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Burgos nació en Almería y se casó a los dieciséis años contra la voluntad de su familia, el matrimonio fracasó pronto y ella abandonó al marido para irse a Madrid con su hijo, donde consiguió salir adelante, estudió magisterio y obtuvo una plaza por oposición en la Escuela Normal de Maestras de Guadalajara. Trabajó como profesora y reportera, viajando por Francia, Alemania, Portugal y el norte de África durante la Primera Guerra Mundial para hacer sus reportajes. Además de su ingente producción literaria es preciso destacar su papel como activista a favor de los derechos civiles y políticos de la mujer, que la llevó a presidir la Cruzada de Mujeres Españolas y la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas y también su preocupación por la causa judía, convirtiéndose en fundadora de la Sociedad de la Alianza Hispano-Israelita, con la intención de mantener correspondencia con los asentamientos judíos en diferentes lugares del mundo. Las obras de Burgos manejadas en este análisis son El arte de ser mujer (1922), La mujer moderna y sus derechos (1927), El arte de ser amada [s. a.], Vademécum femenino (1918), Quiero vivir mi vida (1931), La rampa (1917) y «La educación de la mujer» (1900).

 

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Resulta de interés destacar esa relación positiva que Burgos establece entre la moda y el feminismo, considerando que el segundo ha salvado a la primera al emancipar a la mujer, al tiempo que esas nuevas modas le permiten mayor libertad y movilidad. Colombine enfatiza la influencia benigna del feminismo sobre la moda: «He dicho que el feminismo ha proclamado el derecho de la mujer a cuidar su belleza. El poderse vestir y pintar a su gusto, sin disimulo, es una de sus grandes conquistas» (259). Esta reflexión de Colombine contrasta profundamente con la crítica de un buen sector del feminismo teórico que insiste en condenarla como un aspecto opresivo de una cultura patriarcal que reproduce imágenes e ideas sexistas sobre la mujer, subrayando que la relación de la mujer con la moda se basa en la explotación, tal y como subraya Joanne Entwistle (54), mientras que otro sector apunta que es elitista criticar pasatiempos que muchas mujeres disfrutan, pues esto implica una condena de la cultura femenina percibida como pasiva y no como derecho individual al goce y la fantasía (Wilson, Adorned 230).

 

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Steele ha destacado la popularidad de los bloomers como atuendo de moda para andar en bicicleta entre las mujeres de París a finales del siglo XIX en un momento en que los pantalones no eran aceptables para la mujer, a menos que ésta fuera en bicicleta (Steele, Paris 176).

 

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Esta identificación de la moda con el arte, aparece rebatida por coetáneos como Ángel Fernández Caro, cuya opinión sobre la moda es recogida por Burgos en Vademécum femenino: «El Arte, con ser poesía, y como tal, algo fantástico, busca en la Naturaleza, en la verdad, sus modelos: los compone, los adorna, los retoca, deja en sombras los defectos [...] pero siempre queda lo verdadero, lo real del objeto que escoja para modelo. La moda no copia nada, no se sujeta á nada, no busca ni siquiera modelo, se fabrica uno propio; sólo que el modelo le resulta siempre un maniquí» (114). Esta misma idea ha sido apuntada más recientemente por críticos como Baudrillard que apuntan a la autorreferencialidad de la moda, volcada siempre sobre sí misma (Symbolic 98).

 

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Proceso que, sin duda, hay que relacionar con el movimiento de «Reforma de las artes decorativas» y su idea de un «arte social» que se relaciona con el diseño de objetos cotidianos para conseguir la unión entre belleza y utilidad. El objetivo de este movimiento de reforma era mejorar el arte y la sociedad a través del diseño de objetos de consumo ordinario: vajillas, cazuelas, ropa de cama, ropa y joyas (Wilson, Adorned 161-162). Otra de las influencias en esta valoración de las artes consideradas hasta ahora menores, es el «Arts and Crafts Movement» de finales del siglo XIX, que intenta revitalizar las artesanías y artes aplicadas durante una era de creciente producción en masa y en su manifiesto están ya las bases del denominado «Art Nouveu». Este arte nuevo» se desarrolla entre finales del siglo XIX y principios del XX y encuentra su expresión en un amplio abanico de formas artísticas como la arquitectura, el diseño de interiores, carteles, muebles, cristal, moda, joyería, bisutería o ilustraciones. El Art Decó, que surge en la segunda década del siglo XX, significó un intento consciente de reelaborar y redefinir el arte nuevo.

 

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Sus patrocinadores eran siete de los más importantes diseñadores parisinos eran: Cheruit, Doeuillet, Doucet, Paquin, Poiret, Redfern y Worth. Cada número incluía varios figurines de moda con los últimos modelos de alta costura junto con modelos imaginarios inventados por los propios artistas. El número uno de la revista anunciaba precisamente esa unión de la moda y el arte: «Cuando la moda se hace arte, una revista de moda debe, a su vez, convertirse en revista de arte» (Steele, Paris 222).

 

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Resulta paradójico que Burgos distinga entre la «señora» y la «advenediza», de forma similar a como lo hace un autor tan alejado ideológicamente de ella como Félix Bilbao, quien considera a la moda una «plaga» y adopta un tono catequístico: «El vestido hay que saberlo llevar. Entre el vestido y quien lo lleva hay una relación que ninguna de vosotras ignora. Poned el más bello vestido a una zafia lugareña, y veréis cómo se le despega. Poned un traje sencillo a una persona dotada de discreción, modestia, belleza y elegancia, y veréis cómo aquellas humildes telas son realzadas y enaltecidas» (11).