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Diálogo tercero

 

Entre los mismos interlocutores.

 

MERA.-  Es difícil poderse escapar de estos enfadosísimos malbaratadores del tiempo. Ayer huimos con ventura del importuno, audaz Gorgopas, sin que nos conociese, ni juzgase que nos hurtábamos de su molestísimo pedantismo.

MURILLO.-  En lo más oculto nos buscan y aun se meten a donde no los llaman, con una denodada intrepidez, propia de su ingenio y de su educación.

BLANCARDO.-  Por eso, antes de que Gorgopas nos venga a interrumpir y robar la mañana entera con sus delirios, repetiré la cláusula de ayer.

MURILLO.-  Sí, por su vida, caballero mío, lea usted.

BLANCARDO.-  De memoria la tengo. Dice: Estudio y penetración de las Escrituras.

MERA.-  No es mal negocio tener este tesoro de conocimientos, el que todo eclesiástico debe guardar en lo íntimo de su corazón para la piedad, y en el reservatorio precioso del espíritu para la doctrina. Pero, ¡ah! ¿Y de cuántos requisitos (difíciles de alcanzarse en este país de la ignorancia y de la indolencia), no necesita este estudio? ¿De qué favores del cielo no ha menester esta penetración? ¿Si se sabrá por acá siquiera (hablemos con franqueza), si hay reglas para la inteligencia de las Escrituras?   —97→   ¿Y en caso que sospechen los doctos Blancardos que las hay, si comprenderán cuáles son estas reglas? ¿Y lo que debía preguntar era, si acaso se les pasaba por la imaginación el deseo de saberlas?

BLANCARDO.-  Mal de mi grado, es preciso confesar la verdad. Nada de esto ocupó ni nuestras aulas, ni nuestros entendimientos. Diga usted algo que importe.

MERA.-  Únicamente con apuntar algo de lo que hay en este punto, creeré que quedarían asombrados esos hombres, si nos oyeran. Gracias a Dios que no nos oyen, porque de lo contrario levantarían la hueca voz, más aguda que al decir el Te Deum en Laudes de primera clase; y dirían que yo era soberbio y presumido, con otras mil cosas. Hablemos de tal modo que no se vean obligados a cerrarse con ambas manos o con sus mismas orejas de Midas, los oídos. Sea lo que fuere; digo que se necesita saber las reglas que trae Tirino y las que recomienda San Agustín. Walton, sobre el polígloto inglés, trae otras en sus prolegómenos, y son dignas de saberse. Cornelio Alápide, aunque, comentador por otra parte alegórico y nada exacto, no es despreciable en las reglas que trae al principio de sus comentarios33. Yo aquí supongo el conocimiento de las lenguas orientales, a lo menos   —98→   como requiere el docto Obispo de Canarias, Melchor Cano. Supongo la instrucción de la Cronología, Geografía e Historia Profana. Además de esto, veo que es indispensable estudiar hoy a los críticos, porque es necesario hacer el cotejo del Antiguo Testamento y del Nuevo, descubriendo en aquél las figuras y misterios, y en éste su ejecución y debido cumplimiento. En aquél debemos observar las profecías; que miraban a tantos hechos futuros, especialmente a la vida del Salvador y a las circunstancias, que habían de acompañar a la grande obra de su misericordiosísimo ministerio para el que bajó. En éste, estamos obligados a notar la misma doctrina y moral purísima del cristianismo; que estableció su Príncipe gloriosísimo y su primera Cabeza Jesucristo. El Nuevo Testamento, si bien lo advertimos; nos asegura, ya la nueva feliz del reino de los cielos, ya su goce y su posesión por la ignominia de la cruz y por la locura de la predicación en la que creemos, según nos avisa el Apóstol. Él mismo nos pone delante el santísimo establecimiento de la Iglesia y las Misteriosas, predicciones que acerca de ella se encierran en sus divinas letras, y con especialidad en el sagrado libro del Apocalipsis. Decía; pues, que era necesario hacer este cotejo de los libros canónicos y por consiguiente el saber formarlo, leyendo a los buenos   —99→   críticos, que dan las mejores leyes para examinar cada libro de la escritura en particular; su designio, el tiempo en que se escribió y las principales, dificultades que contiene. Lo que acabo de decir, sin duda que asombrará.

MURILLO.-  Tanto, que juzgo ver a todos los que nos escuchasen, encogiéndose de hombros y frunciendo los labios con aire desdeñoso y enojado.

MERA.-  ¿Y qué le parece a usted, que el estudio y penetración de las Escrituras son tan baratos, como correr una loca aprobación? En mi juicio sería poca cosa para mí, (pero bastante para Quito, pobre de libros e incapaz de dar auxilios para el estudio y penetración dichos), estudiar el libro intitulado: Harmonía quatuor Evangeliorum inter se et cum veteri testamento, que es de Juan Lightsoot, la Biblia magna, que es del padre Haye (al decir magna me dirán ustedes este loco nos engaita), el libro que trae por título: Concordia librorum reguum et Paralipomenom, y la Demostración evangélica del señor Pedro Daniel Huet, sin perder de vista los utilísimos y sabios comentarios del padre Calmet, y más atentamente sus doctísimas disertaciones. De este modo se hará un eclesiástico familiar el texto sagrado. Y éste que lo entiende, porque ha estudiado por sus elementos las Escrituras; éste será el que pueda justamente afirmar de otro, que tiene o no tiene estudio de ellas, que las penetra o no las conoce ni entiende medianamente. Porque, ¿qué juez podrá decidir acertadamente, ignorando el hecho y derecho de una causa?

MURILLO.-  No es preciso que los sepa. No hay cosa tan ordinaria en esta tierra, como aplaudir el que no sabe qué es Teología, de teólogo al que   —100→   quiere graduarle de tal: de Médico, el que ignora qué es medicina, al que igualmente no la conoce. Y así de todas las ciencias y artes. Reíme mucho; poco ha, en una iglesia, oyendo a un escribano que ni aun sabe formar bien el signo; decretar de esta manera: ¡Ah! Buen Padre (decía, cuando le acabó de oír su sermón y una pintura en él de la perspectiva), ¡ah! Buen Padre, ¡qué bien que lo ha hecho! Con razón, si sabe hasta las secciones cónicas, si es geómetra sublime, y matemático, cuál no se ha visto, ni se ha de ver en Quito.

MERA.-  De verdad, que así hay fallos resolutos y redondos sobre la materia de que no tienen la más leve noticia. Tal me ha parecido el de nuestro caballero34.

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MURILLO.-  No sea usted temerario, ¡por amor de Dios! Juzga usted mal, creo que por olvidadizo. Acuérdese que sabe traer sus textos de la Escritura, primorosamente aplicados en sus sermones. Y ahora, dígame usted, ¿no prueba excelentísimamente? ¿Qué digo? ¿No demuestra matemáticamente que Moisés Blancardo tiene estudio, tiene inteligencia y tiene espíritu de penetración de las Escrituras, el haber traído y retraído; aplicado y complicado, muy bien, muy bien dos textos del Nuevo Testamento en su sermón de San Dimas?

BLANCARDO.-  Sí, he usado en todos los sermones, de la Escritura; y juzgo que nada se me tendrá que reparar en este uso noblemente aplicado.

MERA.-  Esa aplicación aunque fuese muy buena, nada probaba; porque puede haber, y regularmente hay allí el hurto; allí las más veces el engaño de los oyentes; que juzgan buena aplicación lo que es una voluntariedad y un ofrecimiento (este es el lenguaje de Blancardo), de viveza acomodaticia, que deslumbran por un esplendor engañoso, que despide en brillantes palabritas el predicador; y que deciden con arrojo, en la buena fe, que les hacen concebir un falso crédito, una fama usurpada, un aplauso no merecido, que se solicita por medio del artificio y de la seducción,   —102→   un mal orate. Repita, pues, Doctor mío, sus lugares, para ver si hay algo de esto35.

MURILLO.-  El primero es el texto capital que tomó para su oración, y dice: Respondens autem alter, increpabat eum. Y le explica, le da un admirable giro, le comenta, saca finalmente con tres por estos su asunto prodigioso. «Por esto, (dice), los predicadores exponen la vida del Santo que alaban con aspecto no menos [...] Por esto, (añade tres renglones más abajo), apenas se podrá hallar con verdad en otro alguno, que en nuestro Santo, el glorioso Dimas [...] tiene el semblante de todos los Santos [...] Por esto, (vuelve a repetir a dos líneas de distancia), el Evangelio no le da otro nombre, que el de alter otro: respondens autem alter». Vea usted su idea, sus por estos; y acuérdese lo referido ya en la conversación de ayer. ¡Oh! ¡Y cómo con la palabrita alter desentraña todo el sentido de las expresiones evangélicas! ¡Cómo hace y deshace! ¡Oh! ¡y cómo viene el dicho alter a formar todo el sermón! Mas, ¡oh memoria!


Fortunate puer, tu nunc cris alter ab illo.

MERA.-  ¡Mucha penetración es esta de las Escrituras! ¡Admirado estoy de hallar espíritus semejantes! Conque, porque el mal ladrón insultaba a Jesucristo, y le decía que si era Dios se libertara.   —103→   ¿Él mismo y también los libertase de la cruz en que padecían? Conque, porque el otro, alter, que era el convertido ladrón, respondiendo al malo, le reprendía y muy lejos de imitarle, le decía: ¡qué! Ni tú que padeces el mismo castigo que Él, ¿temes a Dios? Nosotros, a la verdad, con justicia, somos castigados y recibimos suplicios correspondientes a nuestros delitos; pero este Crucificado está inocente. Conque, (decía), porque el uno le hacía insultos a Cristo, siguiendo la blasfema grita de los soldados; y porque este otro no practicaba lo mismo, antes sí, reprendía al impío compañero, ha de significar, que este otro y la palabrita alter le adornaban de los privilegios de ser otro Profeta, otro Patriarca, otro Apóstol, otro Confesor, otro Mártir, otro Virgen y otro todo, compuesto de todas las santidades, otro todo cuanto pudo ser un viador pío en la tierra, y ¿cuánto puede ser un bienaventurado en el cielo?

MURILLO.-  Sí, Señor, porque para esto no es preciso que haya alguna conexión, alguna alegoría, algún fundamento. Basta ponérsele a un predicador en la cabeza, y lo malo será que no lo tome por manía de por vida. Entonces, en viendo una sola leve sombra, de que podrá deducirse la locura, que ha barruntado, allá se mete, torciendo, retorciendo y estorciendo, aunque sea no más que una palabrita; basta una sombra, sí, Señor, y dije sombra por encajar a Blancardo este versito:


Juniperi gravis umbra: nocent et frugibus umbrae.

Porque (vamos en Dios y en conciencia), dígame usted, si este docto caballero, por la sola voz alter pone a Dimas sobre todos los Santos de la Corte   —104→   Celestial; ¿por qué yo por la palabra umbra, que es más larga, ancha y más profunda, no le pondré sobre todos los juníperos? ¿Por qué no alabaré la sombra que hace con gravedad oscura a todos los Patriarcas, Profetas, Apóstoles, Mártires, Confesores y Vírgenes, y a toda la gloria de estos Santos? ¿Por qué no diré que esta sombra es propia y característica de los Blancardos, que viven en sombras, andan en sombras y vegetan troncos elevados para la sombra, y para una sombra de juníperos?


Juniperi gravis umbra: nocent et frugibus umbrae.

MERA.-  Mejor y más bien aplicado está su texto; y ya es hora de que me diga, ¿cuál es el otro de nuestro Blancardo?

BLANCARDO.-  Yo lo diré, pues yo lo aduje y lo tengo de memoria. Es el siguiente: Et ego si exaltatus fuero, omnia traham ad me ipsum.

MERA.-  ¿Y el modo de aplicarle?

BLANCARDO.-  Eso no me acuerdo, ni hago esfuerzo para acordarme.

MERA.-  Pues usted, Doctor mío, lea el punto del sermón, que corresponde a este texto.

MURILLO.-  Está muy largo el pasajote conceptual, miedo me da de verle y oírle, y aún pereza de repetirlo.

MERA.-  No hay sino compendiarlo en poquitas palabras; pues no es preciso traerlo entero para su inteligencia.

MURILLO.-  Dice, pues: «Que la exaltación es estar en la cruz; que entonces prometió Cristo, atraer todas las cosas a su gloria. Que esta promesa es difícil y universal; universal, porque dice todo, y quien todo lo dice, nada excluye.   —105→   Difícil, porque estando en la Cruz se vio desamparado de todos, (hace su reflexión, encarece la dificultad). Pues, ¿cómo asegura Cristo que entonces tomará posesión de todo? (La respuesta la da con la autoridad de Teofilacto, y dice): Mas, aunque es cierto que Cristo estuvo desamparado, pero en ese horrendo patíbulo, alistó en sus banderas a Dimas, y, al recoger en su dichoso seno despojo tan precioso, alma tan rica repentinamente de cuantas virtudes esparció la gracia en tantos Santos como adornan el cielo de la Iglesia; ya (dijo Cristo), ya soy dueño de todo: omnia traham ad me ipsum: omnia. Uno sólo es, pero vale por todos». He aquí el compendio fiel y legal, según consta en el cuaderno del sermón, al que me remito en lo necesario.

MERA.-  Este es portento, este es prodigio, monstruo es este, que manifiesta bien el estudio y penetración de las Escrituras en su sermón. No se necesita hacerle alguna paráfrasis, basta por sí la letra, para que todo el mundo le conozca primoroso. Lo mejor es que cita falsamente a Teofilacto. Le he visto, y este escritor expone aquel lugar del Evangelio muy de otra manera. Dice, pues, siguiendo a San Crisóstomo, que decía Cristo en esas palabras: cuando muriere sobre la cruz, no habrá diferencia alguna entre el judío y el gentil, a todos me atraeré. Y es esta la exposición que sigue Calmet.

MURILLO.-  ¿Eso más de trampa y de mentira había?

MERA.-  Nada debe admirar en quien nada ha visto de expositores por sus propios ojos. Ni hay que asombrarse que levante un falso testimonio a   —106→   un autor, y le hagan decir los Blancardos lo que no quiso decir, ¡cuando a la misma Santa Escritura le hacen decir dos mil delirios!

MURILLO.-  Mil, y mil, y mil razones tiene usted, señor doctor mío; pues esta es la ciencia blancardina, que puede envidiarla usted, y morirse de rabia de no tener aplausos por ella; ahorcarse de la higuera de Timón el ateniense, de dolor de no poder alcanzarla ni poseerla; y echarse al abismo de Tungurahua vomitando su humor pestilente, para abrasarse eternamente, más que en el fuego del volcán, en su negra melancolía36.

MERA.-  Pero, ¿a qué viene esto, doctor mío?

MURILLO.-  Ahora me acordé de cierto pasaje bonito de la misma aprobación: caminemos por ella para encontrarle. Ea, lea usted breve, caballero nuestro.

BLANCARDO.-  Dueños hasta de mis médulas, y señores míos, ustedes son bien rígidos y nada perdonan. La expresión siguiente merece no sólo perdón, sino todo aplauso. Dice, pues: Lectura de Santos Padres.

MURILLO.-  Basta que lo pida para tratarle con alabanzas. Debemos ser generosos panegiristas, y no viles aduladores. Bajo este supuesto; pues que pide perdón, le gritamos todos: ya estás perdonado, porque no sabes lo que te dices.

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MERA.-  Convengo en que no sabe lo que se dice. Si en esta expresión alabase al orador con sinceridad, propiedad y buena fe, hubiera en ella esta fórmula: Estudio o inteligencia de los Padres, y no lectura. Lectura es poca cosa para un eclesiástico, que debe estudiarlos y no contentarse con leerlos. Así la cláusula, en vez de elevarse a elogio, degenera en contumelia; y prueba en quien la ha dicho, no su malicia, sino su total ignorancia. Decía bien aquel antiguo sabio, habla y te conocerán. Si Blancardo hubiera saludado los elementos para saber la Teología, ya hubiera hablado con exactitud: No conoce aún su superficie, y por eso escribe y habla con tanto desacierto, impropiedad e ignorancia.

BLANCARDO.-  No hallo. Señores míos, dónde venga este horrendo cúmulo de defectos.

MERA.-  Atienda usted, y vea a donde se halla. No es verdad, que en el elogio antepone usted, el estudio y penetración de las Escrituras?

BLANCARDO.-  Tanta verdad es, dueño de mi alma, como que hay aprobación mía, estampada de muy buenos caracteres.

MERA.-  ¡Bien! ¿Y no es verdad, que para el estudio y penetración de las Escrituras se requiere indispensablemente el anticipado estudio (no lectura), y la previa penetración de los Padres?

BLANCARDO.-  Esto ignoraba yo, carísimo mío, y por eso (perdone usted), puse después de penetración, lectura de Padres; pero con la mayor simplicidad e inocencia del mundo.

MERA.-  Así debía ser porque de lo contrario, le haríamos ver que negaba las tradiciones, que afirmaba con los herejes, que la exposición de las   —108→   Escrituras no estaba ligada al sentido de los Padres, y que dogmatizaba que se podía tener la inteligencia de la divina palabra, nada más que con el simple estudio, y tan solamente con el apoyo del particular alcance, comprensión, arbitrio y conocimiento de cada uno.

MURILLO.-  ¡Sopla, sopla! Que si se descuida un tantico Blancardo, le pondrá usted, Doctor mío, en la lista de los Arrios, Nestorios, Eutiches, Dióscoros, Wiclefs y Luteros.

MERA.-  No es cosa de que usted le horrorice con ese espanto. Bastará que se le haga concebir miedo de su ignorancia. Digámosle si (con algunas frases indirectas), que lea al sabio teólogo Melchor Cano, especialmente el capítulo tercero del libro séptimo de sus Lugares teológicos: y que note con qué vivacidad; con qué energía, con qué doctrina, con qué celo increpa el atrevimiento de Tomás de Vío, o cardenal Cayetano, quien al principio de su comentario al Génesis estampó: «No se debía detestar el nuevo sentido de la Escritura, porque se apartase del que tuvieron los antiguos Doctores. Pues, que Dios no ligó la exposición de las Santas Escrituras a los dictámenes de los antiguos Doctores, sino que las sujetó a la censura de la Iglesia católica. De otra suerte (prosigue Cayetano), se nos quitaría y también a los venideros, la esperanza de exponer la Escritura Sagrada, sino que sea trasladándola del libro al cuaderno». Hasta aquí Cayetano. Pero usted, mi doctor Murillo, dígale y aconséjele, pero indirectamente, que lea este lugar y toda la obra dignísima de Cano, siquiera para tener unas nociones generales, y algún deseo de saber la verdadera   —109→   Teología. Mientras suceda eso, que oiga este lugar oportunísimo de San Dionisio: Ad sanctissimarum (dice), Scripturarum inteligentias, prout illas a Patribus accepimus, contuendas pro viribus pergamus.

MURILLO.-  Ya se lo diré bien claro, claro como estrella matutina, y tan bien hablado, como oración de Padrenuestro. Caballero mío esas cosas no son para usted. No es lo mismo leer, que estudiar. Y si en la palabrita lectura, como en la otra alter del Evangelio, quiso decir: otra penetración de los Padres; ¿por qué, como medio retórico o medio escolasticón, no anticipó esta penetración de Padres a la otra de las Escrituras? La inteligencia de la escritura viene (si se ponen los medios para alcanzarla); especialmente por el favor del cielo y porque el Espíritu Santo quiera al que medita las divinas letras, y es su fiel siervo, comunicársela graciosamente. Pero no hacer antes estudio de los Padres para entenderlas, vendría en un eclesiástico, o de pereza pecaminosa; o de suma y delincuente ignorancia de sus obligaciones. Por eso, más querría yo que me dijesen por alabanza así: No tiene penetración de la Escritura, pero ha hecho por donde tenerla, y ha anticipado el estudio de los Padres, los conoce, sabe discernirlos, separa sus verdaderos escritos de los suplantados, con buena crítica, juzga de sus estilos, de su carácter, de su sabiduría; y con puntualidad dice de qué siglo son, y cuáles servicios fueron los más insignes; con que fueron los beneméritos y las luces de la Iglesia. Vea aquí un elogio (no es porque yo lo diga), noble y genuino; pues, en no tener penetración de la Escritura era digno de toda excusa y disculpa. Pero en contentarme con hacer mera lectura de los   —110→   Padres, y en omitir su estudio, cometería una falta intolerable.

MERA.-  ¡Amigo, amigo! Riéndose está nuestro Moisés de que usted la haya tomado con tanto fervor; y en su falsa risita da a entender que han sido muy directos los tiros. Pero aún se encoje de hombros, que es señal de que nada se le da.

MURILLO.-  Por cierto, que esta es señal de tener perdida la vergüenza y abandonado el honor literario, que no le conocen los Blancardos. Y por lo mismo, desde ahora serán mis indirectas de Cobos pero indirectas en materia de literatura. Le digo, pues, amigo mío, que el cardenal Cayetano ha llevado un coscorrón de más de vara (no es vara el reformador), porque en más de cinco folios de a folio, le ha dado durísima y justísimamente el señor don fray Melchor Cano, Obispo de Canarias, nada Blancardo, porque es muy docto; y es con mucha razón que le meneó a dicho Cayetano pues incurrió en el mismo error de muchos herejes, que no siguieron la inteligencia, conocimiento y sentido de los Padres para la penetración de la Santa Escritura. Usted sepa todo esto, y además sepa que debía decir su aprobación de esta manera: Sublimidad de estilo y de pensamientos, estudio y penetración de los Padres; por consiguiente, estudio e inteligencia de las Escrituras.

BLANCARDO.-  ¡Qué! ¿Dónde estoy yo? ¿Delira usted? A mí me daría gana de poner de este o del otro modo, arriba o abajo, con estos o con los otros términos, sentada o en pie, fea o hermosa mi aprobación.

MURILLO.-  No tal, y véalo luego que el decir y hacer de ese modo, es de ignorantes. En su   —111→   arbitrio estaba (¿quién duda?), hacer o no hacer el elogio y dirigirlo al orador, tocando estos o aquellos objetos. Pero, si lo hacía, y si ya designaba los puntos que había de traer, debía sujetarse igualmente al idioma propio de cada ciencia, al lenguaje científico de una ordenada y metódica expresión, al modo de decir, consiguiente, apto y oportuno; y en fin, a la inteligencia y acepción de los doctos; conforme a la locución moderna y leyes de la Retórica verdadera. Después de esta dedicatoria que hago, se me antoja acabar con Cano del mismo modo, con que acaban las arenguillas de conclusiones; al llegar a la peroración: Te nunc, Blancarde pater, si filio patrem appellare licet, appello, te Blancarde, inquam appello, te in Concilium voco, te non in lyceum aut academiam induco, sed in Sanctorum Patrum pacificum, honorandum que conventum. Dixi. Ea; siga usted, su papel.

BLANCARDO.-  No pequeña tintura de las artes y ciencias.

MERA.-  Como no he leído el sermón, no podré decir de cuáles se sirve y en cuáles manifiesta tener sus preciosos conocimientos. Desde luego, concibo que los mostrará en su panegírico fúnebre. Pero será de aquellas concernientes a su ministerio y al cultivo de las ciencias eclesiásticas. De otra suerte, transcribiríamos toda la introducción a la vida de Pericles, que hermosa y juiciosamente persuade la preferencia del conocimiento y ejercicio de lo más útil y de lo mejor, con nobles ejemplos de que abunda; su sabio y elocuente escritor Plutarco y reprobaríamos la no pequeña tintura de ciencias y artes del orador, como ajenas de su profesión. Pero hablando derechamente del modo de escribir de nuestro caballero, he aquí un ejemplo de su irregularidad   —112→   y desorden. Había subido su merced hasta sublimidad, hasta penetración, y gustaba, sin duda, de lo más exquisito, de lo más sublime, de lo más sagrado y de lo más necesario al orador; y ahora, no sólo baja, sino cae al hoyo profundo de una no pequeña tintura de ciencias y artes. De las cuales, unas no debían conocerse antes de entrar al estudio de Padres y de la Escritura; y otras se debían huir e ignorar del todo, para no ser con conocimientos extraños, traidor a su propio estudio.

MURILLO.-  Es el caso que quiso, dando un baño de azul ultramarino al orador, darse él otro lisonjero de agua rosada, como que entendiese de ciencias y artes, y estuviese más que tinturado en ellas. Lo cierto es, que para mí no sólo tiene tintura; sino que es él mismo (según se me antoja), la misma grana para avergonzar y teñir de rojo el crédito de las letras quiteñas la misma tinta añil para teñir de oscuro el mérito literario del orador; y la misma cochinilla para con su muerte dar color al forro del Nuevo Luciano de Quito.

BLANCARDO.-  De éste he dicho horrores a donde me cupo la suerte, y no me arrepiento de haberle tratado de envidioso.

MURILLO.-  En buen tinte le metió usted. De azul y verde le habrá puesto al infeliz. Ello, usted lo entiende bien aunque es verdad que el ultramarino de ciencias y artes debe ser, si para todos los quiteños, mucho más para usted. Es género que se compra pasando no sólo un mar, sino muchos mares. Ciencias y artes hay en Francia, en Inglaterra, Holanda, Italia y Alemania. ¿Vea usted si no será preciso navegar el Océano, el Mediterráneo y el Glacial? ¡Ah! ¡Pero qué! ¡Es tan pícara o   —113→   tan muerta ésta mi memoria, que no me acuerda el que usted, caballero mío, tiene un grande almacén de ciencias y artes! ¿Podría, sin faltar a mi conciencia, desentenderme de que entre las ciencias es penetrado usted (estoy con gana de hacer oraciones de pasiva), de la Metafísica sumulística, de la Metafísica física (hágala usted adjetivo), de la Metafísica metafísica (también adjetivo que significa aérea y imana), de la Metafísica teológica, de la Metafísica moral y de todo el hablar, decir, examinar y pretender doblemente metafísico? ¿Podría, sin hacer que peligre mi alma, sin cometer un pecadazo mortal, olvidarme que usted sabe las artes, obstetricia, química, política, y médica? El callarlo sería de envidia, sería un cruel veneno contra lo más respetable y sagrado, sería disimular con la serenidad del rostro las tempestades del corazón.

MERA.-  Hace bellamente de comunicarnos lo que entiende nuestro Blancardo. Sea parabién, caballero mío: mil norabuenas reciba usted de quien tiene la mayor complacencia de que otros sepan estas cosas. Me muero de amores por un literato, si le conozco y tengo por la mayor ventura hablar con él. ¿Qué no daría por oír hablar a un Bossuet, a un Erasmo, a un Agripa? Ahora hablaremos de alguna de las artes que usted comprende, porque de las ciencias escolásticas, ni aun me quiero acordar.

MURILLO.-  Ya dije que sabe la obstetricia.

MERA.-  Arte sucia, indigna de un hombre de bien, propia de comadres. ¿Cuándo habrá hecho de comadrón nuestro Moisés? ¡Ea, fuera suciedades!

MURILLO.-  Sabe la política.

MERA.-  ¿Y de qué infiere usted que sepa la política?

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MURILLO.-  No se han menester muchos discursos ni mucha lógica para inferir que la sabe, sino de un retacillo de historia. Leí en ella que: «Ariarato Filopator, Rey de Capadocia, cuando subió al trono envió diputados a Roma para pedir la renovación de la alianza que su padre había tenido con los romanos, la cual le fue concedida con elogio. Pero que poco tiempo después, Demetrio, Rey de Siria; le desterró para poner en su lugar a un hermano mayor, de Ariarato, que se decía supuesto, y se llamaba Olofernes. Ariarato, entonces se refugió a Roma. Demetrio y el usurpador, también enviaron sus embajadores a esta capital del mundo; y su senado mandó que los dos hermanos reinasen conjuntamente». Añade la historia, que el partir así los reinos entre hermanos a fin de debilitarlos con esta división, y de dejar entre ellos perpetuas semillas de discordias, era la ordinaria política de los romanos. Y leyendo esto, admirado de que la antigua Roma se portara tan bien, entendí (por los efectos de la conducta de Blancardo), que en esto consiste la política, y que de verdad penetraba este gran arte tan celebrado, y del cual nuestro Moisés sabe maravillas.

MERA.-  En todos los puntos que toca el breve rasgo de historia que usted ha producido, no se hallan sino funestas resultas de una política falsa. La verdadera (consulte usted a los antiguos), consiste en una conducta prudente, sabia, activa y oportuna. Plutarco en el paralelo que hace de Arístides y Catón, dice: que la política es el arte de gobernar las ciudades y los reinos, y que es el mayor y más perfecto que un hombre puede adquirir.   —115→   Siendo así, nada podrá saber de ella un ciudadano particular; y especialmente un especialmente un Blancardo y aún será demasiada osadía el que pensase tener conocimiento de sus misteriosas reglas. Su discusión está de todos modos reservada a los mismos Príncipes y a sus sabios. Ministros de Estado; porque nada menos se versan, que los intereses de los Señores y potentados. Paréceme por esto, acortada la reflexión de un sabio que decía tenían los reyes otra historia secreta y otros libros sellados, pertenecientes a ella; pero que no los abrían, sino por sus propias manos, y no los leían, sino por sí mismos, y a sólo ellos estaba vinculado el secreto de la verdad de los hechos que interesaban a su oculto e impenetrable modo de gobierno, y a la inteligencia: mutua con sus vecinos. Así, ¿qué podemos alcanzar de los misterios del gabinete? La historia misma de los Príncipes no nos muestra las más veces al Príncipe, sino al hombre. Era bien primero conocer a éste, para poder subir a conocer a aquél.

MURILLO.-  Muy alto está el negocio. Ya me persuado que no le ha conocido el caballero Blancardo. ¡Pero qué! Medio he oído que nuestro Moisés es jurista, y si lo es, no puede menos que saber de política.

MERA.-  No extrañaría que fuese jurista, esto es, que supiese una jurisprudencia particular como ciudadano. Esta es, la que desea Fleury (en su Tratado de la elección y método de estudios), tenga todo hombre: «De suerte (son palabras de este doctísimo abad), que en orden al derecho, solamente entiendo lo que está obligado a saber de él cada particular para conservar su hacienda, y no   —116→   hacer cosa contra las leyes. Todos están obligados a ello por las leyes mismas, que presumen estar todos los ciudadanos instruidos en ellas, pues imputan su ignorancia a culpa y la castigan o con la pérdida de los bienes si se ha faltado a observar las reglas de adquirirlos y conservarlos, o con penas más severas, si ha pasado a delito esta ignorancia». La de su jurisprudencia regular, monástica, o para Blancardo municipal; sería imputable a culpa, pero yo le hago doctor en ella, y muy bien ha menester serlo, porque sus constituciones de oscuras y mal explicadas, pasan casi a ser contradictorias y entre sí opuestas. Yo supongo docto en sus estatutos a Blancardo; pero esta doctrina nada conduce a instruirse en la política. Si supiese el derecho público, ya le concederíamos disposición previa para saberla; porque ya habría sabido lo que pertenece al Estado, al Soberano, a sus Ministros y al Vasallo en común. Y de aquí puede usted, doctor Murillo, inferir cuál es mi pensamiento acerca de la política y sus grados.

MURILLO.-  Mala tengo la cabeza, y por consiguiente la triste lógica natural; y así no puedo inferir nada. Por su vida, que nos diga lo que hay en esto.

MERA.-  He dicho que si nuestro Moisés supiese el derecho público, le concederíamos disposición previa para saber la política; y es esta una proposición dirigida a un hombre que ignora enteramente la jurisprudencia. A otro que la supiese, ya le supondríamos adornado de su conocimiento, aún antes de llegara ser jurisperito. A Blancardo, que (cómo aseguró usted), solo había estudiado discursos aéreos, en vez de buena Filosofía, era preciso hablarle   —117→   de esta manera, porque en el estudio del derecho público hallaría desleídas y practicadas las reglas filosófico políticas. Y lo pondría dispuesto, si tuviese muy raro talento, a buscar la política que no había estudiado antes. Que hay espíritus tan nobles, que aun no habiendo estudiado los elementos de una facultad, después que han estudiado bastante de ella, llegan a penetrar el cimiento que les había faltado para hacer sólido su estudio, y vuelven a emprender la inteligencia y conocimiento de sus verdaderos principios. Y para no salir de la jurisprudencia, vea usted, allí el ilustre genio de Antonio Terrasón, y cómo este se formó por sí mismo un cumplido jurisconsulto. Habiendo hallado molesta y enfadosa la lectura de la Instituta de Justiniano, tomó la resolución de averiguar la causa de aquel disgusto. A beneficio de personas versadas en la jurisprudencia y humanidades, supo que teniendo su origen el Derecho en general; y especialmente el romano antiguo en la Filosofía y la Historia, el poco uso que había tenido de estas ciencias, era el principal motivo de la molestia que experimentaba en el estudio de las leyes. Y consultando mejor en los buenos autores que le hacían conocer más claramente esta verdad, desde luego procedió a adquirirse todos los conocimientos filosóficos e históricos, mediante el cual trabajo formó su célebre obra de la Historia de la jurisprudencia Romana.

MURILLO.-  De verdad, me parece que el caballero, muy bien ha penetrado todo esto, y que ha tenido aún mejor genio que el de Terrazón para instruirse por sí mismo. Muy buena política tendrá; hijo de la política será. Pero usted, de ella no   —118→   nos ha dicho todavía lo que nos hizo desear saber.

MERA.-  Voy allá la política es, pues, una parte de la Filosofía. Hay muy pocos buenos libros que traten de ella; pero para observar las reglas que la son propias, será bien estudiar a fondo, con mucho acuerdo y reflexión, el librito del Oficio del Hombre y del ciudadano; pero mucho más bien la grande obra del Derecho de la Naturaleza y de las Gentes, de Samuel Puffendorf. Añadiremos a Grocio el Derecho de la guerra y de la paz; y a Heineccio sobre los mismos objetos. Halló en todos estos una política ordinaria, que hace conocer los derechos del Príncipe y del Estado; y la llamo ordinaria, porque, siendo que un político no debe reducir su instrucción a saber simplemente lo que ha inspirado la sola naturaleza, o lo que ha admitido al uso el consentimiento de los pueblos en el tiempo tranquilo de la paz o en el turbulento de la guerra, acerca de los Príncipes; sino que, indagando las dependencias mutuas que hay entre éstos y sus pueblos; debe subir más arriba y examinar la forma de gobierno, que en las circunstancias presentes debe observar su Estado; las leyes, que le deben establecer en constitución más ventajosa, los auxilios de la naturaleza, que se necesitan traer de fuera y de lo más remoto para perpetuar (si pudiese ser), un reino en su mayor gloria y felicidad; de allí es que este conocimiento profundo y exquisito, es para mí otra política más noble, que considera más íntimamente lo que es la sociedad civil, y cuál y cómo debe ser el soberano espíritu, que la deba presidir y moderar; y vea usted que para llegar a conocerla, será necesario estudiar en contraposición   —119→   a los antiguos y modernos37.

Yo no he dudado hacerme esta lectura particular de cotejo y creo que ella, siendo propia para los legisladores y jurisconsultos que trabajan para el público, se hace indispensable, a todo el que quisiere conocer a fondo la materia. Y así es que bajo de esta condición he cotejado a Platón con Maquiavelo, a Aristóteles con Hobbes, y a Plutarco con el Señor de Montesquieu. El primero es un santo respecto del florentino malvado; el segundo un hombre pío a presencia del desnaturalizado inglés; y Plutarco un devoto de la razón, como Montesquieu un espíritu desviado, que frecuentemente la perdía de vista en la averiguación del espíritu de las leyes. Un hombre, ayudado de las luces de su entendimiento y de las de su reflexión, con la que ministran los antiguos se formará un sistema de principios políticos digno del hombre, favorable y honorífico a toda la humanidad y detestará aquellas máximas de horror y de delito con que la deshonraron los modernos,   —120→   sin que por eso se deje de penetrar lo que éstos tienen de bueno en la sutileza y sublimidad de su filosofía. ¡Oh! ¡cuánto no se deberá esperar del cristiano, si a las luces de la revelación añade la antorcha de su bello espíritu!

BLANCARDO.-  Con mucha política nos ha hablado; pues solito se ha llevado usted más de cuatro minutos en sus reflexiones. Esta es muy buena política, y yo por ella me sacó el sombrero.

MERA.-  Decir así, es no entender lo que pienso, ni el asunto. Déme usted licencia a decir todo lo demás que había reflexionado. No paro, pues, en este grado de política, sino que, deseando ver de más cerca y en su origen la felicidad pública y particular del Príncipe y del vasallo; observo otra política superior, a cuyo conocimiento he observado que contribuye muchísimo la lectura del Antimaquiavelo que escribió el señor Voltaire, y la Utopía de Tomás Moro, porque en estas obras vemos lo que debe ser el corazón del Príncipe, y lo que debe emprender un cuerpo para lograr tener armonía con su cabeza, y que reboce la dicha por todos los miembros más remotos y distantes y este último en el mismo título de utopía con que caracterizó su libro, manifestó la idea de hacer una República a dichosa, que esta significa utopía, cuya palabra está más latamente explicada en este parto feliz de aquel piísimo canciller. Pero no nos cansemos, no debemos considerar al hombre solo sociable, ni le debemos mirar tan solamente como deudor al común y al cuerpo moral de esta vida, sino como cristiano, esto es, un ciudadano de la patria celestial y del reino de la gloria; y vea usted aquí, que para saber esta nobilísima política, es necesario estudiar la Santa Escritura.   —121→   En ella se ve purísima esta ciencia y la deben aprender los Ministros de los Reyes, y los Reyes mismos y de Moisés, de David, de Salomón, de los Profetas y de los Apóstoles, que es decir la política de Dios mismo, de quien son intérpretes las Sagradas Letras, las que nos enseñan éstas y semejantes leyes: que proceden de un padre común el príncipe y el vasallo, el señor y el esclavo: que un reino fue, es y debe ser siempre lo que una numerosa familia, toda ella vinculada y reunida entre sí con los lazos de la fraternidad, y más con los del amor evangélico, que nos recomendó Jesucristo: que todos están obligados a amar su Patria y servirla con celo; pues Dios nos ha hecho nacer para la sociedad: que los Reyes son inmediatamente establecidos por la mano divina para el gobierno de sus pueblos, y que, por lo mismo, son sus personas sagradas: que su obligación consiste en hacer que todo su reino se mantenga floreciente; indemne, religioso; y en una palabra, feliz. Pero que la olvidarán y despreciarán si no son sabios; y si no buscan la sabiduría en su propio divino origen. Esta es, en suma, la verdadera política. «Que es (dice Terrasón), absolutamente necesaria al legislador y al jurisconsulto; pues, que sin Política, todos los diversos órdenes se confunden, y todas las naciones se destruyen unas a otras, creyendo tomar los medios más propios para engrandecerse». ¡Oh! ¡Cuánto de ella sabrá nuestro caballero!

MURILLO.-  Me parece que ni una palabra, según de lo que usted ha hablado, infiero ya el conocimiento que se requiere de los buenos libros, ya que éstos no se hallan tan a mano, ya que, no entendiendo   —122→   la materia, ni los buscan los Blancardos, y hacen bien de no buscarlos, pues nada les importa saberla; y ya la misma dificultad, que habrá en hacer con orden este estudio.

BLANCARDO.-  Yo también la conozco, y confieso llanamente que no sé de este arte conjetural ciencia, o calabaza. Y que si el doctor Murillo me ha llamado político, ha sido por ironía, y sin duda, por el envidiable aplauso de mi conducta y persona.

MURILLO.-  Pero no ha de negar usted que entre la tintura de sus artes entra la medicina, porque yo soy testigo de que le he visto curar y ha sido con mi aprobación.

MERA.-  ¡Oh! ¡Que es de admirar el que lo haga siendo el caballero Blancardo!... Está prohibido por los cánones a los frailes y canónigos regulares el que curen. No sólo esto, sino el mismo estudio de las leyes civiles y de la Medicina está también prohibido. Vea usted los Cánones 69 del Concilio de Reims, del año de 1131, y el 8.º del de Tours, del año de 1163. La Historia Eclesiástica nos enseña que en aquellos tiempos calamitosos de ignorancia, los legos no sabían ni podían saber de estas facultades, y que los frailes eran los profesores del Derecho y de la Medicina. Pero que en su ejercicio se mezcló el motivo (que en sus principios fue el de la caridad), de la ganancia y del interés; y por eso fue bien visto que se les prohibiese igualmente que la práctica, el estudio de sus elementos.

MURILLO.-  Así, si hoy estudian los Blancardos la Medicina y la ejercitan, será por algunos otros Cánones en contrario que autorizarán su modo de   —123→   obrar. ¡Ah! Ya me acuerdo que en una colección de Cánones llamado el Diccionario Canónico; pero blasfemo de mí! ¡Qué! ¿estoy en mi juicio? Digo en una colección de recetas y no recetas, llamada el Diccionario Económico, aconseja Noel Chomet y la junta de los diccionaristas, que los eclesiásticos estudien Medicina verbo Cures y verbo Pretres. Deben, pues, los Blancardos hacer más caso de lo que dice este Diccionario, que de la prohibición de los Sagrados Cánones.

BLANCARDO.-  Estoy en la opinión, señores míos de que si no me mueve la avaricia a ejercerla, como que es verdad que no es ésta quien me mueve, no hay inconveniente en que un eclesiástico extienda hasta ella sus conocimientos. El padre Feijoo lo ha hecho en nuestro siglo, el padre Rodríguez cisterciense y aquí en nuestras barbas tenemos regulares barbaditos, que la practican con aplauso, acierto y muchísima bondad.

MERA.-  Ellos sabrán como lo han hecho. Los cánones están en contra de esta práctica. Pero oiga usted, por su vida; una cosa digna de traerse aquí. La caridad con los pobres enfermos y la intervención que tienen en los hospitales los regulares hospitalarios de San Juan de Dios y de Belén, les ha dado fácil entrada, más que a una buena especulativa, a una práctica empírica, de la Medicina. Estos regulares, especialmente los Betlemitas tienen por instituto la asistencia y cuidado de los incurables, o más bien de los convalecientes, prohibida la curación. Son ellos unos meros legos por instituto, ya lo ve usted. Pero ya las reglas de sus constituciones, ya sus actas capitulares, les prohíben enteramente el uso de la Medicina;   —124→   requieren para la asistencia curativa, un médico secular: y si de ellos, alguno fuese aventajado, y fuese un empírico racional, les permiten que curen de balde y sin que reporten nada para sí ni para el monasterio con título alguno. Vea usted si los Blancardos de las otras religiones, practicarán lo que les estaba vedado practicar a los legos hospitalarios, cuando deben cultivar estudios de mayor momento.

MURILLO.-  Ojalá el padre Feijoo hubiera oído esto y la fuerte repasata que usted lió con el abad Fleury a Alberto el Grande, todo entregado a escribir los cansadotes tratados de Lógica. Yo me estoy acordando cómo el docto abad embiste bravamente sus estudios y su genio; y cómo usted nos trajo oportunamente el pasaje al fin de nuestra conversación octava. Ya se arrepentiría el padre Feijoo de haberse metido a médico. Pero, qué no diría Fleury, si hoy viera a algunos Blancardos, que no por aprovechar a la República literaria (el cual fin tuvo a mi ver Alberto Magno), sino por aprovecharse del logro del tiempo y de la gloria de hacerse expectables en este triste país, y de que se diga entre la gente ruda: ¡ah! El Blancardo fulano es mucha cosa, es un pozo de sabiduría, sabe hasta Medicina, ¿se entregan a su ejercicio? Yo, todo Murillo que soy, me río, lo primero, porque no aprendieron conmigo esta apolínea facultad; lo segundo, porque advierto su lastimoso ingenio y su falta de juicio en meterse a médicos (que no lo pueden ser medianamente en Quito), abandonando al olvido y al desprecio sus estudios eclesiásticos, a que tienen muy estrecha obligación. Bien hecho de que algún Luciano diga estas verdades en su tono,   —125→   y que cumpla los deseos de Fleury, que encargaba, se debía decir a todo trance la verdad.

MERA.-  Muchísima razón tendría Fleury de increparles hoy, si viviera. Y yo tendré alguna en hacer ver la siguiente extravagancia cuando oyeron esos hombres nuestras conversaciones sobre la Teología, gritaron altísimo diciendo que en su bien fundado y metódico estudio, pedíamos un imposible para su cabal conocimiento. Aquí de la reflexión. Su principal reparo consistía en que para sola la Teología, era necesaria una larga vida. Pues bien. ¿Cómo siendo indispensable muy largo tiempo para aquel estudio y el de todas las ciencias eclesiásticas anexas o dependientes de él, olvidan este que les es característico, y se entregan a otro totalmente extraño a su profesión, a su instituto y aún a su talento?

MURILLO.-  El padre Feijoo dio este mal ejemplo a los regulares; y confieso de buena fe, que esta proposición vale infinito tenerla en la memoria para que se conozca lo que es la ciencia blancardina, de la cual poseídos, (conozco), médicos Blancardos con tamaño cerquillazo, que no han leído una sola vez la Santa Escritura, esto es muchísimo. Ni el Santo Evangelio, ni las Cartas Canónicas, ni los Hechos apostólicos, en una palabra, nada, y a excepción de su mala escolástica, seminario de ignorancia pertinaz, consuetudinaria e inadmisible, aún ignoran qué género de literatura y de estudio requiere su noble estado. He hecho esta reflexión, a ver si el Nuevo Luciano de Quito al observar la ciencia médica de Moisés Blancardo, se echa a sus pies poseído del mayor susto, a confesar la grandeza de su mérito, la elevación de su ingenio, la belleza de sus letras   —126→   hasta publicarlo dechado de oradores, modelo de aprobantes, jurisconsulto insigne, político fino de tiquis miquis, teólogo consumado, canonista de Concilio y médico peritísimo. Pero no echemos a perder el bello humor de nuestra conversación con estos fervores, Señores míos, volvamos a él.

MERA.-  Pues diga usted lo que ocurra.

MURILLO.-  Digo una vez y quinientas mil veces, que aunque Blancardo, olvidando su obligación, estudiado la Medicina, pero que, si la sabe, es muy digno de congratulación y de alabanza.

MERA.-  Habíamos de estar en el siglo décimo para que le juzgáremos merecedor de algún elogio. Pero estando Quito y toda su Provincia casi dentro de la misma tiniebla de aquel siglo para las demás facultades, aún está en total oscuridad por lo que mira a la Medicina; así sea lo concederemos muy de buena gana, si él supiese bastantemente esta facultad. Usted que la ha estudiado y la profesa, ha de penetrar, como la ha aprendido Blancardo, y cuánto alcanza en ella... ¿No hace usted juicio de su estudio? ¿Qué dice usted?

MURILLO.-  Yo juzgo que aunque no ha estudiado conmigo, la ha de saber competentemente. Ya dije antes, que curaba con mi aprobación. Y en su sermón de Dimas, habla de quinta esencia, y además de eso añade estas palabras: «para hacer de las perfecciones de todos un extracto de santidad, un espíritu alambicado de pureza, un elixir vivo en el buen ladrón». Esto por lo que mira a la gran teórica; en cuanto a la práctica, vuelvo a repetir que cura y eso es bastante para tenerla...

MERA.-  El vulgo de Quito, con la mayor facilidad se la engañado y se engaña en el conocimiento   —127→   de los médicos. Regularmente los charlatanes son los que se llevan el crédito y aprecio de profesores dignos. No hay duda que en todo el mundo sucede algo de esto; mas, en esta ciudad; basta que alguno meta cuatro términos exóticos en la conversación, y que le dé ganas de matar, se saldrá con ello. Bastará decir flogeses, exestiraciones, borborignios, escopo, liquamen, parte sudaminosa, regurgita, etcétera, para parecer el oráculo de Delfos, furor, conturbación del cerebro, engaño y respuestas ambiguas y oscuras. A estos embusteros no los tendría por médicos jamás ya sea que se considere perversión de genio en querer imponer con voces peregrinas al mundo, o ya que se juzgue cortísimo alcance para la práctica curativa en los que no pueden hablar con alguna pureza la lengua castellana. En fin, Quito, en asunto de Medicina, es la misma noche, así para saber quien la posee y quien no, como para dirigirse a estudiar con método sus elementos.

MURILLO.-  Dice usted sendas claridades. Estoy lleno de historias afrentosas a nuestro discernimiento quiteño, y aún a su propensión genial, que admite sin examen para médicos; a charlatanes impostores, que han embaucado a los quiteños más preciados de doctos y de discretos. Me había parecido desde antes que me aprendiese de memoria los aforismos hipocráticos; que no se había menester mucha penetración para decir quién era médico y quién no. Pero he visto a un fray Judas de este mismo buen lugarejo a un Naranjo, también ambateño a un Lugo, petimetrón, limeño o morlaco; a un mejicano, fraile apóstata, con el nombre de don Ángelo a otro apóstata de los agonizantes,   —128→   dicho don Antonio Quiñónez o el médico de la cárcel; a otros muchos y a todos los presentes, sin excepción alguna, que no obstante de no entender nada y siquiera sin tener la gracia picaresca de engañar con sus bárbaras jerigonzas, son tenidos y se tienen por médicos.

MERA.-  Lo que importaba, desde luego, que se hablase aquí, era acerca de la dificultad que hay para formarse médico teórico, dando una noticia de los elementos físicos. Y en verdad, que este asunto aunque prolijo, era digno de que le tratásemos.

BLANCARDO.-  Quiero oír que usted le dé principio, porque rabio por saber de esta facultad no solamente la práctica a que me he dado, sino también la especulativa que ignoro.

MURILLO.-  No, señor mío. No hay tiempo ahora, han de llamar a comer, y yo quiero oír que usted trate la Medicina con difusión, cuando estemos en Quito porque siendo yo de la profesión, y no cediendo a Avicena, Galeno, Hipócrates, ni a Esculapio, ni al mismo Apolo, quiero también ver la censura que da a mi especulativa y práctica médica.

BLANCARDO.-  Si la diere me alegraré, ya por vengarme llamándole el Omniscio, y ya por hacerle la retorsión oportuna de cómo habla de ella sin saber, o cómo sabe de ella siendo eclesiástico.

MERA.-  Objeción muy especiosa. En lo de omniscio, digo que sería muy buena irrisión, pero que no me la puede hacer el que olvida que debe estudiar y ser docto. El modo de impugnar, no es amontonar desvergüenzas, sino manifestar en lo que se yerra y falta, con buenas pruebas y de autoridad. La razón destituida de instrucción, mal educada y llena de prejuicios, para nada es buena;   —129→   apenas discurre o produce algún concepto, manifiesta mayor ignorancia, cuanto es mayor su viveza y la satisfacción que la posee. Mi mérito está en haber desde muy niño estudiado en el conocimiento de los hombres, en no haber dejado el libro de la mano; y, aun cuando le haya dejado, en estudiar en el vastísimo libro de la naturaleza con la observación. Paseo, río, salgo a esparcir el ánimo, parezco zángano; pues, crea usted que siempre leo, que siempre estudio y que no dejo de aprovechar. En fin, no hay para que llamarme inteligente en nada; pero no renuncio la gloria de haber logrado el tiempo. Vea usted, que siempre me veré obligado a repetir muchas veces esto mismo y vea usted que en lo que he dicho, se halla la respuesta a la otra parte de su objeción acerca del estudio médico, hecho, sin duda, muy antes de llegar a los estudios teológicos y a la edad de recibir el presbiterado.

MURILLO.-  No inculquemos más sobre la ciencia médica de nuestro caballero. Él no ha faltado a su conciencia, entendiéndola; su practiquilla tampoco es de profesor, sino de un Blancardo feijooísta. Así yo conozco a otros Blancardos, que, aunque no sean, se llaman canonistas, poetas y matemáticos. El decirlo, sólo cuesta una mentira, y aun ésta es disculpable, porque procede de manía, en cuya virtud, como los hipocondríacos se juzgan hechos de vidrio o cera, así éstos con una vehemente imaginación, se dicen doctos y todo lo que quieren ser. De estos maníacos es nuestro pobre Moisés, se le trastornó el tornillo de la glándula pineal y salió diciendo soy médico, soy médico; y le ha confirmado en esta locura parcial, tal cual lectura del Diccionario Económico y el tener a Hoffman,   —130→   médico alemán, en sus estantes; y seguro está, que lo será, porque tiene más miedo a su latín, que yo a las brujas y duendes. Con este fallo pasemos a otra cosa; pues ya vimos su no pequeña tintura de las artes y las ciencias. Siga el papel, señor Blancardo.

BLANCARDO.-  Continúa diciendo: Instrucción grande en el Dogma y la Moral.

MERA.-  Pasemos la clausulita; pues parece que no hay reparo que hacer.

MURILLO.-  Yo no paso; entro a la polla; y robar para espadas. Digo, lo primero, que en la anterior a ésta, se hallan por demás las palabritas no y pequeña. Tintura quiere decir aquí, metafóricamente, adorno. En este sentido ha dicho Cicerón, en una parte: Illam patria elegantia tinctam vidimus; y en otra parte: Sit enim mihi tinctus litteris. Ahora; pues, este adorno, sí pasa a grande (y esto quiere decir no pequeño), será inteligencia ya propia de un profesor y de un maestro; no se quedará en sola tintura. Luego, si se quiere expresar el solo adorno en el orador, no se debe decir ni grande ni chico. Póngasele otro adjetivo, otro epíteto; porque, si aun el decir grande adornó, mostraría dureza de lenguaje e impropiedad, ¿qué sería si se dijese grande tintura? Vendrá bien (ni aunque sea de verdemar, de azul de Prusia, o de aromo la tintura), ¿vendrá bien sobre ella la grandeza? ¿Ni menos la pequeñez? Paréceme que haría una alta impresión el expresar así: lucida y agradable tintura de ciencias y artes; y eso para que no se perdiese y se vaciase el color de su tintura.

MERA.-  Es usted jugador escrupuloso de la   —131→   ropilla y desde luego que halla usted con qué matar. Le aseguro a usted, que más que de saber, le viene de lo mucho que le da el naipe, el hacer tan buenas jugadas.

MURILLO.-  Pues dejando la no pequeña, que fue el basto y que lo jugué, voy a tirar la espadilla, que es el más grande de los matadores, allá va: Instrucción grande. Quisiera que me explicara Moisés, en qué sentido la ha tomado, porque en el del vulgo Instrucción apenas pasa: de un muy superficial conocimiento, y aunque se le añada grande, apenas se querría significar que llegaba al medianito. Este es vituperio al orador en toda tierra; pero, si la tomó en el sentido en que le toman los doctos, instrucción quiere decir doctísima; pues he aquí el trancazo. Esta doctrina la debe tener grande un padre de familias; más grande un Presbítero secular o Blancardo mayor un orador, y máxima hasta no más un párroco con cura de aliñas; especialmente si Dios le hizo el incomparable beneficio de colmarle de muy finos talentos; ¿y después de esto se contentará usted señor Moisés, con decir que el orador tiene apenas instrucción grande en el Dogma y la Moral? ¿Qué le parece a usted, que dogma y moral son animales del otro mundo, que si los conocen los cristianos, es por pura obra de super erogación?

BLANCARDO.-  A fe que usted que así me increpa, no sabe nada del Dogma, ni la Moral.

MURILLO.-  Sé que el Dogma se aprende en la Santa Escritura y los Padres. Sé que la Moral nos la enseña a todos el Santo Evangelio. Ya se ve que soy un legote de a folio, tamañazo, capirroto, y de sombrero arriscado; pero no soy   —132→   lego Blancardo y por eso sé mucho del Dogma pues, por misericordia de Dios, estoy instruido en los principios de la Religión Católica. Sé mucho de la Moral, porque sé que ella consiste en la mortificación, en la humildad, en la paciencia, en el desprecio de las riquezas, de los honores, y en la negación de sí mismo, teniendo por fundamento sólido la caridad. ¿Qué no sabrá el docto orador, si ha tenido estudio y penetración de las Santas Escrituras y de los Padres, cuando aun yo Murillo sé bastante de esto? Por esta razón, o no elogiar y cumplir limpiamente con el cargo de censor, o elogiar vivamente y sin frialdad al autor de la oración. Yo le diría: Máxima instrucción, cabal doctrina en el Dogma y la Moral, o expresaría con un énfasis magnifico: Doctrina, sin añadirle la afrentosa parvedad de grande, que como saben los muchachos gramáticos, admite comparativo y superlativo: Magnus, major, maximus.

MERA.-  Estoy admirado de que hallase usted qué reparar y decir en la clausulita, que ya yo dejaba pasar por alto.

MURILLO.-  No se maraville usted, sabiendo que es mucho negocio hablar con críticos. Conozco yo muchos que se aprovechan las reflexiones de los entendidos, y que con las mismas quieren aturrullar y apachurrar a sus mismos ingeniosos autores, dándose ellos por unos oráculos y primeros inventores de lo que dicen. Así no es de admirar que habiéndole oído mucho, me meta a algo fanfarrón de tertulia; ni el que por eso haya de dejar pasar que este aprobante ande de aquí para allí, muy a su gusto, vituperando al orador en vez de alabarle con nobleza y sinceridad.

  —133→  

BLANCARDO.-  No ha sido otro mi fin, sino elogiarle en el modo posible.

MURILLO.-  Sí, que usted le haga elogio como cierta madre a su hijo; y va de cuento. Una señora, queriendo dar alabanzas en obsequio de la habilidad y adelantamientos de su hijo en los estudios, escribió a un hermano suyo una carta en esta forma: «Mi muy amado Juanico de toda mi voluntad y hermanito de todo mi amor: Yo me acuerdo con muy grande memoria, y tengo no pequeña recordación que no me había olvidado decirte como mi hijo y tu sobrino Marcialitico, que, queriendo Dios, tendrá entendimiento y ha de ser docto, estaba tan aprovechado en la que se llama sabiduría, que me aseguran sus condiscípulos y los que estudian con él, su maestro y el que le enseña, que ha llegado hasta Quinto. Ahora te aviso y pongo en tu noticia a que lo sepas, y no lo ignores que es el muchacho tan hábil, que yo le he visto tener grande instrucción en la cartilla y en el deletreado. Ruega a Dios que vaya adelante, y sea un santo en tu religión, que es tanto su entendimiento, que me parece por lo que aprovecha ha nacido para fraile». Así decía la carta, y creo que tiene no poca semejanza con la aprobación y su espíritu.

MERA.-  Está cuanto cabe para insultar jocosamente a los que incurren en pleonasmos, y a los que en vez de realzar el elogio, le degradan. Mas como debemos ser sanos de intención, hagamos el juicio de que quiso decir que esa instrucción era fruto del estudio de la Escritura y de los Padres y entonces está bien seguida la aprobación.

MURILLO.-  Ah, ah, ah. Ríome y me he de reír de   —134→   que usted quiera que nos volvamos los chiquititos, confesemos la verdad: ¡Blancardo todo lo trabuca, y revuelve! ¿No observa también, cómo se va, lo mismo que Blancardo, que acaba de perder Capítulo del Convento Máximo, a hacer la hebdómada en un conventillo el más remoto? Ya había subido hasta el provincialato de la escritura; luego baja al priorato, guardianía o encomienda de los Padres. De allí da un trompicón y va a caer en el tinte de una regencia de estudios, o al contrario en una regencia de tintura, y eso siempre pensando que se eleva a tocar con la mano y pluma: la azul tintura de zafir. Luego vuelve de lectura de Padres (haciendo paréntesis la tintura de ciencias y artes), a la afrenta (si aquí es afrenta alabar a Dios conforme a los estatutos regulares); pública de la hebdómada de instrucción grande en el Dogma y la Moral. ¿Habrá tino ni concierto en todo el torbellino de solemnes disparates? De ninguna suerte. Dijo muy bien mi Flaco por este Blancardo, sin duda, y su aprobación lo siguiente en buen romance:


Qui variare cupit rem prodigaliter unam
Delphinum sylvis appingit, fluctibus aprum38.

  —135→  

BLANCARDO.-  Como soy escolástico y nada más, juzgué que será cosa de admiración y envidiable el saber la Teología Dogmática; por lo que me pareció gran pensamiento alabar al orador por la gran instrucción en ésta, creyendo que la tenía y que estaba tinturado en las controversias del día. Vea usted el motivo por que con enfática expresión hice memoria de esta ciencia superior, llamándola en una sola palabra el Dogma.

MERA.-  Aquí estuvo usted retórico, pues tomó la parte por el todo. Dogma no quiere decir más qué Decreto. Aunque sea de fe, no incluye en su significado la Teología Dogmática, ni todos los dogmas. Sería muy mala expresión esta Instrucción grande en el Canon, por decir que alguno la tenía en el Derecho Canónico. Ahora pues, si se nos propusiere algún dogma de fe por la Iglesia, por un Concilio o por el Papa, estaríamos obligados a recibirle como una verdad católica. Esto se entiende para el estado presente. Pero por lo que toca al tiempo pasado, quien hubiese estudiado la Escritura y los Padres, no solamente sabrá el Dogma, sino que sabrá todos los dogmas de la fe y tendrá bien sabida la Doctrina de la Religión. Si se quisiere hacer otra ciencia (que se llame dogma o dogmática), de la disputa con los herejes, es no entender los términos con que se debe hablar de las ciencias eclesiásticas. Porque, hora sea que se quiera manifestar a un pagano la doctrina revelada, hora que se intente persuadir su conocimiento y excelencia a un hereje, en una controversia; siempre tenemos de ocurrir a la autoridad de los Libros Sagrados, de la tradición divina, apostólica o eclesiástica, que se halla fidelísimamente guardada en   —136→   los escritos de los Padres. De suerte que, en ninguno de estos casos aprendemos algún dogma, sino que antes hacemos uso de los dogmas aprendidos. Usted mismo, caballero mío, si en cumplimiento de su obligación, y teniendo un gran fondo de virtud, de talento y de doctrina, hubiese logrado penetración en las Escrituras y los Padres, no había menester más (para atacar en sus mismas trincheras y murallas a los enemigos de la Religión Católica), ni de otras armas. Y en ese caso, créame usted, tendría por demás al Belarmino, al Houteville, al du Perron, y aun al mismo ilustrísimo Bossuet, si no fuese que, siendo que las armas de que este sabio usa contra las herejías modernas, no son otras que los hechos históricos, es indispensable saberlos. Ellos, pues, hacen un convencimiento ineluctable, porque hacen patente lo ridículo, igualmente que lo contradictorio de las confesiones de fe y de los sistemas de reforma de todos los protestantes y sus pedísequos; en tal manera que un teólogo no debe ignorar la Historia de las variaciones de las Iglesias protestantes de ese prelado doctísimo, para todo lo que ocurriere en este asunto. Ahora, pues, ¿qué podrá usted, caballero mío, añadir o replicar a esta reflexión?

BLANCARDO.-  Esta otra de que, si usted no estudia a los controversistas modernos, no se podrá decir que tiene instrucción grande en el Dogma, porque ignora el modo de combatir a los ateístas de hoy.

MERA.-  ¡Bravo modo de pensar! ¡Qué pobreza! El naturalismo y el filosofismo son los grandes sistemas de los impíos del día. Negar toda autoridad: figurar que es la religión la cadena y la   —137→   tortura del entendimiento. Querer que éste; sólo, inválido, sea el que pueda y deba decidir los principios de las creencias y de la doctrina que se ha de seguir. Hacer que la materia piense; que esta materia fuese hecha por sí misma. O que, si la crió un Ser Supremo, la ha abandonado para siempre, no queriendo acordarse más de ella. Que finalmente todo, lo que se ve en toda la fábrica del Universo, no es sino el efecto de la casualidad. Vea usted todos los opuestos y tumultuarios delirios de nuestros ilustrados filósofos de hoy. ¡Vea usted lo que sugieren y desean propagar hombres entregados enteramente a sus sentidos, y que han renunciado el noble uso de sus potencias! ¿Y piensa usted, que no habría recurso sino en los modernos, para atacar a esos infelices y combatir su impiedad? Nada menos que esto. Oiga usted los lugares comunes, que (según mi juicio y corta inteligencia, sujeta siempre al de la Iglesia), se pueden y deben poner en uso. Una dialéctica precisa y metódica, que subiese de unos principios a otros, hasta llegar a sacar unos consectarios innegables; una filosofía racional que pusiese en claro el orden y serie de las causas y efectos naturales; una fidelísima historia de los impíos sistemas y de sus autores, que describiese al vivo toda la estructura de los unos, y todo el carácter de los otros; al fin, la Santa Escritura, manejada en sus sentidos obvios y literales, para que se viese que la revelación en ninguna manera vulneraba a la razón. Pero todos estos lugares, a excepción de la parte histórica, se hallan ventajosamente tratados en los escritos apologéticos, y en los de controversia de los Padres. Con más, que en ellos se estudia el espíritu de caridad bien   —138→   enlazado con el del celo, el de la moderación con el de la sabiduría, y el de paz con el de fuerza y de energía. Allí se aprende que el fin de un católico docto ha de ser persuadir a los impíos los motivos de ser justos y templados, hacerles conocer que no lo son, y que este es el origen de todos sus desaciertos y extravagancias. Así, ellos entrarían en los sentimientos de piedad y de religión; y así, todos hallarían en obras escritas con este tino, los remedios precautorios para no dejarse llevar de la sensualidad, de la injusticia y de la irreligión. Con estudiar bien y a fondo la sabia antigüedad, vea usted allí, que podíamos muy frescamente cuidar de no ver los Caracciolos, Cataneos, Bergières, Beribers, y otros que han acometido a los Voltaires, Rousseaus, etcétera.

BLANCARDO.-  Veo que es muy justo y necesario saberla para poder hablar con acierto en estas materias.

MURILLO.-  He aquí el ego te absolvo, después de tan contrita confesión. Vamos, ahora, dígame usted, ¿qué quiso decir en esa instrucción grande en la moral?

BLANCARDO.-  Hablaba allí de la Teología Moral, ni tenía otra presente de quien pudiese hacer mención. Pero de una moral estudiada en nuestros moralistas.

MERA.-  Echó usted a perder el elogio, y en vez de estampar una alabanza, gravó en su aprobación una injuria. Aquí entra la misma censura que se dio a la grande instrucción en el Dogma. Aquellos mismos rudos e ignorantes presbíteros, no dudan que su debida ocupación no es otra, que el estudio de su Moral. Ellos mismos, aun estando en los   —139→   fuertes estrechos de hacer una oposición, no salen de su Lárraga, Echarri, Potestas u otra sumita; ni creen que deben a otra cosa más alta extender sus miras. Fuera de la gramatical y mal entendida versión del Tridentino, no saben otras determinaciones de la Iglesia, pertenecientes a las costumbres; y con todo, éstos son llamados moralistas. Vea usted ahora la injuria en su mayor claridad. Un canonista de profesión, penetra todos los ápices de las obligaciones del cristiano, sabe la disciplina antigua y moderna de la Iglesia y lo que ésta ha determinado, así por lo que mira al fuero externo, como por lo que toca al tribunal de la conciencia. Vea usted allí un consumado moralista, y un moralista que no se deberá llamar grande, sino máximo, y su instrucción, ¡igualmente debe decirse sublime y perfecta! Al orador, pues, que es profesor del Derecho Canónico, y tiene todas las cualidades para serlo muy digno, será alabarle, decirle fríamente, ¿tiene instrucción grande en la Moral?

BLANCARDO.-  No sabía yo que el que estudiaba ese Derecho, se pudiese llamar moralista ni bueno ni malo, sino el que revolviese a los Tamburinos, Busembau, La Croix, Reinffestuel y Salmaticenses.

MERA.-  Otra gravísima injuria, que, aunque usted no la declare en su aprobación; se infiere legítimamente de ella. Estudiar a los autores citados, será un gigante mérito para un Blancardo pero atribuir este estudio, como dije, a un canonista digno y muy perito, ¿es atribuirle falta de conocimiento de su obligación, defecto de noticia de los libros en que debe estudiar, debilidad de espíritu en aplicarse a las letras eclesiásticas y olvido de todo buen gusto de la Moral cristiana? ¿Que a los   —140→   hombres de un justo discernimiento, de un delicadísimo gusto y de un sólido estudio, se trate así, con la ignominia de decirle que tiene no más que instrucción grande en la Moral?

BLANCARDO.-  Pero cualquiera que hubiera estudiado a los dichos autores, ¿desearía más, ni podría saber más de la Moral? Cualquiera que los hubiese manejado a fondo, ¿no vería en ellos todo el Derecho Canónico desleído?

MERA.-  Despedazado y desleído; así dirá usted excelentemente; pues no sé en qué encuentra, que ellos nos hayan querido dirigir por las reglas del Evangelio, por las decisiones de los Concilios, ni por las leyes que observó el cristianismo en sus mejores siglos, sino por el capricho de sus imaginaciones voluntariosas y quiméricas. Un cristiano es visto, que en tales libros no se instruye; se prostituye, y abandona el secreto vivo de su conciencia, descansando por reflexión sobre la verdad y pretendida bondad y sabiduría de los Casuistas. Así, si el orador los hubiese estudiado; lo que debía llamarse perversión, llamaría usted instrucción grande. Pero, ¿dónde si no en el Diccionario de los Blancardos podrá significar instrucción, el aprender a dudar, y el descansar con tranquilidad blancardina, en la ignorancia, en el conceptismo, que es aún mucho peor que la misma ignorancia, y en las arbitrarias verosimilitudes y probabilidades de los autores moralistas? ¿Qué cosa es leerlos con afán, si no olvidar el Santo Evangelio, omitir el conocimiento de la Historia Eclesiástica, y disciplina antigua, y no saber los Cánones que han establecido la Moral?

BLANCARDO.-  Al oírle no más a usted, ¿quién no   —141→   le creerá un verdadero sabio? Pues yo no le creo tal; Murillo. Así mismo ha sido, que me le injurian a mí. Doctor Mera todos los Blancardos. Sus reflexiones no quieren creer que sean fruto del estudio, sino nada más que echar por copas; Así, que así, lo que veo es que agachan la cabeza, porque no tienen qué replicar.

MERA.-  Vamos al grano. La recta razón, si gustamos escuchar su clarísimo lenguaje, nos sugiere lecciones de vida, y aún se debe decir, que axiomas, que en muy poco se diferencian de las demostraciones geométricas. Pero si se añade el estudio del Santo Evangelio, ya llegan a ser evidencias, contra las que ni por la ignorancia, ni por el olvido de muchos años puede tener lugar la prescripción: Aquí están los principios de la Moral Cristiana y sus consectarios están vertidos en las obras de los Padres. Siempre que en éstas busquemos la imagen del Cristianismo la hallaremos pintada con el color de la inocencia, y representada con la luz de la castidad y de una conducta inmaculada. Tal nos la da San Agustín en los dos libros, que ha compuesto de las Costumbres de la Iglesia Católica, y de los Maniqueos. Hace ver en el primero que el amor de Dios, es el fondo y el alma de las virtudes todas; describe las que se practicaban en la Iglesia, y, por consiguiente, retrata la vida irreprensible de los monjes de su tiempo; cuya copia quisiera que estuviera presente a los ojos de nuestros regulares, para que viesen si San Agustín, y los religiosos de su siglo desearían vivir como los de éste que corre; o si éstos (caso que no hayan renunciado la Patria), querrían   —142→   vivir como ellos, imitando su santidad.

MURILLO.-  ¿Pero usted no trae algún pasaje de este Santo Padre que venga al caso, y que instruya a los nuestros en la Moral?

MERA.-  Vaya uno que le ha de agradar, porque usted es apasionado a la vida filosófico-cristiana y literaria. Dice: «Los monjes no solamente se abstienen de carne y vino, sino de todo lo que puede irritar el apetito y alagar al gusto. Lo que sobra (y es mucho lo que les sobra, ya porque el trabajo de manos ha sido excesivo, y ya por la frugalidad de su comida), lo que sobra se distribuye a los pobres aun con mayor ansia y afán que el que se practicó para adquirirlo». Después de San Agustín y antes, los padres han dejado una pintura hermosa de la Moral Evangélica, que debemos practicar. Vengamos a nuestro orador; contraigámonos a su instrucción ahora. A este, pues, bello talento le ha concedido Moisés Blancardo el mérito de haber estudiado y penetrado las doctrinas y los Padres: luego añadiendo, que tiene instrucción, grande en el Dogma y la Moral, añade un ribete cortezudo (en este frío e impor[...]), a todo lo que sabe39.

  —143→  

BLANCARDO.-  Si ustedes han acabado sus cansadas reflexiones, diré lo que se sigue de mi aprobación.

MERA.-  Puede usted ya, advirtiendo, que el   —144→   ser cansado, viene de la misma materia, que requiere que se repitan los asuntos, y de la necesidad que hay de repetirlos.

BLANCARDO.-  Dice Imaginación fértil y brillante.

MERA.-  Otro varapalo al orador. Yo aunque malo y perverso, tuve la fortuna de hallar ese buen papel del padre Boulhours, acerca del Bello Espíritu, y tuve la gran dicha de leerle a tiempo que empezábamos nuestra cuarta conversación. Allí, pues, dice este padre jesuita, que no le agradó mucho la fertilidad de la imaginación, porque las más veces está reñida con el sano juicio, y degenera en abundancia viciosa de pensamientos falsos. Tampoco es la brillantez la mejor de las cualidades, que debe tener un bello espíritu. Ese resplandor de imaginativa es propiamente su risa, su fuego, su desconocimiento, y su locura. Los decidores se llaman brillantes; pero deme usted un decidor el más fino, que apure sus agudezas, sus equívocos, sus conceptos, y que con ellos esté brillando siempre. Siempre se tendrá en él una matraca desapacible. Luego, alabar al orador por su imaginación fértil y brillante es, o no entender la cosa, o querer vituperarle de intento, haciendo su mejor carácter la falsedad, y el desarreglamiento. ¿Qué dice usted, doctor mío, ha pensado bien?

MURILLO.-  Al ver esta crítica de usted, se juzgaría, que un pueril empeño de reparar y contradecir era quien le movía a hablar de esta manera. Pero cualquiera que tuviere claridad de entendimiento le dará la razón haciéndole justicia. Yo con mi corto alcance juzgo, que aún descubriré más claramente donde la tiene, obligando a nuestro caballero a   —145→   que prosiga a acabar el período, para ver cómo termina su sentido. Diga usted, caballero mío.

BLANCARDO.-  Prosigue de esta manera: Y facilidad increíble, para...

MERA.-  No pido esto, sino lo último de la cláusula donde se acaba el sentido de la oración.

BLANCARDO.-  Decía vienen en plural, porque concertaba con todos los otros adornos de la Oración fúnebre. Pero para explicarnos mejor diré, y deberá ser de esta suerte: Imaginación fértil y brillante, viene a ser el carácter de esta obra.

MERA.-  Muy bien. Oiga usted ahora la inteligencia de esta expresión, escuchando las reflexiones con que la procuro dar. El verdadero bello espíritu es el que preside a todas las composiciones y bellas piezas de elocuencia. Él es quien tiene (déjeme usted que me explique de esta suerte), en su mano la fantasía para las imágenes agradables y pinturas delicadas; los pensamientos sublimes, para la admiración y el asombro; las pasiones, para la conmoción, y el sentimiento; la fecundidad, para el ornato y el primor; y una porción de luz, para hacer visibles la nobleza, justicia y elevación del lenguaje. Así, pues, la fantasía, a quien llama usted imaginación, sea, en el grado más excelente, hermosa; fértil, brillante, cuanto; se quiera si no la dirige un juicio recto, será desarreglada, y su fertilidad será un vicio de redundancia su brillantez, un falso resplandor, que sólo deslumbre. Se debía decir, que la imaginación (que no es otra cosa que el mismo modo que tiene de percibir la fantasía), nunca se satisfizo sino con la mentira, porque no parece que es otro su objeto sino la falsedad.

  —146→  

BLANCARDO.-  No entiendo esto. Lo que sé es que muchos hombres cultos, de quienes he aprendido esta frase; se explican en términos semejantes.

MERA.-  Pues vea usted lo que es no penetrar bien el significado de las palabras. En los efectos de la fantasía; deje usted que ésta sola posea enteramente el cerebro de un hombre que está en vela, y al momento hallará usted que es un loco rematado, juzgue usted luego, que ella misma domine la cabeza del que duerme en las oscuridades del sueño y de la noche; y examinándola atentamente, con la reflexión de lo que pasa por nosotros, nada encontrará, sino un complejo de monstruos ideales, y de imágenes quiméricas. Y si aún quisiere usted investigar mejor estos efectos de la fantasía, considérese un hombre de temperamento sano, plácidamente dormido, y que sus humores dulces y templados, le hagan imaginar alegremente. ¿Qué es lo que verá usted con los ojos del entendimiento? Verá, sin duda, en aquel hombre poseído del sueño, que su fantasía, fuera de la fertilidad (que se debía llamar su esencia, pues ella no es otra cosa que una virtud de multiplicar especies), tiene un esplendor, agradable, risueño y luminoso en todo lo que agradablemente imagina. En una palabra, verá usted lo que es una imaginación fértil y brillante al mismo tiempo. Pregunto ahora. Lo que es el carácter de una cabeza ¿a quién no preside la razón, ha de ser el carácter del orador y de su panegírico fúnebre? ¿Y expresión semejante, ha de servir de alabanza?

BLANCARDO.-  Debe servir, porque yo no he pronunciado ni fantasía, ni imaginativa. Estas   —147→   palabras quizá serán injuriosas. Véase el papel de la aprobación. Yo he dicho imaginación, que precisamente ha de incluir alabanza; pues, ya dije, que ese término lo he oído a personas muy cultas.

MERA.-  No se escandalice usted de que haya usurpado la voz fantasía: debía ser así, para hablar con la exactitud de un filósofo. Lo mismo significa imaginativa; pero imaginación, ya es otra cosa, pues es la acción de la imaginativa. Con todo eso, no quiero descartar su palabra imaginación, con tal de que quiera usted entender en ella la facultad de percibir, por medio de los sentidos. Nos contraigamos ahora a nuestro asunto. El bello espíritu (en quien le goza); siempre se va detrás de lo sólido y lo verdadero. La imaginativa al contrario, corre detrás de lo brillante y lo especioso. Si constituimos, pues, a esta loca; la única obrera, y el sólo artífice de una oración, ¿cuál será el mérito que la acompañe? Sin duda que ninguno. Pues éste es el que aplica usted a la del doctor don Ramón de Yépez.

MURILLO.-  Gracias a Dios que parece está usted entrando en que no es muy limpio en sus elogios nuestro hermoso caballero; o él tiene sus malicias; y echa versos con surrapas, o es demasiada su ciencia blancardina; porque, a mi ventolero juicio, debía decir, que en una oración y cualquiera otra obra, el artífice es el bello espíritu, y su instrumento la imaginativa.

MERA.-  Y para que ustedes no lo duden, hagan memoria que Séneca ha tenido un fondo admirable de pensamientos. En estos imperaba, de algún modo, el buen gusto, y para decir mejor, los producía,   —148→   con rectitud, el juicio. Pero, ¿cuál es el ornato que los viste y enriquece? La brillantez excesiva de juegos de palabras, de antítesis y de agudezas; de suerte que a su elocuencia (dice un sabio), la ahogaba a fuerza de perlas y diamantes, y hacía que no se viese. Se querría (dice Quintiliano), que Séneca, siguiendo su hermoso ingenio, fuese inspirado del juicio de otro: Velles cum suo ingenio, dixisse alieno judicio. Así, por hacer Séneca el carácter de sus escritos la imaginativa fértil y brillante, los ha viciado del todo; y de allí es que los sabios de buen gusto, los verdaderos bellos espíritus, tienen a Séneca por el corruptor de la elocuencia. ¿Qué les parece a ustedes?

MURILLO.-  Por mí quedo satisfecho; y querría, desde luego, que Blancardo hablase no tanto con ingenio, cuanto con juicio. Si así fuese, hubiera alabado lindamente al orador, así: «Imaginativa brillante, pero sólida; fértil; pero justa; hermosa, pero modesta; viva, pero manejada por la razón, es la que da un carácter de natural belleza a la oración». Yo tal cual soy, así hubiera dicho porque escribir: viene a ser el carácter de esta obra, como que la obra produjera a la imaginación y no que ésta tuviese parte en su estructura, me hace sonar al oído esta bobería: Numen brillante y cándido, viene a ser el carácter de esta aprobación.

BLANCARDO.-  ¡Qué bien ajeno estaba yo de esta censura! No se me pasaba por la imaginación, que fuese capaz el mundo entero de producir crítica tan dura!

MURILLO.-  Eso era por tener usted imaginación fértil y brillante. Acá, como la tengo estéril y opaca, ya me da miedo de que hagan con lo que   —149→   yo digo; aún más prolija anatomía. Ni me basta para no tenerle la satisfacción de que a nuestras conversaciones no les hayan lastimado un poquitito los mismos, que les han tirado coces, manotadas y mordiscos.

MERA.-  Por cierto, que me hace usted acordar, que al principio de estos nuestros coloquios, me dijo, había un párrafo, donde citándose a mi Luciano, se hacía demasiada honra a nuestras conversaciones. Esta expresión de usted que fue irónica, igualmente me hace creer, que habrá en aquel párrafo de la aprobación, algún leve desahogo de este caballero. Pero, aunque fuese muy leve, debía temer, que yo revolviese fuertemente contra la injusticia, si acaso lo ponía en uso. ¡Qué! ¿No es más de salir al público, dar una estocada con brazo atrevido e indiscreto; y quedarse (no sé en qué fe, ni con qué satisfacción), riendo alegre e impunemente? ¿Acaso el dar una aprobación, autoriza el atrevimiento, pone a cubierto su lenguaje, o le califica de autor inhibido de toda censura? ¿Mas al intento; preguntaré si acabó ya la cláusula?

BLANCARDO.-  No, señor mío, termina de esta manera: Y facilidad increíble para explicarse con propiedad y limpieza, vienen a ser el carácter de esta obra.

MURILLO.-  La obra no puede tener por carácter esa facilidad de explicarse. El que la formó será el que la tenga por carácter, si tiene buenas explicaderas; y la obra será explicada con esa increíble facilidad. Por todo esto es mi fallo, que todo el período, empezando desde sublimidad de estilo, hasta esta obra, es monstruoso, lleno de impropiedades   —150→   y vacío de artificio retórico. Quizá hallaremos mejores lugares abajo. Será bien que lea.

MERA.-  No, señores. ¡A comer, qué es hora, y llaman! Vamos a tomar la sopa, y mañana seguirá de refresco el curioso examen.


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