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Escrito a sangre fría

Artículos y ensayos sobre cine y literatura


Mariano Sánchez Soler




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Los textos y su procedencia

  • Un psycho killer para un fin de milenio (Torpedo. Nº 4. Septiembre, 1991)
  • El verdadero nombre de Salvatore Lombino (Prólogo al libro Trampas, de Ed McBain. Ediciones B, 1991)
  • La muerte de Orson Welles no hizo llorar a Hollywood (Tiempo, 22 de octubre de 1985)
  • La carcajada de Donald Westlake (Prólogo al libro Amante muerta no hace daño, de Miguel Agustí. Ediciones B, 1989)
  • La última victoria de Samuel Fuller (Prólogo al libro Mi nombre es Quint, de Sam Fuller. Ediciones B, junio 1989)
  • Huellas de la Guerra Civil española en el cine norteamericano (Conferencia en la Universidad de Alicante, noviembre 2000)
  • Acabaron los tiempos de la sonrisa tontorrona (La Verdad Socialista. Verano 1980.
  • Imagen y sonido. Reseñas del cronista adolescente (La Guía de Alicante, 1978-1979.
  • Alma de jazz. Texto del programa de mano para un recital de Michele McCain, en el teatro Juan Bravo, de Segovia)





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Un Psycho Killer para un fin de milenio

En 1988, remataba -nunca mejor dicho- mi libro Los crímenes de la democracia, en el que analizaba los hechos criminales más notorios de la convulsa década 1975-85. Se trataba de una visita literaria e histórica a «nuestros» asesinatos más singulares y sangrientos, movidos por la pasión es decir, el sexo, el dinero o la política, y que habían marcado la transición y la instauración democrática en España.

En un austero despacho de paredes blancas, charlé durante largas horas, a magnetófono abierto, con el doctor José Antonio García Andrade, psiquiatra vinculado al ministerio de Justicia, con más de treinta años de experiencia profesional y varios libros de criminología a sus espaldas.

-Doctor -pregunté-, ¿hay criminales que maten sin motivo?

- El enfermo mental, el loco.

-¿Y los demás siempre actúan con un móvil?

-Siempre.

-Pero en algunos casos no se encuentra.

-Entonces se deberá a un defecto técnico de la investigación. Porque una de dos: o se está loco o hay un móvil. Incluso el criminal a sueldo sin ninguna relación personal con su víctima se mueve por dinero y cumple su contrato.

-¿Se podría diseñar un retrato-robot del criminal actual?

-Puede serlo cualquiera: usted o yo. No hay esquema ni perfil psicológico. Todo va a depender de las motivaciones, de las circunstancias y de una serie de elementos enormemente variable. Lo que sí puedo decirle es que cada sociedad tiene su manera de matar, aunque eso es otra cosa. Hoy en día las formas de matar son más sofisticadas. La técnica nos está invadiendo a todos.

-En el tránsito de la realidad a la ficción literaria, la locura como motor del crimen es siempre una simplificación y ofrece una polémica profunda. Por ejemplo, ¿acaso no puede ser considerado como móvil haber sufrido una infancia siniestra, en un ambiente familiar desintegrado que conduce al desequilibrio psíquico, a la desestructuración mental definitiva?

Si el sueño de la razón como escribió Goya en uno de sus caprichos produce monstruos, la vida urbana, con sus violencias ambientales, también los genera. Y entre los «monstruos» de la Ciudad, su máxima expresión es, sin duda, la figura del asesino «de mente enferma», el «psycho-killer» consagrado por la más negra de las literaturas norteamericanas. Vale la pena detenerse en una primera reflexión realista: la ciudad y el cerebro se llevan a matar.


El criminal menospreciado

Alimentándose en la siempre cuestionada realidad psiquiátrico forense, sin caer en el género terrorífico, el novelista negro tiene que llegar más allá a la verdad incluso si pretende un personaje complejo y no un simple monigote sangriento. Esta es la gran dificultad del arte.

El criminal, como personaje de la novela negra, jamás ha ocupado el sitio que se merece. A fin de cuentas, incluso el apocado Norman Bates -el famoso «psycho-killer» creado por Alfred Hitchcock en «Psicosis»- era menos importante que el personaje de su falsa madre. Ni el «Ripley» de Highsmith, el «Lou Ford» de Thompson o «El Sordo» de Ed McBain, con sus distintas cargas psicológicas, han conseguido garantizarle al asesino de características más o menos psicóticas, el lugar que se merece en nuestra literatura como encarnación -rutinaria- del Mal. Ya se sabe que el detective, el policía o la víctima, como personificación del Bien, incluso en su actual ropaje de antihéroe, resultan «más éticos».

En 1991, y en Nueva York claro, el personaje del «psycho killer» ha vuelto, renovado y actualizado, a las páginas de literatura con la novela American psycho, del joven escritor de 27 años Brett Easton Ellis. Su personaje se llama Patrick Baterman, y es un yuppie millonario, triunfador en Wall Street y graduado en Harvard, que comete sus asesinatos -como un pulcro y atractivo Mr. Hyde de maldad renovada- «sin móvil» y sin apasionamientos, como un símbolo rutinario de todas las lacras de una post-moderna sociedad industrial, capaz de generar sus «monstruos» integrados, criminales impunes por encima de toda sospecha.

Con su «psicópata americano», Ellis expone, en el escaparate frigorífico de una carnicería, el asesinato gélido y la tortura detallada, con amputaciones y descuartizamientos morbosos, de varias mujeres, niños, homosexuales y colegas suyos del mundo de las finanzas, desplegando, en cada nueva barbaridad, la xenofobia, el racismo contra negros, judíos y japoneses, la misoginia y el odio a los homosexuales.

Esta visión salvaje, violenta y pornográfica de la sociedad del éxito y el consumo, ha desencadenado el escándalo y la condena de numerosos colectivos ciudadanos, hasta tal punto que Ellis ha tenido que pasar prácticamente a la clandestinidad, al estilo de Salman Rushdie. El Sistema reacciona como siempre ante la subversión, y trata de aplicar valores morales a una visión siniestra de esa locura, ese desdoblamiento, que puede ser la gran verdad del hombre de éxito: su cara oculta.

A fin de cuentas, el «psycho-killer» Batterman no es más que la encarnación del Mal en una ciudad como Nueva York, donde te pueden cortar a plena luz del día el dedo de cuajo para robarte un anillo de latón. Su figura no deja de ser una terapia de todos los horrores que nos ofrece el «modo de vida» actual.

Su «locura asesina» -que también es la nuestra, aunque todavía se mantenga en estado latente o adormecida a la espera de una oportunidad- sí tiene un móvil, incubado en su cerebro como una respuesta salvaje: destruir la sociedad de consumo y barbarie que le ha elegido, luminosa y egocéntrica, como uno de sus máximos beneficiarios.

Escribió Jean Paul Sartre: «La creación deliberada del Mal, es decir, «la falta», es aceptación y reconocimiento del Bien; le rinde homenaje y, al bautizarse sí misma como mala, confiesa que es relativa y derivada, que sin el Bien no existiría». También lo dijo Georges Bataille: «Si la intensidad luminosa del Bien no diera su negrura a la noche del Mal, el Mal dejaría de ser atractivo. Esta verdad es difícil. Hay algo en ella que irrita a quien la escucha».

Y aquí estamos para irritar, contagiados por las psicosis de nuestros personajes, reunidos como cada año en Gijón, los «Norman Bates» de la novela negra. Nosotros que, mientras regentamos un motel sin futuro, desdoblamos nuestra personalidad vestidos como nuestra madre, la literatura policial, para salir a las páginas de los libros con la psicótica intención de rebanarle la yugular al Sistema antes de que se duche.






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El verdadero nombre de Salvatore Lombino

«La ciudad se extendía como un centelleante nido de gemas extrañas. (...) Los edificios eran un decorado. Miraban hacia el río y resplandecían con un brillo fabricado por la mano del hombre, y uno los miraba con reverencia y contenía la respiración. Detrás de los edificios, detrás de las luces, estaban las calles. Y había basura en las calles».

Así comenzaba la primera novela de EdMcBain, Cop Hater (Odio), escrita por Evan Hunter cuando tenía treinta años. Corría 1956, el corazón de una década dominada por la caza de brujas maccarthysta, la guerra fría y la propaganda gubernamental del american way of life. Salvatore Lombino, nacido en Manhattan el 15 de octubre de 1926, se había convertido legalmente en Evan Hunter, a los 26 años, cuando ya tenía escritas sus primeras novelas de éxito. En 1954, el año en que yo nací en una pequeña ciudad del Mediterráneo, Lombino Hunter obtuvo su primer best-seller con The blackboard jungle (La jungla de pizarra) y había comenzado una prolífica carrera literaria bajos los nombres de Richard Marsten, Hunt Collins, Curts Cannon y Ezra Hannon. En este despliegue de identidades, Salvatore Lombino quedaba prácticamente reducido al chiste que aparece en una de sus novelas: Lombino's Best Pizza, el nombre de una pizzería de la ciudad imaginaria de Isola (isla, en italiano), sacada de su Manhattan natal.

De los seis nombres de Lombino, me quedo con Ed McBain. Nombre que comparte Lombino con el personaje de un traficante de armas que aparece en el último filme de Michael Curtiz, Los Comancheros (1961), y cuya identidad usurpa a la manera de Lombino- el héroe John Wayne para engañar a los indios. Qué curiosa coincidencia y cuántos espejos. Ed McBain nació para crear la comisaría del Distrito 87, una historia coral desarrollada en medio centenar de novelas, y las andanzas del abogado Matthew Hope (en aventuras de reminiscencias clásicas bajo títulos como La bella y la bestia y Gatita con botas) Con el tiempo, McBain ha devorado a Hunter y ha creado, a su manera, un clásico de la novelística norteamericana actual.

Como escritor de novela negra, he de reconocer que padezco «el hechizo» del maestro McBain. Desde que descubrí Odio he buscado sus obras editadas en nuestro país. No son demasiadas. Además de las ya citadas, en nuestras librerías pueden encontrarse: Veneno, la más reciente, Pasma, Ojo con el Sordo, Hielo, Calor, Relámpago, Saludos al jefe, A mano armadas, Calipso mortal, Hasta que la muerte..., El ritual de la sang y El pispa ambas en catalán-. Poca cosa para un autor tan prolífico, pero una muestra suficientemente representativa que abarca más de treinta años, desde 1956 hasta 1987.

Cuando, recién cumplidos los treinta años, decidí escribir mi primera novela, tomé varias decisiones: retratar esta sociedad con métodos realistas, no caer en el ensimismamiento de la literatura actual y sacar «los trastos» a la calle; contar historias; reflejar la ciudad y el alma humana a través del quehacer literario. Por mi trabajo como periodista de sucesos conocía muchos episodios y personas que podrían dar a mi primer libro una gran riqueza de personajes y verosimilitud. Ante mí, diariamente, desfilaban jueces, fiscales, policías, atracadores, presos, burócratas, sindicalistas, comisarios, sinvergüenzas con y sin pistola, arribistas de despacho, políticos, estafadores... Toda la fauna que, en esencia, rodea al crimen. Por esa razón, mi primera novela, Carne fresca, pertenece al género negro. Basada en muchas cosas que «sabía» de primera mano, por sus páginas desfilan personajes inspirados en personas reales aunque con nombres y fisonomías distintas. Esta elaboración supuso para mí una verdadera reflexión. Escribí una novela policíaca con policías españoles «de los de ahora», y sin saberlo, antes de leer a McBain, llegué a las mismas conclusiones que el novelista de Manhattan, con la misma edad que él cuando escribió su primera novela, pero treinta y dos años más tarde, cuando McBain atesoraba una obra inmensa en su bibliografía.


El procedimiento

Una historia criminal se escribe al final de un largo camino lleno de preguntas insignificantes en apariencia: ¿Se debe tomar una pistola con un pañuelo? ¿Qué polvos utiliza la policía para recoger las huellas? ¿Cómo y dónde se realiza una autopsia? ¿Qué pinta el juez en un levantamiento de cadáveres? ¿Qué marca y calibres usa la policía? ¿Se puede interrogar a un detenido sin la presencia de un abogado?... Saber todas estas «cuestiones de funcionamiento», conocer las leyes vigentes, haber asistido a la vista oral de un juicio, leer sentencias... Entender la trascendencia de palabras como «nocturnidad», «alevosía», «cuadrilla», o la diferencia entre robo con homicidio y robo con fuerza en las cosas... ¿Qué distingue al homicidio del asesinato? No es cuestión de relatar un manual de funcionamiento, se trata de «conocerlo» para no escribir bajo la influencia de los tópicos televisivos, de las viejas novelas obsoletas, sino de una «visión directa» de la realidad. La documentación previa, exhaustiva, es una de las aportaciones más importantes de escritores como Ed McBain y una de las características fundamentales de los novelistas profesionales de la actual novela negra norteamericana. Algo que, a mi modesto entender, ha faltado en la novela negra española.

McBain Lombino es el máximo exponente de la corriente denominada police procedural; el subgénero del procedimiento policial basado -como el propio autor escribe en todas sus novelas del Distrito 87- «en procedimientos reales de investigación». La rutina policial mueve a sus personajes en su quehacer cotidiano, mientras sufren y sienten las miserias y las grandezas de su vida personal, sentimental, urbana. El grupo de policías del Distrito 87 se mueve en «el procedimiento», pero cada uno de ellos tiene vida propia, inquietudes, manías, taras psicológicas. Movidos como un personaje coral, estos detectives son profesionales, no héroes ni defensores de la moral y la sociedad tradicionales en una cruzada contra el crimen. Simplemente «trabajan» como policías rodeados por la «basura» de las calles, utilizando su lógica y sus cono cimientos rutinarios para descubrir al asesino. La propia visión de su trabajo es, desde la primera novela del Distrito 87, ruda y desencantada. Así lo explica uno de los inspectores: «Todo lo que necesitas para ser detective es un par de piernas fuertes: una gran obstinación. Las piernas sirven para llevarte a todas las pocilgas que debes visitar; la obstinación, para no mandarlo todo al diablo. Sigues cada pista mecánicamente, si tienes suerte, una de ellas es buena. Si no la tienes, no pasa nada. (...) No se necesita mucho cerebro para ser policía».

Ahí están, Steve Carella, honrado y escéptico; Meyer Meyer, judío y acomplejado; el «conquistador» Cotton Hawes, el judoca bajito Hal Willis; el enamoradizo Bert Kling, que empezó de agente uniformado; Eileen Burke, la mujer policía violada por el criminal que trataba de detener; Richard Genero, el teniente Barnes con su hijo drogadicto... McBain rescata el desencanto y la dureza del clásico detective hard-boiled (Marlowe, Spade, Archer...) mientras explica, con didactismo ameno, los métodos de investigación que emplea verdaderamente la policía.

Los personajes de la comisaría del Distrito 87 son, sin duda, un retrato de América, testigos excepcionales y en primera fila del auténtico American way of life. Ellos ven y trabajan en el peor reflejo de su sociedad: el crimen, la delincuencia, los bajos fondos, la miseria urbana. Ningún tema se les escapa: las bandas de delincuentes (Saludos al jefe); la violación y el aborto (Relámpago); la prostitución (Veneno); el parricidio (Odio); la locura (Ojo con el sordo); el psicópata capaz de matar a un cantante de calipsos (Calipso mortal); la delincuencia singular de personajes perversos, astutos y fascinantes como Clifford, que realizaba reverencias a sus victimas después de darles una paliza (El pispa), el tráfico de drogas, la infidelidad conyugal como antesala del crimen...

El delincuente es el otro gran protagonista de este universo sórdido, relatado con un lenguaje conciso, lleno de matices e ironía. El policía y el delincuente, frente a frente, constituyen una simbiosis precisa. «Si algo comparten conjuntamente los policías: los delincuentes -escribe McBain en una de sus novelas- aparte de las relaciones simbióticas que posibilitan sus respectivos oficios, es el sentido del olfato, que les dice cuándo alguien está asustado. Tan pronto como captan el olor, los policías: los delincuentes se convierten en fieras de presa, listos para destrozar una garganta~ devorar unas entrañas.»

Ante la visión del crimen, Steve Carella no tiene pensamientos maniqueos, sino profesionales. «Por favor, que no se trate de un loco - suplica el personaje-. Por favor, que sea un individuo normal el que los mató, por un motivo plausible.»




Los últimos policías

Esta característica de los policías de McBain tiene una gran Importancia para la actual novela criminal española, sin ninguna tradición en cuanto a literatura policíaca por razones obvias. Durante décadas, la policía en nuestro país siempre estuvo al servicio «político» del poder autoritario; difícilmente podía imaginarse a un inspector de izquierdas, que respetara los derechos constitucionales de los detenidos y que investigara con métodos modernos y no a golpes. Hasta que el sistema democrático se ha estabilizado en nuestro país, los policías de base difícilmente podían ser los protagonistas de una novela que no fuera reaccionaria. Hoy, tal posibilidad existe, aunque al enfocarlo -según mi apreciación- ocupa un lugar preferente el tema de la corrupción policial; algo que en Estados Unidos, por ejemplo, es ya un tema «viejo».

Los sindicatos policiales españoles son ya organizaciones de masas, algunos comisarios están afiliados al partido socialista y existe una nueva promoción de inspectores que no tienen el tufillo antidemocrático de antaño. En España, además, los policías son los únicos personajes que tienen acceso a la investigación criminal. Nadie, excepto ellos, puede investigar un asesinato. La figura del detective privado surge en la novela policial española más por un proceso de mimetismo hacia la norteamericana que por una existencia «real» en nuestra sociedad. Los «huelebraguetas» españoles se dedican a cazar maridos infieles y a realizar espionaje industrial encubierto. Muchos de ellos son expolicías de filiación política ultraderechista o agentes en activo a la búsqueda de un sobresueldo.

Los dos personajes que, según mi punto de vista, tienen alguna entidad en la novela criminal española son esos inspectores jóvenes que conviven con los restos de otra generación, y los delincuentes, con su élite de atracadores al frente. Ambos personajes conectan con el universo de McBain y enlazan de alguna manera con la mejor novela picaresca española, el género de aventuras, y la épica social y crítica de otros siglos. A estas conclusiones (desarrolladas en mi segunda novela, Festín de tiburones) llegó mucho antes el maestro McBain. Como siempre pasa en la literatura y en la vida, llueve sobre mojado.

Muchas de sus novelas han sido llevadas al cine. Él mismo fue guionista de Hitchcock en la película Los pájaros; también la televisión le debe algunas de sus mejores producciones. La ya clásica serie Hill Street Blues es una copia, no confesada (para escamotear el pago de derechos del autor) de la comisaría del Distrito 87. El propio McBain ironiza sobre este plagio no declarado: el capitán Furillo es italiano con una «r» y dos «1» en su nombre como Carella. Meyer Meyer se parece a Goldblum -judío y calvo-; el policía corrupto de televisión, Charlie Weeks, es un sosias del mcbainiano Ollie Weeks... La ciudad imaginaria de la Costa Este norteamericana que aparece en Hill Street es idéntica a la «inventada» Isola de McBain (una mezcla de Nueva York y Chicago). Muchas historias de la serie televisiva parecen sacadas directamente del universo policial del Distrito 87. Ed McBain lo pone en boca de dos de sus personajes en Relámpago:

-Me tiene preocupado de verdad lo mucho que Hill Street Blues se parece a nosotros. En serio, Meyer, nosotros somos polis de verdad ¿o no?

-Yo diría que sí, que somos polis de verdad, en efecto dijo Meyer.

-Y esos fulanos son una invención, que usan nombres que se parecen a los de los polis «de verdad» en una ciudad «de verdad». No es justo, Meyer.






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La muerte de Orson Welles no hizo llorar a Hollywood

«Una película no es nunca buena si la cámara no es un ojo en la cabeza de un poeta»,


dijo el joven Welles.                


La última aparición pública, perturbadora y casi cinematográfica, de Orson Welles que recuerdo se debió a un spot publicitario de la televisión. Entre serpentinas navideñas, el viejo niño prodigio, con una copa burbujeante en la mano, anunciaba un cava catalán, mientras en un castellano rudimentario decía: «Soy Orson Welles, felices fiestas con...». El corpulento Welles alzaba su copa y sonreí a con la misma malicia con que su inolvidable personaje Harry Lime, de El tercer hombre, justifica la matanza que él mismo había organizado, comparándola con la banalidad del reloj de cuco. Todos vimos al Welles joven de aquella famosa película. Basta recordarlo huyendo por las alcantarillas de Viena, perseguido por su amigo Joseph Cotten y muriendo.

En sus últimos años, el maduro Orson Welles, llegando incluso más lejos, se complacía de su propio tonelaje, su obesidad era la bandera de su saber vivir, la prueba de su amor confeso a los vinos españoles y a la buena mesa. ¿Qué otra cosa mejor puede hacer un artista cuando a los veinticinco años ha revolucionado el cine moderno? Saber vivir y acostumbrarse a ser leyenda en vida ha sido la consigna de este superdotado que, el 10 de octubre de 1985, fallecía de muerte natural en su casa de Los Angeles, a los setenta años; tras una recientes dolencias cardíacas y diabéticas generadas por la obesidad y los años. Como el protagonista de Ciudadano Kane (1941), su primera y principal obra maestra, Orson Welles ha muerto en su propia cama, durante la noche, sin alardes y quién sabe si pronunciando el gran misterio de su vida con una palabra tan mágica como Rosebud, el trineo perdido de Charles Foster Kane.

A diferencia de la gran parafernalia desplegada por Hollywood ante la desaparición de su dócil Rock Hudson, la muerte de Welles no ha movido la tierra y la industria ha reaccionado con indiferencia, mientras en Europa algunos se rasgaban las vestiduras. El propio cineasta fallecido, refiriéndose a las vicisitudes que envolvieron el rodaje de Ciudadano Kane, lo había declarado a los periodistas: «Mis problemas con Hollywood empezaron antes de que yo llegara allí. El verdadero problema era el contrato de absoluta carta blanca que me firmaron antes de ir. En aquel momento se montó una especie de máquina contra mí y nunca me he recobrado de aquello, porque jamás he logrado un enorme éxito de taquilla. En el momento que uno logra ese éxito, todo se lo perdonan.»

Welles jamás perteneció a la fábrica provinciana y hortera de fabricar Oscars; fue un artista critico, izquierdista e independiente. «Lo malo de las izquierdas americanas -declaró- es que han traicionado para salvar sus piscinas». Dirigió, escribió e interpretó sus propias películas, lo que en el mundo del cine se denomina Trinidad. Su genio indómito hacia la industria hollywoodiense es ya una leyenda. Por ello Hollywood le expulsó del paraíso, cerrándole sus puertas durante los últimos treinta y dos años de la vida de Welles. Una leyenda sólo compartida, en décadas anteriores, por el gran Erich von Stroheim, autor de Avaricia y uno de los grandes innovadores del arte cinematográfico junto a David Ward Griffith, Creador total, Von Stroheim tuvo que emigrar a Europa y ganarse la vida como el malo de innumerables películas mediocres; en los carteles se anunciaba como «el hombre que a usted le gustaría odiar». La envidia de Hollywood hacia el verdadero talento quizá le había dado la idea. «En nuestra jerga -explicaría Stroheim- «trinidad» significa que guionista, director e intérprete están conjugados en la misma persona. (...) Es un trabajo gigantesco. De hecho, el productor Welles ha permitido sin protestar, al director Welles realizar el proyecto del guionista Welles, y hacer lo que quería el actor Welles».

Para los mercachifles de la Fábrica de Sueños, la venganza de Orson Welles ha sido demasiado terrible. Cuando en Francia dirigió El proceso (1962), basado en el libro de Kafka, el crítico norteamericano Andrew Sarris escribió un comentario que hoy, ante el desolador panorama cinematográfico norteamericano, parece una profecía cumplida: «El que Welles sea todavía, indiscutiblemente, el más joven (cuarenta y siete años) de los grandes directores americanos es un síntoma de la decadencia de la industria en su conjunto. Se puede afirmar ahora que los filmes de Welles son menos americanos que europeos y que dentro de diez años más o menos puede que no haya cine americano de gran significado artístico.» Los hechos le han dado la razón. Como botón de muestra, basta mirar las carteleras con sus monstruitos, sus rambos y sus niños repelentes.

El engranaje cinematográfico americano provocó la fuga de uno de sus mejores y más incómodos cerebros, el exilio del hombre que transformó el cine. «Si los años treinta pertenecían a la gracia sutil de Lubitsch (austriaco de nacimiento), los cuarenta pertenecen a la resurrección wellesiana» de las portentosas angulaciones -añade Sarris-. La década de los argumentos dejó paso a una década de temas, y el cine americano perdió para siempre su inocencia». Porque, en palabras de Georges Sadoul, «Welles revolución o la técnica del film, volviendo a utilizar medios ya conocidos decorados con techo, imágenes en claroscuros, planos secuencia, profundidad de campo, vuelta atrás, etc.-, pero uniéndolos para darle un sentido nuevo. Faltaría algo al cine de no haber existido este niño prodigio a quien le gustaba caracterizarse de viejo».


El «enfant terrible»

El culpable ha sido este superdotado que desde su infancia siguió el camino del enfant terrible. George Orson (Nombre recibido como homenaje a sus antepasados italianos) Welles vino a este mundo el 6 de mayo de 1915 en Kenosha (Wisconsin), cerca de Chicago. Su padre, inventor e ingeniero, contaba sesenta y cuatro años cuando él nació . Su madre, Beatrice Ives, era una pianista famosa, amiga de Stravinski y Ravel, que había sido encarcelada en alguna ocasión por defender el derecho de las mujeres al voto. Según la leyenda, a los dos años, Orson hablaba como un adulto, a los tres leía perfectamente; a los cinco adaptó una obra teatral de Shakespeare para representarla en su teatro de marionetas. A esa edad sabía ya de memoria muchas piezas del gran dramaturgo inglés y escribí a novela y poesía, también elaboró un ensayo sobre la historia universal de la tragedia.

En 1932, un Orson Welles de diecisiete años llegó por primera vez a España. El mismo lo ha contado: «Estuve tan sólo en el sur, en Andalucía. En Sevilla vivía en el barrio de Triana. Escribía novelas de detectives: empleaba dos días en hacer eso y ganaba trescientos dólares. Con ese dinero yo era un gran señor en Sevilla.»

Según confesó el cineasta, el virus de los toros se apoderó de él, arrastrándole incluso al toreo. «Pagué los derechos de principiante en varias corridas y pude, así, debutar. En los carteles me llamaban "El Americano". Mi mayor emoción fue poder practicar el oficio de torero tres o cuatro veces sin pagar. Pero enseguida descubrí que aquello no era lo mío.»

Son los años del artista cachorro, el joven impetuoso, valiente, capaz de hacerse pasar por un gran actor de Broadway -a los dieciséis años- para conseguir actuar en un teatro irlandés. Welles siempre cultivó su imagen de niño prodigio y se complacía en ella. No poseía ningún interés en ocultarla. De regreso a Estados Unidos, antes de que estallara la guerra civil española, se introdujo en el mundo neoyorkino de la radio y el teatro. Fundó el Mercury Theatre, y en 1937 montó el famoso Julio César antifascista, en el que el protagonista vestía el uniforme de Mussolini. Tiempo más tarde, recordando esta época, afirmó: «Si me hubiera quedado en España habría luchado por la República, y ahora estaría muerto. »

El 30 de octubre de 1938, a las ocho de la tarde, emitió su mítica adaptación radiofónica de La guerra de los mundos, de H. G. Wells. Con ella puso a Norteamérica patas arriba, sembró el pánico entre la muchedumbre e inauguró una nueva y revolucionaria manera de concebir la radio. Los marcianos estaban invadiendo realmente la mente atemorizada de miles de americanos que se lanzaron a la calle huyendo de una ficción real como la vida misma.

Después, en 1940, vino el contrato cinematográfico de la RKO, cuyo fruto sería Ciudadano Kane. Por primera vez en Hollywood, un cineasta conseguía total libertad creativa para realizar su obra, sin que los todopoderosos productores pudieran inmiscuirse en su trabajo. Aquel casi adolescente Orson Welles pisó por primera vez entonces un estudio cinematográfico y exclamó: «Este es el más hermoso tren eléctrico que un muchacho haya podido jamás soñar.» Se enfrentaba a una cámara de cine, mostrándola, admirado, a sus compañeros del grupo Mercury, que la miraban con horror, como corresponde a ortodoxos artistas de teatro. Welles supo sacarle a la cámara un rendimiento inusitado, mandando que le fabricaran incluso lentes nuevas para posibilitar los encuadres que él, alardeando de sus dotes para el dibujo, diseñaba sobre un papel. Hollywood no podía permitirlo y, precipitadamente, arrebató a Welles su tren eléctrico. Su segundo filme, El cuarto mandamiento (1942), fue mutilado por el estudio, y le rescindieron su contrato. A partir de entonces, Welles volvería a ser un prodigio errante. Desde vikingo hasta mongol, pasando por director de cine homosexual, viejo marinero o personaje de Julio Verne. Orson Welles ha trabajado como actor en los más variados productos. Su gran humanidad y la imposibilidad económica de realizar sus ambiciosos proyectos, le condujo a la buena vida y a fomentar la amistad de las personas con quienes había actuado. La suya fue una larga espera.




Un genio marginado

La historia del arte moderno puede ya morderse los labios con rabia y con vergüenza. El mundo cinematográfico, tan dedicado al negocio por encima de la calidad, puede, en un arrebato de humildad, sentirse culpable. Orson Welles, dinamitado constantemente por los mercaderes, sólo ha concluido doce filmes esparcidos a lo largo de cuarenta años. La cultura de este siglo ha desaprovechado a uno de sus genios más modernos. Por eso, su muerte adquiere unos tonos vergonzantes. Este padre del cine, este revolucionario del séptimo arte, ahora elevado a los altares de los nombres incuestionables, realizó su último filme en 1973, cuando contaba cincuenta y ocho años, una edad de plenitud para un artista. Un dato escandaloso, si lo comparamos con otro gran maestro del cine, Luis Buñuel, que contaba ochenta años cuando finalizó su última película.

El número de proyectos inconclusos (entre los que destaca Don Quijote y Los hermanos Karamazov, de Dostoievski), los guiones jamás filmados y apilados en los cajones de su mesa, y las películas malditas o perdidas como The Deep y El otro lado del viento convierten al padre del cine moderno en un cineasta malogrado, maldito, olvidado durante los últimos diez años de su vida como mínimo. Esta factura habría que haberla pasado en el momento de su muerte, cuando todos dijeron sentir su desaparición física y se apropiaron hipócritamente del redescubrimiento de este genial niño prodigio, de quien dijo Jean Cocteau: «Es algo así como un gigante de mirada infantil, un perezoso activo, un loco sensato, un solitario rodeado de gente, un estudiante que se duerme en clase...» Y un creador que, como escribió André Bazín, «aunque hubiera defraudado las promesas contenidas en sus primeros films, éstos bastarían para su gloria»

En Fake (Fraude), la que fue su última película, un Welles pletórico realizaba su imprevisto legado artístico. En la cinta, el enfant terrible meditaba sobre la autenticidad del arte contemporáneo. Para ello hablaba de Clifford Irving, autor de la falsa biografía del multimillonario Howard Hugues; mostraba la obra del pintor Elmyr D'Ory, compuesta por centenares de cuadros atribuidos a Picasso y Modigliani, entre otros. «Yo, cuando pinto un Modigliani...», decía D'Ory. Para rizar el rizo, Welles citaba su Guerra de los mundos, con la que provocó el pánico. En una indómita lección de cine, narraba también la posible historia de amor entre Pablo Picasso y la última belleza wellesiana, Oja Kojac.

En 1974, los universitarios españoles tuvimos la suerte de poder ver Fake en su ambiente entonces natural: los cineclubs estudiantiles, donde respiraba una joven vanguardia que había crecido visionando, una y mil veces, los filmes de Orson. La visión wellesiana del mundo adquiere aquí toda su dimensión profética y trágica. Desde la pantalla, él les decía a los artistas: «Vuestras canciones serán silenciadas, pero no importa: ¡Seguid cantando!». Y la mirada de Welles, otrora punzante, se remontaba a la tristeza de Falstaff, en Campanadas a medianoche: «¡Jesús, Jesús, las cosas que hemos visto!». Una exclamación que nos acerca al fin del mundo.






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La carcajada de Donald Westlake

El humor ha estado presente en la novela criminal desde los primeros relatos de Sherlock Holmes. Con el siglo XX, y muy especialmente durante las últimas décadas, la burla creciente, la ironía descarnada y los procedimientos de comedia han acompañado al género en su tránsito desde la novela-problema, el «mystery», hasta el «negro» químicamente puro. A la parodia, se ha sumado a través del tiempo el sarcasmo cáustico del detective «hard-boiled» (Marlowe, Spade, Archer...), las comparaciones divertidamente realistas de los policías de la Comisaría 87, de McBain, los razonamientos lógicos del paranoico sheriff de Jim Thompson, las peripecias abracadabrantes del delincuente Dortmunder y su banda, o las impecables operaciones económico-criminales del Ripley de Highsmith.

En todos los subgéneros tradicionales de la novela negra el humor juega un papel catalizador ante las situaciones más duras. Es sin duda el condimento que hace más digerible el plato frío del crimen. Está presente en la «crook Star», el «police procedural», la «crime psychology»... e incluso en las historias carcelarias, pero hasta 1960 no había constituido un subgénero en sí mismo; carecía de la entidad y los cultivadores suficientes para merecer un apartado en la novela negra actual, con sus fronteras indefinidas y su gran variedad temática.

Por otra parte, negar a estas alturas la importancia del humor en el género negro, pendulando la balanza exclusivamente hacia el realismo crítico, supone minimizar las cualidades terapéuticas de una literatura que consigue, como ninguna, airear esos fantasmas interiores que siempre giran entre el sexo y la muerte. El primero, reprimido en aras de las normas sociales imperantes. La segunda, como punto final inevitable y ley sagrada que no se puede violar. Qué le vamos a hacer.

El humor se consolidó en la novela negra con Donald Ewin Westlake, a partir de su obra El palomo fugitivo en la que, sin abandonar las reglas del género, elevó la comicidad a su cota máxima. Dentro de un contexto realista, este gran innovador destaca en su narración las dificultades del delito, a través de una sucesión de carreras, persecuciones y equívocos. Como escribe Salvador Vázquez de Parga, «Westlake consigue demoler los más sagrados principios de la sociedad americana con una estruendosa carcajada».

En el verano de 1988, durante la semana negra de Gijón, tuvo ocasión de charlar con Westlake, durante una entrevista que compartí con mis amigos, el cubano Leonardo Padura y la catalana Rosa Piñol. El gran maestro norteamericano nos comentó: «Mis novelas implican comedia, humor, movimiento, emoción al máximo. En una novela no cómica pasan cosas que impulsan al drama, pero el personaje siempre encuentra aparcamiento cuando quiere dejar su coche. Algo que no ocurre en la vida real. El escritor no debe sentirse cómodo dentro de un género; debe darle la vuelta y destacar las características que más le interesan de ese género. El humor es algo peculiar en mí y por esa razón lo destaco».

-¿En qué momento se encuentra su obra?

-En cuanto a los libros, la situación es interesante, aunque me asusta un poco. Tengo mucho más éxito que antes y por ese motivo las expectativas de creación se van estrechando. En Estados Unidos hay muchas personas que leen mis novelas y no quieren leer otra cosa que no escriba yo. Eso es frustrante, porque limita mi libertad. A la vez, en los últimos dos años he comenzado a trabajar para el cine. El año pasado se hizo una película con un guión mío, titulada El Padrastro, que recibió muy buena crítica, y ahora, como consecuencia, me piden que escriba más guiones para películas interesantes. Tengo encargados los guiones cinematográficos de dos novelas, una de Thompson y la otra de Eric Ambler. El mundo del cine está ampliando mis posibilidades.

-¿El éxito le preocupa porque reduce sus expectativas?

-Las expectativas están cada vez en un ámbito más definido, y por lo tanto más estrechas, no más reducidas. Es decir: el público espera más novelas de este tipo escritas cada vez por más autores.

-¿El género puede seguir evolucionando y aportar nada nuevo?

-El género es muy flexible. Hay escritores que han llegado, han subido y se han ido.

-¿Por qué ha utilizado seudónimos para firmar su obra?

-Los entiendo como señales para que el lector sepa ante qué tipo de libro se encuentra. Conozco escritores que escriben obras bastante distintas con el mismo nombre, y a veces sus lectores se encuentran desorientados, si no defraudados.

-¿Cada seudónimo responde en su caso a un estilo diferente?

-Westlake implica comedia, humor, movimiento. Stark significa emoción.

-¿Westlake no implica también humor negro y parodia?

-Parodia no. Va a parecerles que estoy bromeando; pero no lo estoy. Opino que las comedias se encuentran entre las novelas más realistas que conozco. En una novela típica ocurren cosas que impulsan al drama, pero el personaje siempre encuentra aparcamiento, y la vida real no es así.

-¿El humor es innato en usted, o lo ha desarrollado por influencia de alguien?

-Es peculiar en mí. Cada género tiene ciertas escenas obligatorias, determinados personajes que «deben» salir e incluso determinados puntos de vista que los lectores esperan del autor. Los escritores encuentran un género con cuyas reglas del juego se sienten cómodos, o intentan hacer otra cosa. Lo que mejor es, sin salirse del género, darle un poco la vuelta a la tortilla y estar dentro de él.

-¿Cómo descubrió la novela negra?

-Cuando comencé a escribir había leído todo tipo de historias, de relatos, y mis primeras historias fueron de ciencia ficción, de misterio, de comedia. Escribí mi primer relato cuando tenía once años. A los escritores que comienzan se les suele decir que escriban sobre aquello que conocen; pero el problema para un chico de once años es que no sabe nada, o no conoce nada. Conoce los relatos que ha leído y las cosas que ha visto; así es que mi primer relato trató sobre una matanza de bandas en un buque. Tenía veinte años cuando logré publicar mi primera narración en 1953. Se trataba de una historia de ciencia ficción basada en una anécdota, a partir de la famosa frase del patriota americano Patrick Henry cuando dijo: «deme la libertad, o deme la muerte». La narración se basó en la idea de que, mientras América fuera libre, Patrick Henry seguiría vivo. De modo que el cuento relata el día en que América perdió la libertad, y nuestro hombre, como consecuencia, enfermó y murió.

-Sin embargo, mis narraciones de misterio obtenían una mejor respuesta del público y se publicaban más frecuentemente que las demás, así es que... Para mí fue suficiente. Me gusta ir donde soy mejor recibido.

-¿En qué ha cambiado el personaje del detective privado?

-Los detectives privados, como personajes, no existen en tiempos de guerra. Después de la Primera Guerra Mundial, en los años 20, vuelven los detectives, que son políticamente de izquierdas, los jefes y los empresarios son malos, los sindicatos son buenos y confías. Después llega la Segunda Guerra Mundial, y los escritores tienden a ser de derechas, están intentando salvar el status quo, es decir: sus propiedades, lo que ya tienen. Esto llega a su extremo total con el Mike Hammer, de Micky Spillane, que quiere matar a los jueces porque no son lo suficiente duros para proteger a la sociedad norteamericana. Y desde esta forma de pensar se llega, al cabo veinte años y después del Vietnam esa especie de Tercera Guerra Mundial para América a los detectives de «ala rota», personajes a quienes las emociones resultan molestas, pero que sucumben en ellas. Sí, los detectives más recientes son totalmente emocionales.

-¿Cómo nació Parker, su asesino profesional de A quemarropa?

-Cada día, cuando nos levantamos, tenemos esperanzas y miedos sobre lo que espera en ese día. Mis temores siempre se cumplen, siempre he sido realista. Escribí sobre Parker y pensé en una historia para Parker en la cual tendría que seguir tratando de hacer siempre lo mismo. Cuando le expliqué el argumento a mi mujer, los dos nos echamos a reír. Lo peor que le puede pasar a un personaje serio como Parker es resultar humorístico, divertido, cuando no lo intenta ser. Entonces, tendría que encontrar a otro personaje para hacer ese trabajo.

-Y nació Joe Dortmunder, que está debajo de la ley, mientras Parker siempre se mantiene por encima de ella. ¿Qué opina Westlake de la ley?

-La ley es necesaria, pero varía, es defectuosa, porque sólo puede tratar las normas generales y cada persona vive individualmente. Siempre existe un desfase entre el individuo y la ley. Parker y Dortmunder son dos ejemplos de ese desfase.

-¿Prefiere el ciclo de Dortmunder o el de Parker?

-Hoy día prefiero a Dortmunder porque puedo seguir escribiéndolo, y con Parker me ocurre lo contrario. Ya no me sale. En dos ocasiones empecé un nuevo libro con Parker, pero no resultaba real; aquel no era Parker sino otro personaje; alguien que intentaba "ser" Parker. El personaje se me había ido.

-¿Es el FBI tan estúpido y torpe como lo que describe en sus novelas?

-Las personas sin humor y las organizaciones sin humor siempre se entorpecen consigo mismas. Siempre meten la pata.




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La última victoria de Samuel Fuller

«La vida es en color, pero resulta más realista en blanco y negro».


SAM FULLER, en El estado de las cosas, de Wim Wenders.                


«La decadencia se produce porque la aceptamos sin luchar». Así habla Gibby, un asesino a sueldo, septuagenario, impetuoso y fornicador, que precisa apoyarse en un bastón para realizar sus «trabajos» y mantener su prestigio de número uno en Inglaterra. Gibby es, de alguna manera, el optimista alter ego de Samuel Fuller, su autor, que le dio vida en su novela Mi nombre es Quint (Quints world) cuando tenía setenta y siete año de edad; después de una carrera como guionista de prestigio, novelista y director de cine, y tan admirado por las nuevas generaciones de cineastas como «maldito» por la industria de Hollywood. Cuando escribió esta «joven» novela, Fuller era una leyenda viva que permanecía en activo, repartiendo a diestro y siniestro toda su tremenda y contundente visión del mundo con la ironía burlona que permite medio siglo de experiencia creativa, treinta y cinco largometrajes, media docena de novelas y dieciséis guiones cinematográficos.

La vitalidad y el humor de Fuller -a quien tan sólo jubiló la muerte inoportuna- siguen intactos. Su universo ambiguo, seco, brutal, a la búsqueda de imágenes fulgurantes, está presente en esta novela, tanto como en sus últimos filmes. Como dijo en 1965, mientras se interpretaba a sí mismo en Pierrot le fou, de Goddard: «Una película es como un campo de batalla. Amor... Odio... Acción... Violencia... Muerte... En una palabra: ¡emoción!». Esta definición de su cine vale plenamente para sus novelas, escritas por un artista que es, en palabras de Wim Wenders, «un genio del guión, un genio del arte dramático; un aventurero profundamente interesado por sus propias obsesiones».

La obra de Fuller es un todo. Sus películas y sus novelas están unidas, se complementan. Fuller incluso llegó a utilizar la literatura como «venganza» ante las masacres que los productores cometían con sus filmes, y los transformó en novelas totalmente personales. Así ocurrió, por ejemplo, con Uno rojo, división de choque y con Muerte de un pichón en Beethowenstrassen. No en vano, este autor controvertido y fascinante, llegó a la dirección cinematográfica desde la novela y el periodismo de sucesos, después de trece años como guionista. Su dominio del diálogo resulta fulminante:

«-Zozo, eres un chacal.

«-El chacal provee la comida del león.

Samuel Fuller nació en Worcester, Massachussets, el 12 de agosto de 1911. Debutó en el periodismo a los trece años como copy-boy en el New York Journal, al servicio personal de Arthur Brisbane, un clásico del periodismo norteamericano a quien le gustaba parafrasear una frase de la Biblia: «Donde está tu dinero, está tu corazón». El Journal era un diario que, en opinión del estudioso del periodismo norteamericano John Tebbel, «superó todo lo experimentado en el terreno del sensacionalismo» En semejante escuela, el joven Fuller aprendió el oficio en el que se especializaría cuando, posteriormente, se fue a trabajar al New York Evening Graphic y al San Diego Sun: la crónica de sucesos y tribunales.

Durante los años treinta, Fuller recorrió Estados Unidos cubriendo la información judicial y escribiendo relatos y novelas inspiradas en su experiencia trashumante. Desde entonces, jamás abandonaría la actividad literaria en la que destacan, además de sus novelas citadas, sus libros: Burn Baby burn (1935), Test Tube Baby (1936), The dark page (1944), Crown of India (1966), The rifle (1969), Batle royal (1984) y el guión novelizado de de su obra maestra Shock corridor (Corredor sin retorno, 1963). Dieciséis guiones cinematográficos (escritos en su mayoría para el cine negro), significaron su consolidación en Hollywood. Entre ellos, vale la pena destacar Gangs on New York, de James Cruze, Shockproof, de Douglas Sirk y The Capetown affair, de Robert Webb.

Su novela The Dark page , adaptada a la pantalla en 1952 por Phil Karlsson con el título Scandal Sheet (Trágica información), inspiró el argumento de la famosa novela The big clock (El Gran Reloj), de Kenneth Fearing, un novelista crucial en la historia del género negro norteamericano. El propio Fearing remitió a Fuller una carta pidiendo disculpas.

Desde 1948, Sam Fuller ha sido un extraño director de «géneros». El western, el cine bélico y el cine negro policial han sido visitados por el autor con su especial manera de entender y ver las historias. De él, se han entonado acusaciones y loas tan crispadas como complementarias. Partiendo de una idea, de una certidumbre, el propio desarrollo de la historia rompe en pedazos esa verdad, la transforma, la hace ambivalente, ambigua. El autor se cuestiona a sí mismo mientras trata los grandes temas con una ironía despiadada. Allí el último disparo de la Guerra civil americana con su último muerto inútil, a destiempo, en la secuencia magistral que abre Yuma (Run of the arrow, 1956), o su visión de la Segunda Guerra Mundial en Uno rojo, división de choque, unidad en la que combatió el propio Fuller; por no hablar del perro racista de Perro blanco (White dog, 1982) que sólo ataca a los negros y que pierde su identidad y el sentido de su existencia al ser «curado» por un adiestrador.

Sobre Perro blanco, como suele ocurrir con las obras heterodoxas planearon acusaciones de racismo, de las que el viejo Fuller se defendió diciendo: «El punto crucial de la historia es que el entrenador de color intenta revertir el racismo del animal y hacer que ataque sólo a los blancos. El problema es que cuando el tema es explosivo, la gente automáticamente toma posiciones. Tanto yo como el personaje del entrenador negro contemplamos el racismo del perro como una enfermedad. Una vez que curas una enfermedad de este tipo puedes curar a un puñado de hijos de perra».

En su novela Mi nombre es Quint también aparecen estos perros racistas, entrenados por un nazi para atacar a mujeres desnudas. Es una de las huellas del universo fulleriano impresas en esta novela fresca como una obra de juventud. Como en otras tramas de este autor, los personajes se sumergen en una organización criminal, esta vez de «altos fondos» con invasión árabe incluida, y no al estilo de sus filmes de serie negra: Manos peligrosas (Pickup on South Street, 1953), La casa de bambú (The house of bamboo, 1955) o Los bajos fondos de Nueva York (Underworld USA, 1961). La excusa es recuperar una cinta. «Gracias a Nixon -dice Quint-, las cintas desaparecidas se han vuelto más populares que el sexy». Este es el macguffin hitchcockiano buscado a través de cuatro países, para sumergirnos en un divertimento de amor, odio, acción... emoción perenne de este narrador incansable, adorado por los cineastas que nacieron con la Nouvelle vague francesa; encumbrado por los críticos europeos; seguido por alumnos aplicados como Wim Wenders, Francis Ford Coppola o Peter Bogdanovich, con quienes colaboró en guiones y montajes, e incluso apareció como actor en tres filmes de Wenders: Hammett, El amigo americano y El estado de las cosas, donde nos ofrece una reflexión memorable sobre la fuerza del cine que abre pequeño este ensayo.

Cincuenta años de literatura han dado al cineasta Fuller un estilo tan seco como su caligrafía cinematográfica, sin ninguna concesión ni artificio, con un tratamiento del sexo y la violencia tan desnudos como el filo de una navaja o como el titular de un periódico amarillo. «Fuller no es primario, sino primitivo ha escrito FrançoisTruffaut-. Su talento no es rudimentario, sino rudo». Con la lectura de Mi nombre es Quint se descubre además que, con los tiempos, su talento se ha hecho desenfadado, iconoclasta, complejo en su aparente simplicidad de thriller, mientras al lector le crece la sospecha de que el veterano Fuller se está burlando de sí mismo. Y que, desde luego, se divierte al hacerlo, al deslizarnos en las tribulaciones de sus asesinos a sueldo, representativos de los países a que pertenecen (el francés es un gran bailarín clásico y el alemán es hijo de un criminal nazi). Por su lado, el protagonista, Quint, es un hipócrita. Safo, una mujer de armas tomar y todos se mueven en un estúpido mundo de estadistas corruptos, árabes al asalto de Europa, jóvenes punk... y Gibby, el asesino inglés, que mientras folla diserta sobre el destino que a todos nos aguarda. «La muerte dice- puede ser derrotada a través de la ciencia médica. Puede ser borrada del mapa sin necesidad de hacer un trato con Jesús». Sam Fuller lo había conseguido a su manera.




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Huellas de la Guerra Civil Española en el cine norteamericano

RICK:  ¿Qué le ha hecho pensar que yo podría abrigar la intención de ayudarle a escapar?

CAPITÁN RENAULT:  Porque creo que, bajo su apariencia de hombre cínico, es usted un sentimental. Ríase si quiere, pero conozco su dossier. Le mencionaré dos detalles. En 1935 llevó rifles a Etiopía. En 1936 luchó en España con los republicanos.

RICK:   Y fui muy bien pagado en ambas ocasiones.

CAPITÁN RENAULT:  Los vencedores habrían pagado mejor.

RICK:   Tal vez.

CAPITÁN RENAULT:  Sin duda.


Casablanca (1942)                


Un ensayo, una conferencia, sólo cubre una etapa del trayecto. Es como si esperáramos en una estación determinada, subiéramos al tren y descendiéramos en la parada que más nos gustara. Yo he elegido este trayecto. Desde la Guerra Civil española, según las referencias del cine norteamericano, hasta «la caza de brujas» que sacudió Hollywood a partir de los años cuarenta. Además, he escogido un punto de vista muy determinado. No podía ser de otra manera. Confío en que el viaje sea para ustedes tan interesante como lo ha sido para mí lo ha sido escribirlo y documentarlo.

La Guerra Civil española fue un elemento esencial de los artistas norteamericanos durante los años 30. La imagen y la visión de España entre los escritores y cineastas estadounidenses comprometidos con el antifascismo (y muy especialmente entre los miembros del Sindicato de Guionistas) quedaron totalmente marcada por la contienda española. También, siguiendo el rastro, se comprende los efectos que el maccarthismo tuvo en la industria del cine y la gran sangría intelectual que supuso. Al estudiar la huella leve dejada por la Guerra Civil española en Hollywood, se entiende también el apoyo político norteamericano al régimen de Franco, sellado con el abrazo entre el dictador y presidente Eisenhower en 1956.

Una epopeya humana y creativa contra el fascismo que se encontró con el fascismo en casa protagonizado por el Comité de Actividades Antiamericanas, creado en 1937 pero que tuvo su plenitud represiva en los años 40-50, en plena guerra fría, y que fue el oscuro trampolín de dos futuros presidentes de los Estados unidos, Richard Nixon y Ronald Reagan. Uno fiscal del comité, el segundo gobernador de California. A pesar de la represión, las prohibiciones, los pactos. La imagen dispersa de lo hispano en el cine norteamericano ha quedado marcada por este hecho.

Al abandonar a la democracia española a su suerte, apenas quedó una visión de España: folclórica, exótica o subdesarrollada. Las españoladas de Hollywood lo demuestran. Poco hay más allá de los musicales de George Sydney con la conga de Xavier Cugat o el pianista José Iturbi, paisano nuestro; o de ser meros paisajes, escenarios, de películas tan sorprendentes y memorables como Pandora y el holandés errante, de Albert Lewin, Mister Arkadin, de Orson Welles, o De repente el último verano, de Joseph L. Manckiewitz; de quedar en detalle anecdótico, como el hecho de que Ava Gardner fuera la bailarina española María Vargas en La condesa descalza, también de Manckiewitz, y que las primeras secuencias sucedieran en un Madrid irreal y nocturno.


Tres visiones desde la literatura

La lucha por la democracia en España, la defensa de la República Española, fue el único momento en que la realidad española buscó un hueco en las pantallas norteamericanas. Por ello, el tema de la guerra civil sigue siendo un espejo. Y por encima de todo hay cine. Repito: mucho cine y buena literatura. También compromiso y argumento ético y estético. Sobre la guerra de España como tema central han escrito libros tres novelistas singulares: Ernest Hemingway, Alvah Bessie, George Orwell... con obras importantes en el campo narrativo, libros convertidos en clásicos por el tiempo y que han tenido diferente fortuna en el mundo del cine, pero que han marcado profundamente la visión cinematográfica de España a través del tiempo.

Ernest Hemingway ha escrito Por quién doblan las campanas, La quinta columna; cuentos como La denuncia, La mariposa y el tanque o La noche anterior a la batalla. Todos pueden encontrarse en castellano. Su obra teatral, La quinta columna, fue estrenada en la Sala Rialto del Centre Dramàtic de la Generalitat Valenciana el 21 de febrero de 1992, bajo la dirección de Ariel García Valdés, con Carmen Elías, Juanjo Prats y Antonio Dechent en sus papeles principales. Todo el mundo conoce Por quién doblan las campanas, donde Gary Cooper interpretó a Robert Jordan, el brigadista. También existe una referencia a la guerra civil en Las nieves del Kilimanjaro, de Henry King, que la censura se encargó de mutilar en su estreno español. No ocurrió lo mismo con Por quien doblan las campanas ya que el derechista Sam Wood lo había convertido en poco menos que un western sin referencias políticas.

Alvah Bessie, novelista y guionista de Hollywood, es autor de Hombres en guerra, una novela escrita en 1939 y publicada en castellano en México en 1969, considerada la «obra clásica sobre los soldados en la línea de fuego» y equiparada a La insignia roja del valor, de Stephen Crane. Si Crane hablaba de la guerra civil americana, Bessie relata la guerra civil española desde las experiencias de un voluntario norteamericano de la Brigada Lincoln. Él mismo tuvo un papel destacado en la batalla del Ebro, defendiendo la llamada «cota de la Muerte», la posición 666 que cambió el curso de la guerra. Y no fue el único.

El propio Bessie escribió en 1966: «La culpa que corresponde al gobierno norteamericano por su doble traición al pueblo español (se refiere a su neutralidad durante la guerra y su apoyo a Franco después) no ha sido purgada aún. Más de tres mil norteamericanos salieron de su país durante la guerra española para ayudar en lo que podían al pueblo español. Mil doscientos regresaron vivos».

Hombres en guerra no ha tenido versión cinematográfica, y vamos a comprender enseguida por qué, pero su impronta ha quedado en otras películas, como referencias éticas y épicas. También en Bessie se personifica la lucha comprometida por la democracia, contra el fascismo. Fue uno de «los Diez de Hollywood» que el macarthismo envió a la cárcel en 1950 por negarse a contestar al Comité de Actividades Antiamericanas sobre su supuesta militancia en el Partido Comunista. Otro de los Diez», Ring Lardner Jr. Era el padre de otro brigadista de la Lincoln muerto en combate durante la Batalla del Ebro.

El británico George Orwell nos ha dejado un libro imprescindible: Homenaje a Cataluña, escrito al calor de la contienda, donde relata su visión de la revolución española como miembro de las Brigadas internacionales que luchó en las filas del POUM. Su libro inspira directamente a Ken Loach su filme Tierra y libertad, quizás la única película anglosajona que trata el tema de la revolución y la guerra de España desde una perspectiva política libre y sin tapujos, desde el punto de vista anarquista y comunista de izquierdas. Y no exenta de polémica. También la figura de Orwell, a punto de trasladarse a combatir en España, aparece como personaje en Carrington, película sobre la figura de la mujer del pintor Max Ernst, Leonora.

Hemingway, Bessie y Orwell suponen tres hitos, tres maneras de enfrentarse a «lo español» desde el compromiso y la épica moral antifascista. La aventura ética y romántica de Hemingway, periodista durante la guerra y activista antifascista, se explica en el compromiso individual de su «Robert Jordan», un personaje que indaga sobre el derecho a matar y a morir por una causa. En Alvah Bessie se personifica el compromiso militante del intelectual que se enrola como soldado voluntario y altruista en una lucha lejana. Una visión épica, liberadora; a tiro limpio. Tras Orwell y Loach está la visión revolucionaria, ajena a los grandes partidos políticos. El suyo es el punto de vista de los perdedores entre los perdedores. Una explicación política e histórica de la tragedia española. Pero hay más. Está el cine. Y la pasión.




Durante la guerra española

La política de no intervención hizo que en Estados Unidos sólo se produjeran quince películas sobre la Guerra Civil española, casi todas ellas documentales y apenas tres filmes de ficción. El conflicto no se internacionalizó, y tanto en Estados Unidos como en Inglaterra se realizaron, sobre todo, documentales centrados en las consecuencias de la lucha fratricida, los efectos de los bombardeos, las escenas de combate... pero poco análisis y ninguna explicación del conflicto. Los noticieros cinematográficos no se mostraban partidarios de ninguno de los bandos, como explica el profesor Magí Crusells en su documentado estudio La Guerra Civil española: cine y propaganda. En ellos ni siquiera se nombraba a los combatientes de la Brigada Abraham Lincoln. Políticamente hablando, la Guerra Civil española era tratada como un conflicto lejano que no interesaba a los ciudadanos norteamericanos.

Sin embargo, esta actitud oficial tuvo una respuesta. En octubre de 1936, un grupo de intelectuales estadounidenses fundó en Nueva York la History Today (Historia Hoy), que daría lugar a Contemporary Historians, una asociación en la que se reunieron directores de cine y escritores de izquierdas. Algunos de tanto éxito como Ernest Hemingway, John Dos Passos o Lillian Hellman.

History Today se planteó realizar una película sobre la situación en que se hallaba la República Española tras el alzamiento militar. El resultado fue Spain in flames (1936), dirigida por Helen van Dongen, que contó con el cineasta holandés Joris Ivens como ayudante. Al estar elaborada con material de archivo, se les planteó inmediatamente la necesidad de rodar sobre el terreno una película sobre la guerra en España. Los artistas y escritores de izquierdas asociados a History Today hicieron una suscripción y con el dinero recaudado enviaron a España a Joris Ivens, un cineasta holandés nacido en 1898, perteneciente a la tercera generación de una familia de fotógrafos, que se había marchado a vivir a los Estados Unidos en 1934, después de filmar en la Unión Soviética su documental Konsomol, con música de Hans Eisler. Durante toda su vida, este gran documentalista viajaría por todo el mundo: Rusa, China, Laos, Vietnam... realizando una gran obra en la que renovaría el género documental

Así nació The Spanish Erato (Tierra española). Entre marzo y mayo de 1937, Ivens y Ernest Hemingway trabajaron juntos en el rodaje. En ella mezclaban elementos reales y elementos de ficción, a través de la vida de su protagonista, un joven campesino de Fuentidueña convertido en el hilo conductor de una historia sobre la defensa de Madrid y de la España republicana. Contiene escenas reales rodadas en el frente de la ciudad universitaria y en la batalla del Jarama. Hemingway escribió el guión y puso su voz como narrador para la exhibición comercial del filme. Su primera proyección se realizó en la Casa Blanca y conmovió al presidente Franklin D. Roosevelt el 8 de julio de 1937. Roosevelt manifestó su simpatía por la República española, y sugirió que en el filme se destacara la lucha de los campesinos contra los latifundistas. En su reclamo publicitario, los carteles de Tierra Española decían: «El film que ha conmovido al mundo. Proyectado ante el presidente Roosevelt y los delegados de la Sociedad de Nacionales. Un testimonio de nuestra lucha». Era una película esperanzada.

Desde el punto de vista comercial, Tierra española fue marginada de los canales habituales de distribución; y se proyectó en sesiones privadas donde se recababan fondos para ayudar a la República (Recuerden la primera secuencia de Tierra y libertad, donde se relata una de estas cuestaciones). La más conocida sesión privada tuvo lugar en la casa del actor Fredrich March, y a ella asistieron cineastas de la categoría de Ernest Lubisch, Fritz Lang, King Vidor, Anatole Litvak; actores como Robert Montgomery, Errol Flynn y Joan Bennet; el novelista Dashiell Hammett, el guionista Dudley Nichols (La Diligencia, entre otras) y la escritora Dorothy Parker.

En enero de 1937, se había creado en Nueva York un Comité Norteamericano para la Ayuda a la Democracia española, presidido por un obispo anglicano, al que pertenecieron Albert Einstein, los novelistas Thomas Mann, Sinclair Lewis, Theodor Dreisser... Un mes más tarde también se constituyó en Hollywood el Comité de Artistas Cinematográficos para la Democracia española, que contó con los únicos medios aportados por los artistas de Hollywood entre ellos el director Lewis Milestone, los guionistas Nichols y George S. Haufman, los actores James Cagney, Sylvia Sydney, Paul Muni, Franchot Tone... Como contrapartida, los sectores más reaccionarios de la industria cinematográfica norteamericana montaron otro comité en apoyo a Franco, presidido por John Wayne.

La ayuda recibida por la república española por todos estos artistas ya citados, fue agradecida por Dolores Ibarruri mediante una carta. Los artistas del comité respondieron a la Pasionaria: «Haber recibido un saludo personal de quien ha llegado a ser un símbolo vivo de la lucha de los trabajadores por la democracia y la libertad es un honor que los artistas de la pantalla apreciamos sinceramente. Deseamos que los heroicos esfuerzos del pueblo español, asistido por todos los amigos de la democracia española, lleven a España a una rápida victoria». Firmado, además de los ya citados, por Robert Montgomery, Joan Crawford, Bette Davis, Miriam Hopkins...

La respuesta franquista fue ordenar que en la prensa jamás aparecieran los nombres de todos estos personajes y de algunos más. La censura no osó, sin embargo, prohibir la exhibición de sus películas en la zona nacional. Aquel era un ejemplo de censura selectiva, sobre la que podríamos escribir una enciclopedia. Así, en 1939, apenas acabada la guerra civil, la Jefatura Nacional de Prensa de Madrid publicó una orden en la que prohibí a citar en cualquier medio de prensa a una serie de actores, directores y productores cinematográficos. La lista era larga y en ella están muchos de los ya citados aquí. Otros de los vetados -aunque no sus películas- fueron Bing Crosby, Douglas Fairbanks, Frances Farmer, John Garfield, Burguess Meredit, Paul Muni, Paul Robeson... y Charles Chaplin, contra el que mantuvieron el veto durante años.

En 1937, se produjo Heart of Spain, escrita por John Howard Lawson y dirigida por Paul Satran y Leo Hurwitz; una coproducción norteamericano-canadiense de la Frontier Films en colaboración con el Comité Canadiense de Ayuda a España, se proyectó con éxito. En ella se relataba las actividades del Instituto Hispano Canadiense de Transfusiones de Sangre, dirigido por Norman Bethune, un brigadista. También de Frontier Films es el documental Return to life (1938), en la que participó el fotógrafo Henri Cartier-Bresson, bajo la dirección de Herbert Kline, quienes, con el operador Jacques Lemare, filmaron a la Brigada Lincoln, con la que hicieron en 1938 el cortometraje Uit the Lincoln Batallion in Spain.




Cuatro ficciones

Durante la Guerra Civil española, Hollywood produjo tres películas de ficción ambientadas en la contienda y otra en plena posguerra.

Love under fire (George Marshall, 1937). Producida por Nunnally Johnson para Twenty Century Fox. Loretta Young, acusada de robo, huye a Madrid perseguida por el inspector Don Ameche. Entonces les estalla la guerra. En la aventura, los protagonistas se enamoran. Ella es inocente y para demostrarlo tienen que regresar a su país atravesando los peligros de la guerra civil. El conflicto es un pretexto. El Departamento Nacional de Cinematografía franquista la visionó y no puso reparos a su comercialización en el extranjero, si bien no permitió su estreno en la España nacional.

Treinta años más tarde, el propio Nunnally Jonson dirigió otra película ambientada en la Guerra Civil española: The angel wore red (1960), en la que este productor metido a cineasta confundía a los republicanos con los nacionalistas. La trama era tan absurda que en ella los nacionalistas querían fusilar a prisioneros que habían abandonado los republicanos; es decir, a los suyos. Sólo el hallazgo de la reliquia de un santo les salvó la vida. Era la señal. Como explica el estudioso Jaime Genover, «si el film quería demostrar que todos los combatientes de la guerra civil fueron estúpidos, está realmente conseguido».

The last train from Madrid (James Hogan, 19 37), de la Paramount, relata las peripecias de varias personas que quieren abandonar el Madrid asediado en tren hacia Valencia. Madrid es una ciudad inhabitable llena de revolucionarios armados. No fue estrenada durante la España franquista, aunque no contenía ningún ataque a la causa nacional.

Blockade (Asedio, de William Dieterle, 1938) En ella, Henry Fonda es un campesino que vive tranquilamente en la costa. Estalla la guerra, llegan los primeros bombardeos y Henry Fonda consigue que sus vecinos no huyan, les convence para que se queden a luchar y defender el pueblo de los enemigos que avanzan. Detienen el avance de los facciosos y se quedan aislados defendiendo su pueblo. En Asedio se mezcla el mensaje pro republicano con el pacifismo. «Nuestro país se ha convertido en un campo de batalla. Esto no es una guerra corriente entre soldados: es una matanza. Matanza de gente inocente que no tiene ninguna culpa. ¿ Por qué no lo impide el mundo?». La exhibición comercial de Asedio fue cortada de cuajo en cuanto las autoridades franquistas amenazaron a la United Artists con cerrarles el negocio si no retiraban la película. En enero de 1939, Asedio desapareció de las carteleras. Su guionista era John Howard Lawson, fundador presidente del Sindicato de Escritores Cinematográficos, autor -recordemos- del guión de Heart of Spain, y, como Alvah Bessie, otro de «Los Diez de Hollywood» encarcelados por el macarthismo.

Lawson, Bessie... el guionista de Casablanca Howard Koch o el mismísimo Michael Curtiz, director de esta obra maestra, eran la antítesis del ultraderechista Sam Wood, que filmó Por quién doblan las campanas entre 1941 y 1943, a partir de la novela de Hemingway y con Gary Cooper en el papel de Robert Jordan. Tanto Wood como Cooper colaboraron con el Comité de Actividades Antiamericanas, denunciaron a sus compañeros de profesión y acusaron de ser miembros del Partido Comunista a cuantos fuera necesario. Dos derechistas al mando de una epopeya pro-republicana. Demasiado para Wood. La falta de respeto a las reflexiones de Hemingway, reducidas a una lineal historia de amor y aventura, es total. Tanto en la película de Wood como en Las nieves del Kilimanjaro, firmada por Henry King en 1952, los atormentados vitalistas de Hemingway, brigadistas internacionales por más señas, son encarnados sin demasiada convicción por actores más preocupados por las glorias del star-system que por la creación de personajes.




De la batalla del Ebro a las listas negras

En 1937, comenzó la represión contra la izquierda intelectual y artística de Hollywood, a través del ya citado Comité montado por Joseph McCarthy, senador de Wisconsin, cuyas actividades se reanudaron con nuevos bríos en 1945. Su objetivo, en plena guerra fría, era desenmascarar a los «comunistas» infiltrados en la industria cinematográfica. El Comité dependía directamente del Congreso de los Estados Unidos y, por lo tanto, tenía derecho para exigir su colaboración a cuantos testigos decidiera interrogar. Quien se negara, incurría en un delito de desacato y podría ser condenado a la cárcel.

El Comité de Actividades Antiamericanas empezaba siempre pidiendo a sus interrogados nombres de compañeros de profesión que fueran comunistas. Ring Larner respondió: «Podría hacerlo, pero me despreciaría a mí mismo a la mañana siguiente». En 1947, la psicosis y el miedo se apoderaron de un Hollywood sacudido por una auténtica «caza de brujas». La política se adueñó de la Meca del Cine. El Comité de Actividades Antiamericanas emplazó a diecinueve testigos «hostiles»: guionistas, directores, productores y actores. De ellos, diez se negaron a contestar al comité y fueron condenados y encarcelados. Se les conocería desde entonces como Los diez e Hollywood. Entre ellos, estaba Alvah Bessie, novelista y guionista nominado al Oscar por la película de Raoul Walsh Objetivo Birmania, que fue denunciado directamente por el productor Jack Warner. Junto a Bessie, a John Howard Lawson y a Ring Lardner Jr., ya citados, fueron condenados Herbert Biberman, director de La sal de la tierra, los guionistas Dalton Trumbo, Lester Cole, Albert Matz y Samuel Ornitz, el director Edward Dmytryk y el productor Adrian Scott. Los diez se habían negado a contestar, acogiéndose a la quinta enmienda que impide declarar sobre sí mismo.

Como respuesta, los estudios suspendían de empleo y sueldo a cuantos se negaran a responder. Las listas negras incluyeron también a ilustres visitantes de Hollywood como Luis Buñuel, quien en 1937 había facilitado salvoconductos republicanos a Hemingway, a Ivens y a John Dos Passos. Buñuel permaneció hasta 1975 en la lista negra por ser comunista, por haber firmado un manifiesto contra la bomba atómica y por figurar en un comité de apoyo de la revista antifranquista España libre, que dirigía por Albert Camus. «Cada vez que pasaba por los Estados Unidos -escribió Buñuel en su libro de memorias-, me veía sometido a las mismas medidas discriminatorias, tratado como un gangster».

En 1973, mientras en España vivíamos el crepúsculo del franquismo, la guerra civil española pasó fugazmente por la película Tal como éramos (The way we were), de Sydney Pollack, cuando Hollywood decidió purgar suavemente sus culpas por «la caza de brujas» y filmó una historia de amor y política bajo la sombra del maccarthysmo, en la que Barbara Streisand arengaba en un flashback que la recordaba como dirigente universitaria de la Liga de Comunistas Juveniles: «En la URSS están preocupados por la Guerra Civil española. Miles de hombres mueren y luchan en una guerra entre hermanos. Sólo un país envía ayuda. Sólo un país: ¿la Unión Soviética!. Vamos a ver. De qué tenéis miedo. Los rusos ayudan a la República Española. ¿Eso os da miedo?».

Cinco años más tarde, cuando en 1997 la industria de Hollywood se planteó por fin volver a poner sus nombres en los títulos de crédito de sus viejas películas, trescientos guionistas y directores de cine permanecían aún las listas negras. Alvah Bessie no llegó a ver su nombre en la pantalla. Falleció en 1985 de un ataque al corazón, después de haber desarrollado una larga carrera como nove lista (Suya es El símbolo, una novela inspirada en la vida de Marilyn Monroe) y como articulista desde sus primeros tiempos en el periódico de izquierdas New Masses. Antes, dejó su huella en la película España otra vez, de Jaime Camino, filmada en 1968.

España otra vez es una reflexión sobre la Guerra Civil vista desde la perspectiva de un combatiente de las brigadas internacionales que regresa a España después de treinta años. Bessie participó en este filme como actor, interpretándose a sí mismo, y firmó además el guión junto a Román Gubern. Se trata de un documento cinematográfico único, en el que no falta el peso sentimental de un individuo, vencido en una lucha idealista, que reflexiona sobre su pasado.

Las listas negras y las traiciones sacudieron Hollywood. Muchos lo pagaron con la cárcel. Como dijo Orson Welles en su famosa entrevista a Andrew Sarris: «El problema del arte americano es que las izquierdas traicionan a las izquierdas; es una autotraición. En un sentido, por estupidez, por ortodoxia y por los slogans; en otro, por simple traición. En nuestra generación somos muy pocos los que no hemos traicionado nuestra postura, los que no hemos dado nombres de otras personas. Lo malo de las izquierdas americanas es que han traicionado para salvar sus piscinas. En mi generación no hubo derechas americanas. Intelectualmente no existían».

El actor cómico Zero Mostel, que rodaría en España aquel abracadabrante Golfus de Roma dirigido por Richard Lester, pasó quince años sin poder actuar por estar incluido en las listas negras. En The Front, del también blacklited Martín Ritt, se interpreta a sí mismo. Como personalización de la tragedia, Elia Kazan, que traicionó a sus colegas ante el Comité de Actividades Antiamericanas, cuenta en su autobiografía: «Una noche de invierno me encontré con Zero en la calle 62, cerca de Columbus Avenue. Para entonces ya me había acorazado contra la desaprobación de mis viejos amigos y no me importaba demasiado lo que pudieran pensar personas con las que mantenía una relación mucho más estrecha que con Zero. Sin embargo, lo que él pensara sí me importaba, no sé bien por qué. Me detuvo y me pasó el brazo por el cuello apretándome demasiado-, y me dijo con una de las voces más tristes que he oído: ¿Por qué hiciste eso? No deberías haberlo hecho eso. Me llevó a un bar y tomamos una copa tras otra, pero ni él ni yo hablamos mucho. Se limitaba a mirarme de vez en cuando, y sus ojos me decían lo que sus labios callaban: ¿Por qué lo hiciste?. No volví a verle».

Dentro de la cinematografía de habla inglesa, Inglaterra nos ha ofrecido también algunas películas donde aparece, en distinta medida, el tema de la Guerra Civil española: Another Country, Carrington, la ya citada Tierra y Libertad... Pero, como dijo Kyplyng, esa ya es otra historia. ¿O no?




Bibliografía esencial reseñada

BESSIE, Alvah. Hombres en guerra. Historia de norteamericanos en España. Ed. Era. México, 1969.

- El símbolo. Grijalbo. Barcelona, 1977.

BUÑUEL, Luis. Mi último suspiro (Memorias). Plaza y Janés. Barcelona, 1982.

CRUSELLS, Magí. La Guerra Civil española: cine y propaganda. Ariel Historia. Barcelona, 2000.

GENOVER, Jaime. «La Guerra Civil española». El Cine. Enciclopedia del Séptimo Arte. Tomo 5. pp. 179-184. Buru Lan. San Sebastián, 1973.

GUBERN, Román. La caza de brujas en Hollywood. Crónicas Anagrama. Barcelona, 1987.

KAZAN, Elia. Mi vida. Temas de Hoy. Madrid, 1990.

MARINERO, Francisco. «Casablanca. Una experiencia mágica». Historia del Cine. Tomo I. pp. 147-148. Diario 16. Información y Prensa S.A. Madrid, 1987.

RIAMBAU, Esteban y Mirito TORREIRO. «La Caza de brujas. Una pesadilla en la fábrica de sueños. Dirigido por. Barcelona, 1980.

SADOUL, Georges. Dictionanaire des cineastes y Dictionnaire des films. Ambos en Microcosme / Éditions du Seuil. Paris, 1965.

SARRIS, Andrew. Entrevistas con directores de cine. Editorial Magisterio Español. Madrid, 1970.

VV.AA. Historia Universal del Cine. Planeta. 1982. Sobre la Guerra Civil española y Ernest Hemingway: tomo 8, cap. 36, pp. 1010-1015. Sobre la «caza de brujas»: tomo 11, cap. 42, pp. 1301-1309. Sobre Joris Ivens: tomo 17, cap. 82, pp. 2202-2204.

VV.AA. «Debat: Cinema I Guerra civil: Tierra y Libertad I Libertarias»,, con textos de Victor Alba, Gabriel Jackson y José Álvarez Junco. L' Avenç, núm. 205. Juliol-Agost, 1996.

FOLLETOS:

-Ciclo dedicado a la Guerra Civil española. Cine club «Chaplin». Alicante, septiembre de 1979.

-Ciclo sobre Nuevos autores del cine español. Cine club Chaplin-Aula de Cultura. Alicante, junio 1979.

OTRAS PUBLICACIONES.

Revistas: Dirigido Por, Nuevo Fotogramas, L 'Avenç, Tiempo y Casablanca. Press-books de películas y archivo personal del autor






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Acabaron los tiempos de la sonrisa tontorrona

Cada época tiene sus cantantes, dice el refrán. Y los cantantes muchas veces son espejos donde se refleja la época y en los que se miran sectores de masas queriendo reconocerse, identificarse o incluso encontrar en ellos una identidad que les unifique como generación, de alguna manera. Lou Reed ha sido la antorcha viva del gran incendio que consumió a una franja de la juventud de la segunda mitad de los años 70. Y el símbolo de aquel período, de por qué el capitalismo es capaz de vender su propia decadencia acuñándole etiquetas como «desencanto», glorificando en los increíbles altares de los hit-parades su propia crisis.

Lou Reed, con todo, es un músico excepcional que ha llevado el rock and roll hasta sus últimas consecuencias, dotándole de una identidad distinta y desoladora. Politizado -conceptualmente anarquista-, heroinómano, transexual e intelectual líder de la ya legendaria Velvet Underground (el conjunto neoyorquino apadrinado por el pintor Andy Warhol que revolucionó el pop de la década), Reed es un monstruo escénico como pocos, con muchos años de bagaje, sólo comparable a Dylan y Janis Joplin. La calidad de su música (Rock and Roll Animal, Berlin, Transformer, Coney Island Baby, especialmente), lo sitúan como uno de los puntales de la historia del pop de este siglo.

Se terminó la época de la sonrisa tontorrona y la fe en el amor. El rock and roll con Reed perdió definitivamente su alegría, para caer en el negro pozo de la desesperación, la renuncia absoluta a los valores tradicionales, el odio pasivo a la sociedad que lo ha engendrado, el desengaño, el individualismo, el suicidio, la droga, la homosexualidad, los marginados, la violencia, son los temas centrales de sus canciones, tratadas todas con una sensualidad casi ritual.

La década de los sesenta marcó la hora de los Beatles, la alegría de vivir, la ayuda de la amistad, los submarinos amarillos... Los mercachifles del capitalismo, las poderosísimas multinacionales del disco, vendían caras resplandecientes, hippies, maharasis, culturas hindúes y meditación trascendental, Katmandú y «nuevas filosofías vitales». Tras la Segunda Guerra mundial, y hasta mayo del 68, el mundo occidental había vivido un esplendor económico imprevisible y el rock and roll nació como una faceta más de ese esplendor: en resumen, se cantaba a las maravillas de la vida. Por otro lado, la industria del disco canalizaba el descontento juvenil a través de Bob Dylan, quien, auténtico juglar de su generación, dibujó en sus canciones toda la rebeldía de quien desea cambiar la realidad. Dylan, entonces, y no ahora, tenía en Woody Guthrie su gran maestro u se postulaba como su continuador. Dylan, no es preciso decirlo, procedía del folk, de la canción protesta, y Guthrie había sido un destacado sindicalista de los años treinta que en su guitarra tenía escrito: «Esta máquina mata fascistas» y, que, durante unos años, militó bajo la bandera de la IV Internacional. «Si creéis que vuestro tiempo / merece ser salvado - cantaba Dylan- / Entonces, empezad a nadar / u os hundiréis como una piedra / porque los tiempos están cambiando»

Tras el mayo francés, la música pop, como la historia, entra en un período de crisis. No sirven ya los Beatles, Dylan se retira para acabar su evolución convirtiéndose al catolicismo), surge el jazz-rock, el rock sinfónico (Pink Floyd, Yes, King Crimson, Moody Blues, Emerson, Lake & Palmer, etc.) como una tormenta que muere en sí misma mordiéndose la cola. La crisis económica a escala mundial motiva, entre otras reacciones, la marginación, el paro, la delincuencia juvenil. La guerra del Vietnam golpea demasiado duro a los jóvenes yanquis; las filosofías de la droga (el LSD, especialmente) muestran su auténtica cara industrial. La esperanza de vivir al margen de un mundo que no les gusta, las comunas en el campo, las flores y el amor, se desvanecen ante la cruda realidad: es imposible estar al mar gen sin estar en contra, sin plantear la batalla organizada contra el sistema capitalista, y es el propio sistema, con su lengua tragalotodo, el que comercializa, absorbe e integra en su engranaje todos los símbolos y efectos del hippismo, en una devastadora operación industrial. ¿Quién no ha tenido en su casa algún símbolo hippie del amor?

Pero en los años 70, los ilusos se tornan violentos y la marginación muestra su verdadera faz. Miles de jóvenes se hunden en las alcantarillas de las grandes ciudades, la droga y el sexo se convierten de alguna manera en el único credo. Los otros, los que no están ya en el rollo, viven abiertamente integrados en la sociedad capitalista. La falta de fe en el futuro, la ausencia de valores creíbles, el empobrecimiento económico de las masas, la sangría de las guerras provocadas por el Imperio, el fracaso del Mayo Francés, la caída del guerrillerismo en América Latina... son factores que arrastran a amplios sectores juveniles, con características específicas en cada Estado, hacia una filosofía de marginación y lumpen, de vivir por encima de los valores: el pasotismo como fenómeno internacional, la adicción masiva a las drogas duras, el nihilismo... Y en tal situación aparece, con toda su fuerza, los temas del neoyorkino Lou Reed: Heroine, Walk on the wild side, Vicious, Sweet Jane, Berlin, Carolyne Says, Grazy Feelings, Kicks. Las condiciones sociales estaban dadas, en la segunda mitad de los 70, para el éxito arrasador de Reed. La evolución de la música pop, acorde a la profundización de la crisis social y económica del capitalismo en aquel período, desemboca inevitablemente en Lou Reed, o Marylou, Lulú, como le denominaban sus seguidores más cercanos; una música de desgaste social, con la pasión y el Mal en cada estrofa. Lo que ha venido después, el punk ultraviolento y los ritmos dulzones, incluyendo a la denominada «New wave», son repeticiones más o menos disfrazadas de los viejos moldes. Tan sólo una excepción: el reggae, ritmo folklórico jamaicano que nos habla persistentemente de una revolución abstracta y mesiánica.

La industria capitalista ha sido capaz de vender muchos discos de Reed, de hacer de la decadencia social e individual un negocio redondo. Las multinacionales comercializaron la imagen estereotipada del drogadicto al que le restan un par de años vivo, que anda siempre a tope de heroína, que sale de los bajos fondos, la homosexualidad y la tristeza de Nueva York, suicidándose lenta y conscientemente como respuesta al podrido mundo. Un cartel de la derecha caritativa española decía: «La droga mata lentamente», y alguien escribió una respuesta con spray: «No importa, no tenemos prisa». Ese era el público, el sector de masas al que se dirigí a Lou Reed, un colectivo violento y sin salida que le ha hecho vender millones de discos y cimentar una floreciente fortuna personal. Lo que, en los 70, fue un fenómeno histórico dentro de la cultura pop, ha cobrado ahora su dimensión más decadente. En el recital que Lou dio en Madrid el pasado 20 de junio, los asistentes, crispados ante la tardanza del cantante y la postura que éste adoptó frente a los nervios demostrados por el público, desembocaron en un acto de violencia masiva que destrozó el escenario y los equipos del cantante, hasta que fue reprimido por sendas cargas policiales: el músico que había paseado por el lado peligroso (walk on the wild side) se encontraba así con la horma de su zapato. La industria discográfica, además, no podía vender durante mucho tiempo su propia muerte y se esforzó en romper el mito de Reed, al tiempo que promocionaba la música-disco. El músico genial de Berlin no murió consumido por la droga tal como preveían los profetas, «¿Morirme? dijo en una entrevista el año pasado. Sólo tengo un pequeño exceso de colesterol en la sangre. A quienes les gustaría verme muerto, deben saber que pienso vivir muchos años». Y así cayó el mito y quedó el músico; aunque es consciente de que quienes van a sus recitales son los sectores más violentos de la juventud actual




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Imagen y sonido

(Destellos del cronista adolescente)



A través de la criatura

El cine español, en plena transición política hacia la democracia, no ha dejado las muletas. Es obvio, después de tantos años de parálisis cultural no podía ser de otra manera. Es mucha la carga acumulada, el efectismo gratuito, la neura taquillera, la represión en el encuadre, en el lenguaje, la falta de buen oficio. Muchos actores y directores han entonado réquiem y han asistido a su propio funeral cinematográfico, para qué enumerarlos: Manuel Summers, Martín Patino (con su conato de resurrección en Caudillo y Queridisimos Verdugos, ambas documentales), Angelino Fons, Antoni Ribas, Antón Eceiza, Julio Diamante, la «Escuela de Barcelona» con Gonzalo Suárez y Joaquín Jordá al frente... Fue una promoción perdida en su tiempo, sin posibilidades o limitadísimas de captar la realidad nacional, obligados a la elipsis, pero a fin de cuentas fue una promoción combativa, y en su intento de bajar a la calle, con pasos de ciego, chocaron contra muros que habían puesto otros, contra el spot publicitario, el despelote mental o el obligado silencio.

Antes y durante habían estado Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, y Bienvenido Mr. Marshall, Muerte de un ciclista, Calabuig, la olvidada y desoladora Nunca pasa nada... En el exterior Buñuel. Después las producciones Querejeta aprovechando las rendijas del gobierno Opus, el del milagro español, el gobierno tecnócrata obsesionado por cambiar las panderetas por pianos de cola; y Carlos Saura. El cine español corta la realidad con un cuchillo sin filo, ha llegado La caza, Pippermint Frappé... y mucho mas tarde, al filo del 75, la mágica El espíritu de la colmena, de Víctor Erice. También con su anemia industrial a rastras el productor Dibildos inventa su «tercera vía», intento comercial de decir cosas: Los nuevos españoles. Luego, con la incipiente democracia formal los cuerpos se abren, la censura se muere de vieja y la realidad está al alcance de todos.

Hacer un repaso como éste breve por falta de espacio para valorar un film tan intrascendente como La criatura puede parecer increíble, pero lo considero necesario para en-clavarla en su auténtica dimensión; porque ya no sirven justificaciones de falta de libertad para abordar un tema, ya no se puede jugar a la víctima real antes del sistema. O el cine español se encuentra con su tiempo o todas sus quejas no serán más que lloriqueos impotentes. Algunas películas han abierto esta puerta: Arriba Hazaña, de José María Gutiérrez utiliza la metáfora, los dos largos de Fernando Colomo Tigres de papel, con su amargura, y Qué hace una chica como tú en un sitio como éste, con su costumbrismo ácido son ejemplos recientes, válidos, sin aureolas ni trascendentalismos, sin pataleo grandilocuente. Sin embargo, José Luis Garci es otra cosa; Garci (Asignatura pendiente y Solos en la madrugada) nos sermonea, con una homilía digestiva falsifica a su generación la de posguerra para sublimarse a sí mismo. ¿Qué pinta Eloy de la Iglesia, con su film de La criatura, en todo esto? Su trayectoria habla por él. Efectista, seguidor de las modas taquilleras del momento (El techo de cristal: voyeurismo y lelouchismo: Dos gotas de sangre para morir amando: pseudo-naranja-mecánica; La semana del asesino: chabrolería de tres al cuarto, etc., etc.) y del tremendismo. Un director ineficaz y simplón que se ha distinguido por la baja calidad de su cine y por el oportunismo a la hora de desarrollar temas y personajes. En La criatura donde participa una extraña confabulación de «peceros» con carné: Diego, Belén, Victor Manuel, Rosa León, y el propio De la Iglesia sobra la mitad del metraje, el ritmo cae continuamente y su be con tantos altibajos que hace desear al espectador que, en uno de ellos, surja salvadora la palabra FIN. A pesar de que la historia es válida y el trabajo de los actores es, por momentos excelente en especial el de Juan Diego, la película no funciona, le falta pulso, tensión (algo que el mismo guión conlleva), y de ello el único responsable es De la Iglesia: No basta con dibujar un capitoste franquista y recordar páginas como la Matanza de Atocha para que un film merezca la pena verse.




Awopbopaloobop alopbamboom

Quizá para comprender la auténtica significación del rock and roll, el fenómeno que ha marcado las vidas de millones de jóvenes y de no pocas generaciones desde que acabó la Segunda Guerra Mundial (aunque en los últimos años sufra una lenta agonía), debamos antes que nada, tratar de definirlo. Los franceses Jean-François Hirsch y Robert Mavnadié, han sistematizado los elementos del rock del siguiente modo: »El rock and Roll -decían resulta de la introducción de la guitarra eléctrica en la música popular, y está marcado por dos elementos que han dado origen a su enorme éxito: a) La base rítmica, muy simple y repetitiva, que sostiene un sonido peculiar y una estructura esquemática. b) La posibilidad de ser bailable, mediante una danza derivativa del be-bop, que pone a contribución todos los sentidos mediante una especie de excitación comunicada por la simple presencia carismática del cantante». Esta forma fría e incluso académica de definir el rock se rompe cuando el ritmo recorre tus venas, cuando es transmitido con salvajismo, rayando la histeria y el éxtasis. Nick Cohn, en el mejor libro sobre la música pop que se ha escrito hasta hoy (Awopbopaloobop alopbamboom. Una historia de la música pop. Editorial Nostromo. Diciembre de 1973), desmenuza desde dentro lo que es el rock. Sus palabras, entre míticas y nerviosas, son elocuentes: «Lo único importante era el mucho ruido que metía, su fuerza, su agresividad, su novedad. Lo único prohibido era el aburrimiento. Las letras eran casi inexistentes: una sucesión de slogans rayando en e1 despropósito, y no era por tontería o por incapacidad para hacer algo mejor, sino que constituían una especie de código teen (adolescente), casi un lenguaje cifrado que hacía del rock algo totalmente incomprensible para los adultos. En otras palabras, si no se estaba metido de lleno en el rock era imposible quedarse con las letras. O se aceptaba el ruido tal y como era o se abandonaba el asunto. Bajo estas reglas, el rock se convirtió en una súbita plaga de hombres salvajes y enloquecidos provistos de pianos y guitarras, que habrían sido el hazmerreír de otras épocas, pero que para los años 50 eran justo lo que había que ser. Sobretodo metían muchísimo ruido.» Bill Halley que inauguró el género con su Rock around the clock, Elvis y la carga erótica de sus caderas, Chuck Berry que cuida balas letras como nadie, Vince Taylor, Gene Vincent, Eddie Cochran y, sobre todo, Little Richard Penniman con su arito incansable histérico, su fino bigote y su pantalón de veintiséis pulgadas de anchura en lo bajos. Cada nuevo cantante rock que surgía era siempre más bestia que los anteriores.

Antes de la sofisticación del rock, de que se mezclara con el jazz e hiciera agonizar los géneros; antes de que se descubrieran los melotrones, los sintetizadores y las computadoras musicales; antes de que a algún listo se le ocurriera utilizar violines y orquestas filarmónicas; lejos de los mal llamados »rocks sinfónicos» y del pop de laboratorio; sin intelectualizarse, como ocurriría con los Jefferson Airplane, los Grateful Dead o The Doors. Antes de la gran avalancha, atrás hubo una música directa que, bebiendo de las fuentes del rithm and blues y el godspel negros, tomando elementos del country tradicional (la música campera yanqui) y de las baladas sentimentales, abrió un camino nuevo para la música popular y expresó más o menos el sentir de una juventud en ebullición. Dicho esto, aquí tenemos el rock and roll, y su mejor definición, su alma, está como dijo Nick Cohn en la voz de Little Richard y su Tutti frutti del año 1956 cuando grita: «awopbopaloobop alopbamboom».




Caza de brujas

El reciente estreno en España de The front, de Martin Ritt, pone de nuevo al día uno de los capítulos más siniestros en la historia de los USA: el maccarthysmo, la «caza de brujas» en el mundo del espectáculo, la refriega entre la intelectualidad estadounidense y la represión política tras la Segunda Guerra Mundial; el en crudecimiento de la guerra fría, la bomba atómica, el proceso y ejecución de los Rosemberg por una oscura acusación de espionaje... El sueño americano se tambaleaba en la década de los 50. Entre los años 1947 y 1953, Hollywood fue despojado de sus cerebros más significativos y valiosos, toda una generación de cineastas, guionistas, actores y escritores fue demolida, arrastrada al exilio o al olvido, a la delación, al suicidio... El llamado Comité de Actividades Antiamericanas, perseguidor incansable del fantasma del comunismo, inquisidor de una sociedad capitalista en crisis, fue creado, bajo la presidencia de Roosevelt, en 1938, pero comenzó sus auténticas funciones tras la muerte de éste, aglutinando en su seno a las fuerzas conservadoras enemigas de su política liberal. «Todas las fases de actividades radicales y comunistas florecen en los estudios de Hollywood», decían. La guerra de Corea, el FBI bajo el mando de Hoover, la presencia de demócratas europeos en Hollywood -tales como Bertold Brecht-, lanzó al Comité de Actividades Antiamericanas a una ofensiva más directa.

En septiembre de 1947, el senador J. Parnell Thomas, presidente del Comité, cita a 41 hombres de Hollywood de los cuales 19 se oponen a comparecer, eran: Alvah Bessie, Herbert J. Biberman, Bertold Brecht, Lester Cole, Richard Collins, Edward, Dmytryk, Gordon Kahn, Howard Koch, Ring Landner jr., John Howard Lawson, Albert Maltz, Lewis Mi lestone, Samuel Orniz, Larry Parks, Irving Pichel, Robert Rossen, Waldo Salt, Adrian Scott y Dalton Trumbo.

El espionaje, la persecución más implacable, la censura, las listas negras, todo el mecanismo está sincronizado, la caza de brujas comunistas llega a un período de dureza total. Ejemplos más famosos de «listas negras » lo tenemos en aquellos que, de una forma u otra, han conseguido proseguir su carrera en Europa o con seudónimos: Charles Chaplin, Joseph Losey reemprendió su carrera en Inglaterra, Jules Dassin obtuvo desde Francia un gran éxito comercial con Rififí; Robert Rossen, John Berry, John Huston, Orson Welles, todos ellos obligados al exilio; Dalton Trumbo, encarcelado durante varios años fue incorporado oficialmente a Hollywood en 1960, tras haber conseguido el «Oscar» al mejor guión de 1957 por Espartaco, escrito bajo el seudónimo de Robert Rich; Carl Foreman, Michael Wilson, guionista del Puente sobre el río Kwai, y tantos otros. Pero no olvidemos las páginas más lamentables: el suicidio del actor John Garfield, que no pudo soportar el acoso continuo de que era objeto; la delación de Elia Kazan, que dedicó su obra posterior a justificar su traición -véase como ejemplo claro La ley del silencio-, la sumisión del realizador Edward Dmytryk, desmoralizado en la cárcel y entregado al juego maccarthysta -y con ello el desmantelamiento de su carrera-; son ejemplos suficientes. En el puesto de los acusadores: la política del senador McCarthy, el arribismo de Richard Nixon que comenzó su escalada política como artificiero del Comité, la Legión Americana, el antisemitismo, los grandes productores de Hollywood -en especial los Warner-, el americanismo más cerril.

La actual crisis del cine norteamericano nació entonces: con las purgas de los años 50. En aquel maremagnum de confesiones y denuncias se perdió quizá la posibilidad de un cine americano crítico, capaz de reflejar la realidad social. Pero queda un capítulo escrito, sin cerrar mientras perduren «listas negras». Dicho con las palabras de Orson Welles: «Lo malo de las izquierdas americanas es que han traicionado para salvar sus piscinas. En mi generación no hubo derechas americanas. Intelectualmente no existían. Sólo había izquierdistas y se traicionaban mutuamente. McCarthy no destruyó a las izquierdas: se vinieron abajo ellas solas, cediendo a una nueva generación de nihilistas».




Rock catalán

En Junio de 1975, durante aquellas «espeluznantes» 12 Horas de Rock sufridas en la Plaza de Toros de Burgos, gracias al avispado manager Fernández de Córdoba (que montó el chiringuito para promocionar a sus conjuntillos), pudimos sentir en directo la música marchosa y compacta de un conjunto catalán hasta entonces desconocido (recientemente habían grabado su primer elepé Diumenge), se llamaban Companyia Eléctrica Dharma, y sus temas originales, enraizados en el jazz-rock y el folklore del Principat, chocaban frontalmente con el rock-bronca del Manzanares, el más puro estilo de los barrios madrileños: Burning, Bloque, Volumen, Storm, los Alcatraz..., con la locura sevillana de los gay-horteras Eva Rock, con el afónico Gualberto, y demás familia.

Al mes siguiente, en el Canet-Roc, Barcelona, los de la Dharma fueron, junto con el gran ausente Sisa, los auténticos protagonistas, la revelación de la noche; pero esta vez su música no era una isla como en Burgos, sino que formaban parte del continente. El rock catalán desde las siete de la tarde a las seis de la madrugada, dejaba sin embargo una pequeña grieta para que Triana -Sevilla- y Granada -Madrid- estuvieran a la altura de las circunstancias. En los últimos tiempos el rock de Catalunya, prolífico cuantitativa y cualitativamente, ha destacado siempre por su cuidada facturación, su intelectualismo y su atención a las últimas tendencias musicales; en Catalunya no ha florecido, evidentemente, ese rock duro, sucio, anglófilo y barrial que hace mella en los madriles. El Mediterráneo -definición técnica-, las habaneras, la tenora, la sardana, el blues, el cuplé y la instrumentación popular han dado al rock catalán tanto como la guitarra eléctrica dio a la generación de Chuck Berry. En el inventario de conjuntos catalanes vemos a gente como la Orquestra Mirasol, que al romperse se desvía hacia los ritmos tropicales y rambleros -Mirasol Colores-, la Secta Sónica seguidora de los Allman Brothers., Música Urbana, el delirio acústico de Iai Batiste, el vocalista Sisa, la Rondalla de la Costa, Iceberg, Oriol Tramvia; el «viejo» Pau Riba («que llarga que es fa la nostra espera...»). Todos ellos a su manera electrifican el folk, rocanrolean el fuego de Sant Joan, mixtifican las noches de verano, las playas, las masías de Girona, el carrer Platerí a, Zeleste, el barrio chino, las Ramblas, la Boquería...

Y también Valencia, claro, el Micalet, el carrer dels Cavallers, la Plaza de la Virgen... El incipiente rock valenciano bebe de las mismas fuentes culturales que Catalunya, tiene idénticas motivaciones, se mira en el mismo espejo; así, Cotó-en-pel, Costablanca, Cuixa, Mediterráneo y algunos más comparten el mismo tronco de influencias musicales y caminos a seguir con los músicos del Principat. Como ejemplos concretos de la vitalidad del rock catalán recomendamos tres elepes recuentes: En primer lugar, la Companya Eléctrica Drama, con su Ángel de la Dansa, donde sigue la línea de sus discos anteriores -en especial los temas Oucomballa y Sants impotents. También la nueva formación de la Clua: Moto Clua y su primer plástico Amic majèstic. Tras dejar a Batiste, un disco poco menos que majestuoso. El corte Majestic friend pone la piel de gallina y Posterior acaba la faena; un disco redondo que no puede faltar en tu casa. Por último, Pep Laguarda i Tapineria con su Brossa d'ahir, sorprendente, acústico, maravilloso: una joya. Laguarda, valenciano, cantautor en la línea de Sisa pero en mejor. A destacar, dado que todos los temas tienen gran altura, el disco completo. Ni que decir tiene que tal vez sea uno de los mejores elepes en lengua catalana en los últimos años. Bueno, xe, otro día seguiremos con el rock.




Al Tall, al Pais.


«Mai parlen en castellà
com han deprés dels seus pares
sinò com la gent del poble
la llengua del tio Canya»

En el tema Tio Canya, Al Tall cantaban el reencuentro de una nueva generación con su cultura y su lengua, dibujaban también los rasgos de un periodo histórico que desfiguró nuestro rostros, que adormeció incluso nuestra manera de ser, nuestras costumbres más primarias. En Al Tall se juntan, en un todo indivisible, dos posturas fundamentales de la música popular, a saber: por un lado, la necesidad de recuperar el folklore tal y como surge del pueblo, fiel a sus raíces, pero actualizándolo, adaptando los temas a los nuevos tiempos, de modo que nuestra identificación con las «viejas» canciones sea total, ya que responden fielmente a nuestro sentir; por el otro, la aportación de nuevos temas compuestos por ellos, como grupo, que enriquezcan nuestra música popular y continúen abriendo rutas en ella.

Al Tall jamás separan la música de su contexto sociopolítico, estarían locos si lo hicieran, sería un pez que se muerde la cola en la más evidente de las contradicciones. No, Al Tall saben para quien hacen su -nuestra- música, de qué fuentes viene y cual es la meta. Ellos no convierten el término «pueblo», «popular» en un ente abstracto, en un valor absoluto. De hacerlo, caerían en las redes de la «gauche divine», del elitismo académico, serían los portadores del juego culturizante tan estimado por aquellos que se apropian de términos y etiquetas que no les pertenecen. El folklore en las alturas es un acto de rapiña, la antesala sin duda de otros actos peores. Al Tau comenzaron en 1975. Con su primer elepé Cançó popular al Pais Valencià (La Taba/Edigsa CM 411) marcaban ya las directrices de su trabajo posterior. Temas como «Arrier m'han posat o la Cançó de la llum alcanzaron de inmediato una popularidad que rebasaba lo conseguido hasta entonces por cualquier músico del Pais Valencià, una difusión masiva. Sus canciones (también Obriu cabretes, El xicot canta molt bé) pasaron a engrosar el repertorio de cuantas fiestas, juergas o aplecs se realizaban en las tierras valencianas, bastaba con ir «de marcha». Multiplicaron los recitales, viajaron por los pueblos (no importa la distancia ni la densidad de población) de nuestra geografía. El primer movimiento serio de cancó popular valenciana tuvo ya entonces -corría el inolvidable años de 1975 - en Al Tall uno de sus máximos exponentes, tal vez su alternativa más sólida. Dos años después, la edición de su segundo disco Deixeu que rode la roda..., también subtitulado A Ramón el Pansot (Edigsa CM 425), supuso la consolidación del grupo. Una instrumentación fidedigna e impecable daba cuerpo a una serie de canciones que alcanzaron una repercusión mayor que el primer elepé. Destacables el Darrer diumenge d 'octubre, la maravillosa Xaquera vella, el beligerante Tio Canya... Aquí ya encontrábamos la dimensión global del trabajo emprendido, unos Al Tall en plena madurez y claramente comunicados con su pueblo.

A primeros de año nos llegó su último disco (si descontamos los dos sencillos A Miquel assessinaren y el ya citado Darrer diumenge d'Octubre, que compartían con la dolçaina de Joan Blasco, intérprete de La Moixeranga). Es el primero de una serie monográfica y trata sobre el vino, su titulo Posa vi, posa vi, posa vi... (Edigsa CM 436). Obviamente, Al Tall recuperan gran cantidad de canciones populares sobre la borrachera y su filosofía, tal y como es sentida por los valencianos. En este disco queda patente y asegurada la continuidad del trabajo de Al Tall así como su configuración interna. La primitiva formación del grupo, compuesta por Vicent Torrent, Manuel Miralles, Miquel Gil y Enric Esteve, se amplió con Pep Gómez, Enric Ortega y Empar Torres. Recientemente, en un accidente de tráfico, murió Enric Ortega, una gran pérdida para la música valenciana en general y para todos aquellos que hicieron del folklore una lucha valiente, un compromiso total. Desde esta página quiero sumarme al homenaje a este músico malogrado, cantando si cabe aquellos versos que dicen:


«Si qualsevol company pot caure demá
per voler aturar tot sol a la mort
ens queda l'esperança, els anys i les mans;
no penses que s 'acaba, el fi no es d' avui.»




Último disparo de la Escopeta Nacional

Tras ver la última película de Berlanga, La escopeta nacional, uno no puede menos que pensar en El verdugo, en Los jueves, milagro y sobre todo, como película totalizadora, en Bienvenido Mr. Marshall. Nada que ver con Vivan los novios, ni mucho menos con la europeizante Tamaño natural (aunque aquella portera de Xixona la aproxime más a nosotros que a los ciudadanos de la France con su Michel Piccoli). La escopeta nos devuelve al mejor Berlanga, al cineasta joven, casi novato, que se lanzó en la década de los 50 contra las panderetas institucionalizadas, las «razas», las estrellitas castro, las imperio argentina, los miguel ligero y contra todo el nacional-folklorismo vergonzante que aglutinaba, con los pemanes y los sainetes, a la escasa «intelectualidad» de la época, a los artistas elegidos por quienes pregonaban aquello tan temible de «abajo la inteligencia». Berlanga (y Bardem, pero menos), consciente de la situación, utilizó las mismas claves, los mismos elementos de la cinematografía oficial, pero transformándolos, convirtiéndolos en un producto corrosivo, critico y amargo de aquella sociedad española. A la crítica directa, casi ingenua en ocasiones, unía el humor negro, la mala uva, el poder de la sátira más descarnada. Era el mejor camino, la mejor burla que un autor obligado a moverse en un terreno tan fangoso podía lanzar. Contra la pandereta subnormal una pandereta con carga explosiva; contra un cine meningítico el cine del hambre.

La escopeta ha unido de nuevo a dos hombres que resumen en sus obras toda la trayectoria zigzagueante del cine español: Berlanga y el guionista Rafael Azcona, la misma generación cineasta, idénticas vivencias y el mismo peso sociopolítico sobre sus espaldas. Mala leche, tendencia a fotografiar nuestra España negra en la mejor tradición del esperpento, con la suficiente amargura. Azcona, íntimamente ligado al cine de Ferreri (recordemos las producciones españolas El pisito y El cochecito). Berlanga, un mutis prolongado desde el fracaso de Vivan los novios hasta el Tamaño natural, las manos atadas por una legislación demasiado. Hay que reconocerlo, La escopeta nacional es la película que muchos esperábamos de Berlanga. Agarra el franquismo, lo reúne con la nobleza decadente, el milagro español (?), la obsesión de una sexualidad hipócrita y enferma, la ascensión del Opus al poder, la corrupción a cualquier escala, los tabúes, el sexo, las oligarquías financieras, los yanquis y todos los etcéteras posibles. Con el cachondeo preciso, medido rigurosamente, Berlanga y Azcona combinan estos elementos y consiguen como resultado una sátira del franquismo sin precedentes en nuestro cine, ágil, utilizando los tópicos y las obsesiones nacionales sin caer en el aburrimiento ni en el chiste fácil, sin que el desmadre le reste fuerza al análisis critico. De nuevo, como es tradicional en Berlanga, un gran plantel de actores españoles da a la cinta un tono de crónica global, un sabor documental apreciable. Destaquemos, para finalizar, la labor de Sazatornil interpretando al industrial catalán, a Ferrandis en su papel de ministro caído, y cómo no, a Mónica Randall en su impecable catalana de clase media. La escopeta se burla, está más claro que el agua, de todos aquellos que con Franco vivían mejor.




Más alla del bien y del mal

Las películas de Liliana Cavani emborrachan, tienen un efecto alcohólico increíble, mágico, inesperado para los despistados cinéfilos del fin de semana, los domingueros del cine. Aclaro: No he dicho empalagoso, ni cargante eso puedes decirlo tú. Simplemente «coloca», «flipa» que es como se denomina ahora al éxtasis, lo que ocurre es que sus efectos varían entre la repulsa y la sobrevaloración para bien o para mal según el grado de alcoholismo cinematográfico de cada espectador, según la postura personal de cada adicto. Que conste: Quien entre al cine y pague su butaca distanciándose de las imágenes, poniendo obstáculos insalvables, tan divergentes como la lógica analítica esa o el «matar el tiempo», sin dejarse arrastrar por el espectáculo, es mejor que no vaya a ver ninguna película de la Cavani, porque la tía monta el tinglado en plan arrasador, abigarrado, barroco, y cuantas etiquetas intelectualizantes se os puedan ocurrir. Lleva el delirium tremens al limite, al borde, a la última cota donde la espada griega esa tan famosa titubea entre el aburrimiento y la sublimación más absoluta. Y ése es el peligro. Pasemos Galileo, su primer largometraje, olvidemos Milarepa. Y con los primeros efectos recuerda para ello Portero de noche vayamos a ver Más allá del bien y del mal, a Nietzsche enloqueciendo, al judío famoso no recuerdo su nombre e intelectual reprimiendo sus impulsos homosexuales, a la sociedad alemana tan racista con los semitas pobres, el siglo XIX, pianos de cola por todos los lados, ruptura de la pareja, y en medio la Dominique Sanda interpretando el papel de la mujer que inspiró a Nietzsche en su famoso «superhombre», el del Zarathustra. Increíble. Los que dividen el cine, de un modo lineal, en progresista y reaccionario, se quedarán boquiabiertos ante el desmadre de Más allá... y se pegarán de bofetadas entre ellos para desmenuzar los elementos de un tipo de cine que, evidentemente, pierde todo su poder, su aparente riqueza, en cuanto los santos tomases pretendan hacerle la autopsia. Ve a ver Más allá del bien y del mal y discútela con tus amigos, es un buen ejercicio sadomasoquista. Aunque pases de la Cavani yo tampoco la trago prueba suerte con esta película. Está bien embotellada y mola cantidad.




La música naufraga con el año

Musicalmente hablando, no se ha distinguido 1978 por sus buenas vibraciones, sino por todo lo contrario: afonía y repetición, no nos ha ofrecido ninguna sorpresa que merezca especial mención. Ha sido un año de disfraces: los Rolling, Dylan, Reed, Zappa, los Allman..., los grandes del pop han seguido en la brecha a duras penas, haciendo las mismas cosas de siempre o barnizándolas a golpe de pelas para que parezcan más brillantes. Ningún muerto ilustre del pop rompió las venas de los adolescentes (es una metáfora, ¡ ojo!), como antaño ocurriera con Janis, Hendrix, Jim Morrison, Jim Croce..., ni tan siquiera el domesticado Elvis caldeó misas de corpore insepulto. El nuestro ha sido el año de Travolta, sólo de Travolta, y ¡ au!. Sirva como ejemplo el grandioso «funeral» que supuso el último concierto de The Band, filmado por Martin Scorsese bajo el título de El último vals (¿cuándo estrenareis esta película en Alicante, oh empresarios todopoderosos?). No ha logrado empañar los laureles del triunfo en solitario del emperador de los Macarras. Si en 1979 han de tomar el relevo nuevos músicos, que sea rápido, porque de seguir así, el barco de la música pop va a hundirse por completo, que ya no estamos en la edad de oro del Rock and roll, más bien ha comenzado la edad de la chatarra.




La difícil agonía de Lou Reed

Con Lou Reed comenzaron a vendemos la agonía, la muerte latente tras cada recital. El rock no lo había intentado hasta entonces, quizá porque los managers hacían su agosto con los res tos del naufragio tras los Beatles, nadie, o porque ante la esplendorosa estupidez adolescente lo rentable era vender vitalidad color de rosa, banalidad masticable como chicle (oh aquellos Archies, Monkees, Ohio Express...) Cada período histórico, cada generación o cada década tiene su cantante, hermano, y Lou reúne condiciones para ser el nuestro. Adiós, pues, a Dylan, a los Stones, a Elvis. Adiós a Beatles, Animals, Traffic...

Se acabó lo que se daba.

La década de los setenta se caracterizará por sus cubos de basura, su oxigeno nauseabundo, su almidonado olor a desinfectante, sus pasotas increíbles, su desesperación comercializada, pero también por un alza importante de la lucha de clases. ¿Ok? Reed comenzó a mediados de los sesenta en los neoyorkinos Velvet Underground, un amasijo musical intelectualizado y politiquero apadrinado por Andy Warhol, el publicista-pintor-cineasta. Sus primeras canciones fundamentales: Femme Fatale, I'm waiting for the man y Seré tu espejo («Cuando creas que la noche ha desvelado tus pensamientos / Déjame penetrar en tu cruel y retorcido interior 1 Para probarte que estás ciego»), corresponden ya al período que abarca desde el año 67 y el 70. Cuando Lou grabó Transformer, su segundo álbum en solitario, arrastraba toda la leyenda de la Velvet, corría el año 1973, y los comerciantes del rock, la prensa contracultural, los desnutridos roqueros, juraron que agonizaba, que se autodestruía a base de sobredosis de heroína, que era el único gay consecuente, un izquierdoso sui géneris, el apóstol de los sueños, desencantada de Woodstock, del hippismo, se fumaron los sueños, las flores y el pacifismo merengado, se fumaron la propia vida. La música pop recibía la primera sacudida, el primer aviso, con Lou Reed agonizaba la música anterior a él, la cadena se cortaba. En toda esta mitificación, digamos apocalíptica, la calidad de su Walk on the wild side (andando por el lado salvaje) quizá uno de los mejores temas del rock después del Satisfaction de los Stones, o el Vicious pesaban más que toda la imagen de promoción. El mismo año, su tercer álbum Berlin y su archifamoso tema Heroine, que la censura española no dejó escuchar en nuestro país, por lo cual el mito se acrecentó lo prohibido siempre ha ejercido sobre nosotros una fuerte fascinación. Igual suerte corrió el Rock and Roll animal, en el 1975. Coney Island Baby, 1976, fue quizá su último mejor álbum, con un Crazy feeling y un Kinks increíbles.

Durante la actuación en directo que ofreció Reed en España (Pabellón Deportivo del Real Madrid, 400 pesetas 400, 1976) puso en escena toda su imagen, vestido completamente de negro, con unos zapatos de tacón alto, sin apenas moverse ni salirse de un rectángulo de moqueta colocado junto al micrófono que derribó en varias ocasiones por accidente, cantó en versiones distintas a sus discos sus mejores temas, tuvieron que colocarlo en el escenario y ayudarle a andar, parece ciego, y todos pensábamos como tontos: este tío se muere el día menos pensado. Fue un recital escalofriante y sobrio, una sesión memorable. «Déjame convertirme en tu mirada la mano que te guía en las tinieblas». Quién sabe si la desilusión ante su buena salud «lo mío es un pequeño problema de colesterol», ha dicho recientemente ha hecho que en Lou Reed la calidad musical venciera veremos durante cuanto tiempo a su leyenda de autodestrucción.




Réquiem por la nova cançó

Los que a los veinte años estábamos fuera de casa, lejos de nuestra tierra natal, supimos valorar en su justa medida el fenómeno denominado, sistematizado por los especialistas, como Nova Cançó. Para nosotros, transplantados al mastodonte urbano de los madriles o a cualquier otro lugar, la voz de Raimon tan prohibida, Maria del Mar, el Alcoi de Ovidi, L'estaca de Llach o la burla del Quico Pi de la Serra... significaban mucho más que una serie de notas musicales bien ensambladas con una letra concisa; abarcaba un terreno más amplio, más sentido, más solidario. Quizá hubiera sido más fácil, en ese momento, recurrir a «los otros» cantantes de nuestra tierra, aquellos que tarareaban mundos sin problemas, amores ejemplares y sensiblerías en papel de pagos al estado; aquellos que utilizaban la lengua comercial el idioma de las Españas para vender mejor sus pachangas hipócritas. Pudimos habernos quedado quizá, ya que era lo fácil, con una caída de ojos de Morey, un gorgorito de Camilochet o las ojeras de Salomé; con la torpe dinastía de los Guardiola, Valldemosa, Bruno Lomas, Gloria... Ellos no reflejaban nada, ni siquiera eran son un buen estandarte de la horterada nacional-consumista. Algunos vinieron de la abdicación: Gloria cometió el pecado de comenzar su andadura como cantante en catalán su versión de El rei Joan Primer de Catalunya-, Salomé incluso ganó el V Festival del Mediterráneo cantando junto a Raimon el S'en va anar». Otros nos hicieron el favor de no destrozar nuestros tímpanos también con productos en lengua vernácula, gracias. Esta legión de chapuceros musicales, de tonadilleros del establishment estamos en el mejor de los mundos posibles quiso demostrar que Valencia era España en la más demencial de sus manifestaciones: el duduá; que tanto valencianos como catalanes podemos ofrendar a la madre patria nuestro bilingüismo paupérrimo. Frente a la magna empresa de borrar nuestra identidad musical entre otras, ante la cruzada soterrada y silenciosa que marcó a toda una generación, la «Nova Cancó» tuvo que partir de cero. Sin un trabajo previo, sin un cimiento anterior en que basarse, borrando cuantas malformaciones hallaban a su paso, no pudieron detenerse a recuperar el folk, disponían del tiempo justo para lanzar un grito, nuestro grito. El canto ya no podía ser bello, sino documental, crítico e histórico; la represión sociocultural sufrida era llevada a los escenarios, los campus, las facultades, las plazas públicas, los pueblos y capitales; por ello la música, la expresión cantada, fue el mejor vehículo, el más efectivo y rápido. Recuerdo que en el verano del 76, Raimon cantó en el cine Olimpia de la Vila-Joiosa. Suelo de cemento, banderitas en el techo, paredes agrietadas y «nardos» en el bar, sentados en sillas plegables no rebasábamos las ciento cincuenta personas. Sus canciones emotivas, con un breve comentario previo, rompieron una vez más aquel silencio...




Oportunismo

Al ver Luchando por mis derechos, de Jonathan Demme, uno piensa, de entrada, en la capacidad de la industria norteamericana para convertir en conservador, e incluso reaccionario, un tema, un film, con ínfulas de crítica social, de «denuncia» (oh) y de «verdad desnuda». No voy a marcarme la valoración al uso: toda posibilidad de un cine social, reflejo fiel de la realidad americana, aproximación válida al escaparate yanqui, fue decapitada en los años cincuenta, con el maccarthismo y punto. Peter Fonda, aquí, nos vuelve a vender su rebeldía de celofán, su egolatría de cartón-piedra. No he conocido en la historia del cine moderno, un actor (?)-director (7)- productor más empeñado en mostrarse ante nosotros como un símbolo de la «generación rebelde» o de la «juventud sin esperanza», que por su falsedad y torpeza resulta grotesco, vacío y ramplón, en resumen, increíble. Y todo esto sin contar que Fonda ir. Es más inexpresivo, inútil y patoso que el hasta hoy peor actor USA: el esfinge Clint Eastwood. Peter Fonda momifica los personajes, los esquematiza hasta convertirlos en fantasmas, en mamotretos incoherentes. Así lo hizo con sus hippies (acuérdate si no de Easy Rider, donde estafó y se forró a costa de la buena voluntad del director-protagonista Dennis Hopper) y sus desertores siempre puestos al final de film a justificar la matanza de Vietnam. ¡Qué rebelde!. Al resto, le sumamos el individualismo complaciente y sin salida de los últimos «rebeldes» yanquis, todo su tufillo a conformismo y autosuficiencia que en vez de matar o atentar contra el sueño americano, fortalecen aún más los cimientos de un modo de vida estúpidamente autosatisfecho. Y conste que la peliculilla esta de « Luchando por lo que sea» pasa inadvertida donde se presenta, ya sea en el Festival de San Sebastián o en la ciudad de Alicante; a fin de cuentas ya la hemos visto tantas veces a lo largo de los años...




Cómo no escribir sobre los Jefferson

Pensaba escribir a fondo sobre los Jefferson Starship, antes Airplane, uno de los grupos míticos de la Costa Oeste (la de los yanquis, se entiende), y tal vez uno de los pocos que consiguen, a pesar de las escisiones y las modas enloquecidas, mantener actualmente la calidad de sus mejores tiempos. En principio he dicho que «pensaba», porque no veo claro el asunto: para que perder el tiempo escribiendo sobre un grupo que te es casi inaccesible? Y aún mas, ¿a qué se debe que un grupo rock tan fundamental esté fuera de juego en nuestras tiendas de discos?. Analizando el problema desguazaremos un poco el barco:

Uno.- Excepto el Red Octopus (con su maravilloso tema Miracles ), el Spitflre o el Dragon Fly (y su Ride the tiger) es imposible que encuentres en nuestra ciudad cualquier otro de sus discos históricos: ni el Surrealistic Pillow ni el Crown of Creation, ni Long John Silver, After Bathing and Baxter's, etc. Las razones son obvias: o bien están descatalogados por la casa discográfica, o a nuestros vendedores de discos no les parecen comerciales (¡mientras queden travoltas y camilochetazos!) y por lo tanto no se molestan en reponerlos si es que alguna vez los tuvieron, o pedirlos. En lenguaje de crónica negra os diré que para conseguir algunos discos de cantantes valencianos Paco Muñoz, Josep Lluís Valldecabres... tuve que comprarlos en Madrid, aprovechando un viaje relámpago, porque en Alicante no los han puesto en venta.

Dos.- Si quieres otra barrera infranqueable esto va de monopolios chocan inmediatamente con las quinientas y pico pelas que te cuesta cualquier disco, aunque sea una edición de hace tres años cuando su precio oscilaba entre las trescientas y trescientas cincuenta. Entonces, ay dolor, ¿para qué escribir sobre los Jefferson, si por un lado nuestros disqueros prefieren saturarnos a pachangas y gorgoritos, que son más digeribles y dan dinero fácil; y por otro, no podéis tener pelas suficientes para comprar una obra maestra?. En fin, así nos manipulan, nos idiotizan y se ríen Impunemente de los que vemos la música pop (popular) con dignidad y como fiel reflejo de las distintas generaciones, los nuevos modos de vida, comunicación y transmisión de los malos rollos de nuestra época. Tancat, xe. Jefferson Starship es un grupo californiano, extrañamente politizado, que comenzó a funcionar en pleno fenómeno psicodélico, hermanado al boom del LSD, al «movimiento» hippy, al tinglado de las primeras comunas, de la floreada San Francisco, a la vez que los Mamas & The Papas, Janis Joplin, Hendrix... antes del festival de Monterrey (si has visto la película los recordarás cantando aquella emocionante canción titulada Today ), etc. Y en pleno jardín botánico, entre las canciones acarameladas de los demás grupos de San Francisco, se atrevieron a cantar:


«Mira lo que ocurre en las calles
es la revolución, debemos revelarnos
Hey! Bajo a la calle bailando
es la revolución...
es que no son divertidas todas esas personas que encuentro
una generación ha envejecido
una generación ha encontrado su alma
esa generación no tiene ningún destino que administrar
recoge el grito
¡hey! Ahora ha llegado nuestro momento
es la revolución»


(Volunteers, del LP del mismo nombre).                


La primera escisión de los Jefferson, en su dispersión, dio lugar a dos grupos también míticos: Los Hot Tuna, de Kaukonen y Casady, y el fugaz Bodacius, de Marty Balin. El resto del grupo, Paul Kantner y Grace Slick, grabó varios LP en solitario antes de volverse a reagrupar bajo el nombre de Jefferson Starship. En una entrevista a la revista francesa Actuel, en 1970, declaraban: «Desde hace diez años la gente ha cambiado. Las comunas, el pelo largo, es una revolución». Y les preguntaba el periodista:: ¿Con qué tipo de militantes mantenéis más contacto? La respuesta fue: «Sobre todo con los grupos violentos, como los Weathermen». Años después, cantaron en Long John Silver: «Nadie te poseerá mientras no firmes tu nombre».




A mito muerto...

Con la llegada de 1979 se aproxima el fin de la década. Lejano, aunque no tanto como muchos quisieran, el Mayo Francés, aquella puerta que al abrirse puso en peligro tantos emiratos de la sombra, tantos valores en crisis, condenados. Perdidos para siempre los grandes mitos de ayer, o reducidos a caricatura: el Bogart que resucito Cahiers du Cinema y la «nouvelle vague» francesa, el James Dean de los ojos melancólicos, los Beatles, Valentino, la Garbo, incluso Doris Day, la antimito, que no virgen. Es evidente que cada generación ha mitificado y endiosado aquella imagen que le hubiera gustado ser, el espejo en que mirarse no tenía por qué reflejar la realidad, bastaba con la apariencia, con imitar la vida. Tras la guerra mundial los entonces jóvenes buscaban en la trágica Marilyn la sonrisa triunfadora, escandalosa y bella de una sociedad mutilada y famélica, de un mundo derribado. La gran maquinaria vendió finales felices aquellos inverosímiles «happy end», instituciones matrimoniales y besos sin lengua. De la novia de América, aquella tontorrona Mary Pickford, o el saltarín Douglas Fairbanks padre, Hollywood la multinacional ideológica number one del sistema comenzó a fabricar rebeldes sui-géneris, edipos a todo pasto, cruzados indespeinables, angelicales defensores del orden, salvajes indios enemigos del progreso y la cultura (¡mare meua!), y toda una fauna adorable e idolatrada por las amplias masas devoradoras de películas que soñaban, insaciables, con aquellos paraísos de lujo y sexo; no en vano, la turbina de las represiones hacía su juego: si se quiere que el agua sea un buen negocio se debe vender la sed. No nos extrañe, pues, que las obreras de una fábrica de armas, en plena guerra, se peinaran tapándose un ojo como Verónica Lake, que las quinceañeras europeas de los 60 copiaran a la Bardot, o que los pandilleros de antaño, hoy adecuados padres de familia, le dijeran a su chica: «Mira muñeca, no hay nada que no tenga solución con un whisqui con soda», o afirmaran en el bar del barrio: «No hay mujer que no entienda el lenguaje de una buena bofetada o un Colt del 42» (oh, Bogart) ¿Acaso tú no te peinaste alguna vez como los Beatles o quisirte cantar como Mick Jagger?. Que no nos duela el sistema es así que James Dean, Groucho Marx, Marilyn y la Coca-cola ¡o el mismísimo Bob Dylan! sean el símbolo constitucional de los opulentos USA, pues a fin de cuentas el reverso de la moneda se llama racismo, Vietnam, Watergate, General Motors, ITT, Golpe en Chile, Alianza para el Progreso... Los espejismos son un buen producto comercial, es obvio. Efímeros, tras varias décadas, los mitos del siglo XX, los ídolos del altar cinematográfico, los dioses del Roc, han culminado su ciclo vital; como fenómenos sociológicos ya no pueden más, han tocado techo, se mueren al compás del engendro que los inventó. El fetichismo, la mitomanía y la calidad humana de los «monstruos sagrados» han llegado al punto más alto de su proceso de degeneración. Cuando revisamos la década de los 70 y le coloquemos un adjetivo como sambenito, cuando entre sus páginas frías busquemos algún «dios», sólo seremos capaces de citá a Travolta, a Mazinger o la la Emmanuelle, y es que la crisis social y estética no es un cuento para asustar a Juan sin miedo, es real.






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Alma de jazz en Segovia

(A propósito de un recital de Michele McCain)


«El Jazz es una música americana de semi improvisación, que se distingue por lo directo de su comunicación, una expresividad fruto del libre uso de la voz humana y un ritmo complejo y fluido. Es el resultado de trescientos años de mezcla en los Estados Unidos de las tradicionales canciones europeas y del oeste africano. Sus componentes principales son la armonía europea, las melodías euroafricanas y el ritmo africano». Así la define Marshall Stearns, en su The Story of Jazz, un libro básico, editado en España en 1965, que todos deberíamos poseer en nuestra biblioteca.

Definida por una palabra de origen desconocido (para unos se trata del término africano que define las relaciones sexuales, y para otros es una derivación del verbo francés usado en Louisiana, «jaser» charlar), esta música nació oficialmente en Nueva Orleans en 1900, pero en el siglo XVII, con la llegada de los primeros esclavos negros a Virginia en 1619, fue canto, religión, baile, poesía y ritmo. Nueva Orleáns, Chicago, Nueva York... hasta llegar a música universal, sin fronteras, ni razas, sometida a todas las influencias rítmicas. Desde el blues, la canción de trabajo, el espiritual o el godspell, hasta el rythm and blues, el jazz rock y el soul, marcan una música de indecisas fronteras que es, sin duda, la música popular del siglo XX por excelencia.

El jazz es voz humana, compleja y libre. Es Michele McCain, nacida en Brooklyn, y que a los trece años comenzó a cantar junto a James Brown, Aretha Franklin y Joe Tex, monstruos de la música soul. Aunque su nombre puede resultar desconocido para el gran público, su voz ha dado la vuelta al mundo. Durante cinco años fue la actriz principal del musical Aint Misbehavin, ganadora del premio Tony. En Berlín, actuó junto a Freddie Quinn en la obra Barnum, otro éxito musical de Broadway con el que recorrió Europa hasta llegar a Madrid, donde protagonizó la versión española de este espectáculo. Estrella del Festival de Jazz de Grecia, de Palma de Mallorca, de Italia... Michelle no se considera a sí misma exclusivamente una cantante de jazz, pero me bastó oírla cantar en Segovia para comprender que en el jazz ha dejado su alma.

A su lado estaba Illhya Goldfard, activo participante en los ambientes jazzísticos moscovitas, un pianista ruso de formación clásica que reside en Asturias, donde llegó hace algún tiempo como miembro de la Orquesta Virtuosos de Moscú y se quedó. Illhya forma grupo con el bajista nigeriano Don Kemonah y con el batería panameño Adolfo Ingram, también presentes en la misma sesión ¿Qué mejor fusión internacional? Un ruso, un panameño, un nigeriano y una neoyorquina, juntos en una pequeña sala casi una «cava» parisina del teatro Juan Bravo, de Segovia. Flotamos. Fue un privilegio poder disfrutar del mejor Jazz, esta música abierta, viva, intensa y emocionante en la que también depositamos nuestras almas.








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