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Podría suceder y sucederá efectivamente, que también entre los insectos, como entre los demás animales que vemos, haya mezcla de un insectillo de una especie con otro de distinta; de cuyo acto generativo resulte una tercera entidad o un monstruo en aquella línea; entonces se hace necesario que si esta nueva casta es venenosa y se introduce en el cuerpo del hombre, le cause nueva molestia o nueva enfermedad no conocida en los tiempos anteriores. ¿No podría empezar de otra manera el contagio varioloso? Quizá ha habido en la Arabia la cópula preparatoria de un insecto pestilente con otro insecto leproso (si es lícito hablar así), de donde haya nacido un nuevo insecto varioloso, o causador de la viruela. Porque ésta es constante que participa de la calidad de la lepra en grado remiso, y del carácter de la peste en grado más intenso; y a veces sucede, que, saliendo coinquinado el virolento de cierta putrefacción en toda la masa de la sangre, al tiempo de la crisis, suele quedar lazarino de por vida. Más acontece, y es que al tiempo mismo de la maduración o cuando la intenta la naturaleza, se vuelven como leprosos los virolentos con esa lepra elefancíaca y cenicienta. Esto pasa con la viruela llamada confluente, que es de las más malignas, y entonces se levantan en el rostro algunas vejigas gangrenosas que, cuando se rompen, manan un líquido muy fétido, que el vulgo nombra aguadija, y Celso le dio la denominación   —400→   de Ichos104 Después que sale éste, se manifiesta roída o carcomida la piel o cutis, y hasta la membrana cerosa, por una materia propia de la gangrena. Las viruelas del año de 1764 fueron de esta clase, y los virolentos no eran los más sino unos leprosos a quienes se les caían grandes cantidades del cutis y de las partes carnosas, especialmente de los brazos y de las piernas. El mísero hermano que se me murió en aquella epidemia del citado año de 64, padeció este horrible síntoma seguido de un calor urente espantoso. Con este motivo pude ver (lo que nuestras gentes tenían por cosa rara y nunca vista en todas las anteriores epidemias variolosas), en el celebérrimo Sydenham y en Morton105, que habían observado esto mismo, y que semejantes viruelas gangrenosas habían vuelto a aparecer en el tiempo del muy ilustre y muy sabio Gerardo Van Swieten, honor de los discípulos y de la familia del gran Boerhaave. Este erudito y sapientísimo médico dice, que experimentó que algunas veces se elevaban sobre las piernas de estos virolentos unas vejigas de la magnitud de un huevo de gallina, llenas de una sanguaza podrida   —401→   sutil, que, si llegaban a abrirse, dejaban ver toda la carne gangrenada y negra. Pero debemos traer a la memoria que en las gangrenas y el cáncer se hallan en muchedumbre los insectos, y este recuerdo hace mucho a mi propósito.

A mi corto juicio nada satisface tan completamente a la razón filosófica, como la causa de la viruela explicada del modo que se acaba de establecer. El sistema patológico106 de Gaubio es en sí muy general y adaptable a cuantos fenómenos se obran en todo el Universo. Los dos principios para contraer cualquiera enfermedad, que él llama semina morborum, et potentiae nocentes, constituyen una perogrullada de a folio; porque las tales semillas de las enfermedades, no son más que unas predisposiciones para enfermar; y las potencias nocivas son todas las cosas que pueden causar un mal. Esta explicación no está fundada en las leyes del movimiento y mecanismo. Es como si se dijera: se enciende el hierro en la fragua, porque en el hierro hay una semilla o predisposición para encenderse, y concurre la potencia inflamatoria para causar el incendio. Así mismo si se preguntara, ¿por qué el ojo ve? Se respondería, siguiendo a Gaubio, de esta manera: porque el ojo tiene una predisposición o semilla para ver, y hay una potencia visiva que ocasiona la visión. La fisiología y la patología no necesitan de otros principios para dar razón de todas las causas y de   —402→   todos los efectos generalmente. ¿Cuándo será que las enfermedades nos obliguen a formar una teología médica, para reconocer siempre en la salud y en la dolencia la mano de una Providencia Soberana? Del modo que el piadoso Nieuwentyt, como le apellida Muschembroeck107, se extendió en las contemplaciones del mundo para admirar la sabiduría de su Autor, y que con el mismo objeto escribió su Teología física Derham, debíamos nosotros subir a la causa moral de las enfermedades humanas. El pecado infundió en toda la posteridad de Adán una constitución morbosa, y así como quedó enferma y caída la naturaleza, por lo que mira a la gracia, así quedó doliente y trabajada, por lo que toca a su organización corpórea. Todo hombre, por más robusto y sano que parezca, padece las incomodidades de la vida; y el cansancio, el hambre, la sed, los disgustos interiores, las secretas aflicciones que experimentan las gentes que parecen están en el auge de su sanidad, son pequeñas enfermedades que les anuncian su mortalidad. De manera que como a las mismas indisposiciones más graves de la salud llamó Tertuliano108 porciones de la muerte, así mismo a esta robustez, a esta constitución ágil y vigorosa de los miembros, a esta misma sucesión regular de las   —403→   funciones vitales, llamaremos porciones de la enfermedad, porque en todas ellas hay un principio secreto que va gastando los sólidos y disminuyendo sus fuerzas; que va indisponiendo los líquidos y dejándolos menos espirituosos. Todo concurre a disponer las debilidades de la vejez, las cercanías de la muerte, y, al fin, la absoluta abolición del movimiento en que consiste la vida; ésta, pues, por la misma razón de la caída de la naturaleza, tiene tantos enemigos, cuantos son los entes que la rodean. De suerte que, mirándolo bien, todos los elementos están tumultuados contra la salud del hombre. Paréceme que esta reflexión debe ser el fruto de la verdadera filosofía, y en consecuencia de ella, hay otro de muy exquisito valor que se puede sacar, y es, que en asuntos de la filosofía, universal o particular, es suprema nuestra ignorancia. Toda condición del cuerpo humano que lastima las acciones vitales, la naturaleza física y también las animales, se llama enfermedad, dice el restaurador de la verdadera medicina109, Boerhaave. Luego, si dentro de nosotros mismos tenemos una lima sorda, que va gastando insensiblemente los resortes de esta máquina nuestra, que es infinitamente complicada, ¿cómo nosotros no nos hallaremos siempre enfermos?

Bajo este punto de vista es muy superficial el modo de concebir las causas de las enfermedades, del célebre Gaubio. Por lo menos, ¿cómo por los dos principios, citados se explicarán los efectos de   —404→   lo que entre los físicos se llama idiosincrasia? Desde luego el que el opio tomado en cantidad de cerca de dos onzas, y eso por tres ocasiones en cada día, le conserve tan firme la cabeza para hablar y disputar con acierto, a cierto hombre que tenía la costumbre de tomarlo, como refiere García del Huerto110; ¿cómo se podrá explicar fácilmente, o sin alguna adivinación de Perogrullo, en el sistema gaubiano? De la misma suerte, nadie podrá por los mismos principios salir con felicidad en la explicación de lo que Teofrasto cuenta111 de cierto hombre que tomaba ordinariamente muchos manojos de eléboro sin experimentar algún daño. Horacio Augenio refiere, según afirma Juan Domingo Sala112, que un noble romano aborrecía en sumo grado las rosas y todas sus composiciones; pero acometido éste de una terciaria, que en otras ocasiones la había padecido sin mayor peligro, quedó muerto tan solamente porque le administraron un poco de la miel rosada solutiva. En fin, el sistema de Gaubio nada satisface en punto al contagio varioloso. Y don Francisco Gil, que lo ha adoptado, se ve en la necesidad de recurrir a las mismas causas asignadas por los árabes, a quienes había poco antes reprobado. Véase, pues, ahora cómo acontece este hecho, que a primera vista, parecerá increíble.

Rhazis, el más antiguo de los médicos mahometanos y el mejor de ellos, según el juicio unánime   —405→   de Morton, Lister, Jacobo de Castro y James, y el primero, como el mismo Rhazis afirma, que escribió el tratado de viruelas con claridad y exactitud; este mismo Rhazis, digo, señala por causa de esta enfermedad una especie de contagio innato. ¡Pensamiento atrevido y jamás escuchado hasta entonces en la medicina! Este contagio es cierto género de levadura en la sangre, semejante a aquel que hay en el vino nuevo, la cual fermenta, y después de los movimientos de la fermentación se purifica más tarde o más temprano, arrojando fuera de sí las materias morbíficas o pecantes por las glándulas de la piel. Esta patología de las viruelas la siguieron Avicena, Mesue, y los demás de su nación, acerca de la causa de éstas, y la siguieron otros muchos modernos, aplicándola a la que suscita las demás fiebres en general. Ahora bien, ¿qué quieren decir esas predisposiciones para recibir las enfermedades, que se hallan en el cuerpo, y esas potencias nocivas que tienen actividad para producirlas en un cuerpo que se halla con las dichas predisposiciones? Paréceme que semillas y potencias vienen a dar en aquel contagio innato arábigo, inventado desde el siglo décimo de nuestra era; pues que esto abraza igualmente que la disposición natural del cuerpo, la potencia nociva análoga a ella, capaz de poner alguna vez en conocido movimiento su efecto, que es la viruela. Por otra parte, don Francisco Gil demuestra mejor su pensamiento, en estas palabras «rara es la condición del fomes varioloso innato en el hombre». Por más alteraciones que padezcan sus humores con la edad, con la mutación de alimentos, de países y de vida, y aún con el notable   —406→   trastorno que se experimenta en las enfermedades, ni se evacua, ni se disminuye, ni menos se pone en acción de producir viruelas, hasta que se le mezcle aquel determinado miasma contagioso, que le es análogo... Ni se crea que Gaubio y don Francisco Gil señalen dos principios, cuando Rhazis asigna sólo uno. Es hacer demasiada injuria a un físico como Rhazis, al pensar así; porque éste, ni más ni menos que aquellos, requiere el comprincipio de cierta cosa que ayude a la fermentación, o que la ponga en acto. Y cuando asemeja ésta a la que se obra en el vino nuevo, es demasiada falta de crítica creer que Rhazis pensase que el vino fermentaba por sus propias fuerzas, esto es, sin la concurrencia del aire externo y de otros comprincipios (para explicarme así), domésticos y extraños. Véase aquí (también se me perdonará esta frase), otros tantos miasmas o potencias activas que obligan a la fermentación. Así, pues, Rhazis ha requerido, fuera del fomes innato, alguna otra cosa que le activase, la que, para hablar con Gaubio, llamaremos potencia nociva.

Concluyamos de aquí que Martín Lister113 aseguró muy bien, que nuestros modernos nada añadieron a lo que dejaron escrito los árabes, acerca de la causa de las Viruelas. Pero Jacobo de Castro Jacobo de Castro114, también médico famoso londinense, añade que estos médicos hicieron sus observaciones   —407→   con la mayor exactitud, y hablaron tan bien acerca de su historia, su causa y método curativo, que nuestros autores de hoy apenas han tenido que decir alguna cosa muy corta. Igualmente digamos dos puntos sobre este artículo. Primero: que no es ajeno de este papel hablar de la causa de las viruelas tan a la larga; pues esto no es, ni puede ser indiferente a los médicos antes, en vista de lo que se ha tratado aquí, y con el deseo de adelantar algo sobre la materia, estudiarán en entender a los mayores autores que han escrito acerca de ella, que no es pequeño interés. Segundo: que sea cual fuere la causa de las viruelas, se debe estar en la suposición de que su contagio se comunica por medio de un contacto físico próximo, que se hace inmediatamente de un cuerpo a otro, el cual no se difunde con la misma violencia, rapidez y dirección que el aire. Y saber todo esto contribuye felizmente al establecimiento del método preservativo de don Francisco Gil. Aun cuando no le sea fácil al público el saberlo, le será más fácil gozar de sus ventajas, que reconocerlas. Pero vamos a otras reflexiones.

Lo vasto del proyecto que estoy considerando es, que, si consiste en la extinción de una enfermedad que juzgaron los árabes era hereditaria, abraza, además, el exterminio universal de toda dolencia contagiosa. A vuelta de esto, veo que en Quito se van a practicar todos los medios concernientes a la salud pública; de manera que en esta ciudad llamaremos al tal proyecto, la clave que franquee las puertas a la policía médica. Los ramos de ésta que me vinieren a la memoria los iré notando conforme se me ofreciese su ocurrencia;   —408→   pues que todos ellos merecen la atención de un ciudadano.

AIRE POPULAR.- Éste es demasiado fétido y lleno de cuerpos extraños podridos, y los motivos que hay para esto, son: 1.º Los puercos, que vagan de día por la calle, y que de noche van a dormir dentro de las tiendas de sus amos, que son generalmente los indios y los mestizos. 2.º Estos mismos, que hacen sus comunes necesidades, sin el más mínimo ápice de vergüenza, en las plazuelas y calles más públicas de la ciudad. 3.º Los dueños de las casas, que, teniendo criados muy negligentes y de pésima educación, permiten que éstos arrojen las inmundicias todas al primer paso que dan fuera de la misma casa; de manera que ellas quedan represadas y fermentándose por mucho tiempo. 4.º La poquísima agua que corre por las calles de la ciudad.

REMEDIOS.- 1.º Los puercos. La cría de puercos dentro de la ciudad y de sus tiendas, parece una necesidad inevitable, porque su manteca es la que se gasta en todos los guisados, y porque respecto de esto, es ella una negociación o ramo de ésta, que hacen los indios, como dicen, para aliviar su miseria. Pero sobre que no calculan ellos cuánto gastan en engordarlos, y que no corresponde al gasto la ganancia; se debe prohibir enteramente el que así los ceben, sacándolos de dentro de las tiendas y de las mismas casas por medio de los alcaldes del barrio. Y por lo que mira a algunas partidas algo numerosas que traen los mismos indios de los pueblos vecinos para vender; deberían ponerlas de venta en pie y al matadero dentro de la carnicería de ganado mayor, obligándolos   —409→   a este género de abasto público, sin gravarles con pensión alguna. La casa de carnicería, por la capacidad que tiene, dará lugar a esta matanza, y se conseguirá que la manteca se venda pura y sin la mezcla, que las indias fraudulentas la añaden para sacar mayor lucro. Por lo que mira a los puercos que llaman de regalo y vienen a algunas personas, se desearía que los guardias de alcabala y aguardientes avisaran de su ingreso al alcalde respectivo a que corresponde la casa, para que, sin ruido y con bastante secreto, averiguara la verdad y aun tratara con él mismo de procurar que los maten cuanto antes, en lo que no habrá dificultad, porque esos puercos, como vienen ya gordos o cebados, no necesitan de que los alimenten por largos días en las casas.

2.º Para impedir que los indios y mestizos excreten en las calles y plazas públicas, se debía ordenar, se hiciera un pilar o poste en cada calle, a costa de los vecinos de ella (y éste no requeriría para su formación más que a un real o dos por cada dueño de casa), armado de su pequeña argolla. Deberá ser portátil, para que en las noches se depositara en la casa del vecino más honrado y de mayor respeto que se hallase en la tal calle. Este mismo podría tener la facultad de atar al poste por un cuarto de hora al que hallase exonerando el vientre públicamente.

3.º Los alcaldes de barrio deberán estar rondando las calles de día para notar las suciedades que haya en las calles, y conformándose con lo que el Gobierno tiene ordenado repetidas veces acerca de esto, proceder a las multas de los dueños de casa negligentes y que permiten basuras en sus   —410→   puertas. Pero como hay gentes malignas y de pésima índole que querrán gravar a los vecinos con algún trabajo, echándoles de noche y a oscuras las porquerías; será bien que los alcaldes de barrio, sin adelantarse a infligir la pena a los caseros, se contenten con hacerles limpiar a su vista, valiéndose de las gentes de las tiendas, y, donde no las hubiese, de la de los cuartos, que llaman alquilones, indistintamente, y (si puede conocerse), de aquellas que han arrojado las tales porquerías.

4.º Mejor fuera que absolutamente no corriera agua alguna por las calles, porque entonces, faltando la humedad y calor, que son los constitutivos de la corrupción, no se levantarán los continuos catarros, toses y oftalmías que padecemos a la entrada y salida de lo que acá decimos verano. Mientras en los alcores vecinos se goza de salud, regularmente en Quito, al tiempo de la mutación del temporal, contraemos alguna ligera enfermedad epidémica, a vuelta de la que se encienden fiebres malignas y dolores de costado de pésima naturaleza. De haber agua, había de ser en copia y tanta, que, bañando las calles principales, se llevara consigo las porquerías regularmente detenidas en los caños. Toda la que viene por la Cantera se había de introducir a la ciudad por las calles de San Roque, y habían de ser obligados los dueños de casa a llevarla por sus calles a la hora que les cayese en turno la de su riego, conforme se la hubiese asignado el Regidor de aguas. Todo el fin del curso de éstas por la ciudad, mira a su limpieza, aunque por la desigualdad del terreno de Quito, no se les pueda hacer girar por todas las calles; pero entonces se verán necesitados los que   —411→   viven en las más distantes a echar sus basuras en donde más próximamente fueren corriendo, con el cuidado de no dejar parar ni estas ni aquellas. Al tiempo de este copioso riego, sería común e inocente la alegría del pueblo, y los muchachos en particular, por satisfacer su genio, concurrirían a desterrar por medio de las aguas toda inmundicia. Se educarían en el aseo, y les quedara para después la impresión de que éste es necesario; siendo ya por costumbre aseados, cuando llegasen a ser adultos, inspirarían a todos el mismo espíritu de limpieza y de horror a toda suciedad.

COMIDA Y BEBIDA.- Todo buen establecimiento tiene (quizá como en todas partes), sus dificultades en esta ciudad. Lo que acabo de decir acerca del antecedente artículo, parecerá a mis compatriotas un alegre delirio en que la imaginación corre sin freno por donde le place. Pero diga el mundo lo que quiera; sus preocupaciones no me han de impedir hablar la verdad, y todo lo que convenga a su mayor felicidad, pues, no podría callarlo sin delito.

En el presente artículo trato de la comida y bebida en cuanto una y otra pueden perjudicar a la salud. Es muy cierto que si ellas están en algún grado de corrupción, ocasionan muchas enfermedades, y las más de ellas contagiosas. Pero los principales capítulos que acerca de esto noto, son 1.º Mal trigo; 2.º mal pan; 3.º confección venenosa de licores espirituosos; 4.º escasez de víveres.

REMEDIOS.- 1.º Todo vecino dueño de hacienda es un perpetuo y molestísimo pregonero de injustas quejas contra la Divina Providencia, culpándole de ignorante o cruel, pues que todos los   —412→   temporales ordinarios los predica contrarios y funestos a sus mieses y cosechas, a sus siembras y a sus esquilmos; no hay estación que la juzguen ni publiquen favorable. Lo peor es que el cielo de Quito suele ser, para el malvado chacarero, la regla de sus malos pronósticos, y en lloviendo aquí con alguna constancia o siguiendo con la misma el tiempo seco, afectará que pasa lo mismo o peor en su hacienda, aunque de propósito suceda lo contrario. El fin de todo es encarecer los géneros de maíz, papas y trigo, que son los ramos más gruesos de nuestro abasto. Y así su continuo clamor es el siguiente: este año no tenemos papas que comer, se han helado, se han agusanado, se han podrido, no han nacido: este año se pierden los trigos, no hay vientos, les ha dado el achaque, llueve mucho antes de tiempo, les han caído las lanchas, o no han nacido: este año no cogeremos maíz, etcétera. ¿Qué sucede con esto? Que tiene y se toma toda la libertad de vender estos géneros a como le diere la gana. Y como sucede que en la hacienda más fértil, o por la flaqueza de algún terreno, o, lo que es más cierto, por la desidia del amo y de un malísimo mayordomo, no dan a las tierras todo el beneficio que necesitan, sale alguna cantidad de mal trigo, o mezclado de mucha cizaña que aquí se llama ballico: todo el fin es salir de éste, vendiéndolo a precio bien subido. Con este mi genio naturalmente propenso a todo género de observación literaria, y especialmente física, he notado que el año más abundante es aquel en que más se quejan los hacendados. Y por lo mismo también he notado que en estos tres meses se ha interrumpido su clamor: es el caso que como ha   —413→   visitado la muerte a todas sus casas, y ha estado la ciudad en lamento con la epidemia del sarampión, el mayor ruido ha apagado al menor, o la presencia de un verdadero y universal daño les ha obligado a no proferir mentiras aflictivas y en común.

Débeseles, pues, pedir razón jurada de la cosecha de buen y mal trigo que hubiesen hecho; obligarlos a la venta de la mayor parte del bueno, y a la conservación o reserva de la restante. Con aquella se beneficia al público, con ésta se provee a una futura necesidad que podría acontecer, o por un mal año subsiguiente, o por venida de muchas gentes extrañas, verbi gratia un batallón o un regimiento. El mal trigo se les debe obligar a que lo gaste en ceba de puercos u otra especie de animales útiles. Como el comercio que interviene en la venta del trigo se hace con ciertas personas llamadas trigueros; que se dedican a comprarlo a los hacendados y acopiarlo en sus casas para revender a las panaderas; debe obligarlos el Procurador general de la ciudad a que todas las semanas le vayan a dar aviso de las arrobas de trigo que hubiesen comprado, de su buena calidad, y de la cantidad que por menor hubiesen revendido a las panaderas, con confesión del precio reportado, por lo que conviniere a la vigilancia del Gobierno. Últimamente al hacendado que se quejare tan injustamente y en público, debe sacársele una buena multa para que en otra ocasión no se queje y perturbe de ese modo la quietud y alegría general, que tanto contribuyen al aliento, robustez y sanidad de toda la República. Y si alguno advirtiere que siguiendo esta máxima de ahogar este clamor,   —414→   no se lograría oír el verdadero, para implorar en este caso la protección y clemencia del cielo, trayendo las sagradas imágenes de la Santísima Virgen de Guápulo y del Quinche se le debe persuadir a éste que es falsa su piedad por todos lados, y que no considera los escándalos y sacrílegos pecados que va y viene cometiendo la gente que trae y lleva la sagrada imagen, juntándose promiscuamente ambos sexos, y al mismo tiempo profanando con sus labios impuros las oraciones más santas y las preces más humildes que ha consagrado nuestra adorable religión. Después de eso se da pábulo a ciertos abusos, supersticiones y malas ideas acerca de los principios de nuestra creencia, y de la naturaleza de los milagros.

Entre tanto el hacendado va haciendo su bolsa a costa de la miseria y hambre del público. Y mientras mayores son éstas, más encarece su trigo, vende el más malo que tiene, y carga sus graneros del bueno para cerrarlos absolutamente. El año pasado y éste ha sucedido así; nada más que porque cayeron algunas aguas intempestivas y se mojaron los trigos de las siembras postreras, que se llaman últimas suertes, los cuales en verdad estuvieron pésimos; pero es también muy cierto que todos se vendieron al precio de doce pesos carga.

Para que sea menos el enojo que tengan conmigo los hacendados, y porque es cosa que viene a mi propósito, les referiré un hermosísimo pasaje de la antigüedad. Traeré a Cicerón contando en el libro de los Oficios la disputó de dos filósofos estoicos, en la que el mismo Cicerón toma parte y decide la controversia. Óigase ya la cuestión.

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«En una grande hambre que padecía la isla de Rodas, llegó a ella un mercader con un navío cargado de trigo que traía desde Alejandría. Éste sabía que otros muchos lo habían cogido para llevarlo a la misma isla, a donde debían llegar muy poco después que él. ¿Lo deberá publicar así, o deberá quedarse callado a fin de vender a mejor precio su trigo? Sobre esta cuestión dos filósofos estoicos son de diverso parecer. Diógenes cree que el mercader debe estar a lo que tiene mandado el derecho civil, lo cual consiste en declarar si tiene alguna lesión el género que vende y en no cometer algún fraude en la venta, pero que en lo demás, como allí no se trata más que de salir de su trigo, le era lícito aprovechar de la coyuntura para venderlo a lo más que pudiese. He traído, dirá el mercader, el trigo con mucho trabajo y riesgo, lo pongo a la venta, no lo vendo a mayor precio que los oros, y quizá lo vendo a menos que aquel en que se vendería en un tiempo donde el trigo sería más común. ¿A quién hago injusticia?»

«¡Qué! (replica Antípatro) ¿no debes hacernos el bien comunicativo y universal, y servir de este modo a la sociedad humana? ¿No es acaso para esto que naciste al mundo? Los principios de la naturaleza, que dentro de ti se hallan y que estás obligado a seguir, y a los que debes obedecer, ¿no te dicen que como tu utilidad es la de todo el mundo, la de todo el mundo es también la tuya propia? ¿De qué modo pues, o por qué puedes tú ocultar a los habitadores de Modas el beneficio que les ha de llegar luego? [...] Un hombre tiene una casa de la que se quiere deshacer, porque tiene muchos   —416→   defectos, pero que a él sólo son notorios: está ella apestada y se la cree sana; hay muchas sabandijas en todos los aposentos; está construida con malos materiales y pronta a arruinarse: nadie sabe de esto sino sólo su dueño. La vende sin decir nada de esto al que la compra, y la vende en más de lo que juzgaba. ¿No es esta una acción malvada? Sin duda, continúa Antípatro, porque ¿no es esto hacer lo que se llama: no encaminar a un hombre que va perdido, lo que los atenienses han juzgado digno de las execraciones públicas? Pero aún es cosa mucho peor porque es dejar caer a un comprador en un precipicio que no advierte y que se le oculta de mala fe: y es como inducir a alguno en error, con designio formado, que es un delito mayor sin comparación que dejar de mostrar el camino a un hombre perdido. Mas ved aquí a Diógenes que habla en favor del mercader. Aquel, dice, que te ha vendido está casa, ¿te ha forzado a que la compres, ni aun te ha solicitado para ello? Él se ha deshecho de ella porque no le gustaba, y tú la compraste porque te agradaba. Todos los días se ven gentes que queriendo vender una casa de campo, hacen pregonar públicamente: casa de campo buena y bien edificada de venta. Y aunque la casa no sea ni buena ni bien construida, los que la venden no son reputados fraudulentos. ¿Cuánto menos se le deberá tratar así al que no dijo mal ni bien de su casa? Cuando lo que se vende está a la vista del comprador, y que lo puede mirar cuando quiera, ¿dónde está el engaño del vendedor? Éste está obligado a lo que ha dicho, pero no a lo que no expresó. Nunca se ha oído hablar que un vendedor deba descubrir los defectos de sus mercaderías   —417→   y ¿habría cosa más ridícula que hacer pregonar públicamente: casa apestada, de venta? Es menester finalmente (decide Cicerón), dar la sentencia sobre estas cuestiones, porque para resolverlas las hemos propuesto y no para dejarlas indecisas. Digo, pues, que el mercader de trigo no debe en manera alguna ocultar a los Rodios lo que sabe de los otros navíos cargados que seguían al suyo. Ni éste vende los defectos de su casa al que la compra. Bien sé que no decir la que se sabe no es siempre ocultarlo. Pero es ocultar, cuando es una cosa que aquellos con quienes se trata tendrían interés de saber, y que es por el suyo particular que se les ocultaba. Ahora, ¿quién no ve lo que es ocultar las cosas en iguales circunstancias, y qué género de gentes son capaces de ello? ¡Ciertamente no son gentes de franqueza!, gentes rectas y sin artificio, gentes bien nacidas, equitativas, en una palabra, gentes de bien: son gentes dobles, sombrías, disimuladas, engañadoras, malignas, artificiosas»115.

Esta es la famosa sentencia de Cicerón, que creo, quizá no la daría, aun dentro del severo   —418→   tribunal de la penitencia, cualquiera probabilista. Pero ¡qué rectitud de entendimiento! ¡Qué sanidad de corazón! ¡Qué amor al bien común! ¡Qué caridad, lo diré así, tan cristiana entre la nieve del paganismo, donde aún no había parecido ni animado el sagrado calor del Evangelio! Por cierto que ella debe confundir la indolencia de los usureros, de los mercaderes, y la cruel avaricia de los hacendados, que esconden el trigo para venderlo a más alto precio, fincando entonces su riqueza en el hambre y agonía de los infelices. Cicerón les ha dado, siendo gentil, una enseñanza saludable. Y como mi ánimo se dirige a solicitar el estado feliz de esta provincia, no dejaré de repetirles lo que dicen los Santos Padres a este género de gentes insensibles. San Crisóstomo116 los compara a las fieras y a los demonios, y añade que no hay cosa más miserable que un rico que desea sobrevenga el hambre para lograr el oro: «Vidistine quomodo aurum non sinat homines esse homines, sed feras el daemones? Quid enim hoc divite fuerit miserabilius, qui optat quotidie esse famem, ut ei sit aurum?» San Bernardo los vuelve homicidas, y   —419→   al que, pudiendo satisfacer el hambre ajena, no le alivia, le dice que le insta: «Si non pavisti, occidisti». Pero si hoy con su mal trigo, ocultando el bueno, han causado la malignidad pestilente del sarampión los hacendados, ¿qué maldiciones no recibirán en ellos y en sus cosas, de Dios mismo y de todo el pueblo? Será con justísima razón, porque en esto no se hará sino practicar lo que la Santa Escritura nos advierte que sucede: «Qui abscondit frumenta, maledicetur in populis»117.

2.º El mal pan.- Las panaderas solicitan con todo anhelo comprar de los hacendados y trigueros trigos o harinas, que sean de menor precio. Con este fin compran las más veces, y en mayor cantidad, el malo; pero cuidan también de tener alguna cosa del bueno su fin es mezclar éste, por libras, con aquel otro por arrobas. Lo que resulta es, que el mal trigo vence al bueno, y sale un pan mal cocido, pegajoso, ácido, amargo, fétido, y por consiguiente capaz de causar no solamente una enfermedad, sino una muerte repentina. Así con esta indigna y malditísima negociación, nos han dado las panaderas en todo este año y el pasado, la levadura de las epidemias, y un olor de muerte que se esparce por todo el ambiente, y aún nos amenaza con mayor catástrofe. Sería mejor no comer pan alguno, que comer el que procuran todavía darnos aun en estos días, en que, a pesar de las falsas lágrimas de los hacendados, hay en sus trojes y en sus eras muy superiores especies de trigo. A ninguna otra cosa atribuyo los pésimos   —420→   síntomas, con que ha venido acompañado el sarampión, sino al mal pan que se comió, el cual dispuso la naturaleza a contraer con malignidad su contagio, en otras ocasiones benignísimo. No es fácil ponderar las funestas consecuencias que éste ha traído. Las disenterías malignas, las fiebres hécticas, las hambres caninas, las inflamaciones de los pulmones, de los intestinos; los tumores y abscesos repentinos y de enorme magnitud; el escorbuto, las gangrenas, el cáncer; un caimiento y postración de fuerzas inacabable en algunos en otros una inapetencia inmortal; en todos la debilidad de todas las funciones del estómago con elevaciones, eructos fétidos, que llaman los cultísimos médicos, nidorosos; vómitos frecuentes, facilidad increíble a cámaras mortales de diversísimos colores, y en particular verdes. Finalmente, parece que caer con el sarampión hoy día es lo mismo que despedirse de este mundo y de sus cosas, porque siendo como ha sido por lo ordinario feliz su éxito, poco después han venido en tropel todas las enfermedades que llevo referidas, y durando por más de dos meses, han quitado, casi sin admitir auxilios, a los dolientes la vida. Para obrarse tan funestos efectos, sin duda hay una causa común; y aunque quieran decir los malos físicos de nuestro país que ha dependido esto de la mala constitución del año, habiendo causa conocida más inmediata, más natural, más perceptible, es ocioso recurrir a otros principios dudosos, distantes y contingentes que en muchas otras ocasiones no han obrado estos efectos. Podré citar personas de la mayor veracidad, y al mismo tiempo de los alcances más finos y perspicaces,   —421→   a quienes descubrí, muchos meses antes del sarampión, el pronóstico que hice de una epidemia mortal, por causa del malísimo pan que se nos vendía. Y con este motivo tuve la satisfacción de oír que en la misma casa había hecho igual vaticinio físico el doctor Gaudé, médico francés. El remedio consiste en arrojar a los perros y a los ríos todo pan que se hallare negro y hediondo, empezando esta diligencia primeramente por las casas ricas donde se cuece. Con este ejemplo las pobres panaderas de los portales tendrán escarmiento y se guardarán mucho de vender al público un veneno tan mortífero en vez de pan. Ya Hipócrates había dicho que toda hartura era mala, pero que la de pan era pésima. El de Quito, como parece plomo, harta luego y verifica la sentencia del príncipe de la medicina. Repito, pues, que es más conveniente a la salud pública que falte absolutamente el pan y no que se coma el que, denegrido y crudo, lo venden hoy las panaderas. Estas mismas, para emblanquecerlo, añaden a la harina de trigo la de maíz, y se conoce fácilmente esta mezcla por las cortezas del pan ásperas, duras y desiguales con una blancura nada propia de aquella que manifiesta el pan de puro trigo. Sería mejor que en caso apurado de la absoluta falta de éste, se hiciera de solo maíz, como estuviera muy bien cocido.

3.º La confección de licores espirituosos.- Hay ciertas casas (las que por moderación no nombro y que el pueblo y el Gobierno las conocen bien), en donde se fabrican aguardientes, que, para sacarlos muy fuertes, les infunden muchos materiales acres, cáusticos, y soporíferos. Hay también   —422→   otras tiendas, que vulgarmente llaman chicherías, en donde también confeccionan en vez de la simple chicha de maíz, ciertos mostos que al sólo llegarlos a la nariz, atacan la cabeza. Estos llevan en su preparación, entre muchos simples muy calientes, dos hierbas narcóticas llamadas huantug y chamico, que tienen la virtud de enloquecer y turbar la cabeza. Paréceme a la planta fabulosa dicha Nepenthe, cuyo zumo decían los antiguos, bebido con vino, excitaba la alegría. Todos estos licores, aunque no se beban en mayor cantidad, he visto que han producido las inflamaciones del hígado, mortales disenterías, tumores en el bazo y caquexias o verdaderas hidropesías imposibles de curarse. ¿Cuánto no dispondrán los cuerpos a fiebres malignas con síntomas fatales? En el exterminio de estos licores consiste la salud pública. Y por más que las providencias dadas hasta aquí por los Magistrados y el Gobierno hayan sido en mucho número y comprensivas de muy buenos y oportunos medios cooperativos a su extinción, todavía se necesita que el celo extienda la pesquisa por todas partes, derrame los licores donde los hallare, quiebre los vasos que los contienen, y obligue a los vendedores de raspaduras a que tengan apuntamientos de las personas a quienes las venden, y por aquí saber las que compran con más frecuencia. Y sin más que esta señal se debería tratar de rondar las casas de estas, muy a menudo, por cualesquiera de los Ministros de justicia; porque esta frecuente compra de raspaduras da a conocer, que éstas no sirven a otro uso que a la composición de mostos para destilarse en aguar dientes de una naturaleza venenosa. Si, por desgracia,   —423→   sucediere que en algún Monasterio se entendiese en esta fábrica, deberá darse la prevención de allanamiento por el muy Reverendo e Ilustrísimo Señor Obispo, y esta sola noticia bastará a intimidar a las mujeres seglares, o a las religiosas que mantuvieren tan detestable negociación.

4.º Escasez de víveres. Este punto mirado tan solamente por la parte que concierne a facilitar en la ciudad el acopio de víveres, y su venta cómoda, fácil y a precios moderados, es del resorte de sólo la Policía, y por consiguiente peculiar del Muy Ilustre Cabildo. Pero, mirado por el lado que toca a la penuria que trae tras sí las enfermedades y la muerte, ya pertenece a la Medicina. Paréceme, que por cualquier parte que se atienda esto, estoy autorizado por este Muy Ilustre Cuerpo, que me concedió en uno de sus Ayuntamientos la facultad de hablar aun en asuntos políticos, para decir sobre el punto que tengo a la mano, lo que juzgare conveniente.

La verdadera escasez tiene su principio en la mala constitución del año. Las lluvias inmoderadas e intempestivas un tiempo seco muy prolijo y que se extiende por muchos meses hacen estériles los campos. ¿Pero es verdad que la escasez de víveres tiene siempre estas causas? Nada menos. Regularmente no reconoce otra que la dureza de los que los dispensan a su arbitrio, y poniéndoles a su antojo el arancel y precios que quieren la Providencia Divina, aun en la desigualdad de los temporales de un año irregular, produce en un terreno lo que se perdió en otro: a falta de un género, provee de otro igualmente necesario, o no repugnante al gusto y costumbre de las gentes,   —424→   verbi gratia, cuando por un año lluvioso se pierde el maíz en Chillo, se logra abundantemente este grano en los valles de Pomasqui, San Antonio y Chinguiltina. Y, al contrario, cuando las papas se hielan en Machachi, abundan éstas en los Cangahuas, Pesillos y territorios inmediatos. Los trigos son abundantísimos, o se cosechan en grandísima copia, empezando desde Tabacundo hasta la villa de Ibarra y sus alrededores. Nunca sucede que se pierden todos, ni en todas partes. Y se puede decir, que quien nos ministra todo el pan es el lado de Ibarra, vulgarmente la Villa, de modo que los trigos de nuestras inmediaciones, Chillogallo, Uyumbicho, Amaguaña, Machachi, etcétera, podremos decir que nos vienen de superogación. Además de esto, cuando se escasea alguna especie de alimento en una parte abunda otra en otra. Hay de esto innumerables ejemplos. Pues, ¿de qué viene que casi todos los años estamos temiendo una hambre, y nos amenazan, casi siempre con ella? A mi ver viene de malicia e ignorancia. La primera de los hacendados, la segunda del populacho. Aquéllos tienen un idioma, que les es común, y observan en su lenguaje, afectos y expresiones, cierta monotonía de la que no se separan ni un momento ni un ápice. Alguno de ellos decreta un mal pronóstico, y luego sigue una voz general de los demás; otro levanta el precio a algún género, y entonces, ya está dada la ley. No haya miedo que otro le dé por menos ni falte en algo al último estatuto que propuso el primero. El populacho promueve la escasez de víveres con su ignorancia. En faltando papas, dice, ya no tenemos qué hacer, ya no tenemos qué comer; y, aunque tenga mies, carne, calabazas, no   —425→   hacen uso de estos géneros; con lo que obligan a los hacendados a que no cuiden de hacer en sus haciendas siembras copiosas de legumbres, y otras especies comestibles. El maíz, en lo que se gasta es en la fábrica de una bebida tenue, de mal gusto, llamada chicha. La carne no alcanza a comprarla la gente pobre, en la carnicería; se contenta con probar alguna comprada, a lo que llaman mitades de mercado, en la venta que dicen chagro: papas, col y queso hacen toda la comida de los infelices. Si se extendieran a hacer uso de otras cosas, ya tendrían fáciles recursos para volver menos escasa su subsistencia. Pero el Muy Ilustre Cabildo podría pedir a los diezmeros respectivos, que le diesen memorias de los frutos que hubiesen cogido, y su calidad, para tener presente, (hechos los cálculos necesarios), como corre el año, y si se debe temer prudentemente una verdadera escasez. En habiendo grave fundamento para esperarla, debería tomar muchas providencias, y no dudo, que, por su celo, por su aplicación y conocimientos de la materia, ocurriría con demasiada felicidad a todos los remedios. Entre las que diere o tuviere que hacer, me parece proponer una, con uno u otro ejemplo. ¿Faltará, verbi gratia, necesariamente este año el trigo? Pues, particípese inmediatamente la noticia al Señor Presidente Regente, y pídasele que, por bando, mande al populacho que no haga chichas, y compre el maíz para los usos necesarios a la vida. ¿No vendrán papas? pues, minístrese igual aviso a la Superioridad del mismo Señor Presidente, y comunicándosele la idea de lo que va a mandar, mande este Muy Ilustre Cuerpo, que los semaneros obligados al abasto de carne, traigan   —426→   para cierto tiempo, mayor número de ganados, y se venda, no en pie sino descuartizado y en ventana, a la gente necesitada. Esta última especie, me acarreará quizá las imprecaciones de los obligados, porque su utilidad consiste en vender los novillos cebados, como llaman, en pie y vivos a los indios carniceros. ¿Era preciso preguntarles, si con esto cumplen con su conciencia? ¿Si tienen con esto en mira el bien público? ¿Si saben que esos indios no tiranizarán al común con su venta doméstica y particular? Cuando satisfagan a estas preguntas con buenas razones, que no choquen al sentido común, a las leyes de la sociedad y a las reglas indefectibles de la propia razón, puédeseles dejar que hagan lo que gusten.

Veo ahora que me harán dos réplicas, que les parecerá ponerme en el mayor embarazo. Primera: que se han perdido los ganados; y segunda: que su ceba es muy costosa, su hallazgo muy difícil, con mayores expensas, su utilidad ninguna, etcétera. A esta réplica, o, por mejor decir, a este cúmulo de dificultades satisfaré con otras preguntas. ¿Cuándo se encuentren algunos embarazos para facilitar el comercio de ganado con Guayaquil, Cuenca y Loja, se ha agotado acerca de esta especie la Providencia? Se ha vuelto Dios de piedra a nuestras calamidades, y se está complaciendo con crueldad de nuestra ruina? Si se han alterado los pactos con aquellas ciudades, faltan el Taminango, los pueblos vecinos, los hatos de las cinco leguas? Cerca de cuatro años ha que la queja de que faltan los ganados se está oyendo diariamente, en junta del pronóstico de que faltará la carne de un día para otro; y es verdad, que aquellos han faltado y   —427→   que de ésta hemos carecido en el todo? Y si la pérdida de los semaneros es efectiva, ¿por qué la continúan, y con eso adelantan más su atraso? ¿Por qué se empeñan tanto en ser preferidos para las semanas?

Segunda réplica: el filósofo desde el retiro de su estudio sólo es bueno para coger un libro, para formar una critica mal hecha; y para maldecir lo que no conoce ni entiende, porque le faltan años, experiencia; comercio, trato de gentes experimentadas, etcétera.

RESPUESTA.- Pues el filósofo debe estar instruido en todas las materias literarias y civiles, lleno de todas las especies que conciernen a la economía. Y así sabe que el mejor y más adecuado ramo para lograr utilidad, es, en esta provincia, la ceba de ganados. Sabe lo que cuesta cada cabeza por los contornos de Riobamba, Cuenca, Latacunga y Pasto: cuánto vale el potreraje de cada año, según la situación de los pastos, dehesas o potreros: ¿cuántos y cuáles son los derechos que se pagan en la carnicería, y se llaman mechas? Sabe aún más, que la miseria y pobreza del común llega a ser extrema y le pone en estado de perecer. Y que su obligación es procurar su alivio y reparación pues, no en balde le proporcionó Dios que tocara en esta epidemia, y antes con sus manos esta triste verdad, y que se le ofreciera esta ocasión de hablar públicamente en su favor. Sobre todo sabe que a la escasez de víveres, se sigue indefectiblemente la peste; porque los pobres corrompen la sangre, volviéndola viscosa, melancólica y escorbutiza, en sola la consideración de un grave mal que les amenaza, y temen aún más allá de los justos límites   —428→   que da al temor un juicio despejado y generoso. Sin saber cuál es el instinto por que obran los racionales, se observa que, cuando se forman la idea de que un mal ha de ser común, es su aflicción sin consuelo, y propensa siempre a un ahogo mortal y, por decir mejor a la desesperación. Desde este caimiento de ánimo los pobres pasan a nutrirse de cuanto llega a sus manos; porque el temor del hambre, obrando en su imaginativa el espectro de la misma hambre, ya se la hace sentir, y padecer en realidad. Todos estos afectos son unas previas disposiciones para contraer una epidemia maligna y contagiosa. Pues la observación constante de los buenos físicos y aun de los historiadores asegura que el hambre trae tras sí la calamidad de la peste. Y ésta empieza, ordinariamente, entre las gentes de la ínfima plebe; porque su alimento es de los peores siempre. «Surate, dice mister James, en las Indias orientales, raras veces está libre de peste, y es cosa notable que entre tanto los ingleses que están allí establecidos, no la contraen. Aquellos que ocupan el primer puesto entre los naturales del país, son unos bramanos que no conocen, ni la carne ni el vino, y no se alimentan sino de hortalizas, de arroz, de agua, etcétera, y la mayor parte de los habitantes viven del mismo modo a excepción de los extranjeros. Este mal alimento, junto al calor del clima, es el que los hace tan sujetos a las enfermedades malignas; y, viviendo con un método del todo contrario, es que los extranjeros consiguen el fin de preservarse de ellas». Véanse aquí las horribles resultas de una hambre, y éstas son las que debe prevenir la Policía, procurando   —429→   que haya abundancia de todo lo necesario: que las panaderas verbi gratia no tengan el atrevimiento de aminorar los panes y darlos, aun en tiempo de la abundancia de trigos, tan pequeño que cada uno no llega a tener tres onzas de peso: que ellas mismas no mezclen el que llaman de huevo, con ciertas drogas nocivas, que le dan un barniz amarillo por fuera parecido al que causa la mezcla de los huevos, que finalmente sepa el público todo, que está bajo del suavísimo imperio de las leyes, y que no le es lícito erigirse en dueño absoluto y arbitrario de sus acciones civiles, sino que debe sujetarse a lo que ellas prescriben. Pues, no sabiendo bien muchos particulares estas obligaciones, ha sucedido que, cuando el Gobierno ha mandado ciertos reglamentos para facilitar los abastos, algunos de ellos, muy malvados, miembros viciosos de este público, se han substraído de la obediencia, o bien introduciéndolos por la noche, o bien absolutamente dejándolos de introducir, para que, experimentada la total falta de ellos, sufra con dolor el Gobierno un mal que le parece irremediable.

Para mí es una increíble maravilla oír y ver la abundancia de esta provincia, su feracidad y copia de alimentos nobles y delicados; y al mismo tiempo oír y ver la escasez, esterilidad y falta aun de todo lo necesario para la vida. Cuando llega de fuera algún individuo de tierras muy distantes, le hacemos concebir una providencia copiosísima de víveres, que él no quiere creer, y cuando matamos domésticamente de lo que no nos abunda, nos hallamos con un vacío de los alimentos más ordinarios. ¿Cómo poder explicar esta estupenda paradoja? Me parece que fácilmente con viajar   —430→   con la consideración al Reino Mejicano y a su capital Méjico. Esta opulentísima ciudad abunda sin término en el oro y en la plata. Hay casas allí de caudales cuantiosísimos que podrían enlosar una o muchas calles con planchas de oro, del granito y el pórfido. Y en tanto esa misma ciudad, la mejor y más brillante de ambas Américas, carga o tiene dentro de sí mendigos, que se cubren no con andrajos de alguna tela, sino con un pedazo de estera, en una palabra, desnudos. Así respectivamente sucede con esta ciudad en lo que mira a los víveres. La gente de alguna comodidad, come con abundancia: la rica puede presentar en su mesa sin mucha diligencia, afán ni costo, manjares muy exquisitos y capaces de lisonjear la gula de los mismos que se jactan de haber comido con esplendidez en Europa. Pero la gentalla ésta que parece tener alma de lodo por inopia, no se atreve a gastar el infeliz medio real que coge en pan, sino por hacer más durable su socorro, le expende en harina de cebada. De esta desigualdad de condiciones resultan estas monstruosidades de parecer una tierra fértil, y al mismo paso estéril. En corriendo la moneda con alguna suerte de equilibrio, y en circulando esta sangre (digámoslo así), de las Repúblicas, no solamente por los ramos mayores, sino hasta por las ramificaciones de las venas capilares, está todo el cuerpo expedito, sano, y en disposición de girar por todas partes. No sucede esto por aquí, y proviene de muchos principios que los conozco, pero que no es fácil explicar en el breve volumen que he meditado escribir. Bastará decir, que la mujer más hábil en costura, fábrica de tejidos, que llaman pegadillos, o en hilados   —431→   de lana y algodón, no alcanza trabajando todo el día a ganar un real y medio. ¿Qué habrá que admirar después de esto, que el año pasado de 41 y 42, en que aún no fui nacido, se experimentase en esta ciudad, tan solamente por las lluvias copiosas y tenaces de más de seis meses consecutivos, una hambre que mató bastante número de gentes? Creo que ha sido la única que haya padecido Quito, desde el tiempo de la conquista; por lo menos, no hallo contradicción, que de este linaje de calamidad pública, nos hayan transmitido nuestros mayores. Pero es muy de extrañar también, si atendemos a las quejas de los hacendados, que no experimentemos casi todos los años igual azote; especialmente si a la falta de la industria se añadiera la indolencia quiteña de aquellos tiempos, para prevenir un mal futuro. Vade ad formicam o piger! se debía gritar entonces, no al artesano, no al menestral, no al pobre que trabajaba lo que podía, sino al que era desidioso en dar providencias de seguridad, en caso de que hubiese la urgencia de alojar aquí un considerable número verbi gratia de soldados, o de estorbar las malas consecuencias de un mal año. En este defecto consistió el hambre del que ya citamos. Y ella no sirvió a más que para enriquecer algunos pocos insensibles monstruos; de quienes, y de sus riquezas ya no hay memoria, más que para la execración. Con el genio que Dios me ha dado, he inquerido sagazmente de estas personas que se dicen prudentes y advertidas, cuáles fuesen les motivos de aquella pasada penuria, y no he podido saber cosa que satisfaga, y en vez de manifestarme las causas, sólo me han referido sus efectos. Me atreveré a pronosticar, (sin   —432→   ser un osado escrutador de los secretos divinos), que hoy en circunstancias idénticas no vendrá a Quito tan cruel castigo; y será porque hoy las gentes están más advertidas, los padres de la patria atentos a las cargas de su oficio público, y el Gobierno con unos ojos vigilantes y fijos en la conservación de la salud, sosiego y felicidad pública.

LIMPIEZA LOCAL DE QUITO.- A esta se opone, constantemente la suciedad de algunas casas, que son los depósitos de las inmundicias. 1.º Los monasterios. 2.º El hospital. 3.º Los lugares sagrados.

REMEDIOS.- 1.º. Los monasterios. No se diga una sola palabra de los dos del Carmen alto y bajo de esta ciudad. Ambos están respirando igualmente, que el olor de las virtudes, el de la limpieza de sus celditas. Hablo de los tres monasterios, de la Concepción, Santa Clara y Santa Catalina. Estos tres conventillos están llenos de porquerías, de basuras y de toda especie de suciedades, así en sus patios y corredores principales, como con mayor especialidad en sus tránsitos menos frecuentados. Si alguna peste se había de encender en esta ciudad, su cuna la debía tener en cualquiera de estos tres suavísimos monasterios. Y si no la padecemos, es, sin duda, por la benignísima constitución de nuestro clima; porque en lo demás, como llevo dicho, estos monasterios son los seminarios de las inmundicias. Parece que el remedio consiste en que se exhortase a los capellanes a que cada semana una vez, visitasen todo el convento, habiendo prevenido antes a las abadesas y vicarias de casa de esta solemne visita, y el saludable objeto de ella. Pero, supongo a estos vicarios autorizados con el expreso mandato del Señor   —433→   Obispo, quien por las altas facultades ordinarias, y por las de Delegado de la Santa Sede, que residen en su ilustrísima persona, puede dar118 a aquellos este género de comisión gubernativa y económica, por amor a la salud pública. Esto mismo deberá mandar al vicario de monjas catalinas, el devoto provincial de Santo Domingo, exhortado a este fin por este muy Ilustre Ayuntamiento; pues aquel puede por facultad que le da el Santo Concilio de Trento, dar licencia aun a los seculares, in scriptis para que entren a los monasterios, se entiende que por este fin.

2.º El hospital. Hay, por desgracia, uno solo en esta ciudad, y se desearía que abundaran éstos dentro de cualquiera numerosa población; pues son los asilos a donde va a salvar su vida la gente pobre y desamparada de parientes y benefactores. Pero es también cosa muy cierta, que ellos deben estar extramuros de la ciudad, por lo menos; no en el centro de ella; porque sus hálitos corruptos no inficionen al vecindario con alguna enfermedad contagiosa. El hospital que aquí tenemos, que es de Patronato Real, y a quien el Rey da el noveno y medio para su subsistencia, está a cargo de los religiosos legos del beato José de Betancourt, y se llaman Betlehemitas, orden regular que tuvo su principio en la América septentrional en la ciudad de Guatemala. El dicho hospital está situado dentro de la misma ciudad, a distancia de tres cuadras de la plaza mayor, a dos de las de San   —434→   Francisco y Santo Domingo, a una de la del Convento de Santa Clara, y pocos pasos del Carmen de la antigua fundación. Por aquí se puede ver, cuán unido se halla con el principal vecindario de la ciudad. Debería ser que estuviese más distante y aun fuera de ella. Pero mediando la autoridad del Gobierno, no es cosa imposible ni difícil, que se traslade a la casa que fue de los regulares extinguidos del nombre de Jesús. Y con esto se lograría que el cuartel de la corta tropa de infantería del fisco, que hay aquí, se alojase cómodamente en el que ahora es hospital: o bien, según lo arbitrara mejor el Señor Presidente Regente, de acuerdo con el Ilustrísimo Señor Obispo, se podría dar otro uso útil y publico, como de colegio Seminario, o Universidad, etcétera. Pero aun cuando esta propuesta se reputara como un alegre sueño de hombre despierto, debemos estar a una ley119 de nuestras municipalidades acerca de la fundación de hospitales, que ordena que, si son para curar enfermedades contagiosas, se pongan en lugares levantados. Con todo esto, si el hospital citado ha de quedar allí, como se quedará para siempre; se ha de velar y procurar infatigablemente en que haya cuidado de los enfermos, asistencia perenne, curación hecha por gentes hábiles así en Medicina como en Cirugía; pero seglares, como lo mandan con justísimos motivos las120 constituciones de estos frailes. Sobre todo se ha de celar, en que, habiendo una buena ropería, se promueva la mayor   —435→   limpieza que sea posible, de manera que no se levanten de sus salas aires dañosos a la población. Para facilitar todo esto están mandadas hacer las frecuentes visitas121 así del Patrón Real, como del Obispo diocesano, y tanto las de derecho o en forma jurídica, cuanto extraordinarias, y sin forma, para la inspección de cómo van las cosas de los hospitales, pues sus religiosos no son dueños sino ministros de ellos, y por tanto están obligados a sufrir las visitas, a dar cuenta y razón de su buen porte en razón de su hospitalidad. Ni menos pueden hacerse cargo de cuidar hospitales, sin sujetarse a este género de gobierno económico, como está ordenado aun a los frailes de San Juan de Dios, no obstando a esto el que sean sacerdotes, y gocen los privilegios que han alcanzado de la Santa Sede.

Ahora es menester decir que estoy en la persuasión de que estos religiosos Betlehemitas no necesitan de que se les estimule al cumplimiento de sus obligaciones con la memoria de la visita por la que deben pasar. Otro método de remedio sería el que habría menester, si hubiesen caído en relajación. Pero es oportuno saber, cuando acontecería ésta y por consiguiente cuando se debería echar mano de aquella medicina.

Ya se ve, que todos los congresos regulares, a poco después de sus primeros calores de disciplina monástica, han venido a dar en el olvido de sus   —436→   principales votos, y del cumplimiento de sus santas leyes. Es ocioso referir lo que ha pasado con las Órdenes Monacales; pero mucho más con las más famosas, o todas las de los mendicantes: prescindo ahora de lo que habrá pasado con la modernísima hospitalaria de frailes Betlehemitas. Sólo pretendo retratar una imagen de su caída regular, para que, en caso de que ésta llegase (lo que Dios no permita), se apliquen los remedios convenientes, no a la reforma de los frailes, sino al alivio de los míseros dolientes.

Si sucediese, que a una orden hospitalaria se acogiesen, no por vocación, sino por necesidad, gentes sin cultura ni pulimiento, entregadas al tráfico o a las maniobras en los navíos, que es lo mismo que decir a los vicios más feos y costumbres más disolutas; si, de verdad y efectivamente, estas gentes fuesen admitidas a recibir el hábito de penitencia y a la profesión de los votos comunes, como también del particular de hospitalidad, aun cuando hubiesen pasado de los cuarenta años: si estos mismos, habiendo probado ya la modificación de una vida menos laboriosa que la que antes tenían, por el trato de Reverencia y Paternidad que les da cortés y gratuitamente el secularismo, se volviesen orgullosas y engreídas, como que valiesen más ahora que antes sus personas (siendo que debía suceder lo contrario por naturaleza), y no quisiesen trabajar más que en la vida secular, haciéndose nobles y más delicadas122 si después de esto, estos   —437→   religiosos, acordándose de sus malas costumbres pasadas, fuesen díscolos y escandalosos; no cuidasen a los enfermos, les diesen por alimento una mala sopa, una mala pitanza, una mala legumbre cocida, sin atender a sus particulares necesidades, aquellas que demandan diverso género de manjares y de guisados; si en vez de prodigar los remedios farmacéuticos de su botica a beneficio de los dolientes, se los escaseasen hasta un grado supremo de negarles lo preciso, contentándose con recetarles algunas purgas de mechoacán, algunas ayudas, cuyos cocimientos se guarden en depósitos comunes, para evitar la leve ocupación de hacerlos si sus roperías estuviesen destituidas de buenos colchones, sábanas enteras y limpias, y abundasen sólo en andrajos sucios: si estos religiosos se contentasen con algún barbero para erigirlo despóticamente en cirujano de las enfermerías, alterando con esta atrevida conducta el orden de la sociedad, y previniendo el juicio de los Tribunales, a quienes compete llamar un Profesor público acreditado,   —438→   científico, en una palabra, un buen médico secular, hiciesen trabajar en la curación de sus enfermos a cualquiera practicón o enfermero de su Orden misma (lo que está vedado por sus propios estatutos), para que no recete con la prudente libertad que requieren la buena práctica y las reglas del arte: si estos medicamentos, que se niegan a los dueños legítimos, que ellos son de los pobres, se tuviese la ansia de venderlos al público. Si, en efecto, al venderlos, no se tuviese otra mira que satisfacer la avaricia de algún Prelado, que mandase a los boticarios levantar el precio a las drogas. Si en la misma venta de éstas fuesen tan irracionales, que, habiendo cogido en el despacho de las primeras recetas un precio excesivo, fueren (al ver que se repiten por los médicos las mismas), levantando de punto la tasa, como que van a vender carísimamente la necesidad. Si después de todo esto se advirtiere que los Prelados Superiores verbi gratia, Prefectos123 Viceprefectos Generales, andan,   —439→   a traer de aquí para allí a sus súbditos sin hacerlos parar, porque lo pide así, o la dureza cruel de los Prefectos locales o las pésimas costumbres de los conventuales, en cuyos transportes se gastaría mucho dinero de los pobres en viáticos. Si no124 tomasen ya la silla de enanos para buscar, y condecir a sus enfermerías los afligidos con las enfermedades, que es punto de sus constituciones, y, al contrario, repeliesen con fiera crueldad a los que en su convento solicitan camas para curarse. Si se viese que sus salas no estuviesen llenas de estos miserables, en los que abunda esta ciudad. Si estos padres cuidasen más tener y edificar una iglesia suntuosa, una torre eminente, unas campanas muy sonoras, y tocadas con frecuencia, que son obras de la varia y mundana ostentación, confluido de los verdaderos templos de Dios, que son las criaturas racionales enfermas, y con desprecio de la laudable fama de su hospitalidad. Si finalmente   —440→   se oyese un rumor tierno y continuado de que los enfermos más bien quieren arrastrar una vida dolorosa que ir al hospital; porque le ven a éste como el lugar de su dilatado suplicio, y de su muerte cierta, a la que no arrastran sino los que, ya inhabilitados por los accidentes, no pueden defenderse ni resistir el que los lleven por fuerza. Si se encontrase todo este círculo de maldades en nuestros Betlehemitas, no solamente se les deberá visitar, sino que especialmente el Prelado125 debería informar al Rey de esta pésima conducta, pidiendo al mismo tiempo a su Majestad la separación, supresión y absoluta extinción de estos individuos nocivos a la sociedad. No creeré que nuestros Betlehemitas se hallen en este caso. Desde luego mi retrato no está seguramente cerca de su original. Le veo muy lejos, le temo muy cerca. Todo lo que aquí se dice debe ser antes bien una precaución, que una historia verdadera; antes bien una sombra de lo que podrá suceder, que una pintura cabal de lo que ahora es. Pero no dudemos, que si yo encontrara que había cogido la relajación a estos regulares, la profesión que hago de filósofo cristiano, no me permitiría el ocultarla. La publicaría, esto es, la haría venir en conocimiento de quien podía remediarla, sin faltar a la justicia por la misma notoriedad del hecho. En   —441→   caso igual, equilibrando rigurosamente las cosas, vería que importaba más el remedio del público (en cuya comparación es una nonada particular la comunidad de doce sujetos, malversadores del patrimonio de los pobres, fundado en la Real munificencia y en la misericordia de los particulares), que la falsa reputación de un puñado de hombres faltos del conocimiento de su estatuto, y, lo que es más, de la caridad cristiana. ¿Cómo estos, faltando a sus más urgentes obligaciones, no descuidarían de la limpieza de los hospitales, juzgándola asunto de ninguna consecuencia? ¡Oh cuánto importa el que nosotros lo sepamos!

3.º Los lugares sagrados. En ninguna parte de la ciudad se puede venir a padecer, no digo una peste, sino una muerte súbita, que dentro de las iglesias más frecuentadas de San Francisco, San Buenaventura, Capilla mayor del Sagrario, y todas las demás, según que en ellas se sepultan más o menos los cadáveres de los fieles, la causa de un daño tan funesto consiste en la continua exhalación de vapores venenosos, que despiden las bóvedas sepulcrales. A ésta llaman los médicos Mephitis, palabra latina, que en el siglo de Augusto, según lo atestigua Servio, significaba un dios llamado así, por el aire de olor bueno y malo. Hoy significa entre los buenos latinos el hedor de la tierra o de las aguas. Sea lo que fuere, lo que importa saber es que la fetidez vaporosa, que exhalan los sepulcros en las iglesias, son unos hálitos verdaderamente mefíticos de los que dice Ricardo Mead126, que es cosa notoria, que puede ser uno   —442→   envenenado por los vapores y exhalaciones venenosas, o el aire apestado, que penetra en el cuerpo mediante la respiración.

¿Pero necesitamos acaso de la autoridad, aunque fuese del mismo Apolo, para establecer una cosa tan verdadera y que la experiencia diaria nos está dando por los ojos? Casi no hay año en que no se vean los lamentables efectos de esta verdad. En la bóveda de San Francisco han perecido muchos de los indios sacristanes, que, codiciosos de algunos lucidos despojos de los muertos, han entrado para quedar allí mismo sofocados y sepultados de una vez.

No es difícil dar la razón de este violentísimo efecto a quien sabe el mecanismo de la máquina del hombre. Porque en conociendo en qué armonía, concierto y funciones de los fluidos y de los sólidos consiste la vida, no hay cosa que dificulte la inteligencia de varios fenómenos adscriptos a la constitución maquinal del cuerpo. ¿La vida, pues, en este sentido, qué es sino el perpetuo giro de la masa sanguinaria? Conforme corre, y según por dónde da sus perennes vueltas, se obran todas las filtraciones de los líquidos o materias acomodadas a los diversos diámetros de las partes glandulosas. Y ellas son buenas o malas, correctas o viciosas, naturales o preternaturales, ya por la correspondencia regular, o ya por la pérdida del equilibrio y del resorte de aquélla, y de estas últimas. Para comprender esto no hay sino echar la vista a la fuerza elástica del corazón, que, según el cálculo de Borelli127, puede superar a la resistencia de   —443→   780000 libras. ¿Considérese cuál ímpetu, cuál movimiento, cuál celeridad no imprimirá a la sangre, cuando la impele desde su seno al tiempo de su contracción hacia las arterias, y por consiguiente hasta las más remotas extremidades de los miembros inferiores? Era menester un vigor motriz de ésta, y superior elasticidad, para obrar este curso de la sangre que vulgarmente se llama circulación, y era preciso que en ésta corriese tanto aquélla, que en pocos minutos la misma porción de sangre que salió del corazón, volviese a entrar en sus ventrículos. Por lo menos el inglés Jacobo Keil128 dice que el curso veloz que adquiere la sangre al empezarlo por las arterias, es capaz de llegar a cincuenta y dos pies en cada minuto si ésta va con la mayor comodidad (digámoslo así), por los vasos mayores, es preciso que se estreche, se adelgace, y atenúe muchísimo para girar libremente por las ramificaciones menudas, y tan delgadas, que superan con mucho a la delicadez y fineza de los cabellos más sutiles. Entonces, ¡qué división de partículas tan imperceptibles! ¡Qué distribución tan uniforme! Pero una y otra se perfeccionan en los vasitos mínimos y estrechísimos de los pulmones, y una y otra obligan a éstos a la atracción y expulsión del aire, que fuera de servir a la misma circulación esencial e inmediatamente, tiene otros diversos destinos así en las vejiguillas pulmonares como en lo restante del cuerpo. En este mecanismo consiste el uso y la necesidad de la respiración. Si ésta cesa, para el giro de la sangre,   —444→   se detiene en los pulmones, se subsigue la cesación de las funciones animales, que es decir se acaba la vida, o con menos prontitud o más excesivamente, según que se respira en vez del aire puro, otro fluido, que sea más o menos diferente de él porque cualquiera otro no ha de tener ni la consistencia fácil de separarse, ni la elasticidad que goza el aire. Ahora, pues, en las bóvedas sepulcrales, es necesario que se respire un fluido o una exhalación que además de ser inerte e impropia para todo movimiento activo y pasivo, está llena de partículas corruptas y venenosas. Así las muertes violentas se deben atribuir a la inercia de aquel fluido que ocupó los pulmones e hizo parar su alternada acción mecánica. Pero, porque el mismo fluido lleva en sí los principios de putrefacción, si es conducido por el aire y su ventilación a alguna distancia, producirá él en los cuerpos que allí se hallaren no la muerte pronta, ya se ve, pero si una alteración enorme, febril, pestilencial o de otra naturaleza morbosa. Luego véase aquí que los sepulcros son los depósitos de este veneno activo y trascendental, que en ninguna parte puede llegar a adquirir tanta fuerza mortífera sino en la estructura cóncava de las bóvedas, y en la misma constitución del cuerpo humano, capaz de más subida fetidez y corrupción, quizá, que todos los otros entes que conocemos. Es constante la unanimidad de pareceres de los autores Médicos sobre que las enfermedades pestilenciales que se suscitan en los campos de batalla y en los ejércitos, se deben a la corrupción de los cadáveres que se descuidó de enterrar. Es el caso que como por lo regular se empieza la guerra por la primavera y sigue su   —445→   horror en el estío; el calor intenso del aire pone en mayor fermentación los humores de los difuntos, y hace que se exhalen partículas activísimas que, esparciéndose en la atmósfera, encienden una fiebre contagiosa. No es de omitir a este intento una historia de monsieur Baynard, referida a mister James. Dice que, habiendo ido algunos muchachos a jugar al contorno de un cadalso, donde algunos meses antes se había expuesto el cuerpo de un malhechor, hicieron el cadáver de éste, el objeto de su diversión, y se entretuvieron empujándole de un lado a otro. Uno de los muchachos, que era más atrevido quiso adelantar invención, y tuvo a bien darle una puñada encima del vientre, que estando descubierto, seco por el calor de la estación, por dentro esponjado por los humores que habían caído; se abrió por la violencia del golpe, y despidió una agua tan ardiente y corrosiva, que el brazo del muchacho por el que corrió, se le llagó violentamente y tuvo que padecer muchísimo; para impedir el que se le encancerase. Si este efecto produce un sólo cadáver, ¿qué causaría la junta de muchos? Igual tósigo no se confeccionará en esos lugares subterráneos?

Dos son, pues, los daños irreparables que causan estos depósitos venenosos. El primero las muertes violentas. El segundo las enfermedades populares. Y cualquiera, precaución que se torne por los curas y religiosos, a quienes pertenecen los sepulcros, para impedir la comunicación de la causa, no alcanza a extinguirla ninguna; como que se halla siempre cebada y acopiada en los sagrados Templos. ¿Pues qué remedio habrá acaso excogitado el celo de algún buen ciudadano? Si   —446→   se le ha ocurrido felizmente, lo debería publicar y pedir a los Magistrados, que se ponga en uso. Parece que no tiene el menor inconveniente todo esto.

La Medicina de tan grave, pernicioso y universal daño, está en que se hagan los entierros de los fieles difuntos fuera de la ciudad, y no dentro de los lugares sagrados de ella. Allá en la parte posterior de todo el recinto de la que se llama Alameda, hay una caída plana que forma ya el principio del Ejido, y está muy a propósito para que se forme en ella un cementerio común donde se debería enterrar todo género de gentes. Toda su fábrica no debe constar más que de paredes que tengan la altura de diez varas puestas en cuadro. Su extensión podía ser deciento sesenta varas de longitud y cincuenta de latitud. En alguno de los extremos se podría hacer una especie de mesa de piedra a donde por mayor decencia, y aquella piedad religiosa que demandan los cuerpos que fueron morada de un alma inmortal, se pudiesen poner, por el breve rato que dure la excavación de la tierra. Los curas ya se ve, como muy bien lo saben, han de llevar con cruz alta el cadáver de su feligrés difunto, y llegando al cementerio dirán, las últimas preces que por alivio de su alma manda la Iglesia, se digan, y hecho el entierro vuelven a su parroquia a celebrar el Oficio y divinos Misterios de nuestra reparación. A este mismo cementerio se deberían trasladar todos los esqueletos, y osamenta que estuviesen depositados en las bóvedas o sepulcros cóncavos de las iglesias porque los otros que están confundidos con la masa de la tierra en el mismo lugar de su sepultura, no hay   —447→   para qué removerlos de allí; ni se necesita para procurar la limpieza local de Quito, de su traslación.

Manifestado este remedio, diré sobre él algunas cosas. Primeramente: que la designación del lugar, su bendición y consagración de tal cementerio, son derechos propios del Ilustrísimo Señor Obispo. En segundo lugar, que la traslación de los huesos de los difuntos de una iglesia a un tal cementerio no se puede hacer sin el permiso del Juez Real. En tercer lugar, que una introducción semejante es nueva, y necesita del beneplácito del Vice Patrón, como es debido. En cuarto lugar, que el terreno pertenece a la ciudad, y podrá hacerse de él todo lo que quiera conforme a este asunto pertenezca. En quinto lugar, que siendo este negocio puro ramo de policía, obliga al Muy Ilustre Cabildo el promoverlo. Se sigue de aquí que este Muy Ilustre Cuerpo ha de interponer sus preces ante la dignísima persona de Su Señoría Ilustrísima, a fin de que tenga a bien designar el lugar y bendecirlo. Ha de solicitar la concordia de las dos cabezas, Eclesiástica y Secular, a propósito de que se hagan las ceremonias sin vicio de nulidad. Y después ha de proceder, obtenido el permiso del Señor Vice Patrón, y designado el sitio por el Ilustrísimo Señor Obispo, a la edificación de las paredes. Dentro de éstas pueden, a inicio del Señor Alcalde de primer voto, tomar el lugar de su sepultura las personas distinguidas de esta ciudad, y aun edificar sus moderados monumentos fúnebres, o para la duración o para el contento de la vanidad mundana.

No es fácil decir las utilidades que resultan de este sagrado establecimiento. Ni parece que   —448→   haya alguno que tenga de murmurar sobre su propuesta, juzgándola inútil o nociva o inasequible. Todo lo que puede conmover al espíritu débil, tímido o nada penetrativo, es el doble precepto que emanaría de la Autoridad Episcopal y del Gobierno Secular. El primero mandará sin duda, bajo de las penas eclesiásticas que juzgase convenientes, que tanto el clero Secular como Regular, no entierre en sus iglesias difunto alguno de cualquiera condición que sea. El segundo ordenará, a mi parecer, que ninguna persona escoja sepultura eclesiástica en otro lugar sagrado, que en el del cementerio universal, siendo cualquiera libre a pedir en cláusula de testamento los oficios funerales en cualquiera de las iglesias de Regulares, pagados los derechos al propio párroco.

En este doble precepto se creerá por la gente ruda que se quita la libertad a los fieles de enterrarse, como quisieran, y a los curas y regulares uno de aquellos ramos de emolumento que les hace subsistir, pero creo que ni unos ni otros tendrán de qué quejarse. Aquellos no, porque no son privados de sepultura eclesiástica, que debe ser todo su objeto. Estos, no, porque no se les defraudará a los curas sus derechos, ni a los regulares se les caerán de la mano las obligaciones fúnebres. Pueden padecer alguna disminución, pero será en aquella parte de los entierros clandestinos no tanto de adultos cuanto de niños, que celebran los regulares, y procura el populacho que así se celebren en fraude de los derechos parroquiales. Y esta disminución, siendo siempre justa, no veo que puedan padecer otra. Si por ella se levantase algún inicuo clamor, se tiene con qué hacerlo acallar, y   —449→   poner a los que lo levanten un perpetuo silencio. Después manifestándoles, lo primero, que está prohibido a los religiosos y aun a los mismos curas por el derecho real canónico el que induzcan a los enfermos a que escojan sepultura en esta iglesia más bien que en otra. (C. T. de sep. in 6.º)

Y el fin de este mandato eclesiástico es enajenar el corazón de los hombres dedicados a la mayor pureza de costumbres, de la ansia y avaricia de coger dinero de entre los mismos despojos de la muerte.

Lo segundo, persuadiéndoles que, interviniendo el beneficio común, no se debe tener respeto a la falla de obligaciones que lleguen a padecer los particulares. Esta máxima, siendo general y digna de saberse de todo el mundo, se creerá, tal vez, que no tiene lugar con el clero secular y regular, porque, al parecer, deroga sus libertades y privilegios. Pero no es así: aún estila la opinión de los teólogos que miraron más por ellos, y fueron celosos de su conservación. En un caso, si no idéntico, a lo menos muy parecido, es que resuelve de esta manera aquel teólogo a quien el cuerpo de donde era, y toda su escuela con las turbas de las demás, que la lisonjeaban, llamaron por antonomasia el eximio Francisco Suárez; «pues dice que, cuando el gravamen o perjuicio es general, y entonces sobreviene una ordenanza también general, pero favorable a la República, y es en materia que mira al bien común, no se puede decir que esta causa gravamen a los clérigos, ni lesión a sus libertades, porque en este caso nada se obra contra sus privilegios ni contra el derecho natural». Da la razón este teólogo en lo que añade y   —450→   por cierto que es ella obvia y capaz de convencer, a nuestros probabilistas. «Porque (dice) casi todas las leyes humanas tienen esto que aun cuando sean útiles al común, y por mejor decir a todos generalmente, con todo eso a veces vienen a resultar en daño y gravamen de alguna persona. Pero, no por eso se han de tratar de injustas ni perniciosas, porque intentan el bien común, y por lo mismo permiten justamente el daño o incomodidad del particular». Hay otro motivo también, y es que, aunque en una ocasión o temporada parece que causan gravamen, pero en otras aprovechan y traen comodidad; de manera que lo uno se compensa con lo otro.

Lo tercero, haciéndoles memoria de que en los ocho primeros siglos de la Iglesia no se enterraban los fieles dentro de los santos templos, sino en los cementerios, los cuales estaban situados fuera de las ciudades y cerca de los caminos reales. El emperador León, llamado el Sabio y el Filósofo, permitió por su constitución 820 que se enterrasen los difuntos dentro de las ciudades y de las iglesias mismas. De suerte que, si no se enterraban en lo interior de éstas, venía de prohibición, a la que no estaban sujetos los cuerpos de los Mártires, con quienes no se observaba la regla general. Es verdad que desde el tiempo del Emperador Constantino hubo alguna alteración en este punto de disciplina; porque este mismo Príncipe fue el que primero rompió esta orden, mandándose enterrar en el pórtico del templo de los Apóstoles en Constantinopla. A su imitación el Emperador Honorio mandó fabricar su túmulo en el recinto de la iglesia de San Pedro en Roma.   —451→   Luego fueron seguidos estos ejemplos (dice monsieur Durand de Maillane), porque el uso de hacerse enterrar a la entrada de las iglesias era casi general en el tiempo del papa León. En lo posterior, añade, se obtuvo la sepultura en el interior de los templos; pero los Obispos cuidaban atentamente de no conceder esta gracia sino a aquellos que durante su vida se habían distinguido en la piedad.

¿Pues, qué inconveniente habría en que se revoque el uso antiguo, se promueva la santa disciplina de la Iglesia, se acuerden sus altísimos fines, se enciendan las altas ideas, que en estas cosas bien misteriosas nos daba de nuestra santificación, se consulte finalmente a la seguridad de la salud pública? Sea cual fuere la opinión que se tenga de mi modo de pensar; no obstante, me lisonjeo de que desde que logré la luz de la razón, he atendido solamente a la felicidad de la Patria; y me acuerdo con complacencia que este dictamen o muy poco diferente expuse en un parecer que se me pidió por orden del señor presidente regente y visitador general, don José de León y Pizarro, acerca de las muertes que padecieron algunas personas que incautamente entraron a una de las bóvedas sepulcrales de la iglesia de San Buenaventura, y acerca del método de precaverlas, cuyo expediente corrió por mano del doctor don Francisco Javier de Salazar, Abogado Relator de esta Real Audiencia.

LIMPIEZA PERSONAL DE QUITO.- Parece que así debe llamarse la que deben observar las personas, manifestando igualmente las que, padeciendo alguna enfermedad contagiosa, pueden dañar al   —452→   común de las gentes de esta ciudad. A pesar del saludable clima de Quito, en el cual se juzga no hallarse de esas graves dolencias, que tan frecuentemente se padecen en la Europa y las demás partes del mundo, no se dude que no se vean aquí algunas de ellas, en el más alto punto, o de su actividad o de su malicia. El fuego, que llaman de San Antón, el cual por cierto no es una simple fiebre erisipelatosa, le he visto aquí en dos o tres personas con particular asombro. Hay, pues, Hécticas Pthises, mal venéreo, y otros muchos afectos que se comunican con facilidad unos y otros. Sobre los que los padecen manifestaré cuáles deben ser separados de la Sociedad, y cuáles no. Debía aquí hablarse de todo género de gentes, que atraen algún daño universal al público; pero me contentaré con decir que sólo causan: 1.º Los que padecen mal venéreo. 2.º Los tísicos y hécticos. 3.º Los sarampionientos y virolentos. 4.º Los leprosos. 5.º Los falsos médicos.

REMEDIOS.- 1.º Los que padecen mal venéreo. Acaso este contagio asqueroso ha llevado más gentes al otro mundo, que la pólvora y el cañón como es tan universal y de tantos atractivos su causa, el efecto es también universal, y desde luego inextinguible. Como entrara la castidad en el género humano, ya se habría logrado abolir un mal, que es pena y consecuencia forzosa de los deleites más torpes. No busquemos remedios universales contra una enfermedad que ha de durar lo que los siglos, y lo que la prevaricación de una naturaleza rebelde. Pero confesemos de buena fe, que si el mal venéreo es (digámoslo así), el síntoma de los placeres deshonestos, no es tan   —453→   moderna, como se piensa, su primera aparición. Es preciso que sea muy antiguo su origen y que haya tomado su cuna en los principios del mundo, en medio de la mezcla abominable de los hijos de Dios con las hijas de los hombres. Me acuerdo, que, siendo aún muy muchacho, leí una cuestión de si esta enfermedad se acabaría en algún tiempo. Quien la suscitaba era Enríquez, o era Mercado, autores españoles, pero tan despreciables, que no cuidé de fijar la memoria en quién de ellos la vi. Creo que el autor afirmaba que se extinguiría, y esta su opinión venía del errado concepto en que estaba de que pocos tiempos antes, esto es, desde la conquista de la América, se había comunicado a la Europa el contagio venéreo. Es de reír, así de la inepcia de la cuestión como también del fundamento sobre el que la resolvía. Sin duda, que, si estos escritores se apoyaron en las narraciones de nuestros historiadores, no tuvieron a los ojos la Historia de Antonio de Herrera para afirmar lo contrario; pues este autor asegura que el contagio venéreo le trajeron de Europa los españoles a las Américas. Y es muy digno de notar para el ejercicio de una critica filosófica, que Antonio de Herrera tiene para con nosotros muchos motivos de ser creído, y de que se adopte su parecer; porque él fue muy discreto e instruido; de otra suerte no hubiera sido secretario del virrey de Nápoles, Vespaciano Gonzaga, historiador mayor de las Indias bajo de Felipe segundo y autor de volúmenes en folio de la Historia general de las Indias, y de la Historia general del mundo. Su obra, siendo muy prolija y muy curiosa, tiene por otra parte la bondad de ser muy obsequiosa a nuestra   —454→   nación; de manera que cualquiera extranjero podía notarle de su adulador. Y, con todo eso, quiere que los españoles hayan sido los que comunicaron a las indias el doloroso mal de la costosísima liviandad.

Por eso, no acabo de admirar la alucinación que han padecido en esta parte casi todos los médicos modernos, atribuyendo a las Américas el origen de esta enfermedad. Quizá no hay más fundamento que la aseveración que de esto hacen dos médicos españoles, sevillanos ambos, que son Rodrigo Diacio y Nicolás Monardes. El primero en su tratado de Morbo venéreo, y el segundo en el suyo de las drogas de la América, quieren hacer creer que es regional o endémica en las Indias occidentales, y que de ellas fue llevada a Europa el año 1492, después que Cristóbal Colón había descubierto la Española, a quien conocemos más por la isla de Santo Domingo. Esta alucinación proviene de la pereza natural que hay en el hombre para entregarse a la íntima indagación de las materias, de la propensión que hay en casi todos de gobernarse por la ajena autoridad, y de seguir sus huellas; finalmente de la ignorancia de la antigüedad. No es mi ánimo, sino de paso, hacer ver los obstáculos que tienen las ciencias para su aumento. Con todo eso un médico tan ilustre por su mérito y tan famoso por serlo de la reina Ana de Inglaterra, como Martín Lister, después de decir que es indubitable que de las islas americanas se trasladó por medio de los españoles a Europa el vial venéreo, quiere, con la conjetura más desatinada del mundo, probar que fuese propio de los americanos. Pregúntase de este modo. Pero ¿de   —455→   dónde nació entre los indios este contagio? Y responde que de la mordedura de algún animal venenoso, o algún alimento envenenado es creíble que naciera. Procede después a su conjetura diciendo, que es cosa muy averiguada, que los indios comían las sabandijas, para cuya comprobación cita a nuestro excelente historiador Gonzalo Fernández de Oviedo, que, habiendo sido Gobernador de una de nuestras islas, escribió la Historia general de las Indias occidentales, y en ella cuenta que nuestros indios se alimentaban de las iguanas. Es cosa gustosa leer a Martín Lister en lo que filosofa sobre este su aserto; pero no lo ha de ser a los que quisieran oír muy raras veces estos discursos. Más juicioso que el citado inglés, se porta otro celebrísimo paisano suyo, esto es el insigne Gualtero de Harris, médico que fue del Príncipe de Orange, Guillermo, después Rey de la Gran Bretaña. Este médico pone en duda que de la América se propaga a las demás partes el sucio contagio venéreo y aun se inclina a creer que éste fuese tan antiguo como el pecado deshonesto.

Esta sentencia de Harris, no porque sea de él, sino por parecer ser de la verdad, es la que he abrazado constantemente. No es imposible demostrar de siglo en siglo la existencia de este mal, y subir hasta la más remota antigüedad; pero no es mi intento cansar la paciencia de mis lectores, que acaso se incomodará con sólo la oferta; sino darles uno u otro testimonio a fin sólo de que se satisfagan. El poeta Ausonio, en el epigrama 70 de Crispa, le ha llamado el hijo de Nola, describiendo la prostitución de esta ciudad, que es lo mismo que decir que era conocido su contagio en el siglo   —456→   cuarto de la era Cristiana. En el mismo siglo el emperador Juliano en su Sátira de los Césares no duda decir, que Tiberio padeció los efectos de este mal, que son la psora, la tiña, y la sarna llamada empeine. Y Tácito, mucho antes que Juliano, dijo en el libro 4.º de sus Anales que Tiberio de ordinario tenía la cara cubierta de úlceras y de asquerosos emplastos. Pero lo que viene al intento es, que uno y otro atribuyen estas cicatrices vergonzosas a la incontinencia de aquel malvado César, y que esta enfermedad es descrita y conocida en el primer siglo de Jesucristo. El agradable y jocoso Luciano la ha llamado enfermedad Lesbia; porque se percibió o conoció primeramente en la isla de Lesbos, donde la liviandad y los excesos del deleite torpe reinaban con mayor licencia. Acaso en todo el Archipiélago no había otra isla de más incontinencia y disolución. Subiendo algunos años más hacia el tiempo del paganismo, hallamos que Antonio Musa, Médico muy honrado del Emperador Augusto, le curaba con unciones de aceites cerca del fuego, le hacía sudar y le rociaba después con agua fría. Suetonio en la vida de Augusto es quien se refiere a la verdad histórica de aquel Médico tan célebre, porque el Senado le levantó una estatua de bronce, y la colocó al lado del mismo esculapio; y porque el Emperador le permitió llevara un anillo de oro, y le eximió de los impuestos. Horacio, en la oda en que convida a sus amigos a alegrarse y beber vino por la victoria que obtuvo Augusto sobre Marco Antonio, y Cleopatra, dice: «Cuando esta Reina disponía la ruina al Capitolio, y la muerte al imperio con una vil y vergonzosa tropa de hombres contagiados de una   —457→   enfermedad torpe, era una maldad beber el vino cécubo».


[...] Dum Capitolio
Regina dementes ruinas,
funus et imperio parabat,
contaminato cum grege turpium
morbo virorum [...] 129



Y en otra parte el mismo poeta, refiriendo los denuestos con que Mesio y Sarmento se improperaban, pone en boca de uno de ellos aquel con que le denuesta, que había contraído una cicatriz muy fea su contrario en la cara a causa de padecer el contagio venéreo, llamado por Horacio enfermedad de Campania.


[...] At illi faeda cicatrix
setosam laevi frontem turpaverat oris
Campanum in morbum, in faciem permulta jocatus130.



Es el caso que esta provincia de Italia estaba sumergida en el libertinaje y prostitución; pero la que se excedía en estos vicios era Capua, como lo atestigua Cicerón llamándola el domicilio de la   —458→   deshonestidad. Domicilium impudicitiae, de manera que con propiedad se debía decir Mal Napolitano, aun desde aquel antiguo tiempo, al contagio venéreo.

Este, pues, desde el descubrimiento de las Indias tomó el nombre de los lugares a donde primero se sentía, como hemos visto que ha sucedido en la antigüedad, y no otro que pareciese definirlo perfectamente y al uso del arte Médico; por eso es que se ha juzgado moderno. Morbo índico, morbo gálico, morbo napolitano son los sinónimos de esta enfermedad, debiendo llamarse el mal de la torpeza o la dolencia de todo el universo. Cuando nos acordamos de la mayor antigüedad, vemos que el grande Hipócrates la conoció, e hizo su pintura, trayendo sus peculiares síntomas, que para los médicos traen la razón completa, para constituir los que llaman signos patognomónicos, y yo llamaré los caracteres de las enfermedades. Pero viniendo a sacarlos de la autoridad del Príncipe de la medicina, preguntaré a cualquiera médico de cuál enfermedad son los siguientes. Las postillas grandes, que, cubriendo todo el cuerpo, salen con mayor copia, en la cabeza, las llagas más sucias cerca del pubis y los lugares más secretos y vergonzosos del cuerpo; las inflamaciones erisipelatosas; las evacuaciones del vientre, el horror a la comida; la consunción de las carnes, con calentura o sin ella; la corrupción de los huesos; toda especie de aflicción de los miembros, con podredumbre de ellos; la caída de los cabellos, las inflamaciones de los testículos, los dolores más acerbos entre los desvelos de la noche; las úlceras de la boca, que serpean; los tubérculos o bubones en las ingles etcétera. Pues   —459→   todos estos síntomas los trae Hipócrates describiendo el estado pestilencial de Grecia. Si sus palabras, de tanto peso para los doctos, deberán convencer mi pensamiento, las que produciré de la Santa Escritura, quitarán toda duda en este asunto.

Los Libros sagrados, como son los testimonios más evidentes e indefectibles que tenemos de la verdad, debería suceder siempre que para cuales quiera materias en quienes se querrían producir hechos ciertos, ocurriésemos a sus sagradas fuentes, como que son las primeras que se han visto sobre la tierra. Habiéndome valido de este consejo, he visto que en ellas viene pintada la enfermedad deshonesta. Salomón en sus Proverbios dice así: «Vive lejos de la ramera evitando el llegar, aun a los umbrales de su casa, para no abandonar tu honor y tu juventud en manos de una mujer extraña y cruel. No sea que suceda que los que no le pertenecen ni por la amistad ni por la naturaleza, se apoderen de tus riquezas, y que vengas a padecer la miseria en casa ajena; gimiendo en los últimos días de la vida con la corrupción de tus carnes y de tu cuerpo». Jesús hijo de Sirac, el autor del Eclesiástico, según los mejores críticos, parece guardar en esta materia una expresión más vehemente y decisiva, cuando dice: «será deshonrado el que se juntare con las prostitutas, la corrupción y los gusanos se harán dueños de él: servirá de escarmiento y aun vendrá a perder la vida». En el Libro de Job se hallan estas palabras; «que los huesos del impío se llenarán de los horrores y vicios de su juventud, y que aún pasarán con él a permanecer en medio del polvo mismo. Sea que ésta sea una dura invectiva que Sophar, amigo de   —460→   Job, se la hiciese tratándole de incontinente, como quieren algunos intérpretes; o sea que Sophar tratase de hacer recuerdo a Naamathites de la suerte de los pecadores; para mi intento basta saber, que en los lugares de la escritura se halla trazado el dolor, pintadas las úlceras, descrito un padecer propio del que hoy llamamos mal venéreo. ¿Qué queda a vista de esto, que dudar de su origen tan antiguo, y de su propagación en todo el mundo? Nuestros historiadores, que han dado razón de él, y le miraron como nuevo no tenían la obligación de saber la historia de las enfermedades; conocimiento que debía quedar para los médicos, y ellos por lo mismo nada atrasan a la verdad de lo que hemos establecido; que fue lo que arriba me propuse demostrar, cuando cité el pasaje de don Francisco Gil, arrebatado en la opinión de los modernos, y su innumerable muchedumbre.

Viniendo a objeto más interesante, debo añadir que, aunque no se pueda hacer separación de esta especie de contagios; pero, cuando menos, la buena policía ordenará que los médicos den aviso secreto a los magistrados de aquellas personas que estuviesen más infectas, y que, no queriéndose sujetar a una curación radical, pueden viciar a toda la juventud; ya para que se esté a la mira de contener su liviandad, y ya para que en caso de que tome otros pestilentísimos progresos el accidente, obliguen por fuerza a que se retiren a un hospital. Este reglamento mira más directamente a las mujeres prostitutas, de las cuales ha habido algunas tan venenosas, que o han hecho perder la virilidad o la vida a muchos hombres, poco después, o en el mismo acto de la junta torpe: tanto mayor debe   —461→   ser el celo en este asunto cuanto hoy se experimenta, que por causa del contagio venéreo mueren muchas mujeres jóvenes, con un mal que se les ha hecho familiar, y ellas llaman agua blanca, los médicos vulgares no han conocido esta enfermedad, y de ordinario la han confundido con la que se denomina flujo blanco, que es una especie de gonorrea mujeril; y, a la verdad, en mi corto juicio no es otra cosa que cancro uterino. Otros le han dado el nombre de sangre-luvia y si, como debe ser, entienden por esto la hemorragia uterina, se han engañado míseramente; porque ésta puede ser una simple solución de los vasos de la matriz, y el otro es un tumor que, manando siempre sanguaza o materia ichorofa y a veces sangre ya viva, ya denegrida, causa acerbísimos dolores por toda la región hipogástrica umbilical y ischiádica, extendiéndose por las ingles y el pubis. Debe encargarse a los médicos que atiendan a este objeto y se conformen en este pensamiento del cancro, por medio de las observaciones anatómicas. Sobre todo deben avisar al Magistrado quiénes lo padecen, para que se entienda en la abolición de sus ropas por el fuego, pues he visto que es sumamente contagioso y que personas de vida devota he observado, que le han contraído por haber usado de la alfombra de otra que lo padeció. Mi madre murió de esta enfermedad, por un contagio semejante.

2.º Los tísicos y hécticos.- Tampoco con estos, se debe tratar de alejarlos de nuestra población a una casa de campo o a un hospital. Aunque su dolencia es contagiosa a juicio de los mejores físicos, no son sus hálitos tan activos y volátiles que   —462→   puedan ocasionar daño en alguna distancia. Federico Hoffman hablando de la tisis, y preguntando si es trascendental afirma que sí en ciertos casos, y es que sigue la costumbre de los médicos anteriores en hacer semejante cuestión, y también en el modo de resolverla. No hay duda que toda materia podrida, que manan las llagas malignas es contagiosa; y Riverio trae el ejemplo de una criada que se volvió tísica, cuidando a su ama que también lo era: él mismo habla de una muchacha que la contrajo de una hermana suya, la cual también la incurrió por haber dado la leche de su pecho a un hombre infecto de la misma enfermedad. Sehenckio nos advierte, que la saliva de los tísicos confirmados es tan contagiosa, que un médico se volvió tal, tan solamente por haberla llegado cerca. Los académicos de Leipsig nos dan ejemplos de lo mismo. Poco más o menos pasa con los héticos otro tanto. De unos y otros deben dar noticia los médicos a los señores alcaldes ordinarios, para que, cuando llegue su fallecimiento, entienda la autoridad de los jueces en hacer que se quemen las ropas y utensilios que más usaron los enfermos; mandando con apercebimientos que hagan constar los parientes, herederos y albaceas, no de la quema de las cosas dichas, que ésta la presenciará la justicia; sino de que han hecho blanquear con cal el aposento donde murieron los tales héticos y los tísicos.

3.º Los sarampionientos y virolentos. De estos segundos ya se ha tratado prolijamente, dándose las razones por que deben ser separados a una casa distante de la ciudad; pero porque en este muy Ilustre Cabildo se suscitó por un miembro suyo,   —463→   deseoso de saber las cosas a fondo, la dificultad de cuál remedio sería conveniente aplicar, cuando la epidemia variolosa se empezase a encender en uno de los que llaman pueblos de las cinco leguas, con quienes es indispensable el trato y comercio de nuestros quiteños; doy lugar aquí en este artículo a estos enfermos.

El reparo consiste en la siguiente reflexión siendo la viruela contagiosa, sucederá como ha sucedido en otras ocasiones, que desde la mayor distancia, verbi gratia, desde Popayán se traslade acá su pestilencia; nosotros la evitaremos llevando nuestros virolentos a la casa destinada. Pero acontecerá, que verbi gratia en Guaillabamba, Zámbiza, Cotocollao o Tumbaco se prenda en aquellos que no la habían padecido. Ahora, en pueblos como éstos, no solamente miserables, sino por la mayor parte de indios bárbaros aún y salvajes, que no son capaces de entrar en conocimiento de lo que les conviene, no hay como poner una casita separada, para depositar a los contagiados. Por otro lado estos indios tienen necesidad de venir a poblado, en efecto vienen y entran a la ciudad; ninguno será capaz de impedírselo, porque son varias las entradas; y menos traen en la frente el sello de aquel contagio. Los quiteños, españoles, mestizos e indios, o van a sus haciendas o van a sus cambios, o van a visitar a sus parientes: ¿quién puede embarazarlo? Luego se hace necesaria la infección universal de la provincia, y el proyecto de la preservación de las viruelas, queda frustrado. Esta es la terrible objeción que viene aun acompañada de un pensamiento demasiado triste. Dice, pues, mejor sería en este caso, valernos de la inoculación,   —464→   practicarla con los niños tiernos, y no esperar que la viruela se aparte de nuestro territorio por algunos años, para venir después a caer con estrago universal sobre una juventud ya bien constituida, educada y útil a la sociedad.

RESPUESTA.- Por más especiosa que parezca la dificultad, me era la cosa más fácil del mundo desembarazarme de ella. Y ¿cómo? Remitiendo a los lectores a la segunda, tercera y cuarta lectura de la misma disertación de don Francisco Gil. A lo menos ya no pienso perder el tiempo; por lo que deberé añadir que, si se conociese en algunos de los pueblos citados el contagio varioloso, mande el muy Ilustre Cabildo a los Tenientes pedáneos bajo de muy recias penas, y en donde no los hay, a los mismos indios Gobernadores que se hagan cargo de no permitir la entrada de persona alguna en la casa del virolento, a excepción de sus padres o parientes que viven con él. Por otra parte pedirá al muy reverendo señor Obispo, que libre una Pastoral circulatoria a todos los curas de la Diócesis, acordándoles las obligaciones que tienen de visitar a sus ovejas enfermas, la de socorrerlas con todo lo necesario, y en particular mande que todo cura de indios, en caso semejante de esta epidemia, no permita que en la casilla contagiada entren otras personas que él y las demás expresadas, siendo que las casitas de estos indios no están unidas, sino muy dispersas por lo general. Siendo que los contagiados, comúnmente, al principio no pasan de tres o cuatro. Siendo que el cura no puede gastar arriba de cuatro pesos en suministrar un pedazo de carnero, de pollo de su cocina y de azúcar, (con lo que hay bastante para la medicina diética   —465→   que consiste en caldos tenues, y tal cual cocimiento pectoral y anodino), por el espacio de quince días cuando más: siendo que en esta práctica se versan el servicio de Dios, el beneficio a la patria, la caridad al prójimo, en una palabra, el cumplimiento de las obligaciones indispensables de los párrocos y ministros de Jesucristo, parece que se ha desvanecido por sí misma la objeción. A más de esto, lo regular es que el contagio se enciende precisa y primariamente en esta capital, sea que vengo de Lima, o sea que de la ciudad de Popayán. Porque él no viene (como piensan algunos necios), en caballerías y siguiendo las mismas jornadas de los viajeros traficantes ni menos da un salto por medio del aire de un lugar a otro, sino que se introduce en alguna ropa o le trae alguna persona, que poco antes le ha padecido. Así sucede en nuestra provincia, que se oye la noticia de que la viruela está verbi gratia en Santa Fe, en Popayán y Pasto, mucho antes que llegue hasta nosotros, y esto mismo pasa con las demás provincias de las Américas. Si el que vertió la siguiente noticia, no fuese el hombre más mendaz y falto de reflexión que conozco, la apoyara en confirmación de mi propósito. Decía éste, que se halló en la ciudad de Pasto a tiempo que allí hacía el sarampión sus ordinarios progresos, y que, siendo contagiado un sirviente suyo, le trajo a Quito antes de que terminara la calentura; no dejándole parar en parte alguna, y que este comunicó a Quito el cruel contagio de que venía herido a principios del mes de julio. Si fuese verdadera esta noticia, primero alabaría la compasión, misericordia y caridad de este buen amo, que así trajo a su pobre sirviente   —466→   enfermo. Lo segundo me serviría oportunamente para decir, que sólo de este modo se hace comunicable el veneno de las viruelas. Ha de haber, pues, necesariamente o ropa contaminada o persona que consigo la traiga. Ahora pues, no es en algún misérrimo pueblo de los nombrados, que se abran los fardos, que se vendan las ropas ni en ellos es que los mercaderes hagan su mayor estancia. Pasan muy luego, y de allí es que el contagio se comunica en esta ciudad primeramente, y después, según el más frecuente, trato con los individuos de las cinco leguas, se propaga a éstos. En este caso nuestro Batán de Piedrahíta, que llamaremos en adelante la Casa de la salud pública, libertará a toda la provincia de las viruelas y el sarampión.

Este último fue llamado por Avicena viruela colérica: variola, cholerica, y todos los árabes le han tenido por hijo mellizo, que nació en un mismo tiempo que la viruela, pero que es de una condición más moderada; y así su curación la han traído en el mismo capítulo de aquélla. Hago esta memoria para que se entienda que la Casa de la salud pública ha de servir también a los sarampionientos en caso que aparezca nuevamente epidémica; pero los médicos estar en caso igual prontos a pasar su noticia al Gobierno, para que se entienda en la traslación de los contagiados; y para que esta se facilite, cada uno de ellos persuadirá, o de viva voz, o por escrito, al pueblo, cómo se halla en la inevitable necesidad de hacer la denuncia.

4.º Los leprosos. No hay cosa que pida más la atención de los Legisladores y de todos sus Ministros, que el contagio de la lepra. Enfermedad   —467→   más horrenda y que menos admita los auxilios del arte como esta, no se ha visto sobre la tierra. Ya podría haberse extinguido, tanto por la razón de ser antiquísima, cuanto porque en todas partes se han tomado todas las precauciones necesarias para que no se contraiga. Moisés con su sabia y divina legislación prescribió las reglas de conocerla y el método de tratarla y exterminarla. Herodoto pretende que estas leyes de los judíos las sacaron de la práctica de los egipcios, entre quienes fue, y aún es hoy, doméstica y regional, según lo asegura Lucrecio de la elefancia.


En elephas morbus, qui praeter flumina Nili
Gignitur, Aegypto in media, neque praeterea usquam131.



Entre los griegos y los primeros romanos no hay vestigio alguno de tales leyes; lo que manifiesta que no les fue conocida la enfermedad. En el siglo séptimo de nuestra era vulgar, fue que ella apareció primeramente en la Italia, pero la actividad y celo de Rotharico, Rey de los lombardos, la extinguió por medio de sus sabios reglamentos; de manera que estos son los que corren en medio de los edictos de sus sucesores; y en el volumen de las que se llaman leyes lombardas. La de Rotharico, que es a nuestro propósito, manda que un leproso sea echado de su casa, y que, confinado en paraje particular, no pueda disponer de sus   —468→   bienes, porque desde el momento que había sido extraído de su casa era juzgado muerto. ¡Tan grande era el cuidado que se tenía que no se propagase el contagio, que, para evitar el trato y comunicación de los leprosos, se les hacía incapaces de los efectos civiles! En verdad que a esto se debió la extinción de la lepra en la Europa, hasta que empezaron las cruzadas; con cuyo motivo se vio ésta (digámoslo así), cubierta de sarna tan perniciosa. Y así es que en los siglos undécimo y duodécimo, y en los siguientes abundaron los leprosos en tanta copia que, si hemos de dar crédito a Matheo de París, tan recomendable por su literatura y sinceridad, había en Europa hasta diez y nueve mil hospitales de leprosos. Estos me figuro serían sin duda molestísimos, y en tanto número, pues fue preciso que el año 1180 el Concilio Lateranense, tercero ordenase que los leprosos tuviesen iglesias, cementerios y sacerdotes particulares; porque por la crueldad de algunos eclesiásticos, que no se los permitían, fue hecha esta constitución, y como reflexiona Fleury en su Historia Eclesiástica, es la primera que hizo la Iglesia en asunto de lazaretos. Estos ya no son en tan gran número en la Europa; lo que prueba también son raros los enfermos de dolencia tan maligna.

Pero ésta que se va extinguiendo en unos países que han sido los receptáculos de todas las enfermedades extrañas, se ve (¿quién lo creyera?) que va tomando sus principios en una ciudad tan limpia, de temperamento tan benigno, y de cielo tan contrario a las pestilencias como Quito. He visto ya algunas personas que la han padecido así de la que se dice leonina, como de aquella de quien   —469→   dice Próspero Alpini, celebérrimo médico de Padua, que él vio que era muy común en Egipto, y acomete con especialidad a los pies asemejándolos en la figura y constitución de la piel a la del elefante: y para participar la noticia al sabio Gobierno, o al Muy Ilustre Cabildo, corrí carta de oficio a todos los Médicos, para que me avisaran del número de lazarinos que hubiesen reconocido en la ciudad, cuya copia vendrá al fin de este papel. Y un sólo individuo, aun sin ser de la profesión médica, tuvo la urbanidad de darme razón en su respuesta de las personas que juzgaba ser leprosas. En coyuntura tan desgraciada es que deben tener lugar las leyes del Reino, y como nuestras municipales han proveído muy poco, como luego veremos, acerca de este punto, sin duda porque la lepra no había parecido con abundancia en las Américas, es preciso recurrir según el orden de nuestra jurisprudencia a las leyes de Castilla. Estas suponen erigidas las casas de San Lázaro y de San Antón, que nuestros españoles europeos llaman vulgarmente lazaretos, palabra tomada del idioma italiano: y por lo que mira a la separación de los leprosos, ordenan que los alcaldes mayores examinadores, que constituyen el tribunal del Real Protomedicato de Madrid, sean los alcaldes de todos los enfermos de lepra, que los examinen si la padecen realmente, y los separen a las dichas casas, en caso de padecerla. En esta ciudad, como no ha habido jamás, ni aún ahora hay, tal Protomedicato, tales alcaldes mayores examinadores ni Teniente alguno de Protomédico General, que debía haberlo nombrado por el de Lima, ha celado este Muy Ilustre Cuerpo en promover el ramo de la   —470→   Policía Médica; y por consiguiente en la junta o Ayuntamiento del día 7.º del próximo pasado mes de octubre, me dio el encargo de que expusiera en este mismo papel, cuanto tocaba a la extinción del mal de lepra, y dijera si habría inconveniente en alojar a los leprosos en la misma Casa de la salud pública. Estos son dos puntos y se llega ya el día de decirlo con la brevedad posible.

En cuanto al exterminio del mal de lepra, paréceme que ahora se presenta la ocasión más favorable a conseguirlo por muchas razones:

Primera. Están los médicos y cirujanos, con motivo del sarampión y sus resultas, visitando todas o casi todas las casas de la ciudad. Débeseles, pues, mandar que cada uno de ellos note con especialidad al sujeto, o sujetos que hallare con la lepra, y que tomando razón individual de barrio, casa y cuarto donde viven, den por escrito a los Magistrados la denuncia de ella, averiguados sus nombres, calidades y ejercicios que tengan en la ciudad.

Segunda. Hay alcaldes de barrio bien celosos y exactos en rondar en sus mismas casas a las personas de mala vida: les es muy fácil advertir muchas menudencias torpes, que en ellas se encuentran, entre otras a las que padecen de sarna. Los dichos alcaldes, pues, y todos los alguaciles, alcaldes tenientes y Ministros, o corchetes de justicia que hay, entrarán en la obligación de denunciar a los señores alcaldes ordinarios que tal o tal persona la han visto con sarna, para que éstos llevando en su compañía un médico, que sepa algo de física, la examine, y diga si es la sarna simple y ordinaria, o si es alguna de las inmundísimas   —471→   lepras que cuentan los autores. Y en este caso el físico dará razón individual de su reconocimiento, fundándolo en buenas observaciones, buenos principios de la patología y raciocinios filosóficos, para que no suceda que un leproso se quede en la ciudad, o un simple sarnoso vaya a confirmarse de lazarino en la Casa de la salud pública. Y por asegurarse mejor el juez, y que no acontezca un efecto tan triste y desdichado, hará ver el certificado del médico declarante, no sólo con los otros físicos, que serán más o menos de la misma doctrina e instrucción, sino con los hombres literatos que se hallaren en la ciudad, especialmente sacerdotes teólogos, porque estos últimos, teniendo necesidad de saber la Santa Escritura a fondo, han de tener muy vistas las leyes de Moisés, o por mejor decir han de tener muy entendido el Levítico; con lo que de necesidad han de saber exquisitamente las señales que da Moisés para conocer la lepra. Y de este modo, según resultare del dictamen de éstos, se procederá a dar carta, o de hospital o de libre ciudad al pobre sarnoso, que se hallare bajo de este severo, pero necesarísimo examen.

Tercera. Se va a establecer la Casa de la salud pública. Su objeto es el exterminio de toda enfermedad contagiosa, como lo intenta y dice don Francisco Gil; su proyecto está abrazado por la autoridad pública. Todos los aparatos son de fundar la casa por momentos. Y parece que nada falta a su establecimiento, sino que suplique el Ilustre Cabildo a Su Majestad Católica se digne dar las ordenanzas que a su real ánimo pareciesen necesarias para la asecución de este objeto. Y en tanto el   —472→   Ilustre Cabildo como ve a su augusto Monarca sediento de la salud de sus más remotos pueblos, deberá imitarle en este celo, y seguir algunas máximas fundadas en el plan de las leyes mosaicas, hechas a fin de exterminar la lepra, para lo que también necesita consultar a los teólogos sabios, y que hayan estudiado los sagrados Libros.

Ahora, pues, los jueces, observadas las reglas del parágrafo antecedente, procederán a la separación de los leprosos, si con la mayor humanidad y compasión de los miserables, con el mayor y más severo empeño de ejecutarla, aunque fuese con la persona más distinguida y caracterizada en honores. Y en lo que mira a sus utensilios, los deberán hacer llevar con los mismos enfermos, como está mandado, por una ley de las recopiladas de Indias. Así con seis u ocho que se hayan separado, que serán los más que se encuentren en esta ciudad, se habrá logrado enteramente su exterminio, porque el contagio de la lepra no es un aire que nos está rodeando; sino una corrupción de humores que produce cierta especie de insectos, que se anidan debajo de la cutícula, y roen el cutis mismo, y todas las partes carnosas internas. Esta corrupción de humores se deberá llamar disposición inmediata de padecer la lepra, pero ella misma, no hay duda que viene de fuera en las aguas, alimento, ropa y trato de personas que la padecen. El mismo Próspero Alpini Poco ha citado, que examinó atentísimamente las enfermedades del Egipto, que por su mérito intelectual logró que el ilustre Boerhaave le hiciese imprimir su tratado: De praesagienda vita, et morte, y que tuvo un genio tan inclinado a las observaciones físicas, como lo prueba el viaje   —473→   que hizo a Egipto, para instruirse en el conocimiento íntimo de las plantas y perfeccionar la botánica. Alpini, digo, juzga que la lepra de que los egipcios pobres son acometidos no viene sino de las aguas corruptas y fétidas que beben de la carne de buey y camello salada que comen, y del peje también salado y podrido que cogen en algunos lagos, y le usan. Se añade a esto el queso muy lleno de sal y corrompido, que, por venderse muy barato en aquel país, le toman con más frecuencia.

Síguese ahora hablar acerca del segundo punto, de si habría inconveniente en depositar a los leprosos en la misma Casa de la salud pública, y de lo que acabamos de exponer, se podría inferir cuál era mi pensamiento. Pero será preciso descubrirlo con más franqueza. En el día del citado Ayuntamiento expusieron los demás médicos, que era necesaria otra casa distinta y distante de la de la salud pública, para que se destinara al depósito de los leprosos. Yo, que no hago de médico en particular, ni puedo serlo, según las ordinarias formas y costumbres de este país; sino que soy un aficionado a todo género de literatura; opiné muy de otro modo, que los citados profesores. Dije que la misma casa; como tenía bastante capacidad para que se hicieran en ella divisiones, debía servir de tal depósito. Las razones contrarias, que fueron pocas, se reducían a que el aire contiguo de los leprosos inficionaría a los virolentos y a sus asistentes: que el miedo que las gentes tienen justamente al mal de lepra estorbaría que llevasen a la casa ya dicha a los hijos o niños, que en ella deben curarse de la viruela. Y, en fin, que no convenía que dentro de un mismo recinto se alojasen dos especies de contagio.   —474→   Repuse algunas cosas en la misma sala de Ayuntamiento, que, aunque no les convencieron a los médicos, parece que hicieron impresión más favorable en el ánimo de los capitulares. Quisieron oírmelas en un papel, y ahora voy a repetirlas con aquella extensión, que no es dable observar en la rapidez de los discursos, y mucho menos en mi modo conciso y violento que tengo de pronunciar.

Si yo hubiese dicho que en una misma sala, o que en unos mismos aposentos debían estar alojados virolentos y leprosos, está muy justo, que se tuviese por intolerable mi propuesta. Pero decir que la misma casa, con pared muy doble que divida una sala de otra, y no sólo con pared sino con la distancia de algunos pasos, con patio, que a cada una le fuese peculiar; con puertas que no sean comunes sino peculiares, con oficinas respectivas a cada uno de los contagios, y enfermedades ¿qué tiene de irracional, de arriesgado, ni extravagante? Decir que la proximidad de los corpúsculos que nadan en el fluido del aire, y que forman un ambiente común respirable de virolentos y leprosos causa el peligro, es no ostentar ni un átomo de física, y a su ignorancia se debe, que en caso igual se quiera atribuir al aire la causa del contagio. La naturaleza de los insectos más malignos, por un orden regular de la composición sublunar, o, por mejor decir, por una sabia e infinitamente misericordiosa Providencia que vela en nuestra conservación, es muy delicada, fácil de extinguirse y perecer, e igualmente de movimiento progresivo muy tardo y perezoso. Parece que es lo mismo salir a un aire libre, nuevo y refrigerante, cuando ha experimentado su ultima destrucción y ruina. Aunque se   —475→   conciba que la materia del contagio de la lepra que la ocasiona, no sean insectos, sino otra cosa, sea cual fuere, ella es débil, insubsistente a presencia del ambiente frío, y capaz de perder luego su fuerza venenosa. No hay duda, que, pegándose al cuerpo humano, e introduciéndose en sus poros, es ella activa en su vigor, en su voracidad, en su propagación. Del mismo modo abrigada y anidada en telas de lana y algodón, vive en estas por mucho tiempo, y halla en las mismas su pábulo y subsistencia; pero como hemos dicho la pierde fuera de ellas al menor soplo. «Todas estas enfermedades pustulosas y subcutáneas, dice mister James, se extienden por sí mismas, son contagiosas y se comunican. Se incurre en ellas participando del mismo lecho de aquellos que están infectos, sirviéndose de los vestidos o lienzos impregnados de su sudor craso y sórdido, cubriéndose de la piel de animales o de paños de lana, que les han servido. Siendo la lana, por sí misma floja, y como una esponja, que absorbe las partículas impuras, que se exhalan de los cuerpos, es un vehículo más a propósito para estas enfermedades cuanto más tiempo retiene estas partículas, e impide que se pierdan en el aire. Porque de la misma suerte que los olores agradables que salen de los cuerpos, duran largo tiempo en el lienzo, los guantes y los vestidos donde fueron introducidos; de la misma suerte en las enfermedades contagiosas tales como la peste, la viruela, el sarampión y las fiebres pestilenciales, la participación pútrida de las partículas que sirven de alimento a la enfermedad, se insinúa profundamente en todas estas substancias porosas, y sobre todo en la lana, y en ellas quedan   —476→   ocultas algunas veces durante largo tiempo antes de ejercitar su infección».

Hablan de esta manera los verdaderos físicos; y los que atentamente, y sin preocupación meditan la naturaleza de los entes, sus movimientos, sus alteraciones, su duración; en una palabra, todo el orden con que se perfecciona su mecanismo. Cuando no viéramos más que la lentitud con que se propaga esta enfermedad, debíamos quedar satisfechos. Hace muchos años ha que vi y emprendí la curación del doctor Palacios, cura de Zaraguro, leproso elefancíaco, tocándole el pulso y observando muy de cerca su deplorable situación de que murió. Vi al mismo tiempo personas que le tocaban muy de cerca, por parentesco, que se le llegaban con frecuente trato, y hasta ahora no he visto que alguna de estas se haya inficionado notablemente. El año de 62, en que yo tenía 14 años, de edad; ya porque vivía dentro del Hospital de mujeres, mucho más, por mi genio dedicado a las observaciones físicas, advertí que una mulata, esclava del Tesorero de estas casas, don Salvador Pareja, que estaba en la cama n.º 15, enfermó de lepra, y, con sólo la precaución que prescribió mi padre, Luis de Santa Cruz y Espejo, cirujano y administrador de aquella casa, de que nadie se le llegara con familiaridad, se logró que a nadie contagiara. El Hospital de San Lázaro de la ciudad de Lima, que por tener al frente un virrey; y cerca de numerosísima población, guarda una policía tan excelente, cómo la mejor república de Europa, está a cinco cuadras de distancia de la plaza mayor, esto es, en el centro de la ciudad. Estos ejemplos, no inducen a que se tenga seguridad de no incurrir el contagio, si sólo   —477→   se dirigen a probar que el contacto (lo diremos así), carnal y continuo con los leprosos, o sus vestidos, es el que le produce y se insinúa. Moisés entre una de sus ordenanzas manda que se quemen los vestidos, luego que se conoce que están roídos de lepra, y este es un remedio necesario, porque cuando los insectos que la causan han tomado posesión de los interiores estambres de las ropas, y en el cuerpo humano de la sustancia glandulosa y de la sangre, no hay medicamento que alcance a extirparlos; y el aire externo del que huyen; les obliga a que en sus escondrijos, cavernillas y celditas subcutáneas, que se han formado, se escondan a devorar lo que encuentran. Ya se ve que en los casos propuestos y en el muy práctico de que hay poquísimos leprosos en Quito, se nota la admirable bondad de este temperamento, y como a él se debe en mucha parte, que no haya hecho muchos progresos la lepra. Los países calientes son los que la abrigan, y en ellos hay la mayor facilidad de la comunicación, cosa muy perceptible para quien examine cuidadosamente los fenómenos de la propagación verminosa y de la situación del cuerpo humano en los dichos países; en estos es fecundísimo cualquier insecto, su generación es prontísima e indefectible. Y el cuerpo humano es más delicado, poroso, de una textura débil y laxa, en fin, susceptible de cualquier contagio que se le insinúe, ya por la constitución de sus fibras, como porque por lo común se halla abundante de materiales sucios que son nidos acomodados de los insectos, o sea de cualquiera materia pestilente. Juan Chardín, comerciante en piedras preciosas, y viajero nada mentiroso, a las Indias orientales, asegura que en   —478→   Persia, de ordinario no se necesita sino conversar familiarmente con una persona afligida de lepra para contraerla, tanto a causa de la actividad sutil del contagio, cuanto a causa de la disposición del cuerpo preparado a recibirlo en este país más bien que en otro, porque allí reinan especialmente el calor y sequedad del aire; y las gentes usan frecuentísimamente del baño con todo lo que están los poros muy abiertos. En nuestra Casa de la salud pública no se encuentran estas disposiciones morbosas y características del Oriente. Luego se sigue que no hay por qué se tema, sea común ella a ambas enfermedades bajo de las condiciones presupuestas.

Que el miedo de que incurran virolentos en la lepra retraerá a los padres y parientes de que los lleven a la dicha casa, es la segunda objeción que se me ha hecho.

RESPUESTA.- Nuestro pueblo a todo lo que tiene apariencia de novedad tiene un terror pánico. Todo le incomoda y asusta; y pasiones como estas tan villanas y propias de corazones abatidos, tienen su raíz en la pobreza, y suma ignorancia de este lugar. Las gentes hábiles e instruidas, ven el mundo, por dentro y por fuera, desde el breve círculo de su aposento, y nada les coge de sorpresa. Al contrario gentes ignorantes a cada paso político, natural o literario (al cual no están acostumbradas), que vean dar, se les cae el cielo a plomo sobre sus cabezas. Un hecho práctico estamos palpando hoy con nuestras manos sobre la disertación de don Francisco Gil. He oído, pues, a más de cien personas, que sin haberla visto ni tener presente sus razones, han declamado contra su útil   —479→   establecimiento. ¡Qué tontera! ¡Qué disparate! ¡Querer acabar con las viruelas es un intento no sólo temerario, sino imposible de verificarse! ¡Qué casa! ¡Qué renta! ¡Qué paciencia! ¿Y dónde? ¡En Quito!... Véanse allí todas las dificultades que opone nuestro ignorante vulgo, el que, persuadido falsamente de que este mismo papel le haría yo en contra del autor del proyecto, había tenido grande contento y prodigádome sus despreciables alabanzas. ¿En fin, a qué no tiene miedo el vulgo? Pero a desterrarlo, deben contribuir los discursos elocuentes que hagan los sabios, y la mano misericordiosa del Magistrado que lleve a debida ejecución lo proyectado; porque, si nos andamos con el reparo de los temores populares, nunca verificaremos cosa de provecho. Acaso los mejores pensamientos del hombre han quedado en el abismo de sólo su penetración, por el temor de lo que dirá el más salvaje populacho. Hablando más directamente, debe publicar el físico, que no han de incurrir mal de lepra los que fuesen a la Casa de la salud pública. Y los jueces dirán al público, han de ir allá los virolentos, porque no hay trato familiar de éstos con los leprosos; y tenemos buenos principios para asegurar, que jamás habrá un recíproco contagio. Debe añadirse que el retirar a casa particular distante a los leprosos, es una ley santa que previene toda frotación (digámoslo así), de aquestos con los sanos y evitar el que usen unos y otros dentro de las poblaciones una misma cama, un mismo vestido, un mismo plato, una misma servilleta, una misma cuchara, un mismo aposento; con lo que ¿qué personas por más robustas y sanas que sean, no se volverán en el transcurso   —480→   de algún tiempo de esta familiaridad, tan enfermas como aquellos? Pero no por esto se les arroja con inhumanidad a ese retiro para que perezcan en la falta de las cosas necesarias a la vida mucho menos se les relega, para que vivan en el olvido de la salud eterna, o como los judíos sin templo; sin altar, sin sacerdote, sin sacrificio. Han de tener todo lo necesario para lo espiritual y temporal. Y la ley llama Mayorales o Mamposteros, a aquellos que los cuidan; porque la piedad de nuestros católicos Monarcas ha atendido a todos estos objetos, con particular esmero y amor paterno a seis vasallos infelices. El no contagiarse consistirá en el aseo de los vestidos, alimentos, lechos y demás cosas que llegan al cuerpo; pues, nuestro clima nos ofrece, aquella seguridad que falta en los países calientes.

Juzgo que están desvanecidas las dificultades, y en este supuesto no hay más que recordar al Muy Ilustre Cabildo que son muchas las ventajas que resultan de tener esa casa común. Con la noticia de que en el Batán de Piedrahíta hay leprosos, no irá allá a divertirse parte de esta gente holgazana, que en todas partes abunda, y es infinitamente propensa a la malignísima práctica, de dañar paredes con tiznes, y de arrancar plantas, como lo hicieron en la que llaman Alameda. Menos irán los ladrones rateros, que, sabiendo que hay algunos utensilios en la casa, y que estaba desierta, no hay duda, llegarían a insultarla. Los leprosos la defenderían. El ahorro del costo es la mayor ventaja, porque, con añadir pocas oficinas, que las reglará algún perito, no de nuestros groseros albañiles; que no saben una sola palabra de arquitectura,   —481→   sino de aquellos que hayan visto algo de mundo, o hayan leído algo que toque a este arte, se tendrá todo expedito. Y, como las viruelas después de una vez extinguidas, puede ser que nunca aparezcan o vengan muy tarde; la dicha casa no estará inservible, y, por lo mismo, ruinosa, pero en este caso es que es necesaria la visita de uno de los Regidores en compañía de algún médico, cada quince días, por turno. El primero visitará el estado de la casa, el tratamiento que se da a los enfermos, y todo lo anexo a la policía. El segundo observará los aumentos o disminución, o estado medio de la enfermedad en esos miserables. Podía hacerles alguna aplicación, o intentar su curación radical, etcétera, conforme las esperanzas que conciba de poderla hacer. Pero cuál sea el médico que el Muy Ilustre Cabildo ha de destinar; vamos a verlo en lo que sigue hablar acerca de la limpieza personal de Quito.

5.º Falsos médicos. Por más que muchos escritores hayan desacreditado el arte médico, y que hayan extendido sus invectivas hasta a los mismos profesores, no es de dudar que el arte es saludable y necesario a la humanidad, que el Médico bueno es don inestimable que hace el cielo al lugar donde le quiere poner: si éste es malo, no hay peste tan devorante que se le parezca, ni contagio más venenoso a quien se le pueda comparar. Trato, pues, señores, de dar muy por mayor una idea del médico instruido, para que se conozca en contraposición cuál es falso e imperito. Ojalá me fuera posible tratar esta materia con la extensión que ella demanda y es necesaria para Quito. Desde luego me figuro que haría un gran servicio   —482→   a la República, especialmente si añadiese el método que en esta ciudad podía observarse para aprender la medicina.

Antes de llegar al estudio de ésta, debe el que la quiere profesar, entrar en su estudio por una especie de vocación, que inspira el genio, o cierta vehemente inclinación a profesar, en medio de las ciencias y artes, una más bien que otra. Esta inspiración secreta demuestra en el joven que la percibe un principio luminoso de discernimiento, y por él ya se puede prometer él mismo la cadena feliz de sus conocimientos, y el público la esperanza de lograr en él un buen profesor. Este presentimiento interior le condujo al celebérrimo Tournefort, a la averiguación de la naturaleza de las plantas. Por él, pues, apenas se puso a estudiar en el colegio de los jesuitas de Aix el latín, cuando (como dice Fontenelle en su elogio), «desde que vio las plantas, ya se sintió Botanista, quería saber sus nombres; notaba cuidadosamente sus diferencias, y algunas veces faltaba a la clase para ir a herborizar en el campo, y para estudiar la naturaleza en vez de la lengua de los antiguos romanos». De aquí es que se debe pronosticar un suceso infeliz, si sólo el muchacho es llevado al estudio de esta facultad, o por escasez de fortuna que no le permite seguir otra carrera más brillante, o por una condición servil que le esclaviza a entrar en el asilo médico, respecto de que tomada alguna leve tintura de la gramática latina, no halla otro recurso literario. En estos dos casos de muy mal agüero, no se puede esperar con alguna confianza prudente, que salgan buenos médicos, porque entonces solamente una fatal necesidad los ha compelido a viajar una   —483→   región cuyo temperamento, extensión, región, hermosura y propiedades, jamás han de llegar a conocer.

A la vocación médica debe seguirse la disposición previa de los buenos talentos. Por cierto, que nada valen para los progresos de la medicina los ordinarios. Con estos podrían ser teólogos y juristas de mediana representación; pero médicos de ningún mérito.

A los talentos se sigue la educación. Por más excelentes que sean las potencias naturales de algún gran genio, es preciso que ellas sean cultivadas, pulidas y amoldadas por la enseñanza. De ordinario son más perniciosos a la sociedad los buenos talentos sin doctrina, que las almas de plomo en su natural inercia. En parte de la educación debe entrar el conocimiento de las lenguas griega, latina y francesa; porque las obras médicas, que son indispensablemente necesarias de saberse, están en estos idiomas. ¿Cuánta complacencia y utilidad no sacará el estudiante de leer a Hipócrates en su original? No hablo de las lenguas orientales en las que escribieron los avicenas, mesues, averroes y otros muchos que formaron una época muy distinguida en las Edades de la Medicina, porque quiero limitarme a la lengua latina. En efecto, que los más de los autores médicos de fama están en buen latín, y para hablar con las palabras del abad Pluche: «Ninguno ignora que son nuestros médicos los que nos han hecho el servicio inestimable de hacer florecer el estudio de la lengua griega y el uso de la hermosa latinidad». ¿Después de esto tendremos por médicos a aquellos que absolutamente no la poseen, no la escriben, no la entienden? Médicos en romance no son médicos,   —484→   porque, para decir limpiamente la verdad, nuestra Nación132 aún no ha suministrado obras útiles de Medicina en su propio idioma. Y entre tanto los Celsos, los Areteos, los Belinos, los Marcianos, los Sideramios, los Boerhaaves, los Van Swieten, y otra innumerable multitud de celebérrimos autores se quedarán en los estantes sin abrirse ni saber de lo que tratan. Lo mismo pasará con los franceses para los que no saben traducir el idioma francés. Pero en este hay obras muy exquisitas que ellas solas, me atrevo a decir, nos podrían ahorrar los idiomas griego, siríaco, arábigo y latino. Es un tesoro inestimable la Historia de la Academia de las Ciencias. Débense levantar las manos al Cielo, porque una noble envidia, que poseyó el corazón del gran Colbert al ver la gloria de la Inglaterra en su Sociedad real de Londres, produjo el establecimiento de la sabia Compañía, que acabamos de citar. Fuera de su magnífica historia que comprende todas las ramas del árbol físico, hay otras obras de Historia natural, de Física experimental, de la misma Medicina, que constituyen un diluvio de beneficios a las naciones y a la salud, y permanencia de toda la humanidad. Así un estudiante Médico se halla en la dulce precisión de saber la lengua francesa: el que no la entiende, puede decirse francamente que tampoco entiende la Medicina.

Detrás del conocimiento de las lenguas viene la instrucción en la buena Lógica y las reglas de la Retórica. Con la primera sabrá lo que son las   —485→   ideas y su origen, conocerá las potencias del alma y sus usos tan distintos; verá lo que es raciocinio, lo que es verdad, lo que es crítica, opinión, escepticismo, etcétera; con la segunda aprenderá a hablar correctamente, pondrá los raciocinios bien colocados, las palabras con aptitud y proporción, las cláusulas con cadencia, un discurso y una oración con armonía, propiedad, elegancia y precisión; caracteres sublimes; pero que constituyen la verdadera elocuencia. Sin ella ya se ven los razonamientos monstruosos que nacen de los labios de los hombres, de manera que, a veces, sea que muevan la lengua, sea que tomen la pluma a la mano, no se ven ni se oyen sino las ignominias de nuestra educación. Las certificaciones médicas, las consultas por escrito y de palabra, dichas y escritas con estilo bárbaro, con voces exóticas y horrísonas: todas están manifestando la falta de verdadera Lógica y de la buena Retórica entre los falsos médicos. El insigne Fontenelle, sabio universal, en el elogio del anatomista Litre, trae una reflexión, que me da pena el omitirla. Dice: «La elocuencia le faltaba a monsieur Litre absolutamente. Un simple anatomista puede excusarla y no tenerla, pero el médico no. El uno sólo tiene que descubrir hechos y exponerlos a los ojos, pero el otro obligado eternamente a conjeturar sobre unas materias muy dudosas, lo está también a apoyar sus conjeturas con razonamientos bastante sólidos, o que a lo menos satisfagan y lisonjeen la imaginación asustada: el médico debe algunas veces hablar casi sin otro designio que hablar, porque tiene la desgracia de no tratar con los hombres sino precisamente en el tiempo en que ellos están débiles   —486→   y más niños que nunca. Esta puerilidad o infancia en que los constituye la enfermedad, reina principalmente en este gran mundo, y sobre todo en una mitad de este gran mundo, que ocupa más a los médicos, que sabe ponerlos mejor a la moda, y que de ordinario tiene más necesidad de ser entretenida que curada. Un médico puede tratar más racionalmente con el pueblo. Pero, en general, si él no goza el don de la elocuencia, es menester que tenga en recompensa el de los milagros».

A la Lógica y Retórica deben acompañar los elementos de la Física tanto universal, como experimental. Pero nadie crea que estos pudieron adquirirse en la escuela, aun cuando los regulares extinguidos del nombre de Jesús fueron los primeros que no hicieron más que dibujarnos una línea muy corta de sus primeras nociones. La Geometría y la Álgebra aplicadas a la Mecánica y a las demás partes de la Física abren el camino a su conocimiento. ¿Sin esto cómo se podrán entender las leyes del movimiento en general, la fuerza elástica de los músculos, el resorte del corazón y de las arterias, el círculo progresivo de la sangre y el intestino de las partes que lo constituyen, en una palabra, todo el mecanismo de una máquina tan compuesta y maravillosa como el cuerpo del hombre? Estas dos partes de las matemáticas son indispensables para aprender con alguna seguridad la Física, la Anatomía, la Medicina y las mismas otras partes de la Matemática. Ahora el aprenderlas requiere un genio muy elevado y nada común. Este mismo ha menester el auxilio de un hábil preceptor para hacerle progresar: sin su voz viva, y sin verle correr líneas, describir figuras,   —487→   proponer problemas y resolverlos, este mismo ilustre genio no llegará a ser ni geómetra ni algebrista. Podrá alguno hacer rápidos progresos, como la Historia Literaria me presenta muchos matemáticos, que los hicieron felizmente; pero sujetos que hayan aprendido sin maestro, me atreveré a decir que no halló más que tres hombres y medio en toda la República de las ciencias. El admirable y sublime genio de Pascal es el primero, que por sola la definición de la Geometría pudo llegar a adivinar hasta la proposición 32 de Euclides, siendo él de muy pocos años de edad. El celebérrimo Newton es el segundo, que no necesitó la lectura de Euclides, porque lo sabía aun antes de haberlo visto. El tercero es Leibnitz, un prodigio de la naturaleza, y del cual sólo se podrían formar muchos sabios, según la expresión de Fontenelle; no hubo menester más que leer con aplicación los libros de todas las ciencias, para llegar a adquirirlas perfectamente. El medio hombre entre estas tan superiores inteligencias es el Marqués del Hospital, que, aunque no tuvo preceptores, con todo alcanzó a resolver a la edad de 15 años un problema de Pascal sobre el que hablan geómetras de cuenta, y entre ellos Arnaldo, y hallaban que tenían dificultad. ¿Cómo podrá saber en esta ciudad el hombre más aplicado ninguna cosa de estas por medio de solas sus propias luces? ¿Pero qué confusión no será para nuestros médicos el no saberlas, y quizá el ignorar que las deben saber?

Mas no son la geometría y álgebra las partes matemáticas solas que deben saber y cultivar los que quieren estudiar la Medicina. Como esta tiene por objeto el cuerpo humano, que, ya dijimos,   —488→   era una máquina muy compuesta de líquidos y sólidos, deben conocerse la estática, la mecánica, hidráulica, hidrostática, óptica y acústica. De otra manera el médico nada percibirá de cualquiera de las operaciones de esa máquina. No sólo esto; sino que a los mismos autores médicos nunca los podrá entender. ¿Cómo penetrará lo que dice Baglivio en su tratado de fibra motrice? ¿Lo que Santorio en su Medicina Estática? ¿Lo que Varignon en su proyecto de una nueva mecánica? ¿Lo que Lister en los Comentarios a los Aforismos de Santorio? ¿Lo que Juan Gorter en los suyos al mismo Santorio, y en su tratado De respiratione insensibili? ¿Lo que Hoffman, cuando su Fisiología la funda en principios mecánicos? ¿Lo que Boerhaave, en todas sus obras así prácticas como teóricas? ¿Lo que sus discípulos Haller, Gorter y Vanswieten? ¿Y lo que todo el sabio mundo de médicos modernos, y con especialidad los buenos anatomistas han escrito sobre las posiciones de los músculos, sus direcciones, sus puntos de apoyo; sobre las apófisis de las extremidades de los huesos, y, en una palabra, sobre todos los movimientos compuestos e infinitamente diversificados de toda la máquina humana? ¿Y sin poder entender, ni bien, ni mal, a los buenos escritores médicos, podrá haber ni sombra de Medicina en Quito? Pero vamos adelante133.

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