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Escritos del doctor Francisco Javier Eugenio Santa Cruz y Espejo

Tomo II

Francisco Javier Eugenio Santa Cruz y Espejo



Portada de la obra

Indicaciones de paginación en nota1.



  —V→  

ArribaAbajoJuicios sobre Espejo

No sólo conveniente, sino necesario nos ha parecido aducir aquí reunidos los juicios, que sobre la persona y sobre los escritos de Espejo se han publicado en diversos tiempos: presentaremos, no obstante, juicios emitidos por autores respetables que ya han fallecido, dejando, por ahora, los de escritores que viven todavía2.

Es oportuno hacer notar, ante todo, que Espejo es un personaje, a quien se lo ha conocido y se lo ha juzgado solamente de oídas,   —VI→   mediante la fama o la tradición, que acerca de sus acciones y de sus escritos se conservaba entre nosotros: en cuanto a sus hechos, los documentos escritos son muy escasos, y, hasta hace poco, eran casi del todo ignorados: sus escritos se conservaban inéditos y eran tan pocos, tan contados los ejemplares de ellos, que nadie los había podido leer ni mucho menos estudiar completamente, para formar en punto a su mérito ya científico ya literario un juicio imparcial y desapasionado.

Tres son los escritores, cuyos juicios vamos a reproducir aquí: dos ecuatorianos y un extranjero. Los ecuatorianos son el señor doctor don Pablo Herrera, notable hombre de Estado y erudito investigador de nuestra historia colonial, y el señor doctor don Pedro Fermín Cevallos, jurisconsulto y primer historiador de nuestra República. El extranjero es el señor don Marcelino Menéndez y Pelayo, tan justamente conocido, respetado y admirado en el mundo de las letras y de las ciencias, por su pujante inteligencia, su claro juicio y su mucho saber.

Pondremos primero el juicio del señor doctor Herrera, anotándolo en los puntos en que fuere necesario anotarlo, para rectificar algún dato biográfico o para esclarecer alguna cuestión literaria: lo mismo haremos con el juicio del señor Cevallos y con el del insigne polígrafo español Menéndez y Pelayo.

  —VII→  
- I -

Juicio del señor doctor don Pablo Herrera


El doctor don Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, fue el literato del Reino de Quito que más conocimientos poseyó sobre el derecho público y la ciencia social. Descendiente de la raza indígena debió a la excelencia de su talento y a los esfuerzos de su aplicación, el conocimiento de esos importantes ramos, y la superioridad sobre la mayor parte de sus contemporáneos.

En 1785 escribió, a más del Nuevo Luciano de Quito, una sátira intitulada La Golilla, contra el régimen colonial y especialmente contra el Marqués de la Sonora.

Don Juan José Villalengua, Presidente de Quito, calificó esta sátira de sangrienta y sediciosa, y después de haberle tenido a su autor preso el espacio de un año, lo remitió a Bogotá, donde el virrey don Francisco Gil y Lemos. Allí se extendió la reputación de Espejo y sus conferencias con Nariño prepararon la revolución de 1809.

Según el informe del presidente de Quito,   —VIII→   no solamente hervían las ideas liberales en la cabeza de Espejo, sino en las de muchos literatos y personas de grande influencia en la sociedad, y por esto dijo: «que al Doctor Espejo lo remitía a Bogotá sin formar causa alguna, pues temía que resultasen complicados los sujetos más principales y distinguidos»; y desde entonces hasta 1806 se encuentran en el archivo de la Presidencia, órdenes del virrey de Santa Fe, para que no se pierda de vista la marcha del pueblo de Quito y de sus principales ciudadanos, a fin de precaver un movimiento de insurrección.

El virrey Gil y Lemos, que conoció el mérito distinguido de Espejo, y que tal vez quería afianzar la fidelidad al Soberano de Castilla por un acto de notable generosidad, mandó en noviembre de 1789, que Espejo regresase a Quito y se cortase cualquiera juicio que contra él se hubiere iniciado.

Antes de la expulsión de los jesuitas se estableció en Quito la Academia Pichinchense con el objeto de cultivar la Astronomía y la Física; pero este importante establecimiento desapareció con la extinción de aquel Instituto. El señor Conde de Casa Jijón; que adquirió una bien merecida celebridad por sus raros conocimientos, por el estudio que había hecho de la industria nacional, por su distinguido patriotismo y por su espíritu de filantropía; promovió, durante la permanencia de Espejo en Bogotá,   —IX→   el establecimiento de una sociedad económica denominada Escuela de la Concordia, cuyo fin era el de adquirir y propagar los principios y los elementos de la agricultura, de las manufacturas, de las artes y de la civilización. La sociedad no se organizó sino después, bajo el Gobierno de don Luis Muñoz de Guzmán. Espejo dirigió desde Bogotá un discurso al Cabildo de Quito y a los miembros que debían componer la sociedad, estimulándoles a que se apresurasen en fundarla, y este discurso es la mejor producción de la literatura quiteña en el siglo pasado3.

La sociedad se instaló en 1791: fue su Presidente el Conde de Casa Jijón; Director, el Conde de Selva Florida; Secretario, don Eugenio Espejo, y socios las personas más distinguidas de la ciudad, entre las que sobresalían el eminente jurisconsulto, doctor don Francisco Javier Salazar; el profundo Teólogo, fray Francisco de La Grana; los sabios literatos, don Sancho de Escobar, don Ramón Yépez, don Juan José Boniche, don Juan de Larrea, hombre dotado de excelentes disposiciones para las ciencias naturales, y economista no vulgar según el juicio del padre Velasco. El doctor Espejo se encargó de la redacción del periódico   —X→   que comenzó a publicar la sociedad desde enero de 1792 con el título de Primicias de la cultura de Quito; mas las persecuciones de que fue víctima este sabio americanos destruyeron después de poco tiempo la sociedad y el periódico.

En 21 de octubre de 1794, aparecieron al amanecer, fijadas en algunas cruces de esta ciudad de Quito, unas pequeñas banderas de tafetán colorado, donde se hallaban, sobre papel blanco, estas inscripciones latinas, Liber esto, Felicitatem et Gloriam consequuto, y por el reverso de la bandera, sobre una cruz de papel blanco de brazo a brazo, Salva cruce.

El presidente de Quito contempló estas inscripciones como la provocación popular más alarmante y sediciosa, y empleó la astucia y la opresión para descubrir a su autor. Prendió a un maestro de escuela llamado Marcelino Pérez, y según informó el mismo Presidente al virrey de Santa Fe, nada pudo descubrir sin embargo de las prisiones y de la opresión que por remotas sospechas le hizo sufrir.

Últimamente juzgó que no podía ser otro el autor de aquellas inscripciones que el doctor don Eugenio Espejo, y lo sepultó en un calabozo, donde falleció hacia el año de 1796.

El virrey Ezpeleta, dijo en su contestación al presidente de Quito, que el estilo de estas inscripciones era semejante al de las Doce tablas,   —XI→   y que no se perdonara ninguna diligencia para evitar una conmoción popular; pues, las ideas que se revelaban en Quito se difundían en Bogotá.


Don Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, este sabio americano, como lo llama monsieur Peignot en su Diccionario biográfico portátil, fue de la clase indígena; pero dotado de un talento universal, llegó a ser uno de los más grandes literatos de su época, en la América del Sur. Nació en Quito, hacia el año de 1740, y habiéndose dedicado al estudio con una consagración infatigable, poseyó profundos conocimientos en Medicina, Jurisprudencia y Teología. Su vasta erudición lo hizo demasiado notable en Nueva Granada, Quito y el Perú; pues, a excepción de un corto número de literatos y hombres eruditos, ningún otro había abrazado conocimientos tan extensos como variados.

Instruido Espejo en la historia antigua, y versado en las doctrinas de algunos políticos que había podido adquirir, concibió desde muy temprano la idea de la independencia y el establecimiento de un Gobierno popular. Así es que desde 1770 escribió algunos opúsculos satíricos contra los gobernantes y el régimen colonial, especialmente el folleto intitulado La Golilla que le acarreó una persecución obstinada.

  —XII→  

Los presidentes de Quito y las autoridades inferiores calificaban a Espejo de hombre rencilloso, travieso, inquieto y subversivo, y buscaban pretextos para deshacerse de él y expulsarlo del país.

La expedición de límites al Marañón ofreció al Gobierno de Quito un plausible pretexto para desterrar a don Eugenio Espejo; pues, debiendo marchar de Quito la cuarta expedición, bajo la dirección del primer comisario don Francisco Requena, para demarcar las fronteras de la Real Audiencia de Quito con el gran Para y Marañón, según el tratado preliminar de límites de 1777, se nombró a Espejo médico de la expedición, y aunque procuró evadirse por la fuga, fue tomado en Ambato y conducido a Quito como un reo de grave atentado.

En 1770 escribió Espejo el Nuevo Luciano de Quito o despertador de los ingenios, bajo el anagrama de don Francisco Javier Cía Apéstegui y Perochena. Esta obra está dividida en nueve conversaciones y figuran como interlocutores dos personas verdaderas, el doctor don Luis de Mera, natural de Ambato, eclesiástico de probidad y de luces, y don Miguel Murillo poeta de mal gusto. El objeto que se propuso Espejo fue introducir en Quito el buen gusto literario; y aunque no encierra sino una reproducción de los escritos de Verney, que escribió sus obras sobre el método de estudiar bajo el   —XIII→   nombre de Barbadiño, de los de Bouhours, Muratori, etcétera se descubren en ella, como se expresa el coronel Joaquín Acosta, los primeros destellos de la civilización moderna4.

En noviembre de 1787 fue desterrado Espejo a Bogotá por el presidente de Quito don Juan José Villalengua; allí fue justamente admirado por su erudición y conocimientos bibliográficos, así como por sus principios liberales; allí se puso de acuerdo con Zea y Nariño para trabajar en la grandiosa obra de la independencia de Quito y Santa Fe, y allí adquirió mayor caudal de luces y un gusto más fino y exquisito en literatura.

En esos tiempos se trataba en Quito de fundar la sociedad patriótica denominada Escuela de la Concordia, y a fin de estimular a sus compatriotas a un establecimiento tan importante, les dirigió Espejo el siguiente discurso.

(El Señor Herrera inserta luego el discurso de Espejo).

La ilustre sociedad de literatos que publicaba en Lima el célebre periódico intitulado Mercurio Peruano hizo en el número 103 un concepto favorable de este discurso. «Es una pieza delicada, dice, fina, sublime, que por sí sola basta para dar a conocer el buen gusto de   —XIV→   la elocuencia académica que reina en estos países; por lo que no sólo hace honor a Quito sino también a toda la América. Su estilo es noble, majestuoso, lleno de entusiasmo: sus pensamientos sólidos: su objeto poner a la vista el estado infeliz de la patria, y persuadir las ventajas que ésta debe esperar del establecimiento de un cuerpo económico, atendido el genio de sus habitantes, su natural disposición para las artes más delicadas, las proporciones del suelo etcétera».

Planteada la sociedad económica, se encargó el doctor Espejo de la redacción del primer periódico de Quito, Las primicias de la cultura de Quito. Esta obra fue desempeñada con juicio, tino y madurez, como lo observaron los mismos escritores de El Mercurio Peruano; pero no se sostuvo largo tiempo, porque Espejo fue víctima de nuevas persecuciones. Las inscripciones de las banderitas que aparecieron en varios lugares públicos de esta ciudad, como se dijo antes, se le atribuyeron a él, y habiendo sido reducido a una dura prisión, falleció en los últimos años del siglo pasado.

En la pesquisa que ordenó el Gobierno de Quito se hiciera de Espejo el año de 1783 para que marchase al Marañón a la comisión de límites, se encuentra la filiación por la cual puede formarse concepto de su aspecto físico. «El enunciado Espejo, dice, tiene una estatura regular, largo de cara, nariz larga, color moreno,   —XV→   y en el lado izquierdo del rostro un hoyo bien visible»5.


Pero Espejo, ya desterrado, ya sepultado en dura prisión, no pudo dar a la estampa ninguna de sus obras, cuyos ejemplares manuscritos van agotándose y perdiéndose con el transcurso del tiempo. A fin, pues, de evitar esta irreparable pérdida, hemos resuelto publicar en las Memorias de la Academia los escritos más notables de Espejo, comenzando por el tratado que, con el título de Reflexiones acerca de un método seguro para preservar a los pueblos de las viruelas, escribió en 17856.


Este ilustre ecuatoriano nació en Quito, en febrero de 1747. Fue hijo legítimo de don Luis Santacruz, hábil cirujano, y de doña Catalina Aldás. Se dedicó principalmente al estudio de medicina y se recibió de médico en 1772; pero no solamente se contrajo al estudio de esta ciencia, sino muy especialmente al de la literatura y aún al de la Teología y Jurisprudencia.   —XVI→   Su vasta erudición le hizo notable, no sólo en Quito; sino en Nueva Granada y el Perú.

Espejo dejó escritas algunas otras obras; tales son: Reflexiones sobre la utilidad, importancia y conveniencia que propone don Francisco Gil, Cirujano del Real Monasterio de San Lorenzo, acerca de un método seguro pasa preservar a los pueblos de la Viruela. Esta obra hace ver cuán profundos eran los conocimientos de Espejo y su vasta erudición en la ciencia médica. Una gran parte de este trabajo se publicó en las Memorias de la Academia de Quito Correspondiente de la Española: Memoria sobre la corta de árboles; Cartas riobambenses; Carta a don Pascual Cárdenas, sobre indulgencias, en nombre del padre fray Francisco de Jesús La Graña; El Anti-Luciano Pío; Carta del doctor don Próspero Rebolledo al autor del Anti-Luciano Pío7.



  —XVII-XVIII→     —XIX→  
- II -

Juicio del señor doctor don Pedro Fermín Cevallos


Previa la real aprobación, se estableció otra sociedad con el nombre Escuela de la Concordia, fundada con el fin de adquirir y propagar conocimientos agrarios, fabriles y artísticos, y entrar así por el camino de la civilización. Los protectores de ella debían ser el Virrey, los Presidentes de las Reales Audiencias y los Obispos y la Escuela tuvo por Presidente, al Conde de Casa Jijón; por Director, al Conde de Selva Florida; por Secretario, al doctor don Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, entonces el literato de mayor expectación del Reino de Quito; y por Tesorero, a don Antonio de Aspiazu. Entre los socios de número, acreditados, en la república de las letras, se contaban los doctores don Ramón Yépez, Juan José Boniche y Nicolás Carrión, y el padre fray Francisco La Graña; y entre los supernumerarios, don Antonio Nariño, don Francisco Antonio Zea, doctor don José Cuero, don Gabriel Álvarez, doctor don Sancho Escobar, don Juan Larrea, doctor don Francisco Javier Salazar, doctor don Ramón Argote, don Jacinto Bejarano y doña Magdalena Dávalos.

  —XX→  

El doctor Espejo, que fue nombrado Secretario cuando se hallaba ausente y como desterrado en Santa Fe, recibió también a su regreso por 1791, el encargo de la redacción del periódico que debía publicar la Sociedad. Se dice que, en efecto, salieron a luz dos o tres números, y que, aun cuando ni por el tema ni objeto del periódico tenía conexión ninguna con la política, como ya por entonces susurraban malas voces contra la autoridad y abusos de los reyes, comenzaron primero estorbos contra su publicación; luego las persecuciones y, por fin el nuevo destierro del redactor y la absoluta extinción de la Sociedad.


El doctor Espejo, a cuyo talento despejado unía suma aplicación a las letras y deseos vivos de saber lo que generalmente ignoraban los americanos, era uno de los pocos hombres que conocían el derecho público y algunos otros ramos de las ciencias sociales. Impresionado y dolorido, más que otros de sus compatriotas, del estado de humillación de la patria, sin duda por pertenecer más inmediatamente a la raza vencida por Pizarro, echaba de cuando en cuando algunas frases punzantes; aunque indiscretas contra el Gobierno, hasta el término de haber escrito un opúsculo titulado La Golilla. El opúsculo no se publicó; pero echada a volar la   —XXI→   voz de haberse escrito, los gobernantes comenzaron a perseguirle, en son de honrarle con comisiones honoríficas, y La Golilla labró conocidamente sus desgracias por el delito de haber satirizado al Gobierno y gobernantes.

Parece que el opúsculo fue escrito en 1787, pues por este año fue cuando principiaron a menudear la vigilancia y persecuciones contra Espejo, terminando por su destierro a Santa Fe, a pesar de que entonces era casi imposible que pensase en la emancipación de su patria. Muy pronto se intimó en Santa Fe con los literatos de mayor nombradía y con los patriotas más distinguidos, quienes, por 1790, tenían calados ya los más de los sucesos de la revolución francesa. Sus conexiones se estrecharon muy especialmente con don Antonio Nariño, republicano fogoso que, como Espejo, no podía avenirse con el Gobierno de los Reyes.

De vuelta a Quito, después de tres años de ausencia, se encargó de la redacción del periódico titulado Primicias de la cultura de Quito, y comenzó a obrar con suma actividad por el establecimiento y conservación de la Escuela de la Concordia. Le destinaba en sus adentros; de conformidad con los proyectos concertados con los señores Nariño y Zea y otros colonos de Quito y el Perú, a que sirviera de madre a otras y otras sociedades subalternas que debían establecerse en varios puntos, con el fin de instalar   —XXII→   y difundir con prontitud y seguridad algunas ideas de independencia. Entre las cincuenta y ocho personas de que se compone la lista de sus miembros, se encuentran muchos nombres de las mismas que poco después, prepararon y ejecutaron la revolución los marqueses de Selva Alegre, Maensa, Miraflores, Villaorellana y Solanda, don José Ascasubi, don José Cuero, don Gabriel Álvarez, don Pedro Montúfar, don Juan Larrea, etcétera; y entre los supernumerarios, don Antonio Nariño, don Martín Hurtado, don Francisco Antonio Zea, don Ramón de Argote, don Jacinto Bejarano, etcétera.

Cuantos se hallaban instruidos del secreto aceptaron el proyecto con regocijo, y se determinaron a obrar con actividad y entusiasmo; mas, a la muerte del periódico y persecuciones de que fue víctima el caudillo Espejo, superó el espanto de la realización y se abatieron los ánimos. No se establecieron las sociedades, y siguió sin interrupción aquel sosiego con el cual habían nacido y estaban casi avenidos nuestros Padres. El fuego revolucionario no podía surgir de aquel estado yerto de tantos y tan sosegados años, y fue necesario que la Francia conmoviese el mundo para que también América participase del cataclismo político de 1789, apenas conocido de muy pocos en la presidencia.

Cuando en 1794 aparecieron pegadas las paredes de algunas calles: de la ciudad unas   —XXIII→   banderillas, que contenían las palabras Salva cruce, libertatem et gloriam consequuto y las Salva cruce, liber esto, la vista de los gobernantes se clavó al principio en un pobre hombre que regía una escuela de primeras letras, llamado el maestro Marcelino, sin más ni más que por la semejanza de la letra de las banderillas con la suya, y le prendieron y se apuraron los interrogatorios, sin que por esto se descubriera el verdadero autor. La sana crítica y los antecedentes de Espejo, atribuyeron a éste esos arranques del patriotismo, y el tiempo y la tradición lo han confirmado.

También el presidente Muñoz de Guzmán y las demás autoridades tuvieron muy luego a Espejo como autor de las banderillas; mas como no hallaron pruebas adecuadas contra el cargo, se desentendieron del asunto, y por otros motivos que no alcanzamos, sino pretextos, le redujeron a prisión, en la cual murió aquel patriota, honra de su raza y de Quito, su cuna.

Decimos que le prendieron por otros motivos que no hemos podido descubrir, porque nunca se le acusó de autor de las banderillas, ni se halla referencia alguna a ellas en la correspondencia oficial del Presidente. Por un oficio de 21 de agosto de 1795, dirigido al Presidente del Supremo Consejo de Indias, se sabe que Espejo estaba preso por cierta causa grave de Estado; pero como no la expone, quedamos en la misma   —XXIV→   incertidumbre. Puede ser que esta causa fuese la de sus conexiones con Nariño y Zea, presos igualmente por el mismo tiempo en Santa Fe como reos de Estado; y aun esto, sin embargo, no pasa de ser una presunción8.



  —XXV-XXVI→     —XXVII→  
- III -

Juicio del excelentísimo señor don Marcelino Menéndez y Pelayo


En 1799 empezó a correr de mano en mano en la ciudad de Quito, y luego en otras de América, no sin que algunas copias llegasen a España, un libro que agitó poderosamente la opinión, con el título de Nuevo Luciano o despertador de ingenios. El autor seguía las huellas de Verney (alias el Barbadiño), atacando de frente y sin contemplación ni miramiento alguno el vicioso método de estudios que prevalecía en las colonias americanas, trasunto fiel, aunque todavía más degenerado, del que imperaba en la Península durante la primera mitad del siglo XVIII. Era autor de esta aguda y violenta sátira, dispuesta en forma de diálogos, donde no escaseaban los nombres propios ni los ataques personales, un descendiente de la raza indígena, llamado el doctor Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, Médico y Cirujano con fama de muy hábil en el ejercicio de su profesión, y con fama todavía mayor y bien merecida de hombre de conocimientos enciclopédicos,   —XXVIII→   de gran variedad de aptitudes, de ingenio despierto y mordaz, y de grande inclinación a las ideas novísimas, así en lo científico como en lo social y en lo religioso. Arrastrado por estas propensiones suyas, hizo en una sátira posterior al Nuevo Luciano amarga censura del régimen colonial, encarnizándose con el mismo ilustre Marqués de la Sonora, a quien hoy ensalzan y ponen en las nubes los americanos que profesan doctrinas análogas a las que el doctor Espejo difundía. Esta sátira, calificada por el presidente de Quito de sangrienta y sediciosa, valió al doctor Espejo un año de cárcel, y luego un largo destierro a Bogotá, donde Espejo se entendió con Nariño y otros criollos de ideas semejantes a las suyas, y contribuyó a preparar el movimiento insurreccional de 1809. Las ideas que hervían en la cabeza del médico ecuatoriano, bien claras se revelan en el famoso, y en algunos pasajes elocuente, discurso que desde Bogotá dirigió al Cabildo de Quito y a los fundadores de una especie de sociedad económica denominada Escuela de la Concordia. El autor empieza por decir: «Vivimos en la más grosera ignorancia y en la miseria más deplorable». ¡Cómo si sus propios escritos, nacidos bajo el régimen colonial y bajo la educación española, no fuesen la prueba más brillante de lo contrario!

La Escuela de la Concordia duró poco, y   —XXIX→   todavía menos el periódico que ella fundó en enero de 1792 con el título de Primicias de la cultura de Quito. El doctor Espejo, complicado, con razón o sin ella, en nuevos planes revolucionarios, murió en un calabozo por los años de 1796. Sus obras quedaron inéditas, incluso el Nuevo Luciano, que es la más importante de todas, y que esperamos ver pronto de molde por diligencia de la Academia Ecuatoriana9.

  —XXX→  

La obra está dividida en nueve conversaciones, siendo interlocutores dos personas reales y verdaderas, el doctor don Luis de Mera, natural de Ambato, que defiende la causa de la razón y del buen gusto, y el poetastro don Miguel Murillo, en cabeza del cual ha puesto el autor todas las corruptelas literarias. Sucesivamente se discurre sobre la Retórica y la Poesía, sobre el Criterio del Buen Gusto, sobre la Filosofía, sobre la Teología Eclesiástica, sobre un   —XXXI→   nuevo y reformado plan de estudios teológicos, sobre la Teología moral jesuítica y sobre la Oratoria cristiana. Las conversaciones 3.ª, 4.ª y la 9.ª pertenecen totalmente al asunto de nuestra obra; pero fuera de la acritud de la sátira y de la originalidad que presta a la obra su procedencia americana, poco nuevo encontramos respecto a doctrina. Todo procede de Muratori en sus Reflexiones sobre el gusto; del padre Bouhours en las Conversaciones de Aristo y Eugenio, y especialmente del Barbadiño, con la misma mala voluntad de este último contra las escuelas de los jesuitas, acrecentada y subida de punto. Del gusto de los de aquella provincia nos da extrañas noticias suponiendo que imitaban y admiraban a Lucano con preferencia a cualquier otro poeta latino, y que no tenían en sus bibliotecas un Longino ni un Quintiliano. De aquí deduce que ignoraban verdaderamente el alma de la Oratoria y de la Poesía, «que consiste en la naturalidad, moderación y hermosura de imágenes vivas y afectos bien expresados», y que; por el contrario, preferían siempre lo brillante a lo sólido, lo metafórico a lo propio, lo hiperbólico a lo natural, siendo sus autores favoritos en el Parnaso castellano Villamediana y Bancés Candamo, el portugués Antonio de Fonseca Soares (fray Antonio das Chagas), y un cierto don Luis Verdejo, autor de un poema gongorino sobre el sacrificio de Ifigenia. La imitación   —XXXII→   de las acciones humanas es para el doctor Espejo el constitutivo esencial de la poesía. Lo que asombra verdaderamente e indica cuán escaso era el sentido del arte en este reformador tan audaz, es que, a renglón seguido de tales principios, conceda la palma entre todos los poemas épicos españoles a la Farsalia de Jáuregui (que además de ser mera traducción, aunque parafrasática y valiente, es en el estilo tan oscura, inextricable y culterana como el mismo Polifemo), y a la Lima Fundada del doctor Peralta Barnuevo, verdadero monstruo de erudición, pero hombre de ningunas dotes poéticas, y además conceptista furibundo, grande amigo de sentencias simétricas y de rebuscadas antítesis.

El Nuevo Luciano, cualquiera que sea su valor intrínseco, es una de las obras más antiguas de crítica compuestas en la América de habla española. En tal concepto, y a título de curiosidad histórica era imposible omitirla10.





  —XXXIII-XXXIV→     —[XXXV]→  

ArribaAbajoIntroducción a la Ciencia Blancardina

  —[XXXVI]→     —[XXXVII]→  

Para facilitar la inteligencia de este opúsculo de Espejo, es necesario reproducir íntegramente la Aprobación, que el padre Arauz dio a la oración fúnebre pronunciada por el doctor Yépez, porque todo el escrito de Espejo va enderezado contra la aprobación del padre Arauz. Mas, antes, como preámbulo, juzgamos de todo punto indispensable la discusión y el esclarecimiento de algunas cuestiones de crítica histórico-literaria, relativas al verdadero fin y objeto del opúsculo, que enseguida hemos de imprimir.

¿Quién fue el verdadero autor del opúsculo titulado Marco Porcio Catón o Memorias para la impugnación del Nuevo Luciano de Quito?   —XXXVIII→   ¿Fue el padre fray Juan Arauz o fue el mismo Espejo? Esta cuestión es para nosotros cuestión definitivamente resuelta: el verdadero autor del opúsculo titulado Marco Porcio Catón no fue el padre Arauz, sino el mismo Espejo. Las pruebas, que vamos a presentar, son irrefutables.

En la Representación, que, desde la cárcel en que estaba preso, elevó Espejo, el 27 de octubre de 1787, al presidente Villalengua, enumera los escritos de que era autor, y entre ellos cuenta expresamente el Marco Porcio Catón, cuyo original dice que lo había dejado en Riobamba. He aquí sus textuales palabras: «El Marco Porcio Catón tengo de pedirlo a Riobamba; y, cuando me venga, tendré el honor de remitírselo a Vuestra Señoría. Su fin fue poner en claro las vanas objeciones, con que los quiteños se desgañitaban contra mi Luciano, y, escribir la verdadera segunda parte de éste». La aseveración de Espejo no puede ser más clara ni más terminante.

En cuanto a la Representación, puede leerla todo el que quiera en el tomo primero de esta colección de los escritos de Espejo, en que está impresa.

El señor doctor Pablo Herrera conocía este documento, y aun copió unas cuantas líneas de él en el artículo, que, con el título de Escritos de Espejo, dio a luz en las Memorias   —XXXIX→   de la Academia ecuatoriana correspondiente de la Real Academia española de la lengua. ¿Cómo, teniendo a la vista un documento tan claro y tan concluyente, cómo, preguntamos, pudo escribir magistralmente, que el autor del Marco Porcio Catón fue el padre fray Juan Arauz, religioso de la Merced?

¿Habría leído el señor doctor Herrera la Ciencia blancardina de Espejo? No vacilamos en asegurar que no la había leído, aunque de ese escrito de Espejo tuvo a su disposición por largo tiempo un ejemplar: si hubiera leído La ciencia blancardina, habría dado en ella con el pasaje, en que Espejo no sólo declara que él mismo fue quien escribió el Marco Porcio Catón, sino que refiere el motivo que se propuso al escribirlo, y añade que no quiso publicarlo con su nombre, dejándolo circular anónimo. Ese pasaje se halla en la Conversación o Diálogo séptimo de la Ciencia blancardina11.

El verdadero autor del Marco Porcio Catón no es, pues, el padre fray Juan Arauz, sino el mismo Espejo.

Dice el señor doctor Herrera, que la Ciencia blancardina la escribió Espejo, para rebatir el Marco Porcio Catón del padre Arauz: esta aseveración es inexacta y contraria a la verdad de los hechos.

  —XL→  

Espejo escribió la Ciencia blancardina con el objeto de vengarse del padre Arauz, analizando y censurando la Aprobación, que éste dio a la oración, que pronunció el doctor Yépez en las exequias, que en la Catedral de Quito se hicieron al Obispo de Badajoz. Así lo declara, y así lo asegura el mismo Espejo, en la Representación, que, cuando estuvo encarcelado, elevó al presidente Villalengua.

Y, aunque Espejo no lo hubiera dicho, habría bastado leer la Ciencia blancardina, para convencerse de que el objeto de ella era refutar la Aprobación del Padre Arauz.

Para mayor comprobación de todo cuanto acabamos de asegurar, pongamos, como quien dice, frente a frente a Espejo y al señor doctor don Pablo Herrera.

El señor Herrera escribe: «Algunos ecuatorianos impugnaron con dureza los juicios críticos del Nuevo Luciano. Entre ellos se distinguió el padre Arauz, sabio religioso de la Orden de Nuestra Señora de Mercedes. Su obra se intitula Marco Porcio Catón o Memorias para la impugnación del Nuevo Luciano de Quito: escribiolas Moisés Blancardo y las dedica [...]»12.

Veamos ahora lo que dice Espejo: «Digo   —XLI→   que no sólo le he manejado (el Marco Porcio Catón), sino que yo mismo soy el autor de dicho papelillo»13. ¿Habrá cosa más clara?

Escribe el señor Herrera: Espejo contestó esta impugnación (la del padre Arauz), con otra obra intitulada La Ciencia blancardina14.

¿Qué dice Espejo? Espejo dice: «La Ciencia blancardina es una censura prolija de una aprobación, que dio el padre maestro Arauz a un sermón fúnebre del doctor Yépez»15. ¿Habrá cosa más terminante?

El señor doctor Herrera escribe: «La Ciencia blancardina está dividida en tantos diálogos cuantos son los del Nuevo Luciano aseveración inexacta. Los diálogos no son más que siete: los del Nuevo Luciano son nueve». El señor Herrera dice, a boca llena, y lo repite, que el padre Arauz era un sabio.

El señor don Miguel Antonio Caro; que había leído el Marco Porcio Catón, y que lo   —XLII→   creía obra del padre Arauz, asegura que era un escrito macarrónico, es decir, sin gramática; ni buen gusto.

No puede haber erudición de buena ley, sino cuando el erudito ha tenido paciencia para leer despacio las obras que cita; sobre todo, si se trata de autores, cuyos escritos permanecen todavía inéditos: la lectura de obras manuscritas es labor pesada, enojosa y de ordinario poco deleitable; pero es labor necesaria, cuando se escribe concienzudamente. De otro modo los juicios ligeros contribuyen a difundir errores, que llegan a obtener carta de ciudadanía en la República de las letras, patrocinados por la autoridad de escritores, que gozan de la fama de eruditos.

Quito 1912.

El editor



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ArribaAbajo Aprobación del reverendo padre maestro fray Juan de Arauz, y Mesía del Real, y militar Orden de Nuestra Señora de las Mercedes, doctor Teólogo en la Real, y Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino, examinador sinodal de este obispado y ex provincial de esta provincia de su Sagrada Orden etcétera16

Por decreto del ilustrísimo señor doctor don Blas Sobrino, y Minayo, del Consejo de su Majestad, Dignísimo Obispo de esta Diócesis, he visto la Oración fúnebre, que en las Exequias, que se hicieron en esta Santa Iglesia Catedral al ilustrísimo señor doctor don Manuel Pérez Minayo, y Giraldo, del Consejo de su Majestad, obispo de Badajoz, dijo el doctor don Ramón de Yépez, abogado   —XLIV→   de los Reales Consejos, cura, y vicario de la Doctrina de Tumbaco. Y en medio de que la grande satisfacción, y aplauso, con que se oyó, cuando la dijo en aquel gravísimo, y Docto concurso, fue una calificada aprobación, leyéndola después con prolija atención la he hallado tan cabal, libre de toda Censura, y tan superior a la crítica más escrupulosa, que antes ha crecido en mí tanto más el aprecio, cuanto más he meditado la elevación del discurso. Toda ella es un hermoso enlace de perfecciones, y muestra todos los primores, de que debe estar adornado un Orador sabio, y Cristiano, sublimidad de estilo, profundidad de pensamientos, estudio, y penetración de las Escrituras, lectura de Santos Padres, no pequeña tintura de las Artes, y Ciencias, instrucción grande en el dogma, y la Moral, imaginación fértil, y brillante, y facilidad increíble para explicarse con propiedad, y limpieza vienen a ser el carácter de esta obra. Ninguno la verá sin asombro, y siempre encontrará en cada cláusula nuevos motivos a la admiración, al ver aquella majestad de su elocuencia, aquel fuego sagrado, con que forma los caracteres, más bien que con la tinta, aquella solidez de pensamientos, y de doctrina, aquella unción, aquella agudeza, aquella sentencia, que brilla, que encanta, que embelesa, que enciende, me preguntaba a mí mismo, si leía a los Basilios, á los Gregorios, á los Crisóstomos, á los Crisólogos, ó á otro de los Santos Padres, y aunque no encontré semejanza con estas Lumbreras de la Iglesia, conocí, que los procuraba imitar, que los había cogido por modelo, y norma, que su método era la pauta, que se había tomado, para reglar su modo de pensar, que eran el Norte de sus deseos, la guía de sus discursos, y la senda de sus caminos; de modo que aún siguiéndolos a distancia, no los perdía de vista. Esto mismo confesará todo el que quiera hablar sin preocupación, y sin envidia: la   —XLV→   verdad está patente a los ojos de todos. No hablo de memoria, ni quiero que se me crea por sola mi palabra. La Oración, de que trato se da al público, el que verá, que la fecundidad del espíritu de su Autor, no ha quedado en los botones, y flores, sino que se adelanta a los frutos más sazonados, que su vivacidad no para en brillar, sino en alumbrar, que la belleza de elocución no pende de los aliños del arte, ni de los adornos de una vana ostentación de voces, sí de la propiedad animada del celo, con que sin querer predicarse a sí mismo, predica con la mayor pureza las verdades de nuestra santa fe. En una palabra: verá una Oración ajustada á las reglas de la Retórica Cristiana.

Según ésta, la Oración fúnebre consta de tres partes que son Alabanza, Consolación, y Exhortación. Venga ahora á la censura, la Crítica más delicada, y muéstrenos en cuál de estas tiene alguna sombra de defecto, la que tenemos presente. El elogio al ilustrísimo señor doctor don Manuel Pérez Minayo de buena memoria, y á cuyo obsequio se dispusieron los funerales es muy justo, ni es menos lo que se debe a su piedad y mérito. Este ilustrísimo prelado fue el honor de las ínfulas, la gloria del Santuario, el crédito del Sacerdocio. Su estudio en las verdades Divinas, su justicia y su caridad, le hicieron a su Orador, que reconociese en su persona las virtudes de un David, esto es, de un Príncipe formado a las ideas de un corazón divino. Aplicación en que no intervienen los colores de arte, sí el mérito y la justicia.

No es menos hermosa la Oración en su segunda parte. Es verdad, que nuestro ilustrísimo pastor el señor doctor don Blas Sobrino, y Minayo tenía altísimos motivos para sentir la muerte de ese Príncipe Ilustrísimo. La relación de un parentesco tan inmediato era lazo, que le estrechaba al dolor. El reconocimiento, de que le hubiese adoptado por hijo desde la edad de siete años, de   —XLVI→   que le hubiese educado, haciéndole gustar la suavidad de las virtudes, la hermosura de la inocencia, la pureza de costumbres, hasta formarle un héroe capaz de ocupar un trono semejante al suyo, le imprimió en su corazón el más filial, y el más tierno amor. Circunstancias todas, que daban nuevo aliento á la pena, muchos grados al sentimiento; ¿pero qué consolación más dulce para un hijo amante, que escuchar las virtudes, que le aseguran una inmortalidad feliz a su padre? ¿Y qué mayor aliento para todos, que habernos quedado una imagen viva, un depósito fiel en el hijo, de todas las nobilísimas cualidades, de todas las virtudes, que llorábamos como apagadas con la muerte del padre? Uno y otro lenitivo lo aplica la Oración con la mayor destreza. ¡Ah! ¿Si las angustias del tiempo no se lo hubieran impedido, qué no hubiera dicho un tan grande ingenio de las prendas amabilísimas de nuestro ilustrísimo prelado? Bien sé, que nos hizo patentes la afabilidad en su trato, la dulzura de su genio, su amor á la paz, y felicidad pública; pero, ¿cuánto más nos hubiera referido, introduciéndose, á ver ese corazón fragua de Caridad, Oficina de piedades, centro de la Compasión? Estoy cierto que le proclamaría el José proveedor en las necesidades de su Pueblo, el Noé, que da alivio, a los que aflige un diluvio de penas, el Moisés que ama a su Pueblo más que á su vida, la Columna que guía á los extraviados por la senda de los aciertos. ¿Mas á dónde voy, cuando es propio de sólo el pincel de Apeles reducir a breve lienzo la estatura de un gigante? Sirva de señal de nuestro reconocimiento cada pecho, donde están prevenidos Altar e Incienso para la veneración.

¿Ahora, qué nos dirá la crítica? ¿Qué es defecto grande aplaudir á quien está presente, aunque éste sea un Príncipe de la Iglesia? ¿Qué ésta, lejos de ser imitación de los Santos Padres, es un   —XLVII→   abuso detestable de la Cátedra del Espíritu Santo, y una profanación abominable del lugar más sagrado? Quien así piensa, no ha leído á los Santos Padres. Siendo cierto, que tenían costumbre de lo contrario. San Gregorio el Nazianceno dijo la Oración fúnebre en las exequias de su hermano Cesario, y no dudó elogiar á sus padres que estaban presentes17. El mismo Gregorio predicó en los funerales de su padre con asistencia de San Basilio, y no fue otro el exordio, que el elogio de este Santo Padre18. No es el Nacianzeno el único en este modo de orar. Lo mismo veo practicado del Niceno en las exequias de Placidia hija de Teodosio el Grande, donde no fueron pequeños los encomios dirigidos á Nectario Patriarca de Constantinopla, que le oía19. Ni fue diverso el método de San Ambrosio, cuando predicó en los funerales del grande Teodosio, en que asistió Honorio su hijo, y en la parte consolatoria no sólo refirió las virtudes de Teodosio, sino que para consuelo del pueblo colmó de elogios á Honorio, haciéndolo heredero de las virtudes de su padre20. Bastan estos ejemplares, para que diste, su imitación de toda nota.

La exhortación no puede ser más juiciosa, ni más cristiana. No creo que haya Aristarco el más severo, ni Zoilo por injusto que sea, que muestre desagrado. Lo mismo debía prometerme de toda la Oración haciendo memoria, de que es tanta la aceptación, que tiene su Autor con el Público, que   —XLVIII→   la envidia misma con el nombre de Luciano21, lejos de atreverse á su ofensa, la tributa veneraciones y aplausos á su mérito. No ha mucho que hizo ver su negra melancolía, vomitando su humor pestilente, y un cruel veneno aún contra lo más respetable y sagrado; pero con todo, siendo así, que cualquiera aplauso ajeno por corto que sea, le había sacado lágrimas á su dolor, al ver al doctor don Ramón de Yépez, disimuló los puñales de su pecho, y poseído del mayor susto, se echó á sus pies, confesando la grandeza de su mérito, la elevación de su ingenio, la belleza de sus letras, hasta publicarlo dechado de oradores sagrados, jurisconsulto insigne, teólogo consumado. ¿Qué diremos de este talento gigante, que á la misma envidia le pone la triste precisión, de disimular con la serenidad del rostro la tempestad de su corazón? ¿Qué debe decir la justicia, cuando hasta la sinrazón no se atreve á injuriarle? Lo cierto es, que el doctor don Ramón de Yépez nos hace grande honor, y que su obra la debemos mirar, como un Tesoro más apreciable, que cuantos nos franquea la América con sus minas.

Por lo que, y no contener nada opuesto al Dogma, á la Moral Cristiana, ni a las regalías de Su Majestad soy de sentir se dé á la luz pública. ¡Lástima es, que producciones tan hermosas, no salgan en letras de oro! La Oración presente lo merecía; pero ya que el asunto es lúgubre, y tan justamente anima nuestro sentimiento, imprímase con tinta, para que gire por todas partes vestida de luto tan triste noticia. Este es mi juicio salvo meliori.

Dado en este Convento Máximo de Nuestra Señora de la Merced de Quito a 6 de julio de 1780.

Maestro fray Juan Arauz.





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