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¿Escribir la experiencia? Familia, identidad y reflexión intelectual en Inés Joyes (s. XVIII)1

Mónica Bolufer Peruga


Universitat de València

Resumen

Desde un enfoque basado en la reconstrucción de las vidas y las estrategias femeninas, que permite contemplar a las mujeres como sujetos activos y evitar dicotomías excesivamente rígidas, como público/privado, se propone una lectura de la Apología de las mujeres (1798) de Inés Joyes como testimonio de una experiencia. La existencia y la reflexión intelectual de esta mujer de letras, como las de otras de sus contemporáneas, discurrieron en espacios cuya interpretación resulta más compleja y ambivalente, resignificando, en buena medida, los ámbitos de la familia, el matrimonio, la maternidad, pero también las relaciones sociales y la actividad intelectual.

Palabras clave: Experiencia. Identidad. Sujeto. Mujeres. Biografía. Familia. Matrimonio. Maternidad. Escritura.

Abstract

This essay puts forward an interpretation of Inés Joyes's Apología de las mujeres (Apology of women, 1798) as a reflection induced by experience, going along with current interest in women's agency and with critiques towards the too rigid notion of «public and private spheres». Inés Joyes's life and work, as those of many of her contemporaries, took place in social spaces which have to be interpreted in more complex ways, and contributed to resignify the meanings of family, marriage, maternity, but also social relations and intellectual activity.

Key words: Experience. Identity. Self. Women. Biography. Family. Marriage. Maternity. Writing.





Como escribiera Cristina Borderías hace ya una década en esta misma revista, la biografía ha ejercido un papel fundamental dentro de las tendencias historiográficas que, desde hace tiempo, han reaccionado contra el determinismo estructuralista, interesándose por mostrar el papel de los individuos no sólo como producto de las constricciones de su entorno, sino como actores sociales, capaces de intervenir sobre la realidad y, hasta cierto punto, de transformarla2. De manera particular, las biografías de mujeres han contribuido sustancialmente a superar una historia centrada en las formas de opresión y desigualdad, en la que las mujeres podían aparecer en ocasiones como objetos pasivos de transformaciones que les eran ajenas, a favor de una historia en la que éstas aparecen como sujetos activos. Una historia que se interesa por la dinámica de las relaciones entre los individuos y sus condicionamientos sociales, por las «formas en que las mujeres, dentro de contextos y constricciones específicas, se apropian de sus condiciones de existencia y crean, a partir de ellas, nuevas posibilidades y estrategias de cambio»3. Que contempla la complejidad de las experiencias, permitiendo así superar generalizaciones abusivas y categorías excesivamente rígidas, como las dicotomías público/privado, familia/sociedad, producción/reproducción.

Un reto así es el que implica el estudio de toda historia de vida en el pasado. Y a ello me he visto enfrentada en el transcurso de la investigación acerca de la vida y obra de una mujer del siglo XVIII, la escritora y traductora Inés Joyes (1731-1808)4. ¿Cómo reconstruir e interpretar una existencia a partir de fuentes escasas, limitadas y con frecuencia oblicuas, en ausencia de testimonios directamente autobiográficos como memorias, cartas o diarios? La posibilidad de poner en relación la vida y la obra, breve pero muy interesante, se convertía, más que en una tentación, en una obligación. Lo que propongo, pues, es una lectura de la Apología de las mujeres (1798) de Inés Joyes como testimonio de una experiencia, entendida ésta como una vivencia por necesidad individual, pero que cobra sentido dentro de un marco colectivo de relaciones sociales y de valores más o menos compartidos. Entendida, también, no como una realidad inmediata, sino como la forma, necesariamente filtrada y condicionada por percepciones subjetivas y por estrategias retóricas, en que los individuos dan sentido al mundo, a la posición que ocupan en él, a sus relaciones y su propia identidad, y la representan ante los demás y ante sí mismos, a través de sus testimonios5.


1.- Contexto, sujeto y prácticas sociales: Inés Joyes y su mundo

La Apología de las mujeres, única obra conocida de Inés Joyes, que se publicó en 1798 en Madrid, acompañando a su traducción de una novela inglesa, El Príncipe de Abisinia (Rasselas, 1759), de Samuel Johnson, es un texto cuya autora se expresa con energía y rotundidad acerca de la posición de las mujeres y de otras cuestiones de vital importancia en la sociedad de su tiempo, como la educación, el matrimonio, la amistad o las relaciones sociales. Sin embargo, la suya fue una vida discreta, casi oscura; como la de tantas mujeres de su tiempo y su medio, no tuvo una actividad pública de resonancia, sino que se desenvolvió fundamentalmente en un entorno familiar y local. Su existencia, igual que en otros muchos casos, sólo puede ser reconstruida hasta cierto punto, y ello a través, fundamentalmente, de su trayectoria familiar, en especial la de los hombres con los que convivió, aunque emerjan también de los documentos otras figuras femeninas (su madre, sus hijas o sus tías) que parecen haber desempeñado un papel importante en su vida y en las estrategias de la familia. Una abundante documentación notarial (testamentos, cartas de dote, poderes o cartas de pago) revela los principales hitos de su vida familiar (matrimonios, muertes, nacimientos, peripecias económicas) y muestra ampliamente los negocios de su casa, presentando a las mujeres no sólo como objetos pasivos, sino como agentes de las estrategias familiares y profesionales, a la vez que permite atisbar algunos indicios sobre la formación, talante y valores de nuestra autora y de las personas que influyeron en su vida6. Igualmente ricos, los registros sobre la carrera profesional de sus parientes varones y los mecanismos de ascenso social de la familia (expedientes militares, pleitos de hidalguía o solicitudes de hábitos de órdenes militares) permiten, completados por la documentación parroquial, perfilar el entorno familiar7.Y por último, su obra, aunque, muy parca en detalles personales, nos permite, analizada minuciosamente, aproximarnos a su pensamiento y a las formas de expresión de su propia identidad.

El contraste entre un ensayo escrito en primera persona, en el que se puede apreciar la expresión de un yo subjetivo, en sus acuerdos y desacuerdos con los valores morales y sociales de su tiempo, y el rastro de documentos parroquiales, notariales o administrativos que se refieren fundamentalmente a los atributos más externos de la identidad (su condición social, estado civil, relaciones familiares y sociales), velando, en cambio, otros aspectos más personales resulta, en efecto, en buena medida engañoso. De una parte, porque la dicotomía entre el yo íntimo y el sujeto social, tan propia de la sociedad contemporánea, era mucho menos acusada en las sociedades de Antiguo Régimen, donde el sentido de la identidad individual se construía, en buena medida, a través de las pertenencias y dependencias sociales (estamentales, de género, comunitarias, religiosas, familiares, profesionales...), en lugar de contra ellas8. De otra porque, como precisa Cristina Borderías, incluso en el mundo contemporáneo las mujeres tienden, en mayor medida que los hombres, a interpretar y relatar sus propias vidas (es decir, a percibirse y explicarse a sí mismas) en relación con las vidas de otros, no sólo como reflejo de su propia posición social, más dependiente de los vínculos familiares, sino también porque es así, en conexión con sus espacios de relaciones (familiares y sociales), como entienden su papel en la historia colectiva. Más que entender, por tanto, la identidad personal como algo que

Portada de novela

ha de afirmarse por necesidad frente a los lazos colectivos, en mi análisis de Inés Joyes me interesa mostrar cómo pudo entender y ejercer sus distintas parcelas de acción social, centrándome en especial en su vivencia y sus ideas acerca de lo que constituía la realidad más inmediata para las mujeres, la vida doméstica y familiar, pero cuidando de no establecer una dicotomía excesivamente rígida y presentista entre público/privado, sino procurando entender los espacios sociales tal como éstos aparecían en la época para quienes los habitaban.

Inés Joyes, nacida en Madrid el 27 de diciembre de 1731, hija de Patricio Joyes y de Inés Joyes, perteneció a una familia burguesa acomodada de origen irlandés. Sus antepasados debieron seguir, como muchos de sus compatriotas, al depuesto Jacobo Estuardo en 1691 su destierro a Francia, desde donde pasarían a España a principios del siglo XVIII, y mantuvieron por largo tiempo su vinculación a la causa jacobita. Tanto en lo social como, probablemente, en lo afectivo y simbólico, se mantuvieron en cierta medida a caballo entre la Irlanda de sus orígenes y el nuevo territorio en el que se asentaron, estableciendo nuevos lazos y labrándose un prestigio y una posición9. En efecto, buscaron, como era habitual en la estructura estamental del siglo XVIII, consolidar su ascenso y éxito social a través de la obtención de la hidalguía y de hábitos de órdenes militares. Al tiempo, en equilibrio con ese empeño de integración, mantuvieron y fomentaron en sus descendientes, a lo largo de generaciones, la memoria, y probablemente también el orgullo, de su origen nacional, tejiendo redes de relaciones entre irlandeses en las que los lazos familiares venían con frecuencia a solaparse con las alianzas comerciales y las amistades personales.

Patricio Joyes falleció en 1745, cuando su hija Inés contaba trece años, dejando a sus seis hijos, todos ellos menores de edad, bajo la tutoría de su esposa. Tras la muerte de su marido, en efecto, los testamentos y demás documentos notariales otorgados por Inés Joyes (madre), nos la muestran como una mujer preparada para desenvolverse por su cuenta. Una viuda atenta al establecimiento de sus hijos y el reparto de sus bienes y los de su marido y preocupada por preservar el futuro de la compañía comercial de la familia durante tres lustros, desde la muerte de su esposo en 1745 hasta la suya propia en 1759 o 1760. Muchos de los rasgos que caracterizaron la existencia de la madre se repetirán una generación más tarde, en efecto, en la vida de su hija Inés, la autora de la Apología. El modelo materno marcó muchas de las pautas por las que discurriría su propia existencia: como su madre, Inés sería una mujer culta, esposa de un comerciante, madre de una numerosa descendencia, viuda y tutora de sus hijos durante buena parte de su madurez y senectud. Para ambas, la familia constituyó una parte fundamental de su identidad y su experiencia, con significados múltiples: espacio de aprendizaje, lugar de solidaridades y apoyos diversos entre parientes, estrechamente vinculado al mundo de los negocios. Y si bien las mujeres no participaron directamente, por lo común, en este último, siendo más frecuente que actuaran representadas por padres, esposos, hermanos o hijos, no fueron ajenas a él en su experiencia cotidiana, actuando como herederas, albaceas, tutoras..., con un papel decisivo en las estrategias familiares y sociales de colocación profesional, transmisión del patrimonio y alianzas matrimoniales.

La suya era probablemente una familia cultivada y que debió mantener una vinculación con la lengua y cultura de su país de origen. Sin embargo, aunque sabemos que al menos algunos de sus cuatro hermanos varones se educaron un tiempo en el extranjero, desconocemos qué educación recibieron ella y su hermana, si bien podemos intuir que fue hasta cierto punto cuidada. En Madrid residió Inés, con su familia, hasta los 20 años, y allí pudo conocer la relativa apertura de costumbres propiciada por la influencia de la dinastía borbónica y por el dinamismo social y económico, plasmada en el incremento del consumo y en la difusión de nuevos hábitos sociales. Ajena a los círculos artísticos y eruditos, la familia de Inés Joyes o al menos algunos de sus miembros pudieron participar en las prácticas de sociabilidad propias de las élites madrileñas, en las que la vieja nobleza se codeaba, hasta cierto punto, con las clases medias integradas por comerciantes, financieros y funcionarios.

En 1752, a los 21 años, contrajo matrimonio en Málaga con el comerciante Agustín Blake, pariente suyo por vía materna, en lo que cabe suponer fue un matrimonio concertado atendiendo, como era usual en la época, a criterios de equilibrio social y conveniencia económica. Agustín, doce años mayor que ella, era al parecer un hombre ambicioso y emprendedor, que se benefició de las conexiones de su familia y de las estrategias habituales entre la burguesía de negocios: el aprendizaje comercial junto a sus parientes, el matrimonio consanguíneo y endogámico con una mujer pariente suya, y cuya pertenencia a una poderosa familia financiera de Madrid le sería de gran utilidad para ampliar su capital y extender sus contactos mercantiles y sociales. La pareja se estableció en Málaga, para trasladarse años después, entre 1767 y 1771, a la villa vecina de Vélez-Málaga, cuya creciente prosperidad económica y dinamismo a lo largo del siglo no llegaron a alterar profundamente su perfil social, marcado por una acusada presencia eclesiástica y un intenso ambiente castrense y administrativo y donde las ocasiones de ocio y esparcimiento para la buena sociedad local debían estar limitadas a las tertulias en casas particulares, quizá a alguna recepción de las autoridades civiles o militares o a los encuentros en la alameda.

No sabemos nada acerca de la relación que Inés Joyes mantuvo con su marido. La visión pesimista que ofrece en su Apología acerca de las relaciones conyugales, presentadas como fuente habitual de infelicidad para las mujeres, puede hacer sospechar que no fuesen del todo armónicas. Sin embargo, la ausencia de documentos de carácter personal o bien de pleitos judiciales relativos a sus años de casada impide ratificar esta especulación. El hecho de que la familia mantuviera propiedades en Málaga, así como que Agustín muriera allí en 1782, hace pensar que quizá la pareja pasara temporadas residiendo en casas distintas, Inés a cargo de sus hijos en Vélez-Málaga y Agustín atendiendo sus negocios en la ciudad vecina. De ser así, como parece probable, ello podría conferir un sentido autobiográfico a la afirmación contenida en la Apología de que los hombres gozan de mayores posibilidades de evadirse de una situación doméstica conflictiva, a través de sus responsabilidades fuera del hogar, sus negocios y desplazamientos, que las mujeres, más limitadas en su vida cotidiana: «no se me puede negar que la mujer que dio con mal marido tiene más que sufrir que el hombre con mujer pésima, pues no está obligado a para en casa cuando no le agrada, sino a las horas precisas. Entra y sale, hace viajes, se hace sordo a sus voces (si es de las que la levantan), y tiene mil modos, si quiere, de sujetarla. Pero la infeliz mujer, ¿qué recurso tiene?»10.

Sin embargo, sería erróneo suponer, desde una perspectiva demasiado marcada por nuestros propios valores presentes, que matrimonios como el de Inés y Agustín, concertados siguiendo criterios de similitud en la posición social de los contrayentes y con frecuencia contactos sociales o de parentesco previos entre ambas familias, habían de ser por fuerza desgraciados. En la medida en que la felicidad depende de las expectativas personales, profundamente marcadas por los valores sociales de referencia, ¿por qué no pensar que muchos casados, hombres y mujeres, pudieron sentirse razonablemente satisfechos si el enlace les deparaba una esposa o un marido responsables en el cumplimiento de sus respectivas funciones, socialmente atribuidas, e incluso atentos hacia su cónyuge? Ese pudo ser el caso de muchas parejas cuya vida conyugal no ha trascendido, pues, a diferencia de los matrimonios conflictivos, los que discurrían dentro de las expectativas no han dejado huella en las fuentes judiciales11. Y en ausencia de fuentes de carácter más personal, las alusiones al matrimonio contenidas en su Apología tan sólo permiten afirmar que fue consciente y se mostró crítica acerca del carácter profundamente desigual de las obligaciones morales del matrimonio para uno y otro sexo, sin que podamos saber hasta qué punto su propia experiencia del mismo fue dolorosa, resignada o moderadamente feliz.

El matrimonio tuvo nueve hijos, cinco varones y cuatro mujeres: por orden de nacimiento, María Josefa (3 de junio de 1756), Joaquín (19 de agosto de 1759), Teresa, Ana María (ambas nacidas entre finales de 1760 y mediados de 1763), José María (14 de febrero de 1764), Manuel José (en fecha desconocida), Agustín (22 de agosto de 1767), Inés (9 de mayo de 1773) y Juan (27 de diciembre de 1775, el mismo día en que su madre cumplía 44 años). La juventud y madurez de Inés aparecen así, como las de tantas mujeres de su tiempo, intensamente marcadas por la experiencia -física, afectiva y social- de la maternidad. A lo largo de algo menos de veinte años, alumbró a nueve hijos, con un intervalo medio entre ellos de dos años y seis meses, oscilando entre los 18 meses y los seis años largos, lo que deja abierta la posibilidad de algún otro embarazo malogrado. Es posible que al menos el último presentara alguna complicación, tal vez por la edad de la madre, como sugiere el hecho de que en 1775, antes de dar a luz a su hijo Juan, Inés otorgara por primera vez testamento, como queriendo dejar sus últimas voluntades establecidas ante el riesgo del parto. En cualquier caso, todos sus hijos sobrevivieron a la primera infancia, circunstancia afortunada y relativamente excepcional para la época, incluso en un medio acomodado como el suyo. Jóvenes, sin embargo, vio morir a sus hijas Teresa María, en 1784, y María Josefa, en 1790, ésta última apenas pocos meses después que dos de sus nietas.

Si la naturaleza de las relaciones entre Inés y su marido se nos ocultan, más es lo que sabemos acerca de las que la pareja sostuvo con sus círculos más amplios de parentesco. Con su familia de origen, en particular con los Joyes, mantuvieron estrechos vínculos, renovados y fortalecidos a través de gestos de confianza como la designación en calidad de albaceas testamentarios o testigos de documentos notariales (testamentos, cartas de dote, poderes), o el apoyo en la colocación profesional y matrimonial de los hijos; en especial, su hermano Gregorio, rico banquero, parece haber ejercido un papel importante en su vida, dotando al menos a una de sus hijas y velando por la carrera de varios de los hijos varones. La pareja se relacionó, asimismo, con personas influyentes en la sociedad local, miembros de la burguesía de negocios o de las élites de cargos, por medio de matrimonios y de la presencia en actos significativos de la vida familiar.

A los 51 años, la muerte de su marido significó para Inés el inicio de una nueva etapa en su vida. Tras tres décadas de matrimonio, Agustín murió el 16 de junio de 1782 en Málaga, donde fue enterrado, cuando contaba 63 años. Una vez viuda, Inés viviría probablemente a caballo entre Vélez-Málaga y Málaga, localidades ambas en las que tenía propiedades. Como cabeza de familia, hubo de ocuparse intensamente de los intereses familiares, por ejemplo de negociar o supervisar los matrimonios de sus hijas e hijos, todos ellos solteros a la muerte del padre y la mayor parte menores de edad, lo que, según la Real Pragmática de 1776, les obligaba a obtener el consentimiento de su madre y tutora, como especifican los permisos otorgados por ésta ante notario para los enlaces de Joaquín y de Inés. En su Apología, publicada cuando ya había logrado, tal como se decía en la época, «dar estado» a la mayor parte de ellos, la cuestión de la correcta elección de pareja, que sin duda debió preocuparle, aparece como un tema importante que debe resolverse con acierto para la felicidad tanto individual como social, y se rechazan aquellos enlaces, sean concertados tanto por los padres o por los hijos, sin reflexión suficiente o por motivos espurios. Resulta significativo que ninguno de los hijos e hijas tomara estado religioso, contra la práctica más habitual en la época, lo que quizá pueda atribuirse a un ambiente y educación de corte más bien laico y moderno que pudo reinar en su hogar, o bien a su éxito al negociar la ventajosa colocación en matrimonio de su numerosa prole, contando en ocasiones con el apoyo de su familia.

Inés Joyes, como otras mujeres de su tiempo y su clase, desempeñó durante las distintas etapas de su vida un papel importante en el acopio y renovación de lo que se ha dado en llamar el capital simbólico, es decir, el conjunto de relaciones, alianzas y favores hechos y recibidos en los que se funda el prestigio y respetabilidad social de una familia. Y ello a través de los vínculos e influencias heredadas, pero también, probablemente, de su condición de mujer cultivada, conocedora de la vida social y capaz de establecer y mantener los contactos, tanto en su vida de casada como de viuda, con personas y familias relevantes en el mundo de la política local y de los negocios malagueños, pero también en la Corte. De ese modo, tras la muerte de su marido no aparece como una mujer sola, sino rodeada de una red de vínculos de parentesco y amistad cuidadosamente cultivados a lo largo de los años. Desde esa posición, desempeñó activamente sus funciones como madre y cabeza de familia, auxiliada por sus hermanos y más tarde por sus hijos mayores, gestiones que, como la concertación de los enlaces matrimoniales de sus seis vástagos, debieron requerir de buenas dosis de energía.

No sabemos cuál fue el papel que ejerció durante ese tiempo en la gestión de los negocios familiares. Es sabido que las mujeres de la burguesía comercial raramente figuraban como titulares de empresas, a no ser como viudas o, con menor frecuencia todavía, solteras, pero era común, al menos en Cádiz, que las casadas recibieran poderes de sus maridos para asumir la responsabilidad de los negocios durante sus largos viajes. Si bien las mujeres de la burguesía comercial, en España como en el resto de Europa a finales del siglo XVIII, tendieron a quedar relegadas de la gestión directa de los negocios, a la que sólo accedían en los casos, extraordinarios, de ausencia de su marido, ello no significa que no tuvieran un papel esencial en el conjunto de estrategias y prácticas que cimentaban la consolidación social y eventual prosperidad de sus familias y su grupo. Como han demostrado en Inglaterra Catherine Hall y Leonore Davidoff, y ratificado para el caso gaditano Paloma Fernández Pérez o para el madrileño Jesús Cruz, a medida que la escisión, física y simbólica, entre el mundo de la actividad económica y el de la vida doméstica se hacía más acusada (por ejemplo, mediante la separación de la residencia familiar respecto del local comercial o artesanal), convirtiendo en más exclusivamente masculino el ámbito de los negocios, sobre las mujeres recayeron responsabilidades, viejas y nuevas, fundamentales para la consolidación social de su familia y de su clase12. Entre ellas, las de contribuir con sus dotes o herencias al capital de la empresa familiar, mantener y renovar las alianzas sociales y de parentesco, mediante la participación en un complejo ritual de visitas, tertulias y celebraciones (bautizos, bodas, funerales), y exhibir públicamente, a través de su apariencia y su comportamiento (una sutil mezcla de refinamiento y discreción, de ostentación, austeridad y virtud), tanto el prestigio como la honorabilidad de la familia, claves para el buen éxito de los negocios.

En este sentido, sí sabemos que Inés aportó con su dote un capital, tanto en dinero como en contactos, que se revelaría esencial para el despegue de la firma mercantil de su marido. También nos consta que éste confiaba en el buen criterio su esposa lo suficiente como para afirmar en su testamento que le había comunicado todos sus «negocios y dependencias», y para nombrarla albacea de sus bienes junto a su socio mercantil, Diego Milner. Desconocemos hasta qué punto intervino directamente como viuda en la liquidación de la firma y en eventuales iniciativas empresariales posteriores, pero no hay duda de que defendió los derechos de propiedad de su familia ante los tribunales, y mantuvo las redes de parentesco y amistad, tanto en su entorno inmediato, el de Vélez-Málaga y Málaga, como con su familia madrileña, que le permitieron obtener para sus hijos varones buenos destinos militares o mercantiles, y para hijos e hijas matrimonios ventajosos. En la medida en que las estrategias sociales de la burguesía mercantil incluyen no sólo la gestión económica de los negocios, sino la acumulación de capital simbólico a través de los contactos, las alianzas, el refinamiento de los estilos de vida o el buen nombre y prestigio de la casa, puede afirmarse, por tanto, que contribuyó activamente, y al parecer con habilidad y buena fortuna, a consolidar y acrecentar el ascenso social de su familia.

Más allá de sus responsabilidades familiares o de su implicación indirecta en los negocios, no se le conocen actividades públicas. Hasta donde sabemos, no tuvo relación alguna con las Sociedades Económicas de las ciudades en las que residió, ni tampoco con la Asociación de Señoras constituida en 1796 por damas acomodadas para el cuidado de niños expósitos. Es verosímil, sin embargo, que participara en reuniones y tertulias, e incluso que su propia casa constituyese un enclave de sociabilidad cultural en la pequeña ciudad de Vélez-Málaga, como sugiere el testimonio del viajero inglés Joseph Townsend (1739-1816). Éste, que en el transcurso de su viaje demuestra apreciar la sociabilidad refinada y especialmente la participación en ella de las mujeres, se alojó bajo su techo en la primavera de 1787, gracias a su banquero, el hermano de Inés, Gregorio, quien debió brindarse para encontrarle un alojamiento apropiado a su paso por Vélez-Málaga13. Aunque apenas pasó una noche en la casa, quizá ella pudo proporcionarle informaciones de interés, y él, a su vez, novedades de Málaga o de la Corte, y es posible que ambos, personas inquietas y de amplia curiosidad intelectual, tuvieron ocasión para intercambiar pareceres sobre otros temas. En cualquier caso, ese breve encuentro puede servirnos para imaginar lo que significaría, en una pequeña villa de provincias, la casa particular de una familia distinguida, en este caso una mujer cultivada, viuda y de mediana edad, como lugar de encuentro social. En su Apología de las mujeres, en efecto, Inés Joyes aludirá a su participación activa en conversaciones, revelándose como una aguda observadora de la dinámica de las relaciones sociales. Y es que para las gentes de su condición, la sociabilidad constituía no sólo un esparcimiento común, sino también una obligación de su estatus, una ocasión para cultivar influencias y contactos y también el ámbito donde desarrollar un conocimiento del mundo y un arte de las relaciones, en el que las mujeres desempeñaban un papel esencial.

Si algo podemos saber de su vida familiar y social, no es posible, en cambio, conocer apenas de qué fuentes intelectuales se nutrió Inés Joyes. La Apología la revela como una lectora asidua que, desde Málaga o Vélez-Málaga, se mantuvo bien informada acerca de las novedades literarias de su tiempo, quizá a través de los periódicos y otras obras publicadas en las imprentas de aquella ciudad, o bien de sus vínculos con el mundo cultural madrileño. De un modo u otro, debió estar al corriente de los debates que conectaban el entorno local con el contexto más amplio de la Ilustración española y también europea, y en este sentido sus lecturas contribuirían a forjar sus vivencias y su interpretación de su propia experiencia, que hacia el final de su vida se decidió a plasmar y dar a conocer por escrito. Por otra parte, ¿qué relaciones pudo mantener con los círculos literarios e intelectuales de la época, con las redes de mecenazgo y, más específicamente, con otras mujeres de letras que fueron sus contemporáneas? Residir buena parte de su vida en una pequeña ciudad provinciana, lejos de la Corte, donde vivía la aristocracia ilustrada y se reunían los principales salones y tertulias, debió suponer una limitación. Sin embargo, como miembro de una familia de financieros y militares bien relacionada, mantenía contactos en Madrid, lo que explica que publicara su Apología en aquella ciudad, dedicándola a la condesa-duquesa de Benavente. Es posible, asimismo, que conociera, directamente o a través de su obra, a algunas escritoras de la época, como la gaditana María Gertrudis Hore y Ley (1742-1801), con cuya familia, también irlandesa, la suya estuvo estrechamente relacionada, o María Rosa Gálvez (1768-1806), que cruzaría sus pasos con ella en los mismos escenarios malagueños, aunque probablemente no llegaran a tratarse. Lo que es seguro es que con ellas y con otras autoras contemporáneas compartió experiencias similares, como la de pertenecer a medios culturales (el mundo de las profesiones y los cargos o la burguesía de negocios de origen extranjero) en alguna medida abiertos a las nuevas corrientes, conocer, por su origen o formación, lenguas extranjeras y estar al tanto, hasta cierto punto, de la producción intelectual y literaria europea14.




2.- La escritura y la vida

En cualquier caso, las posibles lecturas de Inés Joyes, sobre las que no poseemos certezas, constituyen un material sobre el que ella elaboraría su propia reflexión, dando como resultado un ensayo en el que la subjetividad y el bagaje vital de la autora afloran con frecuencia. Un texto atravesado y modelado por la experiencia, la de una mujer de edad, una burguesa y madre de familia, persona cultivada y acostumbrada a una cierta vida social, que se comporta como una lectora crítica, sin reparos en manifestar su desacuerdo con algunas opiniones frecuentes en su tiempo. La propia forma de la Apología, que se presenta como una «Carta a sus hijas», determina el uso de la primera persona, produciendo una sensación de espontaneidad engañosa para un texto que no tiene nada de improvisado. Sin embargo, esa personalización del discurso es algo más que un artificio formal y sirve para apoyar los argumentos de la autora, arraigándolos en su experiencia, en ocasiones de forma explícita y en otras de manera más velada, lo que imprime a su ensayo una perspectiva particular que le permite distanciarse de algunos manidos tópicos de su tiempo, por mucho que comparta en buena medida el lenguaje y los valores ilustrados y reformistas.

Precisamente, una característica notable de la Apología es su distancia con respecto del discurso sentimental en boga a finales del siglo XVIII, que presentaba una imagen idealizada de la familia como ámbito de expansión de los sentimientos, identificándola, en el caso de las mujeres, como el único espacio de sus responsabilidades y su realización personal. Frente a esos tintes amables con que la literatura de la época, tanto normativa como de ficción, suele evocar los placeres domésticos, Inés Joyes ofrece un panorama más severo y probablemente más realista acerca de las expectativas y posibilidades de la vida familiar, en especial para las mujeres. Comparte con muchos de sus contemporáneos la convicción en la importancia de la familia como institución social y educativa, la exigencia de recta moralidad y la desconfianza hacia el amor, pero imprime a estos temas un enfoque particular, condicionado por su experiencia como mujer y por la observación de los problemas cotidianos en las relaciones familiares y amorosas. En este sentido, nuestra autora conecta con un sentir común a otras muchas mujeres de su tiempo que dejaron por escrito sus reflexiones acerca del matrimonio y sus obligaciones respectivas para los sexos.

Tanto Inés Joyes como Josefa Amar, y en otro contexto Mary Wollstonecraft, defienden con energía, por ejemplo, la dignidad y utilidad social de aquellas mujeres que, por decisión propia o por falta de un partido adecuado, no han contraído matrimonio15. Todas ellas reprueban la nula consideración en que se las tenía en su época, relegándolas a una suerte de vacío social y estrechamente vigiladas por la opinión, en contraste con la libertad de que gozaban los hombres solteros, e incluso de la tolerancia, para ellas escandalosa, con que se contemplaban las ligerezas de éstos.

Así, Inés Joyes insiste en su derecho de retrasar el matrimonio mientras carezcan de razonable seguridad sobre la conveniencia de aceptar a alguno de sus pretendientes, en lugar de tomar una decisión precipitada por temor a quedarse sin marido:

Pero, ¿qué precisión hay de que se casen? ¿Por qué se ha de mirar como desairada la que llegó al tiempo de ser lo que vulgarmente llaman Tía? Viven infinitos hombres (y aun muchos a quienes sobra el caudal para mantener con decencia una familia) largos años solteros, diciendo que no quieren perder su libertad, y que temen encontrar con mujer impertinente, celosa, tonta, etc. Y lo peor es que hay mujer que censurará a una pobre niña porque cavila y se detiene en admitir el partido que se le presenta».16



Es posible sospechar en este comentario el influjo de su propia experiencia, pues su hija Inés, que contaba 25 años en la fecha de publicación de la Apología, no se casaría hasta los 28, una edad relativamente tardía, y su hijo Juan no lo haría hasta los 53, tiempo después de la muerte de su madre. Pero sobre todo, estas observaciones muestran que, como otras escritoras, captó con lucidez la desigualdad que, también en este aspecto, distinguía a ambos sexos, y el modo, a su juicio excesivo, en que la identidad y consideración social de las mujeres quedaba vinculada, en mucha mayor medida que en el caso de los hombres, al matrimonio.

La voz de la experiencia resuena también en la posición adoptada por Inés Joyes, inusualmente explícita, sobre un tema que, por razones de decoro y propiedad, está prácticamente ausente o adopta, en todo caso, una presencia elusiva y eufemística en los escritos de ilustrados españoles: el de la moral sexual. De forma tajante, reprocha a médicos, pedagogos y moralistas de su tiempo que culpen severamente a las mujeres si no se adecúan al perfil de la madre abnegada, plenamente volcada en el cuidado de sus hijos, silenciando en cambio -lo que supone una implícita tolerancia- las infidelidades sexuales de los hombres. Lo hace al referirse a un tema que suscitaba grandes pasiones en su tiempo, la defensa de la lactancia materna frente al uso de nodrizas asalariadas, muy extendido entre amplios sectores de la sociedad:

Rara vez escriben las mujeres, y ya es asunto de moda entre los modernos eruditos escribir sobre la crianza física de los niños, sacando siempre la grave falta de las mujeres que no dan de mamar a sus hijos; pero ninguno he visto que toque la inhumanidad de los hombres que, habiendo vivido una vida desenfrenadamente viciosa, pasan sin escrúpulo a contraer matrimonio con una sencilla paloma, cuyo semblante a muy pocas semanas manifiesta la impiedad del que la ha contaminado, y de resultas a todos sus descendientes. No quiero extenderme más; harto he dicho, y ojalá me entendieran y me creyeran.17



Si en otros temas es fácil establecer puntos de contacto entre la Apología y otros textos contemporáneos, en esta cuestión de la moral sexual, y más explícitamente del problema de la transmisión por parte de los hombres de enfermedades venéreas a sus esposas, amparándose en la implícita tolerancia social hacia sus propias aventuras, la postura de Inés Joyes, por lo atrevida, no tiene paralelo. En el siglo XVIII, son relativamente raros en España los textos que, desde un punto de vista laico, tratan la moral sexual respectiva de mujeres y hombres; aquellos que lo hacen suelen cargar las tintas sobre la sospechosa relación entre las damas y sus cortejos, y sólo algunos censuran con severidad el adulterio masculino, como Jovellanos en su célebre Sátira a Arnesto. El tema nunca lo abordan las escritoras, particularmente cuidadosas en evitar cualquier asunto que comprometiera la respetable imagen de pudor y reserva que se exigía y se esperaba de ellas, por lo que el pronunciamiento inequívoco de Inés Joyes resulta original.

Doblemente original, podríamos decir, ya que plantea el tema de la doble moral sexual a partir de una crítica, también inusualmente directa y severa, hacia la forma en que el discurso de su tiempo trataba las obligaciones respectivas de madres y padres respecto a sus hijos. Se sitúa en el terreno de los médicos y reformadores, representantes de los nuevos valores del bienestar físico y moral y la utilidad social, y con sus propios argumentos, los de la salud, pone de relieve la contradicción entre los distintos esfuerzos de renuncia y moralidad exigidos de unos y de otras. Conocedora de los razonamientos desplegados en los tratados higiénicos y pedagógicos sobre las obligaciones de las madres en el cuidado de los niños, Inés Joyes muestra su más firme desacuerdo con ellos a este respecto. Si bien comparte la conveniencia de que los niños sean amamantados por sus madres, muestra al respecto una postura menos maximalista, mucho más flexible, abierta a considerar las posibles excepciones o casos contraproducentes y, sobre todo, se niega a censurar a las madres que, con buenas razones, se inclinen por emplear una nodriza: «Algunos que escriben de crianza empiezan poniendo todo su conato en persuadir a las madres a que alimenten a sus hijos con su propia leche. Tienen razón, pero no es justo traten de malas madres a todas las que no lo hacen»18. Resulta difícil, sabiendo que ella misma fue madre de nueve hijos, con nacimientos en ocasiones espaciados menos de dos años, no ver en la dureza con la que arremete contra los médicos que culpan a las mujeres por no dar el pecho a sus retoños un agravio personal: bien porque ella misma hiciera uso, siguiendo los hábitos propios de su tiempo, de una ama de leche para alimentarlos, o bien porque, de cualquier modo, le pareciese ofensiva y parcial la forma en que cargaban todos los deberes y todas las culpas en las madres, haciendo del gesto de amamantar un símbolo y una prueba de su dedicación o, por el contrario, de su negligencia y desinterés hacia sus hijos.

Inés Joyes capta así, con lucidez, hasta qué punto la defensa de la lactancia, con toda la vehemencia desplegada en la literatura higiénica y moral, constituía la clave de bóveda de una nueva idea de la privacidad doméstica que definía de forma exclusiva y absorbente las obligaciones de la maternidad. Entiende también que éste constituía, en buena medida, un discurso masculino y en cierto grado retórico y alejado de la experiencia, escrito por médicos e incorporado por los maridos que, tras persuadirse de las ventajas de la lactancia materna, en ocasiones podían obligar a sus esposas a adoptarla contra su voluntad: «Lo peor» -observa- «es que algunos maridos que leen los tales tratados, el primero, y a veces el único, punto a que se aficionan es ese, teniendo valor de ver a sus pobres mujeres pasar postemas de pecho, inapetencias y otros males, sin querer que se remedien». Insiste en que hay casos en los que, por mala salud de la madre, la opción por la nodriza es no sólo aceptable, sino incluso conveniente tanto para aquélla como para el niño. Yendo más allá, llega a sostener que a algunas mujeres de complexión débil, el esfuerzo de la lactancia les acarreó la muerte, y lo hace apelando a la experiencia directa: «yo he conocido algunas a quienes costó la vida»19.

Esa referencia directa responde al estilo de argumentación de los médicos, que se apoyaban en su experiencia profesional, citando casos concretos, para afirmar, por el contrario, que la lactancia materna estaba indicada incluso para mujeres débiles o enfermas, y que la renuncia a ella podía producir todo tipo de males, desde cáncer de pecho a esterilidad o muerte. Además de responder a los médicos utilizando, como ellos, la primera persona y el apoyo de la experiencia, la indignación de Inés Joyes sugiere que los casos por ella citados de mujeres muertas poco después de dar a luz (y cuyo fallecimiento atribuye, con razón o sin ella, a la lactancia) pudieron, tal vez, resultarle muy próximos y queridos. En la época, como es sabido, la mortalidad por complicaciones en el parto y el puerperio resultaba muy elevada, y conocemos que su hija María Josefa había muerto en 1790, a los 34 años, siendo seguida a la tumba por sus dos hijas pequeñas y dejando un niño también de corta edad, por lo que es posible que su muerte se produjera en tales circunstancias. En cualquier caso, la experiencia de Inés Joyes como madre y como mujer conocedora de la cotidianidad de la crianza, también la de sus hijas, amigas o conocidas, le lleva a defender que se considere la opción por la lactancia materna o por una nodriza como una decisión que deben tomar las propias mujeres de acuerdo con sus circunstancias concretas y su propio criterio moral: «Éste es ciertamente un punto que se debería dejar a la prudencia y conciencia de la misma que lo ha de sufrir»20.

En efecto, aunque encarezca la importancia y dignidad de la función educativa y moral de las madres, Inés Joyes, como otras escritoras de su tiempo, elude las tintas sentimentales con que la literatura de la época solía idealizar la relación maternofilial. Ser madre, para Inés Joyes como para la mayoría de sus contemporáneas, debió ser, sin duda, una experiencia muy importante en su vida social, familiar y afectiva21. Una responsabilidad desempeñada durante largos años, como casada y como viuda, que debió consumir buena parte de su tiempo y energías. Desconocemos si fue una madre al nuevo estilo, implicada de forma intensa y personal en la crianza y la educación de sus hijos, y si contó en esos menesteres con la cercanía o la complicidad de su marido. En cualquier caso, como hemos visto, Inés Joyes se resistió a definir la maternidad primariamente por la lactancia, y en su ensayo y en su propia vida parecer haber entendido sus obligaciones en otros términos: por ejemplo, en calidad de responsabilidad por la feliz y provechosa colocación de sus hijos e hijas en matrimonio y, en el caso de los varones, en vías convenientes de aprendizaje y promoción profesional, una labor que, como hemos visto, ejerció a conciencia, utilizando para ello sus contactos sociales y familiares. También como deber de tutela moral sobre el comportamiento de sus vástagos, incluso en la edad adulta. Así puede apreciarse en su testamento, otorgado en 1806, dos años antes de su muerte, en el que exhorta al entendimiento entre sus hijos y busca mejorar, mediante la donación de su ajuar personal, a la menor de las hijas, a quien considera en peores circunstancias materiales. Asimismo, la propia redacción de la Apología como una «Carta de la traductora a sus hijas», además de una fórmula literaria, parece también un gesto sentido y pensado: la transmisión de experiencias y reflexiones, a modo de consejos para la vida, a las dos que la sobrevivieron: Ana María e Inés.

En relación con los deberes de los progenitores, el tema de la educación de la infancia de ambos sexos ocupa también un cierto espacio en su ensayo, como corresponde a una cuestión que suscitó amplio interés en la literatura ilustrada, y sobre la cual sus lecturas y su dilatada experiencia como madre le permiten aportar interesantes matices y discrepancias. Inés Joyes comparte los principios clave de la moderna pedagogía que se iba abriendo camino en ambientes ilustrados, plasmándose en innumerables tratados, tanto originales como traducidos: la idea de que la educación debe comenzar casi con el nacimiento, por la importancia de los primeros años en la formación y socialización del individuo, la noción de que la principal responsabilidad concierne a los padres, a quienes se exige interés e implicación en la educación de sus hijos, o el valor acordado a la educación física y al cuerpo saludable como objetivos pedagógicos, junto con la instrucción moral e intelectual. En todos estos aspectos, se muestra al corriente y en sintonía con los autores que, desde Locke a Josefa Amar, pasando por Rousseau, marcaron las nuevas tendencias en el pensamiento pedagógico de la época. Como madre de familia, Inés Joyes ratifica desde su propia experiencia ciertos principios contenidos en esos tratados, por ejemplo los relativos a la importancia crucial de la primera infancia en la formación física, moral y emocional: «¿Quién ha manejado niños que no haya observado que al año o antes empiezan a discernir, y si se les riñe por algo, se acuerdan, o si los celebran repiten aquellas monadas con gracia?»22.

Sin embargo, también desde su experiencia rectifica, con buen sentido, las interpretaciones en exceso literales del conocido principio de que los padres debían ser los maestros de sus hijos, desmontando la retórica pretenciosa de muchas de esas obras, desde la prudencia y el realismo de quien conoce las dificultades, los límites y los inconvenientes de la práctica educativa. Así, por ejemplo, frente a las grandilocuentes llamadas, comunes en tantos escritos sobre educación, a que los padres fuesen los únicos maestros de sus hijos, constata lo imposible que es cumplir con esa función para la mayoría, carentes de la formación y el tiempo necesarios: «No pretendo por esto que sean los padres sus únicos maestros, pues aunque muchos lo dicen y lo escriben, la práctica hace ver su imposibilidad»23. Por el contrario, precisa que, si bien a ellos les correspondía supervisar el proceso educativo y dirigir su formación moral, habían de contar con la ayuda de profesionales que les impartieran la formación intelectual pertinente. Asimismo, se hace eco, como hiciera Josefa Amar, de las dificultades prácticas de encontrar maestros adecuados, más aún en localidades pequeñas, como aquélla en la que vivió gran parte de su vida y vio crecer a sus hijos24.

La voz de la experiencia se deja oír también en su texto al abordar un tema habitual en el pensamiento y la escritura moral de las mujeres, desde el Tratado de la vejez de Mme. de Lambert en Francia al Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790) de Josefa Amar o las Cartas selectas (1800) de Rita Caveda en España: el de los años finales de la vida25. En efecto, como éstas y otras escritoras supieron captar, la vejez era una etapa que podía resultar especialmente dura para las mujeres, en la medida en que en ellas se valoraban, más que en los hombres, los atractivos físicos que se desvanecían con la edad. Por ello, muchas advierten a su sexo de la conveniencia de prepararse durante todo el curso de la vida para encontrar en ese periodo la mayor serenidad y felicidad posibles. Si una mujer frívola, poco inclinada a la reflexión, acostumbrada a buscar los elogios de los hombres y murmurar de las otras mujeres se sentirá desgraciada en la vejez, aquélla que ha cultivado su pensamiento, cuidado su relación con las otras mujeres y basado su existencia en valores sólidos se hará acreedora, en la edad avanzada, al respeto y simpatía de los demás y gozará de la paz de ánimo que le permitirá disfrutar los placeres tranquilos del momento: la lectura, la reflexión, la amistad y la conversación racional. Cercanos ya los 70 años, es posible que esa visión de la razonable felicidad de la edad madura, conseguida a partir de un esfuerzo consciente a lo largo de toda la existencia, concordase hasta cierto punto con las propias vivencias de Inés Joyes.

La reflexión sobre el matrimonio, la maternidad, la educación de los hijos o la vejez constituyen, así, aspectos centrales de la Apología en los que es posible apreciar, a partir del conocimiento de las circunstancias personales y familiares de su autora, la huella de una experiencia propia vinculada con su curso de vida26. Sin embargo, sería erróneo deducir que el suyo es un discurso circunscrito o limitado a los temas de la vida privada. Por el contrario, incorpora también, de manera constante, los ámbitos más amplios de las relaciones, la sociabilidad y el intercambio cultural como ingredientes necesarios en las prácticas, ocupaciones e inquietudes de las personas distinguidas de ambos sexos. Su ejemplo, como otros, viene a desmentir así la que la división sexuada entre «público» y «privado» en los discursos de la época, que asignaban a las mujeres una especial responsabilidad en la construcción de lo doméstico, se tradujera a finales del siglo XVIII en una escisión profunda o absoluta en las prácticas de vida. En efecto, Inés Joyes, que como la mayoría de las mujeres de su tiempo y su clase, no tuvo una presencia pública en instituciones culturales oficiales, o en asociaciones benéficas y reformistas, menos aún una relación con la política cortesana, vivió y concibió la vida de las mujeres no estrictamente ceñida a la domesticidad, sino abierta a prácticas más amplias de relación e interacción social: las de la civilidad, la conversación y la cultura.

Así, como mujer que, pese a llevar una vida discreta, debió frecuentar los círculos de sociabilidad propios de su entorno, se muestra conocedora y aguda crítica de las actitudes y temas de conversación allí suscitados. La vemos censurar, con gracejo, la vanidad de los hombres que buscan impresionar a las damas cuidando su aspecto no menos que ellas y, con más indignación, la malicia de aquellos que, tras intentar captar su atención, las critican a sus espaldas si los ignoran: «el más despreciable pisaverde, después que se ha estado esmerando en atraerse la atención de un concurso de damas, sale de allí y a todas, una por una, las ridiculiza»27. Lamenta también la cháchara vacía de muchas mujeres que, limitadas en su formación y aspiraciones, no tienen otros temas de interés más allá de los puramente domésticos o los limitados a la apariencia y la moda, y contemplan con resentimiento a aquellas con otras inquietudes y gustos intelectuales más elevados: «Hay en una sala seis u ocho señores y otras tantas señoras, y si se suscita alguna conversación racional habrá tal vez alguna que guste de ella, pero las más, o empiezan a bostezar, o suscitan entre sí algunos de los asuntos caseros y frívolos que he apuntado, y no dejan de mirar con algún ceño a la que se arrimó a los señores, porque, como están en posesión de ser ignorantes, les hace sombra la que no lo es»28.

Recorre su texto un interés, muy propio de la época, por los intercambios intelectuales y las relaciones sociales, considerados como ingredientes esenciales de la vida civilizada29. De ahí su insistencia en la importancia de la «conversación racional», una de sus expresiones más repetidas y muy habitual en su época: un arte de la palabra y del intercambio en el que las buenas maneras se combinen con la seriedad y utilidad de los temas, y que entiende como necesariamente mixto. Las mujeres, según su criterio, no deben contentarse con los temas banales a que su educación y las convenciones sociales por lo común las relegan, sino que deben aspirar a departir en los escenarios de encuentro social, entre sí mismas y con los hombres, sobre cuestiones serias y relevantes, demostrando así su saber y su buen juicio, por lo que deben prepararse intelectualmente para ello a través de la lectura y la reflexión. A ese objetivo van dirigidos, en buena medida, sus consejos sobre la educación de su sexo, que, configuran un modelo de comportamiento esencialmente laico y orientado a la vida social: el de mujeres que, sin abandonar la necesaria modestia, sepan tratar y relacionarse con los demás y realizar aportaciones sustanciales a la conversación. En sus palabras podemos intuir su amargura y la de tantas mujeres cultivadas que con frecuencia, sobre todo en sociedades reducidas como aquéllas en las que ella vivió, no encontraban complicidad, sino envidia, entre las de su sexo, alejadas muchas veces de su formación e inquietudes intelectuales. Por ello tendían a buscar más bien la compañía y el reconocimiento de los hombres, para hallar con frecuencia en éstos, como en aquéllas, actitudes despectivas hacia la «bachillería» o las «bachilleras», calificativos con los que se denigraba en el siglo XVIII el afán de saber en las mujeres y que, por la insistencia con que aparecen en la Apología, podemos pensar que Inés debió escuchar más de una vez veces dirigidos a sí misma.

Testigo, como toda su generación, del desarrollo de nuevos aires, con mayores libertades en el trato entre hombres y mujeres, censura algunas de sus manifestaciones desde una actitud de exigencia moral; sin embargo, no carga las tintas en la «corrupción de las costumbres» ni la contrapone a una visión idealizada de los rectos hábitos del pasado. Y es que el balance de los cambios resulta, a su juicio, positivo, desde una noción implícita y muy ilustrada de progreso que la lleva a apreciar los tiempos en que vive como más favorables al saber y a la civilización de las costumbres, para la sociedad en su conjunto y también para las mujeres. La suya no es una opinión conservadora que deplore las nuevas libertades, sino lo que podríamos llamar una crítica ilustrada a la Ilustración, que no se contenta con los cambios habidos, sino que denuncia las limitaciones en la educación de las mujeres y la resistencia a reconocerles plena capacidad racional con todas las consecuencias como frenos al progreso global de la sociedad.

Así pues, la vida y obra de Inés Joyes arrojan luz sobre una paradoja: el hecho de que uno de los más atrevidos e interesantes ensayos sobre la condición de las mujeres escrito en el siglo XVIII, en profunda conexión con otros textos contemporáneos, españoles y extranjeros, surgiese de la pluma de una mujer de vida discreta y provinciana, cargada de obligaciones familiares. Ello demuestra que la experiencia, convertida en materia de reflexión, pudo ser muy bien una clave fundamental a partir de la cual ella interpretara sus lecturas y articulase su pensamiento (y también a la inversa). Más allá de la habitual identificación de lo privado con lo doméstico, con el mundo de puertas adentro, de la familia y los sentimientos, y de lo público con el ámbito de la política, la existencia y la reflexión intelectual de esta mujer de letras, como las de otras de sus contemporáneas, discurrieron en espacios cuyo significado resulta más complejo y ambivalente. En el terreno de la familia, que ellas habitan, perciben y significan de formas múltiples: como lugar de aprendizaje y de solidaridades entre parientes, ámbito de responsabilidades en las estrategias matrimoniales, de ascenso social y transmisión de patrimonio material e inmaterial, espacio de desigualdades entre los sexos que, hasta cierto punto, asumen como necesarias y aun convenientes, pero que en muchas ocasiones sienten en carne propia y, llegado el caso, denuncian. También en otros terrenos y prácticas sociales, como las alianzas e influencias, las formas de sociabilidad, los rituales de la distinción, el intercambio cultural e incluso la escritura y la publicación. Precisamente, la forma en que, en los escritos y en la vida de muchas de ellas, se combinan y se negocian esas múltiples funciones, significados y elementos constitutivos de la identidad personal y social, nos alertan y nos instruyen sobre el error que sería presentar a nuestras antepasadas circunscritas y limitadas, en su existencia cotidiana, al mundo de la familia, y éste a una engañosa y estanca «esfera privada».







 
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