y en galardón de sus reconocidos méritos (impresos por Sancha en ampulosa relación) acertaba a pillar un primer lugar en la consulta para la vara de Móstoles o de Alcorcón; y si por dicha había acertado a captarse la benevolencia de alguna sobrina pasada del camarista o de una hermana fiambre del covachuelo, entonces la vara que le ponían era mejor. -Servía sus seis años, y con otros dos o tres de pretensión, ascendía a segundas; luego a terceras, de corregidor de Málaga o alcalde mayor de Alcaraz. -Aquí ya tenía la edad competente para pasado por agua, y acababa de encanecer en la audiencia del Cuzco o en el gobierno de Mechoacán. Regresado luego a la Península, entraba por premio de sus dilatados servicios en el Consejo de las Indias o en el de las Órdenes, y de allí ascendía por último al Supremo de Castilla, a la Cámara, y al favor real.

Esto nunca llegaba hasta bien sonados los setenta; pero como la vida entonces era más bonancible, aunque no tan dramática, el Consejero conservaba aún en sus altos años su modesta capacidad, su semblante sonrosado, su prosopopeya y coram-vobis. -Habitaba por lo regular un antiguo casarón de las calles del Sacramento o de Segovia, en cuyos interminables salones yacían arrumbados los sitiales de terciopelo, los armarios chinescos, los cuadros de cacerías, los altares y relicarios de cristal. Las señoras y las niñas hacían novenas y vestían imágenes en las monjas del Sacramento; los hijos andaban de colegiales en la Escuela Pía; los pajes y las criadas se hablaban a hurtadillas hasta llegar a matrimoniar.

El anciano magistrado madrugaba al alba, y hacía llamar al paje de bolsa para extender las consultas o extractar los apuntamientos; a las ocho recibía las esquelas y visitas de los pretendientes y litigantes; tomaba su chocolate, subía en el coche verdinegro, y a placer de sus provectas mulas se llegaba a misa a Santa María. -Entraba luego al Consejo, y escuchaba en sala de Gobierno los privilegios de feria, los permisos de caza, las emancipaciones de menores, las censuras de obras literarias, el precio, calidad y peso del pan. Pasaba después a la de Justicia, a escuchar pleitos de tenutas, despojos y moratorias. Asistía luego en pleno a los arduos negocios en que se interesaba la tranquilidad del Estado; pasaba los viernes a palacio a consulta personal con S. M.; y regresaba, en fin, a la Cámara a proponer obispos y magistrados, expedir cédulas y dirimir las contiendas del patrimonio real.

De vuelta a su casa, comía a las dos en punto; y levantados los manteles, echaba su siesta hasta las cinco, en que era de cajón el ir a San Felipe o a la Merced a buscar al R. Maestro Prudencio o al Excelentísimo P. General, para llevarlos consigo a paseo la vuelta del Retiro o a las alturas de Chamartín. -Allí se dejaba el coche, que les seguía a distancia respetuosa, y se hacía un ratito de ejercicio, amenizado con sendos polvos de exquisito sevillano. -Hablábase allí del rey y del presidente, del ministro y del provincial; se comentaba la última consulta o la próxima promoción: se leían recomendaciones de pretendientes; y hasta se entablaban los primeros tratos para la boda de la hija del camarista con el sobrino del Padre general.

Al anochecer era natural regresar al convento, donde en armonioso triunvirato se consumía el jicarón de rico chocolate de Torroba, con sendos bollos de los padres de Jesús; y vuelto a casa el magistrado, después de otra horita de audiencia o de despacho, se rezaba el rosario en familia y se entablaba un tresillo a ochavo el tanto con el secretario de la cámara y la viuda del relator, hasta que dadas las diez, cada cual tomaba el sombrero y dejaban a su Ilustrísima descansar.

El contratista

-Háganse ustedes a un lado y dejen pasar a ese brillante cabriolé. -¿Quién viene dentro? ¿Es agente de cambios o médico homeopático? ¿La bolsa o la vida? -«¡Eh!... ¡A un lado, hombre!» -¡Dios le perdone! que nos ha llenado de lodo hasta el sombrero.

El reluciente carruaje sigue su rápida carrera, sin dársele un ardite de los pedestres, y llegando delante de una suntuosa casa de moderna construcción, el jockey se apea y va a dar el brazo, para descender, a un personaje de mediana edad, elegantemente vestido de negro, bota charolada, guante pajizo y condecoración de brillantes en el pecho. Sube apresuradamente la escalera sin reparar en las varias personas que esperan su llegada; atraviesa las salas donde al resguardo de verjas de madera cubiertas con cortinillas verdes, están trabajando los numerosos dependientes; no hace alto en el ruido armonioso de las talegas de pesos, vaciadas de golpe por el cajero, y se encierra en su gabinete a calcular a sus solas cuánto le producirá el último corte de cuentas ministerial.

El agente de bolsa entra a la sazón a proponerle la venta de algunos millones de créditos: el oficial del ministerio le viene a pedir a nombre de S. E. otros millones en metálico: contesta al ministro con el dinero, al agente con las libranzas; realiza el papel; el gobierno no le cumplirá el trato; pero él ganará un millón.

El dependiente le trae a firmar una contrata; el habilitado viene a cobrar la anterior; el cosechero coloca en depósito sus frutos; el provisionista carga con ellos; el escribano le lee una escritura de adquisición de una propiedad; el comisario la hipoteca que hace de ella para la contrata; el cajero le da cuenta del arqueo; y el groom le entrega un billete perfumado de la prima donna o el cartel de los toros que le remite el primer espada. -A todos contesta y en todo está. Recibe con franqueza a los amigos que le pagaban el café antes de ser contratista; con galantería a la cómica que le pide una recomendación para el director; y con altivez al ministro que viene a proponerle otro negocio y a comer con él. -Pasa luego a dirigir personalmente el arreglo del jardín o las colgaduras del salón; sale al Prado a dar en ojos a la rancia nobleza con su magnífico landó; va luego al teatro a decidir magistralmente sobre el mérito de las piezas, y después al Casino a trazar nuevas combinaciones ministeriales en que suele figurar él.

Todavía no se ha decidido a abrir sus salones a la sociedad; pero ya se decidirá. Y la sociedad, ansiosa acudirá a festejar al dichoso del día; y la pluto-cracia triunfará de la aristo-cracia, y de los rancios pergaminos los talegos de arpillera. -«Dineros son calidad».

El lechuguino

Éste era un tipo inocente del antiguo, que existió siempre, aunque con distintos nombres, de pisaverdes, currutacos, petimetres, elegantes, y tónicos. -Su edad frisaba en el quinto lustro; su diosa era la moda, su teatro el Prado y la sociedad. Su cuerpo estaba a las órdenes del sastre, su alma en la forma del talle o en el lazo del corbatín. -¡Qué le importaban a él las intrigas palaciegas, los lauros populares, la gloria literaria, cuando acertaba a poner la moda de los carriks a la inglesa o de las botas a la bombé! ¡Cuando se veía interpelado por sus amigos sobre las faldas del frac o sobre los pliegues del pantalón!

¡Existencia llena de beatitud y de goces inefables, risueña, florida, primaveril! Y no como ahora nuestros amargos e imberbes mancebos, abortos de ambición y desnudos de ilusiones, marchitos en agraz, carcomidos por la duda, o dominados por la dorada realidad! ¡Dichosos aquéllos, que más filósofos o más naturales, se dejaban mecer blandamente por las auras bonancibles de su edad primera; estudiaban los aforismos del sastre Ortet; adoraban la sombra de una beldad, o seguían los pasos de una modista; danzaban al compás de los de Beluci, y tomaban a pecho las glorias de la Cortesi, o los triunfos de Montresor!

¡Qué tiempos aquellos para las muchachas pizpiretas en que el Lechuguino bailaba la gabota de Vestris y no se sentaba hasta haber rendido seis parejas en las vueltas rápidas del vals! ¡Qué tiempos aquellos, en que se contentaba con una mirada furtiva, y contestaba a ella con cien paseos nocturnos y mil billetes con orlas de flechas y corazones!... ¿Qué te has hecho, Cupido rapazuelo (que tanto un día nos diste que hacer) y no aciertas hoy al pecho de nuestros jóvenes mancebos, los escépticos, los amargos, los displicentes, a quien nadie seduce, que en nada creen, que de nada forman ilusión?

¡Oh Lechuguino! ¡Oh tipo fresco y lleno de verdor! ¿Dónde te escondes? ¡Oh muchachas disponibles! Rogad a Dios que vuelva; con sus botas de campana y sus enormes corbatas, sus pecheras rizadas y sus guantes de algodón. Rogad que vuelva, con sus floridas ilusiones y su escasa ilustración; con sus idilios y sus ovillejos; y sin barbas, sin periódicos, y sin instinto gubernamental.

El juntero

Este tipo es provincial, moderno, popular y socorrido. Abraza indistintamente todas las clases, comprende todas las edades; pero lo regular es hallarle entre la juventud y la edad provecta, entre la escasez y la ausencia completa de fortuna. Militares retirados, periodistas sin suscriptores, médicos sin enfermos, abogados sin pleitos, proyectistas, y cesantes del pronunciamiento anterior: he aquí los miembros disponibles de toda junta futura, los representantes natos de toda bullanga ulterior.

Su residencia ordinaria es el café más desastrado de la ciudad, y allí irá a buscarlos la masa popular cuando sienta su levadura: de allí los arrancará, cual a otro Cincinato del arado, para sentarlos en la silla curul y confiarles las riendas de aquella sociedad que se desboca.

El Juntero, que así lo había previsto, o por decir mejor, que así lo había preparado, luego que llega a entrar con aquella investidura en la casa consistorial, saca del bolsillo la proclama estereotípica, en que habla de los derechos del hombre y del carro del despotismo, de la espada de la ley y de las cadenas de la opresión; a cuya eufónica algarabía responde el gutural clamoreo de los que hacen de pueblo, con los usados vivas y el consabido entusiasmo imposible de describir. -Y nuestro Juntero, padre de la patria, lo primero que hace es suprimir las autoridades, y declararse él y sus compañeros autoridad omnímoda, independiente, irresponsable, heroica y liberal. -Se repican las campanas, se interceptan los correos, se arma a los pobres, se encarcela a los ricos, se persigue a éstos, se despacha a aquéllos (todo con el mayor orden) se canta el Te-Deum, y se pasea la junta en coche simón.

A los cuatro días empiezan a venir felicitaciones de las otras juntas comarcanas, subsidios voluntarios de los que van recogiendo por fuerza las partidas volantes; adhesiones espontáneas bajo pena de la vida de los concejos y hombres buenos del distrito, y por último, reconocimiento y apoteosis del nuevo gobierno en la capital.

El Juntero entonces, hombre de orden, cambia su plaza de vocal por la de intendente o jefe político, y se resigna a ser gobierno el que tanto chilló contra aquella calamidad.

El cofrade

Las cofradías religiosas eran en lo antiguo lo que las sociedades políticas y literarias en lo moderno. Reuníanse en ellas los hombres bajo los auspicios de un santo, como en las políticas suelen reunirse hoy bajo las banderas de un santón; -discutían allí sobre las fiestas religiosas e indulgencias, y se disputaban los cargos sacramentales con el mismo fervor con que en las de hoy se crean las reputaciones, se entablan los certámenes y se hace la oposición; -y finalmente hasta en muchas de ellas y con reglamentos sabios y filantrópicos se atendía al socorro de los cofrades necesitados, como en los mutuos auxilios trazados hoy por las sociedades aseguradoras. -El estudio, pues, de aquellos religiosos institutos, no es por lo tanto una cosa indiferente, y los grandes servicios que prestaron a la civilización no merecen por cierto el desdén del filósofo; y si el tiempo y la relajación de las costumbres causaron en ellos, como en toda cosa humana, ciertos abusos, no por eso hemos de negar su grande y benéfica influencia para extender el espíritu de asociación y el instinto de caridad.

Pero dejando a un lado (por no ser hoy de nuestro propósito) la parte filosófica y sublime de estas asociaciones, y limitados a trazar el tipo especial del individuo cofrade (que por ampliación abusiva se apellida generalmente el Sacramental), hallarémosle en el cancel de la iglesia, donde se celebra la función del Santo patrono, sentado tras una mesa cubierta de damasco encarnado, sobre la cual se ven varios atadillos de ordenanzas, sumarios, cartas de hermandad y listas, estampas del Santo y escapularios benditos, y una bandeja de plata para recibir las limosnas de cobre.

El Sacramental es hombre como de medio siglo, pequeño, rollizo y sonrosado: su traje es serio, o como él dice, de militar negro; zapato de oreja, pantalón holgado y sin trabas, y en los días de solemnidad calzón corto con charreteras, casaca de moda en 1812, chaleco de paño de seda, y corbata blanca con lazo de rosetón. -Su profesión en el siglo es la de escribano o alguacil, comadrón o menestral. -El celo que le anima por la hermandad le hace muchas veces descuidar sus lucrativas ocupaciones por entregarse a la asistencia a juntas, preparativos de la fiesta, procesiones y sufragios. En aquéllas el Cofrade autorizado lleva el pendón o el estandarte, no con escaso trabajo para sostenerlo contra el ímpetu del viento, que al paso que lo sacude y bambolea, levanta también y encrespa los cuatro mechones de pelo caídos con sumo cuidado desde la nuca para encubrir la falta superior. En las juntas su voz es decisiva para todos los negocios arduos, y muy luego se ve condecorado con las sucesivas investiduras de vice-secretario, secretario, contador, tesorero, consiliario y vice-hermano mayor. (El hermano mayor suele ser un príncipe o magnate que no sabe que existe tal cofradía.) No satisfecho nuestro cofrade-modelo con todos estos trabajos, con traer la bolsa de la demanda, con repartir las velas o adornar con flores el altar, se entrega con ardor a la propaganda, y trata de catequizar, para entrar en la hermandad, a todo prójimo que encuentra al paso, haciéndole una pintura bíblica de la beatitud que le espera en cuanto se asiente en los libros matrices y pague la limosna de costumbre. Y como esto de irse un hombre al cielo por tan poco dinero, no es cosa de echar en saco roto, no hay necesidad de decir que el Sacramental hace próvida cosecha.

Ni es (por desgracia) sólo el ardor espiritual el que suele andar en ello; también el pícaro interés mundano acierta a veces a salir al paso, que tal es y puede llamarse el deseo de buscar relaciones y figurar, aunque en los humildes bancos de una cofradía, y el instinto provincial para auxiliarse mutuamente; porque conviene a saber que muchas de aquéllas son formadas exclusivamente por gallegos o castellanos, aragoneses o navarros, los cuales a la sombra de Santiago o Santo Toribio, Nuestra Señora o San Fermín, tratan de buscar entre los cofrades, litigios si son abogados; enfermos, si son médicos; y obras de su oficio si honrados menestrales. -Además de esto, la cofradía suele tener algunos fondillos de que disponer; algunos créditos que percibir; algunas casas que administrar; y sin perjuicio de entrar a la parte en las indulgencias, no hay tampoco inconveniente en cobrar el tanto por ciento de comisión, o vivir de balde en la casa sacramental.

Por último, el bello ideal del Cofrade es pensar que cuando fallezca, asistirán a su entierro quince o veinte estandartes, le vestirán diez o doce mortajas, y rellenarán su caja con una resma de bulas y ordenanzas, con cuyo seguro pasaporte confía que pasarán allá arriba sus travesurillas mundanas y su mística especulación.

Los artistas

La palabra Artista es el tirano del siglo actual. En lo antiguo había pintores, escultores, arquitectos, comediantes y aficionados. Hoy sólo hay Artistas; y en esta calificación entran indiferentemente, desde el pincel de Apeles hasta el puchero en cinto; desde el cincel de Fidias, hasta las alcarrazas de Andújar; desde el compás de Vitrubio, hasta el cuezo del albañil.

El que enciende las candilejas en el teatro, Artista; el motilón que echa tinta en los moldes, Artista también; el que inventó las cerillas fosfóricas, distinguido Artista; el que toca la gaita o el que vende aleluyas, Artistas populares; el herrador de mi calle, Artista veterinario; el barbero de la esquina, Artista didascálico; el que saluda a Esquivel o quita el tiempo a Villaamil, Artista de entusiasmo; el que lee el Laberinto o el Semanario, los socios del Liceo o del Instituto, los que asisten a los toros o al teatro, los que forman corro alrededor de la murga, Artistas de afición; el perro que baila, el caballo que caracolea, el asno que entona su romanza... Artistas, Artistas de escuela.

Entre tanto, como todo el mundo es artista, los Artistas no tienen que comer, o se comen unos a otros. -El clero y la nobleza que antes les sostenían, están ahora muy ocupados en buscar dónde sostenerse. -La grandeza metálica de los Fúcares modernos, está por las artes de movimiento, protegen la polka y la tauromaquia, las diligencias y los barcos de vapor. En sus flamantes salones no quiere estatuas, sino buenas mozas; sus libros son el Libro mayor y el Libro diario; sus conciertos el ruido del aurífero metal. Cuando más, y para satisfacer su amor propio, se hacen retratar por el pintor, como se hacen vestir por el sastre, de cuerpo entero, y todo lo más elegante posible, cuidando de que el marco sea magnífico y de relumbrón. -Para amenizar los salones, basta con las estampas del Telémaco o las vistas de la Suiza.

El Artista entre tanto, desdeñado por la fortuna, camina a la inmortalidad por la vía del hospital; y se sube a una buhardilla con pretexto de buscar luces; allí se encierra mano a mano con su independencia, y se declara hombre superior y genio elevado; descuida los atavíos de su persona por hacer frente a las preocupaciones vulgares; y ostentando su excentricidad y porte exótico e inverosímil, se deja crecer indiscretamente barbas y melenas, únicos bienes raíces de que puede disponer. Desdeña la crítica periodística por incompetente; la autoridad del maestro por añeja; los consejos de los inteligentes por parciales y enemigos; y con una filosofía estoica, responde a la adversidad con el sarcasmo, a la fortuna con el más altivo desdén. Por último, cuando se permite una invasión en el campo de la política, adopta las ideas más exageradas, y es partidario de las instituciones democráticas, que han acabado con las clases que antes le sostenían, y sustituido las artes liberales por otras, también artes, y liberales también.

El alcalde de barrio

Todavía humean las cenizas de este tipo recientemente sepultado por la novísima ley de ayuntamientos; todavía resuenan sus glorias en nuestros oídos; todavía aparece a nuestra memoria con su presencia clásica y dictatorial.

Parécenos aún estar viendo al honrado vidriero o al diligente comadrón, que revestido por obra y gracia (no sabremos decir de quién) con aquella autoridad local, inmediata, tangible, que iba aneja al bastón de caña con las armas de la Villa, se recogía en los primeros momentos en el retrete de su imaginación, para ver el modo de corresponder dignamente al reclamo de sus comitentes, y no defraudar las esperanzas del país que le confiaba los destinos de un barrio entero.

Su primera diligencia era desdeñar por humildes e incongruentes sus antiguas mecánicas faenas; habilitar para despacho la trastienda o el entresuelo; tomar respecto a los mancebos y oficiales una actitud de estatua ecuestre; y ver de improvisar una alocución en que diese a conocer a la familia todo el peso de su autoridad. -Recogíase enseguida en un rincón de la trastienda para recordar a sus solas algunos rasgos medio olvidados de pluma, y satisfecho de su idoneidad para la firma, abría luego la audiencia y escuchaba a las partes, cuyas causas solían reducirse a tales cuales bofetadas o puntapiés recibidos y datados en cuenta corriente; a tal indiscreta incursión en el bolsillo del prójimo, o a cual permuta del marido por el amante, de la mujer ajena por la propia mujer.

El Alcalde severo y cejijunto y con cara de juez, les echaba una seria reprimenda, recordando su deber a ellos que se disculpaban con no tener con qué pagar, y recomendando los buenos principios a quien no conocía otros que pepitoria de Leganés o pimientos en vinagre. Últimamente les apercibía con otra amonestación en caso de reincidencia, amén de dos ducados de multa impuestos a nombre de la ley, y que cuidaba de exigirles el alguacil que hacía de ley.

No sólo era la trastienda el tribunal de esta benéfica autoridad. Por las noches y ratos desocupados, se entregaba a la justicia ambulante; rondaba callejuelas y encrucijadas; detenía al ratero en su rápida carrera; protegía al bello sexo contra un inhumano garrote; echaba su bastón en la balanza del tocino; conducía a su manso la oveja perdidiza, y si era acabada la pendencia la hacía volver a empezar por tener el consuelo de interponer y hacer brillar su autoridad en todos aquellos episodios que bajo el título de ocurrencias amenizan la última página del Diario de Madrid.

Otro de los cuidados, y el más importante acaso de su cometido, era el formar los padrones del vecindario de su distrito, y aquí era donde había que admirar la inteligencia y exactitud del Alcalde vidriero o comadrón aplicados a la estadística. -Armado con sus antiparras circulares, su bastón de caña y su tintero de cuerno, y seguido siempre del inseparable ministril, iba tocando casa por casa y preguntando en cada una. -«¿Hay novedad desde el año pasado?» y respondiéndole que no, continuaba copiando en las casillas los nombres del padrón anterior, sin alteración de edades ni de estados. Los apellidos recibían en su pluma terminaciones bárbaras que harían sudar al etimologista más perspicaz: las profesiones siempre eran las mismas: v. g. «Fulano, herrador; Zutana, su mujer, ídem; Mengana, su abuela, ídem», etc. Preguntaba luego en la parroquia (queriéndola echar de culto), si había habido defunciones, y el sacristán le contestaba que de funciones sólo había en todo el año la de San Roque, con lo cual el Alcalde le borraba por muerto de la matrícula. -En el cuarto bajo afiliaba a madre Claudia y a sus educandas, bajo el genérico nombre de artistas; para él todos los vecinos de las buhardillas eran agentes de negocios; todos los escribientes, escritores públicos; todos propietarios, los que tenían veinte y cuatro horas diarias de que disponer.

Llegaban luego las elecciones, y aparecían en las listas los difuntos y los no-nacidos, los niños de pecho y los mozos de cordel. Un año daba el padrón del barrio tres mil almas, y al año siguiente diez y seis mil; en aquél todos eran varones, y en éste llevaban las hembras la mayoría; en cuanto a la material colocación de los nombres, ocurría muchas veces que el elector que encontraba el suyo en una lista tenía que ir a buscar su apellido al otro barrio.

No era menos de admirar el celo e inteligencia del Alcalde en la expedición de pasaportes, cuando a primera hora de la mañana, sentado en su silla de Vitoria tras de la mesilla cubierta de bayeta verde, calados los anteojos, el gorro de algodón o la gorrilla de cuartel, el cigarro en la boca y la pluma tras la oreja, aparecía ocupado en atar y desatar (muchas veces del revés) padrones y registros, mientras iban entrando los postulantes desde la criada que mudaba de amo, hasta el elegante que salía a viajar.

-«Buenos días, señor Alcalde.» (El Alcalde no daba respuesta.)

-Yo soy Engracia de Dios, que he servido de doncella a don Crisanto, el droguero de la esquina, y paso a casa de doña Paula la Corredora, viuda del corredor.

(El Alcalde echa una mirada indiscreta a la doncella y no le parece del todo mal.)

-¿Y cómo es que ha abandonado usted al señor don Crisanto, niña? (La muchacha se pone colorada y se arregla el brial.) -Ya ve usted, porque... (El Alcalde interrumpe su respuesta y dicta el padrón.) Engracia de... tal; que deja al amo que servía, por... razón de estado, etc.

El elegante que espera el pasaporte hace largo rato, busca donde sentarse, pero el Alcalde previendo este desacato, ha suprimido las sillas. Llégale en fin su turno, y el Alcalde le pide un fiador con casa abierta.

-¡Un fiador, un fiador! (responde el caballero) a mí, don Magnífico Pabón, conde del Empíreo, que paso de intendente a Filipinas...

-Mas que sea usted (replicó el Alcalde) el mismísimo Preste Juan. Aquí no hay más que la ley; la ley...

Por fortuna acierta a entrar a la sazón el zapatero de viejo que trabaja en el portal de don Magnífico tras de un biombo (que no puede ser casa más abierta) y aquél, conociendo lo arduo del caso, le propone si quiere ser su fiador. El zapatero contesta que sí, pero que no sabe cómo él, que viene a responder de un duro tomado al fiado puede...

-No importa (replica el Alcalde); la ley es ley, y usted tiene casa abierta, con que puede usted ser fiador. Extienda usted el documento, secretario, yo dictaré. Pasaporte para el interior. Concedo pasaporte, etc. (lo impreso) a don Fulano de tal, barón de Illescas, que pasa a las islas Filipinas en la Habana; va de intendente a negocios propios: sale en posta, vía recta, y con obligación de presentarse diariamente a las autoridades de los pueblos donde pernocte... Señas personales. Cara redonda; ojos ídem; boca ídem; pelo ídem. Va sin enmienda. Valga por un mes.

El elector

El interminable y desatentado giro de nuestra máquina política, ha privado de la vara (o sea bastón) de barrio a nuestros tenderos y hombres buenos; pero en cambio quedan aún a todo honrado ciudadano una porción de derechos imprescriptibles, con los cuales puede en caso necesario engalanarse y darse a luz.

En primer lugar tiene el derecho de pagar las contribuciones ordinarias de frutos civiles, paja y utensilios, culto, puertas, alcabalas, etc., amén de las extraordinarias que juzguen conveniente imponer los que de ellas hayan de vivir. Tiene la libertad de pensar que le gobiernan mal, siempre que no se propase a decirlo, y mucho menos a quererlo remediar. Puede, si gusta, hacer uso de su soberanía, llevando a la urna electoral una papeleta impresa que le circulan de orden superior. Está en el lleno de sus prerrogativas, cuando hace centinela a la puerta de un ministerio, o acompaña a una procesión uniformado a su costa con el traje nacional. Da muestra de su aptitud legal y representa la opinión del país, cuando abandonando su taller o su mostrador, va a escuchar la acusación y defensa de un artículo de periódico, que para el fiscal es subversivo, y para él es griego. Y ejerce, en fin, una envidiable magistratura, cuando emplea su influjo y diligencia para que el uno sea alcalde, el otro regidor, este oficial de su compañía, aquel jefe de su escuadrón.

Por último, el bello ideal del Elector es cuando a fuerza de su valimiento y conexiones llega a trepar hasta el rango de Electo; cuando a impulsos de la popularidad que disfruta en su casa o en su calle, consigue trocar un año la vara de Burgos por el bastón concejil; el peso de los garbanzos por la balanza de Astrea; el banquillo de su trastienda por el banco municipal. -Entonces es cuando reconoce lo bueno de un orden de cosas en donde uno es cosa; lo excelente de una administración en que uno propio administra; lo admirable de un teatro en que uno hace de galán. -Guiado por el celo hacia el servicio público (hablamos del público de su bando, pues el otro no es prójimo) trabaja día y noche con asiduidad; asiste a comisiones; registra expedientes; presenta proyectos; sostiene polémicas; dirige obras públicas y comidas patrióticas; y en uso de su derecho, descuida sus propios negocios y se arruina por dirigir los de los demás. Verdad es que llegado aquel caso se toma también la libertad de no pagar, por la sencilla razón de no tener con qué; y a la demanda de sus acreedores, responde heroicamente cual el otro ilustre romano: «Hoy hace un año que me pronuncié y salvé a la patria; vamos al Capitolio a dar gracias a los dioses.» -Y cogen y se van a la taberna a echar medio chico.

El poeta bucólico

He aquí otra raza antidiluviana que los futuros geólogos hallarán en el estado fósil bajo las capas o superposiciones de nuestra tierra vegetal. He aquí otro de los tipos inocentes y de buen comer que la marcha corretona del siglo ha hecho desaparecer de la escena con sus dulces caramillos, sus florestas y arroyuelos, sus zagalas retozonas y sus pastores peripatéticos, sus fieles Melampos, y su cayado patriarcal.

Hoy día, si uno se echa a discurrir por esos prados adelante, en vez de tiernos coloquios y flautiles conciertos, está a pique de asistir a un entierro de algún poeta suicida, o a un desafío a pistola entre dos filósofos, o a una imprecación al diablo hecha por una mujer fea y superior. -El olor del tomillo se ha cambiado por el de la pólvora; las églogas coreadas por los responsos y nocturnos; y el amor cieguezuelo por el ojo anatómico del doctor Gall.

Ya no hay ovejas que asistan al cantar sabroso

de pacer olvidadas escuchando,

hoy sólo figuran búhos agoreros que en cavernoso lamento y profundo alarido interrogan a la muerte sobre su fatídico porvenir. Ya no hay chozas pajizas, quesos sabrosos, ni leche regalada: sólo se ven en el campo del dolor espinas y abrojos, sepulcros entreabiertos, gusanos y podredumbre. Los mansos arroyuelos, trocáronse en profundos torrentes; las floridas vegas en riscos escarpados; las sombrías florestas en desiertos arenales.

Yo, si va a decir la verdad (y con el permiso del auditorio), no veo esto ni aquello por más que me echo a mirar; lo cual me convence más y más de mi prosaica, material y nimia inteligencia. Y he aquí sin duda la razón por qué no he tropezado aún con zagalas ni con ángeles; los Salicios y Nemorosos he tenido siempre la desgracia de verlos bajo la forma de Blases y Toribios, y su dulce lamentar más me ha parecido graznido de pato que música celestial; así como tampoco veo la sociedad de maldición que los modernos vates, sino un mundo muy divertido, como que no conozco otro mejor; ni en la mujer hermosa, me echo a adivinar su mísero esqueleto; antes bien me complazco en contemplar su belleza, muy propia para lo que el Señor la crió. Los arroyos ni torrentes no me murmuran ni me lamentan, antes bien me refrescan y me hacen dormir la siesta; el cementerio me parece cosa muy buena; pero no pienso entrar en él hasta que me lleven; y en cuanto a los puñales y venenos los dejo a los herreros y boticarios.

Mas si por alguno de aquellos extremos me hubiese tomado el diablo (dado caso de que yo fuera un genio) escogía a no dudarlo el de la zamarra pastoril, y desde ahora para entonces renunciaba a los goces de la sanguinosa daga o del buido puñal. Porque aquellos (los zamarros) eran hombres de buen humor, que así entonaban un epitalamio como bailaban un zapateado; que así disertaban en una academia como improvisaban una bomba en un regalado festín. Ni se tenían por hombres providenciales, enormes; ni pretendían a lo que creo ser la única expresión de la sociedad; y lo eran sin embargo, con su poesía rosada, sus honrados conceptos, y su mantecosa moral. -Para ellos el ser poeta era lo mismo que hacer coplas, y de ningún modo pensaban que esto era una misión, sino un intríngulis; y el que tenía vena (que así se decía) o le soplaba la musa (que así se pensaba), tenía carta blanca para salir por esas calles echando redondillas y ovillejos, epigramas y acertijos a todo trapo, viniesen o no a pelo, los cuales, corriendo luego de boca en boca, acababan por dar al coplero repentista una fama colosal.

Esta reputación, en verdad, a nada conducía, o le conducía cuando más derechito al hospital de Toledo; pero mientras andaba suelto, era el hombre más feliz de la tierra, viendo impresas en el Diario sus improvisaciones y ensueños; oyendo cantar sus gozos a las colegialas de Loreto o a los niños de la doctrina; y guiando él mismo el coro báquico en el banquete de un grande de España. -Una plaza en la contaduría de éste, una buhardilla en las nubes, un banquillo en la librería, o un tablero de damas en el café, bastaban a llenar sus deseos y a amenizar su existencia: el término de aquéllos era un beneficio simple o la administración de un hospital. Hasta que ya en edad avanzada, se retiraba del mundo, renegaba de su lira, y se abrazaba con el hábito franciscano o la sotanilla del hermano Obregón.

El autor de bucólica

Ahora, en los tiempos positivos que alcanzamos, el ingenio está sujeto a tarifa, Apolo y las musas se rigen por un arancel. No hay eruditos que consuman su vida en averiguar fechas o en interpretar viejos cronicones; pero en cambio tenemos amplia cosecha de genios improvisados, desde la edad de diez a la de veinte abriles; amén de algunos genios de pecho que hacen concebir las más lisonjeras esperanzas. -En los principios de su carrera, el ingenio espontáneo derrama a manos llenas y sin el más mínimo interés los torrentes de su sabiduría, pero andando más los tiempos y luego que reconoce la necesidad práctica de ganar su vida, la razón corta los vuelos al albedrío, la materia sube a las ancas del espíritu, y el cálculo matemático entra a disputar el campo a la noble inspiración.

Nuestro autor entonces abre tienda de talento o pone bufete de ingenio; y abraza la carrera de las bellas letras como el comerciante la de las buenas y el abogado la de las malas. Echa el ojo en el vasto campo de la literatura a aquella especialidad que más le conviene o de que espera tener mayor despacho, y ya se dedica a vender a la menuda trozos líricos y composiciones fugitivas, al sol, a la luna, a las estrellas y demás novedades, ya se declara filósofo contemplativo y pintor de las costumbres sociales; ora se emplea en trazar la historia que puede pasar por novela, ora se complace en escribir novelas que pican en historia; los unos se encargan del surtido por mayor de narraciones, episodios, cuentos y traducciones para los periódicos, los otros (y son los más) disparan al teatro su erizada batería de dramas venenosos, tragedias líricas, comedias, loas y entremeses.

La literatura mercantil se desarrolla, en fin, entre nosotros, y estamos ya muy lejos de aquellos tiempos en que se decía que


sólo la poesía es buena
hecha a moco de candil.

Hoy nuestros vates necesitan para sus doradas inspiraciones tintero de plata y bujías de esperma, papel satinado y mullido sofá.

Hasta ahora, es verdad, la importancia metálica de esta profesión no ha llegado en España al alto grado que alcanza en los mercados extranjeros, y solamente el ramo teatral es el que ofrece ventajas a los que se dedican a cultivarlo. He aquí la causa por que abundan los poetas dramáticos y escasean los historiadores y prosistas: la solución del enigma está en que para las comedias hay empresarios y para los libros no; que aquéllas se cotizan al contado como papel de nueva creación, y éstos entran en la categoría de deuda diferida y sin interés.

Todo lo que no sea, por lo tanto, hacer comedias, es lo mismo que no hacer nada: para la gloria, porque nadie lo lee; para el bolsillo, porque nadie lo compra. -El autor dramático recibe a lo menos su contingente mitad en laureles y mitad en pesos duros: el escritor de libros tiene que consolarse con apelar al juicio y aplauso de la posteridad. Verdad es que los libros que hoy corren no llegarán a ella, o sólo llegarán bajo la forma de cucuruchos.

Por lo demás, siempre es un consuelo tener una puerta abierta por donde entrar a lucir el ingenio; y cuando esta puerta es ancha y espaciosa como la Puerta Otomana, tanto mejor; porque conviene a saber que para ser hoy día escritor dramático no se necesita gran dosis de invención ni de filosofía, de observación ni de estilo. -Se agarra una historia, y cuando en ella no se encuentra cuadro dramático, se suple lo que falta, se cuelga un crimen al más pintado, y que chille el muerto; se dialoga un folletín o se disuelve en coplas un fragmento, y que rabien y bostecen los vivos; se cuentan en quintillas y romances una conversación de paseo, unos amores de entresuelo, y hágote comedia de costumbres; se pilla un carácter a Moreto, una situación a Rojas y un enredo a Tirso, se rellena el hueco con el competente ripio, cosecha de casa, y allá va un drama filosófico o caballeresco. Últimamente (y es lo más socorrido) se traduce un drama de Buchardi, o una piececita de Scribe, se la esquila, trastrueca y muda el nombre como hacen los gitanos con las caballerías hurtadas, y hágote, acomodo y arreglo a la escena española. Por lo demás, objeto ni intención moral o política Dios les dé. -¿Qué ha querido probar el autor con esta comedia? (preguntaba yo a un amigo al salir del teatro). -Yo le diré a usted (me contestó): ha querido probar que se pueden ganar cien doblones con una sandez, y lo peor es que lo ha conseguido.

Por fortuna, entre el destemplado clamoreo de este tutti dramático, descuellan hasta una media docena de voces verdaderamente sonoras y apacibles que hacen olvidar el dicho coro infernal.

Epílogo

No concluiríamos nunca si hubiéramos de trazar uno por uno todos los tipos antiguos de nuestra sociedad, contraponiéndolos a los nacidos nuevamente por las alteraciones del siglo. -El hombre en el fondo siempre es el mismo, aunque con distintos disfraces en la forma; -el palaciego que antes adulaba a los reyes sirve hoy y adula a la plebe bajo el nombre de tribuno; -el devoto se ha convertido en humanitario; -el vago y calavera en faccioso y patriota; -el historiador en hombre de historia; -el mayorazgo en pretendiente; -y el chispero y la manola en ciudadanos libres y pueblo soberano. -Andarán los tiempos, mudaránse las horas, y todos estos tipos, hoy flamantes, pasarán como los otros a ser añejos y retrógrados, y nuestros nietos nos pagarán con sendas carcajadas las pullas y chanzonetas que hoy regalamos a nuestros abuelos. ¿Quién reirá el último?

EL CURIOSO PARLANTE.

Nota

Contrastes. -Tipos perdidos, tipos hallados. -Por los años del 43 al 45, bullía en la mente del autor el continuar en una tercera serie la revista de costumbres contemporáneas, y para hacerla más picante y sensible el contraste de las presentes con las pasadas, ideó oponer a cada uno de los tipos que ha producido la moderna organización del país, otro de los análogos en influencia que presentaba la antigua; idea que si hubiera alcanzado a desempeñarla bien, parecíale que realizaba completamente su objeto. Pero cuando empezaba a borrajear papel y a formular su pensamiento, apareció el prospecto de Los Españoles pintados por sí mismos, y fue invitado por su editor, el señor Boix, para tomar parte en la redacción de aquella obra notable. Tomóla en efecto, en los dos artículos titulados La Patrona de huéspedes y El Pretendiente, y al terminar dicha obra aplicó a su final el boceto de la nueva que se había propuesto escribir, y bajo el título de Tipos perdidos, tipos hallados, publicó el que actualmente coloca en lugar más propio para terminar la colección de sus Escenas.