Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —[1]→  

ArribaAbajo La Ciencia Blancardina

(Inédito)


  —[2]→     —[3]→  
Nuevo Luciano de Quito o despertador de los ingenios quiteños en siete diálogos apologéticos de la oración fúnebre que dijo el doctor don Ramón de Yépez, abogado de los reales consejos, cura y vicario de la doctrina de Tumbaco, y de las nueve conversaciones que salieron por junio de 1779


Escrito por el doctor don Javier de Cía Apestegui y Perochena, Procurador y Abogado de causas desesperadas. Dedicado al Venerable y Muy Ilustre Clero de Quito. Año de 1780


  —[4]→     —[5]→  

Laudare si quid fiat ut debet, reprehendere autem si peccatum fuerit, amici est, et curam agentis; et ut discatis quod sine defectu omnia laudare, et in omnibus beatum dicere non sit amici sed impostoris, dixit Scriptura: Popule meus, qui te beatum dicunt ipse te decipiunt, et semitam pedum tuorum excabant.


Divus Chryhsostomus                


Ac praeterea ita quodam modo afficior, ut non ad modum mihi cum vulgo conveniat, ne eamdem ingredi viam sustineam.

Sanctus Gregorius Naciancenus                


Traducción. Obra de amigo, que se interesa por nosotros, es alabar sólo lo que merece ser alabado, y reprender lo malo, si lo hubiere; y, para que sepáis que es propio de engañador y no de amigo alabarlo todo, como sin defectos, y proclamarnos rectos en todo, dice la Escritura: Pueblo mío, los que te llaman dichoso te engañan y ahondan un abismo a tus pies.

San Juan Crisóstomo                


Traducción. Yo de tal manera me afectó, que no me confunda a mí con el vulgo, ni parezca que ando por él mismo camino que él.

San Gregorio Nacianceno                


  —[6]→     —[7]→  

Al Muy Ilustre y Venerable Clero de Quito.

Muy Ilustre Señor:

Con un temor indecible era que osaría implorar el patrocinio de Vuestra Señoría Ilustrísima para mi Nuevo Luciano. Concebí que una acción de puro obsequio la calificarían algunos de la copa emponzoñada de la sátira, presentada por las manos mismas de la insolencia y del atrevimiento, para que Vuestra Señoría Ilustrísima llegase a mojar sus labios en el veneno de la procacidad y de la injuria, mientras que aquellos que miran con horror los rasgos de mi pluma, recordasen a Vuestra Señoría Ilustrísima, que hay algunos en que se pintan la estupidez, e ignorancia de muchos presbíteros. Podría aún poseerme la turbación, pero, Señor Ilustrísimo; confieso que me duró el miedo el brevísimo tiempo de un momento, aquel sólo en que suele ofuscar una sorpresa la claridad de la razón. Logró esta vez la esencia de los objetos con mucha copia de luz, y de allí se siguió luego, que la confianza desterrase al temor; la seguridad al recelo y la quietud pacífica del ánimo, a la sospecha.   —8→   Vio mi razón; Señor Ilustrísimo, a los talentos finísimos de Vuestra Señoría Ilustrísima, por una parte, y por otra a la tímida verdad, recuperando los fueros, si yo no vengo a los pies de Vuestra Señoría Ilustrísima, sino a ofrecer sus triunfos y sus glorias; porque no haré que la verdad, avergonzada huya, se esconda y desaparezca. No, Señor Ilustrísimo, no cometeré bajeza, que deslustre mi celo patriótico. La verdad puede ofender y disgustar a la delicadeza del amor propio. Pero sé que ella es amable a los ojos del entendimiento, y yo hallo en el de Vuestra Señoría Ilustrísima, claridad, hermosura, instrucción y fineza. Así no temeré, que gradúe el don, aunque pequeño, por ofensa, sino que lo acepte como el efecto del celo.

El mío, ferviente, más allá de lo que se puede esperar en estos reinos, meditó escribir una obrilla de mayor volumen, con el título de Historia de la Ignorancia. Y quien me la hizo concebir fue, sin duda, el insulto que me hizo la pluma de aquel regular, cuya aprobación comento. Pero me ha contenido producirla, el miedo de que pasasen mis papeles los confines de esta provincia. En el interior de nuestra propia casa, podemos desahogar a satisfacción las quejas y sentimientos. Por eso me contenté con hacer ver en estos Diálogos, que no debe presumir de censor, el que no tuviere mucha y profunda literatura y que mucho menos debe arrogarse sin ciencia verdadera, el derecho de condenar a un autor, que, si no la tiene, la solicita y cultiva con empeño, no siendo otro su deseo, sino que sus compatriotas la adquieran con ventaja.

Vuestra Señoría Ilustrísima, pues, va a ver los caracteres de una pluma, que está pronta a escribir las glorias del mérito literaria, y a estampar sus justas alabanzas.   —9→   Va igualmente a conocer el método que he debido observar en el lenguaje del elogio; y que yo, aborreciendo hasta el último punto el de la mentira, huyo incurrir aun en el dudoso y no bien claro país de la lisonja. Así sin ésta, puedo decir a Vuestra Señoría Ilustrísima, que de nuevo imploro su protección para el presente papel, porque una inclinación amorosa me fuerza a dedicárselo, y a ser

De Vuestra Señoría Ilustrísima muy humilde y obediente servidor.

Doctor De Cía.

  —[10]→     —[11]→  
Prefacio22

Si cualquier escritor tiene la obligación de comunicar la noticia de su obra, de dar una idea de ella, con los motivos que tuvo para formarla, el autor del Nuevo Luciano (no pretendiendo llamarse tal por el buen rasgo de su pluma), se ve hoy con mayores razones obligado a observar estos precisos cumplimientos, establecidos por la costumbre universal. Su primer deseo es, desde luego, no querer parecer a los ojos de sus lectores, como un hombre tan sensible y delicado, que, no pudiendo sufrir la inquietud que causa el ruido de una mosca,   —12→   o el suave dolor que ocasiona la picadura de una pulga, es la imagen de la vanidad y el amor propio. Había formado un análisis escrupuloso de la aprobación23, del muy reverendo padre maestro fray Juan de Arauz, que, por decreto del Ordinario, dio a la oración fúnebre del doctor don Ramón de Yépez, pronunciada en las exequias, que se hicieron en la Catedral de esta ciudad, a la memoria del difunto Obispo de Badajos, el ilustrísimo señor doctor don Manuel Pérez Minayo y Giraldo; y queriendo darlo (el análisis), a los que desean leer las producciones de este anónimo, ha temido que por ser la crítica de la aprobación de algún modo acerba y muy prolija, se crea que el deseo de que no se le toque le había (la pluma a la mano), obligado a clamar muy alto; pues, si no tuviese otro motivo, le haría justicia el público en persuadirse que a este autor le dominaba un espíritu de finísima soberbia, y que le sucedía lo que frecuentemente acontece con los deudores y burlones, que, mientras ellos libre y osadamente pican y ríen a costa de la ajena confusión, no quieren que se les diga ni una sola palabra festiva; y, si se les echa alguna pungente, rabian de dolor, de sentimiento, y aun de encono; pero no es de este carácter el autor de las pasadas conversaciones y de los diálogos presentes. Pues, teniendo el corazón vigoroso para poner en el papelillo intitulado Marco Porcio Catón, todos los denuestos, que contra   —13→   él vomitó el vulgo, y aún aquellos que puede alguna vez vomitar; con la misma generosidad ha tolerado que el reverendo padre maestro Arauz, le trate en su aprobación de la misma envidia. Lo que no ha podido sufrir, es que los débiles de espíritu hallen en ese indigno dicterio con que le trata el Padre Maestro, motivo para sentir pésimamente de la intención que le obligó a escribir. Aquellos, pues, espíritus de fácil impresión, que de su propio fondo no pueden sacar luces que les dirijan; aquellos que no se gobiernan sino por una autoridad extrínseca; luego que lean aquella aprobación, decretarán que el autor del Nuevo Luciano es tan horroroso, como el Padre Maestro le pinta. Y aunque juzguen favorablemente de ese tal cual mérito, detestarán el interior impulso que le asistió. Nadie debe dudar, que entonces no conseguiría ser leído; y que mucho menos lograse el fruto que se había razonablemente prometido. Véase aquí un grande embarazo a sus gloriosos designios; porque el autor del Nuevo Luciano, constituido va en el laudable empeño de promover la felicidad de su patria, no quiere perderlo de vista, sino que, teniéndole siempre presente, pretende llevarle a un estado de perfección, cual se puede desear en esta provincia.

Este es el verdadero motivo de publicar la serie prolija de los siguientes diálogos, que pueden llamarse la parte apologética de las pasadas conversaciones. Nada interesa al público; es verdad, uno de estos particulares duelos literarios: antes sí, muchas veces puede sacar de él motivos de escándalo y de ruina. Pero se lisonjea el autor que en este meditado intento, ha introducido objetos dignos   —14→   de su conocimiento, e ignorados, tal vez, aun de las gentes cultas del país, y ha atendido a dar una idea práctica del método de pensar con regularidad y exactitud, en cualquiera obra del entendimiento. Y ha ventilado asuntos que pueden quitar una parte de aquella delicadeza escrupulosa, que es el fruto de la ignorancia. Véase aquí el primer motivo de estos diálogos; observe en lo siguiente otro el lector.

A no haber tenido el autor delante de los ojos un objeto tan ilustre, como el de hacerse útil al público, hubiera olvidado de buena gana al padre maestro Arauz, y hubiera, aun con generoso desprecio, descuidado el ver su famosa aprobación contentándose con esperar que los inteligentes, puestos del bando de la verdad, pronunciasen algún día una sentencia favorable al autor del Nuevo Luciano, en que se le absolviese de la infame nota de envidioso. Y aún esperaría que el público mismo, sacudiéndose de los miedos que había concebido por sugestión de personas interesadas en la extinción de las conversaciones, declarase de aquí a poco, que había el doctor De Cía emprendido, con noble aliento; una causa justa; digna e interesante. Así lo haría, si no hubiese oído decir que el Padre Maestro le trataba en su aprobación de autor hereje, impío o ateísta, con el mayor desembarazo. Con motivo tan sensible, examinó por sus ojos la aprobación, desde luego halló, que aunque claramente no le llama hereje, impío, ni ateísta, pero que estampa una proposición que da lugar a que se piense que tiene el doctor De Cía alguna infección poco cristiana, o nada religiosa. El público verá si se ha engañado, y aquí se le presenta la proposición:   —15→   «No ha mucho (dice), que hizo ver su negra melancolía vomitando su humor, pestilente y un cruel veneno, aun contra lo más respetable y sagrado». ¿Qué es lo más respetable? ¿No son los jueces, los Prelados Eclesiásticos, los Magistrados, los Ministros de Estado?, ¿Qué es lo más sagrado? ¿No son los Reyes, el Papa, la Iglesia, la Religión y Dios mismo? Pero, ¿qué es lo que se llama vomitar humor pestilente? ¿No es, murmurar, maldecir y hablar con desprecio; con malignidad, con irrisión, con libertinaje, de todos estos objetos respetables y sagrados? Ahora, pues, ¿quiénes son regularmente los que le vomitan? ¿Acaso no son los herejes, los Cismáticos, los impíos, los ateístas? Mas ¿dónde o en qué parte de las conversaciones del Nuevo Luciano hay de ese humor pestilente, y de ese cruel veneno vomitado? Y el autor que las escribió ¿podrá o deberá callar, como que en el silencio escondiese la infame complacencia de verse llamado espíritu fuerte, de cuyo epíteto se vanaglorian y jactan muchos de los espíritus de este siglo?

Herido, pues, este autor del Nuevo Luciano en lo más sensible y delicado de su corazón, pide permiso al público para tratar a su reverendo calumniador en términos, si permitidos a una apología, más que no están opuestos a la claridad. Para lenitivo propio y para escarmiento de otros, ha usado en estos diálogos de una sal, que un tantico se inclina a lo cáustico, aunque no por eso deja de acompañarle lo gustoso. Si él fuese un autor que hubiese dado a su Luciano bajo de su verdadero nombre, esto es, aquel por el cual se le conoce, ya arrastraría en tribunal competente, a las formalidades del juicio al Reverendo Padre Maestro.   —16→   Pero, oculto e incógnito como se halla, (cuyo velo no autoriza a alguno, para que se le manche con tizne tan infame), pide o que se retracte el Reverendo Padre Maestro de la proposición, o que le manifieste las proposiciones que contengan humor pestilente contra lo más respetable y sagrado. Y el Santo Tribunal de la Inquisición, si ha reparado en el lenguaje del Reverendo Padre Maestro, como no dudo que reparará, ya le pedirá que haga la denuncia del cruel veneno vomitado contra lo más sagrado, por el autor del Nuevo Luciano.

Véase expuesto el otro motivo para haberse escrito a la larga estos diálogos. También en éste, se tuvo presente el bien del público: es interés suyo, que nadie se escandalice, que ninguno de los miembros padezca la infame nota de hereje, o que de verdad lo sea. Es su interés, que, si alguno de sus individuos se ve así injustamente calumniado de enemigo de la religión, haya quien le defienda con la pluma. Porque no es razón que cualquier ignorante y necio (que necios, ignorantes son los que quieren tenerse por sabios), por juzgar, que se insulta a su fama y crédito de Doctor, ingenioso se vengue con este linaje cruel de prohibida ofensa. Confesadme (les diría el autor del Nuevo Luciano a todos estos presumidos), confesadme de buena fe que sois indignos de llamaros sabios. Pero confesadme, igualmente, que, si apetecéis la reputación de tales, sois unos mentecatos, que adoráis vuestro engaño y vuestra irrisión.

Expuestos los motivos, se hace necesario ver el método con que ha formado estos diálogos. A la verdad, no tienen aquel gusto de las pasadas conversaciones, Pues en éstas, una imaginativa   —17→   del todo desembarazada, alegre y tranquila, intervenía a escribirlas con serenidad y pluma sobradamente festiva. Pero en estos diálogos había concebido esta facultad animal un fuego sombrío, bastante para comunicar a lo que exprimía una luz no muy alegre. En aquellas, doctor Murillo retozaba; y, al tenor de su genio estúpido, seguía un lenguaje propio de los que hablan en todas las ciencias, especialmente en la Medicina la jerigonza por lo que, la diversidad del estilo las amenizaba. En éstos una especie de monotonía, tanto en la expresión, cuanto en los pensamientos, hace creer que aquéllas tienen un atractivo más insinuante y perceptible. Mas, sea de cualquiera suerte lo que se debe saber es que en las primeras conversaciones se intentó ridiculizar la elocución hinchada de los cultos; y que en estos segundos diálogos, se ha querido hacer ver a Murillo muy enmendado, para dar a conocer, que la sagacidad de un maestro hábil es capaz de formar útil a la sociedad al genio, que parece amasado con la rudeza. Es cosa que frecuentemente se ve, que los de cortos talentos, o son despreciados de los maestros, o tienen los maestros peores y de corto alcance; debería suceder al contrario, que la gente más rústica lograse el magisterio de las personas más hábiles, que, insinuándose vivamente, sirviese su insinuación de cincel que labrase de un rudo mármol, una estatua arreglada al arte y bien pulida. Y la desgracia de Quito es, que a los que nacieron con debilidad de cerebro, y por eso de juicio y reflexión; con los disimulos de una burla lisonjera, se les confirma más y más en su insensatez y locura. Paréceme este proceder opuesto a la caridad y a la felicidad   —18→   de la Patria. Paréceme que es lo mismo que al que está herido y enfermo, darle segunda herida, y propinarle nuevo fermento, que agrave el mal y destruya la salud y vida. Murillo mismo nos da de esto un sensible ejemplo; si hubiera logrado individuos de extrema habilidad; que le formasen y labrasen el entendimiento, sería hoy un hombre regular y útil a la sociedad. Pero su desgracia ha sido encontrar con gentes que le hayan quitado el poco entendimiento que tenía, sustituyendo en su lugar la manía y la mentecatez. Acaso se juzga, que en esto no padece sus notables quiebras el público y acaso se olvida que la locura de estos infelices puede ponerles en estado de que pierdan la salud eterna. No es del día el manifestarlo pero, contrayéndonos a nuestro objeto, obsérvese que una falsa persuasión, llevada al impulso de la ajena lisonja hasta el punto de manía, en punto de letras dio a alguno la satisfacción de creerse sabio y puro en el concepto de que podía tratar a otros como le diese la gana. Por eso, ha usado el autor de estos diálogos, de alguna acerbidad, que era lo mismo que aplicar un cauterio a un apoplético, para que se restituyese a sus sentidos, y que aun cuando no lograse la vida temporal, asegurase la eterna, a beneficio de la confesión y penitencia. No puede el autor recibir otra satisfacción, sino hacer conocer (representando en compendio lo mismo que el mundo inteligente sabe), que no debe ser creído el padre maestro Arauz, en la proposición infamatoria que ha estampado en contra de su verdadero honor y de la augusta profesión de católico cristiano. Importaría, pues, saber quién o qué cosa era el que tan mal le había tratado, si era un hombre   —19→   de doctrina, de entendimiento y de celo. El mundo todo, esto es, hasta la ínfima porción del vulgo, verá en sola la glosa de la aprobación, que no lo es, y entonces quedará el autor del Nuevo Luciano, en la posesión de pío, religioso y obediente a todas las leyes de la Iglesia.

La primera conversación, parece, desde luego, muy cansada y debe llamarse así por los inteligentes. Y de ellos es de quienes espera el autor, que, conociéndolo, atribuyan este defecto al deseo que tuvo presente de acomodarse con el genio de sus compatriotas, inclinados a la risa, y de manejarles el gusto, para que pudiesen entrar más de buena gana en la lectura del papel. Juzgó que este objeto era el que debía prevalecer aún más que el de ceñirse rigurosamente a las escrupulosas leyes del diálogo, que el autor debió saber, y se lisonjea de que las sabe, porque empezando desde Platón ha leído y visto al mismo Luciano, y a otros dialogistas de grande mérito. Por otra parte, su fin no fue salir con su pluma fuera de su patria, ni aun dejarse ver, sino escasamente en algunas copias manuscritas. Y cuando tuvo la noticia de que alguna persona deseaba dar el Nuevo Luciano a la prensa, no fue pequeña su mortificación, y su bochorno aún fue mayor. No se contentó con hacer lo que Apeles, que se ponía oculto detrás de sus retablos para oír el juicio que hacía el público de ellos, y para aprovechar del dictamen de los más ignorantes, retocándolos, sino, que fuera del velo de anónimo con que se cubrió para escuchar más que cómodamente el parecer y censura de los literatos quiteños, limitó todos sus deseos, y aún, toda su ambición, si así se quiere llamar,   —20→   al solo Reino de esta ciudad: debió pensar así, porque a su pluma le habría dado un impulso tan vehemente, que de un vuelo muy veloz, infirió que ella incurriese vicios enormes y notables. Y aunque hacerlo así fue por manifestar su celo patriótico a tiempo oportuno, esto es, cuando estaban recientes aún las especies del famoso sermón de Dolores; pero concebir una idea y darla a luz, entregándola, muy luego, al gusto del público, no puede carecer de precipitación. Este es uno de los defectos que también acompañan a estos diálogos, y le doliera mucho que (si alguna vez cayere en la vanidad de hacer de escritor), no pudiera vencer esta ligereza, respecto de la cual escribe sin detención todo lo que juzga podría aprovechar alguna vez al lugar donde tuvo la felicidad de nacer. Confesar esta rapidez de pluma, ya se ve que es descubrir más bien sus naturales imperfecciones que recomendar su mérito, ni él pretende, al favor de una delicada sagacidad, y de la fuerza irresistible de la Retórica, prevenir el juicio de sus lectores, y sorprender su aprobación. Confiesa, desde luego, que nada vale, y, lejos de pedir recompensa, como aún en las naciones cultas solicitan autorcillos de historietas, novelas y madrigales, no quiere ni aspira a otro premio sino a que sin más averiguar quién es le dejen en la posesión de autor incógnito. Pero, con todo esto, no renuncia el derecho de que se le tenga por fidedigno, y por hijo obedientísimo de la Iglesia. Ahora se ve en la obligación de pedir a sus lectores le hagan la justicia de poner en paralelo los dos juicios siguientes en los que halla el autor (sin atreverse a prevenir el dictamen de los que   —21→   los lean), que si el del verdadero Murillo peca la ridiculez, el del reverendo padre maestro añade a ese pecado el de la calumnia y la injusticia.- Vale.




Juicio del doctor Murillo con todos sus yerros de ortografía

Vn. Momo=24

Lo mismo debía prometerme de toda la Oración, haciendo memoria de que es tanta la aceptación que tiene su autor con el público, que la envidia misma con el nombre de Luciano lejos de atreverse á su ofensa, le tributa veneraciones y aplausos á su mérito. No ha mucho que hizo ver su negra melancolía vomitando su humor pestilente, y un cruel veneno aún contra lo más respetable y sagrado; pero con todo, siendo así que cualquier aplauso ajeno, por corto que sea, le había sacado lágrimas a su dolor, al ver al doctor don Ramón de Yépez, disimuló los puñales de su   —22→   pecho, y poseído del mayor susto se echó a sus pies confesando la grandeza de su mérito, la elevación de su ingenio, la belleza de sus letras, hasta publicarlo dechado de oradores sagrados, Jurisconsulto insigne, teólogo consumado. ¿Qué diremos de este talento gigante que a la misma envidia le pone la triste precisión de disimular con la serenidad del rostro la tempestad de su corazón? ¿Qué debe decir la justicia cuando hasta la sinrazón no se atreve a injuriarla?



  —[23]→  

Diálogo primero

 

MERA, MURILLO y BLANCARDO25.

 

MERA.-  ¡Oh! ¡Mi amado doctor Murillo! Novedad es ver a usted en este país: sea cualquiera el motivo que me le trae, sea usted muy bien venido a él, en junta del caballero que le acompaña.

MURILLO.-  A la verdad que el motivo es, Señor mío, muy superior y capaz no sólo de traerme y llevarme a Ambato; pero aún de hacerme peregrino por todo el mundo y de volverme el viajero de todo el globo terráqueo.

MERA.-  Como no sea de aflicción, habrá lugar   —24→   para hacer memoria alegre de las conversaciones que tuvimos en Quito, ha más de un año y medio. Y juzgo que aún nos convida esta apacible estancia a repetir otras, en que más libremente se pueda esparcir el genio, y ande la chanza en boca de todos, desterrada la seriedad que gaste en Quito.

MURILLO.-  Sí, Señor, las repetiremos lindamente; y si allá en la ciudad, con el poco tiempo que usted holgaba con mi galante sabiduría y persona, hicimos una novena, ahora con más dulce y largo ocio, formaremos una centena; y más habiendo; materia para una millarada de conversaciones.

MERA.-  Pues, manos a la obra. Dé usted brevemente la materia.

MURILLO.-  Que la de Moisés Blancardo, que aquí viene conmigo, y por cierto que carga mucha podre. ¡Ca! Diga usted, caballero, militar, real, redentor y que sé yo que más.

BLANCARDO.-  Diré, señores míos, que si ustedes quisieren repetir sus acres conversaciones, será primero satisfaciendo a los reparos y objeciones que con el título de Memorias para la impugnación del Nuevo Luciano de Quito, hice por el mes de junio de este año de ochenta, y que aprestan un tomito de algunas hojas.

MERA.-  ¡Oh prodigio! ¿Conque mi Nuevo Luciano ha tenido conmemoración anual de Memorias?

MURILLO.-  Ha dejado muchísima memoria.

BLANCARDO.-  Ha puesto tanta, porque ha tocado a muchísimos, no sólo en la cadavera, sino en la interior médula del honor, que habrá memoria para un siglo.

MERA.-  Pues saque usted su buen librito, caballero mío, a ver si le puedo satisfacer.

  —25→  

MURILLO.-  No lo saque usted, caballero mío. Ese librito ni objeta, ni impugna; ni dice cosa de provecho. Por eso y por tantos denuestos convicios e injurias que vomita contra el autor del Nuevo Luciano, no ha tenido algún aprecio, ni merece respuesta, y darla, sería honrar bien a la barbarie.

BLANCARDO.-  Pero, ¿cómo se pasarán ustedes sin responderme ni una sola palabra?

MURILLO.-  Desenvaine usted otra obrilla, que ha forjado, y que ha parecido de letra de molde, y entonces rogaré a mi doctor Mera, que hable sobre la materia.

MERA.-  ¡Hola, amigos! ¿Fuera de las Memorias, había algún otro escrito contra mí?

MURILLO.-  Belleza, belleza, Señor Doctor. Acaba de salir de la imprenta una oración fúnebre, que en las exequias que se hicieron a la memoria del difunto Obispo de Badajoz, pronunció mi caro amigo el doctor don Ramón de Yépez. A ella, pues, antecede una hermosa aprobación de este caballero Moisés Blancardo, hecha por decreto del Ordinario, y en el penúltimo párrafo hay una gran cita, que hace muchísima honra a nuestras conversaciones. Apenas la acabé de leer, cuando, arrancando el pliego que la contenía, preparé viaje hacia donde usted, y determiné buscarle por toda la redondez de la tierra, para darle noticia tan exquisita. Vea usted que le he hallado en su dulce patria; que, por acaso feliz, he venido a su presencia en junta del mismo autor, y que está declarada la ocasión de nuestras alocuciones. Manos y oídos a ellas, examinando la citada aprobación.

BLANCARDO.-  Nada escribo en ella que no lo   —26→   haya meditado y puesto con el más melifluo acuerdo.

MERA.-  Pues, bien, caballero mío; examinaremos, por ella y por otras noticias, la ciencia que usted tiene, y ella será el objeto de esta nuestra conversación, dejando para la segunda parte de mi Luciano, el satisfacer a sus Memorias.

BLANCARDO.-  Estoy cierto, que la crítica más escrupulosa no tendrá qué decir de estas cláusulas, con que empecé a tirar mi aprobación. Y en medio de que la grande satisfacción y aplauso con que se oyó, cuando la dijo en aquel gravísimo y docto concurso, fue una muy calificada aprobación, leyéndola después con prolija atención.

MURILLO.-  Tenga, tenga, que estoy de celos. Hasta ahora yo sólo me creí en la provincia el legítimo poseedor de los lindos consonantes y de los versos azucénicos. Vaya uno de ellos:


Todo el mundo no dude que será
medio de que la grande satisfacción
del auditorio forme ya en su aplauso
el elogio cabal con que se oyó.
Pues gravísimo y docto aquel concurso
con voz grave, con canto y de clamor,
con badajos, campanas y esquilones
fue una muy calificada aprobación.
Todo soldado de a pie y de a caballo
que al Rey sirve en Quito, en Lima, en Badajoz
pronto al arma, pronto a su ejercicio,
de Blancardo al repique tenga atención.

¿Qué dice, mi doctor Mera, no está de retintín y de primera?

MERA.-  Gracioso comento le ha puesto usted, y le está por cierto con demasiado escrúpulo, el   —27→   reparo que ha hecho de la multitud de consonantes. Ellos enfadan y sientan muy mal en la prosa. Pero cada uno se explica cómo puede, o cómo le enseñó su madre.

BLANCARDO.-  Me he explicado como dije a ustedes, después de larga meditación...

MURILLO.-  No me cause más inquietud: basta de consonantes, y no nos estomaque con todos los acabados en or y on.

BLANCARDO.-  Esa es puerilidad, no perdonar tan despreciables menudencias. Oigan el contexto, y desde luego consiento en que se repruebe todo defecto o error, que se hallare en lo sustancial de mi parecer. Decía pues: «La he hallado tan cabal, libre de toda censura y tan superior...»

MURILLO.-  Dale, que le darás, y vaya con su textito Ormas haec arbor: an in omnas haec sindon.

BLANCARDO.-  No acababa la cláusula. Sigue así: «Y tan superior a la crítica más escrupulosa que antes ha crecido en mí tanto más el aprecio, cuanto más he meditado la elevación del discurso».

MURILLO
El doctísisimo concurso
verá nuestra aprobación,
y dirá su elevación
es de Blancardo el discurso.

MERA.-  Ea, pasemos a la siguiente cláusula. Lea usted, caballero mío.

MURILLO.-  A otra vez dirá usted, caballero nuestro porque lo es en cuerpo y alma, y aún sabía poseer la primera oración del Padre nuestro.

MERA.-  Pero deje usted que prosiga leyendo.

MURILLO.-  Que prosiga, si da pruebas palmarias de que ha sido buen lector. Prosiga, pero ha de ser tragando el moco y esta pitanza. Ha dicho Moisés   —28→   Blancardo: «La he hallado tan cabal». Aquí de la justicia. ¿Tiene acaso Vuestra merced en la mano aquella vara de judicatura literaria, o aquella medida justa de sabiduría; con que pueda medir cuál es oración cabal y cuál no? El doctor Mera ha dicho en la nona conversación, de la oratoria cristiana, citando a Cicerón, que el orador debe poseer la sutileza del lógico, la ciencia del filósofo, casi la dicción del poeta. El que se hace juez de un orador por su oración o de una oración por su orador, (válgame a cada instante el consonante), ¿qué ciencia, qué sutileza, qué dicción no deberá poseer?

MERA.-  Estas preciosas cualidades, en efecto, tan difíciles de hallarse juntas aun en esos habilísimos individuos de las cultas naciones de Europa, que han logrado una sabia educación; se deben suponer en el caballero. Blancardo, y se debe decir, que las posee ventajosísimamente, cuando, precedieron el ajeno; concepto de su doctrina, el mandato superior para que dijera su parecer.

BLANCARDO.-  Ya se ve, que no fue, Señores, míos, el vehemente prurito de que se viera de molde mi aprobación, el que me obligó a hacerla. Fue el motivo de la obediencia; si no dígalo ella misma, que empieza. «Por decreto del señor doctor don Blas Sobrino y Minayo». Tampoco vivo tan pagado de mí mismo, (como si no fuese deudor), que juzgue tenga los requisitos necesarios para ser un aptísimo aprobarte. Es la primera vez que salgo al teatro, y siempre fue de ver en las tablas, que, si se envejece o muere el primer papel, lo represente, el que tenía el segundo, o el que tenía el de gracioso; en el último lugar. Y así, como al fin de la comedia   —29→   pide su autor un perdón, yo al fin de la mía, con más justa seriedad y con el temple más sano y expedito del cerebro y del sentido común, acabé diciendo. Vaya a fuera toda locura: Este es mi juicio, salvo si no le condena algún horrendo Luciano in meliori judicio.

MURILLO.-  Puede parecer en autos este retazote de confesión; parece algo ingenua. Voime yo como comisionado en esta causa a formar las preguntas: ¿cómo afirmando usted, caballero Blancardo, que juzga no tener los requisitos necesarios para ser un aptísimo aprobante, dice haber hallado la dicha oración libre de toda censura? ¿Usted, acaso se anduvo por la mollera de toda el auditorio quiteño, por todos los sesos de los presentes y futuros, de tantos que en este y el otro mundo leerán la tal oración; y halló en aquélla y en éstos, que son de propio calibre, de su mismísimo molde y de su mismo ajuste, malo o bueno, de tornillos intelectuales? Usted, mi caballero, juzga que todos piensan, deben pensar y pensarán in saecula saeculorum, como usted solo. ¡Ah! ¡Buen Blancardo, molde propiamente de vaciar Blancardos! Si dijese usted, la he hallado libre de mi censura; conoceríamos que hablaba la purísima verdad, y que daba muestras de conocer las uvas de su suelo. Pero asegurar more pontificio ex cathedra, o verdaderamente con gravedad censoria, (aquella que usaban esos severos Magistrados de la antigua Roma), qué halló la oración libre de toda censura, es querer que todos nos sujetemos a su dictamen, o que le tengamos por juicio infalible, digno de vincularse universalmente el de todo hombre nacido, y aún el de la posteridad.

  —30→  

MERA.-  Noto a usted de escrupuloso en sus reparos. Cuando esos Magistrados, llamados censores, ejercían sus importantes funciones de la numeración de los ciudadanos, de la conservación de la disciplina y las costumbres, con derecho de castigar con vergonzosa afrenta de degradación a los ciudadanos, a los caballeros y a los mismos senadores; era porque el Senado les había adornado de tan honorífica autoridad. Así la comisión que tienen hoyos censores de libros, les da una entera facultad de aprobar lo bien escrito y de condenar todo aquello que se opone a la Religión, a la Patria y a la disciplina; mas, si la tienen, no es porque ellos se la tomen, sino porque los superiores que debían por sí mismos traer a serio examen las obras, se la cometen con amplitud, juzgándolos idóneos para el desempeño de tan honrado ministerio. ¿Qué habrá que culpar al caballero Blancardo, porque diga cándidamente lo que siente?

MURILLO.-  En buena hora, que sea así o asado, por comisión o por entrometimiento, censor o cencerro, Moisés Blancardo, ¿para qué es ahora meternos a la bulla o a la historia, en la que (desde que hablé con usted por marzo de 79), he hecho más progreso que Tito, o Floro Lucio? ¿Es acaso, para que (ostentando mi literatura), diga que en hora buena sea censor Moisés Blancardo, como nos confiese blancamente que no es de aquellos censores que se crearon en Roma hasta el año 416 de su fundación, del cuerpo de los patricios, y eso, (no tengan envidia de los Juanicos), de los patricios más ilustres, sino uno de aquellos en cuyo favor publicó una ley Quinto Publio Plutón, el mismo año? Si así lo confesase, también le tendré eternamente por   —31→   censoreno, como no quiera arrogarse el amplio derecho de la censura de Filaletes, la de Terteto, la de usted, la de todo el orbe y aún la mía.

BLANCARDO.-  No me he querido usurpar la autoridad que tienen los otros de hacer censuras; válgame ahora la prudente reflexión del doctor Mera. Todos los que sin el motivo de la obediencia, del obsequio y de la obligación, se meten a ejercer el cargo de censores, debe decirse que ejercen un oficio que no les toca. A lo menos no pueden producir debidamente un documento público de su ejercicio, aunque por otra parte pueden en el tribunal interior de sus potencias hacer procesos, definir y sentenciar. Pero no pueden, determinar pública y definitivamente porque no tienen para ello facultad, o propia o a lo menos delegada. Por eso cuando digo, he hallado esta oración libre de toda censura, quiero decir de censura teológica, política, filosófica, y al fin, de cada una de estas censuras y de toda censura, pero mía particular, y que yo mismo por mí sólo pudiera hacer en el expresado sentido.

MURILLO.-  Eso sí es dar que van dando: Intelectus apretatus discurrit, decían mis condiscípulos de gramática latina. Convencido que estoy de su respuesta, quiero ver cómo se desenreda usted del siguiente reparo. Dice usted: «Libre de toda censura, y tan superior a la crítica más escrupulosa». ¿Qué quiere decir esta expresión? ¿También se deberá entender de sola su singularísima, más escrupulosa crítica? Creo que no. Y a mi mocha inteligencia se me propone que la clausulilla quiere significar así: yo Moisés Blancardo, solemne aprobante de la oración fúnebre que el doctor don Ramón de Yépez   —32→   hizo y pronunció, y censor por el Ordinario, ordinariamente en toda forma, hago saber en estas mis letras testimoniales a todo el mundo que las viere; que siendo que tengo crítica hecha y derecha, y que aún me posee la tal crítica de los pies a la cabeza, como diablo que no cede a exorcismo alguno, ni aunque sea con uno de padre Dominico, una mala negra, melancólica, nariguda, en la desbocada y escrupulosa crítica, he hallado que esta oración es superior a toda crítica mía, y aún a otra cualquiera crítica la más escrupulosa. Si no es que quiera decir también que habiendo puesto en balanza a toda la crítica de todo el linaje humano, es la de usted, la crítica más escrupulosa; porque el comparativo más, no tiene remedio, que ha de caer a plomo y perpendicularmente sobre alguna de las dos críticas.

MERA.-  Discurre usted con bastante delicadeza, y aún apura demasiado la serie de las conjeturas. ¿Qué responderá a ellas Moisés Blancardo?

MURILLO.-  Qué ha de responder, sino que sea con un sonoro Abrenuncio de las aprobaciones, cantado con pausas por quinto tono. Porque yo para apurarle más el punto y que suba a sobre agudo, añado: que es bien claro como una agua cristalina, árido como el monte de Pichincha, y bien patente como el mismo Moisés Blancardo, que habló no de sola su buena o mala, justa o pecadora, relajada o escrupulosa crítica, sino de la crítica de todos los piadosos, amigos, discretos, juiciosos y benévolos lectores de la oración fúnebre; si no vaya la prueba. Allí abajito se sigue un hojaldre caliente y bien repulgado, que nos dará pasto y hartura de conocimientos. Es la siguiente cláusula: Ninguno   —33→   la verá sin asombro, y siempre encontrará en cada cláusula nuevos motivos a la admiración. ¿Quiere usted otro? Pues vaya otro, que aún parece de más gustoso sabor: Esto mismo confesará todo el que quiera hablar sin preocupación y sin envidia. La verdad está patente a los ojos de todos. Si quiere otro, allá va, que está caliente, caliente: Venga ahora a la censura la crítica más delicada, y muéstrese en cuál de éstas tiene alguna sombra de defecto, la que tenemos presente. Aparezca luego otro sentención en tono de pregunta Ahora, ¿qué nos dirá la crítica? Que es defecto grande aplaudir a quién está presente... Salga otro testigo de mayor excepción y deponga al tenor del interrogatorio. Dijo: No creo que haya Aristarco, el más severo, ni Zoilo por injusto que sea; que muestre desagrado. Lo mismo debía prometerme de toda oración... Mas, aquí chitón, con la Inquisición, ¿qué se hará de lo que se sigue en la Congregación de Propaganda veritate?

BLANCARDO.-  Usted me trunca los pasajes, debiendo (para hacer, juicio recto de la aprobación), dejarme que yo la leyese de seguida y sin que nadie se atreva (siquiera por urbanidad), a interrumpirme. Voy a practicarlo así...

MURILLO.-  Tantica paciencia, caballero mío, porque ¿qué razón había física ni metafísica, para que si le hemos censurado en lo que nos pareció digno de censura, no le aplaudamos su ingenio, doctrina e invención, en la parte que lo merece? Usted es, pues, el que ya como sabio y sutil dialéctico (según quiere decir dialéctico en el idioma de la sabia antigüedad griega), y ya como perfecto retórico, según el lenguaje de nuestros tiempos, ha descubierto las perfecciones de la oración, las ha   —34→   definido, ha puesto en claro y dádolas, por orden y graduación oratoria, su propio y adecuado lugar. He dicho que las ha dado su graduación oratoria, porque vea usted aquí, que, si hubiese tenido tiempo y también oportunidad de hacer de aprobación fúnebre aprobada, una oración panegírica vivaracha, saltarina y alegre, ya tenía una blondísima y ajustada división en tres puntos. Y con tres puntos, sepa usted que ya diría algún censor, emperador o decurión gramático minorista: Dedit, vel dixit orationem laboriosam cum tribus punctis. Con más, que aunque usted no tuviera pazco; no iría por tres puntos al rincón, y quizá no le haría aparar el Padre Maestro la mano para la palmeta. Tenía, pues, usted la división, ¡qué oportuna! Primer punto: La oración fúnebre, oración cabal. Segundo punto: Oración libre de censura. Tercer punto: Oración superior a la crítica más escrupulosa. Usted, mi caballero Moisés, debía añadir según la costumbre de algunos oradores franceses: Y para que lo entendáis mejor, amados oyentes míos; oración cabal, porque es cuadrada, rotunda y parabólica, los hexágonos y polígonos, y viene cabal a todo peso, a todo número y a toda medida. Oración libre de censura, porque es tan buena y tan excelente, que ya no tiene figura alguna, y no hay, ni ha de haber persona que la tome las medidas y ella se escapa, se huye y se liberta de toda censura justa o injusta, sensata o descalabrada. En fin, oración superior a la crítica más escrupulosa porque es una oración no solamente libre de toda censura, sino oración que se niega al examen, al discernimiento, al juicio; que esto quiere decir, estar superior a la crítica. En efecto Señores (hará usted su amplificación   —35→   allá), ¿qué cosa más excelente que aquella que no la pueden comprender el sentido común, la fantasía, el ingenio, la memoria, el entendimiento, ni todas las animásticas facultades juntas? Sí, sí, que esta es una obra superior a todo conocimiento. Es (como quiere describir San Pablo los arcanos de la Gloria y de los Misterios de Dios, que ni vieron los ojos, ni los oídos oyeron, ni llegaron a la percepción de alguno), es la dicha oración, ni más ni menos, por ser toda muy superior a la crítica más escrupulosa.

BLANCARDO.-  Si así prosigue usted, hará ridículas todas mis proposiciones, y parece que el empeño de quien tanto recalca sobre una misma cosa, es estudio de volverme pieza con todo el mundo. Yo, en esta cláusula no quiero decir que esté dicha oración, ni ningún escrito o público o privado exentos de la jurisdicción del examen. Antes, sí es preciso que preceda éste, y que cualquiera obra se le sujete, para que se vea si es digna de la aprobación, o merecedora del desprecio. Lo que quise decir fue, que esa oración era superior a un dictamen condenatorio a un parecer adverso, a una sentencia, que intentase o castigarla o reprobarla porque; a la verdad, no hallaba yo descuido que mereciese castigo, o error digno de que se repruebe.

MERA.-  Es así, que debía usted doctor Murillo, no sólo ver en las expresiones lo que dice el caballero Blancardo, pero aún más lo que quiere decir. La letra es una corteza muy áspera, que, si no mata, a lo menos muestra puntas de falta de propiedad. Pero el espíritu (ya que nos ha hecho este caballero el favor de exponerlo y de declarárnoslo),   —36→   está capaz de que le entienda el más rudo. Esta expresión: Superior a la crítica más escrupulosa examinada sin mucho escrúpulo, sino tan solamente con la sanidad de una buena conciencia, era igualmente contradictoria, que destructiva de las dos cláusulas encomiásticas antecedentes, porque suena y debe sonar de este modo. La dicha oración es cabal y libre de toda censura; pues, se sujeta a la crítica: no es cabal, ni libre de toda censura pues no se sujeta a la crítica, y es superior a la más escrupulosa. Es a la verdad cosa muy clara, que el que aseguró que era cabal del mismo modo aseguró que la había sujetado a su crítica y que ésta la halló así libre de toda censura. He hecho esta breve reflexión, porque soy muy aficionado a todo estilo simple, y porque soy amante de la propiedad.

MURILLO.-  También el caballero Moisés es amiguísimo de la propiedad: vámonos por la calle del medio y lo veremos. De donde viene este su modito de hablar, es de que no sabe quién es esta santa crítica, ni para qué la parió su madre; por lo que es disculpable la tamaña injuria que hace al orador, diciéndole que es oración superior a la crítica, esto es; obra tan confusa, tan enmarañada, tan obscura, tan llena de tinieblas, tan inaccesible; que no le puede meter diente la crítica. Decía yo muy bien, que había con los tres puntos para un sermón. Él, pues, debía llamarse de rumbo, y predicarse con esos ripios de los antiguos Blancardos. Fieles míos: oración cabal, cabalísima; ya lo habéis visto; oíd ahora cómo lo pruebo con un realce de ofrecimiento. La excelencia de una obra cabal, está en que se conciba con su trina dimensión,   —37→   es así que está libre de toda censura; luego, es obra que no se concibe. Realcemos el discurso, elevemos el pensamiento, salga a convencerlo la valentía de la prueba, con la Interlineal y la exposición de la negra estrella de mi embonetado Salmerón. Los milagros se sujetan a la crítica de los físicos y de la Iglesia; los escritos, a la crítica de los doctos; pero es así que esta oración no se sujeta a la crítica de ninguno; luego, ella es superior a la crítica más escrupulosa. Luego la oración es algo para lo cabal, es sombra para la censura, es nada para la crítica. Aún más arriba llega su óptima bondad; pues es tan superior, que, como reformador o Vicario General sacará a decir la culpa sólo en saya a esta mala lega, la hermana crítica, y saldrá sin capilla ni escapulario; comerá en tierra, año y día entero, ayunará a pan y agua todas las ferias cuartas y sextas, se despedazará sobre sus espaldas la vara censoria, y después se retirará, no a la celda, porque no ha de tolerar solamente reclusión, sino a la cárcel y al infiernillo, porque allí ha de estar con grillos, presa, obedeciendo a la oración superior.

MERA.-  Acuérdese usted, mi doctor Murillo, para no ser tan severo, de lo que ha dicho el caballero Blancardo poco ha. Que su ánimo fue afirmar que la oración era superior a una sentencia maligna e inicua, que es el fruto de una crítica abusiva, y queriendo decir abusiva, ha dicho más escrupulosa.

MURILLO.-  Pues, decir así, es no entender ni un tantito de la materia. Y allá va la prueba: una crítica que sea no de talones afeitados, tampoco de saya de talcos a la corva, con media de la banda de San Jenaro; ni menos de saco entero, o beata de San Porfirio; sino una crítica mujer cristiana,   —38→   con zapatos de hombre, saya larga de chamelote, devota de temor de Dios, nada escrupulosa, examinará, manoseará y salteará de aquí para allí, hasta ponerla tan blanda como una breva, no digo una oración fúnebre, pero cualquiera otra oración, como no sea la dominica o la angélica, y cualquiera otra obra, aunque fuese la de San Agustín; y habiéndola visto y revisto, dirá como mujer de bien, y de verdad: pardiez, pardiez, que esta oración que he hecho comparecer en mi tribunal, es digna de salir al público; no tiene embarazo que impida su publicación. Pero al contrario, una crítica furiosa, una crítica desapiadada, una crítica cruel y peor que una mujer celosa, traerá a su tribunal; no digo a San Agustín; sino también la oración del Padre nuestro: vea usted allí, que toda obra es inferior, es subordinada a la crítica recta, o a la crítica torcida. Toda obra sufre y debe sufrir, o los sentenciones, justos de la una, o los baqueteos inicuos de la otra. Aquella ejercitaría su oficio cuando le tocase, cuando tuviese legítima jurisdicción, cuando fuese de su fuero y de su conocimiento la causa. Esta otra atrevida, insolente, terrible, sin derecho, sin investidura, sin respeto; abrirá las entrañas de la tierra y hará parecer en juicio a los muertos, sacudirá el polvo a sus escritos y los descarnará hasta volverlos armazón de huesos, o verdaderos esqueletos. Y si se acuerda de los que gozan vida, arrastrará a su terrible faz y a la espantosa presencia de su furibundo tribunal, a los más vivos y sus fúnebres panegíricos, a los más vividores y sus dolientes aprobaciones, y a todas los Blancardos y todos sus ignorantes pulpitables desahogos. Y sólo que tenga privilegio del Papa, del Rey de nuestro Moisés, podrá   —39→   vivir cualquier escrito libre de la censura pública; pero no de la privada. Será superior a la crítica más escrupulosa exterior; pero no a la interior y clandestina crítica.

MERA.-  Usted la ha hecho en este momento, a mi corto parecer, bien exacta; y yo que no quería hablar de ella; me he provocado a decir algunas palabras sobre el mismo objeto porque usted no ha anticipado la noticia de lo qué es crítica, con unas definiciones más directas y precisas. Ella, es, pues, un arte que enseña a juzgar los hechos que constituyen la historia, las obras producidas del ingenio, sus autores, sus diversas lecciones manifiestas, su sentido y su estilo. Está fundada principalmente sobre los dos cimientos de la autoridad y de la conjetura. Y en la Historia Eclesiástica, a la investigación de cuyos hechos no prestan algún conocimiento aquellos socorros, lo dan otros dos, es a saber la tradición y el testimonio de la Iglesia. Ved por aquí, Señores, cuán lejos están de conocer qué es crítica y su carácter, muchísimos de aquellos que más la invocan y dan a entender que la saben.

BLANCARDO.-  Por lo menos yo no entendí que fuese la crítica, sino una recia y osada murmuración de los escritos ajenos. Otras veces he pensado, que cosa crítica, era una cosa muy difícil, abstrusa e impenetrable. Así, decía yo: esta avenencia de ánimos; esta armonía de corazones, esta conciliación de sufragios para el mes de enero, y que yo deseo hacer para mí, del todo favorable, de risueño aspecto y de benigno influjo; y que con el ansia de hacerla tal, no me he ido a Otavalo, por más que muchos días ha me despedí, cuando menos a ausentarme por un año, es una materia del todo crítica;   —40→   cada punto que muevo en esta o en la otra zancadilla, también es crítico a las derechas.

MURILLO.-  Entonces yo he sabido mejor, no tanto lo que me conviene, sino lo que es crítica. Pero usted, caballero Blancardo; la había sabido, como el otro había sabido de pintura; y va de cuento. Caminaban hacia cierto monasterio a hacer una visita a un monje, Eudosio y Flexíbulo. Éste, varón de cerca de cincuenta y cuatro años, que a título de haber hecho cierta descripción de lo que es la perspectiva, y porque tenía sus resabidillos de algo tinturado en el francés e italiano, era satisfecho, arrogante, locuaz, y presumía entender de todo, especialmente de pintura. Aquel joven erudito y de fina literatura, con gusto muy exquisito hablaba de las cosas con conocimiento, urbanidad y modesto desembarazo. Llegaron, pues, al monasterio, y examinando sus retablos, vieron un hermoso cuadro en donde estaba representado el Apóstol San Pablo, a caballo, en acción de que caminaba aceleradamente, y explicaba mejor este ademán el letrero de abajo que decía: A Damasco. El espíritu de orden y de juicio, movió a Eudosio a hablar de la ignorancia que acerca de la historia y de las costumbres de los judíos padecía el pintor. Pero el espíritu de bagatela y de frivolismo obligó a Flexíbulo a hablar acerca de los colores, sombras, luz y perspectiva del lienzo, y dando a entender que conocía el arte, prorrumpió así rotundamente. Grande obra, libre de toda censura, obra cabal y muy superior a la pintura. Luego Eudosio conoció la estólida e ignorante presunción de Flexíbulo, y queriendo tratarle (para hacer mayor prueba de su talento), con su poco de ironía, a la cual era   —41→   inclinado Eudosio por ratos, le dijo de esta manera: Creo, desde luego, Flexíbulo, que lo entiendes, que hablas según el arte y con verdad. Dime ahora, ¿qué es ver esta obra libre de toda censura? Respondió Flexíbulo, es estar tiradas las curvilíneas por la diagonal, y formando un rectángulo, venir toda unidad en un mismo centro, de suerte que salgan las sombras, ni luces, ni obscuridades; pero bañadas de color al temple. Bravamente te has explicado, dijo Eudosio, nada entiendo; pero mucho me satisfaces, porque, si hablas, en ello, debes de tener razón. Pero, dime, ¿por qué la llamas cabal? Esto es afectar o tener de verdad mucha ignorancia de las cosas, (repuso Flexíbulo, y continuó), porque aquí, el que esta obra sea cabal, viene de que aparece San Pablo en un caballo blanco. Iba a soltar toda la carcajada el noble Eudosio. Juzgaba que por locuacidad se había explicado tan bestialmente el pobre Flexíbulo. Pero luego suspendió la risa y quedó admirado, habiendo por casualidad fijado los ojos en su semblante. Halló en él un ademán serio; un exterior compuesto y unas facciones de aquellas que pinta sobre el rostro la sinceridad al proferir alguna sentencia, y que la respuesta era dicha con candor y gravedad. Entonces, por ver si deliraba más, lo hizo en el mismo tenor de nuevo esta pregunta. ¿Y qué quiere decir muy superior a la pintura? Quiere decir (respondió Flexíbulo), que San Pablo viene montado y no está inferior ni debajo de su caballo.

MERA.-  Famoso cuento nos ha metido usted, doctor Murillo. A la verdad, parece forjado en compañía de su almohada para dar más valentía a sus razones. Usted querría, sin duda, que todos escribiesen   —42→   y hablasen con conocimiento de los asuntos de que escriben o hablan y aún querría que, hablando, le diesen a cada palabra el preciso significado; porque nota usted, y yo lo advierto también, que habló Flexíbulo con demasiada impropiedad e ignorancia, cuando dijo: Esta obra es muy superior a la pintura. Debía decir, está con primor y exactitud arreglada a la pintura, esto es, está sujeta a todas las reglas del arte pictórico.

MURILLO.-  Pues así mismo no debería decir el caballero Blancardo: Esta oración es superior a la crítica más escrupulosa; porque este dicho envuelve en sí ignorancia e impropiedad.

MERA.-  Pero pudiera, por hacer más expresivo y noble el elogio, decir: Esta oración es superior a la crítica más escrupulosa, esto es, a la crítica y a las reglas de la crítica común, de una crítica vulgar. Como pudiera Flexíbulo decir este lienzo está superior, a aquellas comunes, y hasta ahora, conocidas leyes de la pintura. Reconoce su autor otras leyes más primorosas, que no trae el arte.

BLANCARDO.-  Señores míos, ni más ni menos que eso fue lo que quise decir en la expresión. Tan superior a la crítica más escrupulosa; entendiendo por más escrupulosa, la más común, la más ordinaria, la más plebeya. Porque a ella, sin duda, no le toca examinar y hacer juicio de esta oración.

MURILLO.-  Implicas in terminis. ¿Y cómo, usted caballero Blancardo, pronunció ya que era cabal? ¿Es este juicio, decreto o sentencia? Y si lo es, ¿no procede decir buena crítica? Sí. Pero dirá usted que aunque buena crítica no es la más escrupulosa por apartarse de la común.

  —43→  

BLANCARDO.-  Sí, Señor mío, pronuncio y juzgo que es cabal, y tan cabal. Pero luego afirmo que la he hallado libre de toda censura, lo cual es darle inhibitoria de la crítica, y ésta en el sentido que la tomé (que ahora me acuerdo), fue en el de decir que era superior a la enmendación o la censura, usando del sinónimo crítica.

MURILLO.-  Pues allí está la implicancia. Usted ya sujetó la oración a su examen, a su escrutinio la hizo comparecer a declarar, en visita, la oyó en público, la escuchó en el secreto de su inteligencia, y es éxito de esta su investigación; de esto veo que ha hecho del arte crítica y de sus reglas, aquel magno decretote: La he hallado tan cabal... su obra la debemos mirar como un tesoro más apreciable, que cuantos nos franquea la América con sus minas... Éste es mi juicio. ¿Y quiere que ella no se sujete a ninguna otra crítica? Y por mejor decir, que ninguno haga juicio de ella: ¿por qué la ha hallado libre de toda censura? Perdono ahora el pleonasmo al favor de su sinónimo, únicamente, porque se sepa, que no ha entendido en asunto de crítica, de la misa la media.

MERA.-  Mi Doctor Murillo, usted que es muy amigo de la propiedad y de la precisión, usted mismo ya la va perdiendo de vista. La semejanza de su cuento ha ocasionado este leve defecto. Nunca, pues, se deberá decir, un lienzo (o cuadro, o retrato, por más excelente que sea), está superior a la pintura, entendiendo por aquí, que el artífice superó las leyes del arte. Será impropiedad, porque aquellas mismas que halló la valentía de su imaginación en su propio fondo, en cuya virtud sacó a luz obra tan primorosa, trasladándola   —44→   a la tabla desde su idea; y haciendo que a ésta corresponda la ejecución del pulso y el superior esfuerzo del pincel; son las reglas que constituyen la naturaleza de la pintura. De suerte que; si ellas pudieran transcribirse al papel, ya las tendrían los pintores ordinarios notadas para ponerlas en uso. Vea usted aquí unas leyes que, aunque no las puedan practicar sino los grandes maestros, pero que se incluyen en la serie de las demás leyes. Supuesto que las ordinarias, aquellas recientemente inventadas por un genio sublime y las que aún restan por inventarse y ponerse en práctica en lo posterior, miran derechamente a su objeto, del cual no pueden apartarse el ápice más imperceptible; y es éste, aquella apetecida pero ardua imitación de la naturaleza, y este mismo, aquel a quien escrupulosamente atienden los artífices advertidos, aún en aquellos retablos donde su invención no es histórica sino tan solamente alegórica, como lo llaman los inteligentes; y es la que sirve a representar cosa muy distinta de lo que ellos son en la realidad. Si ustedes quieren ver un noble ejemplo de esta invención, pueden tenerlo leyendo la descripción que hace el antiguo Luciano griego de la hermosísima pintura de Apeles, que representaba la calumnia. Ahora; pues, esto que pasa con la pintura, debe decirse que pasa con la crítica y con sus reglas. Porque cualesquiera que se descubran por los sublimes genios, se deberán adscribirá la composición o sistema (si puede decirse así), de la arte crítica.

BLANCARDO.-  Es tan patente lo que usted dice, que para conciliarme la benevolencia del doctor Murillo, y para que me conceda el favor de que   —45→   soy racional, se me hace preciso confesarle que me convence y que no hallo qué replicar.

MURILLO.-  Usted debería confesar no sólo eso, sino que ignoraba, adecuate et simpliciter, los fueros de la hermosa Crítica, y que aún le faltaba la natural.

BLANCARDO.-  No me puede faltar, porque si es don que lo da la naturaleza, no me puede haber negado una cualidad que ha de imprimir ella necesariamente en todos los hombres; y eso querrá decir crítica natural.

MURILLO.-  Véalo usted aquí sobre la marcha que si le ha negado. A todo molondro, el más Blancardo, o viceversa a todo Blancardo el más molondro, que tiene de hablar en público, se le ocurre al caletre examinar sus discursos, sus cláusulas y sus palabras. Y a portarse de esta manera le obliga un átomo de crítica natural que le había quedado allá en el hueco sagrado de la cabeza. Es así, que a usted, caballero mío, se le escapó: el averiguar los significados genuinos de los términos cabal, censura, superior, escrupulosa y crítica; luego saque la consecuencia. Y ¿cuándo ha sido esto? Teniendo de dar una aprobación con prólogo de muchos clamores y campanadas una aprobación, que se había de sentar con la pluma artificial de plomo, una aprobación que se había de escribir: con traer de acá para allá las letras; una aprobación que se había de tirar y aún hacerla correr si se endurase, untándola algo de aceite; una aprobación que habían de labrarla de cuajo los moldes; una aprobación (no lo digo de chanza, sino muy de veras), que había de colocar y vestir de rosicler y púrpura a la misma luz pública quitense, poniéndola   —46→   como una grana, porque se halla en su provincia un aprobante todo aurora; una aprobación que se había de ver golpeada en la oficina de Salazar, que es lo más que se puede decir en su elogio; y en fin, una aprobación que por no ser de conversaciones y estar contra ellas, se había de escurrir y juzgar prudentemente que se la sacaría el último jugo en esta prensa. Teniendo, digo, de darla, no examinó bien lo que debía decir Y como lo debí a decir; luego a usted le falta aún la crítica natural.

MERA.-  Toda la romana le ha cargado usted, doctor Murillo.

MURILLO.-  No, sino toda la griega y la hebrea, y por mejor decir, toda la bárbara, quiero decir, toda la rudeza y toda la ignorancia encima. El motivo ya lo apuntamos, y luego lo sabremos mejor; y si se quiere otro, es nada más que porque se mezcla aquí la palabra bárbara, que quise aprovecharla, y por eso va de historia. En un Capítulo General que iban a celebrar en Roma los Padres dominicos, se interesó el Papa (quien sabe quién fue, y no cuido de acordarme, porque dice cierto Abad, San Real, y lo dicen otros que saben la historia; no consiste en tener presentes las citas, sino en conocer los hombres que son los que a ella ministran la materia), se interesó el Papa para que se eligiera en cabeza del ilustrísimo cuerpo al padre Gentili. Los frailes se lo ofrecieron al Soberano Pontífice blancardamente pero, olvidados de la oferta, (como lo han de costumbre), blancardamente votaron por el padre Monroy, americano. Hecha la elección, fueron los padres a hacer su cumplimiento al Papa; y éste les dijo entre sentido jocoso y picante: Noluistis Gentilem elegistis barbarum. Ya sabe usted mejor   —47→   que yo, que los antiguos romanos llamaban bárbaro a todo extranjero, y sabe también como todos los europeos, especialmente los españoles, también nos apellidan por su cultísima política de bárbaros y rudos. Vengo a mi Moisés Blancardo, y digo que él se tiene la culpa de volverse extraño. No quiso ser gentil con el Luciano; pues pierda el capítulo y llámese bárbaro.

MERA.-  Con todo eso, los expresados defectos son culpas veniales, en un literato; y no bastan a degradarle hasta el punto de ignorante. Busque usted en lo siguiente de la aprobación otros más sustanciales, y haremos juicio de la ciencia blancardina.

MURILLO.-  Basta y sobra con lo dicho; pues, aquí se ve no sólo defecto sustancial en no saber lo que es crítica, pero aún la miseria desventurada de no gozarla común y natural.

BLANCARDO.-  O yo la gozo, o no la hay entre todos los vivientes.

MURILLO.-  Vio usted, ¿cuál se explica blancardamente, no sabiendo ni lo que dice ni lo que hace?

MERA.-  Es preciso perdonarle, sabiendo que este es el lenguaje común de este país, a donde se ignora absolutamente todo lo que pertenece a estos utilísimos conocimientos. No se sabe conocer (hablo de la crítica natural), una cosa que está dentro de nosotros mismos. Por inclinación genial somos llevados a averiguar el mérito de las obras de espíritu. Nosotros mismos, después de un no bien conocido examen que hemos hecho de ellas, o las aprobamos y decretamos el honor de la alabanza, o las censuramos y juzgamos dignas de la reprensión. Ved aquí una crítica natural, que aprueba o condena   —48→   en virtud de cierta percepción de los sentidos, o de un cierto tino mental. Y así como raro será el hombre, que, viendo en un retablo excelente la delicadeza y primor de un pincel diestro, no admire y comprenda su mérito y su hermosura, aunque jamás ha tenido noticia de ese arte encantador que hace con los claros y sombras, las líneas y los colores, visibles todos los objetos de la naturaleza; así también, habrá muy pocos hombres que no conozcan la belleza de un buen escrito sin saber decir dónde está ésta; de dónde provenga; ni poder aun explicar en qué consista, que la halle, la conozca y no la determine. Pero el que comprende las reglas, penetra los misterios del arte, tiene entrada a sus más retirados y ocultos gabinetes. Por eso dará razón de la excelencia de la pintura el pintor inteligente, y de la de una obra de ingenio, el sabio crítico. Veamos ahora, qué tal se porta usted en lo que se sigue de la aprobación blancardina. Haga usted de censor.

MURILLO.-  Para serlo tal, y tan bueno, querría oírle a usted más acerca de la crítica; pero, tal cual soy, allá voy a tomar la vara y medir la jerga de la misma clausulilla: Y tan superior a la crítica más escrupulosa, que antes ha crecido en mí, tanto más el aprecio, cuanto más he meditado la elevación del discurso.

BLANCARDO.-  Ya, yo la había repetido. Pero ¿qué halla usted de malo en ella?

MURILLO.-  Nada por cierto de malo, sino a toda ella brava contra la buena retórica y contra esta (la dicha clausulita), muy de malas. El oído mismo halla una dureza de palabras; el sentido común se eriza con un giro tan horrísono y falto de cadencia; y el discernimiento tralla demás las palabras: Tan   —49→   antes, en mí, tanto más, cuanto; y puesta, con impropiedad conocida, la palabra: Crecido. No sé si agradaría más esta expresión a Moisés Blancardo y a todo el mundo pero (que aquél diga que si le agrada o no le place), éste nos hará justicia. Va, pues. Leyéndola después con prolija atención, la he hallado muy cabal, libre de toda censura y superior a la crítica más escrupulosa. Por eso ha crecido en mí, mucho más su aprecio, al paso que más he meditado la elevación del discurso.

MERA.-  Ya se le debía pasar por alto toda la cláusula; porque, como ya dije, cada uno se explica como puede, y habla como le enseñó a hablar su madre.

MURILLO.-  Señor, dígole la verdad, que me dio en la muela, parecerme que oía tan al principio de una clásica aprobación, y tan inmediato a la oreja, (y se me van pegando los tanes), un repique de primera clase, sería porque el que repicaba era doble mayor. Se me antojaba, pues, oír en el breve espacio de tres líneas, (por no decir renglones), dilén, dilón, dilán, dilén, dilón. Otras veces consentí en que se me había acercado el reloj de Latacunga y daba las doce con or, an, en, tan, cuán; on. Pero volviéndome más serio de lo que soy (pues apenas me río), juzgué que Blancardo, sabía algo de la Mitología, y que, queriendo meter en la aprobación ese algo (que no podía ser a las claras porque no venía bien), lo metía en disfraz, y decía Titán, titanes, titán. Si no es que anduvo escrupuloso, y a la palabra libre le quitó el tan, debiendo decir tan cabal, tan libre de toda censura y tan superior, para ir consiguiente en la fábula de los titanes. ¡Raro olvido de hombre! Mas, puede ser que se   —50→   acuerde abajo de todo. Diga, ahora, caballero mío, lo que se sigue.

BLANCARDO.-  Toda ella es un hermoso enlace de perfecciones, y muestra todos los primores...

MURILLO.-  No siga, porque ya me tocó la tecla de mi profesión y ha de resonar el muérgano, más expedito que arriba. Allá estuve mal poeta con los consonantes agudos, que repugnan en el verso de arte mayor.


Teje, el labio en elocuentes períodos
un hermoso enlace de perfecciones,
y del labio que teje, lo tejido
señala y muestra todos los primores.

  Ahora prosiga, sabiendo de paso, que es usted hombre aprovechado y perfecto en la mística; pues, que vio la oración, la halló en la prolijidad de su atención (que fue el punto que se leyó), tan cabal. Pero como esta idea había sido muy abstracta e independiente de los sentidos, formó su composición de lugar, representándose que era la pieza un Padre Maestro rollizo, y de mucho cerviguillo, superior a la crítica, su súbdita y lega vieja. Luego por vía de meditación, creciendo más, y más el aprecio a la oración, llegó a lograr de éxtasis (¡oh y lo que se debe a la inocencia y a la virtud de la blancura!), de éxtasis y de elevación; y estando en la unitiva, vio clara y distintamente (que así había de ser, porque para todo no faltó candor), libre el panegírico del purgatorio de la censura y del infierno de la crítica; salvo ya, superior a toda mala suerte, colocado en el mejor asiento del primer cielo, glorioso y bañado de resplandores; y que, para poder dejarse ver, le reconoció estaba representado   —51→   en un hermoso enlace de perfecciones. Pero este enlace era una trenca enmarañada de mirtos y cipreses, porque acá entre los mortales (se tiene bien averiguado), que había sido panegírico fúnebre. Vuelvo a decir ahora, caballero mío, que prosiga.

BLANCARDO.-  Decía: Muestra todos los primores de que debe estar adornado un orador sabio y cristiano.

MURILLO.-  ¡Vea usted cómo nos engañamos todos los hombres en queriendo hacer pronósticos! Yo pensaba, y con alguna razón, que iba a decir así: De que debe estar adornada una oración. Y mucho más lo pensé cuando después de pronunciar elevación del discurso, pronunció: toda ella, que pareció un solemne solecismo, porque dejaba el discurso con toda ella, muy mal concertado. Mas, no hay tal solecismo (hagamos justicia), porque después de discurso hay punto; y, sin duda, que Blancardo lo puso por irse en derechura a la oración. Pero, ¡oh, qué confusión! ¡Oh, qué extrañeza! Aún yo la padezco en cuanto digo. Es mal contagioso el de la oscuridad. Pues, vea usted allí; que nuestro caballero Moisés, no se fue a la oración (como lo acabó de decir), la saló, la dejó haciendo que entraba a ella, y se fue a marchas avanzadas a lo del mismo orador. Hágame usted justicia, señor doctor Mera; oyéndome repetir las cláusulas, para que no se diga que soy prolijo; menudo, nimio; y para que evitemos la confusión, viendo en su claro lo ridículo de estas expresiones: Leyéndola después con prolija atención la he hallado tan cabal, libre de toda censura y tan superior a la crítica más escrupulosa, que antes ha crecido en mí; tanto más el aprecio, cuanto más he meditado la elevación del discurso. Toda ella es un hermoso enlace   —52→   de perfecciones, y muestra todos los primores de que debe estar adornado un orador sabio y cristiano. Observe usted, cómo separa la oración del discurso, y cómo al mismo tiempo de separar, confunde la palabra discurso ya con la misma pieza oratoria, y ya con la tercera operación del entendimiento, llamada discurso. Observe usted, igualmente, cómo emprende de elogios, ya a la oración, ya al orador, aplicando confusa y atropelladamente, ya al uno, ya al otro los epítetos laudatorios. Bien se ve que es verdad lo que dicen los doctos, que un escrito cualquiera que sea, es una copia fiel que trae punto por punto las facciones del original; y que un papel manifiesta no sólo el carácter de los talentos, sino el de la propensión, genio y temperamento. ¡Oh, cuánta inconstancia natural se mira en el breve intermedio de tres renglones! Ya está con la una parte, ya con la otra parte, o como le tiene cuenta. Se podría decir que sabía de política, aunque fuese la nicolástica, y que procuraba sostener el equilibrio. Algo de esto se podría decir si Blancardo fuese en el imperio del alma un Señorito o potencia. Pero se conoce bien que en éste, es oscuro vasallo, y que lejos de aspirar a ser potencia, es sólo sentido vulgar, todo tacto y nada gusto.

MERA.-  Son oportunas sus observaciones: no sé si la que voy a hacer y juzgo que es importante, será justa y del agrado de usted repare, mi doctor Murillo, como va cayendo de su burro nuestro caballero. Poco antes era la oración superior al conocimiento; ahora ya se le deja ser un hermoso enlace de perfecciones. Este, pues, como usted le pintó, a la verdad incluiría muchas sombras tristes y mustias; serían unos tibios reflejos, porque si fuese   —53→   la oración toda luz, no podría sufrirle su vista, y entonces haría bien de decir lo que el otro poeta al pintar una belleza:


No sus luces, sus reflejos,
sólo es razón que te copie,
que no es tratable la llama,
por serlo los resplandores.

Mas, esta caída me parece contra todo el orden de la retórica. Debía Blancardo, para dar a entender que la sabe, intentar por esos que llaman realces, conceptos y alegorías, traer las pruebas que elevasen más cada cláusula de la aprobación, y portarse como los predicadores que no dejan intacta una proposición sin probarla. Y puesto en el estrecho lance de escribir con esos mismos pensamientos su aprobación, hubiera hecho muy bellamente de decir: esta oración es superior a la más escrupulosa crítica, porque nace de la misma ardiente tetilla de su benemérito autor. Y le aseguro a usted, que con este disparate, habría salido con mayor felicidad de la puja.

MURILLO.-  Pero cuando no probase (que no tiene muy buen paladar para probar), esa proposición, ha probado valientemente que tiene buena larga vista para ver el lance hermoso de perfecciones; y tamaños anteojos de alma, para percibir todos los primores, ni dejar uno siquiera de puertas afuera.

MERA.-  Muchísimo quiere decir en favor suyo aquella cláusula. Por donde veo que usted, mi doctor Murillo, no tiene razón para llamar indocto a Moisés Blancardo. Él, para mí, ya es sapientísimo,   —54→   por sólo el mérito (que es muy sublime), de saber cuáles son todos los primores de que debe estar adornado un orador sabio y cristiano y cuál es el conjunto cabal de las perfecciones de una oración.

MURILLO.-  Tanto, tanto quiere decir esta cláusula, y significa tanto este conocimiento de todos los primores, que desde hoy, acabadita esta conversación, le he de seguir a solas a su aposento, y, cuando estemos en Quito, le he de frecuentar su casa para pedirle sólo que me redima de unas dificultades que padezco en la inteligencia de ciertos primores oscuros para mí, que se hallan en las oraciones por Roscio, Plancio y Quinto Ligario del Orador Romano. Ireme con la esperanza de que me las desate, porque, ¿qué no sabía el que conoce todos los primores de que debe estar adornado un orador sabio y cristiano? Y si sabe los de un cristiano, ¿cómo ignorará todos, todos los de un gentil? ¿De un gentil, que no reconoció para la estructura de sus oraciones, el cúmulo de conocimientos, que requiere demás tener el orador cristiano, fuera de aquellas luces que deben adornar al meramente profano, y profano del gentilismo? Luego, luego me iré, ¿pero será no acordándome del texto? Noluistis Gentilem elegistis barbarum.

BLANCARDO.-  Aunque lo diga usted por ironía, que ha de irse a donde mí para recibirla explicación de esos lugares; sepa usted, que puede hacerlo de verdad y no quedará engañado con mi doctrina. Y ésta debía usted aprovechar desde ahora, estudiando en cada cláusula de mi aprobación, que despide muchas luces.

MERA.-  Veámoslo, Señores, aunque sea con nuestros flacos ojos.

  —55→  

MURILLO.-  Dejémoslo para otro día. Vamos ahora a descansar.

BLANCARDO.-  Impaciente estaba porque acabásemos de leer este rasgo, tirado al impulso del precepto superior, más que a la acción de una mano obediente. Pero será bien ceder a las insinuaciones y urgentes necesidades de la naturaleza. Hasta mañana. Adiós.


Anterior Indice Siguiente