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Conocida según estos principios la física, ya es preciso que el estudiante que se inclina por vocación a la medicina la empiece a estudiar; porque para esto es que le dice Hipócrates: «Conare ut phisicus evadas», y que el adagio común le dice también «Ubi desinit Phisicus, ibi incipit Medicus». Pero es preciso ver cómo este estudiante quiteño va a emprender tan ardua carrera. ¿Sabe este infeliz qué maestro es inteligente? ¿Quién posee la ciencia necesaria? ¿Conoce, acaso, cuáles son los primeros libros que ha de tomar a la mano? ¿El mérito de los autores? ¿La progresión de conocimientos que ha de hacer con ellos? ¿O cómo por su orden metódico los ha de ir abriendo y examinando? A la verdad, que la anticipada noticia de los buenos médicos es necesarísima en un estudiante; porque en Quito no hay cátedras de Medicina, no hay escuelas públicas, no hay profesores científicos que la hayan cultivado en Universidades, a donde se dan las verdaderas ideas y lecciones de esta facultad. Mas en esta ciudad será una cosa lastimosa, pero digna de reír, ver a un estudiante que se toma a estudiar el primer libro que una casualidad, las más veces desgraciada, le puso a los ojos. En la misma Europa, a donde florece tanto la medicina; a donde se hallan peritísimos profesores de viva voz, y a donde hay todas las proporciones necesarias para saberla, podrá suceder que falte al estudiante la historia de los buenos escritores para poder escogerlos. Y en efecto, esto es lo que el muy célebre Herman Coringio, docto en la historia y en la jurisprudencia, quiso prevenir en su tratadillo intitulado Introducción al Arte Médica, en que vienen los   —490→   mejores escritores médicos y el método de discernirlos. Lo mismo, y con conocimiento más crítico de los que poco ha escribieron, han tratado Lindenio y Merklin. Dejo de nombrar a Manget en su Biblioteca de todos los autores que han escrito sobre la Medicina, porque ésta, dividida como está en cuatro tomos, en folio, servirá más bien de material a un diccionario poco filosófico de los médicos, y no se podrá consultar a tiempo y como se querría la bondad de la obra que se necesita leer. Lo que debo hacer ahora es preguntar ¿si hay mucho ni poco de esta noticia literaria en Quito? Es tal la pobreza de ésta y la de los libros buenos, que, por casualidad se encuentra alguno razonable. Prueba de esto y de lo que he afirmado de la necesidad que hay de la anticipada noticia de autores que debe tener el estudiante, es la siguiente historia. Conozco a un profesor público, que, cuando estaba en los principios de su estudio médico, no tenía más que a Rivera, pobrísimo autor de nuestra Nación en sus Instrucciones, mas este tomo no era suyo, y, por lo mismo, se vea en la precisión de transcribirlo de su propio puño. Pero este mismo estudiante, que no tenía siquiera idea de que había otro orbe planetario de mundos innumerables, en línea de literatura, me dijo así, (que gastaba alguna vez su pérdida tan de tiempo en librejo tan inútil), que no había cosa mejor que la Quinta esencia médica de Rivera. ¡Qué tal afrenta de nuestros progresos literarios! ¡Qué tal medicina la nuestra!

Sea lo que fuere, con el conocimiento de los buenos autores, es bien que el estudiante busque un maestro que de viva voz le dirija, que haga de   —491→   su catedrático, que le designe las materias, que le ponga a la vista y a la necesidad de aprender de memoria unas buenas Instituciones médicas. Pero digo la verdad delante del Dios vivo, que nos ha de juzgar, que no he visto un sujeto en tiempos anteriores que pudiera seguir esta dirección. Es verdad, que conocí un ex jesuita que alcanzaba estos principios, y era el padre Ignacio Liro, alemán; pero no vi que éste enseñara a ningún individuo de esta ciudad, sino es que se diga enseñanza académica, la asidua y perenne conversación física que tenía éste con cierto filósofo quiteño, deseoso de tener entrada científica en los conocimientos humanos. Pero, a vuelta de esto, vi que el año de 1763, el hombre más inepto de toda la tierra, sin tintura alguna de medicina, sin un átomo de Gramática Latina, en una palabra, un empírico desgraciado y desnudo de todo conocimiento, se atrevió a hacer de maestro de medicina; y, con efecto, tomó a su cargo algunos estudiantes que no sabían por dónde ni quién los había de gobernar. ¡Cuál sería su magisterio! Y de estos ¡cuál sería su adelantamiento! Puede considerarlo cualquiera que tenga un ápice de sentido común. Si no los concibiese bien, o dudase de esta verdad histórica, haga juicio por los efectos. El tal buen maestro, pues, puso en manos de su infeliz discípulo a Francisco Suárez de Rivera, autor español, de la Quinta esencia médica, la peor obra de instituciones físicas que ha salido de pluma mortal. Es preciso ver esta obrilla ridícula, para hacer juicio de cuán despreciable y perniciosa es a la salud pública. Considérese, pues, un galenismo indigesto, mal colocado, repetido mil veces, y envuelto en el   —492→   cuaternión de los elementos, de las cualidades, de los accidentes y de toda la algarabía de los malos aristotélicos y perversísimos escolásticos. El mismo maestro no pudo influir otro conocimiento de la anatomía, ni otro libro que el tenuísimo cartapasillo del doctor Martínez, que no sirve para nada, y, teniendo el título de Examen de Cirujanos, debía tenerlo de ignominia de un tan buen talento, como el que tenía su discreto autor; disculpable por otra parte, pues, que escribía cuando empezaba a rayar en el horizonte de nuestra Nación la pequeña luz de los conocimientos en el orden de toda la física particular. No es así que se deba tener siquiera una oscura idea de la verdadera medicina.

Esta debe aprenderse en las Instituciones médicas de Boerhaave, o en la Medicina racional de Federico Hoffman. No es que las recomiende yo porque estudié por ellas. Ya se ve que los primeros libros o maestros que conocemos nos llevan a porfía los afectos todos de nuestra voluntad. Y por lo regular les rendimos un homenaje de gratitud cada vez que los citamos, en lo que, si interviene el estilo de la ternura, puede mezclarse el secreto lenguaje de la vanidad. Pero estas obras inmortales son las que no han de caer jamás de las manos de los que quisieren ser buenos médicos. Boerhaave necesita que le manejen los maestros, y lo den a entender a los discípulos. Sus razonamientos son precisos y geométricos. No hay palabra perdida en él, y mucho menos ociosa. Habla por axiomas y demostraciones, de suerte que, por eso, no ha faltado quien le llame el Euclides de los médicos. Será en lo posterior el que promueva la medicina demostrativa por el conocimiento de la regla de la medicina;   —493→   pues, ya Boerhaave ha corrido en esta parte sus líneas. El modo de tratar las enfermedades ha sido con el método que gastó la antigüedad, llevando por guía la observación más bien averiguada, y esto ha causado que se le llame el Hipócrates moderno. Con todo eso, no es para cualquier escolar el entender las dichas Instituciones. Heister dice hablando de ellas: «Quambis hae ultimae sine prudenti preceptori a tyrone vix inteligi queant»134; y Fontenelle, haciendo memoria de los turcos que tradujeron en arábigo así las Instituciones como los Aforismos de Boerhaave, admirado de esto pregunta: «¿Los más hábiles turcos entienden, pues, el latín? ¿Entenderán ellos una infinidad de cosas que tienen relación con nuestra Física, nuestra Anatomía, nuestra Química de Europa, y que suponen su conocimiento?, ¿Cómo percibirán ellos el mérito de unas obras que sólo puede conocerlas la capacidad de nuestros sabios?».

A las citadas Instituciones se deben acompañar los conocimientos anatómicos; no solamente por los autores, de los que hay una multitud de buenas obras, dignas de saberse, sino por la observación práctica hecha en las disecciones de los cadáveres y en la que se dice Zootomía o disección comparada, que es la que se hace en los brutos. Pero de una y otra, así práctica como teórica, apenas ha habido unas nociones muy superficiales en esta ciudad. Y me acuerdo, a este propósito, que el año de 1765, queriendo mi padre asegurarse de los progresos   —494→   que había conseguido yo en los estudios médicos, me hizo examinar particularmente con todos los profesores, que entonces se hallaban, monsieur Gaudé, Liro, doctor Urrú y otro, que me es preciso callar. Este último tuvo la animosidad de proceder al examen, y tenerme dos días consecutivos a dos horas por la noche, oyéndome hablar acerca de los elementos de la Medicina. No contento con esta prueba que sería arduísima, si me hubiese hecho otro que fuese maestro en la materia, o que, cuando menos, supiese latín, pues que en este idioma expuse cuanto hablé; me obligó el bárbaro impostor a que volviese otra noche a ser examinado en Anatomía, delante de dos discípulos beneméritos a quienes dirigía. Llegada la noche citada, el buen maestro intimó al discípulo más aprovechado, y que pasaba de la juventud, a que explicara la cabeza o lo que llaman los anatomistas cavidad animal. Y no hizo sino repetir en latín bárbaro los breves y mal digeridos rasgos que trae Martínez en su Examen de Cirujanos. Cuando acabó éste, dijo otro poquito y mucho peor en la jerigonza latina acerca de la cavidad vital el segundo estudiante, digno discípulo de tan gran maestro. A mí se me encargó por huésped que explicara la cavidad natural. Por más que quise ceñirme y recorrer las entrañas que en ella se contienen muy por mayor, no lo conseguí tan fácilmente. El ardor de la juventud, la memoria más pronta y perspicaz, los sentidos en su mayor vigor, veinte años menos que tenía entonces, me hicieron algo prolijo, y, habiéndose levantado cierta alteración sobre las glándulas renales, que los tales discípulos no comprendían y yo iba a explicar bien a la larga; me   —495→   repuso el más aprovechado de ellos, que él no sabía nada de eso, y que creía no se necesitaba tanta Anatomía para que se supiese la Medicina. Véase aquí si éste tendría siquiera la noción más mínima de lo que era esta facultad. Aún no había llegado a su noticia, mucho menos a su vista, la disertación de Federico Hoffman acerca del uso de la Anatomía en la Medicina. Es el caso, que algunos falsos médicos han logrado coger a Hoffman, ya en una edad en que no está su cerebro para empezar a por tan excelentes conocimientos. Se ha entendido el elogio de Federico Hoffman con su poquito de sal. Mas, ni esto, ni lo que vale la Anatomía, ha pasado por la imaginación de nuestro estudiante. Y ya se ve que quien no había cogido más que el Examen de Martín Martínez, ¿qué podía haber leído los magníficos y merecidos elogios que hacen a la anatomía, y los urgentes raciocinios con que los anatomistas y médicos recomiendan su absoluta e indispensable necesidad? Con todo, este mal ejemplo que podría causar a algún estudiante médico la proposición de aquel otro muy ignorante, se debe decir que él aprendía la anatomía por la exposición anatómica del cuerpo humano de Winflou y Morgagni, la cual puede servirle a ilustrarle en las controversias que se han ofrecido entre los anatomistas. La Biblioteca Anatómica de Manget trae la colección de muchos tratados muy útiles, y es necesario consultarla. Pero a ninguno que fuera mi discípulo le dejaría omitir el compendio anatómico de Heister. Como es una nuez que encierra mucho fondo, le haría aprender de memoria, llevándole siempre a que viese las buenas láminas de Bartolino Cowper y Kulmo. Con dolor dejo de recomendar   —496→   al estudiante quiteño a Ruysch, Vieuffens y Nuckio. Para esta ciudad es esto un abismo. Pero citando a éstos y muchos más, podía hacer un conocido servicio a los que quisieran cultivar la Medicina, si no temiera atraerme la burla que hace Heinecio a los falsos abogados, que ponen la fuerza de la justicia en el numeroso cúmulo de citas. Y es célebre el pasaje que este jurisperito ilustrísimo trae en el Prefacio a los Elementos del Derecho Civil. Dice, pues, que un letradillo con la ansia de citar, produjo a nuestro Señor Salgado en su tratado de Somosa. Y es de soltar la carcajada al saber que el Ministro español tiene por apellido Somosa, y no debía existir en la naturaleza el tratado Somosa, que el letradillo citaba.

La Botánica es necesarísima al Médico. Cuando menos debía ponerse en manos del estudiante a Tournefort: su obra no debe causar horror a nadie, porque no es prolija. Yo la leí en un solo tomo, en cuarto, porque, aunque tiene dos más, éstos alegran la vista y la imaginación, porque no son más que de figuras. Y por lo que mira a las virtudes de las plantas, ya que se conozcan, (lo diremos así), sus rostros, bastaría la lectura o estudio de la Materia médica de Herman o de Lemeri, acerca de los medicamentos simples. Es tal la ignorancia de esta parte de la Ciencia Natural, que en mi mayor juventud fue preciso hacer conocer a algunos la Escabiosa, la Codearia y sus usos medicinales. He descubierto cómo la planta exótica en esta provincia, que llaman del cristal, es buena para curar a los tísicos. La quina, o vulgarmente cascarilla de hoja, que es efecto de aquí de nuestra provincia, el pobre médico no la conoce,   —497→   ni puede decir cuál es buena y cuál es sin buenas propiedades. Algo más saben de esto los comerciantes en esta especie. ¡Qué tal desgracia!

Pero yo que quería decir algunas buenas cualidades del buen médico, me voy dilatando, bien que por la superficie sobre las partes elementales de sus estudios. Diré solamente que la Historia Natural, la que se llama Materia Médica, la Química, la Farmacia, la Cirugía, todo esto debe saber el Médico. ¡Oh qué mundo tan vasto e infinito; pero desconocido hasta aquí de los nuestros! Dentro de la que se llama con más especialidad Medicina, hay la Fisiología, o la doctrina del uso de las partes. Rivera no es capaz de describir las funciones animales y naturales. Hay una Patología o noticia de las enfermedades: Rivera no las describe, ni tiene donde las trate proponiendo sus caracteres. De manera que, por esto me aconteció ver a cierto médico que había estudiado por la Quinta esencia, que en ciertas diarias consultas que se ofrecían acerca de una señorita enferma, ilustre por todas sus circunstancias no había día que no llevase la idea de una nueva enfermedad. Allí estuvo el afecto hipocondríaco, el histérico, la afección verminosa, el ácido austero acre, la subluxación dorsal, la obstrucción de los duetos biliarios, el afecto epiléptico, etcétera; y era que, con el buen deseo de ser útil, un rato leía a Hoffman, otro rato las cartas de Boerhaave, un día a Etmulero, otro día a Tozzi, y en cada uno de ellos le parecía ver descrita característicamente la enfermedad de aquella niña respetable. Esto viene de no tener impresas de antemano en la memoria y razón las señales características de las enfermedades, esto es, tener   —498→   completa historia de ellas. ¿Qué sucede entonces? Que los signos vagos e indeterminados, que, después de visto el enfermo, lleva a su casa, le determinan a juzgar que es tal enfermedad la primera que el acaso, o tal cual ligera presunción hizo abrir y leer en el libro. De aquí viene regularmente, que se toma un mal por otro, que falta enteramente su conocimiento, que se trata con remedios que no son propios. Que se trata al enfermo, o se hace que tome otra naturaleza y duración la enfermedad. Yo he visto a otro falso médico que en la duda, que se ha suscitado entre algunos de su profesión, si es ésta, o si es aquella enfermedad, ha tomado con admirable política, pero absoluta ignorancia de su Arte, y entero abandono de su conciencia, un término medio, y ha dicho en buenas palabras, metiéndose a conciliador de opiniones, que no solamente ambos partidos tenían razón; sino que el mal que Ticio, verbi gratia padecía, tanto tenía de rabia canina, y tanto de lepra. Del mismo modo se porta con su genio conciliatorio en la prescripción de remedios. Dice, verbi gratia el uno, necesita el mercurio de tal preparación; dice el otro que no, y que son menester sales neutras. Pues, entonces (añade el citado médico), póngase en la receta tanto de mercurio y tanto de una sal neutra. Y a veces, según el número de los médicos y sus diversos pareceres, quiere que se haga una composición monstruosa que lo tenga todo. ¿Esta es Medicina o bobería? Pero viniendo a mi propósito, hay una Semiología que es la predicción de las enfermedades y sus éxitos. Hay una Terapéutica, una Higiene o dieta, y otras tantas cosas que se hace inevitable el aprenderlas bien.

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Puestos con la mayor solidez estos fundamentos, es capaz el estudiante de conciliar la teórica con la práctica. Mas, ésta debe hacerse en un hospital grande de doscientos enfermos verbi gratia, o más, para poder alcanzar a ver algunas enfermedades, porque el que tenemos acá, cuando mucho contiene unas cuarenta camas ocupadas en las salas de hombres y mujeres, como lo he observado y puede constar por documento esta verdad, sacándose la suma cada mes, de cuantos se han curado, por los libros que tienen las enfermerías para sentar las partidas de las personas que entrad a ellas a curarse. Después de esto, este hospital no ofrece regularmente más que enfermedad venérea, y rara vez alguna fiebre u otra dolencia. Debe acompañar a esta práctica la lectura de Boerhaave, de Sydenham, de Baglivio, de Ramazini, de las Observaciones y cautelas doctísimas de Pablo Werlhof, de los tratados prácticos de Lorenzo Heister y de los de Sisot. Porque aunque hay tantas obras médicas, no son tan frecuentes o comunes en ellas las buenas observaciones, los casos prácticos, la unión de una filosofía exacta, con la antorcha, firme y nada vacilante, de un juicio acre. En los más de los libros se cura y se prescriben remedios por el género sistemático. Y de éstos es de quienes dice Sydenham: «Egri curantur in libris, el moriuntur in lectis»135. Por cautela debería citar aquí los malos prácticos, aunque por otra parte aceptados por el vulgo y llenos de la estimación de los incautos. Pero como se había de traer al lado de su noticia la crítica de sus obras,   —500→   sería este negocio prolijo y capaz de revolver el humor atrabiliario a muchos que manejan a estos autores. A la verdad, hay poquitos pliegos escritos de la Práctica Médica verdadera. Y entre tantos volúmenes, es preciso que haya una vista muy perspicaz que se dirija a escoger y discernir lo precioso de lo vil. En tanto grado debe ser esta vista mental, penetrativa y exacta, que ella sea quien forme el que se dice espíritu geométrico, el que entre la inmensa multitud de cosas que tiene que observar el médico, vaya en derechura a encontrar con la verdad; que ate justamente los enlaces, las referencias, las conexiones: que discierna las verdaderas analogías para sacar los consectarios, o por mejor decir las últimas resoluciones de lo que se debe obrar cuando se encuentran. Que haga una serie de experimentos para calcular qué número de ellos bastará a hacer una experiencia segura, comunicable a la posteridad. Que no se pierda en la multiplicidad de las combinaciones que ofrece la cadena confusa de entes, que debe tener siempre a los ojos. Sin este espíritu, no hay práctica, no hay medicina. Y por eso se debe despreciar el errado juicio del vulgo, que juzga hallar en la deformidad de un semblante rugoso, porque los años dejaron en él sus tristes impresiones, un tesoro de experiencia y de felicísima práctica. Si el Médico viejo no ha logrado este espíritu geométrico, sus días pasados son otros tantos errores, y su vejez es el apoyo tenaz e inadmisible de caprichos inmortales. Como el acontecimiento de unas mismas enfermedades es tan vario, y que de siglo en siglo se verá sobre ellas mismas un caso idéntico, ¿cuál será la experiencia de un inepto? Ninguna.   —501→   Pero la del espíritu geométrico será infinita, porque conducido por las semejanzas que más simbolizan, saca una conjetura tan ajustada, que equivale, o es en realidad una demostración. Resulta de aquí, que un joven sabio, que se ejercita en pensar, es estimable, y el viejo indolente, contentible, porque no tiene buena ni mala práctica, si le faltan los principios de formarla, y es incapaz de atender a los objetos que le tocan la puerta de los sentidos. Con todo eso, todos los médicos debían amoldarse a tratar las enfermedades y observarlas como Hipócrates. Este fue el modelo de los tiempos anteriores; parece que lo será de todos los siglos, porque, como dice mister James: «Hipócrates es la estrella polar de la Medicina, nunca se le pierde de vista, que no sea a riesgo de perderse. Él ha representado las cosas, tales como son. Ni el orgullo, ni el interés le han apartado jamás de la verdad. Es él siempre conciso y siempre claro; sus descripciones son unas imágenes fieles de las enfermedades; gracias al cuidado que tomó de no oscurecer los síntomas y el suceso con una algarabía ininteligible; pues, que desterró de sus escritos la jerigonza de los sistemas. Con él no es negocio de cualidades primeras, ni de elementos. Él supo penetrar el seno de la naturaleza, prever y pronosticar sus operaciones sin recurrir a los principios originales de la vida. El calor innato y el húmedo radical, términos vacíos de sentido, no manchan la pureza de su composición. Él ha caracterizado las enfermedades sin entrar en distinciones inútiles de especies, y en averiguaciones sutiles sobre las causas». Esta es la pintura del mérito y talento   —502→   médico del padre de la Medicina. Pero en Quito falta este indispensable socorro; porque nadie le tiene ni le ha visto. El que hay en la librería de San Fernando, no es para todos, y quizá no ha habido quien le registre; pero es de muy buena edición, en folio, con el texto griego al lado, parece que es dado a luz y traducido por Renato Corterio. Yo tengo de la traducción de Anucio Foesio, médico doctísimo en la lengua griega. En tanto lo que se ha visto en esta ciudad son los aforismos vulgarizados y comentados en Tozzi y Gorter, y en Rivera sin comentario alguno. Si ha faltado el Hipócrates, tampoco ha habido un maestro docto y prudente, que lleve por la mano al escolar médico, para imbuirle de una práctica curativa, metódica y acertada. He observado, por cierto, que aquel final médico, o curandero infeliz, de quien hice mención arriba, llevaba a su séquito los discípulos que tenía, a las salas de los enfermos, al tiempo de la visita médica. Ésta duraba cuando más un cuarto de hora; en él no se trataba del conocimiento de alguna enfermedad, del modo de tocar el pulso, del juicio que se debía hacer de los signos, en una palabra, nada que condujese a alguna práctica a lo menos superficial y empírica. No era esta visita sino un paseo de magisterio, para oír recetar ojos de cangrejos, cuatro calientes sangrías y nada más; de manera que, cuando yo le veía, siendo aún niño, reflexionaba sobre el idiotismo de estas pobres gentes, y la infelicidad de los enfermos, que iban a sufrir una curación de la naturaleza que la pinto. De esta eximia práctica resultó que uno de los discípulos de este gran maestro, cuando se le mostró en cierta casa de   —503→   campo la orina, a que hiciese uso de ésta como de signo médico, se la bebió muy frescamente, teniéndola por mistela. ¿Qué tal perspicacia de sentidos para médico? ¿Qué tal conocimiento de los signos? ¿Qué tales disposiciones de cerebro para observar la naturaleza?

Seguida, pues, por algunos años la práctica de los hospitales, ya podrá el estudiante conducirse por sí mismo; pero habiendo recibido con buenas pruebas el grado de Doctor en la Universidad. Mas, acordándome de lo que pasa en este asunto, es preciso decir al público que no hay orden ni concierto. La facilidad de los Rectores en admitir a los grados, no tiene término. De dos médicos que conozco, el uno sacó puntos a su gusto, espacio y comodidad en su propia casa. Quiero decir, que, teniendo a la mano el tomo de la Medicina Hipocrática de Juan Gorter, hizo su preelección pésimamente ordenada en que defendió una perogrullada, que el abuso de las seis cosas no naturales, era la causa de las enfermedades; al fin, éste quiso hacer conocer que había deseado estudiar, y por consiguiente dio aviso a algunas personas a que le oyeran. Fue una lástima el acto, que no duró más que media hora. Pero, habiendo de sustentar este mismo, otro médico condiscípulo del antecedente, lo hizo tan secretamente, que no se supo lo que dijo, bien que por ser notoriamente menos aprovechado que el otro, se traslució que se había hecho con muchísima anticipación de días la preelección. Con estas previas disposiciones tan infelices, es preciso que salgan al público falsos médicos, de los que sería mejor carecer enteramente, que fiar a su irracional conducta la salud pública. ¿Pero   —504→   qué se dirá de aquellos que ni han dado a conocer los libros que manejaron, los maestros que tuvieron, los grados que tomaron, la práctica que cultivaron, y salen repentinamente a predicarse médicos en el pueblo, como los zánganos salen de las colmenas a esparcir por el aire su desapacible susurro? ¿Podrá concebirse que gentes de plomo y escoria en los talentos, puedan, sin voz viva de sabios profesores, sin el conocimiento de los buenos escritores, (por no cansar), sin ningún auxilio necesario para aprender la medicina, la hayan aprendido, y que justamente podrían salir de entre el polvo y las suciedades de una cocina a ejercer un arte dificilísimo y casi imposible de ser conocido? Nadie lo podría comprender ni considerar; mas en boca de éstos se oye un excelentísimo raciocinio que puede ministrar la cabal idea de sus alcances. Dicen, pues, así, y lo dicen con el estilo y método de los más finos escolásticos. El que sabe pensar, hablar y componer, tiene buenos talentos, pero siempre los saca fuera de su centro, que es la Medicina. No fija sus potencias, las divierte hacia conocimientos muy distantes de su profesión. Llaman así la Historia, las lenguas, las observaciones filosóficas; luego, no puede ser médico práctico, porque tener entendimiento, es el mayor estorbo que tiene para serlo. Así discurren los falsos médicos, poseídos del concepto de que una flema tartárea, es a propósito para sacar los triunfos de la medicina farmacéutica. Con este concepto corren al asilo de los hombres.

Pero estos excesos de los falsos médicos, son los que este Muy Ilustre Cabildo está en la obligación de reprimir. Y por otra parte se ve en la   —505→   necesidad de promover el estudio de la verdadera Medicina, de estimular a los que se conociesen hábiles a que emprendan esta carrera, y de suplicar al Rey, manifestando el lamentable estado de esta Provincia en este punto, tan esencial a la conservación de los hombres, que se digne despachar unos tres maestros, de los cuales el de mayor mérito pudiese ser Catedrático de Prima, y, por consiguiente, Protomédico General de la Provincia, y los otros dos Conjueces, Examinadores y Regentes de las Cátedras de Método y Anatomía. Tendríamos siquiera este ligerísimo consuelo de que se podía adquirir algún ingreso al palacio de una facultad, tan digna de la atención de los Soberanos. Para el transporte de los tales profesores, para su cómodo establecimiento y paga de su honorario, no ha de faltar arbitrio, que todo lo facilite el celo y amor que manifiesta este Muy Ilustre Cabildo al beneficio común. Pero, si este parece un proyecto muy basto y dificultoso de observar, se debía pedir al Protomédico General de Lima, el que, cuando menos, despachase un Teniente de Protomédico que fuese muy hábil, a que viniera a encender aquí el fuego de una noble emulación, y tratara de reformar (cuanto lo permite este lugar), el estudio de la Medicina. Y éste debía ser pagado de las rentas que tiene la Cátedra establecida en el Real Colegio de San Fernando, a este fin de que se enseñe algo de esta facultad. Y el Muy Ilustre Cabildo podía asignarle alguna otra pensión, con la que pudiese subsistir con honor en esta capital, criando jóvenes en la educación médica más acomodada al país.

Este Teniente de Protomédico se ha de procurar   —506→   con el mayor empeño que tenga muy buenas cualidades, entre las que sí debe entrar cuando menos la de un honrado nacimiento, deben ser indispensables las buenas costumbres y las prendas propias de un noble magistrado. Porque este tal protomédico, según las disposiciones de las leyes del Reino en general y las nuestras municipales, es un juez ordinario de todas las causas civiles y criminales de todos los médicos, cirujanos, boticarios, etcétera. Debe alternar con un Ministro Togado, esto es, un Oidor de la Real Audiencia ha de ser como un Asesor del Protomédico nada menos, pues que éste ha de dar sentencia, y aquél le ha de acompañar cuando se tratase de proceder contra alguna persona. Y aun en los tránsitos, de los lugares donde no hubiese Audiencia, quiere la ley que se acompañe con el Gobernador, Corregidor, o Alcalde mayor, y por su falta con la justicia ordinaria. ¿Cuánto importa, pues, que el tal Protomédico sea persona decente, y, por lo que mira a las dotes del espíritu, de nobilísimo origen? De otra suerte, ¿cómo podrá disponer y mandar libremente, ejerciendo los grandes cargos de su tan honorífico empleo? ¿Cómo le obedecerán fácil y gustosamente los que conocieren la oscuridad, o de su extracción, o de sus talentos? Por otra parte, será menester que este juez médico venga, como hemos dicho, de España o de Lima; porque como otra ley dispone que el Protomédico General y los Alcaldes mayores, no den carta de examen de aprobación ni de título alguno, si no hubiese sido examinado el pretendiente, compareciendo en persona; de allí es que, el Título que cualquiera de acá hubiese obtenido, se debe dar por alcanzado subrepticiamente,   —507→   y se le debe quitar. Pero si el Título, verbi gratia, fuese despachado para que alguno sea Protomédico, por otra persona que no sea el Rey, digo, con el mayor acatamiento, que, siendo privativo de su Majestad el crear estos magistrados de tan clásica autoridad, por su real nombramiento, no deberá el Muy Ilustre Cabildo pasar por bastantes los recaudos que este manifestare, en atención a que se oponen a las leyes fundamentales con que se han establecido los Protomédicos reales y toda especie de Protomédicos. Mejor sería en este caso, que el que se hallare con las dotes necesarias para ser Teniente de Protomédico, y con laudable ambición de serlo, se condujese a Lima llevando las fidedignas certificaciones de haber seguido curso de Medicina en la Universidad, y de haber practicado con buen maestro por los dos años que manda la ley. De este modo, o con estos recaudos se presentará ante el Tribunal del Real Protomedicato del Perú, y verá éste si son bastantes, y, teniéndolos por tales, permitirá que pase a sacar puntos para los grados de Bachiller y Doctor: graduado que sea, le sujetará a su particular prueba o examen privativo que hace este Tribunal. En logrando la aprobación en todos estos actos positivos, puede venirse en buena hora, trayendo las patentes que le despachó el Protomédico. Las deberá presentar éstas, como es mandado por la ley, ante la justicia y Ayuntamiento muy ilustre de esta ciudad. Con lo que, expedito el tal Teniente, podrá ejercer libremente sus funciones. Pero, si no se observasen estas diligencias, hay el peligro de que cualquiera del vulgo impetre del Protomédico subrepticiamente muy honoríficos despachos,   —508→   interviniendo el empeño de alguna persona poderosa, pero que no tenga conocidos los principios de nuestra Religión. ¿Acaso no sabemos, por otra parte, que en muchas ciudades, cada uno se sale con lo que quiere ser y llamarse? Cualquiera en dichos lugares, se llama matemático, poeta, médico y otras cosas más que quiere. ¿Pues ahora no podría suceder, que algún lacayo, prevalido de algún inicuo favor, haya obtenido sus títulos sin exámenes, sin pruebas, y, en una palabra, sin conocimiento del mismo empleo que solicitaba administrar? Por eso, en esto de pedir Teniente de Protomédico a Lima, no se hacía más que estimular al Real Protomedicato del Perú a que cumpliese con una de las obligaciones, que le impone la ley, de poner en todos los lugares dependientes de ese Reino en punto de Medicina un Teniente, que sirva de mayor, que esté al frente de los demás médicos, y que mande se hagan los actos positivos conforme a las Ordenanzas Reales. Porque el que este Muy Ilustre Cabildo ordene hacer a su presencia los exámenes de los Médicos y Cirujanos, nombrando a su voluntad cualesquiera examinadores que le ha parecido conveniente nombrar, sin duda ha venido de un fervor de celo, que le hace velar en la buena administración de la policía, habiendo observado, por una parte, que en esta ciudad no hay Protomédico, y por otra, que se ha hecho necesario dar licencia y recados de profesor público al que ha solicitado ejercitar la Medicina. Si hubiese para esta costumbre alguna particular facultad o privilegio, que en Cédula Real se le haya dado a este Muy Ilustre Cuerpo en orden a esta materia, y que excluya de ella y su conocimiento   —509→   al Protomédico General del Perú, no ha llegado aún a mi noticia. De donde, si no hubiese dicho privilegio, los exámenes practicados en la Sala de Ayuntamiento vienen de supererogación.

Pero es muy digno de saberse que los tales exámenes pueden estar como están sujetos a muchos vicios y nulidades irreparables lo primero, porque pueden ser nombrados para examinadores, personas que no tengan la ciencia necesaria. Segundo, porque sean señalados médicos, que no tengan jurisdicción. Tercero, porque los exámenes no se hagan según nuestras leyes, que han prescrito el método de examinar.

Por estos tres vicios, que concurrieron juntos en el examen de una persona, que conozco mucho, se le hizo a ésta por parte de los examinadores una injusticia muy clamorosa. Primeramente le preguntaron por sus comunes cartapacios, y como no tenían ciencia alguna, oyendo unas respuestas bien que fundadas en principios físicos, pero que ellos no entendían, se vieron en la necesidad de reprobar al examinando. Puede colegirse esta verdad por su narración histórica. Uno de los examinadores preguntó si había regla cierta y evidente para conocer el pulso. Respondió el examinando que no, y el escándalo de una respuesta, fundada en buena física, sorprendió al muy venerable concurso y, al mismo examinador. Se creyó que se había proferido por el que padecía el examen, una herejía filosófica, no obstante que exponía las razones en que debía fundarse la respuesta. El mismo examinador preguntó si podía vivir el hombre sin respiración. Respondió el sustentante que no. Se le replicó con los ejemplos del feto y de los   —510→   buzos, pero el otro trayendo a cuenta la mecánica de la respiración y el principal objeto de ésta, deseó dar a conocer su uso, y por consiguiente demostrar que ningún hombre podía vivir sin la respiración, esto es, sin los fines de esta acción vital. Pero todo pareció a oyentes y examinador un cúmulo de desatinos. El segundo examinador que hizo una pregunta en la parte fisiológica, oyó que se le iba a responder haciendo una recapitulación de la Fisiología, porque así lo demandaba la pregunta, y, en vez de quedar agradecido a este orden, el examinador irritado, insultó al que respondía con decirle que ese era un fárrago, y que respondiese directamente. En fin, se le reprobó, porque no fue otra cosa haber informado a este Muy Ilustre Cabildo que necesitaba el examinando de práctica, y haberle estorcido a que sus títulos y carta de licencia corriese con tizne tan denigrativo. Esto es que el examinando había nacido en el hospital, criándose en él y por la felicidad de su genio, inclinándose siempre a la observación de la naturaleza. Pero estos malos paseantes de los examinadores, como antes los hemos pintado, tuvieron el atrevimiento de hacer una absoluta reprobación, en la que la bondad y justicia de este Muy Ilustre Cabildo, no consintió, atemperándose a sujetar al impetrarte de la licencia a un año de práctica. En lo que manifestaban, los examinadores no saber ni un ápice de nuestras leyes, que todos estamos obligados a saber, y esa es la intención de los Soberanos en mandarlas promulgar, especialmente aquellas particulares que conciernen a nuestra condición y empleo. Si las hubiesen sabido, verían que está mandado del modo   —511→   siguiente: «A ningún Médico y ni Cirujano, ni Boticario darán licencia con condición que estudien o practiquen cierto tiempo, ni con otro gravamen ni pena, antes al que la mereciese se la den y manden cumplir primeramente reservando la licencia para cuando la hubieren cumplido, la cual no se la pueda dar sin volverle a examinar, por la orden y forma susodicha, votándole su aprobación como si no fuera antes examinado».

Por el segundo capítulo se le hizo a este examinando igual injusticia, porque nuestras leyes sujetan a los que se quieren recibir de Médicos al Tribunal de sólo el Protomédico en junta de los Alcaldes mayores examinadores. Aquí, pues, en esta ciudad podrían nombrarse examinadores en subsidio. ¿Pero cuáles? Sin duda los más provectos, los buenos prácticos, los doctores antiguos, los de un crédito muy sobresaliente y muy merecido, que funden con él la jurisdicción interpretativa. Pero en el caso de nuestro examinando fueron nombrados sujetos jóvenes, de mala educación y de peor doctrina. Y a más de esto, muchachos que habían recibido el grado de Doctor muy posteriormente, respecto del sujeto que se examinaba, y quizá sucedió que no tenían aún el grado de Doctor aquellos, cuando este otro tenía corrientes los títulos dados por la Universidad. No es esto lo peor, sino que estos mismos examinadores famosos, fueron recibidos en su oficio por este Muy Ilustre Cabildo, en virtud de un examen lleno de vicios y nulidades ya porque les examinó un solo examinador; ya porque éste no tenía pericia alguna del arte, y aun le faltaba siquiera el cimiento de la voz común a una faena falsa, o a un nombre   —512→   de mérito mentido; ya porque el ruido común era de que el tal examinador lo más que comprendía era el arte mal fundado de buscar minas de plata y oro, y tal cual inteligencia de componer drogas usuales en la oficina de Botica; ya porque predicándose el dicho examinador de antiguo médico en las provincias del Perú y en su misma capital, vino a manifestar esta impostura en Quito, recibiendo el grado de doctor a los sesenta o más años de edad, de manos de cierto Doctor de la Universidad, entonces, por sólo el mérito de haber tomado el pulso a una parienta suya, y sin ningún otro acto positivo, o lo que se llama examen, prueba, tentativa o tremenda; ya porque el tal examinador no sabiendo los elementos de Medicina, redujo todo el examen a preguntar algunas pocas trivialidades en la parte farmacéutica; ya porque dicho examen fue común a ambos estudiantes; y ya finalmente porque el tal examinador respecto de estos motivos se hallaba incapaz de cumplir con unas obligaciones de conciencia que no conocía, y procedió por eso a una solemne aprobación. No podía ser que tales examinadores, examinados con estos vicios, fundasen título para examinar a ningún otro médico; menos se debía esperar que fuesen tan animosos cuando fueron señalados de examinadores. En fin, ellos debían haberse presentado modestamente al Muy Ilustre Cabildo: no tenían facultad para examinar, pero, envanecidos, simularon la verdad y procedieron temerariamente al uso de un ejercicio que les vedaban las leyes. Esta circunstancia de tanto momento indujo, ya se ve, una insanable nulidad del acto de las licencias y recaudos anexos al dicho examen. Y por evitar este   —513→   desorden, que no está en mano del Muy Ilustre Cabildo el prevenirlo, fue que el tal examinando nunca había pensado en pasar por este acto, y no lo hubiera sufrido jamás, si no hubiera sido dócil a la constante insinuación de sus amigos.

Por el tercer capítulo, de que sucede que no se hacen los exámenes según el método prescrito en nuestras leyes, también se le hizo injuria al citado examinando. Porque no se ha de examinar a cualquiera que quiere alcanzar licencias por preguntas generales y de pura teórica. Y para que se vea el orden, transcribiré las palabras de la ley: «Para hacer examen de cualquier médico, se juntarán antes los examinadores con el Protomédico en su posada, o en la parte que él les enviase a decir, no estando ausente o para ello impedido, y estando en la del examinador más antiguo, o en la que él les señalare; y allí verán los recaudos e informaciones, y siendo bastantes le examinen en teórica, pidiéndole cuenta del método general y de lo que más les pareciere preguntar de la Medicina, y poniéndole delante uno de los autores de ella mandándole le abra y declare y hable sobre lo que se hubiera abierto, haciéndole sobre lo mismo las preguntas que entendieren convenir hasta que todos queden enteramente informados de sus letras y suficiencia, y, estándolo, nombrarán dos de los examinadores, señalando día y hora cierta para que se hallen en el Hospital General, o en el de la Corte, porque en ninguna otra parte se han de hacer los exámenes y allí ordenarán al que se examina, tome el pulso a cuatro o cinco enfermos, y a los más que pareciere a los dos examinadores, y le preguntarán lo que ha entendido   —514→   de cada enfermo y de la calidad de su enfermedad; si la tiene por liviana, peligrosa o mortal, y las causas y señales que para ello halla y el fin a que piense atender para el remedio y curación de los tales enfermos, y de qué medicinas y remedios piensa usar, y lo más que les pareciere. Y visto lo que en todo dice y hace, se volverán a juntar todos los examinadores con el Protomédico y dará ante ellos relación el que se examina de los dichos enfermos, como si hubiera ido él solo a visitarlos; y si por ella y por la que dieren los dos examinadores que asistieron con él y le examinaron de la práctica no quedaren todos suficientemente informados en sus conciencias, se harán hasta que se hallen, las más diligencias que les parezcan».

Véase aquí, por el Muy Ilustre Cabildo, cómo intervienen regularmente en los exámenes muchos vicios, dignos de ser abolidos: los cuales, desde luego, se incurren por la buena fe del Muy Ilustre Cabildo, y malicia de las personas que le quieren inducir en algún lazo. Y como la facultad de la Medicina sea un objeto tan distante de su conocimiento; no es de admirar que sorprenda el engaño la noble sinceridad de sus tan ilustres espíritus. Por eso, y porque me dio el cielo un genio patriótico, me he visto en la necesidad de decir este cúmulo de nulidades, que por lo ordinario inutiliza al ejercicio de la profesión médica a estos falsos médicos. Y este Muy Ilustre Cabildo tiene ya a la vista que la falta de primeras letras, defecto de talentos naturales, mala educación de los espíritus, pésimos progresos en esta carrera, ninguna práctica racional, actos oscuros, pruebas fraudulentas, grados   —515→   obtenidos con obrepción, exámenes hechos ante algún sujeto privado y sin justos títulos malos éxitos en las curaciones, en los pareceres, en los pronósticos: tiene, digo, a la vista, que estos caracteres constituyen a los falsos médicos, y que estos merecen la proscripción y la detestación de todo el mundo. Cuando no suceda así, es preciso citarlos intempestivamente a examen, porque éste puede y debe repetirse cada y cuando le parezca bien al Muy Ilustre Cabildo, y semejante facultad da la ley a los Protomédicos, y en tanto que aquí se den estos, no hay otro arbitrio para promover los estudios médicos, que estas pruebas, las que nunca dan título de preeminencia en los asientos, si sólo hacen constar la idoneidad cultivada todos los días, y por lo mismo en línea de precedencias, se debe estar tan solamente a la antigüedad de los grados. Tampoco estas pruebas dan justo título para tener entrada en los monasterios; porque si para el confesionario requiere el derecho eclesiástico que tenga el confesor de monjas cuarenta años, para el médico de ellas el mismo pide la edad de cincuenta. Y esta ley santa se debe observar inviolablemente, porque tiene miras muy sagradas, dignas de no quebrantarse. Pero si esto se debe estimar a los falsos médicos, que tienen la apariencia exterior de serlo, por ciertos pasos que han dado en la facultad, ¿qué se debería decir y hacer de aquellos que no han pasado ni por estas ligeras ceremonias?

El Muy Ilustre Cabildo, celoso de su buen nombre, deberá en tanto que la profesión médica tome la forma ordinaria prescrita por las leyes, según los medios que hemos insinuado arriba, vedarles el   —516→   que se encarguen de las curaciones y de la visita de enfermos. Hay penas impuestas por las mismas leyes a los infractores. ¿Ni cómo se ha de permitir que los que no han seguido alguna carrera se vean tratados promiscuamente de Doctores, de Médicos y de profesores públicos? Y al llegar a este punto, pongo en consideración de este Muy Ilustre Cabildo, que los regulares, que hoy día, por moda, o, por mejor decir, por una sugestión diabólica contraria a las leyes eclesiásticas, tienen el ansia de parecer médicos y cirujanos, y ser admitidos por tales a sombra de la autoridad de los Magistrados, no deben ser promovidos por ningún título al goce de profesores públicos. Y, cuando sus prelados, no acordándose del espíritu de sus estatutos monásticos, y mucho menos de los Sagrados Cánones, no les prohíben esta negociación secular, con que quieren vagar por el mundo los que tan seriamente le renunciaron; el Muy Ilustre Cabildo, con no recibirlos a este ejercicio, y antes con privárselo severamente si lo practican, ha cumplido con una de sus obligaciones de conciencia. Y lo que sucede es que, si algún Regular converso, o de los que llaman justamente legos; por algún acaso es admitido a alguno de estos encargos (que ellos se juzgan en derecho de satisfacer completamente), y los practican; se quieren anteponer a los Doctores seculares, tomar asiento y lugar preeminente, y preferido en todo, contra todo el orden, de los derechos. A lo cual acude de buena fe la santa piedad de los Magistrados, en consideración y virtud de su hábito de penitencia que traen. Pero éste, sólo da motivos de humillación al religioso que le carga; y si todo cristiano debe ser el que ministre   —517→   y sirva, o el que esté a los pies de todos, el Regular con más justo motivo no debe prevalerse de las insignias de la humildad, para engreírse y dar señales de su soberbia. Aun los Ministros Togados de mayor carácter y dignidad, siguen el orden jerárquico en la ocupación de asientos en las universidades, según la antigüedad de los grados. ¿Y será razón que los que no los tienen ni los pueden tener, pues son muertos a los honores y preeminencias seculares, quieran presidir a los que las pueden gozar y de hecho las gozan?

Con este motivo, ocurre también decir, que en este Muy Ilustre Cabildo residen mientras no haya Protomédico, todas las facultades concernientes a perfeccionar este ramo de policía, y dar forma de seguir un método para aprender la Medicina, trayendo a la consideración el espíritu de las leyes que lo prescriben.

Del mismo modo debe mandar este Muy Ilustre Cabildo que los Médicos no llamen a las consultas a los Cirujanos, ni traten con ellos con algún género de igualdad, aun en los actos de ceremonia, para que la profesión médica tenga la distinción debida y el honor correspondiente. En lo que el Muy Ilustre Cabildo se arreglará a intimarles esta conducta a los médicos, para que les obste y pare perjuicio la cédula dada por nuestro Rey el señor don Felipe quinto, en San Lorenzo, a 27 de noviembre de 1737, por la que se manda a los Médicos que no admitan ni llamen a juntas a los Cirujanos en curaciones de su facultad, ni concurran a consultas con ellos recibiendo sus pareceres y votos, así por ser muy contrario y disonante a su clase, como por otros motivos de mayor momento.   —518→   Supongo, Señores, que esta reflexión es más bien un remedio precautorio para lo que acontecerá en lo futuro; porque, ciñéndome a decir una verdad la más interesante, y que podría repetirla entre los últimos alientos de la vida, protesto que no hallo un solo mediocre cirujano en una ciudad como esta, a donde hay Obispo, Presidente, Audiencia y Cancillería Real, Cabildos y demás gentes ilustres que componen un no despreciable lugar.

Muchas más cosas había que decir y reformar acerca de este punto de los falsos médicos: no he hecho más que correr una línea a los descubrimientos; porque me pareció importante exponer las cosas que se oponen a la limpieza personal de Quito, y por mejor decir a la felicidad pública. En lo poco que he hablado no he seguido a la razón desnuda de hechos, sino a ella misma, apoyada en la autoridad y en los ejemplos. La verdad ha sido a quien he rendido un irresistible homenaje, y a estos objetos, que parecían muy distantes del de la preservación de viruelas, me ha traído el celo patriótico. Tenía presentes estas palabras de don Francisco Gil: «Aunque parece que únicamente nos hemos propuesto por objeto el preservar a los pueblos de la peste de la Viruela, se deja conocer muy bien que las mismas providencias indicadas a este fin, son igualmente eficaces para toda enfermedad contagiosa, y con especialidad para la verdadera peste». ¿Cuál mayor, Señores, que la impericia de los falsos médicos? Y desde luego, cuando he querido desempeñar el cargo que este Muy Ilustre Cabildo me ha dado, si me hallé muy inferior en fuerzas para salir con la empresa, me hallé con demasiado vigor   —519→   para exponer la verdad. No hay duda que me venía en tropel a la memoria la siguiente reflexión del autor, y era lo que me intimidaba, porque éste dice, hablando de su proyecto: «Bien sé yo que la idea de atan alto fin como me he propuesto, merecía la atención de un hombre verdaderamente sabio y fecundo, para que, esforzada con su elocuencia y persuasiva, y apoyada con el peso de su autoridad, hallase mejor acogida en toda clase de gentes, y ojalá se animase alguna persona de este carácter a tomar a su cargo este asunto y ponerle en estado de ser admisible por quien pudiera ponerle en ejecución». Ahora, pues, veo que en mí no hay el mérito de la facundia, mucho menos el de la autoridad. Un filósofo, un hombre que desea serlo, no tiene más glorioso timbre que el de parecer y ser en la realidad obediente a los preceptos de sus superiores. Pero si a estos cuando son severos y zañudos, se rinde el filósofo por cristianismo; cuando son accesibles y templados, se postra por inclinación. En la primera, difícil coyuntura obra la religión todo el efecto; en la segunda, tan amable, fija el amor toda la fidelidad, ¡Oh, cuánto el apacible y suavísimo gobierno del muy ilustre señor Villalengua, retrata la dulcísima autoridad de nuestro augusto Monarca! ¡Y, oh cuánto se vincula a cada momento con esta conducta la subordinación más fiel! En el soberano y en su Ministro estoy leyendo las máximas de justicia, de equilibrio y de amor a los vasallos. Y es en mí corresponderá sus intenciones tan puras, inspirará mis conciudadanos en este breve rasgo de mi pluma, el amor de la religión, de la humanidad y de las leyes. Por este respeto se me perdonará que haya tomado un tono   —520→   que el vulgo creerá que no me conviene. Por el mismo se deberá creer, que respeto inviolablemente sus ilustres personas y todas sus insinuaciones, porque en la obediencia he constituido todo mi honor y toda mi gloria; y siempre en estos casos hablaré con aquella libertad que me inspirare el superior influjo de un tan Ilustre Cuerpo. Me haré digno de servirle, por los continuos sacrificios de mi reposo, y en ellos haré ver siempre, que Vuestra Señoría es un maestro severo, que a todos instantes da al público lecciones luminosas de rendimiento y gratitud a la sagrada persona del Rey.


Copia de la carta que se escribió a todos los médicos de ejercicio

Casa, y octubre 8 de 1785.

Muy Señor mío:

Para verificar el papel que el Muy Ilustre Cabildo se sirvió mandarme ayer que hiciera, me es indispensable saber hoy mismo cuántos virolentos y leprosos se hallan en el barrio a que usted ha sido destinado, el nombre de la calle, el número que corresponde a las casas, quienes son los dueños de éstas, el sexo de los contagiados y las demás circunstancias que usted juzgase conveniente comunicarme. En lo que creo se halla motivo de cooperar a las intenciones del Rey, y hará usted un favor a su muy atento servidor que besa su mano.

Doctor Francisco Eugenio de Santa Cruz o Espejo.



  —521→  
Observaciones

El escrito de Espejo sobre la manera de impedir el contagio de las viruelas es, en nuestro concepto, la mejor de las obras, que de nuestro compatriota han llegado hasta nosotros. Llamamos la atención de los lectores a la parte final del escrito, la cual merece calificarse de Informe sobre la higiene pública de Quito, presentado a la Municipalidad de entonces: muy dignas de notarse son las observaciones, que hace Espejo sobre las causas que perjudicaban a la salud pública en su tiempo; y, comparando época con época; nos vemos en la triste y hasta vergonzosa necesidad de reconocer que no pocas de las observaciones, que ahora más de un siglo, hacía Espejo, no han perdido todavía su oportunidad en la época presente. Nótese, por ejemplo, lo que dice sobre el hospital.

Espejo era indudablemente un observador diligente de todo cuanto le rodeaba, y lo que observaba lo decía con admirable desenfado. De propósito no queremos insistir sobre lo que observa acerca del aseo de las calles, de la condición de los alimentos y de las medidas que propone para impedir la escasez de la carne y de los víveres en la ciudad. ¡Con qué socarronería tan irónica no hace la descripción del estado miserable del hospital y de las causas que en ello habían influido! Espejo era, en verdad, hombre temible: armado de su pluma, cáustica e hiriente, arremetía denodado contra los abusos, donde quiera que los encontraba136.

  —522→  

Habla de las epidemias, discurre acerca del morbo gálico, investiga la causa y la señala con toda franqueza: diserta sobre la peste y pondera sus estragos, y luego añade que todavía eran más dañinos que la misma peste los malos médicos; y con este motivo narra cómo se estudiaba en Quito la medicina, cómo se rendían los exámenes y de qué manera se obtenían los grados. La descripción, que del estado del estudio de Medicina hace Espejo, causa profunda tristeza y se ve obligado uno a confesar, aunque le pese, que Quito, la capital de la colonia, era a fines del siglo décimo octavo una ciudad muy atrasada: todos los estudios yacían en completa decadencia. ¡El escrito de Espejo es verdaderamente revelador!

El editor.





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