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ArribaAbajo Primer sermón panegírico de Santa Rosa de Lima

Predicado en la catedral de Quito por el licenciado don Juan Pablo Santa Cruz y Espejo, el día 30 de agosto de 1793


Et quae paratae erant intraverunt cum eo ad nupcias et clausa est jauna.

Las vírgenes sabias que estaban preparadas con antorchas, entraron con el Esposo al aposento de las nupcias, cuya puerta se cerró para las vírgenes necias.


(San Mateo al capítulo 20).                


En la economía regular del orden público no llueven las felicidades, sino sobre aquel que las arranca del mismo Cielo con la solicitud, con el ruego, con la vigilancia y la importunación. Estos actos de una alma, atenta a no perdonar un punto de los que conduzcan al logro de su deseo, labran esa preparación necesaria a recibir los beneficios, a tocar el término de los aciertos. ¿Cuándo sucedería que las vírgenes, de quienes habla el presente Evangelio, tuviesen entrada al aposento de la esposa, y efectivamente lograsen ver los inocentes regocijos del desposorio, si no se hubiesen   —544→   preparado de antemano, ya con el cuidado vigilante de esperar al Esposo, ya con las lámparas encendidas, y ya con el aceite suficiente para fomentar sus luces? Su preparación o providencia de lo que debían practicar, las constituye prudentes, y las lleva por la mano a presenciar las castas delicias del Esposo: «Et quae paratae erant intraverunt cum eo ad nuptias». Si a una lección de prudencia humana, acreditada por la experiencia, se añade la sagrada autoridad del mismo Jesucristo que la confirma, no queda duda de que es necesario poner los medios para conseguir el fin. Estad en vela, cuidad de estar con las debidas disposiciones, dice el mismo divino Salvador a las almas fieles, si queréis que os conozca y que os introduzca a las solemnidades del desposorio porque, a la verdad, ignoráis el día y la hora en que vendré. Todo el tejido misterioso de esta alegoría, con que el Hijo de Dios ha querido dar una semejanza del Reino de los cielos, se reduce a designar, según el testimonio de San Agustín, a Jesucristo Señor Nuestro en el Esposo, a la Iglesia católica en la Esposa, y a las almas buenas y malas que están en el seno del cristianismo, en las vírgenes prudentes y necias. Así es que, la naturaleza del elogio que hoy se consagra a la santidad de esta virgen admirable, se ciñe, según las palabras del Evangelio, a la sencilla expresión de que Rosa fue una virgen prudente, porque se preparó de todos modos a la recepción del divino Esposo; que fue una virgen preparada y sabia, porque entró a la celebridad santa de las nupcias entre el Dios hombre y la Iglesia, su querida Esposa; que, finalmente, esta Rosa, recibió el beneficio completo de ser admitida al aposento de las   —545→   bodas, porque tuvo la satisfacción de ver que se cerraba la puerta después de su ingreso: «Et quae paratae erant intraverunt cum eo ad nuptias et clausa est janua». Pero, Señores, permitidme que sin salir de mi texto, me limite a estas últimas palabras, y que, acomodándome, como orador cristiano a las circunstancias presentes de un siglo calamitoso, os muestre a Rosa, dentro del precioso cautiverio de la Iglesia, obligada a seguir el sistema de la vida cristiana, atada a las inestimables cadenas de su vocación, encerrada en el interior misterioso de la santidad: «Et clausa est janua». Metodicemos, Señores, el discurso, y reduzcámosle para nuestra edificación, a sólo estas dos reflexiones: Rosa, ligada a la unidad de la Iglesia por la infinita misericordia del Todopoderoso; Rosa, ligada a la grandeza del Estado, por la eterna Providencia. ¡Oh! Dios, Autor de la Religión que adoro, y de la monarquía que reverencio, dad a mi espíritu la fuerza de la verdad, y a mis labios la llama de la elocuencia; para que, en el elogio de esta virgen, haga ver cómo son en sí los dos objetos de mi adoración y mi respeto, por la intercesión de la Reina de los cielos.- Ave María.


- I -

En los consejos de Dios no se hallan sino tinieblas misteriosas, cuyo denso velo no puede correr la mano del hombre. ¿Cómo poder penetrar por qué sus entrañas de clemencia dejan a los unos en la infidelidad, y llaman a los otros a su conocimiento? ¿Por qué abandona a aquellos en manos   —546→   de su traidora libertad, y encadena a aquestos en los eslabones de una amable dependencia? ¡Ah! ¡juicios incomprensibles de un ser eterno! Abrahán es separado del abominable culto de los falsos dioses, y Nacor su abuelo es sumergido en el abismo de la idolatría. Mas para adorar, con un temblor humilde y religioso, los secretos impenetrables de los eternos designios del Altísimo, sin subir a la más remota antigüedad de nuestros mayores, debemos, antes bien, bajar a unos siglos más inmediatos al nuestro; y en vez de recorrer los campos distantísimos de la Caldea y la Mesopotamia, podemos tocar como con el dedo al Rímac y al Perú, vastas regiones de nuestro continente. En este nuevo mundo fue que desde la dispersión de las gentes, reinó en toda su fuerza el horror del paganismo, hasta principios del siglo diez y seis de nuestra reparación. Infelizmente hasta aquel tiempo fueron los Incas sabios en la astronomía; más infelizmente calculaban con exactitud los momentos astronómicos de los solsticios y equinoccios; porque a nada más conducía su observación, que a puntualizar los días consagrados a las fiestas de su deidad, de ese planeta, que, siendo a la naturaleza su honor y la fuente de seis luces, era para los peruanos la ignominia de su razón y el globo inmenso que les influía las nieblas tenebrosas de una eterna noche. Pero, a pesar de las maldades en que estaban envueltos estos países, y que debían atraer la cólera del Dios de las venganzas, llega el momento de sus misericordias.

Un pueblo, ilustre por la antigüedad de su origen, virtuoso por la severidad de sus costumbres, noble por la sinceridad de sus pactos, grande   —547→   por la constitución de su gobierno, sublime por la santidad de sus monarcas, cuyo carácter es la piedad, cuyo timbre es el honor y cuya gloria es la Religión, la España, digo, patentiza a la faz del universo, cuáles son esos decretos misericordiosos del Todopoderoso sobre la línea interminable de dos mundos. A medida que su Providencia dilata la esfera y da mayor engrandecimiento al orbe antiguo, hace que se levante el astro de la fe, y que, al desplegar sus rayos desde el un hemisferio al otro, anuncien los progresos del Evangelio, el día de la predestinación de los americanos. ¡Oh! ¡Padre de las misericordias y Dios de toda consolación! Si el beneficio de la luz se vuelve común a estos pueblos, ya se determina singular a la iluminación de Rosa. Esta virgen había de pertenecer más particularmente al cuerpo místico de la Iglesia; había de aparecer en su seno, ligada con más estrechos vínculos a su unidad; había de relucir con brillos más luminosos, como la bellísima y primera aurora que rayaba en el horizonte austral; en una palabra, Dios escogió a Rosa, no solamente para que fuese miembro de su Iglesia, sino también para que fuese el triunfo de su gracia poderosa, con su eminente santidad.

Desde la cuna se observan aquellos prodigios con que pregonaba el cielo, que era vaso de elección la hermosísima hija de Gaspar de Flores y de María de la Oliva. Una Rosa, encendida a soplos de la caridad divina, brillaba sobre su rostro, y este no era otra cosa que un jardín abreviado donde se producía aquella flor, símbolo, precursora risueña de la mortificación y austeridad, del candor y la inocencia, últimamente de la suavidad de las virtudes   —548→   más elevadas. Desde entonces, se absorbe en otro el nombre que se le dio al entrar en el gremio de la Iglesia, y ya no es Isabel la tierna niña para su madre, sino purpúrea Rosa de todo su amor; de donde, viniendo a ser un prodigio el eslabón de otro prodigio, veis allí, Señores, que, inspirado del espíritu de luz el Santo Mogrovejo, la confirmó en la fe que recibió en el Bautismo, con el plausible nombre de Rosa. A estos presagios ventajosos corresponden, no diré unas inclinaciones tranquilas, efectos de un natural feliz y bien complexionado, sino los resplandores de la santidad, y una infancia amoldada ya en los conocimientos y verdades de un Supremo Hacedor que la produce, de un Dios Hombre que la redime, y de un espíritu consolador que la vivifica. A esta ilustración se debe el que empezase la cadena de los méritos, por el sufrimiento de los dolores más acervos, por la mansedumbre y la humildad del corazón. Un genio dócil es, para explicarme así, el cuerpo y domicilio donde habita y ánima un espíritu de obediencia y sumisión heroica a sus mayores; pero los excesos, si es lícito decir de esta manera, forman las virtudes de su niñez: y, lo que es digno de nuestra admiración, antes de llegar al término del primer lustro, conoce que nació para Dios, con tan especial inteligencia, que desde ese punto reitera con la libertad de la razón adulta, con el uso del mejor discernimiento, con la espontaneidad de un juicio libre, maduro y calculador, las mismas protestas que hizo en el santo Bautismo, sin haberlas conocido o pronunciado sino por sus padrinos. Desprecia, digo; las pompas, los espectáculos, la falsa brillantez de un mundo seductor, le tiene por   —549→   nada y le renuncia solemnemente. Renuncia al demonio, sus asechanzas, sus sugestiones y su imperio de engaño y de tinieblas; y de allí es que, viendo una eternidad desdichada de confusión, de miserias, de tormentos y de llamas, abierta y preparada para los pecadores, la teme con tal estremecimiento, que la acostumbra y obliga a decir muchas veces en el día, con tono balbuciente: Jesús sea conmigo. Jesús sea bendito. Amén. ¿No os parece que oís, Señores, en la boca purísima de Rosa las mismas palabras que pronunciaba Salomón? Este Rey, grande en el trono; y más grande en la sabiduría, no dudó decir de esta manera: Yo estaba aún escuchando los arrullos de la infancia pero ya mejor y más distintamente el clamor sonoro de una razón despejada, de un juicio acre, de una edad sólida y adelantada; con razón, porque yo debo a la naturaleza los privilegios de una alma bien puesta, cuyos movimientos primeros son de grandeza, cuyos deseos son de elevación, cuya propensión, siendo de gloria, me hace superior al resto de los mortales: «Puer autem eram ingeniosus et sortitus sum animan bonam». Sí, Señores, así es que Rosa debía observar este lenguaje para manifestar su reconocimiento al Soberano Dispensador de los dones de su gracia; porque a ésta sólo se podía atribuir el que Rosa, tan delicada y tierna en todos sentidos, concibiese tan grande temor de los juicios de Dios, y que, al verse reprendida de un hermanito menor, que reparó su desazón porque le había ensuciado el cabello, óyese todas sus palabras amenazadoras, como discursos de luz, bebidos en la fuente de la eterna misericordia, que la intimidaban felizmente con el trueno espantoso   —550→   de aquellas voces, un Dios juez, una alma delincuente, una belleza seductora, una culpa mortal, una perdición inevitable, un infierno sin fin.

Pero, Señores, yo me asusto de juzgar qué pasó por aquel tercer, pero fortísimo vínculo, con que haciendo Rosa profesión del cristianismo, fue ligada a la unión católica de la Iglesia. Hablo, Señores, de la solemnísima renuncia que hizo de la vida voluptuosa. Es cosa de poco momento para Rosa ver con ojos serenos, que pase delante de sí, como sombra y como nada, un mundo que en realidad no es más que fantasma de infinito vacío. La fe, esa antorcha inflamada en el imán de luz del Santo Espíritu, la provee de esa vista penetrante y sostenida, para discernir la verdad de la mentira; es ella misma quien la ministra todo el vigor necesario para despreciarla; luego, igualmente, es preciso que se deba a ella la sola victoria de Rosa, contra la rebelión de los sentidos. ¡Buen Dios! ¿Mas, acaso vuestra fe obliga siempre a vuestros escogidos a proscribir los inocentes placeres de la castidad conyugal? ¿Y vuestra Iglesia santa no es adornada y glorificada con la virtud de sus héroes, santificados bajo la dulce unión del matrimonio? Sí, pero el triunfo de la religión en Rosa ha de ser completo, glorioso, sin mancha ni ruga, a semejanza de la misma Iglesia a que está unida. Dios, que previno sus caminos; Dios, que anticipó sus gracias; Dios, que venció en Rosa los obstáculos de la naturaleza y disipó las sombras de su infancia, la ha de llenar de los tesoros de su misericordia. A una edad tierna, que siempre es partidaria del silencio de la razón, y operaria tenaz de ideas desconcertadas; donde el espíritu humano,   —551→   o no conoce sus facultades, o desconoce el método de desenvolverlas; y donde la falta de principios obliga a que se manifieste una alma inmortal; como un muelle vigoroso, a sólo regir funciones maquinales, y a sólo descubrir la inercia de su espiritualidad; a esta edad de locura, digo, que Dios dará la fuerza de la sabiduría y la energía de un conocimiento claro y decidido, para llevar por los suelos y atado al carro de la gloria de su Iglesia el encantador atractivo del deleite. «Exiguo conceditur misericordia». La puerilidad del entendimiento será la flor preciosa, y a un tiempo el fruto sazonado de la racionalidad; la pequeñez misma del cuerpecillo delicado de Rosa, será el vaso de gloria, o, por mejor decir, el templo vivo de la castidad. Rosa a los cinco años se la ofrecerá con voto perpetuo, solemne e irrevocable a su Creador; hará de su incontaminada pureza la ofrenda digna, el holocausto aceptable, la víctima santa a su Salvador clementísimo. Dará Rosa por prenda segura de su amor y de su eterno desposorio, el sacrificio de su virginidad al Santo Espíritu, su divino Esposo. Más hará: así coronada de los laureles de la castidad, se encerrará a tejer las palmas de todas las virtudes en el jardín siempre florido de la regla de Domingo. Vestirá su ropa de la tercera orden, designada a fuerza de milagros, y será así el retrato fiel de Catalina de Sena. ¡Oh virgen prudentísima, pusiste el sello a los misterios de tu vocación! ¡Oh Dios misericordiosísimo, Vos cerrasteis las puertas de la Jerusalén santa, ya cuando Rosa ha tomado el asilo del santuario! Ya no oye Rosa el confuso rumor de Babilonias ya no ve las espesas tinieblas del Egipto, ya no entiende   —552→   ni es accesible a la triste división de Samaria: «Clausa est janna». Si, porque antes de llegar a la edad de las esperanzas y los extravíos, de las gracias y los insultos; de la lozanía y el furor, ha tocado los días felices de los sacrificios y se ha coronado de los años eternos de las verdades. ¿Y entonces, qué lugar para percibir el secreto, pero insinuativo clamor de los deseos? ¿Para oír el tumultuario, pero alevoso torbellino de los apetitos? ¿Para sentir las heridas halagüeñas, pero profundas y mortales de las pasiones? ¿Para romper el corazón, con el hechizo poderoso, y casi siempre vencedor, pero falso, pestilente y momentáneo de los placeres? ¿Para llorar, en fin, con equívoca amargura, después de saciado y perdido el candor de la inocencia, el estrago de los vicios? «Clausa est janua».

Desde muy niña, Señores, era virgen sabia, de inefable santidad. Lo sabéis bien, porque nos es muy familiar la historia de su vida. Lo que sí ignoramos desdichadamente, o lo que más desdichadamente no queremos saber es, que la virgen Rosa, es una niña nacida bajo de un cielo que nos comprende y encierra, producida al calor de un clima que nos estrecha y abraza; dada a luz sobre un mismo suelo, que nos sustenta y reúne. No queremos, digo, saber, o aféctanos olvidar, que Rosa es nuestra paisana, es hija de Lima, de esta ciudad magnífica, brillante y opulenta, y cuyo esplendor y riqueza ha traído desde el hemisferio boreal, un enjambre de sus admiradores; este lugar por naturaleza soberbio y encantador, el teatro de la grandeza americana, como también la escena en que hace su primer papel el lujo más refinado,   —553→   y donde se representan, de un instante a otro, mil modas diferentes, fundidas en la delicadeza, el gusto y primor; y difundidas en el interior de estas provincias: esta estancia del genio y la disipación, de la elocuencia y la locuacidad, del talento y el oropel de la imaginación, del entusiasmo de la sabiduría y el pedantismo, del juicio y la superficialidad esta orgullosa ciudad, digo, taller de las bellezas, oficina de las delicias, obrador de los prestigios, los placeres y la licencia... ¿Mas, a qué conduce, me diréis, la descripción moral, física y política de la primera ciudad de la América y de esta famosa capital del Perú? A nada otra cosa, Señores, que a decir, que los peligros de Lima son para Rosa, esas llamas voraces y activas en la apariencia, pero de dulzura y calma en la realidad que experimentaron los jóvenes del horno de Babilonia; pues, que aquí en Lima, nació Rosa, para hacer relucir las llagas del Crucificado, para hacer triunfar la gracia del Omnipotente; para hacer admisibles y aceptados los oprobios de la Cruz; finalmente, para ser nuestro ejemplo doméstico. Todos los fieles estamos obligados a imitarla en las capitales abandonadas y en las cortes corrompidas; pero todos los americanos estamos en la necesidad de ver que el día de ayer fue el de la idolatría, para nuestros padres, y que el día de hoy, es el de la verdadera Religión para nosotros que ayer fueron nuestros mayores la posesión del demonio, que hoy nosotros somos la herencia de Jesucristo, que Rosa, ayer, en la sangre de sus bisabuelos fue el torrente de ira del Señor, que hoy, Rosa en la suya es el mar de gracias de un Dios de clemencia. ¡Ah! ¡Pueda el prodigio de nuestros siglos, el honor   —554→   de nuestra Patria, el ejemplo de nuestra casa, acabar de convencernos que la sumisión a la Iglesia debe ser el distintivo de estos pueblos; y que a medida de los dones que hemos recibido de Dios, debe ser el grado de santidad! ¡Porción ilustrísima de la Iglesia! ¡América meridional, corazón intacto del cristianismo! ¡Quito, Lima, Perú, regiones dominadas del mejor sol de justicia y conquista preciosa de la sangre del Cordero Inmaculado! ¡Ojalá que mejorada la faz de vuestras costumbres, podáis hacer nueva ostentación de que un ente americano compuesto de cuerpo y alma, enmedio de su imbecilidad, de sus pasiones, de sus flaquezas, de su afeminación y su temperamento mole, es racional, es espiritoso, es humano, capaz de ser el edificio augusto de la razón y la virtud, donde residan y moren la templanza y la maceración, la castidad y la constancia, los sufrimientos y la humildad! ¡Ojalá que a todos momentos reproduzcáis la plata de un entendimiento brillante, el oro de un corazón magnánimo, las preciosidades todas de la ilustración, el patriotismo y la humanidad! ¿Qué se desea que no sea muy posible? La naturaleza es feraz aquí, y aún pródiga distribuidora de ingenios e índoles nobilísimos. La gracia de Dios es infinita, y nos quiere perfeccionar los dones naturales. Así, Rosa, dos siglos ha, convirtió sus preciosas cualidades en virtudes heroicas, practicadas en el grado más sublime; con éstas apareció Rosa ligada a la unidad de la Iglesia. Y si me prestáis, Señores, un momento de vuestra benigna atención, veréis también aquel modo exquisito con que la Providencia eterna la ató al carro de la grandeza del Estado.



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- II -

Al ver Tertuliano (profundo observador de la sabiduría de la naturaleza y de los consejos de la Providencia), los esfuerzos poderosos con que el hombre busca su felicidad, el vacío inmenso que halla su corazón en todo lo que no es Dios; la fuerza con que es atraído su espíritu a conocer, a respetar, y aún a amar a un Ser Supremo, exclama en el tono más alto de su majestuosa elocuencia. ¡Oh! ¡alma naturalmente cristiana! ¿Me será, pues, permitido que yo, al observar, que todos los Estados de toda la tierra aspiran vehementemente a mantener la disciplina, en su observancia las leyes, en su respeto el culto, en su obediencia la soberanía, en sus derechos el pueblo, en su paz y felicidad el gobierno público; me será, digo, permitido, que yo también exclame de esta manera: ¡Oh! ¡pueblos naturalmente cristianos! ¡Oh! ¿reinos naturalmente dedicados a sufrir el suave yugo del Evangelio? Sí, porque este retrato de un Estado que anhela a verificar el proyecto de su perfección, representa una monarquía conducida por los consejos de la piedad y de la fe.

Y a la verdad, así como el hombre no es grande sino por la virtud; así no es glorioso un estado sino por la Religión; y ésta es la que forma esencialmente su verdadera grandeza. Al hombre, las máximas del cristianismo adornan de nobleza y elevación; al Estado la ley externa le reviste de la perpetuidad y el incremento. Sea cual fuere la distinción que separa y caracteriza a estas dos sociedades, la Iglesia y el estado, el lazo de la Religión es   —556→   quien los vuelve de individua unidad, y es quien decide de su glorioso destino acá en la tierra, y de su perfecta felicidad allá en el cielo. Antes bien, el objeto de todas las miras de Dios sobre el establecimiento de todos los imperios del mundo, es el de los progresos de la Religión; esto es, el de fijar en todos ellos el poder, con el cetro de la humanidad; la elevación, con la balanza de la justicia; la majestad, con la dulzura paterna; la independencia absoluta, con el respeto al hombre, a la Ley, a Dios. Así es cosa evidente, que en toda la redondez del mundo, ¡qué digo! en todo el Reino de Dios, que abraza su inmensidad, no hay condición libre, ni ser alguno independiente. Dios mismo es Todopoderoso y de infinita libertad para el bien, es limitado y de ninguna aptitud para el mal y el vicio. Sigue indefectiblemente el orden que desde antes de los siglos estableció su Providencia; sus leyes son inmutables, y Dios mismo se sujeta a sus decretos eternos. Luego, los reyes están ligados inviolablemente a la ley imprescriptible de la justicia; luego, los pueblos están sujetos a la cadena indisoluble del orden público y de los estatutos fundamentales de la sociedad. Y veis aquí, Señores, cómo la economía de mi discurso me conduce sin violencia, a manifestaros que nuestros augustos soberanos, esas imágenes vivas de la divinidad, esos dioses sagrados de dos orbes, son los verdaderos grandes del mundo y del imperio, los monarcas, de verdad, católicos y cristianísimos, porque ellos, subordinados en todo a las órdenes del Padre de los reyes y de su eterna Providencia, conocieron que fueron establecidos para protectores de la Iglesia y para conquistadores de estos climas tan vastos   —557→   como remotos. En ellos hacen tremolar el estandarte de la Cruz, hacen penetrar la noticia del Evangelio; y, añadiendo a la corona el diamante inestimable de las Indias, extienden de un polo a otro la monarquía universal del cristianismo. Esta es la grandeza inalienable e inadmisible de la España, a que Dios la llama, a que Dios la destina y en que Dios la circunscribe.

Vedlo, Señores, observando ya, cómo Rosa coopera a esta grandeza, y cómo la Providencia eterna la ha ligado a ilustrar su sublime dignidad, y a dar mayor realce y la justa estimación a la gloria de sus armas. El año de 1535, fundó Pizarro la Real ciudad de Lima, cuyo hecho puede llamar el crítico la serie de las vicisitudes humanas; el filósofo, el efecto de la barbarie, del apocamiento y la timidez del peruano; el político, la fuerza de una nación pulida sobre un pueblo inculto; el hombre de guerra, el poder y triunfo de una gente belicosa, y de las armas europeas; y aún el imperio, la suerte inevitable de los pueblos, o sujetos al fatalismo, o abandonados al ciego acaso. Pero a la verdad, la fundación de Lima y la conquista del Perú, cree el erudito en la Escritura, que fue aquella traslación de los imperios, que hizo el cielo de mano en mano por el grito de las injusticias. ¡Oh! ¡qué ejemplo! Manco Inca, fue idólatra; Huayna Cápac fue injusto, lúbrico y lascivo; Atahualpa fue cruel, alevoso y parricida. Entre tanto, el histórico se persuade a que la adquisición de las Indias fue la recompensa del mérito. ¡Oh qué modelos! Allí está Carlos Quinto con su valor, su celo y su prudencia; allí está Isabel con su fortaleza, su compasión y su piedad; allí está el tercer Fernando con el cúmulo   —558→   de su virtud y santidad. Igualmente, el español, debe llamar el hallazgo del Nuevo Mundo el destino de la Providencia. ¡Oh qué consuelo! La reducción de tantos pueblos, la civilización de millares de gentes, la santificación de millones de idólatras. En fin, el indio mismo bendice la mudanza de gobierno y dueño, y adora la feliz revolución, como misericordia divina, derramada a beneficio de su eterna salud y de la inmortalidad de su Religión. Bajo de este punto de vista vuelvo a inculcar, que Lima proclamó por su rey legítimo al Monarca español: y, establecida su amable dominación en esta ciudad, ¿cómo pensáis, Señores; que podía afirmarse y perpetuarse su grandeza, fundada en la verdad de la Religión Católica? No de otro modo, que de aquel mismo que se valió la Providencia de Dios para que el Verbo humanado estableciese su divina misión y su doctrina sublime esto es por los milagros. Ya el Rímac, desde el año de veinte y seis de aquel siglo enmudeció, después de prestar en su último oráculo, homenaje a la verdad, y a los sesenta años de este silencio del demonio, suscita Dios un portento de virtudes admirables en Rosa. El mismo Dios, entre las ligaduras de la niñez, anuncia su futura santidad por los milagros. Luego, Rosa, en su infancia, es un milagro de docilidad, de correspondencia y reconocimiento a la gracia preveniente. Rosa en su juventud, es un milagro vivo de austeridad y de rigor. Por milagros se oculta a los hombres la maceración; ¿qué digo? La ruina que la mano destructora de Rosa, causa en el débil edificio de su cuerpo. Rosa es un milagro de reprobación de su naturaleza, por lo que no muere, y antes sí,   —559→   revive al soplo exterminador de su ingeniosa penitencia; donde se disputan su singularidad, la invención y el ejercicio. De aquí los ayunos de pan y agua, excesivos por el modo y por la extensión del tiempo; de allí los silicios asperísimos en sus filos, pesadísimos en su mole, violentísimos y enclavados en su ajuste; de allí los azotes más crueles, y dados con dos gruesas cadenas, no solamente hasta derramar la sangre, sino hasta abrir dilatadas bocas a la exhalación del espíritu; de allí, una cama sembrada de garfios, de espinas, de puntas despedazadoras de allí, una cruz, una corona, un anillo forjados en la fragua del amor divino, y destinados, no a mortificar, sino a matar la carne. Rosa es un milagro de humildad, y su ejemplo basta a fijar en el mundo americano la filosofía, al parecer, insensata de Jesucristo, la locura de la Cruz. Su paciencia induce la llama del amor al rey, haciendo ver que él es el único resorte del Gobierno Monárquico; su santidad obliga a creer que hay una gracia poderosa, capaz de sostener nuestra flaqueza y elevar al verdadero heroísmo nuestra nada. Rosa es un milagro de celo y de patriotismo, así es que, en sus distribuciones cuotidianas, diremos justamente, se lastima y ora por las almas del purgatorio, por la conversión de los pecadores, por la felicidad de Lima, por la gloria del Perú. Rosa es un milagro de fe, y por atestiguarla se prepara valerosamente al martirio cuando el altivo republicano de la Holanda, conturba las aguas de un mar pacífico, el año 1615. Rosa es un milagro de fidelidad al Soberano legítimo de dos mundos, y en el ansia de dar a este Numen sagrado más adoradores, y a la Majestad   —560→   Eterna más fieles, crió un muchacho con el designio de que, ordenado de sacerdote, fuese a la reducción de los bárbaros. ¿No es esto mirar con ardor y celo por el engrandecimiento y ventajosa constitución del Estado? ¡Ah! Rosa, al fin, es un milagro destinado a establecer la grandeza de la España, con sus profecías, con sus milagros, con su vida angélica y sobrenatural, de muy pocos días, para que llorásemos su falta y nuestra desgracia; de siglos de mérito, para que bendijésemos el suelo que la produjo, el reinado en que nació, la providencia que la dio a honor de la Península y de la América. Ni hay que pensar de otra manera; porque Rosa, como Rosa del Corazón de Dios, cómo esposa del Rey eterno, como patrona autorizada de las Indias, por su vida y sus ejemplos, por su muerte y sus milagros influye en el amor y rendido vasallaje de estos pueblos. Con su protección, ella hace adorar el estado monárquico, como el más natural a la conservación de todos los derechos; el más adaptado a la naturaleza y verdadera libertad de los vasallos; el más propio para alejar del hombre su envilecimiento y su degradación; el más uniforme y constante para modificar la grandeza y la pequeñez misma del príncipe y el vasallo; el más característico al ejercicio de la autoridad paterna, que atiende a la felicidad común, y que aparta de sí la impostura, y el resorte de la violencia; el único, en fin, más solemnemente canonizado en las divinas Letras. Ella hace respetar las leyes patrias y reconocer con gratitud, que el código municipal es la legislación de las gracias y misericordias al indio, de la justicia y la humanidad al español. Ella hace interesar a millones dé nuestros conciudadanos   —561→   en la prosperidad de la monarquía; y veis allí, Señores, reducido a preceptos incontestables el arte de extraer los minerales preciosos de estos dominios, y ocupados en su valor, centenares de ingenios, millares de trabajadores; fundada una sociedad mineralógica en Arequipa; establecida la época de la Literatura y afirmado para siempre el siglo del gusto de las bellas letras y de las ciencias exactas en otra Sociedad Académica, compuesta de verdaderos y universales sabios de Lima. Ella hace que veamos la imagen de la deidad de todos los siglos en la augusta persona de Carlos cuarto; y que, al resplandor y plenitud de su poder, apliquemos nosotros el esmalte y sello de nuestra subordinación. Ella hace que el mismo santo rey mande, con ternura de padre, a Vuestra Alteza, que le proponga los medios de socorrer y fomentar este Reino de Quito, sus habitantes, su Cabildo y curas; ya antes, y en beneficio del Mediodía y el Septentrión indiano, se había dignado su Majestad fundar un colegio de nobles americanos en la ciudad de Granada; haciendo ver que no serían felices las Indias, si no fuesen grandes sus hijos por el mérito de las luces y los talentos cultivados. Y el mismo augusto y piadosísimo Carlos, persuadido de que una de esas piedras preciosas y fundamentales a un tiempo que constituyen la grandeza del Estado, es la provisión selecta de pastores celosos y sabios en sus iglesias, escoge oportunamente para esta Diócesis al Ilustrísimo Señor Obispo Madrid, recién llegado, un Pontífice fiel, un nuevo Esdras, insigne en la ciencia y estudio de la ley, hijo de la misma Jerusalén santa que ha de conducir, honor de su patria, gloria de Quito, ornamento del episcopado,   —562→   sucesor dignísimo de los Ilustrísimos americanos Solís Ribera, Ugarte, Paredes y Polo. A Rosa se deben estos trofeos. ¡Tal es el destino de Rosa! Ser un milagro que manifiesta la unidad de la Iglesia; ser un prodigio, que establece y confirma la grandeza del estado; porque a ningún otro fin determinó Dios el uso de los milagros, que a vincularse el corazón y el entendimiento de los creyentes. Pero, para acabar mi oración por donde empecé, notad, Señores, que las vírgenes prudentes, porque estuvieron preparadas, lograron las ventajas de su último fin; las vírgenes necias, llamadas al mismo goce, no le alcanzaron por falta de preparación; después de cerrada para éstas la puerta de los favores, los auxilios, las gracias, el don de la actividad, la vigilia y la perseverancia; ya es de balde que la toquen; ya es ahora incompetente el que llamen; y ya entonces no las conoce el Dios tremendo que las llamó: «Clausa est janua: Nescio vos».

Parece que veo caer el rayo de este terrible decreto sobre un pueblo altivo y tumultuario, cruel y pérfido, impío y parricida, desnaturalizado y asesino de su Rey; sobre una porción borrascosa de la Europa, que con la lisonja de la libertad, aspira locamente a la total independencia que es idólatra de la impiedad y la licencia; que fugitivo de la Religión de un Ser omnipotente y de la legítima autoridad de un monarca padre, se ha vuelto el horror de la Europa, el escándalo del mundo, el monstruo más horrible que ha abortado el abismo, ese dragón pestilente de tantas cabezas, cuantas son sus pasiones, sus jefes, su libertinaje y su furor. ¡Ah! ¡A cuántos tiranos se abandona; como dice San Ambrosio, cuando no quieren reconocer un   —563→   solo dueño! «Quam multos dominos habet, qui unum refugerit!» ¡Ejemplo tristísimo de nuestros días! ¡Enseñadnos a temblar de nuestra propia prosperidad! ¡Hacednos conocer, que así como la Religión es el apoyo del trono, así la más pequeña centella de la incredulidad amparada del renombre de crítica, es el fuego del desorden, del tumulto y la subversión!

Al decir; esto, ¡oh! ¡cuántos objetos de grandeza y de terror se presentan en tropel a mis sentidos! ¡El Rey, la España, la América, Rosa, Dios! El Rey nacido (según la expresión de Tertuliano, cuando habla de los Césares), para los fieles, y ocupado de la ventura de sus pueblos como padre universal, la España prestando el debido homenaje de una inaudita fidelidad a su monarca, y llorando, o por mejor decir, detestando lo que ha perdido una nación feroz, la Francia crudelísima que prepara a todo el globo la ruina, y que, a pesar del duelo común de la Europa, podría conseguirla mañana, si fuesen capaces de prevalecer las puestas del Infierno contra la perpetuidad de la fe. La América bendiciendo mil y mil veces la dichosa suerte que le tocó de ser esclava de la ley, que abraza con su dependencia voluntaria y meritoria; de ser sierva de su Rey, que adora con la humilde reunión de todo su cuerpo a su cabeza suprema; de ser aquella tranquila súbdita, que oye en la calma de sus pasiones, en la quietud de su libertad, en el silencio de su agudeza, y penetración, la palabra imperiosa de su Señor amabilísimo. La América, digo, aplaudiéndose y contentándose, en fin, de ser el mejor y el más noble luminar que esclarece la grandeza del Estado; ora se mire la multitud de   —564→   sus naciones, la extensión de sus confines, la inmensidad de sus tesoros, la fecundidad de sus terrenos, la variedad de sus climas, sobre todo, el talento creador de sus habitantes, en quienes reluce tanta dulzura con tanto genio, tanto rendimiento con tanto alcance, tanta fidelidad con tanta luz de propio fondo; y lo que es más admirable, en medio de las sombras que forma la enorme distancia del sol íbero que respeta y ama, Rosa, implorando desde el cielo la sempiterna unidad del Estado y de la Iglesia, el perpetuo enlace de las colonias y la Metrópoli, la perfecta armonía del indio y el español, la fe invariable de Lima, Quito y Madrid. Últimamente, Dios, desde su trono de inefable majestad, destinando las Indias a ser el depósito de sus gracias y misericordias, el centro de la Religión católica, el objeto de sus delicias y amor; y teniendo a bien confirmarla en la vocación del siglo diez y seis, y anunciarla desde hoy por su sumisión y docilidad el gran día de su eterna gloria.

Así sea, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.





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ArribaAbajoSegundo panegírico de Santa Rosa de Lima,

Predicado por el licenciado don Juan Pablo Santa Cruz y Espejo, en la iglesia de los ex jesuitas, el día 31 de agosto de 1794


Prudentes vero acceperunt oleum in vasis suis cum lampadibus.

Pero las vírgenes prudentes recibieron en sus vasos el aceite con las antorchas.

(San Mateo al capítulo 25).                




Entre las varias imágenes, con que retrata Jesucristo el reino de los cielos, una de ellas es la de diez vírgenes, que recibieron sus luces y salieron a encontrar al Esposo y a la Esposa. Parece que esta semejanza canoniza a todas como llenas de la perfección más eminente; pues que todas forman la pintura de una corte eterna, donde habita el Ser perfectísimo que es Dios. Pero Jesucristo nos describe el carácter que distingue a   —566→   estas diez vírgenes; y, poniéndolas en igual contraposición, nos avisa anticipadamente, que deslustra a las cinco primeras el de la locura, y que condecora a las otras cinco la prudencia. ¡Oh qué misterios halla ya mi auditorio ilustrísimo en las sombras de esta parábola! ¡Oh, cómo ve que la primera inclinación de la naturaleza corrompida, o por mejor decir, el sello que la señala, es la misma insensatez!

Señores: nosotros todos, somos naturalmente fatuos, insensatos y locos. Componemos; por la fe, el augusto trono del Rey celestial. Somos, es verdad, la porción escogida, su herencia preciosa, y, al fin, su propio reino; pero somos, por una natural propensión al mal, la imagen de la locura. Si después de entrar, por un instante, dentro de nosotros mismos, adquirimos tan ventajoso conocimiento de nuestro espíritu; a vos toca, Señores, decretar ya, cual sea la necedad y cual la prudencia de que ha hablado el Evangelio. Con todo eso, yo os suplico, Señores, que no adelantéis atrevidamente vuestro discurso; porque el mismo Jesucristo nos declara en lo que consiste aquella mala calidad de la locura, y aquella hermosísima virtud de la prudencia. Las cinco vírgenes indiscretas, nos dice, recibidas las lámparas, no tomaron aceite consigo; mas, las cuerdas, tomaron aceite en sus vasos con las lámparas: «Prudentes vero acceperunt oleum in vasis suis cum lampadibus».

Ahora, pues, ¿cómo juzgáis, señores, que resulta de estas palabras el elogio que consagra la Iglesia a la memoria de este día? ¿Cómo será, que Rosa aparecerá hoy celebrada en la figura que dio Jesucristo a los judíos de su Reino felicísimo?   —567→   ¡Ah! permitidme, señores, que desenvuelva estos misterios. Las lámparas, símbolo de la fe; son comunes a las personas que la profesan, y desde luego las vírgenes necias la han recibido igualmente que las prudentes. El aceite, señal expresiva de las buenas obras, es el que dejan de tomar aquellas; y es aquel de que se proveen éstas. «Prudentes veto acceperunt oleum in vasis suis cum lampadibus». Y veis aquí que la práctica, en una palabra, de la santidad, caracteriza a Rosa de prudente. No la basta pertenecer al cuerpo de la Iglesia, por la generosidad de creer y constituir por la fe el reino de los cielos. Ha menester, para llamarse prudente, de la perfección de las obras. «Prudentes vero acceperunt oleum in vasis suis cum lampadibus».

Veamos ya más distintamente la prudencia de esta virgen paisana nuestra; y pues que, segunda vez logro de la generosa atención de una Asamblea regia y senatoria; de un Cuerpo ilustre, tutor de la Patria; y de un auditorio por todas partes humanísimo, me será permitido empezar el hilo de mi oración por un término inverso. Comenzaré por las lámparas, y explicaré la luz de la prudencia de Rosa, en la sublimidad de su fe. Hablaré luego de los vasos y el aceite, descifrando en su figura, al corazón y las virtudes, diré cuál fue la prudencia de Rosa, en los ardores de su caridad. Pido, señores, no solamente de vuestra generosidad el que me escuchéis, sino también el que conmigo dirijáis al Santo Espíritu la súplica más incesante, a fin de obtener su gracia: Ave María.

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- I -

Muy Poderoso Señor138:

Criado nuestro entendimiento para conocer lo que se le presenta, en esta acción, es todo su anhelo satisfacerse de la verdad. Y ésta, que debe llamarse augusto cuanto esencial objeto del alma, o es inferior, o es conforme, o es superior a la razón, según la distingue San Agustín: «Tres modi cognoscendi infra, juxta, supra ralionem».

Un orbe entero, lleno de prodigios estupendos, que muestra la sabiduría de su Artífice infinitamente liberal y poderoso, es una verdad fácil de verse y, por consiguiente, subordinada a la antorcha del humano alcance. Un Empíreo, poblado de ángeles, que alaban a su Hacedor con el aliento de la gratitud y el júbilo de la predestinación, es una verdad asequible, y desde luego conforme a las fuerzas de un espíritu racional. Un Dios Santo, Santo, Santo, es una verdad impenetrable y que supera a las investigaciones más profundas del entendimiento, oprimido con el inmenso peso de su majestad y de su gloria. Tres verdades adscriptas, según el mismo Santo Padre, a la racionalidad del   —569→   alma: «Cognoscit siquidem Deum supra se, et Angelum juxta se, et quid coeli ambitu continetur infra se».

De cualquiera manera, pues, que se representen estos objetos a Rosa; ella aplicó siempre a su conocimiento la luz de la prudencia, en la sublimidad de la fe. Nace Rosa, abre sus tiernos ojos no para las lágrimas, sino que los despliega para su dulce risa, y, acostada en la tierra; muchas veces los levanta al cielo fija en él su vista constante y detenida: al mirarle de hito en hito, bebe su luz, cual águila generosa, y en este estado paréceme que la oigo a Rosa decir, con humilde ruego, al Hacedor del cielo y tierra: Yo soy peregrina sobre este mundo y quiero ser ciudadana de vuestro reino. Aquí, los primeros ensayos de la vista son los primeros homenajes a la Omnipotencia: admirar la luciente majestad del zafir celeste, es adorar al que le hizo; y es cantar con el mismo cielo la gloria de Dios, que publican sus luminares. ¿Pero qué? ¿Son estos los movimientos maquinales de un reloj sensitivo? ¿Son acaso los naturales esfuerzos de una sustancia pensadora? No: son los actos luminosos de una alma prevenida de la gracia; son los ímpetus sagrados de una razón ilustrada de la fe; Dios es el que da a Rosa la sublimidad de estos conocimientos. En Dios está el aliento de esa vida, y esa vida era la luz de los mortales; porque a ningún otro principio se puede atribuir el que Rosa, así dentro de la imbecilidad de la infancia, llegue a superarla, y, con cierta inteligencia de verdades inaccesibles a la de una niña tierna, juzgue que es mejor la que padece que el varón fuerte. Que con esta idea haga ver Rosa su florido rostro, siempre entre los hechizos de la   —570→   suavidad, entre las dulzuras de la gracia, y entre las serenidades de la paz, sin los clamores ni quejidos que la turban, y que son propios de esa edad. Que, al adelantarse ésta un poco más, forme del sufrimiento su lisonja, y que, con constancia invencible, padezca en el más alto silencio ya una corrosión devorante en la cabeza, por la eficacia venenosa de unos polvos, y ya las crueles operaciones de la cirugía en el dedo pulgar, en la ternilla de las narices y en los huesos de la oreja. ¡Oh Rosa! ¡De sangre son tus matices, tus esmaltes y tu tersura! ¡Oh Rosa! ¡la fuente de la casa del Señor ha salido para regar el torrente de tus espinas! A una vista de fe, con que miras los cielos, haces seguir un sufrimiento de fe, con que atizas el fuego de las espinas de tus dolores. ¿Qué sucederá, si, adelantándote en días, extiendes a otros objetos el resplandor de tus ojos?

Ya los detiene Rosa antes de los cuatro años sobre la tierra. ¿Qué ve? Un abismo, adonde no penetra la luz de la verdad; adonde no corren las aguas de la misericordia; y a donde no se respira el aire de la piedad, siendo ignorado el mismo Ser Omnipotente. ¿Qué ve? Un caos de confusión, donde reinan la maledicencia y la mentira, el homicidio y la rapiña, la infidelidad y el adulterio, ¿Qué ve? ¡Un diluvio de sangre, que ha inundado el universo y sus torrentes tempestuosos son la indolencia en las casas, el escándalo en las calles, la mala fe en las plazas, la profanación en los templos, el sacrilegio en los altares. Una infancia sin elementos de Religión, una pubertad sin principios de modestia, una juventud sin nociones de virtud, una virilidad sin estatutos de honor, una   —571→   senectud sin leyes de probidad, una vida sin fe, una muerte sin Dios. ¡Ah! Y este abismo, este caos; este diluvio de miserias se llama mundo, de quien San Juan ha dicho que su constitutivo es la malignidad. Pero a este mundo es que ha mirado Rosa con desprecio y con horror. ¿Qué importa que él lisonjee con la apariencia de la comodidad, del regalo y del fausto en las riquezas; que él deslumbre con la perspectiva de la brillantez de la gloria en los honores; que él atraiga y seduzca con una ilusión encantadora de dulzuras en los placeres?

«Totus mundos in maligno positus est». Rosa, alumbrada con la antorcha de la fe, considera y abomina la esencial malignidad de este mundo.

Halla en sus cánticos y regocijos tristeza y llanto; en sus triunfos y exaltaciones, afrentas e ignominias; en sus recreaciones y gustos, tedios y agonías. Y en todos sus lucientes atractivos, las sombras y tinieblas de la muerte. María de la Oliva, madre de Rosa, la quiere para el mundo; penetrada de los principios de su falsa prudencia, anhela cultivar, al uso del siglo, la belleza de Rosa: la compone, la pule, la adorna. Observad lo que prepara: los guantes, para la tez y suavidad de las manos; las trenzas y guirnaldas, para el orgullo y majestad de la cabeza; el aparato todo del vestido, para el aire, pompa y gallardía del cuerpo las visitas, para lucir las gracias de la naturaleza y para ostentar en su resplandor y su victoria el encanto de la hermosura; las intenciones todas, para lograr un matrimonio ventajoso con todos los resabios de la mundanidad. Rosa, aunque obedientísima por fe a los preceptos de su madre, o los ahoga en su dolor, o los modifica en su pena, o   —572→   los resiste en su piedad. Una llama voraz abrasa y consume las manos en los guantes; un agudo alfiler punza y penetra las sienes en la corona, que, de verdad, fue como el áspid, que muerde oculto entre las flores. Una loza enorme, de propósito derribada sobre el pie, quita la acción al cuerpo, y rompe la porfía de verificar una visita. Un cabello, cortado con desaliño, disminuye el auge de la hermosura, y arranca de raíz los lazos tendidos a la virtud. Así triunfa la prudencia de Rosa, en la sublimidad de la fe, de los obstáculos que le opone el mundo al poder victorioso de los llamamientos interiores. ¡Gran Dios! ¡Bienaventurada el alma, a quien vos mismo la enseñasteis! ¡Oh cuán veloz es el lenguaje de tu sabiduría! ¡Oh cuán aprisa se aprende lo que vos enseñáis! ¡Oh Maestro mío Divino!

Señores, en esas secretas inspiraciones, con que Dios instruye a sus escogidos, hay desde luego o una luz que alcanza los ángulos más remotos y más sombríos de la Religión, o una palabra eficaz, que, a pesar de la oscuridad de sus misterios, persuade a la razón y la docilita; convence a la razón y la subyuga; porque, cumpliéndose en este modo, que la fe tiene su entrada por el oído; igualmente se patentiza, que el que es de Dios, oye las palabras de Dios. Hasta aquí Rosa ha manifestado, que era ella de esas almas privilegiadas. Desde ese trono de gloria en que la venera nuestra fe, dice, con eterno agradecimiento al Dios de las misericordias, que él la enseñó desde los primeros momentos de su vida, y que hasta ahora, y por la eternidad engrandecerá sus maravillas.

Si hasta aquí ha visto Rosa verdades inferiores   —573→   o conformes a su conocimiento; si el Universo en su constitución mecánica la avisa el poder del Hacedor de la Naturaleza; si el mundo, en su sistema de concupiscencia y de malignidad, le muestra que hay un Autor del orden y la razón, que condena aquel sistema. Si la razón basta, quiero decir, si es de su resorte sólo examinar estos hechos, aclarar sus pruebas, autenticar su demostración; si Rosa ostenta en esto su entendimiento sublime; si muestra también que ha penetrado altamente en los motivos de su fe, la sublimidad de ésta (en que Rosa se ha aventajado), se admira, señores, en que Rosa ha mirado esas verdades, por decir así, comunes, teniendo por blanco una sustancia de cosas dignas de la esperanza cristiana. Rosa ha creído en lo que ha visto misterios en nada sujetos a los sentidos, ni subordinados a la simple razón. Rosa ha tenido una convicción incontrastable de un Ser que no aparece, y de sus atributos que no se miran. Rosa, con una anticipación de ideas clarísimas, con un adelantamiento de nociones luminosas, con una prevención de sentimientos nobilísimos, antes cree, que ejerza los sentidos; antes cree, que desplegué los labios o que rompa en palabras la lengua; antes cree, que desenvuelva el pensamiento antes cree, que tenga uso la razón en otra inteligencia, que no sea correspondiente a la gracia que la previene; antes cree, y se marchita esta Rosa, que chupe y crezca el fuego que la alimenta. Así es que la sublimidad de la fe de Rosa, consiste en que ella, a cada verdad naturalmente conocida ha aplicado, al instante, y de un modo inefable, el sacrificio de su espíritu.

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Pero la justicia divina se descubre a Rosa, creyente fiel, de fe en fe; esto es, Rosa sube de conocimiento en conocimiento. De las verdades ínfimas y comunes a otra verdad superior. De las criaturas al Criador. Ahora es que cuando Dios la habla interiormente como autor de la gracia, aclara más sus ojos, para cegarlos; aguza más su vista, para apagarla; fija en el Sol de la justicia la aurora de su razón, para trocar en sombras reverentes sus augustos resplandores. «Cognoscit siquidem Deum supra se». Rosa conoce a Dios en la sublimidad de la revelación: ve que él es una sola sustancia en tres personas; que una de estas es hombre sin dejar de ser Dios, sujeto a la mortalidad, y al mismo tiempo inmortal. Destinado a los dolores y esencialmente engendrado ab eterno a la impasibilidad. Ve que este Dios hombre reúne en su persona toda la grandeza, toda la majestad, toda la gloria de la Divinidad, y también todo el abatimiento, toda la vileza; toda la miseria de la Humanidad. Ve, y cree un Salvador que él mismo ha dado a los mortales un Evangelio de vida. Aquí para Rosa, y eleva su consideración a admirar su plan trazado con infinita sabiduría; y con aquella luz propiamente de fe ve cuanto el Evangelio eleva el corazón humano, y cuanto su sublime y divina moral pone al hombre superior al hombre, volviéndole en todos sentidos justo. Justo hacia los inferiores con la afabilidad; hacia sus iguales, con la paciencia; hacia los amos, y mayores, con el respeto; hacia los reyes, con la obediencia; hacia todos los hombres, con un amor igual a aquel con que uno se ama a sí mismo. Justo, cuando como ciudadano forma el vínculo de la Sociedad; como   —575→   vasallo, el rendimiento fiel; como siervo, la esclavitud pacifica; como maestro, el magisterio humilde; como juez, la magistratura incorruptible; como rey, la majestad accesible, justa y clemente como amigo, la cordialidad ingenua. Justo, si en vez de correr a las usurpaciones, antes se veda un solo deseo de la hacienda ajena si, en vez de envidiar los talentos, la fama, el honor y prosperidad del prójimo, antes se propone ayudar a sus progresos y partir con él el pan que come, si en vez de vengar las injurias o poner lazos a su vida, antes trata de remunerar con la buena fe las perfidias, de ahogar con los beneficios los odios, de aplacar, con los obsequios de Religión, las violencias; de agradecer con bendiciones, la maledicencia, de retornar, en fin, con gratitud, las calumnias e injusticias. ¡Qué sublimidad!

Rosa, después de haberlo admirado, penetra en lo singular que tiene el Evangelio para sí sola; en lo que de ella exige más particularmente este Evangelio, y cree que, siendo su origen divino, deben ser sus esperanzas eternas, sus premios futuros, su corona celestial. De allí nacen sus pensamientos más altos de la perfección, sus deseos más vastos de la austeridad, sus sentimientos más grandes del objeto sagrado de su fe. La inocencia, el retiro, la humildad muestran que Rosa desprecia la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, la soberbia de la vida, la abnegación de sí misma, la renuncia de las esperanzas de la tierra, el ansia de los padecimientos, manifiestan que Rosa cree en un Salvador Crucificado, y que en la sublimidad de una fe incomprensible, reconoce, adora y ama la Divinidad de Jesucristo. Oíd, Señores,   —576→   a este propósito las elocuentes palabras de Rosa: al tiempo de negarse a un matrimonio, que su madre le propuso. Dice así: «Mis intentos, señora, siempre han sido de entregarme a Dios: son muchos los favores que de su divina mano he recibido en el ejercicio de este santo propósito. Estos han de gobernar mi vocación, porque más hace Dios en llamarme, que hago yo en seguirle... ¿Será buena correspondencia, ni será cordura dejar por un hombre a Dios? ¿Lo eterno, por lo que se acaba? ¿Lo mucho, por la nada? ¿Lo inmenso, por lo pequeño? Este caballero será muy noble; pero me parece que no me casara, si reina me hicieran, porque la corona mayor de la tierra, es de tierra; y, aunque es cosa tan grande el reinar, mayor lo es servir ahora, para reinar después. Yo me he de entregar toda a Dios, a quien adora mi alma, y primero ha de faltar, mi vida, que falte yo a la fe y palabra que le tengo dada de ser suya». En efecto, Rosa a los cinco años de su edad, ya había sacrificado su virginidad al Dios de la pureza, con voto el más solemne; ya había contraído sus desposorios con el Rey de la gloria; ya había tomado asilo al pie del trono del Cordero sin mancilla. ¿Pero, qué es lo que determina a Rosa a este sacrificio tan heroico? ¿Quién la obliga a empuñar el estandarte de la Cruz, y en los consejos de una profunda meditación a elegir el candor de la castidad perpetua? ¿Quién la pone, intrépida, sobre las murallas soberbias de un mundo todo carnal, a despojarse de su cuerpo, y a obtener la victoria de este mundo? Sin duda, que la sublimidad de su fe, la creencia del Crucificado, el discernimiento clarísimo de lo   —577→   que vale Dios. Rosa, flor hermosísima del jardín celestial, parece que te tuvo presente San Ambrosio, cuando dijo: «A principio virginalem fidei suae florem Christo dedicavit». Desde el principio de tus días ofreciste la rosa de tu pureza virginal. Ahora bien: responded, ¡oh libertinos de la Europa! ¡Oh mundanos de las Indias! ¡Oh, vosotros todos, hijos los unos de las tinieblas de la incredulidad, y los otros de las sombras de los vicios; ¡responded a mi pregunta!... Hijos de Quito, dad razón de vuestra fe. ¡Ah cuánto me temo, que estos últimos no penetren en la causa activa que mueve a Rosa a semejante oblación! ¿Mas, qué es esto? Los incrédulos, por eso han llegado al extremo de negar los principios, porque les asusta una eternidad, los aterra un Dios vengador, los agita un suplicio perdurable. Al querer acallar la sonora pero molestísima voz de la conciencia, rompen el nudo de las obligaciones, y, reemplazando la cadena con toda licencia, duermen en la falsísima paz de la irreligión. Nosotros, al contrario, confesamos los dogmas; pero, en el letargo de la sensualidad y los placeres, los creemos sin susto de una vida futura, sin miedo de la divina justicia, sin memoria de nuestro destino, sin pena de perderlo o de ganarlo. Tal vez, tal vez, Señores, ¡la prudencia de Rosa en la sublimidad de su fe, ni desde muy lejos se os ha hecho sensible! Tal vez, esos prodigios de razón y de fe, de conocimiento y penetración, de madurez y de luz; de perfección y de grandeza que ha obrado Rosa, en los días propios de la fatuidad, y en la insensata posesión de la infancia; tal vez, digo, por un efecto de vuestra fe muerta, estáis a peligro de mirarlos, como esos nuevos apóstoles de la razón,   —578→   la verdad y la filosofía miran nuestras verdades más inconcusas. Tal vez, vivís con riesgo de atribuir los actos más heroicos de Rosa a esos felices destellos de inteligencia, que encuentra y pasa un alma domiciliada, en vez de en el tugurio de un cuerpo mal organizado, en el gabinete real de una máquina preciosa y bien armada. ¡Oh Dios! Si es tan funesta la desgracia de nuestro siglo, no nos castiguéis permitiendo que llegue hasta este hemisferio de luz la niebla tenebrosa, y el negro humo del abismo. Que Rosa sea la que en la sublimidad de su fe guarde incontaminada la de su Patria. Que ella misma, difundiendo hasta las extremidades de Quito, el buen olor de su ejemplo no deje acercarse el aire pestilente del libertinaje a toda la redondez de este nuevo mundo.

Y, pues, que Rosa ha honrado a Dios, como a infinita verdad, y como a soberana infalibilidad, con el sacrificio de su espíritu, en la sublimidad de su fe, ya ha hecho lo que Abraham preparar la leña y el fuego, subir a la cumbre de la inmolación. «Ecce ignis et ligna, ubi est victima holocausti? [...]» Pero, ¿dónde está la víctima del holocausto? Yo responderé, Señores, aquí la tenemos presente: está, sin duda, en el sacrificio que hizo Rosa de su corazón por el amor, en la prudencia con que avivó los ardores de su caridad.




- II -

Yo recorro de una en una las prerrogativas que adornan a un alma en el orden sobrenatural y que la elevan a la cumbre del honor; pero en todas ellas no hallo un fondo de verdadero mérito. Esa   —579→   sabiduría, que extiende el vigor de sus ojos a la indagación de toda la naturaleza, y que, aún asistida del don de lenguas, se adelanta a penetrar y ver los inescrutables secretos de la gracia, es un topo, que, en medio de las luces, se alimenta de tinieblas. Ese conocimiento sublime de los divinos misterios; que, remontándose, o, por mejor decir, sumergiéndose en el abismo de la misma Deidad, absorbe la inmensidad de los siglos, y descubre el hilo de los futuros sucesos, es un denso velo, que hace sombra a la razón, en vez de ser una inspiración luminosa que le anime. Ese poder absoluto ejercido sobre los elementos, con que se les obliga a que olviden las leyes que les imprimió su Autor. Ese imperio irresistible, puesto en acción sobre las mismas potestades angélicas, con que se les sujeta a obedecer la voz del hombre, para obrar los mayores prodigios, es un brazo de carne, y el verdadero retrato de la debilidad. Ese cautiverio religioso del entendimiento, dispuesto a los más heroicos rendimientos en obsequio del Salvador: esa fe, digo, más meritoria, más generosa, más universal, con que se trastorna el orden del Universo, y se trasladan desde el un extremo de la tierra al otro, los montes más enormes y elevados, es un vacío inmenso, donde se pierde y desaparece la energía del espíritu. Todos los dones, en fin, sobrenaturales no labran el mérito de la virtud, si no arde en el corazón humano la llama de la caridad. Así yo en la sublimidad de la fe de Rosa, lejos de mostrar el todo de su elevada santidad, no he manifestado más que la nada de sus obras; porque no os he puesto, Señores, por delante el mérito sublime de su corazón. Pero yo le veo, como San Juan vio   —580→   aquel portento de cristal que hacía lucido maridaje con el vivo de las llamas: «Et vidi tamquam mare vitreum mistum igne». En el entendimiento de Rosa entró a su constitución moral todo un mar de vidrio, donde se representa el resplandor de la fe. Y en su corazón sirvió de elemento a su organización y estructura otro mar de fuego donde se pinta el amor divino: «Mare vitreum mistum igne». La caridad anima todas sus virtudes, y éstas son en el mar ardiente de su corazón ese flujo y reflujo incomprensible, donde cada elevación de las ondas es admirable «Mirabiles elationes maris. Mare vitreum mistum igne».

¿Podrá haber vicio alguno tan atrevido, que no quede ahogado en este mar? ¿Ni podrá haber virtud alguna generosa, que no entre en este mar de fuego, como arroyo tributario de sus aguas? ¿Habrá movimiento alguno en ese corazón, que no sea una llama encendida por el amor? ¡Ah! ¿cuáles son, pues, esos sacrificios de mayor precio, que exige este amor al corazón de Rosa, que no los dedique a su Dios esta virgen inocentísima? ¿Es acaso una sabiduría de pudicia y de paz, de modestia y docilidad, de confianza y seguridad, de candor y misericordia, de justicia y de todos los buenos frutos de las virtudes, como se explica Santiago? Rosa vuelve su corazón el templo de la inocencia, por el sacrificio de la virginidad. El primer impulso de pureza es para Rosa una avenida de gracia bien admitida; y en su corazón se aumenta en mar de recato, de honestidad y de entereza virginal cuando el menor toque de esta carne mortal es para la juventud incauta un torrente de tentaciones invencibles, una tempestad de delitos lúbricos,   —581→   un mar de disolución y escándalo Rosa hace su corazón el trono de la paz, por el perpetuo y profundo silencio, que impuso al furor de las pasiones. El amor divino es en su corazón un mar pacífico, donde reina el sosiego, de la buena conciencia, y donde tiene su asiento la tranquilidad de que vive en Dios y por Dios: mientras que el pecador navega en un mar borrascoso, y en la turbulencia de resistir a Dios, sus satisfacciones son agitadas del despecho, son conmovidas del espanto, son sumergidas en la inquietud y la tristeza; Rosa erige su corazón en estatua de modestia, por el retiro del mundo, por el encierro en una celdilla de cinco pies de longitud y cuatro de latitud, no diré levantada, sino deprimida en un ángulo del huerto; por la soledad que consiguió en el interior de la clausura monástica, habiendo vestido el hábito de penitencia de Santa Catalina de Sena, y produciéndose así flor eminente, rosa celestial en el jardín floridísimo del Orden de Predicadores, advertida Rosa, con inspiración divina, que la familia del Gran Domingo es en la Santa Iglesia el paraíso de las delicias del mismo Dios.

¿No diríais, Señores, que, el corazón de Rosa, así encerrado en la estrechez de la clausura, así premunida de todas las más santas precauciones contra la iniquidad y a favor de su vocación, es una roca puesta enmedio del mar, que resiste a las hinchadas y enfurecidas aguas del pecado? Sí, pero decid más bien, que ese corazón es un mar de humilde correspondencia a los designios de Dios, que hace su voluntad y es llevado, como un mar bermejo, a abrirse y dar paso a ese género de vida a que le destina su clemencia. En tanto, el corazón   —582→   de un mundano es un mar de proyectos ambiciosos, de deseos injustos y sin límite, de codicia inextinguible, de medidas inmoderadas, con que, a todo trance; quiere recoger en sí, no digo todos los ríos de los honores, de los tesoros, de las estimaciones, sino un océano entero de felicidad y de gloria mundana.

Forma su corazón Rosa, el modelo de la docilidad, por la obediencia ciega a sus padres, por la sujeción reverente a sus confesores, por la humildad constante a los maestros de espíritu, a quienes consulta sin disimulo, y oye sin perplejidad. En su corazón dócil, miro un mar encendido de luz de prudencia, de llama de discernimiento del fuego suave de juicio, que le disponen y llenan los directores que saben dirigir con acierto la perfección de un cristiano.

No le conmoverá eternamente la desolación ni el horror. ¡Oh! ¡Maestros de espíritu, vosotros debéis ser un piar de caridad y de doctrina! ¡Oh! hijos de luz, que frecuentáis los Sacramentos y que aspiráis a la santidad, vosotros sois un mar de esperanza católica y de sumisión a la palabra de Dios; pero, ¿encuentro en mi auditorio multitud dichosa de los unos y los otros?... Mas, volved los ojos hacia esas aras y ved que Rosa consagra su corazón, y le transforma en altar de la confianza; destierra de él el áspid de la suspicacia, y fiada en las promesas de un Dios fidelísimo, como en la ingenuidad de los hombres, de quienes siempre piensa bien, realza su esperanza contra su esperanza, y ve que nunca había de entregarse a un esposo terreno, por más que estuviesen ajustados los matrimonios; que había de ser de la tercera orden de penitencia   —583→   bajo el magisterio de Catalina de Sena, cuyo instituto y monasterio vaticinó con espíritu profético se había de establecer en Lima; por más que las primeras severísimas fundadoras del de Santa Clara hiciesen todo lo posible para tenerla de compañera; por más que las monjas agustinianas ya la tuviesen casi por suya en su convento de la Encarnación respecto del voto que hizo Rosa de sí misma, para profesar su santa regla. Por más que el contador don Gonzalo, con su acostumbrada autoridad que tenía sobre Rosa, la conceptuaba ya carmelita descalza, en virtud de que su persuasión era un precepto de imperio, fundado en la protección dispensada a sus padres, y en los empeños, afanes y limosnas con que costeaba las solemnidades de su entrada religiosa. ¡Oh amor de Dios, tú inflamas el corazón de Rosa, y este no solamente es un altar, sino un mar fogoso que convierte en cenizas las desconfianzas de sus hermanos, su prudencia es celestial y divina, y así no sospecha de nadie mal!

Ahoga en las ondas del amor divino cualquiera intención y pensamiento del prójimo y no le juzga sino según el mar de su caridad, que es decir, según su corazón. ¿Y es así que el hombre de estos tiempos modifica el uso de su discurso?; ¿es así que pone en la caridad el éxito de su fortuna? ¿No es así, que es agitado de un remolino de sospechas crueles, de desconfianzas y de juicios temerarios? ¿No es así, que su corazón es un mar revuelto de los huracanes más furiosos de sus propios temores, con que a todos, o trata de enemigos o recela competidores? ¿No es su alma toda un mar turbulento, donde naufraga su paz, y donde se alternan   —584→   las representaciones funestas de la iniquidad ajena, en tanto, que no hace más que pintar el carácter de su propia corrupción, de sus celos, de su envidia? Aprended de Rosa el espíritu de verdadera confianza. Sí, Señores, Rosa convierte su corazón en un teatro de seguridad en Dios, y, cantando esas palabras de David, tan familiares a los anacoretas y Santos Padres: «Deus in adjutorium meum intende, Domine ad adjuvandum me festiva», penetra su más profunda explicación; halla el más dulce consuelo en su sentido enfático; observa que aquel cántico fue todo el aliento de su seráfica Madre, y que en cada sílaba redundaba un secreto jugo de confianza familiar en el Eterno. Finalmente logra una certidumbre de predestinación, como premio de su seguridad, y recibe del cielo estas tres inefables ventajas, a saber: la eterna bienaventuranza; la perpetua (que jamás se había de interrumpir) amistad de Dios; y el inefable socorro del cielo en cualesquiera necesidades y peligros imprevistos.

Dios de mi corazón, el que confía en vos será como la montaña de Sión, cuya base no padecerá alteración en la eternidad; será como el morador fiel de Jerusalén, que jamás se conmoverá. Hecho y preparado su corazón a esperar en el Señor, se afirmará más y más, y no temerá el orgullo de sus enemigos, y antes verá a éstos con el último desprecio; y hará de su rabia el escabel de sus pies.

Señores, haced vuestro corazón el domicilio de una seguridad verdaderamente caritativa. ¿Veis a esta ciudad, sumergida en un mar de miserias, de necesidades, de abatimientos, de pobrezas, de contradicciones, de enemistades, de vanidad, de lujo y   —585→   de todo vicio? Pues, esperad quietamente y sin falso celo, de estos sabios Magistrados el ejemplo y la protección; de esos celosos Pastores, la doctrina y la edificación de esas nobles señoras, el honor y la limosna; de esos ilustres Patricios, la libertad y la racional emulación. De esas niñas; la docilidad y la inocencia; de esos jóvenes, la aplicación y la sabiduría. Del mismo cielo de Quito, la renovación de la faz de su Patria. A ella cooperará nuestra paisana con los ardores de su caridad. Por esto mismo, Rosa ostenta en su corazón el espejo del candor. Sí, porque la sabiduría y prudencia de un corazón abrasado del amor divino, no reconoce los impenetrables resortes del artificio; no camina por las ocultas y retiradas sendas de la duplicidad; no constituye su habilidad en la simulación y el engaño; no adelanta el mérito de sus alcances, por el disfraz, por la mala fe, por la falsedad, por las bajezas y por el perpetuo halago formado en el seno de una eterna alevosía.

En el corazón de Rosa, su mayor destreza es la sinceridad; gana aquel más admiradores, cuanto es más conocido ese interior tan conforme con la superficie del semblante; la dulzura íntima tan correspondiente a la risa de los labios. Si es su corazón un mar de fuego, es de aquel fuego que abrasa la zarza y no la consume; de aquel fuego que deleita y no escandece ni atormenta a los compañeros de Daniel; de aquel fuego que rodea al Altísimo y es símbolo de su Divinidad. «Deus tuus ignis consumens est. Mare vitreum mistum igne».

¡Ah! ¡si pudiera en un torbellino rapidísimo de palabras compendiar todo lo que sirve en el mar de   —586→   espectáculo a los ojos, de consideración al ingenio, de asombro a la razón! Haría un paralelo de la caridad de Rosa, sin dispendio de los preciosos instantes, que me es preciso emplear en la última pincelada de su panegírico; la cual consiste en que Rosa; en fin, levanta su corazón en asilo de misericordia y en receptáculo de todos los frutos de la santidad, último carácter que adscribe el Apóstol Santiago a la sabiduría del cielo. Pero por lo que mira al amor del prójimo, es insaciable el que posee el corazón de Rosa, y ordenado aquel según las leyes eternas, asiste y sustenta primeramente a sus padres con la incesante labor de sus manos y con industrias propias de la caridad. Después pone los ojos en los pecadores y su celo le devora santamente, hasta querer padecer todas las penas del infierno, porque ninguno se condene, y hasta agotar parte de su sangre y de su vida con los tormentos de la mortificación más severa. Si contempla a los indigentes y a los enfermos, arde su corazón, y, movido de profundísima compasión, socorre a los unos con largueza increíble, y alivia a los otros trayéndoles a su casa, curando sus heridas, con sus manos y mitigando el ardor de sus lepras y de sus males más insanables con sus labios. Toda la tierra peruana es regada con los ríos de caridad, que manan del corazón de Rosa. «Mare vitreum mistum igne».

Pero toda esta tierra la veo sorbida ya de un mar de odios, de malignidad, de cábalas secretas, de inhumanidad, de violencias, de dureza para con nuestros semejantes. Parece que cada mortal está en derecho de formar de su país un campo de batalla, donde no se representa más que desastres,   —587→   horrores y muerte. ¡Ay! mas ese Dios, que a nuestros padres se mostró desde el medio del fuego de su majestad y su grandeza; ese Dios, por quien Rosa fue un mar de fuego, y que por amarle fue un asombro de maceración y austeridad imponderable; ese Dios, por quien Rosa obliga a las criaturas irracionales e insensibles a que le alaben y glorifiquen; ese Dios, por quien la amantísima Rosa padece persecuciones de los hombres y de los demonios; ese Dios, amor increado y modelo del amor de Rosa, cuando tomó nuestra naturaleza fue el hombre nuevo, que a este nuevo mundo dio nuevos preceptos, los de la caridad al prójimo, los del amor al enemigo, los de la beneficencia al ingrato, los de la cordialidad y el bien al que nos dañó en todos nuestros intereses, de manera que, cuando San Agustín ha amplificado así el lugar de San Juan acerca de la caridad fraterna; no duda decir, que el amor ha reunido y establecido un pueblo nuevo. Parece que el Santo Padre ha tenido a la vista todo el Perú, y este mundo americano lo es por toda su constitución; de donde la caridad cristiana debe también ser su fundamento. ¿Será dable que un Continente tan vasto producido por la caridad, destinado a la caridad; suelo y jardín de la flor de la caridad, de la primera Rosa del corazón de Cristo, vea a esta misma Rosa, mar de caridad, y quiera pasar en seco por medio de sus espumas, sin tinturarse en el calor ardiente de sus ondas abrasadoras?... ¿Será dable que al oír al mismo Dios sus mandamientos de caridad, y que al ver el fuego que sale de su esencia, juzguemos que hemos de morir por amar al prójimo y hemos de ser devorados de sus incendios, por estimar y   —588→   beneficiar al enemigo? «Cum ergo moriemur, et devorabit nos ignis hic maximus?».

¡Oh Rosa, cuyo corazón fue hoguera inmensa de amor a Dios y al prójimo!, «Mare vitreum mistum igne». ¡Tú quisiste por tus semejantes ser condenada apenas más exquisitas, que las que fabricó tu ingeniosa penitencia, y por tu Dios sacramentado, tú quisiste sacrificar la última gota de sangre y ser mártir de un nuevo amor! Enciende, pues, nuestros corazones con los verdaderos sentimientos de la caridad. Pero vos, Dios de eterna luz y eterno incendio, haced útil mi lengua a la santificación de mi Patria. Haced que nuestra prudencia sea divina y permanente. Que nuestra fe sea viva y luminosa. Que nuestra caridad sea ardiente y universal. Que Rosa sea una antorcha de ejemplo, que nos obligue a ser sabios y prudentes para la gloria eterna. Amén.



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Observaciones

Es de todo punto necesario hacer algunas observaciones sobre estos sermones, compuestos por el doctor Espejo y predicados por su hermano, el presbítero Juan Pablo.

Que los sermones fueron compuestos por el doctor Francisco Javier Eugenio Santa Cruz y Espejo nos parece indudable: el manuscrito lo declara terminantemente. Como ya lo advertimos en la Introducción al Tomo primero de esta colección de los Escritos de Espejo, el manuscrito de los sermones perteneció al célebre doctor don José Mejía cuya firma y rúbrica se lee en más de una página. Mejía se casó con doña Manuela, hermana de los dos Espejos: podía, pues, saber muy bien quién era el verdadero autor de los sermones, cuyo manuscrito poseía.

Todos tres discursos están trabajados según el modelo de la predicación francesa solemne a lo Massillón y a lo Neuville: el estilo es algo declamatorio y adolece de amaneramiento. La proposición no está clara y sencillamente expresada en ninguno de los tres: las divisiones o partes no constituyen un todo con la proposición; pues, examinado bien cada sermón, se advierte que las partes o miembros de la proposición pueden ser muy bien proposiciones independientes.

Todos tres sermones carecen de ese fondo de verdadera piedad, que se suele llamar unción y abundan en adornos retóricos, un tanto rebuscados.

Lo curioso, curiosísimo, es ese empeño, de veras extemporáneo, de manifestarse amante fervoroso de la monarquía, y esa adhesión, tan ponderativa, a la persona del rey Carlos cuarto, a quien Espejo llega a calificarlo hasta de santo...

Leyendo esto, queda el ánimo suspenso, y se pregunta uno: ¿habría sinceridad?... ¿Qué se propuso Espejo?... Esto el año de 1794; cuando los trabajos para la empresa de la emancipación política, de la colonia estaban ya no poco avanzados.

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Nótese, por fin, el juicio que forma de la revolución francesa de 1789: es de admirar cómo Espejo alcanzaba a distinguir en aquella tan tremenda revolución el espíritu de irreligión y de impiedad, que animaba a los revolucionarios, de las reformas sociales, que ellos intentaban realizar en Francia.

En el manuscrito del panegírico segundo de Santa Rosa de Lima hay una acumulación impertinente de citas y de textos latinos, que nosotros hemos suprimido en la impresión: la impresión de esos textos latinos era innecesaria.

El editor.









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Arriba Advertencia final sobre las obras inéditas de Espejo

Esta colección, que, en dos tomos, hemos publicado de los Escritos de Espejo, advertimos que no es completa, porque no contiene todas las obras, que compuso nuestro desgraciado compatriota: con lo que falta por publicar bien podría formarse un tercer tomo.

Los escritos, que quedan todavía inéditos son los siguientes:

Defensa de los curas de la provincia de Riobamba; 1786. De esta obra habla Espejo en su Representación al presidente Villalengua.

El retrato de Golilla, Espejo negó que este escrito fuera obra suya.

Las décimas contra el marqués de la Sonora.

Informe sobre la conveniencia de que los cadáveres no sean sepultados dentro de las iglesias.

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Este informe fue escrito por encargo del presidente Pizarro.

El Marco Porcio Catón, obra de Espejo, atribuida equivocadamente por el señor doctor don Pablo Herrera al padre Arauz mercedario.

El mismo señor doctor Herrera asegura que Espejo dejó inéditas otras dos obras, cuyos títulos eran El Anti-Luciano Pío y Carta del Doctor Rebolledo al autor del Anti-Luciano Pío: de estos escritos, que debieron ser posteriores al Nuevo Luciano de Quito, no hace mención ninguna Espejo. Lo primero que habría, pues, que investigar sería si en realidad existieron esos escritos, y luego probar que fueron obra de Espejo.

Quito, 1912
El editor.



 
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