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Escritura femenina y publicación en el siglo XVIII: de la expresión personal a la «República de las letras»1

Mónica Bolufer Peruga2






«¡Qué placer tan inocente!
¡qué reposo!, qué serena
paz, en el alma de aquéllos,
que libres de las dolencias
del amor, sólo en los libros
instructivos se recrean.
Dichosa yo que hallo en ellos
quanto mi genio desea,
y libre de las pasiones
que a mis iguales inquietan,
como y duermo con descanso...».


Marquesa de Fuerte Híjar:
La sabia indiscreta.
               


«La fama y la gloria inmortal acompañan siempre al mérito donde quiera que se encuentre».


Josefa Amar y Borbón
Discurso sobre la educación física y moral
de las mujeres
(1790).
               


Los conceptos de «privado» y «público» son nociones plenamente históricas, cuya articulación a lo largo de los siglos no responde a realidades dadas, sino que constituyen formas de comprender el mundo y de dar sentido a la experiencia social. En la comprensión de estas categorías desde las Ciencias Sociales han desempeñado un papel fundamental la teoría y la historiografía feministas, que han puesto énfasis en la necesidad de entenderlas en su carácter histórico de las categorías de privado y público y de analizar su entrecruzamiento con otras nociones también culturalmente construidas: las de femenino y masculino. Como vienen demostrando las investigaciones que toman el género como categoría de análisis histórico, la moderna diferenciación entre espacios y actividades considerados públicos y privados, característica de la sociedad liberal-burguesa, se construyó sobre una distinción de género que asociaba a las mujeres al ámbito de lo doméstico, de los sentimientos y la moral, definiendo al mismo tiempo el mundo de la política y los negocios como territorios masculinos3. Esa diferenciación no debe entenderse como una dicotomía absoluta, en tanto que la moral de la sensibilidad que la acompañó y justificó ideológicamente a lo largo del siglo XVIII exhortaba también al hombre a cultivar una imagen sentimental y doméstica, pero ésta constituía para él la otra cara de su actividad pública, mientras que para las mujeres la domesticidad y el sentimiento se entendían como el terreno exclusivo de sus responsabilidades. En el siglo XVIII lo que en la centuria siguiente constituiría una concepción comúnmente aceptada, la división y complementariedad de las dos esferas, privada y pública, la natural sensibilidad y domesticidad de las mujeres, era todavía una construcción en ciernes, que se oponía a formas distintas de experimentar y conceptualizar la vida en sociedad, como lo revela el mismo énfasis con que filósofos de la sensibilidad como Rousseau exhortaban a las mujeres a vivir volcadas en el mundo privado.

En el Antiguo Régimen, los ámbitos que las sociedades nacidas de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX tendieron a concebir y organizar como esferas separadas, estado y sociedad civil, mundo público de los negocios o la política y mundo privado de la familia, de los sentimientos, no se representaban ni se vivían en esos términos, sino que constituían entidades menos diferenciadas en el entramado de la sociedad estamental. No obstante, a lo largo de la época moderna, en el transcurso del «proceso de civilización» que ha teorizado Norbert Elias, se comenzó a esbozar esa construcción ideológica de una división entre lo público y lo privado e íntimo, entre el individuo como un «yo» singular y el mundo exterior4. A construir la idea de privacidad como refugio de lo público, como el espacio de la libertad individual frente a las imposiciones externas, con connotaciones positivas de intimidad y afectividad, contribuyeron varios fenómenos históricos, fundamentalmente la construcción de las monarquías que, al afirmar, al menos de forma tendencial, sus competencias, delimitaron de forma inversa otro terreno, aquel sustraído a la intervención del Estado. También las nuevas formas de experiencia religiosa nacidas de la división de la Cristiandad a raíz de la Reforma y los efectos del surgimiento y desarrollo de la imprenta, contribuyeron a construir la idea y las formas de la privacidad moderna5.

Las prácticas de la lectura y la escritura contribuyeron poderosamente ese proceso. Si bien, como nos recuerda Roger Chartier, durante los siglos XVI al XVIII la lectura como una actividad individual y silenciosa coexistió, tanto entre las clases populares no alfabetizadas como en los medios acomodados y cultos, con formas socializadas de lectura en voz alta, preciso es reconocer que uno de los procesos culturales en marcha en la época moderna fue el desarrollo de la lectura y la escritura como ámbito de lo individual, de lo íntimo. Al menos entre las élites y hasta cierto punto entre las clases medias, la arquitectura doméstica fue creando nuevos espacios consagrados a la lectura y apartados de las zonas más abiertas y concurridas de la casa, en los que se ubicaban los libros: los gabinetes privados, cuya posesión y disfrute se concebirían como una experiencia de «retiro del mundo, libertad conquistada lejos de lo público»6. Pero al mismo tiempo, siguiendo las sugerencias del sociólogo alemán Jurgen Habermas que tanto han influido sobre los estudiosos de la cultura impresa, como el propio Roger Chartier, la circulación del impreso fue, a partir del siglo XVIII, instrumento en la creación de nuevas formas de sociabilidad como las tertulias, salones, Academias, sociedades de lectura y clubes, que contribuyeron, de forma particularmente intensa en el caso inglés, a construir una opinión pública7.

En ese contexto complejo de trazado de nuevas fronteras entre lo privado y lo público, escribir y escribir para la publicación adquirió un nuevo significado para las mujeres. A lo largo de estas páginas, y a través de algunos ejemplos seleccionados de escritoras españolas del siglo XVIII, desarrollaremos la idea de que la escritura constituyó para muchas de ellas una práctica a través de la cual trascender la creciente asociación de la feminidad con lo doméstico que operaba la moderna moral del sentimiento y la domesticidad, reclamando tanto el estudio para sí mismas como la proyección pública que escribir para la publicación permitía. Así, el estudio y la escritura fueron para muchas un refugio de intimidad, un espacio de soledad buscada, en un tiempo en que la privacidad se definía fundamentalmente para las mujeres como un conjunto de responsabilidades al servicio del bienestar material y espiritual de su familia (y la educación se enfocaba para ellas en un sentido estrictamente utilitario, como preparación para esas competencias), mientras que para los hombres se presentaba como un espacio de esparcimiento donde hallar el calor emocional que les confortara después de sus ocupaciones públicas. En este sentido, reclamar el estudio y la escritura como formas de satisfacción personal, como un espacio propio de apartamiento del mundo y aun de las ocupaciones domésticas, constituía un poderoso modo de afirmación. Al mismo tiempo, no obstante, escribir significaba una forma de proyección pública, una práctica que podía granjear fama y reconocimiento, particularmente en una época en la que el crecimiento del público lector, la aparición de nuevos géneros literarios de amplia divulgación, como la novela o la prensa, y de espacios de actividad cultural como las Sociedades Económicas, tertulias y Academias literarias, aumentaban el alcance y la potencial influencia del escritor. Mucho antes de que el liberalismo elaborara la idea de «ciudadanía» como la utopía política de igualdad de los miembros de la comunidad ante la ley y de titularidad de derechos civiles y políticos, los escritores e intelectuales de la Europa moderna se contemplaban como «ciudadanos» de una comunidad metafórica, la de la «república de las letras», expresión acuñada por Pierre Bayle a finales del siglo XVII en sus famosas Nouvelles de la République des Lettres. En el siglo XVIII, tal como lo han indicado Joaquín Álvarez Barrientos para el caso español o Dena Goodman para Francia, la «república de las letras» se definía como una comunidad cosmopolita y abierta, en la que los escritores dirigían su atención hacia un público amplio y tenían a gala participar en la vida social y conversar con personas cultas8. Los ilustrados franceses o el inglés David Hume sostuvieron una concepción de la cultura como un ejercicio de sociabilidad y de comunicación que implicase no sólo a los doctos, a los eruditos, sino a intelectuales y gentes de mundo, mujeres y hombres, y elogiaron la conversación como práctica cultural constitutiva de la «civilización»9.

Hume exclamaba en su ensayo «Sobre el género ensayístico» que «de buena gana entregaría yo en manos de las damas la absoluta autoridad sobre la república de las letras». Aunque ciertamente la frase tenía algo de retórica, es cierto que también mostraba su admiración por el ejemplo de Francia, donde el pensamiento de la Ilustración se generaba y difundía a partir de esos centros dinamizadores de la vida intelectual y social, los salones, dirigidos por damas de la nobleza y alta burguesía. En España, aunque menos numerosos y brillantes que los parisinos, los salones de aristócratas como las marquesas de Sarriá y de Montijo, la duquesa de Alba, la marquesa de Fuerte Híjar o la condesa-duquesa de Benavente congregaron a artistas y escritores de la época y proporcionaron a esas damas una forma de influencia intelectual y social y, eventualmente, un espacio donde leer ante una audiencia reducida sus trabajos literarios. Por otra parte, las escritoras de la época, que pertenecían en muchos casos a medios sociales distintos de los de esas grandes damas, utilizaron también en su favor algunos de los nuevos espacios y géneros literarios y de los argumentos del siglo sobre la deseable extensión de la cultura escrita más allá de los reducidos círculos eruditos como estrategias para autorizar su escritura literaria y, en ocasiones, reclamar su pertenencia a esa «república de las letras».

Los datos de los que disponemos así lo muestran10. Más de 160 obras de mujeres se publicaron a lo largo del siglo. La cifra no resulta elevada si se»compara con Francia o Inglaterra, donde en un clima cultural muy distinto al español las escritoras constituían una parte muy notable de la producción editorial del siglo. Tampoco suponía un crecimiento espectacular respecto a épocas anteriores, e incluso representaba un retroceso en relación a las escritoras que en el Siglo de Oro habían cultivado ciertos géneros, como el teatro o la literatura espiritual. No obstante, sí resulta significativo que entre los géneros que ocupan el primer lugar, junto a la poesía, aparezcan modalidades de escritura muy propias del nuevo clima cultural, las traducciones y los ensayos, en su mayor parte piezas oratorias redactadas en el seno de la Junta de Damas de la Sociedad Económica Matritense, seguidos por otros de larga tradición, como el teatro y los escritos espirituales. Si bien la participación de mujeres en las sociedades reformistas y culturales institucionalizadas quedó prácticamente limitada a la Junta de Damas y a una presencia mucho más restringida en otras Sociedades Económicas, la prensa periódica, otro de los nuevos medios de difusión del siglo, constituyó un foro en el que algunas dieron a conocer sus poemas o sus cartas y en el que se publicaron varias memorias u «oraciones» (piezas retóricas) escritas inicialmente en otros ámbitos, mientras que el teatro, tan apreciado por los ilustrados como instrumento de moralización, les ofrecía también a algunas una caja de resonancia11. Al mismo tiempo, la creciente atención que los escritores prestaban a las lectoras, las referencias satíricas o elogiosas a la proliferación de autoras y la existencia de un buen número de obras manuscritas escritas por mujeres sugiere que otras cuyas obras no se llegaron a publicar o no se han conservado pudieron practicar la escritura bien buscando el reconocimiento o el simple placer del retiro.


La escritura como ámbito íntimo

«Es menester depender lo menos que se pueda de los demás, como sucede con el noble ejercicio del estudio. ¡Qué fortuna es saber vivir consigo mismo, apartarse de sí con violencia, y volver con gusto a encontrarse! Entonces no se apetece el bullicio de las otras gentes».


Josefa Amar y Borbón,
Discurso sobre la educación física y moral
de las mujeres
(1790), pág. 195.
               


La vida y la obra de Josefa Amar nos son hoy mejor conocidas gracias a la edición en los últimos años de sus principales textos conservados y las investigaciones a ella dedicadas12. Pero quizá se ha reparado poco en este hermoso texto, en parte una cita de su admirada Mme. de Lambert, que expresa muy bien una dimensión del pensamiento y la actividad intelectual de la ilustrada española: su amor por la lectura y la escritura, su intenso aprecio del estudio como una forma de perfeccionamiento personal, uno de los pocos placeres posibles para una mujer de su condición y un modo de cultivar cierta independencia de espíritu. Lo que ella supo expresar con tanta claridad debió ser un deseo compartido por otras mujeres. Quizá de forma muy especial, por mujeres que como ella pertenecían a familias de funcionarios, pequeña nobleza o comerciantes y que, habiendo podido acceder (lo que no era en absoluto común) a una cierta formación intelectual contemplaban a sus familiares varones construir sus carreras en la administración o los negocios a la vez que estaban alejadas del brillante medio de los salones cortesanos de las grandes damas aristócratas. El ejemplo de María Gertrudis Hore (1742-1801), una de las más relevantes poetisas del siglo XVIII, muestra ese aprecio personal de la escritura a la vez que permite constatar las posibilidades que los nuevos medios de difusión, y particularmente la prensa, proporcionaban a las escritoras con ambición. Hija de irlandeses establecidos en Cádiz, casó en 1761, a los 19 años, con otro acomodado comerciante irlandés afincado en el Puerto de Santa María, y 17 años más tarde, en 1778, entró en religión con el permiso de su marido, una decisión que la crítica del siglo XIX atribuyó a una rocambolesca historia de amor, tejiendo así una leyenda romántica en torno a su figura13. El suyo es un caso interesante en el que la tradición se entrecruza con la modernidad. Monja desde los 36 años, hubiera podido inscribirse en la herencia de la escritura conventual femenina, fundamentalmente, pero no sólo, religiosa, que había tenido un fuerte arraigo en la España de los siglos XVII y XVIII. Sin embargo, su obra se apartó de ese cauce. M.ª Gertrudis de Hore, que en su vida laica había frecuentado los salones y tertulias literarias de Madrid y de su ciudad natal, cultivó la poesía amorosa y bucólica más que religiosa, antes y después de su entrada en el convento.

Fue desde ese espacio desde donde publicó todos aquellos versos que llegaron a editarse. En este sentido se puede decir que en su vida y su obra lo nuevo se mezcla con lo viejo. Desde su retiro religioso, conoció y aprovechó la posibilidad que le brindaban los nuevos medios de difusión propios del siglo XVIII, sirviéndose de la prensa para dar a conocer su poesía y proyectarse fuera de los muros del convento. En 1787 comenzó a enviar al Correo de Madrid y al Diario de Madrid algunas de las poesías que había escrito antes de entrar en religión, una colaboración que reemprendió en otras publicaciones, tras varios años de silencio, en 1795 y 1796. En total, de los 58 poemas que recientemente la hispanista Constance Sullivan ha podido localizar, 14 fueron publicados en diferentes periódicos, mientras que el resto quedó inédito14. No hay duda de que M.ª Gertrudis Hore apreciaba intensamente la escritura y albergaba una alta idea de su talento poético y de su vocación literaria. Así lo sugiere el hecho de que en sus versos el tema de la escritura resulte uno de los más recurrentes, como en el soneto «Estaba Apolo en el Parnaso un día», publicado en el Correo de Madrid el 19 de diciembre de 1787, que contiene una imagen de la escritura como un don que le ha sido entregado, o en las décimas inéditas en las que la autora reivindica la autoría de un soneto suyo que había circulado bajo otro nombre, manifestando un intenso orgullo por su obra15.

Esta monja escritora vivió y representó, pues, la escritura como una forma de proyección pública. Pero también como un ámbito de intimidad y goce personal. Al parecer, M.ª Gertrudis Hore carecía de una acendrada vocación religiosa y, aunque resulte tan aventurado y romántico suponer, como lo hace Elizabeth Franklin, que entrara en el convento en búsqueda de protección y de intimidad femenina como pensar, con la tradición decimonónica, que lo hiciera movida de un amor despechado, sí es cierto que su poesía sugiere su aprecio por la lectura y representa el convento como un espacio idealizado en términos que bien poco tienen de religiosos y que pueden verse como una alternativa a la idealización del espacio doméstico que operaba la literatura sentimental de la época, incluida la poesía neoclásica de la que participaba la autora. Muy significativo resulta en este sentido el poema «A Gerarda. La vida de la corte», en el que la escritura aparece como la ocasión de un momento de retiro en medio de las distracciones cortesanas («Mira qué sosiego / Tomará entre ellas / Vacilante pulso / Si a escribir empieza / [...] Mas ahora, torciendo / La llave a la puerta, / Por ti mi amistad / A todo se niega»). También lo son los «Endecasílabos a sus amigas», que idealizan la vida conventual como una forma de existencia en la que las prácticas de piedad se alternan con el estudio y la escritura y con el agradable trato con las compañeras («la amable sociedad de adentro»)16. Se podría argumentar que algunas de estas imágenes conectan con tópicos arraigados en los códigos literarios y poéticos, como el del desengaño de la vida cortesana y el elogio de una vida apacible y retirada (el conocido tema del «menosprecio de corte y alabanza de aldea»). Sin embargo, el modo en que las utiliza no resulta estereotipado y, por otra parte, es revelador que M.ª Gertrudis Hore se inclinara por cultivar estos temas en lugar de otros asimismo bien establecidos, como la vivencia religiosa (que forma sólo una parte reducida de su producción) o las imágenes de maternidad sentimental y doméstica que también formaban parte del repertorio neoclásico. En su caso, las referencias a la escritura como un refugio de intimidad a la vez que una vocación y una ambición parecen remitir, aun a través de las fórmulas retóricas del lenguaje poético, a su propia experiencia y a la vivencia que de esa actividad pudieran hacer muchas mujeres de su tiempo.




Comparecer en la «república de las letras»

Como ponen de relieve la cita que reprodujimos al inicio de este artículo y la que hemos recogido unas páginas más arriba, Josefa Amar y Borbón no sólo apreció la lectura y la escritura como prácticas de la privacidad en las que hallar una satisfacción personal, sino que las utilizó como instrumentos de proyección pública a través de las cuales obtener algo del reconocimiento que a su sexo le estaba negado en otros ámbitos sociales. Ambicionó hacerse un lugar en la «república de las letras» y fue, ciertamente, una de las mujeres de su tiempo que en mayor medida lo consiguió o se acercó a ello, con todos los límites y las ambigüedades que esa aspiración implicaba. Su talento, unido a su sentido de la oportunidad, le abrió la posibilidad de acceder a la Sociedad Económica Aragonesa en 1782 y a la Junta de Damas de la Matritense en 1787, y dejó tras de sí una cierta fama de mujer de letras, con al menos 6 obras publicadas, entre traducciones y escritos propios, además de otras 7 que se le atribuyen17.

No todas tuvieron su talento, su ambición, su habilidad y, en última instancia, su fortuna. Pero lo que nos interesa ahora no es tanto comprobar el grado de reconocimiento que alcanzaron sino examinar las formas en que afrontaban una posición pública a través de la publicación. ¿Cómo podían las mujeres constituirse ante la mirada pública en sujetos de escritura? ¿Cuál era la imagen que de su actividad literaria debían ofrecer? A este respecto, las escritoras se movían dentro de un marco establecido y codificado por un conjunto de convenciones que remitían a las normas sociales sobre el adecuado comportamiento femenino, pero también a la específica posición de las autoras/autores en la jerarquía social y literaria y a las características concretas del mercado del libro y la relación con los lectores en un momento dado. Estos elementos configuraban un código no escrito que, no obstante, se hace visible en las actitudes adoptadas por las autoras en los prólogos y prefacios a sus obras, en sus gestiones ante el Consejo de Castilla, la institución competente, a través del juez de imprentas, para la concesión de licencias de publicación, y también en la forma en que los hombres de letras, los censores, los críticos y los periodistas enjuiciaban las obras de mujeres18. Normas que en ese ilustrado siglo no rechazaban que éstas se expresaran en público a través de la escritura y la publicación pero que, en el mismo acto de acoger sus escritos, establecían límites y reglas respecto a los géneros y temas que podían cultivar y el tono que era conveniente que adoptaran. Dentro de ese marco se habían de mover las escritoras, de forma consciente o inconsciente, al pronunciarse en público. Y con los hilos que esas normas les asignaban trenzaron las estrategias que les permitían autorizarse ante los lectores y la crítica para escribir y publicar.

La tradición esperaba de una mujer en tales circunstancias una actitud modesta, reticente a dejarse oír en público, humilde en el reconocimiento y anticipación de sus defectos y carencias, que confesaba dedicar a las letras tan sólo algunos momentos de ocio robados a sus tareas cotidianas. El prólogo de las Obras poéticas publicadas por Teresa Guerra en 1725 y su dedicatoria a la duquesa de Osuna y marquesa de Peñafiel constituyen un ejemplo arquetípico de estos pretextos. En él el reconocimiento hacia una superior social y probable mecenas por parte de alguien que pertenecía a una familia al servicio de los duques de Osuna se mezcla con las protestas de humildad que se esperan de una mujer19:

«Venciendo mi natural debida resistencia, me faltará aliento, pera dará la Estampa la que siendo (efecto de mis ocios) tan pequeña Obra, es ya la mayor causa de mi fatiga, sino fuera considerando, que assegura su breve compendio en manos de V. Exc. lo digno, que no pudo conferirle mi mano, por defecto del arte, y del ingenio».


«En esta breve Obra (benévolo Lector) que doy á la luz publica, en tu buena inteligencia bien podré confiarla, sin serlo yo, darme por entendida. Nunca fue de mi intención manifestar al publico lo que por tantas razones debí dar al silencio; pero las repetidas corteses instancias de una atención política, me obligaron á declarar por fuerza, lo que á tu parecer no tendrá gracia. Ninguna agudeza hallarás en sus hojas, si mucha letra basta que enmendar en sus planas [...]. Compelida, enfin, le expongo a la censura: yo protesto la fuerza, suple tu mi ignorancia».


Éste es, por distintas circunstancias, un ejemplo extremo de actitud humilde, porque a la autoría femenina se suma la obligación de pleitesía y aun adulación que adquiría el escritor patrocinado por un noble protector, en un momento temprano del siglo en el que la figura del escritor profesional, dependiente del favor del público, no estaba todavía afianzada, y las obras por lo común se daban a la prensa bajo la protección de un mecenas20. El tópico de la escritora modesta tuvo, no obstante, una vigencia mucho más larga que el modelo del mecenazgo literario del que participó en algunos casos. Y dentro de ese marco, mezcladas con esas protestas de humildad, las escritoras practicaron estrategias a veces en apariencia debilitadoras, pero que, como ha constatado para la época medieval Milagros Rivera, constituían formas de autorizarse y de afirmarse en público que hay que rastrear, leer entre líneas, para comprender su verdadero significado21. Algunas eran formas tradicionales, como las ambigüedades de la «escritura por mandato» tan habitual en la España de los siglos XVI-XVIII, que practicaron cientos de mujeres, por lo común religiosas, por orden de su confesor. Estas escritoras en modo alguno pretendían hacerse un lugar en la «república de las letras»: bien al contrario, no mostraban explícitas pretensiones literaria y decían escribir contra sí mismas, obedeciendo las indicaciones de las autoridades eclesiásticas o arrebatadas por la palabra divina, pero en muchas de ellas se aprecia una velada satisfacción por el hecho de que sus obras vieran la luz pública22. Fórmula habitual entre estas escritoras era la de presentarse como un instrumento de Dios, invocando así una autoridad superior que les permitía trascender a las autoridades eclesiásticas de su tiempo. Esta imagen tradicional podía ser utilizada de formas nuevas, en un sentido figurado, metafórico, no directamente religioso. Así lo hizo Catalina Caso en el prólogo a su traducción de un tratado pedagógico muy apreciado por los ilustrados españoles, el de Rollin23. Aunque al parecer esta dama noble había gozado de una esmerada educación, conocía seis lenguas y tenía nociones de Matemáticas, arquitectura militar, dibujo, música y pintura, en él se presentaba como una «pobre ignorante muger» y explicaba que daba al público su trabajo impulsada por la utilidad de la obra original, por las persuasiones de sus amigos y porque, al ser viuda, carecía de obligaciones domésticas acuciantes. No obstante, esa expresión de sus limitaciones era también un recurso que le permitía legitimarse como escritora y extraer su autoridad, más que de sus propios méritos, del valor moral de la obra y de su propia condición de «debilissimo instrumento» de la voluntad divina:

«Quando pensé en traducir esta obra, y en formar este Prologo, tuve presente, lo que no se me podía ocultar, de ser una débil muger, sin mas Ciencia, que la del conocimiento de mi ignorancia, el que solo produce, en mi interior, desconfianzas sobre el acierto, y persuasiones, de que me estaría mas bien solicitar instrucciones, y consejos, que meterme en darles a otros. Facilitó mi resolución la soledad, en que me tiene constituida el estado de Viuda, sin mas negocios, ni dependencias, que las del govierno de mi pobre familia. Me animó también la reflexión de que muchas veces se ha ser vido Dios de debilissimos instrumentos, para levantar altos edificios...»


(prólogo sin paginar)                


Junto a estas fórmulas tradicionales hubo también formas de justificación nuevas y propias del siglo. Por ejemplo, traducir constituyó una actividad literaria practicada por muchas mujeres, quienes de ese modo podían resguardarse tras la voz de otro a la vez que considerarse a sí mismas y presentarse en público como escritoras, pues la noción que en el siglo XVIII existía de la traducción era la de un trabajo creativo que contemplaba la modificación y adaptación del texto para acomodarlo a las circunstancias culturales del propio país o a los gustos del público24. Tomemos, por ejemplo, el caso de M.ª Antonia Río y Arnedo, traductora de la «novela inglesa» (es decir, novela sentimental) Sarah Th, del autor francés Charles-François Saint-Lambert, que se publicó en castellano en 1795. La obra, que hoy está ilocalizable, tuvo, al parecer, una excelente acogida, aunque también recibió una crítica en la prensa que censuraba precisamente las intervenciones de la traductora, la forma en que había retocado algunos pasajes del texto y en particular la dedicatoria y el prólogo, aquellos espacios propios en los que, en opinión de la remitente, se demoraba de forma excesiva25. Animada por el éxito y a la vez teniendo bien presente esta crítica, al año siguiente publicó una versión de las Cartas de Madama de Montier de Mme. Le Prince de Beaumont, una novela moral y didáctica que, como el resto de las obras de esta prolífica escritora francesa, tiene un tono personal que tras luce la experiencia de la autora y su percepción de las relaciones entre los sexos26. Al dar al público este nuevo trabajo, M.ª Antonia Río expresó la confianza que le proporcionaba su reconocimiento como traductora:

«En la Novela Inglesa Sara Th... que tuve el honor de dará la prensa pocos meses há, me protesté novicia en el arte de traducir; con que diciendo ahora que desde entonces acá apenas han pasado cinco meses, digo lo bastante para que se entienda que no podré aun ser muy maestra. De la benigna acogida que experimentó del Público aquella mi primera traducción, nace la esperanza que esta última tiene de no ser peor recibida, y aun quando no tuviera otra circunstancia que ser obra de la respetable Madama de Beaumont, tenia todo lo que se necesita para que las gentes de gusto la lean con ansia».


En su prólogo, muy representativo de este tipo de estrategias de las escritoras, M.ª Antonia Río maniobra con las formas convencionales de presentación y a la vez intenta defenderse de una crítica que, además de esgrimir razones puramente literarias, censuraba y ridiculizaba los modos en que la traductora se hacía presente en el texto («me hago cargo que es novicia; que tenia que decir que este era su primer trabajo; y que si no lo publicaba no era por tener ínfulas y pujos de Escritora, ni por vanidad, sino por ser buena hija»). Por ello, la traductora protesta de nuevo su escasa experiencia en las letras para disculpar sus fallos, pero al hacerlo recuerda a los lectores el éxito de su anterior traducción y justifica la intervención más intensa que había tenido en su anterior trabajo a la vez que procura en éste mostrarse más discreta, hablando por la boca respetable de la autora:

«El Prefacio, Prólogo, o como se quiera llamar, que puse en la Sara, era indispensable; porque estaba sacado de una obra en que ni ella era la única Novela que había, ni hacia el principal papel; pero teniéndole de la delicadísima pluma de la Autora las Cartas que hoy doy á luz, sería en mí una temeridad imperdonable querer añadir un ápice a las sabias y oportunas reflexiones de aquella muger insigne. Hable pues por sí y por mí la misma Madama de Beaumont, supuesto que nada se puede decir más fino, ni más convincente, que el Discurso preliminar que ella pone á su obra. Tradúzcolo literalmente, y detesto una y mil veces aun la sola idea de acometer empresas que exceden sobre manera la debilidad de mis talentos».


Un segundo ejemplo puede resultar todavía más revelador de la forma en que las traductoras se apropiaban de la obra que traducían y vertían en los textos con que las acompañaban sus propios pensamientos, en ocasiones muy ajenos e incluso opuestos a los que contenía la obra original. En 1803, Cayetana de Aguirre y Rosales dio a la imprenta su versión de Virginia o la doncella cristiana, obra de un religioso francés, Michel-Ange Marín27. Se trataba, como indica su título, de una novela profundamente moralizante en el sentido más tradicional; la propia traductora la calificaría de «un tratado, digámoslo así, de mística y de las más sólida piedad». Narraba la historia de una joven mundana que, por influencia de una monja pariente suya se convertía e iniciaba una vida de devoción y penitencia, llegando al final de la obra a hacer voto de castidad, pero sin entrar en religión. Asimismo convencional era la doble dedicatoria de la obra, que la traductora ofrecía a la reina M.ª Luisa de Parma pero también, en los términos que siguen, «a las señoritas solteras de España»:

«El deseo de ser útil a mis semejantes, y la importancia de esta obra, me hicieron pensar en traducirla a nuestro idioma, y ofrecer este corto trabajo en obsequio vuestro; persuadida a que disimulareis los defectos de la traducción con las bellezas que encierra, á pesar del desaliño con que, por más que me he esforzado, he des figurado el original: el único premio que espero, y que mas apetezco es, que quando leáis las vivas pinturas que hace el autor de todos los afectos de una alma christiana, os sintáis penetradas de los mismos sentimientos, y os abraséis en vivos deseos de imitar los modelos de virtud que os presento».


Siguiendo las pautas más habituales, Cayetana Aguirre se ocultaba tras el autor e invocaba el mérito de la obra en disculpa de los eventuales defectos de su propio trabajo. Sin embargo, ciertas pistas, como la elección de los pronombres, sugieren que la traductora hace suya la voluntad moralizante del escritor y se pone en el lugar de quien instruye a las de su sexo y les propone ejemplos de virtud, adoptando así una discreta posición de autoridad. Pero además, indagar en la documentación que en los fondos de Estado del Archivo Histórico Nacional se conserva concerniente a esta obra permite ir más allá para captar cómo las traductoras manipulaban la obra ajena para expresarse28. En efecto, para conseguir que la reina aceptara su homenaje Cayetana Aguirre hubo de adjuntar a su petición una copia de la dedicatoria y, conociendo ésta tal como finalmente se publicó, sorprende comprobar cuál fue la primera versión que sometió al examen de la sobe rana, que rezaba de este modo:

«A la Reyna Nuestra Señora.

Señora: Permítame V. M. que ponga vaxo su Real protección las primicias de un travaxo que he emprendido con el solo objeto de consagrarlo a la utilidad de las señoritas solteras a quienes la preocupación esparcida por los hombres tiene echo creer, que su estado es bergonzoso, especialmente si ya tienen una cierta edad, y que es de ningún probecho en la sociedad. La Heroína de la historia que me atrevo a presentar a V. M. prueba bien, que el estado de soltera, es el mas a proposito para cumplir con todos los deveres de una muger, ya sean religiosos, ya sean sociales, y el mas conforme también con el que nos da la naturaleza, pues que por el conservamos aquella amable libertad del corazón que se pierde al unirse con un hombre, y de que, por desgracia, se suele hacer tanto abuso [...]»29.


Ciertamente, el texto resulta sorprendente en su defensa del celibato como una opción de vida para las mujeres alternativa al matrimonio, pero también al celibato religioso. A todas luces, las ideas contenidas en este texto forzaban el sentido de la obra a la que habían de acompañar, como si Cayetana Aguirre diera su propia versión de la figura de la protagonista, diseñada como un modelo de virtudes cristianas, y la constituyera en ejemplo de determinación e independencia moral y social. La dedicatoria parecía sintetizar, pues, más que la moraleja de la novela, una posición particular de la traductora. Quizá arrancaba ésta de una experiencia personal o bien de la idea, compartida por otras escritoras, de la posición social incómoda y desairada en que quedaban las mujeres solteras, así como de la conciencia, agudamente sentida por muchas de ellas, de que el matrimonio implicaba una sujeción gravosa30. En cualquier caso, sus palabras resultaban disonantes no sólo con respecto al contenido de la obra original sino también con el espíritu poblacionista del reformismo ilustrado y con el discurso de elogio del matrimonio que en la época se sostenía tanto desde presupuestos economicistas y de orden social como en el lenguaje de la sensibilidad31. Probablemente por ello, la reina rechazó la dedicatoria y la autora, tras disculparse en una carta al juez de imprentas y rogarle que transmitiera a la soberana su consternación «por la impropiedad de la dedicatoria que pensava poner a la obra que S. M. ha acogido vaxo de su real auspicio», hubo de convertirla en la frase más anodina con la que salió a la prensa: «A La Reyna Nuestra Señora». En cualquier caso, este episodio revelador muestra tanto las posibilidades como los límites que la expresión personal de las escrito ras, y en particular de las traductoras, tenía en el siglo XVIII.

Cayetana Aguirre es una más entre muchas mujeres el siglo que publicaron un único y modesto trabajo y que no manifestaron explícitas ambiciones literarias, aunque, como hemos visto, la lectura atenta de sus textos sugiere que, aun en esa limitada iniciativa, se contemplaban a sí mismas como mujeres de letras y maniobraban para mostrarse en público como tales32. Distinto es el caso de otra autora, Margarita Hickey y Pellizzoni (c. 1740-1793), en cuanto que ésta desarrolló una larga trayectoria literaria y no ocultó sus aspiraciones. De origen extranjero como M.ª Gertrudis Hore, hija de un militar irlandés y de una mujer italiana perteneciente a una familia de artistas, casó con un hidalgo bastante mayor que ella, ayuda de cámara al servicio del infante D. Luis, y debió residir en la corte desde finales de los años 175033. En 1759 entabló relación con Agustín Montiano, un personaje relevante de la vida cultural de la época, a la sazón director de la Real Academia de la Historia y antiguo secretario de Gracia y Justicia y asiduo de la Academia del Buen Gusto reunida en torno a la marquesa de Sarriá. A éste le envió su traducción de la Andrómaca de Racine, con el ruego de que le diera su parecer. Fue el inicio de una amistad literaria que le permitió conectar con otros escritores de la época vinculados a Montiano; particularmente, mantuvo una estrecha amistad con Vicente García de la Huerta, al que mantenía informado durante su estancia en París de sus asuntos en España y del proceso que contra él se suscitó por su supuesta participación en los motines de 1766. En 1779 Margarita Hickey, ya viuda, solicitó y obtuvo licencia para imprimir varias de sus composiciones, pero no sería hasta una década más tarde cuando las diera a la prensa de forma incompleta y anónima34. Inéditas quedaron sus traducciones de dos tragedias de Voltaire, Zayra y Alzira, así como una Descripción geográfica del orbe conocido, a la cual en 1790 se le denegó licencia de impresión35.

La forma en que Margarita Hickey procuró apoyar y justificar su trabajo constituye un excelente ejemplo de las estrategias que desplegaban las mujeres para dar el trascendental paso de la publicación, en su caso y en el de algunas otras autoras (como Josefa Amar, quien un año más tarde daría a la luz su obra más extensa, el Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres) desde una auténtica ambición de contar en la «república de las letras». Si los prólogos, prefacios, censuras y advertencias que preceden, acompañan y enmarcan un texto obra constituyen, según indica Roger Chartier, dispositivos que producen efectos de sentido, que condicionan el modo en los lectores leerían y asimilarían la obra, hay que reconocer que Margarita Hickey jugó con habilidad sus cartas y presentó su libro al público bien arropado. Para una mujer que, por su sexo, no podía formar parte del mundo de los doctos con una instrucción académica, autorizarse constituía una necesidad perentoria, y ella lo hizo en un doble sentido. Por una parte, se apoyó en la autoridad de quienes sí pertenecían a ese universo, significativamente, recabando la aprobación de Agustín Montiano. Quizá no fuera casual que no al reproducir la elogiosa carta con que éste había respondido en 1759 al envío de su traducción no la incluyera antes del prólogo, donde tradicionalmente se insertaban las censuras y versos encomiásticos que en el siglo anterior y todavía en el XVIII solían preceder al texto del autor. En lugar de ello, se refirió a ella en su prólogo y la reprodujo al final de sus propias palabras. A Margarita Hickey debió satisfacerle el tono de sobrio elogio, discreta enmienda y cierta camaradería intelectual que el distinguido académico utilizaba en su escrito. Éste no contenía frases aduladoras y realzaba el mérito de la obra precisamente al señalar algunos leves defectos, pues ello parecía indicar que la había examinado con atención y no por simple cortesía; en suma, trataba a la entonces joven traductora sin paternalismos evidentes, por ejemplo, celebrando a propósito de sus propias elecciones estéticas que «seamos del mismo dictamen». La disposición que dio a ese texto, a continuación de su prólogo, parecía acentuar de liberadamente este tono, dándole un sentido de acogida admirativa de una principiante por parte de un autor ya consolidado en la «república de las letras», con el que ella se permitía dialogar en su propio escrito introductorio. Una Margarita Hickey 30 años mayor, probablemente más segura tras lustros de actividad literaria y de relación con escritores de la época, se mostró en ese largo prólogo como aspirante a ser tratada como una igual en la república de las letras. Su actitud dejaba prácticamente de lado toda gratitud o modestia para mostrarse concienzuda y preocupada por su trabajo, diciéndose perfeccionista, explicando sus criterios y opiniones literarias y criticando ciertos aspectos del teatro y las traducciones de su tiempo. También da la medida de la ambición y las aspiraciones literarias de la autora el que intentara dedicar su poema en honor del capitán general D. Pedro Cevallos al propio monarca Carlos III en 1779, insistiendo en su solicitud, que finalmente sería desestimada, ante el conde de Floridablanca36. Como la da el hecho de que su nombre, que decía ocultar por «debida modestia», no fuera ningún secreto para sus contemporáneos, de modo que su anonimato parece ser más bien un obligado disfraz que un verdadero deseo de ocultarse a los ojos del mundo.

Apelar a la autoridad literaria y social de la que ella carecía fue, pues, una de sus estrategias. Pero también buscó apoyos muy distintos que le permitían justificar de forma alternativa su posición ajena al mundo académico y docto. Así, afirmó que su poesía partía de la observación: «solamente la variedad de casos y de sucesos que me ha hecho ver, conocer y presenciar el trato y la comunicación del mundo y de las gentes, han dado motivo y ocasión a los diferentes asuntos y especies que en ellas se tocan» (prólogo, pág. XIV). Utilizó en su favor la crítica ilustrada contra la enseñanza universitaria tradicional, marcada por la Escolástica y el método dialéctico, una forma hábil de desarmar de antemano las eventuales censuras hacia una mujer que se atreviera a escribir y publicar sin estar respaldada por una educación formal37. Y apeló al juicio de los lectores, de esa opinión pública que en el mundo del libro en el siglo XVIII resultaba crecientemente influyente, frente al eventual rechazo de la crítica. De ese modo, los múltiples recursos de Margarita Hickey ilustran sobre las estrategias que en el nuevo contexto del siglo XVIII podían desplegar las escritoras para afianzar su posición en la república de las letras.




Las escritoras y el discurso amoroso del siglo XVIII

El borrador de la dedicatoria de Cayetana de Aguirre a la reina M.ª Luisa de Parma que hemos citado anteriormente evoca un deseo de improbable realización que quizá fuera el de otras mujeres de su tiempo. Evitar las obligaciones del matrimonio, pero rechazar al mismo tiempo lo que la moral católica señalaba como reprobable, el amor fuera del lazo conyugal, y llevar una vida en el mundo respetable y respetada. Es, pues, un ejemplo que sugiere las tensiones que la moral de la época, tanto religiosa como laica, provocaba en las mujeres. Muestra también cómo algunas de ellas trataban de situarse en una posición diferente a la que les asignaba el discurso sentimental, que hacía de los afectos familiares el lugar por excelencia y el único en el que debía volcarse la sentimentalidad atribuida a las mujeres, a la vez que se distanciaban un tanto del espíritu de la moral cristiana que les exigía como virtud principal la obediencia, tanto en el claustro como en el mundo. Asumir el elogio de la sensibilidad evocando la «amable libertad del corazón», pero sin derivarla hacia la vida doméstica, sino hacia un ideal de existencia célibe que reinterpretaba a su modo la defensa católica de la castidad fue el recurso que esta traductora de principios del siglo XIX adoptó para dar forma a unas aspiraciones que eran quizá compartidas. En su texto, la referencia al amor era una alusión en negativo, un rechazo desde el imperativo moral, aunque impregnado de la retórica sentimental de la época. Ciertamente, el amor fue un tema poco presente en la producción de las escritoras españolas, y tampoco fue, cabe decirlo, un objeto muy cultivado en nuestro país fuera de las condenas morales de la pasión o del lenguaje muy estilizado de la poesía, a diferencia de Francia, donde sí se produjo al respecto una amplia reflexión literaria y filosófica38. Cabe pensar que el clima de una Ilustración más moderada como la española y la intensa influencia de la moral católica, que miraba con desconfianza el amor y condenaba sin paliativos la pasión fuera del matrimonio, limitaban las posibilidades de pensar y expresarse sobre ese tema, y muy particularmente en el caso de las mujeres. En este sentido, resulta revelador que la traducción que Cayetana de la Cerda, condesa de Lalaing, publicó en 1781 de las Obras de la marquesa de Lambert omitiera uno de los escritos de la marquesa que con mayor claridad explica su concepción del amor: un amor exigente y virtuoso, pero no necesariamente vinculado al matrimonio39. El amor era, pues, un tema delicado y difícil de tratar en el contexto cultural del siglo XVIII español. En todo caso, sin apartarse de la ortodoxa condena de la pasión, escritoras como Josefa Amar o Inés Joyes expresaron una postura particular en la que ese rechazo iba unido a una conciencia aguda de la posición desigual que las mujeres ocupaban en las relaciones amorosas y que las exponían a mayores peligros de desgracia moral, sentimental y social40.

Por todo ello, la obra de Margarita Hickey, también a este respecto, resulta particularmente interesante, pues constituye la más amplia muestra de literatura amorosa por parte de una autora española del siglo XVIII. Sus poemas contienen una extensa y recurrente reflexión sobre el amor, la naturaleza del amor virtuoso, las obligaciones de los amantes y los dolores del amor contrariado y no correspondido. La crítica antigua y moderna ha indicado que el tono dolorido y desengañado de su poesía permite suponer la existencia de elementos autobiográficos. Del hecho de que su marido fuera mucho mayor que ella y de que enviudara relativamente joven, Serrano Sanz (quien, atribuyéndole una fecha de nacimiento errónea, imaginaba una viuda veinteañera y «hermosa») dedujo que debió tener una vida amorosa agitada, y más recientemente, Philip Deacon ha sugerido que pudo tener una relación sentimental con el dramaturgo García de la Huerta, a quien aludiría el nombre poético de «Mirtilo» que aparece en sus versos. Por otra parte, la hispanista Margarita Salgado ha analizado a través de su reescritura de un romance de Góngora el modo en que Margarita Hickey manipuló y alteró las convenciones de la tradición poética, transformando el tópico de la amada inconstante en una advertencia a las mujeres sobre los engaños masculinos y los peligros del amor41.

No obstante, la poesía de Margarita Hickey no es tan sólo una subversión del canon poético tradicional, ni tampoco simplemente la expresión vivencial de una amante despechada. Creemos que su visión del amor y de la posición de hombres y mujeres en las relaciones amorosas debe situarse, para ser comprendida en sus términos, en el contexto del discurso amoroso del siglo XVIII y de sus reescrituras desde la experiencia femenina. La autora hace suyo el discurso ilustrado, que rehabilitó el amor frente a las prevenciones de la moral religiosa tradicional, pero que definía como aceptable en tanto que virtuoso tan sólo el amor a las cualidades morales, y que presentaba un sentimiento al alcance únicamente de los mejores espíritus, de las personas refinadas y educadas, un amor que, en definitiva, debía dar la medida moral (y social) de la persona que amaba. En efecto, la insistencia en ese amor razonable, que sabe evaluar los méritos del objeto amado y se enfría si éste demuestra perder esas cualidades, es una constante en su poesía. Por ejemplo, en su dedicatoria al «amigo Danteo» (Tadeo Moreno): «Hallarás en ellas / documentos finos / de amar noblemente / con afectos dignos / No de amar un arte / como la de Ovidio, / que más que de amor, / es arte de vicio»42.

La reflexión ilustrada sobre el amor contenía una idea de la naturaleza sentimental de hombres y mujeres. A aquéllos se les reputaba de inconstantes, y a éstas se les atribuía la mayor responsabilidad en el mantenimiento de una digna relación amorosa, presentándolas como naturalmente sensibles e inclinadas a amar, unas cualidades que se construían a través de la literatura moral, el teatro y la novela de la época. Las mujeres educadas que se impregnaron de ese discurso, muy extendido entre las élites y clases medias en la segunda mitad del siglo XVIII, dieron una versión menos armónica de las relaciones amorosas, señalando los efectos que volcarse en el amor, como se les requería, tenía para las mujeres y la paradoja que se establecía entre ese ideal sentimental y la severa exigencia de castidad que pesaba sobre ellas. Así, Josefa Amar o Inés Joyes exhortaron a las mujeres a huir del amor como la más peligrosa de las pasiones, advirtiéndolas de que su posición era particularmente vulnerable porque su honra estaba socialmente asociada a su virtud sexual, una virtud que resultaba comprometida por la seducción masculina, por lo cual las alertaban contra el lenguaje amoroso y sus engaños, y por el rumor que podía dañar su quebradiza reputación43.

En la poesía de Margarita Hickey, la advertencia a las mujeres contra los peligros del amor y la queja por la inconstancia del amante son temas recurrentes. En sus poemas, a diferencia de las convenciones vigentes en la poesía amorosa, son siempre los hombres los que flaquean en el amor, los débiles y volubles que dejan enfriar sus sentimientos o fingen la emoción que ya no sienten. La subversión de la tradición poética de autor masculino no era una novedad, sino que había sido practicada ya por las autoras del Siglo de Oro y sus contemporáneas europeas, y en su forma barroca del desengaño pervivió en la poesía del siglo XVIII44. No obstante, en el caso de Margarita Hickey, ilustrada, lectora de Voltaire y buena conocedora de las corrientes literarias e intelectuales de la segunda mitad del siglo XVIII, si sus poemas de amor desengañado escritos desde una perspectiva femenina pueden mostrar la influencia de moldes barrocos, nos parece que también dialogan con el discurso amoroso del siglo, utilizando sus convenciones sobre la naturaleza sentimental de las mujeres y su mayor constancia en el amor para recriminar la conducta masculina y construirse una imagen moral en positivo. Los términos en los que reelaboró ese discurso para decir con él algo distinto de lo habitual resultaban, por ello, aceptables dentro de los códigos morales y estéticos de la época, por lo que el censor que calificó sus poesías en 1787 no halló en ellas nada que mereciese su reprobación45.

Un último ejemplo puede servirnos para apreciar cómo las mujeres pertenecientes a las élites cultas y educadas del siglo XVIII participaron del discurso ilustrado sobre el amor, elaborando, no obstante, versiones de él que traslucían una mirada femenina y, al hacerlo, se apartaban un tanto del elogio del amor conyugal y la felicidad doméstica habitual en la literatura de la época. Tomemos dos comedias escritas por una mujer de finales del XVIII dentro del gusto de las Luces, con sus exigencias de propósitos morales, verosimilitud de las situaciones, personajes de la vida cotidiana, decoro de las acciones y tono sensible. Su autora, M.ª Lorenza de los Ríos, marquesa de Fuerte Híjar, era una dama implicada en los ambientes reformistas e ilustrados. Fue socia y durante un tiempo presidenta de la Junta de Damas, amiga del dramaturgo y poeta Cienfuegos, esposa del subdelegado general de Teatros, Germán de Salcedo y Somodevilla, marqués de Fuerte Híjar, un noble impulsor de la reforma ilustrada de la escena. En el marco de la Sociedad Económica, la marquesa publicó dos escritos en los que se ponía de relieve su espíritu ilustrado: uno de los elogios anuales que las socias de la Junta de Damas ofrecían a la reina y la traducción de una breve biografía del conde de Rumford, un noble inglés conocido por su labor científica y reformista46. Sus comedias El Eugenio y La sabia indiscreta permanecieron, en cambio, inéditas y no se estrenaron en teatros públicos, aunque el pulcro ejemplar manuscrito, cuidadosamente encuadernado y con algunas correcciones que reúne ambas obras y que se conserva en la Biblioteca Nacional hace pensar que debieron circular en un medio selecto, que serían probablemente leídas y quizá representadas en el salón literario de la marquesa47. El Eugenio es una comedia en prosa sobre el conocido tema del amor entre dos jóvenes de condición social desigual, que se resuelve con el oportuno descubrimiento del origen noble del joven que hace posible el matrimonio. Maneja todas las ideas ilustradas sobre el mérito que debe acompañar al nacimiento y la fortuna, sobre el «verdadero amor», por ese mérito justificado, y sobre las cualidades en las que se hacía consistir respectivamente la virtud del hombre y de la mujer, encarnadas en los dos enamorados: Balbina, una joven virtuosa, hija obediente y mujer constante en el amor, y Eugenio, militar honorable, austero y respetuoso. Sin embargo, la autora presta a estos temas ampliamente difundidos una inflexión particular al subrayar los peligros del amor para las mujeres («¡ah! ¡infelices mugeres! Si fuéramos mas amantes de nosotras mismas, evitaríamos muchas amarguras... víctimas infelices de la inconstancia, y de los falsos juramentos de los hombres») y al presentar, sin desarmarla finalmente, una posición de rechazo hacia el matrimonio como un yugo insoportable, en la figura de Máxima, una amiga de los protagonistas que, al negar su mano al hombre que la pretendía, quebraba la simetría del final feliz frecuente en muchas comedias.

«[Y]o que abomino toda subordinación que no tenga por cimiento la virtud, y la amistad, no me aventuraré jamas á recibir un yugo, que no aligeren estos dos principios de la verdadera felicidad en todas las relaciones humanas», concluía Máxima, y esa declaración en favor del modelo de matrimonio ilustrado, idealmente impregnado de «virtud»y «amistad», llevaba implícita, con todo, un punto de reserva por el cual esas deseables cualidades no hacían del matrimonio un estado idílico sino que tan sólo parecían llamadas a convertir en más soportable lo que no dejaba de ser una sujeción. De ello no se desprende que Máxima fuera la voz de la marquesa, y ciertamente la moraleja de la comedia era otra, que hacía precisamente a los protagonistas «exemplo del verdadero amor conyugal». Sin embargo, la presencia de este personaje introducía un elemento disonante que no se disolvía, a diferencia de los otros conflictos del argumento, al final de la obra, como una representación de las paradojas y tensiones que contenía el modelo ilustrado de conyugalidad, que se presentaba como basado en el afecto pero se fundamentaba sobre exigencias morales y sentimentales distintas para mujeres y hombres. Algo de esa misma percepción de desigualdad y sujeción, que pudo albergar la marquesa de Fuerte Híjar y ciertamente se muestra en otros textos femeninos de la época, aparece en su comedia en un acto y en verso La sabia indiscreta. Es ésta la historia de una joven culta y enfrascada en el estudio, que rechaza el amor y el matrimonio pero se ve final y felizmente atrapada en sus redes. Una vez más, el texto desborda la moraleja más evidente, que celebra el triunfo del amor. En efecto, llama la atención que el personaje de la «mujer sabia» no tenga el tratamiento satírico que era frecuente en la literatura, por ejemplo, sin necesidad de retrotraerse a Molière, en La comedia nueva que Moratín, paradigma del gusto teatral del círculo de la marquesa, había estrenado en 1792. Bien al contrario, en La sabia indiscreta, al contrario de lo que pueda sugerir el título, se la retrataba con simpatía y, si bien se celebraba su opción final por el matrimonio, no se desautorizaba su amor por los libros ni hallaba contestación tajante la reserva que este personaje expresaba, en términos similares a los de Máxima en El Eugenio, sobre el matrimonio como un estado gravoso48.

Al desarrollar en sus comedias estos temas, que eran centrales en el discurso ilustrado, la autora mostraba y renovaba su pertenencia a los círculos de los intelectuales, escritores y personas cultas que se representaban como la élite cultural y moral del país y lo hacían implicándose en la moral de las costumbres, reclamando la «virtud» como exigencia añadida al rango, hablando del amor como condición necesaria del matrimonio y construyendo modelos de virtud masculinos y femeninos. En la medida en que participaba de las discusiones en las tertulias donde literatos, nobles y funcionarios hablaban de la reforma del teatro como instrumento de la moralización de las costumbres, y daba a conocer en ellas, probablemente, su propia producción, la marquesa de Fuerte Híjar pudo sentirse y hacerse reconocer como partícipe, en cierto sentido, de la «república de las letras» que tenía en estos espacios elitistas uno de sus mecanismos de recreación y difusión. De ese modo, y si admitimos que la ficción de su teatro podía representar de algún modo sus inquietudes personales, que serían también las de otras mujeres de su época y su medio, sus comedias nos sirven como un último ejemplo de lo que la lectura y la escritura pudieron significar para muchas de ellas. Refugio de esa intimidad cuyas formas se estaban construyendo en el siglo XVIII, como en los versos de La sabia indiscreta con los que iniciábamos este trabajo, instrumento de participación en el ámbito público de las letras; en cualquier caso, una alternativa a la domesticidad que la ideología sentimental hacia finales del siglo les asignaba como único espacio y forma de vida







 
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