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Diálogo sexto

 

Entre los mismos interlocutores.

 

MURILLO.-  ¡Nunca pensé tener tan buenas Pascuas! Una de las bondades es haberme libertado hoy, que es día de San Esteban, de oír a mi condiscípulo Tercites, el sermón que tenía de predicar. Es tanta mi curiosidad de oír hablar desde el púlpito, que no dudo hubiera asistido a escuchar a este varón, que no suele acabar una sola oración, primera de activa. ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!

MERA.-  No es muy fácil el hablar bien: fuera del genio; es preciso que concurra el arte a formar la naturaleza. Ya vimos ayer cómo los Padres, y en especial el Nacianceno, buscaron y aprendieron el arte de bien decir, que es la Retórica.

BLANCARDO.-  Por eso digo en mi aprobación, que, según ésta, la oración fúnebre consta de tres partes, que son alabanza, consolación y exhortación; y ahora lo repito, porque sin muchos preámbulos volvamos a nuestra conversación.

MURILLO.-  Desde luego, entrando en ella, noto que cierta retoriquilla de un don Manuel Merino, es quien hace la tal división, y porque la ha visto; ¡éfeta!... que ella ha de ser Retórica cristiana.

MERA.-  Me alegra muchísimo el que usted le haya cogido el autor que le dirige; ya sabremos que escribe llevado de alguna autoridad. En verdad, que solamente habrá visto aquella sola; pues, al ver otras, no diría así, porque la oración fúnebre que no es otra cosa que un elogio del difunto a   —221→   quien se le tributa este obsequio; pertenece al género de elocuencia que se llama demostrativo; y éste, lejos de enseñar estas reglas, que trae Merino, guarda, otras, las que dirigen su composición a la alabanza. Ahora, por lo que mira a la oración, en general, ésta consta, según Cicerón, de cuatro partes, es a saber: exordio, narración, confirmación y peroración. Y es no entender la materia, decir, que la fúnebre consta de tres partes: alabanza, consolación y exhortación. Diga, pues, Merino, si sucede (como muchas veces sucede), que la oración fúnebre haga invectivas contra la muerte, diga entonces que consta de cuatro, añadiendo por cuarta la increpación. Y así mismo constará de cien partes, según Merino, la oración fúnebre, si toca otros tantos objetos de aflicción, de execración, de vituperio a los vicios, de congratulación, etcétera. Si hubiese leído a Quintiliano, o algo de Marco Tulio, ya hablaría con más exactitud. Espántome que este autorcillo, que en su prólogo asegura que hizo una compilación de los mejores autores que se siguen hoy en las escuelas, como Heinecio y Colonia, hable con tanto desacierto. No he visto a Colonia, pero a Heinecio le he leído todo su tratado intitulado: Fundamenta stili cultioris, con las notas, y ni en todo él, y más especialmente en el capítulo segundo de orationibus cunscribendis, ni en el siguiente de Panegyricis, que pertenecen a la parte segunda, hay la tal división de Merino.

MURILLO.-  Dice usted muy bien que no leerían ni Blancardo, amigo nuestro, ni el español Merino a Tulio y Quintiliano. Y no será de dudar que éstos traerán sus oraciones fúnebres que nos sirvan de modelo.

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MERA.-  En verdad, que en Cicerón no hallo alguna completa entre todas sus oraciones que se deba llamar fúnebre. De Quintiliano, tenemos solamente sus declamaciones, que los críticos dudan sean de este maestro de Retórica. Y por lo que mira al orador griego, dice lo que he observado pero a su tiempo. Lo que conviene saber ahora es, que Cicerón y Quintiliano nos dan los preceptos más metódicos para formarlas cuando hablan del género demostrativo y de las oraciones laudatorias, al cual género pertenecen las fúnebres.

BLANCARDO.-  Luego, yo soy disculpable en cuanto digo; y más si (aunque haya preceptos), no tenemos ejemplos prácticos en la antigüedad, por donde, o nos gobernemos para imitarla, o a lo menos conozcamos si debe tener la oración fúnebre las tres partes dichas, como enseñaba mi Merino.

MERA.-  Sí los tenemos, y nos conduce a buscarlos la verdad de la historia de los griegos y de los romanos. En ella llegamos a saber el modo con que elogiaron unos y otros a sus difuntos, sabemos que tomaron siempre (en los principios de esta institución honorífica a los muertos), por objeto el elogio de las virtudes militares, y de aquellos solamente que habían muerto en el campo de batalla.

BLANCARDO.-  ¡Qué he de saber yo de estas antiguallas! Aunque es cierto que me parece muy bien subir hasta allá arriba; para saber cuáles son los constitutivos de una oración fúnebre, y el modo con que la dispusieron los antiguos.

MURILLO.-  ¡Oh! Y le gusta a nuestro Blancardo el que hable vuesa merced, señor mío. Qué misterio tendrá esto, si será fábula o historia.

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MERA.-  Historia es, amigo e interesante. Óigala usted. Los romanos (se puede decir no sólo con verosimilitud mas aún con la verdad que presta la cronología), han sido los que inventaron las oraciones fúnebres y antecedieron en su uso a los griegos. La primera que se dijo desde la tribuna, puesto elevado donde se pronunciaban las arengas, fue la que a presencia de todo el Senado y del pueblo dijo, el cónsul Valerio Publicola en los honores fúnebres que se hicieron al cuerpo y memoria de Lucio Junio Bruto, su colega. Y esta fue anterior con diez y seis años aún a la célebre batalla de Maratón, después de la cual se instituyeron en Grecia las primeras solemnes y públicas ceremonias funerales. Así Pericles ha sido entre los griegos el que ha pronunciado primeramente elogios a los difuntos. Dos ha dicho por orden del Senado, y se ve su gran mérito, reconocido en Atenas, como lo nota Plutarco, en el encargo de las oraciones de sus valientes soldados muertos. La primera de este insigne político, retórico y militar fue la que hizo en las exequias de los atenienses que murieron en la batalla de Samos, batalla a que el mismo Pericles alentó, y a la que asistió conduciéndola en persona. No nos quedó de ella algún fragmento, sino solamente la noticia de queja dijo. La segunda fue la de los valerosos soldados que murieron el primer año de la guerra del Peloponeso, diez años después de la primera; de esta sí que tenemos una copia entera; conservada en las obras de su famoso competidor Tucídides y ella está, según los inteligentes, llena de pensamientos nobles y adornada de un estilo puro y hermoso. Sería sin duda, digna de aquel grande genio de la Grecia,   —224→   a quien tanto celebró Cicerón; y yo sé que en ella se determina a hablar ventajosamente del amor a la Patria, de las prendas, del calor y de la heroicidad con que sacrificaron los atenienses la vida, por la libertad y defensa de su República. A Demóstenes se le atribuye una oración fúnebre pronunciada en honor de los atenienses aquellos, que él mismo esforzó a que combatiesen contra Filipo, y que habiendo peleado valerosamente, murieron en Queronea, pequeño lugar de la Beocia. En efecto, entre las obras de este orador griego (que en aquella batalla cobardemente dejó el puesto y huyó), he visto la tal oración, cuyo exordio se dirige a encarecer la dificultad que hay de elogiar a los que terminaron sus días por amor de la Patria en el combate. Pero no he hallado en la historia monumentos seguros de que Demóstenes la dijese, y el mismo Plutarco que nos trae su vida, si bien me acuerdo no hace memoria de esta oración. Ella desdice del genio de tan grande orador, debiendo ser una de sus mejores piezas; y desde luego, Libanio, viéndola fría y desigual, niega que ella sea de Demóstenes.

MURILLO.-  Cuenta con lo que usted acaba de decir; cuenta, cuenta y vaya de chisme. Nuestro caballero Blancardo, habiendo leído el Nuevo Luciano, fue preguntado acerca de su mérito en diversas ocasiones. Buenos historiadores aseguran que prometió impugnarle valientemente, sin duda como Demóstenes en el campo o batalla de Queronea; pero lo que asegura la historia de sus dichos y hechos es, que en una ocasión dijo que usted había sido un ladrón de la Historia de Fray Gerundio, y alguna vez había dicho que de no sé cuál tomo de Rollín. Ahora, pues, me acuerdo tal cual que algo he   —225→   leído en el dicho Gerundio, o por mejor decir, en la parte segunda de su historia en boca de un Abad, acerca de esto de oraciones fúnebres de griegos y romanos y habiendo oído a usted lo que ha dicho, se confirmará Blancardo en su juicio o en su locura.

MERA.-  No le dé a usted mucho cuidado de estos lectores de libritos bonitos, a cuya lectura entran, no por el motivo de la doctrina, sino de pasatiempo y de la diversión. No le dé cuidado digo, y vea usted, aquí que satisfago a esos escrúpulos cumplidamente. Dice el Padre Isla (será yerro de imprenta), que una de las oraciones fúnebres que se leen en toda la antigüedad, es la de Lucio Junio Bruto; pues ya ha oído usted, que en las exequias de este cónsul, dijo su colega Valerio Publícola el panegírico fúnebre. Y hablando de los griegos nada dice el padre Isla sobre Pericles, y Blancardo ya me oyó que he hablado de sus dos oraciones, la una de los muertos en la batalla de Samos, y la otra de los que murieron en la batalla contra los lacedemonios, en el primer año de la guerra del Peloponeso. Ahora, pues si se examina con un poco de más atención lo que dice el padre Isla, se hallará lleno de oscuridad, de equivocación y de defectos históricos. Es esto lo que ocurre advertir para preocupar los pobres juicios y alcances extraviados de nuestro Blancardo, a quien es preciso decir también que busque las fuentes a donde bebo, para poder hablar y tener voto. Y ya estamos con alguna tinturilla acerca de las oraciones fúnebres de la más remota antigüedad.

MURILLO.-  No haya miedo que yo las lea; aunque estuviesen escritas en purísimo romance y con tamañas letrotas de la imprenta de Amberes,   —226→   que no me obligasen a sacar mis anteojos, no leyera las dichas oraciones porque usted asegura no traen más que elogios de las hazañas militares y de esa prenda, que como soy gallina, no conozco, y se llama valor: si estando en romance no las leyera, ¿qué será si están como lo temo, en latín, en griego o en calabaza?

MERA.-  Es verdad que los romanos, al principio, y los griegos siempre, determinaron las alabanzas a las virtudes militares y a los muertos en campaña; pero los romanos después las dirigieron también a todo mérito sobresaliente en la política, en las letras, en el desempeño de los cargos de la magistratura y en el servicio hecho a beneficio del Estado y de la República. Las lograban, en efecto, todos aquellos que tuvieron aquel mérito, aunque hubiesen muerto pacíficamente en su propio lecho. Entre las leyes de las Doce Tablas, tenemos un precioso monumento que nos advierte de esta costumbre, y es la ley noventa y tres, que pertenece ya a la décima tabla, y se comprende en estos términos: «Cuando hubiere muerto algún ciudadano recomendable en la República, que se canten públicamente sus alabanzas en sus funerales, que a ellas se añadan versos lúgubres con acompañamiento de flautas».

MURILLO.-  Esta erudición la aprendería, sin duda, del Señor Montiano, un dependiente suyo muy jocoso, que por estrebillo nos metía siempre: Y esto será con música de tristes flautas. Dejando esto digo que alabasen como alabasen a sus muertos los romanos y los griegos, no leyera sus oraciones, supuesto que estén escritas; porque, ¿qué ejemplo nos darían unas oraciones profanas?   —227→   ¿Cómo ellas nos servirían de modelos para hacer hoy los elogios, de nuestros buenos y cristianos varones? Y ¿cómo imitándolos, nos atreveríamos a pronunciarlas, como dicen los franceses, al pie de los altares y en medio de los divinos misterios?

MERA.-  Pues, esas oraciones, y por mejor decir los preceptos retóricos de Cicerón, ya especulativos y ya prácticos, son los que dirigen más bien a formar, este género de panegíricos. ¿De dónde le parece a usted, que nuestros oradores modernos los hayan perfeccionado casi hasta el último punto a que pueden llegar, sino del uso y estudio de los antiguos oradores de Grecia y Roma? No hay elogio más expresivo y elevado en honor de ese torbellino de elocuencia del Señor Flechier, que aquel que en el breve rasgo de su vida, le dice, que ya que no igualó a Cicerón, se acercó mucho a su modo de decir. Ya vemos en cuánta estimación está la oración del cardenal de Fleury, dicha; por el padre Neuville; y no tuviera alguna, si él no la hubiera formado según la elocuencia y bellísimo estilo de Plinio el menor, especialmente en su panegírico a Trajano. Los mismos Padres, que, aunque como dice Fleury, y los buenos críticos aseguran, no son comparables con Demóstenes y Cicerón, son admirables en su elocuencia, en particular, si ésta se compara con la que usaron los otros oradores de su siglo. San Basilio es más elocuente que Libanio, y San Ambrosio más que Símaco. Pero esta ventaja les resulta a los Padres si de sus más prodigiosos talentos, de la mejor educación con que se formaron en las obras de los gentiles. Si bebiéndola en sus fuentes se quedaron oradores de muy inferior mérito a esos príncipes   —228→   de la oratoria, ¿qué hubiera sucedido si no las bebiesen provechosamente? Por eso, si usted cualquiera, por mi pobre dictamen; hubiese de decir un panegírico fúnebre, haría muy bien de ocurrir a esas obras primorosas de verdadera elocuencia.

BLANCARDO.-  Y los Padres, que tanto los recomendó usted en su conversación nona de su Luciano, predicando como un Tertuliano, cómo ahora, a manera de paganote, los abandona, por entregarse (déjeme usted usar de esta voz dilecta de mis hermanos Blancardos), a la sabia etnicidad?

MERA.-  No quiera Dios que los abandone, soy su más reverente venerador; y ahora mismo no dejo de recomendarlos con todo mi corazón. San Gregorio Nacianceno ha sido el primero que en la Iglesia de Dios ha pronunciado oraciones fúnebres. Nos las ha dejado completas en sus escritas, y es porque el uso de estos elogios se introdujo entre las costumbres de los cristianos a principios del siglo cuarto. San Gregorio de Niza y San Ambrosio las han dicho, y las tenemos guardadas en sus obras. Y desde luego, como nos hacen ver en su mayor esplendor, dignidad y hermosura las virtudes cristianas y el sistema de la moral evangélica, los debemos leer y estudiar mucho. Así estudiemos a los paganos para ser buenos oradores, y a los Padres para ser cristianos oradores.

BLANCARDO.-  Temería leer a los paganos, porque no viciasen mi elocuencia.

MERA.-  Aun ellos hablan muy bien de las virtudes morales. Cicerón, explicando los géneros deliberativo y demostrativo, en el libro segundo de la Invención Retórica; y especialmente desde el número 53, trata dignísimamente de la virtud refundiéndola   —229→   en sus cuatro partes: Prudencia, justicia Fortaleza y Templanza. ¡Oh! ¡qué felicidad! ¡Y qué consuelo! ¡Hallar en el príncipe de la elocuencia las reglas y el ejemplo, la doctrina de las virtudes y el sabio lenguaje de hablar de ellas! Pero en los Santos Padres se hallan descritas, vivamente aquellas otras nobilísimas que ellos mismos practicaron y que estaban reservadas al conocimiento y uso de sólo los cristianos, porque la moral pagana por más elevada que fuese así en Cicerón, y lo que es aún más sublime en Platón y en su mismo virtuosísimo maestro Sócrates, no llega a la sublimidad y excelencia de la evangélica. Y es preciso, que confesemos, para sonrojar; confundir y abatir el orgullo de la razón humana, que los sabios del paganismo, virtuosos como fueron, ignoraron ciertas virtudes, y mirándolas como por reflexión y entre sombras las deshonraron con la orgullosa y torpe conducta de su vida. Dios, pues, como nos enseña el Apóstol, los había abandonado al uso de sus depravadísimos sentidos, a su execración y a su torpeza; en castigo de no haber publicado las mismas verdades que de algún modo conocieron, y en pena de que no las pusiesen en su mayor claridad y dado con ellas el debido homenaje al Ser Eterno; que conociendo, no quisieron honrarle con todo el culto que sabían e inferían que le correspondía. ¿Cuándo, Cicerón mismo podría abrir sus labios para articular las voces oración, castidad, caridad, humildad, y mansedumbre? Pero oigan ustedes a San Gregorio de Niza con qué energía la alaba por estas virtudes a Placidia, Princesa ilustre y grande por su piedad. «Ella fue (dice), el ejemplo del pudor y de la modestia, la imagen de la dulzura y   —230→   de la humildad, el modelo del amor conyugal, el tesoro de los pobres, la gloria de los altares, el esplendor y el ornamento del Imperio».

MURILLO.-  Entiendo ya, que con el estudio de los paganos, se hablará elocuentemente, y si se añade el de los Padres, cristianamente. Además de esto, juzgo, que, si imitando a los Padres se siguió después en la Iglesia de Dios, la práctica de las oraciones fúnebres, se predicarían estas poco más o menos.

MERA.-  En los siglos posteriores se corrompió esta práctica laudable. Por el objeto era no sólo el que pudiese dar alguna idea del buen ejemplo, sino muchas veces el que sólo representaba la imagen del escándalo y de la prostitución. Por el orador, era desde luego un bárbaro declamador, revestido del artificio, de la lisonja, de la falsedad y de la ignorancia de la Retórica. Por el fruto, era la ruina de la sana y verdadera elocuencia, y aún mucho más de las buenas costumbres. Todos los institutos más útiles a la sociedad, degeneran en corruptelas. «Y lo que no se introdujo sino en favor de los personajes recomendables (son palabras de Terrasón en la nota a la ley que poco ha cité, y hablando de las costumbres de los romanos), pasó muy luego al común de los ciudadanos. Los hijos quisieron hacer los elogios de sus padres, y los padres los de sus hijos. Se vio también que las mujeres subían a la tribuna de las arengas para hacer en ella el elogio de sus maridos, y en muchas ocasiones se vio a los romanos que hacían oraciones fúnebres, para honrar la memoria de las mujeres ilustres. Pero dejo a los historiadores (añade a nuestro propósito), el cuidado de referir todos   —231→   estos ejemplos, y me contentaré con notar que no se podía nunca, hacer una oración fúnebre, sin obtener antes, un senatus consulto que la permitiese». Observen ustedes, cómo en el mismo paganismo hallamos monumentos de los abusos en punto de estos fúnebres obsequios a los difuntos. Pero Platón, por lo que toca a la Grecia, nos hace concebir a qué extremo de ridiculez llegarían estas ceremonias; pues, su Menexeno, no es más que una burla preciosa de las oraciones fúnebres. Así lo concibo, y si no, digo que no tengo entendederas. «En su diálogo, pues, intitulado el Menexeno, introduce a Sócrates, preguntando a Menexeno si venía de la plaza. Responde Menexeno que sí, y añade que también del Senado; porque había oído que se debía elegir a alguno que debiese elogiar los muertos. Búrlase Sócrates muy disimuladamente, y dice que juzga serían escogidos Arquinoo o Dión. ¡Oh! Menexeno, le dice después: a muchas gentes les parece cosa excelente morir en la guerra consiguiendo sepulcro honrado y magnífico. Y si hubiere muerto algún pobre y algún vil, consigue alabanzas y ser elogiado de los hombres sabios, los que no temerariamente, antes sí con oración compuesta y preparada desde mucho tiempo, así excelentemente le alaban, de modo que mientras predican de alguno las cosas que son con hermosísima diversidad de palabras, encantan todos nuestros entendimientos». Todas estas son a mi corta inteligencia, unas delicadas ironías. Pero más abajo están otras más perceptibles, y últimamente hace maestra de Retórica, y formadora de oraciones fúnebres, a Aspasia; ridiculiza por ella a Pericles, y en suma, hace que Sócrates   —232→   acordándose de una oración fúnebre compuesta por aquella docta griega, la repita entera, para burlar con más espíritu este género de oraciones. Ahora que he traducido estos pasajes de este antiguo sabio, me acuerdo que Fleury es del mismo dictamen; y cree que es una burla finísima de las dichas oraciones. Pueden ustedes leer el discurso sobre Platón, que escribió este docto y erudito Abad.

MURILLO.-  Pero que, señor doctor, acabadas las oraciones de los Padres, ¿no tendremos otros buenos modelos que imitar?

MERA.-  Ya haremos memoria de ellos. Usted advierta siempre que desde el sexto siglo de la Iglesia (cómo hemos reflexionado algunas veces en nuestras pasadas conversaciones), se fue perdiendo el buen gusto para la santidad y las letras. Pero desde fines del decimoquinto siglo, se empezó a reformar aquel abuso de las oraciones fúnebres y en los días más inmediatos a nuestra edad, llegó al auge de su dignidad y gloria la oratoria sagrada, y mucho más la admirable belleza de los panegíricos fúnebres. En Francia, principalmente, que ha sido y es el teatro de las ciencias, la restauradora de la antigua elegancia, y la depositaria fiel de la verdadera elocuencia, es donde se ven con más frecuencia elogios de esta naturaleza. Poseídos los franceses del espíritu de gloria, honran la memoria de sus difuntos, de aquellos que fueron útiles a la profesión literaria con su eminente doctrina, al Estado con sus consejos o con sus hazañas militares, y a la Religión con escritos instructivos o con su vida edificativa.

BLANCARDO.-  Me alegro que tengamos hoy estos modelos. Con eso sabremos que también en   —233→   los funerales hemos de oír predicar a la francesa; y yo tendré mucho cuidado, desde este día, de dejar a Leonardelli, y de leer cuantos elogios fúnebres pudiere.

MERA.-  Será bien que usted los busque y lea; y será mejor que se predique en aquel método francés, porque español no he visto (y he leído algunos), ni un solo panegírico fúnebre con bendición. El padre Isla se acuerda de algunos de los padres Vela, benedictino y Osorio, jesuita, y los aplaude sobradamente; quién sabe lo que serán. Pero por lo que mira a su deseo de leer a los franceses, dígole, que lo haga con discernimiento. Neuville, Bourdalue, Masillon, Mascaron, Fenelon, Flechier, Bossuet, tienen oraciones que se pueden predicar a los muertos a presencia del Dios vivo y dentro del santuario; porque nos edifican y mueven a la imitación de muchas virtudes cristianas. Estos oradores nos manifiestan a sus héroes más por el lado que fueron beneméritos de la religión, que de sola la sociedad. El señor Bossuet, el señor Tomás, el señor Fontenelle y otros que he visto, que han dicho elogios de sus socios académicos, y vienen en la Historia de la Academia Real de las Ciencias, los han formado propios para pronunciarlos fuera del santo templo, o dentro; de sólo las academias. Porque, éstos alaban aquellas virtudes con que fueron beneméritos sus héroes de la República y de la sociedad. También debe usted advertir el género de elocuencia que gastaron estos sabios en estos elogios. Aquellos primeros que referí, usan del sublime y patético en un grado eminente; y en este excelente decir es en el que se han aventajado Bossuet y Fenelón aquél con   —234→   un baño de más doctrina, éste con una tintura de mayor gracia. El editor de las obras del celebérrimo y doctísimo Bossuet, dice en uno de sus Prefacios, que era este Prelado tan sobresaliente en este género de composiciones, que tenía un entusiasmo casi poético, propio y característico de ellas; para conmover vivamente las pasiones y los afectos. Y a la verdad, deben vestirse de este distintivo; ser en su género admirables y causar un linaje de estupor y de asombro, para que sean perfectas. Aquí, verdaderamente se ve lo que es el orador, se conoce lo que es la elocuencia; porque, cuando mueve conturba, sobresalta, entonces se ven los triunfos del uno y de la otra; y sin esto, no hay orador, dice Cicerón. Y a las oraciones de éste se acercaron, a mi juicio, bastantemente las del señor Bossuet43. Flechier, todo florido, adornado, hermoso y atractivo que es, no llega a pensar tan noblemente como pensó Bossuet. ¿Cuán atrás se quedaría el señor Lafitau; a quien tanto celebra el Padre Isla por haberse asemejado a Flechier?

BLANCARDO.-  Así es que este satírico padre y   —235→   enemigo de los Regulares, en la parte, segunda de la Historia de su Fray Gerundio alaba a su hermano cuando fue padre Lafitau; y a su devoto cuando fue señor Lafitau, obispo de Sisterón. No puede menos que ser tan grande hombre como nos lo pinta el padre Isla.

MERA.-  La verdad es, que ni ha llegado a la valentía siquiera del padre Bourdalue, no obstante que este padre, habiendo ejercido con frecuencia la varia elocuencia del púlpito, confiesa en el exordio de la oración fúnebre de Enrique de Borbón Príncipe de Conde, que era nuevo en este género de composiciones. Pero en todos estos hay un primor muy excelente. Los autores de los elogios fúnebres académicos usan de un estilo moderado y sencillo, y toda su elocuencia es simple; aunque al mismo tiempo adornada de mucho espíritu. Tal es el señor Bernardo Fontenelle en los elogios de tantos literatos; no solamente de Francia sino también de Inglaterra, de Alemania y Holanda. Tal es el señor Bossuet en el del muy sabio y modesto señor Rollín. Y tales los panegiristas cuyas pequeñas composiciones se estampan, en la Historia de la Real Academia, contra las que se muestra rígido y (me atreveré a decirlo), poco inteligente el Barbadiño, aseverando que tales elogios son meras historias sin artificio alguno, y que no son obras en el género oratorio, ni son para imitarse. Pero el señor Tomás ha formado, unas oraciones dignísimas por el género sublime y a mi pobre juicio son sus mejores piezas los elogios del Delfín de Francia y de Descartes que están en el segundo tomo, y el de Sully, que es el último del primer tomo. Con este breve rasgo de historia   —236→   que hemos corrido, venimos a ver que estuvo ese autorcillo Merino lejos de tener algún conocimiento del modo, con que formaron los bellos oradores citados sus elocuentes panegíricos. ¿Cuál será el que tenga el aprobarte que a ciegas le siguió? Mas, vamos al papel, que ya se me había calentado el pico y no sé si gane a ustedes por, él, o merezca su mayor encono.

BLANCARDO.-  ¿Cómo me atreveré ahora a repetir las siguientes palabras? Pero si es este mi destino, aquí están: Venga ahora a la censura la crítica más delicada, y muéstrenos en cuál de estas tiene alguna sombra de defecto la que tenemos presente.

MURILLO.-  La mía ruda o vivaracha, grosera o delicada, no irá ni vendrá a meterse en mostrar dónde está la alabanza, dónde la consolación, dónde la exhortación y mucho menos en cual de ellas hay o no sombra o luz, oscuridad o claridad. Me ha dado mucha gana de prescindir.

MERA.-  Hace usted bella y prudentemente. Y yo protesto, no tomar el sermón a la mano para leerle, o leerle cuando esté en Quito, para alabarle. Pero vamos a nuestro Blancardo y su autorcillo. Si la oración fúnebre ha de constar de las tres partes referidas, dígaseme, ¿a dónde o en qué lugar de ella ha de venir la alabanza? ¿Dónde o cómo la consolación? Y ¿en qué circunstancia, o en qué parte la exhortación? Cuando no vamos a los antiguos maestros de la elocuencia, sino que queramos saber lo que dice Heinecio, autor que (asegura), sigue este Merino, hallaremos en la misma definición del panegírico, lo que debemos sentir del fúnebre y su esencia. Est vero panegyricus oratio solemnis in laudem personae ilustris stilo magnifico elaborata,   —237→   et in splendido auditorum congressu habita44. De suerte que, toda la oración fúnebre no es otra cosa que alabanza. Y Gesnero, que es el que pone las notas a Heinecio, dice así. Todas las oraciones panegíricas son laudatorias. Pero, ¿qué dice Merino en su Retórica? Que la confirmación del panegírico fúnebre debe constar de alabanzas del difunto, consolación de los parientes y deudos, y de parènesi a los circunstantes, esto es admonición, que no nos lo quiso decir en castellano. Y vea usted qué tal retórico, que todas sus tres partes las coloca en sólo la confirmación. Entonces, ¿qué dirá en el exordio? ¿Qué en la narración? ¿Y qué en la peroración?

MURILLO.-  Caballero nuestro, bien puede usted enviar a los Batiojas su libriquín, y no decir en adelante que según las reglas de la Retórica cristiana, la oración fúnebre consta de tres partes que son alabanza, consolación y exhortación.

MERA.-  Antes bien, podría decir, que, según las reglas de una Retórica pagana, tenía las tres partes expresadas la oración fúnebre, o por mejor decir, podría decir, no que constase, sino que eran buenos requisitos, que, si se diesen en la oración fúnebre, sería ella plausible. Digo, que ahora fue preciso aconsejar esta reflexión a nuestro Moisés; porque el exordio de la oración fúnebre de la celebre Aspasia, que, repetido en boca de Sócrates, introduce Platón para burlarse altamente de esas   —238→   oraciones, en el citado diálogo del Menexeno, empieza así: «Pues que, de las cosas bien obradas, del ornamento de las palabras resulta a aquellos que las obraron, una memoria perpetua y a los oyentes esplendor, habría menester de tal oración, que bastantemente alabase a los muertos, que benignamente amonestase a los vivos, que exhortase a sus venideros y a sus hermanos a la imitación de sus virtudes, que después (aventajándose a algunos), consolase a los padres y a otros, sus mayores».

MURILLO.-  Podría jurar, según lo que usted acaba de decir o que trae las cosas fingidas y los pasajes como de molde o que nuestro Moisés leyó a Platón y juzgó que el trozo agraciado de la oración burlesca era un tesoro de preceptos retóricos...

MERA.-  Si acaso cayese en sus manos la obra de Platón, ya creeríamos que sucediese lo que usted dice. Pero es conjetura racional que no ha visto más que el dicho librinquincito de ese autor Merino. Este, pues, dice que la disposición del panegírico fúnebre, será empezando el exordio con suma tristeza y aflicción. Y no hay tal cosa; si dijera que con pensamientos y figuras que muevan aquellos afectos, entonces escribiría correctamente. Heinecio, en el parágrafo último del capítulo tercero de los panegíricos, hace mención de los exordios y epílogos o conclusiones; y dice: «Que nada tienen de singular, sino que en ambos se deben mover los afectos más vehementes. Y su escoliador Gesnero añade la razón diciendo, porque en las conclusiones o exordios de los panegíricos, solemos usar de apóstrofes, diálogos, prosopopeyas, exclamaciones y otras figuras patéticas». Ya en   —239→   uno de estos días les dije a ustedes el apóstrofe del señor Flechier en la oración del Mariscal de Turena pues, éste viene en el exordio. Oigan ustedes otro de Mascaron también puesto en el exordio de la oración fúnebre de Pedro Seguier advierto que lo repito, porque siempre quisiera hablar con la autoridad de ejemplos semejantes. «Hablad, pues; sobre este grande asunto, grande e ilustre muerto. Haceos un nuevo tribunal de vuestro sepulcro, y extendiendo vuestra autoridad, más allá de vuestra muerte, ya que no lo fue durante vuestra vida, pronunciad en esta ilustre asamblea no ya sobre las diferencias de los particulares, ni sobre los intereses públicos del Estado, sino sobre la suerte general y la universal condición de todo el género humano. Decidnos lo que os ha parecido en el momento de vuestra muerte esa bella vida, que juntaba un tan gran peso de gloria, al peso de vuestros años. ¿Qué os ha parecido el esplendor de tantas acciones heroicas, cuando la muerte os ha puesto en este punto de vista, de donde se descubre el verdadero tamaño de todas las cosas que no se ven en otra parte, sino en un falso día, tan propio para el engaño? ¡Qué! Señores, ¿este grande hombre no puede responder? ¿Este primer oráculo de justicia está mudo? Y la muerte destruye de tal manera todas las cosas que no deja ni perdona aun una lengua y una boca, para pronunciar que todo es nada»45.

  —240→  

BLANCARDO.-  ¡Primorosamente! ¡Qué no diera yo por hablar de esta manera!

MURILLO.-  Arrojar el libriquín a los Batiojas; no hay más remedio en el día, y ponerse a estudiar algo que importe.

MERA.-  Los Padres (para que no perdamos el punto de vista), han compuesto sus exordios, ya excitando el dolor, ya alabando desde las primeras palabras al muerto o a algún o algunos personajes presentes, de todo lo que se infiere, que nada de esto han observado Merino y Blancardo. Pasemos adelante con la lectura de la cláusula siguiente de la aprobación.

BLANCARDO.-  El elogio (dice), al Ilustrísimo señor doctor don Manuel Pérez Minayo, de buena memoria, y a cuyo obsequio se dispusieron los funerales, es muy justo, ni es menos lo que se debe a su piedad y mérito.

MERA.-  Aquí, también prescindo; porque, ¿quién me mete a hablar de lo que no entiendo ni sé? Y si usted, caballero nuestro, prosigue así, llamaremos esta conversación, las precisiones objetivas.

MURILLO.-  Yo no prescindo del aprobante. Le emprendo desde luego diciendo (cosa que no lo oiga y bien pasito), que esperábamos su voto para llamar justo el elogio del Ilustrísimo Obispo de Badajoz. ¡Hay tal inocencia! ¡Hay tal blancura! Supongamos que no tuviese piedad ni mérito el señor Minayo, ilustrísimo por todas partes. Entonces, el intento de hacerle estos honores sería inicuo. Puesto en la cátedra el orador a pronunciar su elogio, seria iniquidad proferir su vituperio. Dijo bien el otro, escribiendo una novedad; aviso que el manjar blanco es dulce, ni puede ser   —241→   menos, porque es la leche blanca y de burra, y el azúcar, azúcar candi. ¡Ea, siga usted!

BLANCARDO.-  Este dicho Prelado fue el honor de las ínfulas, la gloria del santuario, el crédito del sacerdocio.

MERA.-  Yo he protestado hasta su tiempo, ni leer ni oír el sermón, ¡y usted me lo quiere repetir quiera o no quiera! Acaso el doctor Murillo se trajo en junta de la aprobación todo el panegírico; y usted, caballero mío, ha dado un salto involuntario a él, ¡errando por casualidad la hoja! No es hora de leer, siga usted solamente la aprobación.

BLANCARDO.-  La aprobación es la que expresa así, nada hay del panegírico del señor doctor Yépez aquí; y así ni puedo saltar.

MURILLO.-  Dice bien y la verdad, señor doctor. Si mal no me acuerdo, así sigue la aprobación blancardina.

MERA.-  ¡Válgame Dios! ¡Que toda ella no sea más que un tejido de defectos! ¡Sea en la idea, en los pensamientos, en las palabras, en su gramática y hasta en su intención! ¿Qué dirán los que la lean en Lima, en Méjico y en España? Muy de veras se ha puesto aprobar la proposición de que el elogio era justo, y debido al mérito y piedad del Ilustrísimo de Badajoz.

MURILLO.-  Es que nuestro caballero quiso meter su cuchara de orador fúnebre; y va a probar ahora que tales predicaderas tiene para honras de muertos. Veamos si es cierto lo que he pensado; diga; usted, señor Blancardo.

BLANCARDO.-  Su estudio en las verdades divinas, su justicia y su caridad, le hicieron a su orador que reconociese en su persona las virtudes de un David...

  —242→  

MERA.-  ¡Acabáremos! Ya entiendo que este nuestro caballero se ha tomado el honorífico encargo de ser otro nuevo y sublime orador del ilustrísimo Minayo. Y ésta es, sin duda, la oración fúnebre de Aspasia de Mileto. Nuestro Moisés mismo ha de ser el Arquinoó, el Dión, o el Pericles citados en el Menexeno de Platón. ¿Qué gracia? Me persuado que Blancardo tomó este empeño, porque tal vez el señor doctor Yépez no alabó dignamente al héroe de su oración. ¡Lástima es que no haya leído ésta! Si no fuese mi ánimo otro que oír indiferentemente y sin elección cualquiera, ya podría quedar satisfecho con ésta de nuestro caballero. Pero, ¡oh amigo! Hizo usted muy bellamente; o de suplir los empeños del señor doctor Yépez, o de intentar de propio movimiento formar un panegírico fúnebre. Ya sabemos que usted se halla con un grueso caudalón del estudio de los Padres. Y usted sí, que hará una oración, no sólo semejante, sino superior a las de esas lumbreras de la Iglesia. Ahora, vamos a oír cómo sigue el nuevo panegírico.

MURILLO.-  Aún no, Señor mío, mientras hago mención aquí en esto del estudio en las verdades divinas, su justicia y sin caridad.

MERA.-  ¿Qué quiere decir usted con esto?

MURILLO.-  Que en Blancardo tenemos hoy un testigo lego, llano, un fiador y un fidei comisario abonado de todas estas prendas de valor.

BLANCARDO.-  No las he visto, ni puedo deponer de ellas como testigo ocular. Pero sí por toda la autoridad, de una Gaceta pública, donde nunca se estampan falsedades. Y el autor de la oración, cree ha tenido otros más copiosos documentos para alabar   —243→   por esas prendas al Ilustrísimo Prelado, como es cierto que le alabó.

MURILLO.-  Pues, alma benditísima y blanca más que la nieve, venga acá y dígame, si el orador ya expuso, sin duda, elocuentemente esas virtudes, y con su narración hizo el elogio, del Santo Obispo, ¿para que nos lo vuelve a encajar? ¿Es acaso para dar mayor autoridad con su sufragio a la oración? ¿Es acaso para enmendar la plana al orador? ¿O acaso el Ilustrísimo Obispo de Quito le pidió no una censura, sino una nueva oración fúnebre, corrida, a rasgos blancardinos en una mísera aprobación? ¿Qué es esto, caballero mío? ¿Qué es esto, entusiasmo, bobería, culpa, locura?


Furorne caecus, anne rapit vis acrior?
Anne culpa? Responsum dato46.

MERA.-  Se ha fervorizado usted bastante. Déjelo que prosiga.

MURILLO.-  Norabuena.

BLANCARDO.-  Para que no quede trunca la cláusula, la tomaré desde donde haga sentido, dice: Le hicieron a su orador que reconociese en su persona las virtudes de un David, esto es, de un Príncipe formado a las ideas de un Corazón divino.

MURILLO.-  Esta expresión a las ideas de un corazón divino, ¿qué quiere significar, por amor de Dios? ¿Qué quiere usted decir? ¿Se burla usted de nosotros, y propiamente nos quiere hacer ideas?

MERA.-  No tiene duda que las ideas son propias   —244→   y características del entendimiento, y no del corazón. Samuel ha dicho de David que es un varón, según el corazón de Dios, juxta cor suum, por la bondad y rectitud de la voluntad con que le adorno el Supremo Hacedor. Formado a las ideas, es una expresión tan dura y bárbara, que no se halla su verdadero significado; ni ella es capaz de salir; sino de la boca de quien no sabe lo que son ideas, ni lo que es un átomo de sana Teología. Dígase ya otra cosa.

BLANCARDO.-  Aplicación en que no intervienen los colores de arte, sí el mérito y la justicia.

MURILLO.-  La verdad se la ha de decir a usted, esto es, que su aprobación, siendo colores de maña y arte, no tiene mérito ni justicia.

MERA.-  Lejos de nuestra conversación todo equívoco. Hagamos constar solamente que Dios no ha hecho a nuestro caballero para aprobaciones, y veamos esa aspereza que se halla en la cláusula referida. Ya en otra ocasión hemos advertido la necesidad del arte. Aquí, pues, parece que quería dar a entender el afeite, el esplendor seductivo de un artificio retórico distante de la verdad. Pero, son sus palabras tan escogidas, que vuelven oscuras todas las expresiones.

MURILLO.-  Yo diría así: Aplicación, a la cual no concurren los mentidos colores del artificio; antes sí, intervienen a hacerla cabal y oportuna el mérito y la justicia.

META.-  Ni con esta cláusula quedo yo contento porque hay en ella cierta tintura de mal gusto, que la vuelve desapacible. Pero, quizás adelante oiremos mejores cosas.

BLANCARDO.-  Ya se acabó el parágrafo; empieza   —245→   otro de esta manera: No es menos hermosa la oración en la segunda parte.

MURILLO.-  Desafío; a usted, señor Blancardo mío, ¿a que me diga en qué parte de la oración está esta segunda parte consolatoria, o esta conclusión? ¿Si en el exordio, si en la narración, confirmación o epílogo?

MERA.-  No es mala pregunta y más, cuando (juzgo), de principió a fin será esa oración una alabanza y una amplificación exornada de alabanzas, o sea que se haya compuesto en el método analítico, o en el método sintético, o en el mixto, del cual no hace memoria Vossio.

MURILLO.-  A tanto no llega mi ciencia; más, mi alcance llega a notar lo siguiente: Debía en el parágrafo anterior; haber dicho que la oración en la alabanza o parte primera laudatoria, había sido hermosa, para venir a decir en este presente capítulo, que ella no es menos hermosa en la segunda parte. La verdad está patente a los ojos de todos. No hablo de memoria, ni quiero que se me crea por sólo mi palabra. La aprobación de que hablo se ha dado al público, él verá si miento, sólo quiero que se haga este cotejo, y que se dé la sentencia. Verá una oración ajustada a las reglas de la Retórica cristiana... No tiene, alguna sombra de defecto en la primera parte, ni es menos hermosa en la segunda. Pregunto, ahora, ¿tienen consecuencia retórica la primera ni segunda parte del período con la última? ¿No es cierto que debía decir: no es menos justa, o no es menos perfecta en la parte consolatoria? ¿Cómo nos quiere entrometer con fealdad de expresión, de pensamiento y de lenguaje: No es menos hermosa?

  —246→  

MERA.-  ¿Qué quiere usted hallar mucha, ni poca exactitud en la aprobación, cuando Blancardo escribe sin inteligencia del asunto? Adelante con la lectura.

BLANCARDO.-  Es verdad que nuestro ilustrísimo Pastor, el señor doctor don Blas Sobrino y Minayo, tenía altísimos motivos para sentir la muerte de ese Príncipe ilustrísimo.

MERA.-  Yo digo prescindo de tocar está cláusula, y debe ser así; porque basta la memoria de la muerte; y basta que se nos excite la dolorosa idea de una persona muerta, a quien en su vida estimamos, conocimos o tratamos, para que se piense seriamente en dejar a fin las palabras menos decorosas que nos la mueven, en una perpetua calma y quietud. No las traigamos a la censura por respeto a los muertos47.

MURILLO.-  Yo tampoco quiero tocarla, así diga usted, caballero, lo que se sigue.

BLANCARDO.-  La relación de un parentesco tan inmediato, era lazo que le estrechaba al dolor.

MURILLO.-  Aquí sí, no hay perdón. En tocando a nuestros superiores habrá parco, pero en golpeando a la lengua española, no hay misericordia.

MERA.-  ¿Pues, qué hay que notar?

MURILLO.-  El que Blancardo logra sus ocasiones de meter su equivoquillo. El parentesco era lazo que le estrechaba al dolor. Me reiré, me reiré; que esta es mucha gravedad en día de Pascuas. Va el comento para lograr esta risa; La muerte   —247→   fue la célebre causa criminal: se hizo su relación. Salió la sentencia de pena ordinaria, el parentesco fue el verdugo, y el inmediato el cordel, dogal o lazo, que le ahogaba y estrechaba la nuez de la garganta, al dolor que es un garrotón tamaño. Cata allí, acabada la exposición de esta cláusula, con cuyo lazo se le ha estrechado a nuestro Blancardo la garganta, y atada en el mismo lazo la lengua, no puede ni podrá jamás hablar correctamente. Note usted, Señor Doctor, ¡qué puerilidad! ¡Qué falta de sentido! ¡Qué ciencia blancardina!

MERA.-  Lea usted, caballero. Pero si todo el parágrafo se reduce a estos elogios, pase usted a otro, para que demos fin a la aprobación.

BLANCARDO.-  Así es que todo él respira alabanzas de los ilustrísimos Prelados, tío y sobrino, del de Badajoz y del de Quito.

MURILLO.-  Pues, transeat: non venit ad rem. Y mucho más pase, porque nadie le ha pedido en una pedantísima aprobación, panegírico nupcial; genetlíaco, eucarístico ni fúnebre. No es éste el cargo de censor.

BLANCARDO.-  Pero acaba galanamente este párrafo, y aunque les pese a ustedes, han de oír su remate. Dice, ¡por nuestro Prelado! El Moisés, que ama su pueblo más que a su vida, la columna que guía a los extraviados.

MURILLO.-  ¡No pase, no pase, por su vida! ¡Qué! ¿La columna guía a los extraviados?

MERA.-  Perdónele usted. Aquí (creo), habla con todos los ripios blancardinos y sin duda que hará alusión a esa luz prodigiosa, que, en figura de columna alumbraba en tiempo de su peregrinación a los israelitas, cuando llegaba la noche.

  —248→  

BLANCARDO.-  Adivinó usted, y es cierto que mi aprobación teniendo de todo, tuviese el profundo adorno de los enigmas. Usted ha sido el Edipo de éste de la columna, y hacía yo memoria de esa milagrosa, para hacer una aplicación en que no interviniesen los colores de arte, sí, el mérito y la justicia. Mas, a dónde voy (digo, y dice la aprobación), cuando es propio de sólo el pincel de Apeles, reducir a breve lienzo la estatura de un gigante.

MURILLO.-  ¿A dónde ha de ir usted, a espetarnos una mentira en punto histórico? No fue Apeles, Blancardo mío, sino Timantes, quien hizo esa gracia de medir con un tirso o vara un solo dedo, y por eso se añadió ex ungue leonem. Yo pintaría un manto capitular, con una lengua por escudo, con este lema: Ex lingua Blancardorum cor et scienta.

BLANCARDO.-  Un poco de paciencia se ha menester para mí, y otro poco para ustedes, a que oigan lo último; pues, ya llego al punto acápite con estas palabras: Sirva de señal de nuestro reconocimiento cada pecho donde están prevenidos altar e incienso para la veneración.

MURILLO.-  ¿Qué humazo no habría para otro cualquiera de poco espíritu, con tanto pecho, tanto altar y tanto incienso para la adulación?

BLANCARDO.-  No dice para la adulación, sino para la veneración.

MURILLO.-  Pensé (¡oh! ¡qué mal pensé!), que iba acabar así: Altar e incienso para el sacrificio; y aún creí que hubiese algo de Abraham, de Isaac, de leña y de carnero. Primeramente, porque los Blancardos suelen ser aficionados a estas alegorías. Lo segundo, porque el nuestro se llama Moisés, que será nombre puesto al octavo día, en el tiempo   —249→   de la circuncisión, y debía ser regular que ahora propusiese cuchillo, víctima, fuego. Pero esta es mucha burla, y nada hay que dé cuidado. Reír y más reír fue nuestro fin.

MERA.-  Vamos serios. Si no decía para la adulación a lo menos deba decir; porque la ha hecho groserísima en lugar que no le compete. No dudo que los elogios que contendrá el parágrafo, vendrán justos al Ilustrísimo Prelado de Quito; ¿pero es negocio de oportune importune aprovechar la coyuntura de una comisión para echar altar, pecho, incienso en obsequio suyo? Vamos a leer.

BLANCARDO.-  Dice: Ahora, ¿qué nos dirá la crítica? ¿Que es defecto grande aplaudir, a quien está presente, aunque sea un Príncipe de la Iglesia?

MURILLO.-  ¿Qué ha de decir la crítica? Ni una palabra. Ella no habla sino científicamente, no desplega sus labios para disparatar; sí para corregir vicios, y para decretar asertos. La ignorancia, la tontera, la malicia, esas son las que dicen mal de lo que ignoran, y blasfeman lo que no saben: Quaecumque ignorant blasfemant. He alegado este texto, y él viene aquí de perlas.

BLANCARDO.-  ¿Por qué causa, compañero?

MURILLO.-  Porque ahora se lo aplico a quien abusó de él en un sermón de Santo Domingo; de este año de 80. Y por cierto, que él mismo es, según papeles muy verídicos y autorizados, el autor de este reparo hecho contra el sermón de mi señor doctor Yépez, y al que usted, nuestro caballero, llama crítica: No la llame así, y mire qué aquel Blancardo se parece a usted en haberse atrevido con ese texto a insultar las conversaciones del Nuevo Luciano y a su autor. Y desde luego, parece que   —250→   tendrá su merecido adonde le corresponda.

MERA.-  A la verdad, que la crítica, no puede hacer reparos tan irracionales. Éste es arte incompatible con la necedad y la ignorancia. Así es hablar impropiamente preguntar con énfasis: ¿Ahora qué nos dirá la crítica? Los ignorantes son los que no saben que es precepto de Retórica, especialmente en el método analítico, tomar los argumentos de la alabanza de la Patria, de los padres y parientes, de la educación, de las dotes del cuerpo, de la fortuna, del ánimo, de los hechos y de otras muchas cosas pertenecientes a las funciones de la vida. Vean aquí, ustedes la indispensable necesidad de hacer el elogio al Ilustrísimo Minayo de Quito, por alabar al Ilustrísimo Minayo de Badajoz. Ahora, los bobos son los que no pueden llegar a reflexionar que cualquiera alabanza de un difunto, viene derechamente a resultar en elogio de la familia, de la comunidad, del gremio, de la profesión, de la parentela, y aún de toda la humanidad que queda en este mundo. La honra que se hace al muerto, eleva la gloria de todos los que tuvieron con él sus conexiones, y todos se interesan en que su memoria pase con honor y alabanza a la posteridad. Antes si, el panegírico del que ha muerto, lo es con propiedad del vivo o de los vivos que han tenido con aquél algún enlace, y por consolarnos de su pérdida, es que nos desatamos naturalmente en sentimientos laudatorios. Observen ustedes, cómo tan a mi propósito habla San Ambrosio, al empezar la oración fúnebre del Emperador Valentiniano: «Etsi incrementum doloris sit; id quod doleas sentire: quoniam tamen plerumque in ejus quem amissum dolemus; conmemoratione requiescimus, eo quod in   —251→   scribendo, dum in eum mentem dirigimus, intentionem que defigimus, videtur nobis in sermone reviviscere»48. ¿Las mismas ceremonias de pésames, que exige de todos nosotros, más bien la misma naturaleza, que el uso de meras leyes arbitrarias adscritas al trato de la sociedad, con que hacemos recuerdo de nuestros conciudadanos muertos; pero unos elogios dirigidos a aquellos mismos a quienes expresamos la parte que tomamos en su dolor? Me duele de su muerte, era de bellas cualidades, ha de estar en la gloria. Este es el lenguaje que observa la decencia en la ceremonia de los pésames. ¿Y qué es todo él, sino una suave llama donde se arrojan algunos granos de incienso de olor laudatorio, que recrea, si está manejado con prudencia, a los vivos a quienes se dirige? Nos vengamos en cierto modo de esa precisa ley del morir, que procura no sólo separarnos del número de los que quedan sino aún borrar del todo y para siempre la memoria de que alguna vez habitamos sobre la tierra. Nos vengamos en cierto modo, digo, de la muerte y de sus fueros, labrando en los elogios un monumento de fama; de celebridad y de duración a la memoria. Mas, en verdad, que de ésta, todo el interés que puede resultar es para nosotros, y la ventaja toda es nuestra. Aplaudimos a los literatos y sus ilustres talentos, admiramos a los héroes militares y los prodigios de   —252→   su valor adoramos los santos, y lo que sucede es que en todos éstos tenemos ejemplos y modelos para la imitación. Estos son nuestros padres, a quienes prestamos el homenaje de la veneración. «Et si illis (dice un Santo Padre), qui juxta naturam parentes sunt tantam praestare debemus benevolentiam, multo magis id praestandum est iis qui juxta spiritum sunt parentes, potissimum vero quum jam vita defunctos nostra laudatio nihilo reddat illos gloriosiores, nos vero congregatos tum qui loquimur, tum qui audimus, reddat meliores49». Es cierto que nada le aprovecha ni al yerto cadáver, ni al alma que alguna vez le informó, nada le aprovecha una oración fúnebre compuesta y pronunciada con la mayor elocuencia del mundo. Cosa que reflexionó Platón, y cuyas palabras no transcribo porque es de ningún momento su autoridad a presencia de la de los Padres, y mucho más cuando tenemos la sagrada de las divinas Escrituras: «Mortui vero (aseguran ellas), nihil noverunt amplius, nec habent ultra mercedem; quia oblivioni tradita est memoria eorum. Amor quoque et odium, et envidiae simul perierunt, nec habent partem in hoc saeculo, et in opere quod sub sole geritur»50. Así no es defecto, ni grande ni chico, sino necesidad inevitable aplaudir a quien   —253→   está presente, en caso igual aunque sea no un Príncipe de la Iglesia, más también a un Blancardo ignorante. Con esto que he hablado, que ha sido mucho, ya no extrañará haber perdido el sermón de San Esteban. Ea, siga lo que tuviere de leer.

BLANCARDO.-  Que está lejos de ser imitación de los Santos Padres, es un abuso detestable de la Cátedra del Espíritu Santo y una profanación abominable del lugar más sagrado.

MURILLO.-  Ya sobre este punto, caballero nuestro, se acaba de explicar bastante mi señor doctor Mera.

MERA.-  Hay que añadir una cosita. Parece, pues, que he probado bastantemente que una oración fúnebre es con propiedad el elogio de los que pertenecen al muerto por alguna línea cualquiera que sea. Vean ustedes ahora, que es una recomendación de las mismas Escrituras alabar a las personas virtuosas, a nuestros mayores, y aún a los indiferentes: «Laudemus viros gloriosos et parentes nosotros. Lauda post mortem»51. ¿Cómo no practicarían los Padres   —254→   esta preciosa y laudable costumbre de esparcir con decoro, en vez de las flores que regaban los paganos sobre sus muertos, los suaves aromas de una alabanza sagrada? Y vean ustedes aquí que el dictamen blancardino de traer el ejemplo de los Santos Padres, no es oportuno en las presentes circunstancias de hacer en su aprobación una parte (además de la panegírica), apologética. ¡Oh! ¿dirán algunos? ¡Qué oportunidad! ¡Qué propiedad! ¡Qué erudición! Nada hay, y nótenlo bien ustedes. ¿El maldiciente Blancardo lorense o locrense (no sé si todo es uno), se atrevió con su ignorancia a decir que era defecto grande, que era gravísima culpa alabar al Ilustrísimo de Badajoz, estando su Ilustrísimo sobrino presente; y aún añadió que era mayor y máximo pecado retórico, filosófico, moral o teológico, el alabar en su propio venerable rostro al Prelado de Quito? Pues, nuestro caballero Moisés, pruebe la ignorancia del atrevido maldiciente (cosa que nosotros practicamos contra los que traen entre dientes a Luciano). Dígale con toda verdad que no sabe lo que es oración fúnebre: Hágale ver con la autoridad de los maestros de la elocuencia, que hay preceptos retóricos, que enseñan ser la esencia de este género de oraciones, la alabanza; y que ésta está noblemente vertida en sus mejores piezas. Si no se demuestra de esta manera el argumento por sus principios, los ejemplos   —255→   son unas pruebas de autoridad extrínseca, y; para los inteligentes y verdaderamente eruditos, son importunas. Pues, primero es hacer ver que los Padres debieron portarse así; siguiendo las reglas del arte, que el manifestar que lo practicaron de esta manera.

BLANCARDO.-  Así es. Voy ahora a mi lección: Quien así piensa, no ha leído a los Santos Padres.

MURILLO.-  Repongo. Quien así piensa y quien así no piensa, no los ha leído, caballero nuestro. Como ya antes se le ha probado a usted, y aún se le irá probando adelante.

BLANCARDO.-  Siendo cierto que tenían costumbre de lo contrario.

MURILLO.-  Mi reparo aquí. Amigo, fuera pedantismo. Ya sabemos que los Padres alabaron, y si usted lo supo, no fue por haberlos leído, sino porque usted siempre ha tenido abuso detestable de la Cátedra del Espíritu Santo, y siempre ha proferido inspirado.

MERA.-  Fuera impostura; debía usted decir porque ya hemos hecho constar que no ha abierto a un solo Santo Padre.

BLANCARDO.-  Aquí están muchos lugares que prueban la lectura de los Padres, dice: San Gregorio Nacianceno dijo la oración fúnebre en las exequias de su hermano Cesáreo, y no dudó elogiar a sus padres, que estaban presentes.

MURILLO.-  Bueno sería que pasásemos también este párrafo, porque creo que todo él está bañado con el agua de socorro.

MERA.-  No, amigo, que es primero averiguar ¿de dónde sabe Blancardo que estuviesen presentes los padres de Gregorio y de Cesáreo?

  —256→  

MURILLO.-  Lo vería en la misma oración, o en alguna otra historia. Porque no me he de persuadir que lo escribiese a humo de paja, especialmente siendo inspirado.

MERA.-  Vea usted aquí una demostración palmaria, no solamente de no haber leído a los Padres, más también de no entender latín. No hay por donde conste que estuviesen presentes, sino por una débil conjetura. Pero lo qué determinó a Blancardo a escribir con esa ignorante satisfacción, fue ver el título de la oración fúnebre, que está puesto de esta suerte: Oratio funebris in laudem Caesarii fratris superstitibus adhuc parentibus52. De suerte que, el expresar el título que Gregorio la dijo cuando vivían aún sus padres, lo tradujo Blancardo así sus padres que estaban presentes. La Historia Eclesiástica de Fleury, es muchísima verdad que asegura la dijo en presencia de su padre y de su madre. Pero las palabras del mismo Gregorio dan motivo a conjeturar que no se hallaron presentes. Dice así: «Quibus cum multa et magna laudum argumenta suppetant (nisi fortasse cuipiam inepte facere videor, qui domesticas laudes praedisem), una tamen eos respotissimum nobilitat, et insignes reddit, nempe   —257→   pietas»53. Alguno objetará que es más verosímil que asistiesen al templo a los oficios fúnebres y los divinos, como tan virtuosos que fueron. Pero en las palabras citadas y en otras que son laudatorias de sus padres, expresara el Nacianceno, que estaban presentes, y no hay la más leve expresión de ello. Fuera de eso, el título mismo de la oración debería decir: Non tantum superstitibus adhuc parentibus, sed etiam coram illis exposita. Y nada hay de esto. Más, será bien no recalcar en este punto, y basta que lo diga. Fleury, para dejarle.

BLANCARDO.-  Ya iba a quejarme de que usted tenía prurito de impugnar. Pero sus últimas palabras manifiestan que es usted ingenuo. Voy adelante: El mismo Gregorio predicó en los funerales de su padre con asistencia de San Basilio, y no fue otro el exordio, que el elogio de este Santo Padre.

MERA.-  Noten ustedes que el título de esta oración dice así: Oratio partim funebris in laudem patris sui mortui, partem consolatoria ad matrem Nonnam54. Y lo deben notar, porque allí se hace una separación de la oración fúnebre que es toda alabanza, de la oración consolatoria, que ya mira a otro objeto. Noten ustedes lo segundo, que en esta oración si   —258→   asistió su madre Nonna; lo que se debe inferir de la historia de las costumbres de los cristianos, como de las palabras que en la misma oración dirige a su afligida madre: «Non est, oh mater, eadem Dei et hominum natura, aut, ut in genere loquar, superorum et terrestrium55». Noten ustedes lo tercero, que es mucha verdad que el exordio lo dirigió el Nacianceno a San Basilio, alabándole, y de aquí resulta la reflexión de que el autorcillo del tratado de Retórica, que es Merino, no atendió ni observó el método de orar de los Padres, quien ya vería que la alabanza del difunto y de sus parientes o ilustres circunstantes, puede colocarse en el exordio, y lo que es más cierto, en todo el cuerpo de la oración. Noten ustedes lo cuarto, que es bastante lo que en esto quiero decir.

BLANCARDO.-  No es el Nacianceno el único en este modo de orar. Lo mismo veo practicado en el Niseno en las exequias de Placidia, hija de Teodosio el grande, donde no fueron pequeños los encomios dirigidos a Nectario, Patriarca de Constantinopla que le oía56.

  —259→  

MERA.-  ¿Delira usted? ¡Dónde están estos elogios al Patriarca Nectario! San Gregorio Niceno empieza su oración de Placidia con aquellas palabras de San Mateo: «Dispensator fidelis». Dice en las que están incluidas dentro de un paréntesis, que las repite para empezar por las palabras del Evangelio. Pregunto ahora, ¿a quién las dirige? Pregunto más, si las dirige a Nectario, ¿cuáles son los encomios con que le celebra? Y para decir verdad, señores míos, ni en la oración antecedente consolatoria de Pulqueria, Princesa ilustre, ni en esta de Placidia que he leído de principio a fin, hay encomios dirigidos al Patriarca Nectario57; será   —260→   quizás que el intérprete, Sifano, cuya versión he manejado, ha omitido estos, encomios y que ha visto otra nuestro Blancardo. A ver: ¿usted pone, acaso, la cita de esta pieza?

BLANCARDO.-  Sí, Señor, al margen de la aprobación en esta forma: Greg. Nissen. Trac. De perfect. christi., Tomo 2, página 957, edit. Par. anu. 161558.

MERA.-  Con razón ha incurrido usted en tantos errores; pues no ha podido registrar siquiera un libro. Mire usted, y mírelo todo el mundo. Las oraciones todas de San Gregorio Niceno, vienen con su título, separado así hay oración de Pulqueria, de Placidia, de San Basilio, hay la Catequética. Y no es dable que la de Placidia venga en cualquiera edición que sea bajo el tratado que usted cita. Pero éste mismo está muy mal citado, como que lo vio muy por afuera, deprisa y por cumplir. El tratado se intitula así: De perfecti christiani hominis forma ad Olympium. Y yo le he visto según la interpretación de Zino. Al contrario, usted da a entender que es el tratado De perfecto christiano o de perfectione christiana. Pero, ¿qué hay en aquel tratado, perteneciente al Patriarca Nectario? Ni una   —261→   sola palabra59. Pudiera ser que la cita diese a entender que nuestro aprobante supo que San Gregorio Niceno había elogiado a Nectario, porque el mismo padre aseguraba que este Patriarca había asistido a las exequias de Placidia y que se le había elogiado (en el dicho tratado de la forma del perfecto cristiano), pues, Señores, ni allí hallo yo tal noticia. ¿Qué será esto? Yo lo diré, no haber leído Blancardo ni una sílaba de un Santo Padre, antes que se ofreciese la comisión de la censura al papel.

BLANCARDO.-  Ni fue diverso el método de San   —262→   Ambrosio cuando predicó en los funerales del grande Teodosio, en que asistió Honorio su hijo, y en la parte consolatoria no sólo refirió las virtudes de Teodosio, sino que para consuelo del pueblo colmó de elogios a Honorio haciéndole heredero de las virtudes de su padre.

MERA.-  ¡Estupenda erudición de hombre! ¡Oh! ¡qué estudio admirable de Santos Padres! Vamos a asombrarnos de él. Y en la parte consolatoria (acaba usted de decir), no solo refirió las virtudes de Teodosio... Y es hablar por hablar, siguiendo a su Merino: según éste, la parte consolatoria debe estar en la confirmación. Y usted, esos elogios a Honorio (que usted llama parte consolatoria), ¿dónde los halla? ¿No es cierto que vienen en el exordio unos, y otros en la narración? Pero usted ha juzgado, sin duda, que los seculares no abrimos libros, o que no nos hemos de tomar el leve trabajo de leer a un Santo Padre, porque luego añade: Sino que para consuelo del pueblo colmó de elogios a Honorio. Vuelvo a preguntar como antes, ¿a dónde está este exceso de elogios? Parece que San Ambrosio debía portarse derramándolos en copia, así por la dignidad sagrada de Honorio, como porque este Príncipe se hallaba presente. Era un panegírico de su padre, lo era de él. Pero ni por esta oportunidad hay ese colmo de elogios que dice Blancardo. Nada menos, sino que este hombre, que en una censura que no es panegírico, ni puede serlo en ninguna línea, se tiró, siguiendo su genio, a aplaudir y más aplaudir, a colmar y más colmar de elogios parentirsos, como llama Heinecio a estos blancardinos, creyó igualmente que San Ambrosio usó de su método inmoderado y astutamente lisonjero.

  —263→  

MURILLO.-  ¡Qué bien hecho! ¡Tómate por agarrarte del forro de Luciano! Amigo Blancardo; San Ambrosio (aprenda de este Santo Padre), aún en un panegírico es circunspecto, moderado, no adula ni vierte falsedades. ¿Cuánto menos elogiaría en una triste aprobación?

MERA.-  Es bien que oiga usted este colmo de elogios de San Ambrosio a Honorio, y admire su torpe inteligencia pues, no advierte que en las expresiones modestamente laudatorias de este padre, no sólo es su fin alabar a Honorio, sino también a Arcadio su hermano. He aquí las palabras. «Sed plurimos tamquam paterno destitutos praesidio (habla de los vasallos), dereliquit ac potissimum filios. Sed non sunt destituti quos pietatis suae reliquit haeredes. Non sunt destituti quibus Christi acquisivit gratiam»60. Este es el elogio en el exordio; pero,   —264→   ¡qué justo, qué comprensivo de la piedad del padre, de la herencia que ellos han hecho de ella; y más de aquella virtud de Teodosio que les alcanzó la gracia de Jesucristo! Pero lo que importa advertir es, que aquí, Ambrosio no colma de elogios a Honorio. Vamos a otro lugar, es el siguiente. «Reliquit enim nobis liberos suos, in quibus eum debemus agnoscere et in quibus eum et cernimus et tenemus»61. Este elogio viene en la narración. Y lo que él nos hace ver es la recomendación que hace Ambrosio de la potestad imperial y del respeto que debemos al Soberano y a su augusta generación. ¿Qué exceso de elogios hay aquí, ni en el número ni en la forma? Buscó Blancardo otros lugares para convencernos y no halló laudatorios en toda la oración. Ahora, dígaseme ¿cómo está puesto el reclamo marginal, que necesariamente habrá en esta aprobación, para mostrar donde se cita la autoridad?

BLANCARDO.-  Está en el tenor siguiente: Ambros. de Fide et resurrect. Lib. 2, pag. 797, Edit Par. A. 1686.

MERA.-  ¡Sí, digo que es maravilla! ¡Una tilde no ha puesto con tino este hombre!

MURILLO.-  Una viejecita agorera me dijo que no había de acertar en nada este buen Blancardo,   —265→   por haber querido envestir al Nuevo Luciano de Quito. Ahora me acuerdo en Machachi me lo dijo; Pero usted, ¿qué nota en aquella cita?

MERA.-  Atienda usted, También en las obras de San Ambrosio vienen sus oraciones separadamente, y con su título que las denota y caracteriza, «verbi gratia: Oratio funebris de obitu Valentiniani Imperatoris». Así con título semejante, se señala la de su hermano Sátiro, y después la del grande Teodosio. Pero, ¿qué hace nuestro Blancardo? La coloca debajo el título de un libro segundo. Lo peor es que aun la cita de este libro la trae errada. San Ambrosio escribió varios libros de la fe. También escribió un tratado intitulado: De fide Resurectionis. Y como éste antecede (en la edición que he visto), a las oraciones, todo lo confundió y echó a perder. La oración de Teodosio la pone en el libro de la fe. Y los libros de la fe los confunde con el tratado de la fe de la resurrección. El cual no se intitula (como dice Blancardo en su falsa cita), De fide et resurrectione, sino De fide resurectionis. ¿Y esto es tener lectura de Santos Padres? Pero ya puedo envidiarle su lectura62.

  —266→  

BLANCARDO.-  Sigue lo último de este párrafo, así: Bastan estos ejemplares, para que diste su imitación de toda notar.

MURILLO.-  Porque las inspiraciones no llegan a más; ni fray Gerundio ofrece más en su Historia.

MERA.-  Ya sé que si quisiese alegar otros, y formar una apología del orador, podría añadir a San Efrén y San Anfiloquio que dijeron sus elogios fúnebres en las exequias de San Basilio. Poco importa esto.

MURILLO.-  Lo que importa es ver que Blancardo more pecudum sigue la costumbre de los antiguos aprobantes de la Nación, que, no sabiendo cuál es su deber (indulgencia a este pecado de palabra afrancesada), en una aprobación no sabían cómo la habían de formar. Creían que era una pieza de alabanza al autor, a modo de sermón blancardino, vestido de circunstancias. Juzgaban que salían por garantes, apologistas y saneadores de sus opiniones, extravagancias, caprichos y defectos.   —267→   Y así, un aprobante, más ha pensado en peinar y componer su obrilla, que en leer con atención y examen la que se debía censurar. Y aún cree que no es poca fortuna venir a ser autor, de la noche a la mañana, y hacer enciclopedia lo que debe ser cuando más una aprobación. Ahora que digo enciclopedia, nuestro Blancardo me acuerdo que es enciclopedista. Yo le nombro Alembert, porque usted me ha dicho que éste es músico, y ha contribuido con su tratado de música a la grande enciclopedia. Mi Blancardo, es, pues, de todas las cifras; pero no acabara si yo quisiera elogiarle.

MERA.-  Pues, es preciso que acabe, porque es tarde, y es mejor continuar mañana, que dar disgusto a los de casa. Vamos a ella.


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