Escritores americanos celebrados por Cervantes en el Canto de Calíope
José Toribio Medina
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La práctica de insertar, a modo de episodio, en obras que reconocen por tema algo muy diverso, el elogio de escritores, poetas especialmente, guerreros, hombres de estado, personajes de alguna figuración, tiene su origen, en opinión de algunos, en la literatura española desde que el Marqués de Santillana escribió su Infierno de los enamorados o El Triunphete de amor. Pero sin remontarnos hasta tan atrás, palmaria muestra de ese recurso literario nos ofrece Gaspar Gil Polo, que en La Diana enamorada, publicada en 1564, dio cabida al «Canto del Turia», con sus 42 octavas reales en las que se profetizan los «varones célebres» que han de honrar al valentino suelo.
—6→Y tal habría sido, a nuestro entender, el modelo que inspirara a Cervantes su Canto de Calíope, como parece demostrarlo la disposición de la novela, la figuración de sus personajes y hasta un no remoto trasunto de algunos de los nombres de éstos, cuando vemos que entre los pastores de Galatea aparecen un Larsileo y un Fileno, y en Diana, Arsileo y Filena.
Es discutible, sin embargo, si no correspondería la prioridad en el sistema de que hablamos a don Luis Zapata, pues si bien su Carlo Famoso sólo vio la luz pública en 1566, esto es, dos años después de haberse impreso el libro de Gil Polo, el hecho es que lo tenía ya terminado por esos días, habiendo gastado en su composición casi el espacio de tres lustros. Poema ése, que en su canto XXVIII «hace mención, -son sus palabras-, de algunos escritores y hombres doctos de España». En todo caso, justo será reconocer que con ese procedimiento vino a dar la norma a los que siguieron la misma práctica en todos sus detalles y especialmente al agrupar al lado de figuras de primera importancia otras completamente secundarias.
Tal es, en efecto, lo que había de acontecer a Cervantes con su Canto de Calíope, primera labor que salía de su pluma y que vino a ser precursora de otra mucho más extensa que había de escribir casi treinta años más tarde con el título de Viaje del Parnaso.
—7→Al fijarse en aquél su programa, advertía desde luego
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Declaración la primera que reviste no poca importancia, porque en algunos casos ha de servirnos para contribuir a identificar a ciertos personajes que de otro modo se prestarían a confundirse entre sí. Pero hay que tomar, -advertirémoslo desde un principio-, con reservas de bulto esa otra de que todos los ingenios mencionados por la ninfa resulten dignos de la celebridad a que se les considera acreedores...
La misma ninfa ha cuidado de consignar antes de entonar su canto dos advertencias, que no es posible desatender para mejor inteligencia de sus conceptos: «...me parece, -dice- que será bien daros alguna noticia agora de algunos señalados varones que en esta vuestra España viven, y algunos en las apartadas Indias a ella subjetas, los cuales, si todos o alguno dellos su buena ventura le trujere a acabar el curso de sus días en estas riberas, sin duda alguna le podéis conceder sepultura en este famoso sitio»: o sea, anticipa aquí aquella segunda declaración que aparece después en el texto del Canto y cuyo valor ya indicamos a cuanto alcanza. —8→ «Junto con esto, os quiero advertir que no entendáis que los primeros que nombrare son dignos de más honra que los postreros, porque en esto no pienso guardar orden alguno: que, puesto que yo alcanzo la diferencia que el uno al otro y los otros hacen, quiero dejar esta declaración en duda, porque vuestros ingenios en entender la diferencia de los suyos tengan en que ejercitarse, de los cuales darán testimonio sus obras. Irelos nombrando como se me vinieren a la memoria, sin que ninguno se atribuya a que ha sido favor que yo le he hecho en haberme acordado dél primero que de otro, porque, como digo, a vosotros, discretos pastores, dejo que después les deis el lugar que os pareciere que de justicia se les debe».
Dentro de esas normas, y valiéndose de la octava real, se enumeran en el Canto cien, -ni uno más ni menos, lo que parecería indicar que tal fue el número que de antemano se fijó el autor-, escritores, poetas, militares, magnates, etc., de los cuales volvería a recordar sólo diez y seis en su Viaje del Parnaso, de entre ellos dos de los americanos, Juan de Meztanza y Pedro Montes de Oca.
Cabalmente a diez y seis también asciende el número de éstos celebrados en el Canto de Calíope, incluyendo entre ellos a don Alonso de Ercilla, -que vale la pena de hacer notar-, es el segundo en el orden de los nombrados, y de cuya personalidad, por ser de todos conocida y —9→ ya largamente estudiada, no cabe más que recordarla aquí.
Corto resulta ese número, pero no por eso los que lo componen pueden contarse entre aquellos cuya identificación quede fuera de discusión, nota que afecta en mayor escala todavía, a varios de los de procedencia netamente peninsular. En algunas ocasiones esa dificultad estriba en la manera tan abreviada, o incompleta, diremos mejor, con que Cervantes los menciona; por ejemplo, y sin salir del número de los que estudiamos, cuando habla del «capitán Salcedo» a secas, en duros aprietos nos veríamos para decir quien hubiera sido ese soldado a no encontrar en otras fuentes expresados su nombre de pila y hasta el segundo apellido que le correspondía. En otras veces, y en vista de faltar por completo datos de alguno de esos ingenios tal como se le nombra, se ha ido hasta pretender enmendar la plana al autor, refiriendo su cita a algún otro personaje de nombre parecido, cual acontece, v. gr., con Gonzalo Fernández de Sotomayor, según a su tiempo se verá. Dentro de está misma norma, dos comentadores del texto cervantino La Barrera y Leirado y Menéndez y Pelayo -y traemos el caso a cuento porque pudiera afectar a un ingenio americano de quien prescindimos en esta reseña biográfica-, se halla el nombre de don Diego de Sarmiento y Carvajal, que sospechan puede muy bien ser don Diego de Carvajal, a secas, todo porque se —10→ sabe fue correo mayor del Perú y autor de dos sonetos conservados en un libro impreso en Lima en 1602, al paso que de aquél no se halla rastro alguno de sus hechos ni menos de su producción literaria: sistema que no es posible aceptar, tanto porque no hay razón para afirmar hubiese el autor incurrido en algún yerro de nombre, como porque ese camino de interpretación hecha a nuestro sabor y conforme a lo que nuestra ciencia alcanza, nos llevaría muy lejos.
Después que esto sabemos, se impone naturalmente la duda de cómo pudo Cervantes llegar a tener noticia de ellos, cuando consta que escribía su libro en 1584, a más tardar, y que hacía sólo tres años entonces a que se hallaba otra vez en España después de su cautiverio; siendo aun de advertir, que de esos ingenios americanos por él loados los hay que procedían, puede decirse con él con verdad, que de toda la región antártica, comprendiendo en esa designación a la América entera, desde México al Perú. A esto se añade que las obras atribuidas a los tales no son de aquellas que hubieran alcanzado celebridad en el campo literario, ni mucho menos que eso, como que, si exceptuamos las de uno solo de ellos, Enrique Garcés, todas las restantes, salvo alguna muestra aislada incluida en obra de otro, no gozaban del privilegio de los moldes.
Arrecia aún más la dificultad de hallar para —11→ todo eso una explicación cuando se puede poner de manifiesto que hasta esa obra única que andaba impresa, Los Sonetos y canciones del Petrarcha, lo fue años después de haber sido anticipadamente celebrada por Cervantes. La cosa se presta a cavilaciones de todo género, bien se ve.
Otra duda que se viene fácilmente a los puntos de la pluma, es la de si Cervantes pudo conocer a los americanos cuyas obras les hacían acreedores a figurar «entre los blancos y canoros cisnes». Que hubiera allá en España podido tener noticia más o menos directa de los que en ella vivían, es posible explicárselo; pero de quienes residían tan lejos, ¡y en aquellos tiempos!, ya no es lo mismo. Que a alguno de ellos, llegó, en efecto, a comunicarle y hasta a ser su amigo, no puede admitir duda, como sucedió con Pedro Montes de Oca; pero, ¿y de los demás? Todavía con la circunstancia de dar, si no pormenores, por lo menos indicios de conocer las obras de ellos en las apreciaciones que nos ha dejado, y de las cuales, hoy por hoy, apenas si ocurre con una, -aludimos en esto al Marañón de Diego de Aguilar-, y en algunas de menor alcance a los autores de piezas poéticas de corta extensión incorporadas en obras más generales, todas de procedencia limeña y en muchos años posteriores a la fecha en que se escribía Galatea.
Circunstancias son todas estas que hacen por extremo ingrata la tarea del comentador —12→ del Canto de Calíope, por la general falta de notoriedad de los ingenios que en él se enumeran y la carencia casi absoluta de sus producciones literarias. No han faltado, a pesar de todo, como no podía menos de ser tratándose de una obra del autor del Quijote, quienes la hayan acometido. Primeramente, don Cayetano Alberto de la Barrera en las «Notas» que puso al tomo II de las Obras completas de Cervantes (pp. 303-318 y pp. 393-394 del tomo XII), que fueron las que sirvieron de base a las de Fitz-Maurice Kelly para su edición de Galatea traducida al inglés por H. Oelsner y A. B. Welford (pp. 253-288); Menéndez y Pelayo en su Historia de la Poesía Hispano-americana, para dos o tres de ellos; y últimamente don Rodolfo Schevill y don Adolfo Bonilla y San Martín en sus «Notas» al tomo II de su edición de Galatea (pp. 297-355), Madrid, 1914, 8°, que resultan bastante compendiosas pero bien nutridas. En América, merece recordarse el Diccionario histórico-biográfico del Perú de don Manuel de Mendiburu para los escritores de procedencia peruana, y con mucho más especialidad, Los poetas de la colonia, de don Luis Alberto Sánchez, Lima, 1921, 12º. Por lo relativo a México, ya veremos, al tratar de Francisco de Terrazas, lo que debe a las investigaciones de García Icazbalceta el conocimiento de los fragmentos de su obra.
Tal es el caudal bibliográfico de que podíamos hasta ahora disponer para el estudio de la parte que en el Canto de Calíope quiso Cervantes dispensar —13→ a los ingenios del Nuevo Mundo, y por nuestra parte apenas si hemos intentado espigar en el mismo campo en la expectativa de añadir algo siquiera a lo que respecto a ellos se sabía.
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